martes, 29 de octubre de 2019

C a r l o s F u e n t e s L o s d í a s e n m a s c a r a d o s 48 La muñeca reina. Texto completo.


C a r l o s F u e n t e s L o s d í a s e n m a s c a r a d o s
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La muñeca reina
I
Vine porque aquella tarjeta, tan curiosa, me hizo recordar su existencia. La encontré en un libro olvidado cuyas páginas habían reproducido un espectro de la caligrafía infantil. Estaba acomodando, después de mucho tiempo de no hacerlo, mis libros. Iba de sorpresa en sorpresa, pues algunos, colocados en las estanterías más altas, no fueron leídos durante mucho tiempo. Tanto, que el filo de las hojas se había granulado, de manera que sobre mis palmas abiertas cayó una mezcla de polvo de oro y escama grisácea, evocadora del barniz que cubre ciertos cuerpos entrevistos primero en los sueños y después en la decepcionante realidad de la primera función de ballet a la que somos conducidos. Era un libro de mi infancia —acaso de la de muchos niños— y relataba una serie de historias ejemplares más o menos truculentas que poseían la virtud de arrojarnos sobre las rodillas de nuestros mayores para preguntarles, una y otra vez, ¿por qué? Los hijos que son desagradecidos con sus padres, las mozas que son raptadas por caballerangos y regresan avergonzadas a la casa, así como las que de buen grado abandonan el hogar, los viejos que a cambio de una hipoteca vencida exigen la mano de la muchacha más dulce y adolorida de la familia amenazada, ¿por qué? No recuerdo las respuestas. Sólo sé que de entre las páginas manchadas cayó, revoloteando, una tarjeta blanca con la letra atroz de Amilamia: Amilamia no olvida a su amiguito y me buscas aquí como te lo dibujó.
Y detrás estaba ese plano de un sendero que partía de la X que debía indicar, sin duda, la banca del parque donde yo, adolescente rebelde a la educación prescrita y tediosa, me olvidaba de los horarios de clase y pasaba varias horas leyendo libros que, si no fueron escritos por mí, me lo parecían: ¿cómo iba a dudar que sólo de mi imaginación podían surgir todos esos corsarios, todos esos correos del zar, todos esos muchachos, un poco más jóvenes que yo, que bogaban el día entero sobre una barcaza a lo largo de los grandes ríos americanos? Prendido al brazo de la banca como a un arzón milagroso, al principio no escuché los pasos ligeros que, después de correr sobre la grava del jardín, se detenían a mis espaldas. Era Amilamia y no supe cuánto tiempo me habría acompañado en silencio si su espíritu travieso, cierta tarde, no hubiese optado por hacerme cosquillas en la oreja con los villanos de un amargón que la niña soplaba hacia mí con los labios hinchados y el ceño fruncido.
Preguntó mi nombre y después de considerarlo con el rostro muy serio, me dijo el suyo con una sonrisa, si no cándida, tampoco demasiado ensayada. Pronto me di cuenta que Amilamia había encontrado, por así decirlo, un punto intermedio de expresión entre la ingenuidad de sus años y las formas de mímica adulta que los niños bien educados deben conocer, sobre todo para los momentos solemnes de la presentación y la despedida. La gravedad de Amilamia, más bien, era un don de su naturaleza, al grado de que sus momentos de espontaneidad, en contraste, parecían aprendidos. Quiero recordarla, una tarde y otra, en una sucesión de imágenes fijas que acaban por sumar a Amilamia entera. Y no deja de sorprenderme que no pueda pensar en ella como realmente fue, o como en verdad se movía, ligera, interrogante, mirando de un lado a otro sin cesar. Debo recordarla detenida para siempre, como en un álbum. Amilamia a lo lejos, un punto en el
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lugar donde la loma caía, desde un lago de tréboles, hacia el prado llano donde yo leía sentado sobre la banca: un punto de sombra y sol fluyentes y una mano que me saludaba desde allá arriba. Amilamia detenida en su carrera loma abajo, con la falda blanca esponjada y los calzones de florecillas apretados con ligas alrededor de los muslos, con la boca abierta y los ojos entrecerrados porque la carrera agitaba el aire y la niña lloraba de gusto. Amilamia sentada bajo los eucaliptos, fingiendo un llanto para que yo me acercara a ella. Amilamia boca abajo con una flor entre las manos: los pétalos de un amento que, descubrí más tarde, no crecía en este jardín, sino en otra parte, quizás en el jardín de la casa de Amilamia, pues la única bolsa de su delantal de cuadros azules venía a menudo llena de esas flores blancas. Amilamia viéndome leer, detenida con ambas manos a los barrotes de la banca verde, inquiriendo con los ojos grises: recuerdo que nunca me preguntó qué cosa leía, como si pudiese adivinar en mis ojos las imágenes nacidas de las páginas. Amilamia riendo con placer cuando yo la levantaba del talle y la hacía girar sobre mi cabeza y ella parecía descubrir otra perspectiva del mundo en ese vuelo lento. Amilamia dándome la espalda y despidiéndose con el brazo en alto y los dedos alborotados. Y Amilamia en las mil posturas que adoptaba alrededor de mi banca: colgada de cabeza, con las piernas al aire y los calzones abombados; sentada sobre la grava, con las piernas cruzadas y la barbilla apoyada en el mentón; recostada sobre el pasto, exhibiendo el ombligo al sol; tejiendo ramas de los árboles, dibujando animales en el lodo con una vara, lamiendo los barrotes de la banca, escondida bajo el asiento, quebrando sin hablar las cortezas sueltas de los troncos añosos, mirando fijamente el horizonte más allá de la colina, canturreando con los ojos cerrados, imitando las voces de pájaros, perros, gatos, gallinas, caballos. Todo para mí, y sin embargo, nada. Era su manera de estar conmigo, todo esto que recuerdo, pero también su manera de estar a solas en el parque. Sí; quizás la recuerdo fragmentariamente porque mi lectura alternaba con la contemplación de la niña mofletuda, de cabello liso y cambiante con los reflejos de la luz: ora pajizo, ora de un castaño quemado. Y sólo hoy pienso que Amilamia, en ese momento, establecía el otro punto de apoyo para mi vida, el que creaba la tensión entre mi propia infancia irresuelta y el mundo abierto, la tierra prometida que empezaba a ser mía en la lectura.
Entonces no. Entonces soñaba con las mujeres de mis libros, con las hembras —la palabra me trastornaba— que asumían el disfraz de la Reina para comprar el collar en secreto, con las invenciones mitológicas —mitad seres reconocibles, mitad salamandras de pechos blancos y vientres húmedos— que esperaban a los monarcas en sus lechos. Y así, imperceptiblemente, pasé de la indiferencia hacia mi compañía infantil a una aceptación de la gracia y gravedad de la niña, y de allí a un rechazo impensado de esa presencia inútil. Acabó por irritarme, a mí que ya tenía catorce años, esa niña de siete que no era, aún, la memoria y su nostalgia, sino el pasado y su actualidad. Me habla dejado arrastrar por una flaqueza. Juntos habíamos corrido, tomados de la mano, por el prado. Juntos habíamos sacudido los pinos y recogido las piñas que Amilamia guardaba con celo en la bolsa del delantal. Juntos habíamos fabricado barcos de papel para seguirlos, alborozados, al borde de la acequia. Y esa tarde, cuando juntos rodamos por la colina, en medio de gritos de alegría, y al pie de ella caímos juntos, Amilamia sobre mi pecho, yo con el cabello de la niña en mis labios, y sentí su jadeo en mi oreja y sus bracitos pegajosos de dulce alrededor de mi cuello, le retiré con enojo los brazos y la dejé caer. Amilamia lloró, acariciándose la rodilla y el codo heridos, y yo regresé a mi banca. Luego
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Amilamia se fue y al día siguiente regresó, me entregó el papel sin decir palabra y se perdió, canturreando, en el bosque. Dudé entre rasgar la tarjeta o guardarla en las páginas del libro. Las tardes de la granja. Hasta mis lecturas se estaban infantilizando al lado de Amilamia. Ella no regresó al parque. Yo, a los pocos días, salí de vacaciones y después regresé a los deberes del primer año de bachillerato. Nunca la volví a ver.
II
Y ahora, casi rechazando la imagen que es desacostumbrada sin ser fantástica y por ser real es más dolorosa, regreso a ese parque olvidado y, detenido ante la alameda de pinos y eucaliptos, me doy cuenta de la pequeñez del recinto boscoso, que mi recuerdo se ha empeñado en dibujar con una amplitud que pudiera dar cabida al oleaje de la imaginación. Pues aquí habían nacido, hablado y muerto Strogoff y Huckleberry, Milady de Winter y Genoveva de Brabante: en un pequeño jardín rodeado de rejas mohosas, plantado de escasos árboles viejos y descuidados, adornado apenas con una banca de cemento que imita la madera y que me obliga a pensar que mi hermosa banca de hierro forjado, pintada de verde, nunca existió o era parte de mi ordenado delirio retrospectivo. Y la colina... ¿Cómo pude creer que era eso, el promontorio que Amilamia bajaba y subía durante sus diarios paseos, la ladera empinada por donde rodábamos juntos? Apenas una elevación de zacate pardo sin más relieve que el que mi memoria se empeñaba en darle.
Me buscas aquí como te lo dibujó. Entonces habría que cruzar el jardín, dejar atrás el bosque, descender en tres zancadas la elevación, atravesar ese breve campo de avellanos —era aquí, seguramente, donde la niña recogía los pétalos blancos—, abrir la reja rechinante del parque y súbitamente recordar, saber, encontrarse en la calle, darse cuenta de que todas aquellas tardes de la adolescencia, como por milagro, habían logrado suspender los latidos de la ciudad circundante, anular esa marea de pitazos, campanadas, voces, llantos, motores, radios, imprecaciones: ¿cuál era el verdadero imán: el jardín silencioso o la ciudad febril? Espero el cambio de luces y paso a la otra acera sin dejar de mirar el iris rojo que detiene el tránsito. Consulto el papelito de Amilamia. Al fin y al cabo, ese plano rudimentario es el verdadero imán del momento que vivo, y sólo pensarlo me sobresalta. Mi vida, después de las tardes perdidas de los catorce años, se vio obligada a tomar los cauces de la disciplina y ahora, a los veintinueve, debidamente diplomado, dueño de un despacho, asegurado de un ingreso módico, soltero aún, sin familia que mantener, ligeramente aburrido de acostarme con secretarias, apenas excitado por alguna salida eventual al campo o a la playa, carecía de una atracción central como las que antes me ofrecieron mis libros, mi parque y Amilamia. Recorro la calle de este suburbio chato y gris. Las casas de un piso se suceden monótonamente, con sus largas ventanas enrejadas y sus portones de pintura descascarada. Apenas el rumor de ciertos oficios rompe la uniformidad del conjunto. El chirreo de un afilador aquí, el martilleo de un zapatero allá. En las cerradas laterales, juegan los niños del barrio. La música de un organillo llega a mis oídos, mezclada con las voces de las rondas. Me detengo un instante a verlos, con la sensación, también fugaz, de que entre esos grupos de niños estaría Amilamia, mostrando impúdicamente sus calzones floreados, colgada de las piernas desde un balcón, afecta siempre a sus extravagancias acrobáticas, con la bolsa del delantal llena de pétalos blancos. Sonrío y por vez primera quiero imaginar a la señorita de
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veintidós años que, si aún vive en la dirección apuntada, se reirá de mis recuerdos o acaso habrá olvidado las tardes pasadas en el jardín.
La casa es idéntica a las demás. El portón, dos ventanas enrejadas, con los batientes cerrados. Un solo piso, coronado por un falso barandal neoclásico que debe ocultar los menesteres de la azotea: la ropa tendida, los tinacos de agua, el cuarto de criados, el corral. Antes de tocar el timbre, quiero desprenderme de cualquier ilusión. Amilamia ya no vive aquí. ¿Por qué iba a permanecer quince años en la misma casa? Además, pese a su independencia y soledad prematuras, parecía una niña bien educada, bien arreglada, y este barrio ya no es elegante; los padres de Amilamia, sin duda, se han mudado. Pero quizás los nuevos inquilinos saben a dónde.
Aprieto el timbre y espero. Vuelvo a tocar. Ésa es otra contingencia: que nadie esté en casa. Y yo, ¿sentiré otra vez la necesidad de buscar a mi amiguita? No, porque ya no será posible abrir un libro de la adolescencia y encontrar, al azar, la tarjeta de Amilamia. Regresaría a la rutina, olvidaría el momento que sólo importaba por su sorpresa fugaz.
Vuelvo a tocar. Acerco la oreja al portón y me siento sorprendido: una respiración ronca y entrecortada se deja escuchar del otro lado; el soplido trabajoso, acompañado por un olor desagradable a tabaco rancio, se filtra por los tablones resquebrajados del zaguán.
—Buenas tardes. ¿Podría decirme...?
Al escuchar mi voz, la persona se retira con pasos pesados e inseguros. Aprieto de nuevo el timbre, esta vez gritando:
—¡Oiga! ¡Ábrame! ¿Qué le pasa? ¿No me oye?
No obtengo respuesta. Continúo tocando el timbre, sin resultados. Me retiro del portón, sin alejar la mirada de las mínimas rendijas, como si la distancia pudiese darme perspectiva e incluso penetración. Con toda la atención fija en esa puerta condenada, atravieso la calle caminando hacia atrás; un grito agudo me salva a tiempo, seguido de un pitazo prolongado y feroz, mientras yo, aturdido, busco a la persona cuya voz acaba de salvarme, sólo veo el automóvil que se aleja por la calle y me abrazo a un poste de luz, a un asidero que, más que seguridad, me ofrece un punto de apoyo para el paso súbito de la sangre helada a la piel ardiente, sudorosa. Miro hacia la casa que fue, era, debía ser la de Amilamia. Allá, detrás de la balaustrada, como lo sabía, se agita la ropa tendida. No sé qué es lo demás: camisones, pijamas, blusas, no sé; yo veo ese pequeño delantal de cuadros azules, tieso, prendido con pinzas al largo cordel que se mece entre una barra de fierro y un clavo del muro blanco de la azotea.
III
En el Registro de la Propiedad me han dicho que ese terreno está a nombre de un señor R. Valdivia, que alquila la casa. ¿A quién? Eso no lo saben. ¿Quién es Valdivia? Ha declarado ser comerciante. ¿Dónde vive? ¿Quién es usted?, me ha preguntado la señorita con una curiosidad altanera. No he sabido presentarme calmado y seguro. El sueño no me alivió de la fatiga nerviosa. Valdivia. Salgo del Registro y el sol me ofende. Asocio la repugnancia que me provoca el sol brumoso y tamizado por las nubes bajas —y por ello más intenso— con el deseo de regresar al parque sombreado y húmedo. No, no es más que el deseo de saber si Amilamia vive en esa casa y por qué se me niega la entrada. Pero lo que debo rechazar, cuanto antes, es la idea absurda que no me permitió cerrar los ojos durante la
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noche. Haber visto el delantal secándose en la azotea, el mismo en cuya bolsa guardaba las flores, y creer por ello que en esa casa vivía una niña de siete años que yo había conocido catorce o quince antes... Tendría una hijita. Sí. Amilamia, a los veintidós años, era madre de una niña que quizás se vestía igual, se parecía a ella, repetía los mismos juegos, ¿quién sabe?, iba al mismo parque. Y cavilando llego de nuevo hasta el portón de la casa. Toco el timbre y espero el resuello agudo del otro lado de la puerta. Me he equivocado. Abre la puerta una mujer que no tendrá más de cincuenta años. Pero envuelta en un chal, vestida de negro y con zapatos de tacón bajo, sin maquillaje, con el pelo estirado hasta la nuca, entrecano, parece haber abandonado toda ilusión o pretexto de juventud y me observa con ojos casi crueles de tan indiferentes.
—¿Deseaba?
—Me envía el señor Valdivia. —Toso y me paso una mano por el pelo. Debí recoger mi cartapacio en la oficina. Me doy cuenta de que sin él no interpretaré bien mi papel.
—¿Valdivia? —La mujer me interroga sin alarma; sin interés.
—Sí. El dueño de la casa.
Una cosa es clara: la mujer no delatará nada en el rostro. Me mira impávida.
—Ah sí. El dueño de la casa.
—¿Me permite?...
Creo que en las malas comedias el agente viajero adelanta un pie para impedir que le cierren la puerta en las narices. Yo lo hago, pero la señora se aparta y con un gesto de la mano me invita a pasar a lo que debió ser una cochera. Al lado hay una puerta de cristal y madera despintada. Camino hacia ella, sobre los azulejos amarillos del patio de entrada, y vuelvo a preguntar, dando la cara a la señora que me sigue con paso menudo:
—¿Por aquí?
La señora asiente y por primera vez observo que entre sus manos blancas lleva una camándula con la que juguetea sin cesar. No he vuelto a ver esos viejos rosarios desde mi infancia y quiero comentarlo, pero la manera brusca y decidida con que la señora abre la puerta me impide la conversación gratuita. Entramos a un aposento largo y estrecho. La señora se apresura a abrir los batientes, pero la estancia sigue ensombrecida por cuatro plantas perennes que crecen en los macetones de porcelana y vidrio incrustado. Sólo hay en la sala un viejo sofá de alto respaldo enrejado de bejuco y una mecedora. Pero no son los escasos muebles o las plantas lo que llama mi atención. La señora me invita a tomar asiento en el sofá antes de que ella lo haga en la mecedora.
A mi lado, sobre el bejuco, hay una revista abierta.
—El señor Valdivia se excusa de no haber venido personalmente.
La señora se mece sin pestañear. Miro de reojo esa revista de cartones cómicos.
—La manda saludar y...
Me detengo, esperando una reacción de la mujer. Ella continúa meciéndose. La revista está garabateada con un lápiz rojo.
—...y me pide informarle que piensa molestarla durante unos cuantos días...
Mis ojos buscan rápidamente.
—...Debe hacerse un nuevo avalúo de la casa para el catastro. Parece que no se hace desde... ¿Ustedes llevan viviendo aquí...?
Sí; ese lápiz labial romo está tirado debajo del asiento. Y si la señora sonríe lo hace con las manos lentas que acarician la camándula: allí siento, por un instante,
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una burla veloz que no alcanza a turbar sus facciones. Tampoco esta vez me contesta.
—...¿por lo menos quince años, no es cierto...?
No afirma. No niega. Y en sus labios pálidos y delgados no hay la menor señal de pintura...
—...¿usted, su marido y...?
Me mira fijamente, sin variar de expresión, casi retándome a que continúe. Permanecemos un instante en silencio, ella jugueteando con el rosario, yo inclinado hacia adelante, con las manos sobre las rodillas. Me levanto.
—Entonces, regresaré esta misma tarde con mis papeles...
La señora asiente mientras, en silencio, recoge el lápiz labial, toma la revista de caricaturas y los esconde entre los pliegues del chal.
IV
La escena no ha cambiado. Esta tarde, mientras yo apunto cifras imaginarias en un cuaderno y finjo interés en establecer la calidad de las tablas opacas del piso y la extensión de la estancia, la señora se mece y roza con las yemas de los dedos los tres dieces del rosario. Suspiro al terminar el supuesto inventario de la sala y le pido que pasemos a otros lugares de la casa. La señora se incorpora, apoyando los brazos largos y negros sobre el asiento de la mecedora y ajustándose el chal a las espaldas estrechas y huesudas.
Abre la puerta de vidrio opaco y entramos a un comedor apenas más amueblado. Pero la mesa con patas de tubo, acompañada de cuatro sillas de níquel y hulespuma, ni siquiera poseen el barrunto de distinción de los muebles de la sala. La otra ventana enrejada, con los batientes cerrados, debe iluminar en ciertos momentos este comedor de paredes desnudas, sin cómodas ni repisas. Sobre la mesa sólo hay un frutero de plástico con un racimo de uvas negras, dos melocotones y una corona zumbante de moscas. La señora, con los brazos cruzados y el rostro inexpresivo, se detiene detrás de mí. Me atrevo a romper el orden: es evidente que las estancias comunes de la casa nada me dirán sobre lo que deseo saber.
—¿No podríamos subir a la azotea? —pregunto—. Creo que es la mejor manera de cubrir la superficie total.
La señora me mira con un destello fino y contrastado, quizás, con la penumbra del comedor.
—¿Para qué? —dice, por fin—. La extensión la sabe bien el señor... Valdivia...
Y esas pausas, una antes y otra después del nombre del propietario, son los primeros indicios de que algo, al cabo, turba a la señora y la obliga, en defensa, a recurrir a cierta ironía.
—No sé —hago un esfuerzo por sonreír—. Quizás prefiero ir de arriba hacia abajo y no... —mi falsa sonrisa se va derritiendo—... de abajo hacia arriba.
—Usted seguirá mis indicaciones —dice la señora con los brazos cruzados sobre el regazo y la cruz de plata sobre el vientre oscuro.
Antes de sonreír débilmente, me obligo a pensar que en la penumbra mis gestos son inútiles, ni siquiera simbólicos. Abro con un crujido de la pasta el cuaderno y sigo anotando con la mayor velocidad posible, sin apartar la mirada, los números y apreciaciones de esta tarea cuya ficción —me lo dice el ligero rubor de las mejillas, la definida sequedad de la lengua— no engaña a nadie. Y al llenar la página cuadriculada de signos absurdos de raíces cuadradas y fórmulas algebraicas, me
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pregunto qué cosa me impide ir al grano, preguntar por Amilamia y salir de aquí con una respuesta satisfactoria. Nada. Y sin embargo, tengo la certeza de que por ese camino, si bien obtendría una respuesta, no sabría la verdad. Mi delgada y silenciosa acompañante tiene una silueta que en la calle no me detendría a contemplar, pero que en esta casa de mobiliario ramplón y habitantes ausentes, deja de ser un rostro anónimo de la ciudad para convertirse en un lugar común del misterio Tal es la paradoja, y si las memorias de Amilamia han despertado otra vez mi apetito de imaginación seguiré las reglas del juego, agotaré las apariencia y no reposaré hasta encontrar la respuesta —quizá simple y clara, inmediata y evidente— a través de los inesperados velos que la señora del rosario tiende en mi camino. ¿Le otorgo a mi anfitriona renuente una extrañeza gratuita? Si es así, sólo gozaré más en los laberintos de mi invención. Y la moscas zumban alrededor del frutero, pero se posan sobre ese punto herido del melocotón, ese trozo mordisqueado —me acerco con el pretexto de mis notas— por unos dientecillos que han dejado su huella en la piel aterciopelada y la carne ocre de la fruta. No miro hacia donde está la señora. Finjo que sigo anotando. La fruta parece mordida pero no tocada. Me agacho para verla mejor, apoyo las manos sobre la mesa, adelanto los labios como si quisiera repetir el acto de morder sin tocar. Bajo los ojos y veo otra huella cerca de mi pies: la de dos llantas que me parecen de bicicleta, dos tiras de goma impresas sobre el piso de madera despintada que llegan hasta el filo de la mesa y luego se retiran, cada vez más débiles, a lo largo del piso, hacía donde está la señora...
Cierro mi libro de notas.
—Continuemos, señora.
Al darle la cara, la encuentro de pie con las manos sobre el respaldo de una silla Delante de ella, sentado, tose el humo de su cigarrillo negro un hombre de espaldas cargadas y mirar invisible: los ojos están escondidos por esos párpados arrugados, hinchados, gruesos y colgantes similares a un cuello de tortuga vieja, que no obstante parece seguir mis movimientos. Las mejillas mal afeitadas, hendidas por mil surcos grises, cuelgan de los pómulos salientes y las manos verdosas están escondidas entre las axilas: viste una camisa burda, azul, y su pelo revuelto semeja, por lo rizado, un fondo de barco cubierto de caramujos. No se mueve y el signo real de su existencia es ese jadeo difícil (como si la respiración debiera vencer los obstáculos de una y otra compuerta de flema, irritación, desgaste) que ya había escuchado entre los resquicios del zaguán.
Ridículamente, murmuró: —Buenas tardes... —y me dispongo a olvidarlo todo: el misterio, Amilamia, el avalúo, las pistas. La aparición de este lobo asmático justifica una pronta huida. Repito "Buenas tardes", ahora en son de despedida. La máscara de la tortuga se desbarata en una sonrisa atroz: cada poro de esa carne parece fabricado de goma quebradiza, de hule pintado y podrido. El brazo se alarga y me detiene.
—Valdivia murió hace cuatro años —dice el hombre con esa voz sofocada, lejana, situada en las entrañas y no en la laringe: una voz tipluda y débil.
Arrestado por esa garra fuerte, casi dolorosa, me digo que es inútil fingir. Los rostros de cera y caucho que me observan nada dicen y por eso puedo, a pesar de todo, fingir por última vez, inventar que me hablo a mí mismo cuando digo:
—Amilamia...
Sí: nadie habrá de fingir más. El puño que aprieta mi brazo afirma su fuerza sólo por un instante, en seguida afloja y al fin cae, débil y tembloroso, antes de
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levantarse y tomar la mano de cera que le tocaba el hombro: la señora, perpleja por primera vez, me mira con los ojos de un ave violada y llora con un gemido seco que no logra descomponer el azoro rígido de sus facciones. Los ogros de mi invención, súbitamente, son dos viejos solitarios, abandonados, heridos, que apenas pueden confortarse al unir sus manos con un estremecimiento que me llena de vergüenza. La fantasía me trajo hasta este comedor desnudo para violar la intimidad y el secreto de dos seres expulsados de la vida por algo que yo no tenía el derecho de compartir. Nunca me he despreciado tanto. Nunca me han faltado las palabras de manera tan burda. Cualquier gesto es vano: ¿voy a acercarme, voy a tocarlos, voy a acariciar la cabeza de la señora, voy a pedir excusas por mi intromisión? Me guardo el libro de notas en la bolsa del saco. Arrojo al olvido todas las pistas de mi historia policial: la revista de dibujos, el lápiz labial, la fruta mordida, las huellas de la bicicleta, el delantal de cuadros azules... Decido salir de esta casa sin decir nada. El viejo, detrás de los párpados gruesos, ha debido fijarse en mí. El resuello tipludo me dice:
—¿Usted la conoció?
Ese pasado tan natural, que ellos deben usar a diario, acaba por destruir mis ilusiones. Allí está la respuesta. Usted la conoció. ¿Cuántos años? ¿Cuántos años habrá vivido el mundo sin Amilamia, asesinada primero por mi olvido, resucitada, apenas ayer, por una triste memoria impotente? ¿Cuándo dejaron esos ojos grises y serios de asombrarse con el deleite de un jardín siempre solitario? ¿Cuándo esos labios de hacer pucheros o de adelgazarse en aquella seriedad ceremoniosa con la que, ahora me doy cuenta, Amilamia descubría y consagraba las cosas de una vida que, acaso, intuía fugaz?
—Sí, jugamos juntos en el parque. Hace mucho.
—¿Qué edad tenía ella? —dice, con la voz aún más apagada, el viejo.
—Tendría siete años. Sí, no más de siete.
La voz de la mujer se levanta, junto con los brazos que parecen implorar:
—¿Cómo era, señor? Díganos cómo era, por favor...
Cierro los ojos. Amilamia también es mi recuerdo. Sólo podría compararla a las cosas que ella tocaba, traía y descubría en el parque. Sí. Ahora la veo, bajando por la loma. No, no es cierto que sea apenas una elevación de zacate. Era una colina de hierba y Amilamia había trazado un sendero con sus idas y venidas y me saludaba desde lo alto antes de bajar, acompañada por la música, sí, la música de mis ojos, las pinturas de mi olfato, los sabores de mi oído, los olores de mi tacto... mi alucinación... ¿me escuchan?... bajaba saludando, vestida de blanco, con un delantal de cuadros azules... el que ustedes tienen tendido en la azotea...
Toman mis brazos y no abro los ojos.
—¿Cómo era, señor?
—Tenía los ojos grises y el color del pelo le cambiaba con los reflejos del sol y la sombra de los árboles...
Me conducen suavemente, los dos; escucho el resuello del hombre, el golpe de la cruz del rosario contra el cuerpo de la mujer...
—Díganos, por favor...
—El aire la hacía llorar cuando corría; llegaba hasta mi banca con las mejillas plateadas por un llanto alegre...
No abro los ojos. Ahora subimos. Dos, cinco, ocho, nueve, doce peldaños. Cuatro manos guían mi cuerpo.
—¿Cómo era, cómo era?
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—Se sentaba bajo los eucaliptos y hacía trenzas con las ramas y fingía el llanto para que yo dejara mi lectura y me acercara a ella.
Los goznes rechinan. El olor lo mata todo: dispersa los demás sentidos, toma asiento como un mogol amarillo en el trono de mi alucinación, pesado como un cofre, insinuante como el crujir de una seda drapeada, ornamentado como un cetro turco, opaco como una veta honda y perdida, brillante como una estrella muerta. Las manos me sueltan. Más que el llanto, es el temblor de los viejos lo que me rodea. Abro lentamente los ojos: dejo que el mareo líquido de mi córnea primero, en seguida la red de mis pestañas, descubran el aposento sofocado por esa enorme batalla de perfumes, de vahos y escarchas de pétalos casi encarnados, tal es la presencia de las flores que aquí, sin duda, poseen una piel viviente: dulzura del jaramago, náusea del ásaro, tumba del nardo, templo de la gardenia: la pequeña recámara sin ventanas, iluminada por las uñas incandescentes de los pesados cirios chisporroteantes, introduce su rastro de cera y flores húmedas hasta el centro del plexo y sólo de allí, del sol de la vida, es posible revivir para contemplar, detrás de los cirios y entre las flores dispersas, el cúmulo de juguetes usados, los aros de colores y los globos arrugados, sin aire, viejas ciruelas transparentes; los caballos de madera con las crines destrozadas, los patines del diablo, las muñecas despelucadas y ciegas, los osos vaciados de serrín, los patos de hule perforado, los perros devorados por la polilla, las cuerdas de saltar roldas, los jarrones de vidrio repletos de dulces secos, los zapatitos gastados, el triciclo —¿tres ruedas?; no; dos; y no de bicicleta; dos ruedas paralelas, abajo—, los zapatitos de cuero y estambre; y al frente, al alcance de mi mano, el pequeño féretro levantado sobre cajones azules decorados con flores de papel, esta vez flores de la vida, claveles y girasoles, amapolas y tulipanes, pero como aquéllas, las de la muerte, parte de un asativo que cocía todos los elementos de este invernadero funeral en el que reposa, dentro del féretro plateado y entre las sábanas de seda negra y junto al acolchado de raso blanco, ese rostro inmóvil y sereno, enmarcado por una cofia de encaje, dibujado con tintes de color de rosa: cejas que el más leve pincel trazó, párpados cerrados, pestañas reales, gruesas, que arrojan una sombra tenue sobre las mejillas tan saludables como en los días del parque. Labios serios, rojos, casi en el puchero de Amilamia cuando fingía un enojo para que yo me acercara a jugar. Manos unidas sobre el pecho. Una camándula, idéntica a la de la madre, estrangulando ese cuello de pasta. Mortaja blanca y pequeña del cuerpo impúber, limpio, dócil.
Los viejos se han hincado, sollozando.
Yo alargo la mano y rozo con los dedos el rostro de porcelana de mi amiga. Siento el frío de esas facciones dibujadas, de la muñeca-reina que preside los fastos de esta cámara real de la muerte. Porcelana, pasta y algodón. Amilamia no olvida a su amiguito y me buscas aquí como te lo dibujo.
Aparto los dedos del falso cadáver. Mis huellas digitales quedan sobre la tez de la muñeca.
Y la náusea se insinúa en mi estómago, depósito del humo de los cirios y la peste del ásaro en el cuarto encerrado. Doy la espalda al túmulo de Amilamia. La mano de la señora toca mi brazo. Sus ojos desorbitados no hacen temblar la voz apagada:
—No vuelva, señor. Si de veras la quiso, no vuelva más.
C a r l o s F u e n t e s L o s d í a s e n m a s c a r a d o s
57
Toco la mano de la madre de Amilamia, veo con los ojos mareados la cabeza del viejo, hundida entre sus rodillas, y salgo del aposento a la escalera, a la sala, al patio, a la calle.
V
Si no un año, sí han pasado nueve o diez meses. La memoria de aquella idolatría ha dejado de espantarme. He perdido el olor de las flores y la imagen de la muñeca helada. La verdadera Amilamia ya regresó a mi recuerdo y me he sentido, si no contento, sano otra vez: el parque, la niña viva, mis horas de lectura adolescente, han vencido a los espectros de un culto enfermo. La imagen de la vida es más poderosa que la otra. Me digo que viviré para siempre con mi verdadera Amilamia, vencedora de la caricatura de la muerte. Y un día me atrevo a repasar aquel cuaderno de hojas cuadriculadas donde apunté los datos falsos del avalúo. Y de sus páginas, otra vez, cae la tarjeta de Amilamia con su terrible caligrafía infantil y su plano para ir del parque a la casa. Sonrío al recogerla. Muerdo uno de los bordes, pensando que los pobres viejos, a pesar de todo, aceptarían este regalo.
Me pongo el saco y me anudo la corbata, chiflando. ¿Por qué no visitarlos y ofrecerles ese papel con la letra de la niña?
Me acerco corriendo a la casa de un piso. La lluvia comienza a caer en gotones aislados que hacen surgir de la tierra, con una inmediatez mágica, ese olor de bendición mojada que parece remover los humus y precipitar las fermentaciones de todo lo que existe con una raíz en el polvo.
Toco el timbre. El aguacero arrecia e insisto. Una voz chillona grita: ¡Voy!, y espero que la figura de la madre, con su eterno rosario, me reciba. Me levanto las solapas del saco. También mi ropa, mi cuerpo, transforman su olor al contacto con la lluvia. La puerta se abre.
—¿Qué quiere usted? ¡Qué bueno que vino!
Sobre la silla de ruedas, esa muchacha contrahecha detiene una mano sobre la perilla y me sonríe con una mueca inasible. La joroba del pecho convierte el vestido en una cortina del cuerpo: un trapo blanco al que, sin embargo, da un aire de coquetería el delantal de cuadros azules. La pequeña mujer extrae de la bolsa del delantal una cajetilla de cigarros y enciende uno con rapidez, manchando el cabo con los labios pintados de color naranja. El humo le hace guiñar los hermosos ojos grises. Se arregla el pelo cobrizo, apajado, peinado a la permanente, sin dejar de mirarme con un aire inquisitivo y desolado, pero también anhelante, ahora miedoso.
—No, Carlos. Vete. No vuelvas más.
Y desde la casa escucho, al mismo tiempo, el resuello tipludo del viejo, cada vez más cerca:
—¿Dónde estás? ¿No sabes que no debes contestar las llamadas? ¡Regresa! ¡Engendro del demonio! ¿Quieres que te azote otra vez?
Y el agua de la lluvia me escurre por la frente, por las mejillas, por la boca, y las pequeñas manos asustadas dejan caer sobre las losas húmedas la revista de historietas.

domingo, 27 de octubre de 2019

Alessandro Manzoni Los novios.



Alessandro Manzoni

Los novios

(Traducción. Itziar Hernández Rodilla)


Los novios es la obra más conocida del escritor italiano Alessandro Manzoni, quien la publicó inicialmente con el nombre de Fermo e Lucia en 1823, y posteriormente modificó y publicó por entregas desde 1840 a 1842. Cuenta la historia de una pareja de prometidos, Renzo y Lucia, dos humildes campesinos que tendrán que enfrentarse a don Rodrigo, el señor del lugar, quien, encaprichado con la muchacha, tratará de separarlos urdiendo toda clase de maquinaciones criminales contra la pareja. Después de muchas peripecias y desventuras, triunfarán los enamorados y volverán a reunirse para celebrar su tan ansiado matrimonio.
La lucha de los humildes por el más elemental de los derechos, dio lugar a esta novela histórica que dibujó el ambiente social de la Lombardía del siglo XVII bajo dominación española con todos los matices y todas las emociones del alma humana, relatando de manera sobrecogedora los efectos de la peste y ganando, en definitiva, un lugar indiscutible entre los grandes clásicos de la literatura universal.


 Título original: I promessi sposi
Alessandro Manzoni, 1842
Traducción y prólogo: Itziar Hernández Rodilla
Ilustraciones: Francesco Gonin
Editor digital: Titivillus
ePub base r1.2





 INTRODUCCIÓN

 

 

Desde su publicación, Los novios de Alessandro Manzoni ha sido la inspiración de los italianos de todos los tiempos al margen de su inclinación política o ideológica. Los novios ha producido más de quinientas ediciones en italiano, muchísimas traducciones en diversas lenguas, tres películas, siete obras de teatro, infinidad de estudios y comentarios, un centro de estudios manzonianos en Milán, y sigue siendo la más famosa de las novelas italianas, leída en todas las escuelas. Aunque narra una historia de amores rurales en la Lombardía durante el siglo XVII, su notorio localismo ejerció sobre los patriotas italianos la misma atracción que las primeras óperas de Verdi. La influencia de Virgilio se advierte particularmente en la descripción de los escenarios naturales así como en su amable y humana actitud frente a la vida. Por la combinación de sus afanes religiosos, sus formas románticas y su estilo realista, Manzoni desafía toda comparación con grandes novelistas como León Tolstói o Dickens.

 Proceso de creación de la novela

 

 

La primera edición data de 1827, la definitiva de 1842. La novela no fue escrita de una sola vez, sino que fue corregida por Manzoni a lo largo de los años, en un proceso de creación muy complejo, en el que también su autor llevó a cabo un enorme esfuerzo lingüístico. La escribió en tres etapas:
— De 1821 a 1823: escribió la primera versión, en cuatro partes, titulada Fermo y Lucia, el nombre de los dos protagonistas, y presentaba personajes y episodios distintos de los de la versión definitiva; estaba narrada en una lengua mezcla de lombardo, toscano, francés y latín.
— De 1824 a 1827: segunda versión y publicación de I promessi sposi en tres tomos, conocida como Ventisettàna («del 27»). Esta segunda edición fue publicada en 1827, con el título de Los novios, historia milanesa del siglo XVII, descubierta y reescrita por Alessandro Manzoni. Tuvo ya un gran éxito.
— De 1827 a 1842: Manzoni no quedó todavía satisfecho con el resultado obtenido en 1827. Consideró que la lengua en la que estaba escrita la novela estaba muy vinculada a sus orígenes lombardos. En consecuencia, ese mismo año marchó a Florencia para, como él mismo dijo, la «risciacquatura in Arno», es decir, el «aclarado en las aguas del Arno», y someter su obra a una revisión lingüística profunda, inspirada en el modelo florentino. Entre 1840 y 1842, Manzoni publicó la tercera y última edición de Los novios. También es conocida como la Quarantana («del 40»), la edición definitiva y de referencia.

 Argumento de la novela: protagonismo de los más humildes

 

 

No era su intención confeccionar una novela histórica al modo de Walter Scott, sino un gran tapiz realista sobre las duras condiciones de vida de la gente sencilla. Por eso, contrariamente a lo habitual en las novelas de la época, sus protagonistas son dos jóvenes de condición humilde: un tejedor y una campesina. El transcurso de la historia, parece decir Manzoni, está en sus manos y no sólo en las de los poderosos.
A primera vista, el argumento del libro parece, pues, sencillo: Renzo, un campesino huérfano ha pedido la mano de Lucia, hija única de una madre viuda. En la manera tradicional de la gente de campo de esos tiempos, conscientes de la autoridad de la Iglesia, hacen planes para celebrar su matrimonio con la bendición del cura don Abbondio. La víspera de dicho evento, el sacerdote, que regresaba a casa por un solitario sendero, es detenido por una banda de criminales al servicio de don Rodrigo —el señor feudal de la comarca—, quien deseaba a Lucia y lo amenazan si bendice el matrimonio de los dos jóvenes.

 Personajes de la novela

 

 

El poder novelístico de Los novios se basa en unos personajes creíbles y de atractivo perdurable, unos episodios en los que se combinan emotividad y humor, una prodigiosa descripción ambiental en la que son extraordinariamente intensas las páginas que narran la peste y sus efectos, «una miseria que superaba, no sólo las posibilidades de socorro, sino casi diría que las fuerzas de la compasión». Los personajes principales son:
Renzo Tramaglino es un joven de origen humilde prometido a Lucia, quien lo ama profundamente. Al principio es bastante ingenuo, pero se va haciendo más hábil a lo largo de la novela, según va enfrentándose a muchas dificultades: es separado de Lucia y luego injustamente acusado de ser un criminal.
Lucia Mondella es una joven campesina menos imaginativa, completamente indefensa y sumisa, como lo eran las mujeres de su condición, y su única alternativa es la religión y su única defensa, el llanto.
Don Abbondio es el sacerdote que rechaza casar a Renzo y Lucia porque ha sido amenazado por los hombres de don Rodrigo; se reencuentra con los protagonistas varias veces a lo largo de la novela. Es cobarde, moralmente mediocre, y proporciona la mayor parte del alivio cómico de la novela; sin embargo, no es sólo un personaje tipo, puesto que sus defectos morales son retratados por Manzoni con una mezcla de ironía, tristeza y piedad.
Fray Cristoforo es un fraile valiente y generoso que ayuda a Renzo y Lucia, actuando como una especie de «figura paterna» para ambos y como la brújula moral de la novela. Fray Cristoforo era un hijo de familia rica y se unió a la orden capuchina después de matar a un hombre. Más adelante profundizaremos en este personaje.
Don Rodrigo es un noble cruel y despreciable y el principal villano de la novela. Decide evitar por la fuerza el matrimonio entre Renzo y Lucia, amenaza con matar a don Abbondio si los casa, e intenta secuestrar a Lucia.
El Innominado es probablemente el personaje más complejo de la novela, un poderoso y temido criminal que se encuentra dividido entre su feroz pasado y el creciente disgusto que siente hacia su vida. Está basado en un personaje histórico real: según algunos, alguien que vivió en Bagnolo Cremasco en el siglo XVI; según otros, se trataría de Francesco Bernardino Visconti, de quien descendía el propio autor por vía materna: la madre de Manzoni era Giulia Beccaria, hija de Cesare Beccaria, quien, también por vía materna, era un Visconti.
Agnese es la madre de Lucia; representa la ignorancia y la sabiduría popular.
Federico Borromeo es un virtuoso y celoso cardenal. El personaje literario está basado en el personaje histórico del mismo nombre.
Perpetua (ama de llaves) es la parlanchina sirviente de don Abbondio.
La monja de Monza, Gertrudis, es una figura trágica, una mujer amargada, frustrada y ambigua. Se hace amiga de Lucia y llega a estimarla sinceramente, pero su oscuro pasado aún la persigue. El personaje literario está basado en el histórico de Virginia María de Leyva y será analizado con más profundidad más adelante.

 Estructura narrativa: varias novelas dentro de una

 

 

Los novios parte de la relación amorosa, temporalmente frustrada, ya mencionada, para adentrarse en los problemas políticos, sociales, económicos y humanos de la década de 1620 en la Italia del norte. Con este telón de fondo desfilan todos sus personajes cuyas características humanas —el orgullo y la humildad, la cobardía y el valor, el abuso y la sumisión, la agresividad y la mansedumbre, la fuerza y la debilidad, la violencia y la paz— se enfrentan en constante lucha.
Uno de los aspectos más interesantes del libro es que muchos de los personajes que aparecen en él, dan pie para que el autor inicie una nueva historia. Manzoni se entretiene creando nuevos escenarios y relatos, abandonando aparentemente el argumento principal, pero recuperando sin problemas el hilo de lo que dejó suelto en páginas, o a veces capítulos anteriores, manteniendo una admirable unidad y cohesión en la novela. Por eso Italo Calvino señaló que Los novios puede ser considerada como una «polinovela», en la que varias novelas se cruzan entre sí.
Los críticos que ven en Renzo y Lucia unos personajes unidimensionales no se equivocan. Los dos jóvenes son estereotipos que no ven más allá de sus sentimientos recíprocos, ni de las limitadas enseñanzas morales recibidas de un cura de pueblo. A pesar de su aparente importancia en la novela, no son la mejor creación de Manzoni. Los personajes creados con meticulosidad son el capuchino Cristoforo y la abadesa Gertrudis. Sus historias son novelas dentro de la novela principal. Es en ellos, más que en otros personajes, en donde se manifiesta la capacidad creativa y narrativa de Manzoni. Los dos personajes son una antítesis: mientras uno vive fielmente el espíritu del cristianismo, la otra vive de las apariencias.
De fray Cristoforo —nacido con el nombre de Lodovico— narra que es hijo de un exitoso comerciante cuyo sueño fue educar al hijo con los beneficios que le proporcionaba el dinero. Cristoforo era adulado por la gente de su servicio, pero rechazado por la clase a la que aspiraba pertenecer. En un infortunado encuentro con un noble que no le cede el paso, un sirviente suyo llamado Cristoforo muere a manos del noble. Lodovico no ve otra alternativa que vengar la muerte de su sirviente y mata al noble. En lugar de huir se queda paralizado ante su delito. Para protegerlo, lo llevan a un monasterio de capuchinos donde cambia su vida, adoptando el nombre del asesinado sirviente. Allí dedica su vida a la penitencia y se pone al servicio de los débiles, no sólo facilitando el reencuentro de los novios a través de singulares peripecias, sino al servicio de los apestados en el lazareto de Milán cuando cunde la plaga y donde él mismo muere contagiado por ella.
La abadesa Gertrudis se nos presenta como la víctima de una educación viciada, de una manipulación paterna cruel y de unas limitaciones despiadadas para el desarrollo de su personalidad, lo cual obligadamente produce en ella un desequilibrio emocional y mental que se expresa en el trato inhumano a los otros. Los acontecimientos que conforman la vida de Gertrudis están brillantemente tratados por Manzoni, desde que a una tierna edad se ingresa en un convento con el pretexto de que allí aprendería lo que una mujer de su alta condición necesitaba saber para ocupar su sitio en la sociedad. Allí por su rango, es mimada por todas las monjas. Lo que más aprende Gertrudis es a ser privilegiada. Pero su estancia en el convento no es temporal como ella pensaba: su padre, inmune al lamento filial, decide encerrarla porque no tiene suficiente dinero para una dote y darla en matrimonio a un hombre de condición inferior es impensable. Después de un atormentado episodio en el que es Gertrudis es víctima de una trampa de su padre, es recluida en el convento convirtiéndose en un monstruo incapaz de practicar ninguna de las virtudes cristianas. En esas manos cae Lucia, buscando refugio a la persecución de don Rodrigo. Al saberla deseada y querida por un hombre se agiganta en Gertrudis la envidia y no tarda en encontrar ayuda en el criminal más salvaje de la comarca para secuestrarla y servirle como en bandeja de plata, por así decirlo, al deseo de don Rodrigo. El llanto y la virtud de Lucia, sacuden al empedernido criminal, quien renuncia a su vida de pecado y se encarga de que la virginal muchacha llegue sana y salva a los brazos de su futuro esposo, Renzo. El personaje de Gertrudis anticipa el realismo y naturalismo literario de escritores posteriores, como Flaubert, Zola o Clarín, cuyas novelas están protagonizadas por personajes de gran complejidad psicológica.

 Presencia de la religión

 

 

El libro no es una apología del catolicismo, sino una aproximación ética a la vida; insiste en el cristianismo porque encuentra en él el camino para una mejor forma de convivencia humana, sin hacer daño al prójimo y sirviéndolo cuando lo necesite. Manzoni reconcilia el cristianismo con los principios fundamentales del humanismo liberal.
Lo admirable es que un escritor de esa época reivindicara los valores cristianos en un momento en que en Europa imperaba entre los intelectuales el libre pensamiento y el anticlericalismo. La vida de Alessandro fue atormentada y difícil, empezando porque él era fruto de una relación extramatrimonial de su madre. Manzoni se educó en un ambiente liberal, cuando su madre, separada de su marido, le llevó a vivir en París donde vivía con su amante. El joven Manzoni se nutrió de las corrientes anticatólicas del círculo literario de los llamados «ideólogos», movimiento filosófico del siglo XIX, pero una vez vuelto a Italia dio un giro de 180 grados y se convirtió en un ardiente defensor de los valores del cristianismo puro (jansenismo). La conversión de su esposa, calvinista, le causó una gran impresión y le marcó definitivamente.
A Manzoni le preocuparon siempre los abusos del poder y el privilegio, las consecuencias del orgullo y la mala educación. Vio claramente las diferencias entre lo esencial y lo superfluo del cristianismo, las consecuencias del mal gobierno, causas del hambre y de tumultos sangrientos. Su sentido de la justicia es insólito para la época.

 Retrato de la peste milanesa de 1630

 

 

No es menos elocuente al hablar de los horrores de la guerra y la peste que causaron la muerte de un millón de personas en Lombardía, Venecia, el Piamonte, la Toscana y parte de la Romagna.
Las consecuencias de la guerra quedan reflejadas perfectamente en la novela: campos destrozados, cosechas destruidas, casas quemadas, surgen de la pluma de Manzoni, golpeando al lector con el despropósito y la locura de esa guerra, que como todas se enreda en un laberinto de necedades. A la guerra le sigue la peste que adquiere las dimensiones de un personaje principal. Ni ricos, ni poderosos podían considerarse al margen de su azote; el contagio no sólo era posible por el contacto, sino por las casi inexistentes medidas higiénicas de la población. En este episodio Manzoni usa datos históricos precisos para enriquecer el relato de este singular azote que comenzó a finales de 1629 en Milán: el número de muertos en el lazareto llegó a tres mil diarios. El realismo de la descripción es estremecedor y dantesco. Se moría de la peste, se moría del hambre; morían niños cuyas madres habían muerto; morían quienes ayudaban a los apestados, los que gobernaban, los viejos y jóvenes por igual. Toda la ciudad de Milán era una morgue. En medio de la catástrofe se desató la maldad: algunos robaban la ropa infectada para propagar la enfermedad entre sus enemigos y no se perdía la ocasión de vengarse de ellos.
Como en otras obras del género, se plantea también en Los novios la oportunidad y los condicionamientos de la novela histórica, en la que por subrayar sólo un aspecto, el espacio que se dedica a las descripciones paisajísticas suele ser siempre de una jugosa calidad. Muy ricas son las impresiones que Manzoni recoge de los incomparables valles que se extienden entre los lagos de Como y Mayor y que Umberto Eco ha calificado de «cinematográficas».

 La crítica posterior

 

 

A pesar todo lo dicho hasta ahora, la novela ha sido objeto de gran controversia. Se le reprocha a Manzoni el haber puesto más interés en la historia que en la literatura; se le tacha de tener una filosofía extrema que le mueve a interpretar el mundo sólo en blancos y negros, haciendo que sus protagonistas sean buenos o malos, de acuerdo con el grado en el que vivan el cristianismo y que, por lo tanto, sus personajes son unidimensionales, y nos interesan como representantes de unos principios más que como individuos en sí. Según Benedetto Croce, la sabiduría del moralista limitó las posibilidades de Manzoni como artista y lo llevó a que en su novela comprimiera la complejidad de las pasiones humanas. Georg Lukács apuntó que Manzoni escribió una verdadera novela histórica en la que sus contemporáneos podían experimentar su propia pre-historia. Las condiciones de Italia a principios del siglo XIX, no eran muy diferentes de las que trata Manzoni a principios del siglo XVII. Lukács señalaba que el amor, separación y reunión de los dos jóvenes campesinos se transformaba en una tragedia general de los italianos que vivían en un estado de degradación y fragmentación. Al estar Italia ocupada por los austriacos cuando Manzoni escribió Los novios, el escritor podía ver la historia repetida ante sus ojos y no tuvo que recurrir a tenebrosas invenciones y exageraciones que eran comunes en todos los demás escritores del Romanticismo.
En cualquier caso, nos encontramos ante la obra de un autor al que sólo le aventaja en bibliografía el mismísimo Dante y que acaso encontró en su «larga novela» el medio ideal para librarse de sus frustraciones de poeta menor. La riqueza, la armonía, y la fluidez de la lengua toscana, con sus frecuentes giros de elevado lirismo poético, hacen de la obra de Manzoni un deleite literario. El autor es además, un maestro en la capacidad de entretejer y conectar elementos aparentemente diversos para formar una unidad narrativa que no deja ningún cabo suelto. Nadie puede negar a Manzoni el lugar destacado que el pueblo italiano le ha dado en su parnaso.


 CRONOLOGÍA

 

 

1785: Alessandro Manzoni nació en Milán el 7 de marzo. Era hijo de Giulia Beccaria, concebido tras una relación extramatrimonial con Giovanni Verri, pero en el Registro Civil consta como su padre el esposo de Giulia, el conde Pietro Manzoni.
1792: Sus padres rompieron su matrimonio y su madre comenzó una relación con el intelectual Carlo Imbonati, trasladándose a Inglaterra y luego a París. Por esta razón, Alessandro fue educado en Italia en varios institutos religiosos, y asistió a la Universidad de Pavía.
1803-1805: El joven Manzoni vive con su anciano padre don Pietro, y se mueve en el ambiente iluminista de la aristocracia y la alta burguesía de Milán. Escribe El triunfo de la libertad, Adda, Los cuatro sermones en los que se ve la influencia de Monti y de Parini, pero también los ecos de Virgilio y Horacio.
1805: Muere su padre, y se une al círculo de intelectuales (los ideólogos) de su madre en Auteuil, Francia. Le influye Claude Charles Fauriel y se acerca al credo anticatólico del volterianismo.
1806-1807: En Auteuil escribe sus primeras poesías; una titulada Urania, y otra elegía en verso libre, dedicada al conde Carlo Imbonati, de quien, heredó la villa de Brusuglio (Lombardía), desde entonces su vivienda habitual.
1808: Se casa con Henriette Manzoni Blondel, hija de un banquero ginebrino, y calvinista, pero en 1810 se convierte al catolicismo romano.
1812-1822: Escribe Himnos sagrados, una serie de versos de carácter religioso, y un tratado sobre la moral católica, cercano al jansenismo. Goethe hace un juicio muy favorable en la revista Über Kunst und Alterthum.
1818: Tiene que vender su herencia paterna, al sufrir una estafa de manos de agente deshonesto.
1819: Publica su primera tragedia, El conde de Carmañola. Fue duramente criticada, sin embargo, Goethe la volvió a defender.
1821: La muerte de Napoleón, le inspira su Cinco de Mayo, una de las composiciones más populares de la lengua italiana. También escribe Marzo de 1821, una oda sobre la insurrección contra los austriacos.
1822: Termina, en septiembre, la primera versión de Los novios, titulada Fermo e Lucia. Publica su segunda tragedia, Adelchi, que contiene muchas alusiones veladas a la ocupación austriaca.
1825-1827: Periodo en que esta primera versión de Los novios es revisada por sus amigos, publicándose a razón de un volumen por año. Esta obra consagra definitivamente a Manzoni.
1833: Muerte de su esposa, precedida y seguida por las de algunos de sus hijos (de los nueve hijos de sus dos matrimonios, sólo le sobrevivieron dos).
1837: Manzoni se casa de nuevo, con Teresa Borri, viuda del conde Stampa.
1840: Se traslada a vivir a Florencia, donde revisa laboriosamente Los novios.
1842: Publica el ensayo La historia de la columna infame, donde retoma el tema de la peste.
1850: Escribe Sobre la novela histórica y Sobre la invención.
1859: Es nombrado presidente del Instituto Lombardo de Ciencias, Letras y Artes. El rey Víctor Manuel, por decreto del ministro Rattazzi, le concede el Gran Cordón de la Orden de la SS. Mauricio y Lázaro, otorgándole una renta vitalicia anual de doce mil libras.
1860: El rey Víctor Manuel II lo nombra senador del primer gobierno del recién unificado Reino de Italia. Recibe la visita de Cavour.
1862: Conoce a Giuseppe Garibaldi.
1867: Escribió el ensayo Testamento.
1869: Escribió un breve tratado sobre la lengua italiana (Sobre la unidad de la lengua y los medios para difundirla).
1873: La muerte de su hijo mayor, Pier Luigi el 28 de abril, fue el golpe final que apresuró su fin. Muere el 22 de mayo.
1874: Giuseppe Verdi compuso la Misa de réquiem, en el primer aniversario de su muerte, para honrar su memoria.

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