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jueves, 12 de octubre de 2023

Un encuentro lejano con Thomas Mann por Carlos Fuentes

 



Un encuentro lejano con Thomas Mann

por Carlos Fuentes
1.
A principios de 1950, acababa de cumplir 21 años cuando llegué a Suiza para continuar sus estudios, tanto en la Universidad de Ginebra como en el Instituto de Altos Estudios Internacionales. Trabajaba en la misión de México ante la Organización Internacional del Trabajo (OIT) y le servía de secretario al miembro mexicano de la Comisión de Derecho Internacional de la ONU, el embajador Roberto Córdova. Todo esto le daba a mi arribo en Suiza un tono sumamente formal. Ginebra, como siempre, era una ciudad muy internacional.
Me hice amigo de estudiantes extranjeros, diplomáticos y periodistas. Conocí a una bellísima estudiante suiza y me enamoré de ella, pero nuestros encuentros clandestinos fueron interrumpidos por dos casualidades.
Primero, fui expulsado de la estricta pensión donde vivía en la Rue Emile Jung por razón de la clandestinidad ya dicha. Segundo, los padres de mi novia le ordenaron que dejase de frecuentar a un joven proveniente de país oscuro e incivilizado, cuyos hábitos, según se contaba, comían carne humana.
El día en que mi novia me cortó, me consolé yendo a un cine de la Rue Mollard
a ve la famosa película de Carol Reed, “El tercer hombre”, que en ese momento era la más grande atracción fílmica en todo el mundo. La protagonizaba una de las más bellas mujeres que jamás se dejaron ver en la gran pantalla, Alida Valli (años más tarde mi vecina en San Angel Inn). En “El tercer hombre”, la Valli era una perfecta máscara de helada sensualidad y ojos claros, llameantes, vengativos.
Lo más importante, sin embargo, era que en la película actuaba Orson Welles, cuyo “Ciudadano Kane” yo había visto de niño en Nueva York y que me impresionó –desde entonces y hasta el día de hoy- como la máxima película sonora jamás realizada en Hollywood. Su belleza formal, la audacia de su iluminación, los ángulos de la cámara, la atención al detalle, eran valores todos que convergían para narrar La Gran Historia Norteamericana. El dinero, cómo ganarlo y cómo gastarlo. La felicidad, cómo buscarla sin jamás encontrarla. El poder, cómo alcanzarlo y cómo perderlo. Kane era al mismo tiempo el sueño americano y su reverso, la pesadilla norteamericana.
Ahora, en el cinema Mollard, Welles emergió de las sombras de los alcantarillados de Viena como el cínico negociante del crimen, Harry Lime, quien justificaba sus actividades ilegales con una frase que se hizo universalmente famosa y que afectaba, directamente, a Suiza.
Italia, dijo Harry Lime-Orson Welles, la tierra de los Médicis, la corrupción y el asesinato político, había producido a Miguel Ángel. Suiza, el país de la paz, el orden y las vacas, había producido el reloj de cuco.
No recuerdo cómo fue recibida esta línea por el público ginebrino. Sé que yo me había mudado de la puritana pensión a una buhardilla bohemia en la Place du Buorg du Four y desde allí, junto con un condiscípulo holandés, empecé a explorar el lado oscuro de la tierra de los cucos, la vida nocturna de Ginebra.
En ella abundaban los sub-Harry Lime en cabarés de mala reputación, prostitutas oxigenadas eternamente sentadas con su perritos “poodle” en el Café Canónica y un par de lindas bailarinas que el holandés y yo rápidamente convertimos en amigas íntimas. Mi felicidad se vio un tanto empañada, sin embargo, cuando perdí una cita sabatina con la bailarina, quien me dio la respuesta siguiente: “No, el sábado es el día de mi marido”.
Ah, el espectro de Calvino. ¿Ni siquiera las bailarinas de cabaré eran más que relojes de cuco animados? Después de todo, ¿tendría razón Harry Lime? Había leído la novela de Joseph Conrad, “Bajo la mirada de Occidente”, antes de venir a Ginebra. El libro evocaba para mí una ciudad de intriga política, hormigueante de exiliados rusos y temibles anarquistas. Pero aún en la atmósfera de imvernadero trágico descrita por Conrad, había una similitud con la tierra del cuco; la protagonista Sofía Antonovna, le dice al traidor Razumov:
“Recuerda, Razumov, que las mujeres, los niños y los revolucionarios detestan la ironía”.
¿Pudo haber añadido, y los suizos también? Como mexicano no me gustaban las generalizaciones sobre mi país o cualquier otro (salvo los Estados Unidos:
soy puro mexicano). Leyendo a Conrad en Ginebra, sólo pude repetir con él que hay fantasmas vivos así como los hay muertos.
2.
Entonces, en el verano de 1950, fui invitado por unos viejos y queridos amigos germano-mexicanos, los Wagenecht, a visitarlos a Zúrich. Nunca había estado en ese ciudad y tenía la idea preconcebida de que era la corona misma de la
prosperidad suiza que tan brutalmente contrastaba con la otra Europa, la convaleciente de la guerra; Londres sujeta aún a racionamientos de los artículos básicos; Viena ocupada por las cuatro potencias vencedoras, colonia bombardeada; Italia, sin calefacción, sus trenes de tercera colmados de hombres con pantalones raídos cargando maletas atadas con mecates; los niños recogiendo colillas de cigarros en las calles de Génova, Nápoles, Milán.
Era una bella ciudad, Zúrich. Los dulces días de junio dejaban escapar el aliento moribundo de mayo y anunciaban el inminente calor de julio. Era difícil separar al lago del cielo, como si las aguas se hubiesen transformado en aire
puro, y el firmamento en un espejo más del lago. Era imposible resistir el sentimiento de tranquilidad, dignidad y reserva que hacía resaltar aún más la belleza física del entorno. Me pregunté, ¿dónde están los gnomos, dónde
tienen escondido el oro, en esta ciudad donde se suponía que los nibelungos se hacían visibles, vestidos de chaqué y con sombreros de copa, como en las caricaturas de George Grosz?
He de admitir que mi ironía potencial, bien fundadas en las riberas del lago Leman, se vino abajo una noche en que mis amigos me invitaron a cenar en el hotel Baur-au-Lac junto al lago. El restaurante era una balsa, una terraza flotante sobre el lago. Se llegaba a él por una pasarela. lo iluminaban con linternas chinas y velas trémulas. Desdoblé mi tiesa servilleta blanca entre el tintineo apacible de plata y vidrio, levanté la mirada y vi al grupo sentado en la mesa de al lado.
Tres damas cenaban con un caballero maduro, un hombre de más de 70 años, tieso y elegante como las servilletas almidonadas, vestido con saco blanco cruzado e inmaculadas camisa y corbata. Sus dedos largos y delicados rebanaban un faisán frío con minuciosa cortesía. Aún mientras comía, parecía envergado como una vela, con una rigidez militar. Su rostro mostraba una fatiga creciente. Pero el orgullo fijo en sus labios y mandíbulas desesperadamente trataba de ocultar el cansancio. Sus ojos brillaban con el fogoso fuego del capricho.
Mientras las luces de carnaval de esa noche de verano en Zúrich jugaban con luces propias sobre las facciones que al fin reconocí, el rostro de Thomas Mann era un teatro de emociones calladas, implícitas. Comía y dejaba que las
señoras hablasen; él era, ante mi fascinada mirada, el creador de tiempos y espacios en los que la soledad es la madre de una belleza poco familiar y peligrosa, pero también el alma de lo perverso e ilícito.
No supe medir la verdad de mi intuición, esa noche de mi juvenil y distante encuentro con un autor que, literalmente, había dado forma a los escritores de  mi generación. De “Los Buddenbrook” a las grandes novelas cortas a “La montaña mágica”, Thomas Mann había sido el amarre más seguro de nuestra atracción literaria latinoamericana hacia Europa. Porque si Joyce era Irlanda y la lengua inglesa y Proust, Francia y la lengua francesa, Mann era más que Alemania y la lengua alemana. Como jóvenes lectores de Broch, Musil, Schnitzler, Joseph Roth, Kafka, Lernert-Hollenia, sabíamos que la lengua alemana era algo más que Alemania; era la lengua de Viena y Praga y Zúrich, y a veces hasta de Trieste y Venecia. Pero era Mann quien las reunía todas como lenguaje europeo fundado en la imaginación de Europa, algo más que sus partes. A nuestros jóvenes ojos latinoamericanos, Mann era ya lo que un día Jacques Derrida habría de llamar la Europa que es lo que ha sido prometido en nombre de Europa. Mirando esa noche a Mann cenando en Zúrich, se fundieron para siempre en mi cabeza los dos espacios del espíritu, Europa y Zúrich. Gracias a este encuentro desencuentro, esa misma noche coroné a Zúrich como la verdadera capital de Europa.
3.
Era curioso. Era impertinente. ¿Me atrevería a acercarme a Thomas Mann, yo, un estudiante mexicano de 21 años con muchas lecturas entre pecho y espalda, pero con todas las inhabilidades de una sofisticación social e intelectual muy lejos de mis manos? En un ensayo memorable Susan Sontag ha recordado cómo ella, aún más joven que yo, penetró el santo de los santos de la casa de Thomas Mann en Los Ángeles en los años cuarenta y descubrió que tenía bien poco que decir, pero mucho que observar. Yo no tenía nada que decir, pero, como Sontag, mucho que observar.
Allí estaba él, la mañana siguiente, en el hotel Dolder donde se hospedaba, vestido todo de blanco, digno hasta un punto menos que la rigidez, pero con ojos más alertas y horizontales que la noche anterior. Varios hombres jóvenes
jugaban tenis en las canchas, pero él sólo tenía ojos para uno de ellos, como si éste fuese el Elegido, el Apolo del deporte blanco. Ciertamente, era un joven muy bello, de no más de 20 años, 21 acaso; mi propia edad. Mann no podía
quitarle de encima los ojos al muchacho y yo no podía quitarle la mirada a Mann. Estaba presenciando una escena de “La muerte en Venecia”, sólo que 38 años más tarde, cuando Mann ya no tenía 37 (su edad al escribir la novela
maestra sobre el deseo sexual), sino 75, más viejo aún que el afligido Aschenbach enamorando de lejos al joven Tadzio en la playa de Lido –donde 20 años de ver a Mann en Zúrich, vi a Luchino Visconti, en compañía de Carlos Monsiváis, filmar “La muerte en Venecia” con una mujer que asumía todas las bellezas y todos los deseo, incluso los de la androginia, Silvana Mangano-.
En Zúrich aquella mañana, la situación se repetía, asombrosa, famosa, dolorosa. El circunspecto hombre de letras, el Premio Nobel de Literatura, Mann el septuagenario, no podía esconder ni de mí ni de nadie más, su deseo apasionado por un muchacho de 20 años que jugaba tenis en una cancha del hotel Dolder una radiante mañana de junio del lejano 1950 en Zúrich. Entonces, una mujer joven llegó hasta donde se encontraba su padre, pareció regañarlo cariñosamente, lo obligó a abandonar su apasionada avanzada y regresar con ella a la vida de todos los días, no sólo la del hotel, sino la de este autor inmensamente disciplinado cuyos impulsos dionisiacos eran siempre controlados por el dictado apolíneo de gozar la vida sólo a condición de darle forma.
Para Mann, lo vi esa mañana, la forma artística precedía a la carne prohibida. La belleza se encontraba en el arte, no en el prematuro cadáver de nuestros deseos informes, pasajeros, al cabo corruptos. Fue para mí un momento dramático, inolvidable: un comentario verdadero sobre la vida y la obra de Thomas Mann, el arribo de su hija Erika, visiblemente burlona ante las debilidades eróticas de su padre, suavemente empujándolo de regreso, no al orden de “cucolandia”, sino al orden del espíritu, de la literatura, de la forma artística, donde Thomas Mann podía tener el 20 y las chanchas, ser el dueño, y no el juguete, de sus emociones.
Me senté a almorzar con mis amigos germano-mexicanos en el comedor del Dolder. El joven que nos sirvió la mesa era el mismo al cual Mann había estado admirando esa mañana. No había tenido tiempo de bañarse y olía ligeramente a sudor saludable y deportivo. El capitán de meseros se dirigió, imperiosamente, a él, Franz, y el muchacho corrió hacia otra mesa.
4.
De manera que había un misterio en Zúrich, algo más que relojes de cuco. Había ironía. Y rebelión. Había el Café Voltaire y el nacimiento de Dada, en medio de la más sangrienta guerra jamás librada en suelo europeo. Había
Tristán Tzara pintándole un violín al racionalismo: el pensamiento proviene de la boca. Y Francis Picabia convirtiendo las tuercas en arte. Zúrich diciéndole a un mundo hipócrita, decadente y manchado de sangre en las trincheras en aras
de una racionalidad superior: “Todo lo que vemos es falso”. De tan sencilla premisa, murmurada desde el Café Voltaire por el impertinente Tzara y su monóculo, surgió la revolución de la vista y el sonido y el humor y el sueño y el escepticismo que al cabo enterraron la autosatisfacción de la Europa decimonónica, pero no pudieron enterrar la barbarie por venir. ¿No era aún Europa, no lo sería jamás, lo que había sido prometido en nombre de Europa?
¿Sería Europa tan sólo la noche y niebla de Treblinka y Dachau? Sólo si aceptamos que todo lo que vino de Zúrich –Duchamp y los surrealistas, Hans Richter y Luis Buñuel, Picasso y Max Ernst, Arp, Magritte, Man Ray- no eran lo
que había sido prometido en el nombre de Europa. Pero lo era. Lo que siempre fue prometido en el nombre de Europa fue la crítica de Europa, la advertencia contra de Europa contra su propia arrogancia, su complacencia y su confusa
sorpresa cuando al cabo caían los golpes de la adversidad. Fue la advertencia que hicieron los artistas de Zúrich en 1916. Debería, de nuevo, ser la advertencia, hoy que los fantasmas del racismo, la xenofobia, el antisemitismo,
y el antiislamismo levantan la cabeza y nos recuerdan las palabras de Conrad en “Bajo la mirada de Occidente”: “Hay fantasmas de los vivos así como fantasmas de los muertos”.
¿Quién había visto a estos espectros, quién los había pintado, quién les había dado horror corpóreo? Otro ciudadano de Zúrich, Fussli, el más grande de los pintores prerrománticos, Fussli que había encarnado, desde el siglo XVIII,
todos los temas de la noche oscura del alma romántica tal y como lo describió Mario Praz en su celebrado libro, “La agonía romántica”. Fussli y “La Belleza Dame Sans Merci”, Fussli y “La Belleza de la Medusa”, Fussli y las
“Metamorfosis de Satanás”, Fussli y la advertencia de André Gide: “No creer en el Diablo es darle todas las ventajas de sorprendernos”. El agua bautismal del romanticismo –la belleza de lo horrible- proviene de Fussli, ciudadano de
Zúrich. Las tinieblas desbaratadas por una luz inalcanzable. La alegría del crimen practicada por el anticuco Harry Lime. El Hombre Fatal y la Mujer Fatal que han fascinado nuestras imposibles imaginaciones, de Lord Byron a James
Dean, de Salomé a Greta Garbo.
Zúrich, ¿urna de los arquetipos del mundo moderno? ¿Por qué no, desde un amplísimo punto de mira? James Joyce cantó canciones coloradas en el Café Terrasse, jugando con las palabras con la anticipatoria alegría de “Ulises”, su
“work in progress”. Lenin asistió asiduamente al Café Odeón antes de partir a Rusia en un vagón de ferrocarril famosamente sellado. ¿Se conoció la pareja sólo en la obra de Tom Stoppard, sólo en la memoria de Samuel Beckett? ¿No caminaron todos estos fantasmas sobre las agua  del lago de Zúrich? Y sin embargo, para mí, tan deslumbrante como la pintura de Fussli y tan asombrosas como las bromas de Dada, tan tensamente opuestas como la vida
de Zúrich y las de Joyce y Lenin puedan serlo, es siempre Mann, Thomas Mann, el buen europeo, el europeo contradictorio, el europeo crítico, quien regresa a mi emoción y a mi cabeza como la figura que más asocio con la
ciudad de Zúrich.
5.
¿Cuántas veces estuvo allí? ¿Cómo separar a Mann de Zúrich?  Qué larga fue
su vida allí, yendo y viniendo de su vida en Kusnacht a sus casas en Erlenbach y Kilchberg; los lugares de reposo, los sitios del trabajo. Pero también hay que recordar a Zúrich en las cumbres de la vida de Mann. La visita de 1921, cuando
el autor se atrevió a aumentar a mil marcos sus honorarios por dar una conferencia. La lectura a los estudiantes, en 1926, de pasajes de “Desorden y penas tempranas”. La festiva celebración en 1936 de sus 60 años, cuando Mann escogió a Zúrich no como sitio extranjero, sino como patria para un alemán de mi condición. Zúrich como antigua sede de cultura germánica, allí donde lo germánico se junta con lo europeo. La inquietante visita en 1937, al filo de la noche y niebla nazis, preparando la “Carlota en Weimar” como el desesperado intento de una nueva “Aufklärung”, una nueva Ilustración, pasando por alto la negativa de Gerhard Hauptmann de saludarlo con una filosófica espera de “otros tiempos”, acaso tiempos mejores. Tratando de salvar a su hijo Klaus Mann del mundo de las drogas, un mundo, escribió, “donde el esfuerzo moral… no recibe gratitud alguna”.
Y luego el Thomas Mann que regresa a Zúrich después de la guerra y empieza una actividad incesante, como si la edad y la fatiga no contasen. El cuarto de hotel en el Baur-au-Lac constantemente invadido por el correo, las solicitudes
de entrevistas, los pedruscos de la gloria en las botas del escritor, acumulándose hasta constituir un estorbo insoportable. Y el reposo en la  belleza de un muchacho anhelado, la espera de una sola palabra del joven y la
convicción de que nada, nada en este mundo, puede devolverle el poder del amor a un viejo…
Y cuando, el 15 de agosto de 1955, el trono quedó vacío, yo miré de vuelta hacia aquel encuentro fortuito en Zúrich durante la primavera de 1950 y escribí:
“Thomas Mann había logrado, a partir de su soledad, el encuentro de la
afinidad anhelada entre el destino personal del autor y el de sus
contemporáneos”. A través de él, yo había imaginado que los productos de su
soledad y de su afinidad se llamarían arte (creado por uno solo) y civilización
(creada por todos). Habló con tanta seguridad, en “La muerte en Venecia”,
acerca de las tareas que le imponían su propio ego y el alma europea que yo, paralizado por la admiración, lo vi de lejos aquella noche en Zúrich sin poder imaginar una afinidad comparable en nuestra propia cultura latinoamericana,
donde las exigencias extremas de un continente saqueado, a menudo silenciado, a menudo también matan las voces del ser y convierten en un monstruo político hueco la de la sociedad, a veces matándola, o pariendo a un enano sentimental y, a veces, lastimoso.
No obstante, cuando recordaba mi apasionada lectura de todo lo que Thomas Mann escribió, de “La sangre de los Walsung” al “Doctor Fausto”, no podía sino sentir que, a pesar de las vastas diferencias entre su cultura y la nuestra, en
ambas –Europa, la América Latina; Zúrich, la ciudad de México- la literatura al cabo se afirmaba a sí misma a través de una relación entre los mundos visibles e invisibles de la narrativa, entre la la nación y la narración. Una novela, dijo
Mann, debería recoger los hilos de muchos destinos humanos en la urdimbre de una sola idea. El Yo, el Tú y el Nosotros estaban secos y separados por nuestra falta de imaginación. Entendí estas palabras de Mann y pude unir las
tres personas para escribir, años más tarde, una novela, “La muerte de Artemio Cruz”.
6.
Entonces los años cincuenta se extraviaron en los sesenta y nos hicimos cargo de otro ciudadano de Zúrich, Max Frisch y “Yo no soy Stiller”. Nos enteramos de Friederich Dürrenmatt y su “Visita”. Incluso nos dimos cuenta de que hasta
Jean-Luc Godard era suizo y de que el proverbial cuco estaba tan muerto como el también proverbial pato anglosajón por el igualmente proverbial clavo hispánico. Harry Lime salió de las alcantarillas y se volvió gordo y complaciente, anunciando “wine before its time”. Pues incluso él, Welles, había sufrido la suerte de Kane, indulgente pero trágico. Acaso dejó trazos de su inmenso talento en manos de los duros, trágicos, implacables escritores suizos como Frisch y Dürrenmatt, aquellos que para Harry Lime habían sido ni más ni menos que relojes de cuco.
7.
Tengo dos finales distintos para mi historia de Zúrich. Uno es más cercano a mi edad y a mi cultura. Es la imagen del escritor español Jorge Semprún, republicano y comunista, enviado a edad de 15 años al campo de concentración nazi de Buchenwald y que, al ser liberado por las tropas aliadas en 1945, no fue capaz de reconocerse a sí mismo en el joven demacrado, salvado de la muerte, que no hablaría de su dolorosa experiencia hasta que su rostro le dijese: “Puedes volver a hablar”.
Lo que hace Semprún en su notable libro, “La escritura o la vida”, es esperar pacientemente hasta que una vida plena le sea restaurada, aunque le tome décadas (y se las toma) antes de hablar sobre el horror de los campos.
Entonces, un día en Zúrich, se atreve a entrar a una librería por primera vez desde de su liberación años atrás y se sorprende mirándose a sí mismo en la vitrina del comercio. Zúrich le ha devuelto su rostro. No necesita recobrar el
horror. Recuperar el rostro ha bastado para contarnos toda la historia. La vida de Zúrich le rodea.
El otro final está más cerca de mi propia memoria. Sucedió esa noche de 1950 cuando, sin que él lo supiera, dejé a Thomas Mann saboreando su “demi-tasse” mientras la medianoche se aproximaba y el restaurante flotante del Baur-au- Lac se bamboleaba ligeramente y las linternas chinas se iban apagando lentamente.
Siempre le quedaré agradecido a esa noche en Zúrich por haberme enseñado, en silencio, que en la literatura sólo se sabe lo que se imagina.
[publicado en el diario El País, España, 24 de junio de 1998]

martes, 11 de junio de 2019

Sostener la palabra: la poesía costarricense actual.

Sostener la palabra: la poesía costarricense actual

I

La poesía viene de un lugar que nadie domina y nadie puede conquistar.
Leonard Cohen
Hablar de poesía siempre es problemático, es quizás el menos definible de todos los géneros literarios. Esta cualidad, que para algunos es un defecto, para otros constituye su más preciada virtud. ¿Qué características deben tener las palabras reunidas en versos para que en conjunto formen un poema? Ninguna, ni siquiera la rima o una estructura específica en versos y estrofas son condiciones necesarias para que la palabra escrita adquiera la misteriosa y mágica cualidad de ser poesía. Podemos ir más allá, pues tampoco es absolutamente necesario que estén escritas.
En un remoto pueblo de las montañas de Asturias, en el norte de España, conocí hace bastantes años a un poeta campesino. Era ganadero y labrador, naturista y vegetariano por convicción en un medio y un tiempo, los años ochenta del pasado siglo, cuando manejar esos conceptos era algo ajeno a aquel mundo donde prevalecía la dieta del embutido y la falta de conciencia sobre salud física y ecológica. El nombre de este poeta es Hilario Marrón. En nuestros diferentes encuentros, caminatas y charlas al calor del fuego y la amistad, Hilario me recitó un sinnúmero de poemas que nunca habían sido escritos en soporte alguno. Habían surgido de su mente en momentos de inspiración —casi siempre provocada por el asombro ante la sublime belleza de la naturaleza— y permanecían vivos en ella. Incluso habían evolucionado con el tiempo y había hecho correcciones de estilo, en ese mismo soporte neuronal, a aquellas églogas emanadas de la plenitud que sentía en su existencia campestre y bucólica. Con lo expresado anteriormente se pretende corroborar la tesis formulada en un principio: la poesía es la materia literaria más ambigua, no posee reglas ni cánones que sean imprescindibles. Por eso, este ensayo se abre con la cita de un poeta que afirmó que la poesía procede de una zona libre que nadie domina ni puede conquistar.
Aunque el que suscribe no es muy partidario de agrupar a los poetas por nacionalidades –porque la poesía nace en un territorio ignoto y universal donde banderas, fronteras e himnos patrios no tienen cabida–, esta introducción viene al caso para hablar de poesía contemporánea escrita en Costa Rica, con base en la selección publicada en el libro Sostener la palabra. Antología de poesía costarricense contemporánea (San José: Editorial Arboleda, 2ª edición, 2018), compilada por el también poeta y novelista tico Adriano Corrales Arias. Se trata de un volumen que tiene el preciado valor de abrirnos la puerta a la obra de más de medio centenar de poetas, todos ellos con poemarios personales publicados, que de otro modo no podríamos acceder dados los consabidos problemas de difusión que sufre la poesía. Un valor en alza cuando se trata de autores que publican en un círculo editorial con escasa repercusión más allá del ámbito centroamericano.

II

A pesar de su dimensión y variedad, la poesía costarricense es una de las líricas territoriales menos divulgadas en el continente americano aunque, paradójicamente, ha suscitado numerosas antologías, muchas de ellas realizadas por los propios poetas ticos, quizás en un intento de hacer bueno el refrán de que la unión hace la fuerza y así, en bloque combinado de diferentes autores, poder alcanzar la difusión y repercusión que se merecen.
Como precisa Adriano Corrales en su introducción a este libro, la poesía que se escribe desde hace años en Costa Rica —podemos retrotraernos a mediados del siglo pasado—, creada por autores que han nacido o se han afincado en ese territorio, ha tenido un desarrollo particular e interesante. Para cualquier neófito, o incluso alguien versado en poesía costarricense, es condición previa ineludible leer con detenimiento el esclarecedor texto introductorio de Adriano Corrales para ubicarse y poner en contexto lo que va a encontrar en este volumen cuajado de buenos poetas e interesantes composiciones.
Quienes conocemos, aunque sea parcialmente, la realidad poética centroamericana, y la costarricense en particular, somos conscientes de la riqueza y calidad de la poesía que se hace en esa parte del planeta. Los herederos de Darío hicieron buenas sus enseñanzas y a lo largo del sinuoso y bello territorio que une las dos partes del continente americano, ser poeta es algo casi innato, que se lleva con sano orgullo, dignidad creativa e inquietud existencial. Las raíces de la poesía en Costa Rica fueron alimentadas por autores que hicieron florecer y madurar su obra en diferentes épocas. Entre otros muchos, podemos nombrar a Lisímaco Chavarría (1878-1913), un poeta de singular lirismo modernista; Roberto Brenes (1874-1947), activo educador, poeta y ensayista; Eunice Odio (1919), poeta nacionalizada mexicana y fallecida en nuestro país en 1974, que dejó una particular poesía del éxtasis que navega entre el amor y la naturaleza, especialmente en sus obras Los elementos terrestres (1947) y Tránsito de fuego (1957): “Ven/ te probaré con alegría./ Tú soñarás conmigo esta noche/ y anudarán aromas caídos nuestras bocas./ Te poblaré de alondras y semanas/ eternamente oscuras y desnudas.” (“Posesión en el ensueño”); otro ejemplo de su calidad poética son estos versos del poema “Este es el bosque”, escrito en México en 1966: “¿A dónde vamos compañero, sin nada al sol?/ Vamos a la sagrada forma/ que no duerme jamás;/ al atareado aroma solitario, a la sangre/ que sólo sale al viento por un golpe,/ desgastando lo que toca en su tránsito.”
Otros precursores de la poesía contemporánea en Costa Rica, responsables de su importancia y trascendencia, son: Alfredo Sancho Colombari (1924-1992), poeta, novelista y dramaturgo fundador del Instituto Nacional de Artes Dramáticas de Costa Rica (inad), un autor hoy prácticamente olvidado que también vivió y falleció en México (Cantera bruta, 1965); el prolífico Alfredo Cardona Peña (1917-1995), escritor muy relacionado con México a donde llegó en 1938, docente de literatura española en la Escuela de Verano de la UNAM, e integrante de la llamada Generación Tierra Nueva –vinculada a la revista del mismo nombre, al lado de poetas como Alí Chumacero y González Durán—, que publicó la mayor parte de su obra en nuestro país (El mundo que tú eres, 1944, Los jardines amantes, 1952, Sonetos enamorados, 1958, Confín de llamas, 1969): “Es preciso no saber demasiado,/ adivinar las cosas, repartir nuestros ojos/ en millones de mundos que nos miran.”; Isaac Felipe Azofeifa (1909-1997) poeta, educador y político que entre Trunca unidad (1958) y Órbita (1996), dejó una decena de libros que transitan desde el modernismo a las vanguardias poéticas.

III

Entre los que han tenido más influencia en generaciones posteriores está Jorge Debravo (1938-1967), un poeta muy leído y estudiado (Milagro abierto, 1959; Poemas terrenales, 1964; Nosotros los hombres, 1966) que trasciende la tendencia modernista, estilo que copó el horizonte poético costarricense durante la primera mitad del pasado siglo, y abre el llamado “período de vanguardia literaria”. A Debravo le siguen otros poetas más recientes: Laureano Albán, Rodrigo Quirós, Mayra Jiménez, Julieta Dobles y Ronald Bonilla, quienes son el eslabón de la cadena que enlaza con las nuevas generaciones.
De esta variada herencia surgió una amplia nómina de autores que forman la heterogénea escala de voces de la realidad poética actual en Costa Rica. Una poesía experimental y contestataria, contracultural y apasionada, que se encuentra dispersa en un espectro editorial que abarca numerosos libros, revistas y antologías. Sobre la poesía costarricense contemporánea, el escritor Jorge Boccanera apunta en su libro Voces tatuadas. Crónica de la poesía costarricense 1970-2004, que durante ese período la poesía hecha en Costa Rica, además del lenguaje menos rígido y la búsqueda de otras posibilidades estéticas, también había cambiado “el lugar del poeta, situado ahora en el polo opuesto del intérprete del universo, más cerca del antihéroe que echa mano a lo lúdico y se torna sarcástico y coloquial en el desmenuzamiento de la zozobra cotidiana. Se escribe una poesía proclive a la mixtura de estilos y mundos culturales diferentes. Surgen nuevos caminos expresivos que fusionan lenguajes: poesía visual, juegos tipográficos, collage, técnicas de montaje, textos de historieta y letras de canciones.”
En definitiva, la experiencia de sumergirse en la lectura del volumen Sostener la palabra es un acto de lo más recomendable para cualquiera que viva y disfrute la poesía. Supone un baño revitalizante de arte poético donde, entre los más de sesenta autores seleccionados, nos encontramos con la madurez lírica de los poetas nacidos alrededor de 1950: Anabelle Aguilar Brealey, Juan Antillón, Alfonso Chase, Helio Gallardo, Mayra Jiménez, Guillermo Sáenz Patterson, Osvaldo Sauma y Joaquín Soto; la frescura de los nacidos a partir de 1960, entre otros: Melvin Aguilar, Nidia María González, Mainor González Calvo, Ana Istarú, Silvia Piranesi, Adriano de San Martín Corrales, Joaquín Soto y Carlos Villalobos; así como a los nacidos fuera de Costa Rica, residentes o naturalizados, como Carlos Calero, Helio Gallardo, David Maradiaga, Américo Ochoa y Camila Schumacher, que corroboran la tesis de que la poesía vive y crea por encima de fronteras y nacionalidades.
Por último, sólo resta precisar que Sostener la palabra es una antología que renueva la certeza, a veces olvidada, de que en todos los lugares del planeta subsiste una valiosa, y muchas veces desconocida, caterva de escritores que hallan en la poesía la forma de expresar su visión del mundo y comunicar sus experiencias. Este volumen facilita la entrada al espacio lírico de un país de interesante tradición poética, tan cercano como desconocido para los innumerables amantes de la poesía que vivimos en México.

jueves, 7 de febrero de 2019

POETA: RODRIGO QUIRÓS: (Fragmento. Estudio Crítico). LA CONCIENCIA DE LA SEPARACIÓN MARGARITA ROJAS GONZÁLEZ


RODRIGO QUIRÓS:
(Fragmento. Estudio Crítico).
LA CONCIENCIA DE LA SEPARACIÓN
MARGARITA ROJAS GONZÁLEZ
¿Puede tener la sangre altura?, ¿cuál es la distancia que establecería? “Es muy alto mi llanto. Florece en la ceniza de mi cuerpo, abriéndome, mostrándome que no soy carne estéril, sino un flujo de amor amenazado”, responde uno de los poemas, ante la pregunta que lanza el título del libro. Si la sangre es el hombre, de su distancia con lo Alto es sobre lo que discurre el tomo póstumo de Rodrigo Quirós,  Altura de la Sangre. Y en la altura se coloca el interlocutor del hablante, aquel a quien se dirigen sus plegarias y sus requerimientos.
La palabra poética se vuelve un constante diálogo: consigo mismo, con la amada, con Dios y el padre fallecido del poeta. Todos son sus seres amados y también comparten la condición de receptores de la conversación con aquel.  Porque el amor se entiende aquí en un amplio sentido: erótico, fraternal y filial, si bien en todos los casos se trata de un amor “herido”, aunque “no se ha resignado a morir” (p.35). La relación amorosa resulta entonces una difícil tarea para el amante, el hijo, el hermano;  por eso los momentos que la marcan son principalmente la separación y el abandono.
Fuente:
100 años de literatura
Costarricense                                                            
Tomo II
Páginas: 852-853.
Margarita Rojas* Flora Ovares
Editorial Costa Rica. Editorial UCR.
2018.


viernes, 18 de enero de 2013

CANTOS DE SIRENA.


En un libro ya clásico en su tema, La ciudad y la noche: Narrativa latinoamericana contemporánea (2006), Margarita Rojas González definió las características de las actuales narraciones en nuestros países. Los años siguientes han confirmado sus aciertos. Para la autora, un considerable número de cuentos y novelas se sitúa en ciudades-laberinto, tierras de nadie donde deambulan personajes conflictivos que trajinan en historias sin final feliz. San José es uno de esos escenarios, y sobre esta ciudad-personaje conversamos.

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Margarita Rojas es profesora de literatura de la Universidad Nacional e, individualmente y en coautoría, ha publicado estudios esenciales sobre las letras de Costa Rica.
–Usted propone que, para los narradores recientes, el espacio es la ciudad, y el tiempo, la noche: elementos inquietantes. ¿Añadiría que ese espacio es un laberinto sin salida?
–Podría interpretarse así en vista de que, analizando los relatos, también concluía que la ciudad es “inevitable”: el protagonista la odia, pero al mismo tiempo no puede dejar de vivir en ella.
”La ciudad no es solamente un ambiente donde suceden los hechos; además, la oposición entre la ciudad y el ambiente rural revela que la urbe es más compleja, posee más niveles –horizontales y verticales: subsuelo, sótanos, estaciones de metro subterráneas– y más recovecos donde esconderse. Si a esto sumamos que el tiempo preferido es la noche, el espacio se hace todavía más laberíntico”.
–Si una ciudad puede ser “protagonista”, ¿cómo es San José en las narraciones de los últimos cinco años?
–El tema de San José es muy interesante pues, al leer las novelas y los cuentos publicados en los últimos cinco años, he seguido comprobando que el ambiente preferido de los escritores no es solo San José, es una zona específica: Barrio Amón y sus alrededores.
”Incluso se escriben tesis universitarias sobre esa parte de la capital, y esto tiene una razón: como dije en La ciudad y la noche, la narrativa contemporánea prefiere tres tipos de espacios, y, en uno de estos, el lugar se vincula de una manera especial con la Historia.
”Son lugares que los protagonistas descubren a lo largo de sus pesquisas y que encierran una relación especial con la Historia; ¿y cuáles barrios mejores que Amón, Otoya, Aranjuez, para encontrar la única parte histórica de San José?
”Es decir, esos tres barrios constituyen casi la única zona que conserva elementos arquitectónicos que se pueden ligar con un pasado, además de los grandes monumentos, teatros, museos, etcétera”.
–¿Hay rasgos propios de San José en comparación con las urbes de otras novelas hispanoamericanas?
–La presencia de San José en la narrativa contemporánea no remite a la ciudad de San José como es en la realidad; significa otra cosa, y esto es lo interesante: ver cómo los escritores proponen una visión de la ciudad.
”Una aclaración: la ciudad es un elemento fundamental en el arte contemporáneo, no solo en la literatura costarricense; es cuestión de revisar un poco el cine de varios países, y se comprueba en películas como Pulp Fiction, L. A. Confidential, Amores perros, Los sospechosos usuales, Nueve reinas y Ciudad de Dios.
”Segundo: la ciudad literaria no es la ciudad real; es el exterior del individuo que la observa y la recorre y, al hacerlo, se observa a sí mismo. Por esto, casi todos los individuos en las obras son seres solitarios, y la actividad permanente de los personajes de estas novelas y estos cuentos es deambular por las calles sin salir a otros sitios y sin permanecer en las casas”.
–¿Hay libros de cuentos que lo muestren?
–Sí; se han publicado ya dos antologías tituladas San José oculto, de la editorial Andrómeda, y hay muchos ejemplos más. Ahora bien, ¿qué ven los personajes cuando deambulan en la noche por San José? Generalmente se encuentran con situaciones violentas, las relaciones de pareja nunca resultan bien, y entre la gente predomina la incomunicación. El encuentro con estas situaciones o personas sucede debido al azar pues no hay una causalidad que explique el hecho.
–¿Por qué ocurre así?
–Porque se ha abandonado la perspectiva historicista, que buscaba, en la Historia, una causa que explique los hechos. Entonces, los encuentros con la violencia son casuales.
–Usted encuentra que, en aquellas narraciones, no hay elementos de utopías políticas ni ecologistas. Sin embargo, algunas novelas recientes de Costa Rica denuncian también la injusticia y la corrupción política.
–Eso es muy interesante. Cuando empecé la investigación sobre esta narrativa, en las universidades se hablaba mucho de posmodernidad y muy a menudo se la asociaba con un posición ideológica –digamos– no comprometida; pero fue un juicio emitido a priori, sin estudiar realmente las obras.
”Evidentemente, entre los escritores hay posiciones distintas, matices; pero, en general –y esta es la distinción interesante–, no creer en utopías de ningún tipo no implica no creer que debe denunciarse lo que se considera incorrecto.
”Ejemplos sobran, como las novelas de Horacio Castellanos Moya, sobre las pasadas décadas, tan violentas, en El Salvador, que revelan claramente el desencanto por la solución política al mismo tiempo que muestran las duras consecuencias del enfrentamiento”.
–¿En Costa Rica...?
–También. Aquí hay novelas como las de Jorge Méndez Limbrick, en las que la investigación del detective se centra en una situación muy violenta –en la primera, la de las prostitutas jóvenes, Mariposas negras para un asesinato–; pero el investigador ya no es un individuo perfecto: tiene sus propios problemas, que se continúan explorando en la segunda novela, El laberinto del verdugo.
–Algunos relatos son policiales, pero de un modo atípico. ¿Cuáles rasgos los caracterizan: el pesimismo ante la eliminación del mal, la creencia en que la corrupción política es superior a la lucha contra ella?
–Eso se liga con la pregunta anterior y con el significado de la ciudad. En nuestro caso, ¿qué significa San José tal y como la imaginan los relatos contemporáneos?
”Creo que la posición sería: “Todo está mal, no hay solución, pero al menos debemos denunciarlo”. Por esto, los héroes casi siempre resuelven el crimen, descubren al asesino, pero de alguna manera resultan también vencidos porque saben que lo que hicieron no cambiará el estado de las cosas.
”Ahí está la relación con el espacio: la ciudad nos envuelve completamente, tiene zonas tenebrosas, oscuras, abandonadas, etcétera, en las que deambulamos todos porque ese espacio somos nosotros.
”Por eso no hay salida, no hay paseo al campo, excepto para narrar un accidente en la carretera, que nos devuelve a un hospital de San José, como sucede en varios relatos de Rodrigo Soto, y también en su novela El nudo, que incluye un paseo de cuatro amigos a la playa y un reencuentro en un accidente automovilístico en la zona de El Alto de las Palomas”.
–Si no hay triunfos de la virtud ni derrotas dignas, ¿es fácil que haya héroes en las narraciones?
–Primero, ya no existe una frontera tan clara entre bondad y maldad. Por lo tanto, los protagonistas son protagonistas más que héroes.
”En La última aventura de Batman, reciente libro Carlos Cortés, acabo de leer un cuento sobre el final de la secundaria. El punto de vista con el que se enfoca este acontecimiento de la vida de cualquiera es de una tranquila tristeza que ve que no fue una época feliz, no obstante todo lo que los mayores hayan querido festejarla.
”Esa es la perspectiva que también predomina en los demás cuentos, sobre la infancia, el noviazgo, el pasado familiar. Tal vez todos sabemos que así es y lo único que se puede hacer es escribir sobre eso”.http://www.nacion.com/2010-11-28/Ancora/NotaPrincipal/Ancora2570609.aspx

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