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lunes, 17 de marzo de 2025

Horado Quiroga PROLOGO: Noé Jitrik NOTAS: Jorge Rafímlli




PROLOGO Las seis narraciones de Horacio Quiroga que ahora pu blica ARCA reunidas en dos volúmenes (novelas cortas o no- velines o “nouvelles’' o folletines, según designación del autor) ocupan un extraño sitio dentro de su obra o, mejor dicho, al margen de su obra. No se parecen temática ni estilísticamente a los cuentos misioneros ni tienen el sentido experimental que por lo menos tenían los cuentos modernistas o los de la época del delirio poeano; si en algo se diferencian de unos y otros es justamente en la propuesta de personalidad que unos y otros a su modo formulan y en virtud de la cual se puede establecer un pasaje, una evolución que es ya un resultado clásico en la crítica quiroguiana: del modernista al realista, del decadente al vigoroso autor de cuentos de monte, del se ñorito al hombre de la “experiencia y el riesgo”. 

Al contrario, estas seis narraciones ofrecen un atractivo que no tiene nada que ver con aquella imagen que por suerte se ha establecido ya acerca de Quiroga. Un atractivo opaco, lleno de reminis cencias de la literatura decimonónica, el atractivo, que se traisr fiere al lector de esos cuentos, en quien se desencadena el deseo de comprender qué relación existe entre ellos y esa evolución un tanto oficial de su obra, la mejor cifra hasta ahora de su inteligibilidad. Está claro entonces: hay un Quiroga que nos propone una lección por medio de un proceso cuyas etapas son siempre aceptables pero he aquí que hay una fuertemente impregnada de clandestinidad; de clandestinidad subjetiva porque Quiroga consideró estas piezas como meros instrumentos de ganapán y de las que no valía la pena hablar, excrecencias de una habili dad que le permitía olvidarse de los verdaderos sentidos que perseguía obsesivamente; de clandestinidad objetiva porque se apartan en sí mismos, como estructuras significativas, de lo que un lector, en cuya interioridad se va reproduciendo el proceso de maduración de toda una literatura, espera y necesita: cuen tos de entretenimiento, de suspenso, de misterio, de héroes casi inmortales cortados de una sola pieza, todo ofrece una canta rína e infantil perspectiva que nada tiene que ver con ese Quiroga atormentado y sombrío, el adusto observador de realidad tan cambiante como su propia relación con ella. Y sin embargo, estos novelines, a partir justamente de esa alegría de lo intrascendente que proponen, empiezan a ser res cata bles pero no sólo en virtud de una filosofía literaria es pecial, de un gesto artificialmente ingenuo, sino en relación con esos sentidos principales, con el proceso de fondo que ha hecho de Quiroga un narrador fundamental, ese denso escri tor que nos place reivindicar dentro de la complicada y poco sólida tradición literaria rioplatense. Desde esa perspectiva, ¿cómo se produce la presunta co municación entre lo marginal y lo legal? ¿Cuáles son sus pun tos de contacto?

 ¿Constituyen estos relatos de algún modo un microcosmos que permite recuperar un universo mayor? ¿Son esa frase notable que ilumina un discurso y, homólogamente, ese conjunto de formas y significaciones que se abren sobre una obra? Una respuesta trivial para todas las preguntas es no, de ninguna manera, por una elemental cuestión de calidad. Pero por todo lo que ya sabemos de Quiroga no podemos asu mir una respuesta convencional, basada en lo aparente, no po demos resignarnos a esta condena de escisión, no podemos de jar de buscar en lo clandestino y aun en lo menospreciado por el autor mismo, aquello que estamos buscando en la zona luminosa de su obra. Es lo que precisamente vamos a intentar en este trabajo, a partir del examen de esos cuentos, persua didos de que una expresión parcial y no muy elevada de un escritor totalizante y profundo encierra sentidos que se vincu lan con lo central de una obra todavía productiva y perdurable. Estos seis folletines fueron publicados entre 1908 y 1913, a uno por año, en la revista Caras y Caretas cinco de ellos y el último, Una cacería humana en Africa, en Fray Mocho, todos bajo el seudónimo de S. Fragoso Lima. En su interesante co rrespondencia con José M. Fernández Saldaña, única publi cada por el Instituto Nacional de Investigaciones y Archivos Literarios de Montevideo que cubre aquellas fechas, hay, al pasar, una sola alusión a ellos; es en la carta del 16 de marzo de 1911 y dice: “Agrega además $ 400 de folletines por año, y i ! la cosa marcha”. Frente a las reiteradas menciones a la novela publicada en 1908, Historia de tm amor turbio, con su compli- cada elaboración, y a las no menos frecuentes cavilaciones I acerca de un cuento como Las Rayas, la economia de su referen- ' cia prueba por lo menos dos cosas: que no consideraba estos fo* j 1 lie tiñes más que como recursos para ganar dinero y que su ela boración no interfería proyectos que consideraba más trascen- ! dentes estéticamente hablando. Con independencia de esta ini cial desvaloración, señalemos que seguramente los iba escribien do sobre la marcha, por lo tanto tal vez en este orden: Las fie- j ras cómplices, El mono que asesinó, El hombre artificial, El de- | vorador de hombres, El remate del Imperio Romano y Una cacería humana en Africa; no obstante, puede pensarse que estaba maduro para concebirlos desde bastante antes, ya sea por el tipo de lecturas de las que estos cuentos traen reminis- ! cendas y' que constituyen su declarado alimento intelectual, ya sea porque algunos de ellos (El mono que asesinó y El hom- í bre artificial) se inscriben en la oleada de literatura fantástica que tuvo una expresión soberana en 1906 con Las fuerzas ex- trañas de Lugones. Conviene aclarar, sin embargo, que ya antes 

 ¡ Quiroga había hecho cuentos fantásticos: Los perseguidos, El crimen del otro, que difieren de estos nuevos, más emparenta- i dos con los de Lugones (por lo menos aquellos dos mencio- 1 nados), en el positivismo de la concepción; en la e'.apa ante rior, bajo la influencia de Poe, la fantasía era sobre todo ! alucinatoria y mental mientras que aquí hay operaciones fí- í sicas concretas. Ya lo veremos en particular al final de esta ¡ presentación. Hay otro elemento, importante sin duda, para situar estos ¡cuentos: el comienzo de la experiencia misioneia y los primeros i contactos con la selva que actualizan lecturas tal vez olvi- i dadas reclamando temas que ahora se aprovechan, por ejemplo líos relacionados con animales o formas de vida silvestres que localiza, respondiendo a la tradición del género, en el Africa. Ahora bien, acercándonos a las historias contadas, vemos que | aparecen allí algunos temas que han de reaparecer en la obra misionera o más adelante: el peón humillado que se venga (Las fieras cómplices y La bofetada, casi contemporáneo, y Los mensú), el animal domesticado (El devorador de hombres y El león - en El Desierto-), la explotación de los obrajeros (Las fieras cómplices y Los mensú) como temas mayores, sin contar con elementos secundarios igualmente recurrentes: dinamitar a un hombre (Las fieras cómplices y Van Houten), las hormigas devoradoras (Las fieras cómplices y La miel silvestre), amar a los animales (Una cacería humana en Africa y Cuentos de la selva), estar de parte del desposeído (Una cacería humana en Africa y Los precursores). Este último elemento mencionado es especialmente suge- rente porque se liga con otros: en la época de los primeros folletines Quiroga estaba ya escribiendo cuentos de los llama dos “de monte”, resultantes más de la experiencia correntina que misionera pero de todos modos situados en su nuevo pro yecto estético de alcance realista; al mismo tiempo, vivía en Buenos Aires donde empezaba a hacerse conocer como escritor; los tres datos están unidos por un común denominador, ya puesto de relieve: la habilidad que, al aplicarse a temas de una literatura de gran público, adquiere un matiz de diverti- mento, hacer lo que se quiere, vender un truco, seducir a un público ingenuo, con el oído hecho a los Kipling, London, Sienkievicz, acaso Veme. El divertimento consiste en que se elige una estructura temática y narrativa que, tal vez por su convencionalidad misma, invariablemente diverte, causa pla cer, como por ejemplo los finales milagrosos en los que el héroe se salva siempre y castiga al malvado (western sin saberlo); despreocupación —puesto que se trata de obras menores— pero no inadvertencia y, en cambio, la finalidad de hacer saltar una sonrisa que estaba en el autor y que el lector, al aceptarla, le devuelve corroborando una actitud que tiene su origen en un estado de ánimo o en una forma de vivir. Ahora bien, ¿placer en el Quiroga que se supone abrumado por las culpas, misán tropo y hosco, barbudo y al borde de un destino trágico? ¿Ga nas de reirse en el que está viviendo en Buenos Aires desde la muerte, provocada por él, de su amigo Ferrando? Pues sí, pla cer intelectual en primera instancia al construir estos relatos casi sin pensar y divirtiéndose con ellos, placer similar al de las epístolas en verso que descubrimos en sus cartas desde 1903 hasta 1907, dirigidas a sus amigos más queridos: “ Mi nacimiento, en suma, fue como el de cualquiera: mi madre sonreía con su candor de cera, la sirvienta prolija buscaba ropas blancas, y el médico admiraba sus formidables ancas." Habrá, entonces, que situar a Quiroga en este momento, gran paréntesis que va desde la muerte de Ferrando —abril de 1902— hasta la instalación definitiva en Misiones —enero de 1910. A raíz de un desdichado duelo en el que debía participar su entrañable amigo Federico Ferrando, Quiroga lo mata al probar el arma. Esta desgracia corta la experiencia montevi- deana (“El Consistorio del Gay Saber”) y Quiroga se refugia en Buenos Aires esperando la cicatrización del trauma. Lo imaginamos trágico y culpable, actualizando toda su vida, re traído como su barba lo exige; lo suponemos invadido por el hastío de la civilización y dispuesto a realizar experiencias lí mites; en efecto, poco a poco, se va internando en ellas hasta la que consagra su aspecto y su personalidad: Misiones. El viaje que hace con Lugones a esas tierras lo incita a volver a ellas hasta instalarse en Corrientes (Saladito) y liquidar una pe queña herencia; luego volverá en los veranos hasta la instala ción definitiva, coincidente con su casamiento. Pero entretanto va viviendo ese proceso bajo el tiránico signo de un despertar frente a sus propias posibilidades, lo cual lo colma de alegría, de juego, de veneraciones y de avidez. Seis años en los que lo predominante es la necesidad de la autoafirmación en el logro y la conquista, historias de mujeres narradas con jactancia pue ril y orgullosa exhibición de sus dotes, como un modo de en tenderse con los demás, nada de asilamientos ni de esoterismos, al contrario un tono totalmente muchachil, mujeres entrevistas entre las alumnas de la escuela normal, las comprovincianas de Salto, ocasionales pasantes, amigas de amigas, una persecu- sión, pacatamente llamada “faunesca" por algunos, que se re corta sobre una elasticidad operante también en otros sectores de la realidad. La misma avidez y claridad reaparece en lo literario donde un principio de salud borra tanto decadentis mo, del cual se acuerda con “horror"; son las grandes lecturas y la urgente comunicación de sus impresiones, es Dostoievsky, Maupassant, Sudermann, Gorki, 

Las 1001 Noches, experiencias que le permiten juzgar el trabajo de los otros así como el suyo propio y que están ejerciendo de correctivo a una capacidad de producción inusitada; escribe cuentos hasta casi vivir de ellos; Caras y Caretas, El Gladiador, Tipos y Tipetes y otras revistas son el depósito de su decisión inquebrantable ya a esta altura de hacer de su arte un sólido instrumento, un arma im- batible. Pero nada dramáticos sus avatares, solo la falta de dinero y su obsesiva persecusión, tema que ahora vive des aprensivamente y con soltura y que, junto con los otros dos, mujeres y literatura, reaparecerá cada vez más dramatizado a lo largo de su vida. Pero ahora es como una absorción de lo que la vida puede dar y al mismo tiempo una toma de distan cia frente a la vida para la conjugación positiva de lo que se le ofrece en lo que él puede aprovechar. En las Cartas que escribe en ese período se desgrana tanto como sus intereses recurrentes un tono que señala precisa mente esa capacidad de distandamiento; es el breve juicio, la broma sobre sí mismo, la “formidabilización” de las proezas, la ponderación sobre lo que no tolera fantasismos, la clara asun ción de los términos concretos de un vivir más saltarín que apesadumbrado o acongojado. Frente a un rechazo de una mujer no un lamento sino una maldición, frente a la dispepsia el chiste, frente a las obligaciones de trabajo (la cátedra) el guiño cómplice, frente a la solemnidad académica o el error la rectificación acerada en un esbozo de militancia literaria. Vive intensamente sus amigos, especialmente los uruguayos, y tiene en Lugones un protector, un amigo, un mentor y un guía: es quien le ha abierto el camino al modernismo pero también el que le ha hecho conocer Misiones y el que, si hay "un cambio político que alzara de nuevo al P. A. N. y sus secuaces”, le haría obtener alguna canongía, aunque también, como se ha dicho, con sus cuentos fantásticos le ha suscitado una posibili dad. Levemente analiza sus maneras preporteñas de vivir y, levemente también, las condena como cuando recuerda el has- chisch y el tipo de literatura a flor de nervios. Es claro que no hay una oposición frontal entre este Quiroga y el anterior pero sí la expresión de un dinamismo personal que lo hace el receptor adecuado de la nueva realidad que está intuyendo como la más importante de su vida, la que le pernitirá una transformación que anda buscando en un plano más entraña ble de su ser. Poco a poco sobreviene la seriedad y la época de las decisiones: el hábil profesional del cuento se va despojando de artilugios y de recursos y se interesa por la trasmisión de lo esencial, el artesano va dando paso al artista y el paisaje se apodera de su cuerpo y de su alma; su obstinación será puesta al servicio de un modo de vida y un modo de literatura y desaparecerá, salvo episódicas recaídas, lo que k» distrae y que en el momento que estamos viendo puede convivir con lo esencial que está apuntando. De todo esto se deduce que lo juguetón que hay en los folletines emerje de su propia disposición al juego típico de esta época y que, por más que Quiroga les hubiera dado a estos cuentos el caracter instrumental que les adjudica, se sitúan en un período transicional de su obra, son el tributo necesario a la búsqueda que seguramente estaba haciendo de una unidad más compacta y trascendente para sí mismo y para los demás. Vsmos a entrar a estos folletines de Quiroga armonizando y contraponiendo los elementos estructurales de la anécdota y la narración. 

La anécdota como el conjunto de tópicos que se entraman y la narración como el articulado específico de los tópicos o materiales; la anécdota como recurso a la realidad, la narración como conjunto de procedimientos para el reorde* namíento de la realidad, como escritura. Sin duda, y vaya esto como anticipo, anécdota y narración no configuran aquí una unidad única, sólida y espontáneamente cohesionada, tal como ocurre en cuentos posteriores; si bien tanto materia anecdótica como materia narrativa participan de una fuente común que se constituye sobre la base del gusto del público o sobre ideas de eficacia (la habilidad) es flagrante la escisión por prevalencia de un aspecto sobre el otro; generalmente el que prima es el anecdótico y esa primacía tiene su causa en la circunstanciali- dad de la creación, en la reclusión a la marginalidad que de su propio proyecto hace el autor. Pero veamos cómo se dan las cosas en uno y otro campo. Por un lado, los elementos que componen la anécdota aparecen como apilados, acumulados, crudos, como mero» temas tomados del exterior y no traspa sados por lo personal, como pura objetividad interesante para un lector situado; en ese sentido, la anécdota es pobre por su previsibilidad cuyas raíces se hunden en lo cuantitativo obje tivo. Sin ser más rica, justamente por la acentuación puesta en lo temático, la narración ofrece en cambio un interés mayor en la búsqueda de sentidos propuestos por los cuentos. An tes de avanzar hay que decir, no obstante, que si los tópicos que componen la anécdota son en su mayor parte reminiscen cias graciosamente actualizadas de lecturas clásicas (El remate del Imperio Romano — Sienkievicz—, el cachorro del gran rey de los tigres — Kipling—, los tres sabios que inventan un hombre — Holmberg—, etcétera) los recursos narrativos son también acentuadamente retóricos (el suspenso, el cierre, la calificación del narrador a lo narrado, personajes en blanco y negro). No se trata, pues, de originalidad en sí sino que, descartada ésta, el sector de la narración ofrece un campo de trabajo que no podríamos extender considerando una unidad inexistente ni radicándonos en el sector de la anécdota, rápi damente clasificable y agotable. La primera estructura que se destaca en el sector de la narración es la del raconto, instrumentalización técnica del re cuerdo. Existen en los seis cuentos distintos grados de raconto; el más elevado aparece en El hombre artificial: el narrador presenta a sus personajes en su trabajo y luego, haciendo una pausa, rompiendo la tensión, se narran las historias de cada uno de los tres; el menos elevado cuantitativamente se da en El remate del Imperio Romano donde el raconto es apenas algo más que una ubicación de las conductas, somero trazado exigido por la causalidad de las acciones; pero entre ambos términos se establece un pasaje que va de la necesidad casi obvia de explicación causal hasta la categorización de una ma nera de relatar; en Una cacería humana en Africa se raconta algo más que en El remate pero todavía con el mismo sentido; en cambio en El devorador de hombres el raconto cambia de nivel pues está ligado a sentidos y no meramente a conductas: el tigre recuerda una escena y se siente de determinado modo frente a lo actual mientras que cuando el narrador describe la vida anterior de Donissoff, raconto amplio y lujoso, es como una explicación para el lector, no significa ninguna actualiza ción interior para el personaje. Este cambio, de lo cuantita tivo a lo cualitativo, se corresponde con el pasaje de raconto (como modalidad) a recuerdo (como motivador) que, en El mono que asesinó, cubre la totalidad del relato: esa historia del hombre que escucha una voz de un mono que le recuerda voces extrañas pero entrañables e indescifrablemente reales; tratará de inteligirlas secuestrando al mono tras lo cual todo le será revelado y aparecerá un recuerdo sepultado en la me moria de generaciones. Del raconto al recuerdo y del recuerdo a la memoria, sacudida, a la vez, por una efectista transferen cia de personalidades basada en la idea de la trasmigración de las almas: el hombre es despojado por el mono de su en voltura física y su espíritu pasa a la miserable apostura del mono. Y la memoria, más allá de la fantasía hinduista, pero i incluso a través de ella, remite. al tema de la herencia, típico del naturalismo positivista. De donde estructura narrativa que , se apoya en una clara posición filosófica explicitada temática- i mente, por añadidura, en otro cuento de la serie, El hombre artificial. Pero esta veta, como lo he anunciado, será conside- j rada por separado. 

 No menos interesante, aunque menos desarrollado, es el elemento de las explicaciones que surgen inicialmente como una voz de narrador que necesita ubicar acerca de meros acon- teceres relativos al suspenso y que, por lo tanto, como en la ¡ mayor parte de los relatos clásicos, se atribuye el conocimiento i de lo que ocurre en cada personaje así como de lo que liga o separa a los personajes unos de otros; voz que, al apelar a una i información objetiva para recortar los hechos de la ficción, se vincula con la historia real diluyendo en el lector los límites I de la narración (“Recuérdese solamente que en la construc ción del ferrocarril de Mombasa al Victoria Nianza, costó al ! gobierno inglés millones la renovación constante de la tropa de búfalos diezmada día a día por el tse-tsé”) ; voz que se hace más insinuante y lleva al pináculo su omnipotencia cuando i adopta el tono científico, es decir cuando le tiende al lector el brazo que lo conducirá al sentido mismo del relato (“Durante meses y meses los tres asociados habían luchado en la forma ción del tejido óseo. A pesar del éxito de prueba obtenido, siempre habían temido que los fosfatos no estuviesen bien fi jados”.) Explicar, crear una zona blanda entre relato y desti natario, acudir justo en el momento en que los hechos por sí solos no son suficientes, indica en el menor de los casos domi nio y sujeción de lo narrado a través de una racionalidad que neutraliza el poder de los hechos, un poder dormido que no se juzga necesario avivar en la ocasión. Entonces, por un lado racionalidad que también hay que poner en la cuenta del posi tivismo cientificista, por el otro neutralización de lo literario. En todo caso, instrumento desafilado que espera el reempla zante que Quiroga está destinando a los otros cuentos, en los que la narración forma parte de la experiencia total que les da origen. Pero el elemento central de la estructura de la narración reside en los personajes que son acentuados hasta el punto de hacer perder de vista toda otra posibilidad de elaboración, ya sea de lenguaje, ya de narrador, incluso de ritmo. Mediante los personajes Quiroga inflexiona sus anécdotas, es a través de ellas que las vehiculiza y en quienes centra todo el poder tras- misivo que pone en movimiento. Pareciera que siente a los personajes no en cuanto figuras que representan conflictos dramatizables sino como las formas imprescindibles en que se organiza la realidad: los personajes son entendidos como par- ticularizaciones de la ficción para comprender la realidad. De este modo, sí en un sentido general el valor narrativo es aglu tinado por ellos, de entre ellos se destacan los protagonistas o, si lo preferimos, los héroes que a veces no son protagonistas. Se establece también una gradación que es importante esbozar como un camino de ingreso en lo particular. En Las fieras cómplices, Longhi y secundariamente Guaycurú, son protago nistas-héroes, en El mono que asesinó, Guillermo Boox es protagonista-idea, en El hombre artificial, Donissoff es prota gonista-héroe con algunos matices de protagonista-idea, en El devorador de hombres la estructura es más compleja: un re lator —el tigre- que es protagonista-paciente da lugar a la re fulgencia de un héroe -Lord Aberdale- que no es protagonis ta; en El remate y Una cacería Paulo Emilio y Ruy Díaz, res pectivamente son protagonistas-héroes. Sea como fuere, rari» mo de eitoí protagoniitas señalados, y cada uno en su cuento, raplican una culminación que exige por lo general contra* i guras explícitas: Longhi tiene su malvado, Alves; Boox tiene ,u mono que et una perfecta y amenazante irrisión; Donissoff ja materia que se le niega; A hádale el siniestro domador Kim- yerley; Paulo Emilio ai grotesco Didio Juliano; y Ruy Díaz ¡os implacables oficiales negreros. Lo necesario es que ectos éroe- triunfen, si no materialmente, como ocurre con Ixm- thi, Ruy Díaz y Aberdale, por lo menos en cuanto a la im presión de grandeza que mediante ellos se quiere dejar: “Su orvenir entero estaba muerto ya, como había muerto el hom- •re de las manos vendadas; corar* había muerto su creación ibominable; como allí — criatura sublime, arcángel de genio, oluntad y belleza, estaba muerto Donissoff” (El hombre ar- jificial), o bien: “Paulo Emuio pisó firmemente para asegurar il equilibrio, y recogiendo un pliegue de la toga, miró sereno los sicarios. Fue su última n rada. Los venablos partieron, se undie.on en el pecho patricio, y mientras Paulo Emilio se ‘¿plomaba con los ojos cerrados, los sicarios, con un definitvo f triunfal aullido, .altaban sobre su cuerpo” (El remate del \mperio Romano). Es evidente y casi obvo que ésta o la otra jrma de triunfo tienden a consolidar la identificación que se promueve entre lector y héroes: para que el lector viva, me lante la grardeza de los héroes, un instante de su propia e Indefinible y por lo general oculta grandeza. 

Precisamente, ñuscar este efecto con tanta homogeneidad se liga a la instru- nentalidad con que las historias han sido realizadas y forma arte del general humor con que han seleccionado los elemen- os que las componen. Pero la cosa no termina ahí; los héroes on también, ya se ha insinuado, héroes positivos en todos loe liveles: por lo que hacen, por lo que sienten, por cómo los presentan los narradores, por los sentimientos que engendran in los demás personajes; estos cuatro planos configuran héroes erfecto* que actúan en el reino puro de los designios, no in~ erferido!» por apetitos ni mediatizaciones, del problema que la ealidad les tiende como celadas a la solución sin vacilaciones, in miedos, sin hambre ni frío ni cansancio, sin voluntad :-xual, con la complicidad de los elementos, sin espado para i realización de los proyectos, aceptando una conminación que procede del proyecto sin protestas ni agachadas de niru guna índole. ' Pero uno de estos cuentos propone una variante: El mo no que asesinó. El protagonista-idea, tal vez por este carácter! no triunfa, no defiende ninguna positividad, no es un modelo ni un héroe, al contrario ejemplifica una rechazante perspec-: tiva de degradación y, sobre todo, por la singularidad de lo que protagoniza, reduce la universalidad, se limita a la relai ción de un caso extravagante. Naturalmente, la extravagancia no constituye un valor, además se paga un tributo muy gram de a una cierta moda temática, además el carácter caprichosa del material manejado exige del lector más excitabilidad quei simpatía. Sin embargo, este cuento contiene una idea que lc< hace el más sugerente de la selección, es la circularidad: el fii nal recobra la imagen inicial pero invertida. Guillermo Boox empezó por sentarse y mirar al mono que le habló y ahora ei mono, en el cuerpo y el espíritu de Boox, aparece sentado en el mismo banco mirando a Boox que está dentro de la jaula y del cuerpo y el espíritu abyecto del mono; es como si la histooj ria no hubiese ocurrido, es como si la memoria, que constituye la sustancia del relato, quedara congelada en un presente que le impide verificarse; el cierre clausura también el tiempo de relato, puesto que todo es exactamente igual al comienzo dei modo que el lector puede apartarse de lo especial, del “caso” de traspasamiento basado en la trasmigración hindú, de la: rigidez de la “herencia”, para ubicarse frente a algo que haa biendo pasado no pasó, frente, en suma a la ficción y a lo que de ella puede brotar e invadirlo. Un elemento narrativo tal vez complementario, emergem te de sus iniciales contactos con la selva, es el animal cotiici complemento y aditamento de las historias; permite lateralizarr crear un interés accesorio muy vivo, presenta una zona máá amplia de la acción del héroe; el animal ennoblecido que se entiende con el héroe y favorece su triunfo favoreciendo d«t este modo un triunfo de ciertos valores positivos. Es un recun so, por cierto, heredado de la literatura africanista y, como allí - está investido de un sentido fundamental: el animal expreso la naturaleza pura, por lo tanto, al adherir leones, tigres, am tílopes al héroe puro, la causa de este último obtiene su re&¡ paldo nada menos que en la naturaleza. Se ratifica, así, un orden moral que cae sobre el lector impidiéndole toda distan cia, empujándolo a la identificación. Lo cual para estos cuen tos no es tan censurable en la medida en que, de alguna ma nera, alguna problemática de la realidad se ha filtrado y frente a ella el autor propone la toma de partido a través de al conducta que tiene su héroe: Longhi pelea contra la explo tación de los mensúes, Ruy Díaz se juega la vida por salvar un negrillo perseguido por oficiales blancos, Paulo Emilio muere por sostener su palabra. Sin embargo, no se nos escapa el rudimentario humanitarismo dentro del que es embolsada esta toma de partido: Aberdale es un Lord, Ruy Díaz un científico formado en Londres, Donissoff un principe ruso, Paulo Emi lio un patricio romano; cada uno está realzado por una gran dosis de idealización social que representa para Quiroga la su jeción al héroe extraordinario, típico de la novela romántica, el paso preliminar al héroe cotidiano que va a aparecer, que está apareciendo ya, en los cuentos misioneros y mediante el cual logrará dar una dimensión de la realidad. En suma, por todos estos elementos que conforman la na rración, estos divertimentos de Quiroga, no desgajados de su actitud vital de esos años, no desvinculados de cierto inci piente procesamiento y de una inicial temática que tomará caminos muy diferentes para desarrollarse, ejemplifican la idea de transición expresiva con la que se explica la totali dad de su obra; marginados y todo, estos cuentos muestran lo transicional, las diferentes operaciones que pudo empezar a realizar sobre procedimientos y formas de recaudar material que seguramente sentía como superables pero que, también, debía experimentar hasta sus últimas consecuencias. Ya lo hemos dicho varias veces: El mono que asesinó y El hombre artificial se vinculan con la literatura fantástica en auge a principios de siglo. Quiroga tiene antecedentes en esta línea; los cuentos de El crimen del otro publicados en 1904 significan una culminación de una tendencia cuyo origen era doble, les lecturas, especialmente de Edgar Alian Poe, y las experiencias de drogas, realizadas alegremente en la época consistorial, después del retorno primero al Uruguay. En carta a Fernández Saldaña del 19 de Mayo de 1906 dice: “Cuando a raíz del haschisch pesqué la amigdalitis, hacia el 49 o 59 (día) de ésta le dije a Brignole que trajera un bisturí y me hiciera unos tajos, cosa que efectuó una tarde, para ver de aliviar en algo con la hemorragia”. En cuanto a la influencia literaria, después de El crimen del otro, Quiroga declaraba estar de vuel ta del decadentismo y de Poe: “Poe era en aquella época el único autor que yo leía. Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo...”, pero, antes, naturalmente, el sentido de lo fantástico estaba dictado por una línea apoyada en la romántica idea del “desorden de los sentidos”, la técnica del horror emergente de tremendos cataclismos de la concien cia, fenómenos espirituales, tensiones inauditas, nervios que brantados por culpas sutiles y extrañas como venenos. Por cierto que la locura es un tema especialmente satisfactorio en estas búsquedas, es incluso un principio de explicación de tanto refinamiento y, simultáneamente, es el puente tendido a la otra línea de provisión de materiales fantásticos, la que en la Argentina es inaugurada por Holmberg y sus Cuentos Fan tásticos y que, teniendo un especial auge a la vuelta del siglo, recibe su sustento del positivismo. El positivismo postula ante todo la liquidación de la me tafísica y, en su triunfal reemplazo, el pleno reinado de la ciencia que se propone un trabajo sistemático, verdadero y ob jetivo sobre la materia. Es una buena nueva que va a aventar siglos de oscuridad y que va a fundamentar la idea del “pro greso”, tan necesaria para las comunidades que, como las nues tras, con todo empuje se preparan a vencer el futuro. Por ese lado, concluido el período criollo de las guerras civiles y los conflictos políticos, iniciada la era de paz, de trabajo y de ca pitalismo, nada más lógico que la escuela positiva entrara al Río de la Plata y se convirtiera en la filosofía necesaria de una generación liberada y liberal. Este es quizás el aspecto más importante pero el positivismo tiene también apéndices, conductas secundarias del mayor interés. Se preocupa por la sociedad y la estudia mediante una ciencia llamada Sociología; todos los fenómenos sociales son sistematizados implacable, ob jetivamente, por esta disciplina que trata de establecer las le yes fundamentales del comportamiento social; se preocupa por el individuo al cual somete a la misma rigurosa investigación: cobra auge la psicología experimental en general, con sus des doblamientos más característicos (la psiquiatría y la crimino logía) y sus invenciones más pintorescas (la frenología, la fisiognomía) y sus sacerdotes más delirantes, como Lombroso, o más aplomados, como Charcot. Se preocupa asimismo la es cuela positiva por la expresión literaria y funda el naturalis mo basado en la experimentación, la ley de la herencia y la teoría del medio. 

Todo, de una manera u otra, puede ser computado y medido, la más férrea red de causas explica las más disímiles consecuencias, y, so-pretexto de un materialismo invencible, de una racionalidad sin resquicios, la razón del positivismo estalla y da lugar a delirios y fantasías tal vez más audaces que las que nunca pudo soñar el espíritu metafísico. Esta fórmula: todo es materia, preside la revolución positivista; pese a su claridad termina por enredar a sus cultores que mediante las explicaciones rigurosas de la ciencia determinan la materialidad de lo espiritual; de esta confusión surge la fantaciencia por un lado (en Lugones se ve muy bien: convertir en fuerza mortífera el sonido o la música; en Julio Veme se conecta con la anticipación) y el espiritismo por el otro. El es- piritualismo, a través del método científico, se torna espiri tismo y los viejos fantasmas vuelven a la escena, la trasmi gración de las almas recupera vigencia e interés, viejas irra cionalidades se ponen al día, el hiptonismo, la interpretación de los sueños y, por supuesto, el gran problema de la locura. Se da todo junto; naturalismo en literatura al principio, psiquiatría, sociología, espiritismo, fantaciencia, literatura fantástica, constituyen el clima en los medios cultos tanto co mo en los populares. Es José Ingenieros (La simulación de la locura, La psicopatología de los sueños según la psicología y la clínica, Interpretación científica del hipnotismo' y la suges tión, Las doctrinas sobre el hipnotismo, casi contemporánea mente a Lombroso —Hynotismo e espiritismo—, a Flamma- rion —Les forces naturelles—, y a Charcot — Traité sur les mala- di es nerveuses—), es José María Ramos Mejía (La locura en la Argentina), Enrique García Velloso (Instituto Frenopático), Rafael Barret (El espiritismo en la Argentina) y también Cos me Mariño y Pancho Sierra como un poco más adelante la "madre” María, y también Lugones, Chiáppori, Eduardo Holmberg, más adelante Laferrere —Jettatore— y este Quiroga que juega sin duda, pero también se está verificando al mismo tiempo, y esto surge de estas conexiones, que se muestra hom bre de su época Ya se ha dicho, Quiroga tenía una inclinación personal por este tipo de literatura; el contacto con Lugones y la fre cuentación de Ingenieros tienen que haberla estimulado y or denado según las. pautas observadas; cede pues, a su momento, a lo que está en boga. Lo cual también es significativo en rela ción con lo que Quiroga debe romper para construir su obra, con lo que efectivamente rompe para hacerlo. Su punto de par tida, el modernismo, quedó remoto y atrás y obtuvo un tono, una voz, una apertura sobre la realidad y en su literatura transformada se transformaba él mismo; pero en un momento determinado necesitó apurar todas las conexiones que lo se guían ligando con el punto de partida, todos los disfraces de esa ilusión de literatura que abandonaba; claro que ese aban dono fue hecho a costa de concesiones y de desprendimientos. Hasta hallarse y, una vez más, volver atrás desde la culmina ción. Pero esta es otra historia, la que va de Los desterrados a El más allá. Jaoé jitrík

martes, 29 de noviembre de 2022

Delmira Agustini, Cristiano Martínez. POESÍA COMPLETA.



 Delmira

Agustini

Cristiano Martínez

En la presente edición digital, se pretenderá reproducir la obra

poética de la poetisa uruguaya Delmira Agustini, con la sola

intención de que aquellos que desean leerla, tengan en formato

digital una obra que puedan disfrutar y con la cual puedan

acercarse a esta notable poetisa.

En internet, no se suelen encontrar libros con los poemas de

esta escritora reunidos en un solo lugar, es por esta razón

principalmente que me he propuesto hacerlo, sin ninguna

necesidad ni ánimo de lucro, por lo cual queda prohibida su

reproducción con estos fines.

Advertencia

Delmira Agustini (derecha) con su madre Doña María (izquierda)

fotografiadas por el padre de Delmira y esposo de María, Santiago

Agustini.

Introducción

Delmira Agustini es, por todo, y a nuestro juicio, la más

grande de todas las poetisas uruguayas y una de las

más notables del mundo, solo María Eugenia Vaz

Ferreira, en su genialidad poética y sobrenatural puede

igualarse con este genio de las letras modernistas,

ambas fueron contemporáneas y muy amigas.

"La nena", como se la conocía a Delmira en el entorno

familiar, nació en Montevideo (Uruguay) un día lluvioso y

de tormenta del 24 de octubre de 1886, y por esas

casualidades o causalidades del destino fue asesinada

por su ex-marido un invierno frío y lluvioso del día 6 de

julio de 1914, contaba tan solo con 27 años.

Su madre fue María Murtfeld Triaca (Argentina) y su

padre Santiago Agustini (Uruguayo) además contaba con

un hermano llamado Antonio que era mayor que ella.

Fue desde muy pequeña una niña precoz y con tintes de

una posible superdotación intelectual : A los 10 años ya

escribía versos, a parte de terminar estudios de piano,

de francés y de pintura, esta última la llevó a pintar

hermosos y muy logrados cuadros, escribió también

algunos poemas en francés, y sabemos además por

"Ante el cadáver de la poetisa " (una crónica hecha por el

periodista VICENTE A. SALAVERRI, en el velorio de

Delmira, el cual se publicó en el libro póstumo "El rosario

de Eros") que todas las noches Delmira Agustini tocaba

en el piano "Nocturno" de Chopin.

Publicó sus primeros versos en la revista "La alborada" y

luego en "Apolo", cuyo director era el poeta Manuel

Pérez y Curtis. Según el libro póstumo "Los Astros Del

Abismo" el primer poema que publicó Delmira Agustini se

llamaba "¡Poesía!", aquí se los compartimos:

¡POESÍA!

¡Poesía inmortal, cantarte anhelo!

¡Mas mil esfuerzos he de hacer en vano!

¿Acaso puede al esplendente cielo

Subir altivo el infeliz gusano?

Tú eres la sirena misteriosa

Que atrae con su voz al navegante,

¡Eres la estrella blanca y luminosa!

¡El torrente espumoso y palpitante!

Eres la brisa perfumada y suave

Que juguetea en el vergel florido,

¡Eres la inquieta y trinadora ave

Que en el verde naranjo cuelga el nido!

Eres la onda de imperial grandeza

Que altiva rueda vomitando espuma,

¡Eres el cisne de sin par belleza

Que surca el lodo sin manchar su pluma!

Eres la flor que al despuntar la aurora

Entreabre el cáliz de perfume lleno,

¡Una perla blanquísima que mora

Del mar del alma en el profundo seno!

¿Y yo quién soy, que en mi delirio anhelo

Alzar mi voz para ensalzar tus galas?

¡Un gusano que anhela ir hasta el cielo!

¡Que pretende volar sin tener alas!

Poema fechado en 27 de septiembre de 1902.

En 1907 publica su primer poemario "El Libro Blanco",

más adelante, en 1910, "Cantos de la mañana", y su

último libro en 1913 "Los cálices vacíos", un año antes

de su trágico final.

Sin recurrir a la vulgaridad, y sin apoyarse jamás en

escritores masculinos, Delmira le cantó como jamás una

mujer lo había hecho al deseo y la sexualidad, sus

poemas son exquisitas piezas metafóricas llenas de

sensualidad, que llevan al sexo y al amor a un plano tan

sagrado y eterno que sólo pueden alcanzar las almas

desencarnadas.

Acusar a Delmira, de ser una poetisa erótica desde el

sentido vulgar, es realmente una ignorancia tan grande

que ni siquiera a los dementes se le puede perdonar.

De ojos claros, de cabello rubio que al parecer se le fue

oscureciendo al pasar los años, inteligente, culta,

educada, cortés y muy simpática, pretendientes no le

faltaron, sin embargo, a Delmira se le conocen solo dos

novios : un periodista que nació en la ciudad de Minas,

en el departamento de Lavalleja, llamado Amancio D.

Sollers, con el cual llegó a comprometerse, pero quedó

en eso, seguramente lo conoció en los viajes que hacía

Delmira con su madre a la ciudad de Minas, debido al

tratamiento que recibía Doña María, en el hospital de

Don Luis Curbelo Baez. El otro, Enrique Job Reyes, un

rematador nacido en Florida, con el cual estuvo de novia

cinco años, hasta que deciden casarse. El matrimonio

dura 58 días, Delmira regresa desesperada a la casa de

sus padres diciendo solamente : "Mamita, estoy harta de

tanta vulgaridad " inmediatamente inicia los trámites de

divorcio, siendo de los primeros en concederse por la

sola voluntad de la mujer.

Delmira da a entender en algunas de sus

correspondencias, que podría haber estado enamorada

del escritor argentino Manuel Ugarte. Por lo demás,

tantos amantes que da a entender su obra que tenía, si

realmente existieron, vivieron sólo en sus versos.

Sabemos también, que su padre era fanático de la

fotografía, a esto se debe que tengamos tantas fotos de

Delmira Agustini, tal vez halla sido la poetisa más

fotografiada de su época, no estoy de acuerdo con que

esta actitud del padre, sea producto de una "obsesión

con su hija " como plantean algunos, simplemente veo a

un hombre fanático de la fotografía, que tiene una

cámara muy difícil de adquirir en aquellos años, y a una

hija que se prestaba a los gustos de su padre, como su

padre se prestaba a los gustos de su hija, incluso hasta

le transcribía sus poemas para que fueran legibles para

la editorial, ya que la letra de Delmira y sus borrones y

escritura desordenada, son hasta hoy de interpretación

muy compleja.

En la actualidad, las personas tenemos acceso mucho

más simple y económico a una cámara y vivimos

sacando fotos hasta a la comida que comemos, y no veo

que sea una enfermedad o una obsesión.

Luego de divorciarse de su marido, continúa viéndose

con él como amante, en la pieza que alquilaba Reyes en

una pensión, situada en la calle Andes 1206 casi

Canelones y que había decorado con imágenes de

Delmira, y cuadros pintados por la misma poetisa, esto

nos muestra claramente una desmedida obsesión por su

ex-esposa.

Un invierno frío y de lluvia del 6 de Julio del año 1914, y

en una de las visitas secretas de Delmira, que se

llevaban a cavo todos los jueves y domingos, los "días

de novio" a las 4 de la tarde, Delmira atravesó el zaguán

de la pensión y se dirigió a la habitación de Reyes, este

como siempre hacía, cerró luego la puerta con llave,

unos minutos después, se escucharon cuatro disparos

de un arma smith & wesson calibre 38 corto (armas que

cargan al tope 5 disparos), llegada la policía al lugar,

estaba el cuerpo de Delmira ya sin vida, y el de Reyes

que luego de dispararse en la cabeza seguía vivo

falleciendo luego en el hospital Maciel dos horas

después.

Hasta el día de hoy se nos vuelve muy complejo el

comprender por qué, luego de divorciarse, Delmira

decidió transformar a su antiguo marido en amante, de

todas formas e independientemente de lo que se

conjeture, es sabido que Reyes la acosaba luego del

divorcio, le golpeaba las persianas de las ventanas de su

casa y la esperaba en la esquina, incluso existe una

llamativa carta en la que Reyes amenaza a Delmira con

contar sobre un consejo que los padres de la poetisa le

dieron para que no la embarazara, según él, era algo

que María y Santiago practicaban (sexualmente) y que

definió como "repugnante" y que lo contaría a la alta

sociedad si la familia Agustini lo seguía "ensuciando"

socialmente, acusándolo de "golpeador", y "violento" . No

hay documentos que nos permitan saber cual era el

secreto, se lo llevó a la tumba como lo había prometido,

aunque sí podemos afirmar con cierto margen de

probabilidad por lo que se explica en la carta, que se

trata de algo relacionado con una práctica sexual..

¿Acaso estas amenazas tuvieron qué ver con la decisión

de Delmira de transformarse en amante? Da para

pensar... .

En esa misma carta, Reyes amenaza a Delmira con

"lavar la mancha arrojada sobre mi honor, con la sangre

inocente de nuestras vidas" y además culpa a la madre

de la poetisa de la separación : "Y si ella (Doña María)

llegara a manchar mi nombre en lo más mínimo sabré

lavar la mancha con sangre, sangre que irá a salpicar el

alma perversa de la autora de nuestra desgracia. Y el

remordimiento la acompañará mientras viva y la

perseguirá donde quiera que se refugie, como el ojo de

Caín, será el castigo de su obra". Con estas impactantes

palabras, Reyes deja clara su intención de matar a su

ex-esposa y luego quitarse la vida.

Luego de la tragedia, se encontrará en un cajón de la

mesa de luz de Reyes una carta dirigida a un amigo

llamado Germán, en el que claramente habla de quitarse

la vida, pero no menciona en ninguna parte el hecho de

matar a Delmira : "Adiós y perdone la pena que le causo

con mi trágico fin. Crea que lo aprecia sinceramente su

fiel amigo. Enrique Job Reyes, junio de 1914". Esta

carta, sin embargo, nunca llegaría a destino, tal vez

Reyes no la envió luego de enterarse que su amigo

"Germán", había atestiguado en su contra durante el

proceso de divorcio.

La revista "Caras y Caretas" de Buenos Aires, publicaría

en 1914 una crónica sobre la tragedia y agregaría las

imágenes policiales que creo ya todos hemos visto, que

muestran a Delmira tendida en el suelo sobre una

alfombra y a Reyes siendo atendido por un médico sobre

la cama y con la cabeza vendada, sin embargo, son

pocos, los que citan el texto de la crónica que plantea

algo que nunca habíamos puesto en consideración : "Allí

tuvieron lugar diversas entrevistas de los esposos, que

fueron menudeando hasta ser diarias. Últimamente,

producida la sentencia de divorcio, habían proyectado

alejarse de Montevideo para reanudar una vida en los

coloquios de su amor. No obstante, Reyes desconfiaba

de Delmira, y la noche antes de la tragedia vio que

aquella hablaba con otro hombre por el balcón. Después,

ocurrió el triste drama que si el esposo tenía concebido,

precipitó aquel detalle. Y al final de una entrevista, Reyes

dio muerte a Delmira, descerrajándole dos tiros de

revólver, y luego matándose él."

Presten atención : "habían proyectado alejarse de

Montevideo para reanudar una vida en los coloquios de

su amor. No obstante, Reyes desconfiaba de Delmira, y

la noche antes de la tragedia vio que aquella hablaba

con otro hombre por el balcón", si esto que escribe en su

crónica "Caras y Caretas", fuera de verdad cierto, y no

un falso dato brindado por alguien (ya sea familiar o no

de Delmira) para calmar las conjeturas inmediatas en el

momento de la tragedia, de verdad que cambiaría varios

aspectos de lo que suponemos de la muerte de Delmira,

¿tendría Reyes como posibilidad matar a Delmira y luego

suicidarse, pero solo era una posibilidad no una acción

con día y hora ? ¿acaso lo que Reyes vio, desencadenó

la tragedia inmediatamente? .... son muchas las

preguntas que surgen.

Oficialmente, muchas son las hipótesis que se han

manejado, tratando de explicar el trágico desenlace de la

poetisa, las teorías van, desde un homicidio y posterior

suicidio, hasta un suicidio acordado. En el primer caso,

Reyes se sintió herido luego del divorcio, y decidió matar

a su mujer y luego suicidarse. En el segundo caso,

ambos acordaron la muerte (hipótesis con la que

personalmente no concuerdo).

Sobre los tiros, uno de los cuatro fue una bala perdida,

que impactó en la pared atravesando uno de los cuadros

que la misma Delmira había pintado y que Reyes tenía

en su cuarto, dos impactaron o en la cabeza de Delmira,

o en su espalda, estas son las teorías que circulan,

mientras que el último tiro se lo auto efectuó Reyes en su

afán por suicidarse. Aunque la teoría que más se

considera es la de los impactos en la cabeza y no en la

espalda, y aunque parezca mentira, el parte de autopsia

de Delmira no existe (está arrancado del libro de archivo,

o desaparecido, algo que es sospechoso), por lo cual, no

tenemos forma de comprobarlo definitivamente con un

documento oficial, aunque todo apunta a que fueron dos

disparos en la cabeza. La forma en que fueron

ejecutados estos disparos, sigue aún siendo

controvertida.

Tal vez nunca sepamos lo que en realidad ocurrió en esa

habitación de Andes 1206, aspirar a una teoría que

articule todas las pruebas, es sólo con lo que podemos

soñar.

Lo cierto es que el canto poético de esta monumental

escritora, trasciende el tiempo y el espacio y se vuelve

eterno, ella sabía muy bien, que ni la vida, ni la muerte, ni el

amor, podrían jamás matarla.

En el suelo de la calle, que hace más de 100 años se

humedeció para siempre, se ha colocado una placa en

honor a Delmira Agustini y en memoria de todas las

víctimas de violencia doméstica. Junto a la placa también

se plantó un rosal.

El misterio y la genialidad de Delmira Agustini, al igual que

su vida y su aún controvertida muerte, sorprendió al

Uruguay se los años 1914 y lo sigue haciendo aún hoy, es

imposible no caer hechizado por el canto poético de la

“pitonisa de Eros”, y luego sorprenderse ante la vida de una

mujer que impactó a toda América y al mundo, una mujer

eterna como el tiempo, una mujer que cualquier muerte es

poco para poder matarla.

A más de 100 años de ese lejano 1914, su suave y delicada

voz, sus claros y luminosos ojos, y su monumental pluma,

trascienden, se abren espacio entre la maleza oscura de la

evolución humana que todo parece desechar, y renacen en

todo aquel que se atreva a sentir.

Hablar de Delmira Agustini, es hablar de una mujer que

desafió la época que le tocó vivir, una mujer que se atrevió

a sentir y expresar el deseo femenino sin ningún tipo de

cadena, hablar de una poetisa extraordinaria, monumental y

exquisita, de un nivel lírico que pocos escritores han

alcanzado y alcanzarán en la literatura universal.

Cristiano Martínez . 15 de diciembre de 2017

martes, 30 de agosto de 2022

EL MONO QUE ASESINÓ Horacio Quiroga.


 

EL MONO QUE ASESINÓ

Horacio Quiroga

UNO

Esta terrible aventura comenzó en el jardín zoológico una mañana en que nuestro hombre se paseaba bastante aburrido de una jaula a otra. Sus pasos lo llevaron ante el puercoespín, personaje tan espinoso como modesto, pues casi nunca se lo ve fuera de su gruta; arrancáronlo de ahí para detenerlo ante las víboras adormecidas, y luego, pisando una rama seca aquí, mirando distraído allá, Guillermo Boox se detuvo en la Jaula de los grandes monos, justamente ante la del pseudo gibón ceniciento, al que acompañaban dos pequeños monos de Gibraltar, llamados «monas» con gravísima ofensa para los machos de la especie.

Este gibón, que se sentaba cruzado de piernas en el borde de la jaula, serio, aburrido, filosófico, murió en 1907, supuestamente de pulmonía, como Sayán. Ocupaba la jaula oeste del redondel, y era el único mono que valía algo en el jardín, pues solamente en su jaula se leía: «Precio de este animal: $ 600».

Ahora bien: este mono, durante los veinte días que duró su presunta enfermedad, no estuvo en la jaula por la sencilla razón de que había sido robado. Y quien fue a morir en ella, con una feroz puñalada en el cuello, sin conservar de hombre más que el alma, fue Guillermo Boox.

Todo esto en circunstancias tales, que lo que al principio fuera entre Boox y el gibón un extrañísimo episodio, convirtióse después del robo en muy otra cosa.

Así, nuestro hombre habíase detenido ante la jaula del gibón. El mono, cruzado de piernas como de costumbre y sujeto en los barrotes de la jaula, miraba hacia afuera con una expresión si no de observación por lo menos de aburrimiento; el mono observaba en verdad.

Nuestro hombre así lo supuso, y como él estaba también fatigado de eso y de caminar, se dio la vuelta para sentarse. Y en ese momento oyó:

—El río está creciendo. Instantáneamente Boox sintió una agitación extraordinaria, como si esta frase suelta hubiera respondido a alguna preocupación suya, agudísima, pero tan vaga y lejana que apenas fue un relámpago. Se detuvo, y aunque tenía idea de que estaba solo, volvió la cabeza atrás y se sacudió de arriba a abajo: no había nadie. No había nadie, a excepción del gibón, que continuaba mirando vagamente el aire.

Y recién entonces recordó el timbre especial de la voz. Nuestro hombre, quedóse un rato estremecido, observando fijamente al mono. Al fin, sin apresurarse, cambio de lugar y se colocó en la visual del cuadrumano interceptando su mirada con los ojos. Durante un minuto ni el uno ni el otro pestañeó. Boox concentraba en su mirada todo cuanto de voluntad, experiencia y potencia adivinativa cabe en el hombre; pero el mono, sin las pretensiones filosóficas del otro, devolvíale impenetrable la mirada.

Boox se irguió, bastante acalambrado; retrocedió de espaldas, sin perder de vista al gibón y se dejó caer en el banco, la cabeza agitada por un huracán de ideas. El mono, el gibón, el diablo ese, había hablado; de ello no tenía la menor duda. Pero ¿por qué; «El río está creciendo»?

Y tuvo que interrumpirse; en el fondo de la jaula apareció una mona, que tras rápido examen del paisaje, desgraciadamente igual al de todos los días, comenzó a entretenerse con las pulgas del gibón. Este, siempre impasible, hizo:

—Iu… iu… iu…

Así al menos lo entendió Boox. La mona cayó de un salto sobre los barrotes del centro, y fijando los ojos en Boox, lo observó un largo rato levantando las cejas sin cesar. Luego volvió al lado del gibón, se apelotonó contra él y comenzó entonces el diálogo más precipitado que había oído Boox en su vida. La mona gesticulaba volviéndose a cada instante hacia Boox: este, mirando siempre al aire, respondía con parcas palabras.

Esto estaba muy bien; pero la frase aquella, dirigida a él ¿qué era? ¿Por qué él había sentido…?

Y de golpe oyó:

—Abran la puerta.

Boox saltó sobre el banco, y como la primera vez, sintió una angustia intensa y también asombrosamente lejana. Quedóse crispado, tratando desesperadamente de recordar. Del fondo, del más recóndito hueco de su memoria, surgía un no sé qué que respondía en un todo a esa orden. Tenía la sensación nítida de que él debía hacer algo, algo urgente que lo angustiaba. Pero ¿qué?

Miró a todos lados: las jaulas, el puente, el jardín zoológico, Buenos Aires… ¿Qué tenía que ver un «río que crece» y una «puerta» con él? Y sin embargo, él sabía, sabía bien que debía haber tenido que hacer algo…

Dejóse de nuevo caer en el banco, la cabeza entre las manos.

Y oyó otra vez:

—Ibango el león.

—Sí, sí; pero ¿dónde? —gritó Boox fuera de sí, dando un salto. Durante cinco minutos se mantuvo alerta de terror, presto a una desenfrenada carrera. Y recién entonces se dio cuenta de lo que hacía: había respondido al mono; su vida entera habíase sacudido hasta lo más íntimo por lo que el mono dijo. Y ahora precisaba: no era de uno de los leones del jardín de quien había sentido miedo, era de los otros porque el río crecía…

Como se comprende, lo que pasaba a Boox era suficiente para trastornar la cabeza más sólida. Y con este agravante: los monos vecinos no parecían oír al gibón; él sólo lo oía y comprendía… Tornó a sentarse, y durante dos largas horas no se movió, mirando obstinadamente al gibón. Pero el animal, siempre cruzado de piernas y la vista vaga, no volvió a hablar.

Boox se fue al fin; alejóse paso a paso, pues llevaba esta verdad rotunda: había un mono, un mono cualquiera, de jardín zoológico, un mono comprado en cualquier parte, que el público veía indiferente todos los días porque era tan estúpido como los demás. Y este mono tenía sobre él una influencia poderosísima.

Para deducir la luz posible de esta extraordinaria cosa, Boox se planteó el problema de este modo:

1. Había un mono que hablaba.

2. Hablaba para él sólo. (Jamás, por lo menos había oído decir que un mono de nuestro jardín hablara).

3. Decía frases sin sentido y estas frases sin sentido tenían para él un profundo significado del cual no alcanzaba a darse clara cuenta, pero que sacudían lo más remoto de su memoria…

¡Su memoria!. ¡Pero este era el punto directamente herido! Sí, él había hecho algo antes, pero muchísimo antes, que respondía, en un todo a la frase del mono. El río está creciendo… abran la puerta… Boox se detuvo, y trató, hundiéndose en el abismo de su memoria, de recordar que era eso…

No, no sentía nada ahora. Había visto crecer los ríos y abrir muchas puertas; pero no eran ellos. Al reanudar la marcha advirtió que se había detenido frente a la jaula de los leones. ¡Ibango el león!

Tampoco eran esos los leones que lo habían aterrorizado. Y entonces cayó de lleno en lo más extraño de todo; él sabía qué quería decir «ibango», puesto que había respondido enseguida: «Sí, sí; pero ¿cómo?».

—Se puede suponer ahora lo que —para un hombre sensato— puede significar este pequeño misterio: entender una lengua que no se conoce, expresada por un mono, y sentirse agitado como un títere por lo que este dice.

Pero si, como se ha dicho, Boox era una persona sensata, hay cosas muy superiores a la cuerda razón. El estado de Boox, subordinado a un cuadrumano, no era alentador. E insistiremos en lo que para nuestro hombre tenía de más chocante la aventura. Si se tratara de un mono especial, rarísimo, ello podía acaso halagar a un bimano; pero sentir su vida ligada a un gibón cualquiera, manoseado por peones y cuidadores, porque era un mono como todos los demás, es profundamente denigrante.

De este modo Boox hizo cosas de las cuales jamás se hubiera creído capaz. Después de cuatro días de lecturas enseñadas de todo lo que puede decir Brehm sobre monos, y de otras tantas noches repletas de sueños, y estos de monos, monos y monos, perdió Boox el último resto de sensatez que le quedaba con esa historia, y fue la quinta mañana a ver a un amigo suyo, asiduo de círculos espiritistas.

—Necesito que me des una recomendación para doña María.

El amigo, extrañado, pues siempre había dudado Boox de esas cosas, lo observó temiendo una burla. Pero como la expresión de un sujeto que ha soñado la noche entera con monos no debe ser común, el amigo repuso inmediatamente:

—Cuando quieras.

—Enseguida.

—Si no hay urgencia, mejor es el domingo: el fluido…

—No, no: necesito ir enseguida. ¿Puedes darme una tarjeta ahora mismo?

El amigo escribió dos líneas y una hora después Boox sometía a la intérprete espiritual este problema:

«¿Qué relación hay entre la vida pasada de Guillermo Boox y “el río está creciendo”, abran la puerta» e «Ibango el león»?

Al cabo de diez minutos le llegó la respuesta. La primera frase significaba el rápido desarrollo que había tenido el cuestionante en su juventud (el río era la vida); la segunda significaba la buena instrucción que el mismo Boox había recibido (la puerta de la ciencia) y la tercera, más difusa, quería decir que los espíritus, fuertes de poder (león: fuerza), velaban siempre por Boox.

Boox quedó bastante iluminado en lo que concierne a las buenas intenciones que para él tenían los espíritus, y muchísimo más a oscuras que antes sobre aquel misterio. Pagó, con todo, y el tormento recomenzó. ¿Cuándo, cuándo podría saber eso?

Tan bien lo hizo que el gibón, el maldito mono ceniciento, concluyó por echar afuera sus otros pensamientos. Pasábase nuestro hombre las horas escribiendo frases similares a las que oyera a aquél: «el arroyo baja…», «cierren la ventana…», «la tormenta llega…», «Ibango diez tigres…».

La cosa es ridícula, bien se ve; pero entendemos que nada es ridículo para explicar por qué lo que dice un mono nos hace desmayar de angustia.

Todas las frases lo dejaban frío. Hizo las componer a un amigo. El amigo se rió de ese capricho y le contó en un momento cien historias de ríos, puertas y leones; igual resultado. El amigo, sin embargo, lo miró al final con suma atención; porque quien así propone cosas de locos está a un paso de serlo: esta era también la modesta opinión, del mismo Boox.

Entre tanto iba todas las mañanas a sentarse frente a su gibón, y allí pasaba las horas inmóvil, observándolo. Durante cuatro días consecutivos el mono no había pronunciado ni una palabra. Algunas muecas, eso sí; mucho aire filosófico a pierna cruzada también; pero nada de frases.

Y un sábado de mañana, mientras Boox, meditabundo, hacía correr con el pie la arena de un lado para otro, oyó al mono:

—¿Cuántos quedaron?

—¡Cuatro! —repuso instantáneamente Boox. E instantáneamente también saltó, a punto de gritar. ¡Había vuelto a responder al mono!

Le había respondido sin darse cuenta de lo que hacía, pero sintiendo que él sabía qué cosa preguntaba el gibón; la prueba es que había respondido, ¡cuatro! ¿Cuatro qué? Y de nuevo el recuerdo lejano de haber hecho algo… ¿Qué, por Dios?

Las manos crispadas en la baranda, ahora, devoraba al gibón con los ojos; pero el maldito torturador, sujeto a los barrotes, continuaba mirando el enrejado, pues estaba delante de su vista.

Boox comprendió sencillamente que era imposible seguir viviendo mientras no desentrañara esa horrible cosa. Y como ello no era fácil mientras no tuviera al mono consigo, decidió apoderarse de él, comenzando por el medio más obvio: comprarlo. Fue, pues, a hablar con el director del jardín. Lo encontró en compañía de las jirafas, a las que regalaba con tortas de cebada y azúcar.

—Desearía saber —comenzó Boox con la voz del mono aún en los oídos— si se venden los animales del zoo.

—Algunos, sí; los ejemplares repetidos.

—Me refiero a un mono ceniciento, el gibón de la jaula circular.

—Ese no es gibón.

—No importa. ¿Hay otro ejemplar?

—No, señor, es único.

—¿Entonces no…?

Es de suponer que el director no tenía esa mañana grandes deseos de hablar. Miró a Boox de soslayo, y para cortar la conversación y proseguir con sus jirafas:

—No se vende.

Boox dijo entonces con la garganta bastante seca:

—Daría setecientos pesos.

El director apartó de nuevo los ojos del hocico de la jirafa y repuso con entonación un tanto admirativa, para que el importuno comprendiera que quedaba roto todo trato:

—¡No se vende, señor!

Boox se retiró confuso. Al cruzar el puente, echó una ojeada al gibón y, ante el recuerdo del lazo profundo y misterioso que lo unía con el maldito cuadrúmano, resolvió, ya que no se lo vendían, a un medio tan eficaz como el otro: robarlo.

Robar un animal del jardín zoológico es tarea sumamente difícil, tan difícil que, considerados los deseos que de ello habrá habido más de una vez, nunca se ha llevado a cabo. Al decir nunca, exageramos, pues Boox robó el gibón, lo robó en persona, sin dejar de él más que su recuerdo y un inequívoco olor a gibón en la jaula que ocupó.

DOS

Una tarde, veinte días después de la entrevista de Boox con el director; este recibió una carta así concebida:

Señor director:

Creo deber mío participarle que se va a robar uno de los grandes monos de la jaula circular. Supongo que esto es suficientemente explícito. —N. N.

Por una asociación de ideas bastante feliz, el director apenas leída la carta, recordó al individuo que cierta mañana le propuso comprar el gibón.

«Hum… —se dijo—. Dios me perdone si el comprador intempestivo no tiene mucho que ver con esto». Sin embargo, un director de jardín zoológico conoce bien a su personal. Estaba seguro de él, y sobre todo de los cuidadores de monos. ¡Robarle un mono! ¡Tendría que ver! A pesar de todo, y aunque riéndose de tan ridícula probabilidad, dirigió sus pasos a la jaula en cuestión. El sol caía ya, y los peones se ocupan en ese momento de encerrar a los monos.

Entró en el recinto y echó una ojeada certera a puertas y rejas, y se sonrió; no había que temer. Pero los anónimos son cosa más fuerte que la sonrisa de un director de jardín zoológico, y este fue también el parecer del aludido. «Por algo, sin embargo, me han hecho la denuncia —se dijo pensativo—. Podría tratarse de un loco, pero ni el estilo ni la letra son de loco. Y en cuanto a un bromista, no los hay con esta concisión».

En consecuencia, y so pretexto de higiene, hizo a los peones dos o tres preguntas. Los hombres tenían la cara de siempre; pero no en balde se reciben anónimos. Parecióle

—vaguísimamente— que uno de ellos no lo miraba bien a la cara. Con todo, a los dos días había logrado olvidarse de todo, cuando recibió otra carta:

Creo debo comunicar por segunda vez al señor director que uno de los monos, el ceniciento, va a ser robado antes de cinco días. —N. N.

«¡Hum…! —tornó a murmurar el director—, esto tampoco huele a burla; un sujeto que escribe así ha pasado ya de edad y del espíritu de la broma». Y dado que para el director era lógicamente imposible una tentativa de robo que no surgiera de adentro, su desconfianza en el peón de mirada esquiva se acentuó. Sería menester vigilarlo y ordenar especial atención a la ronda nocturna.

Y esto tanto más cuando al día siguiente un amigo suyo le envió una tarjeta así concebida:

Muy estimado amigo:

Tengo el placer de enviarle al portador de la presente, un pobre hombre cargado de hijos y de quien tengo los mejores informes, por si pudiera darle usted cualquier ocupación ahí.

El amigo que me lo recomienda parece que ha sabido, por haberlo oído accidentalmente a los peones, que se trata de robar uno de sus monos y se va a aumentar la guardia. Si llega a servirle para el caso, colmará los deseos de su amigo.

R. Martínez

—Perfectamente —murmuró el director una vez concluida la lectura—. Perfectamente. Por algo me había parecido que el cuidador aquel evitaba mirarme. Y tras una rápida ojeada al portador, personaje que no le importaba por el momento ni poco ni mucho, le dijo:

—Tenga la bondad de esperarme un instante.

Y fue a la jaula de los monos.

El pobre diablo del recomendado quedóse inmóvil; pero cuando el director se hubo alejado, una sonrisa sutil dilató sus labios.

«No me ha reconocido —se dijo—. Tenía un miedo horrible de eso. Ahora va a estar seguro de que los peones piensan robarle el mono, pues como él no ha hablado a nadie del asunto, si algo se ha sabido afuera es porque han conversado entre ellos. Los peones se van a enojar, él creerá entonces legítimas sus dudas y se redoblará la vigilancia

nocturna, para lo cual estoy yo. Y como también desconfiará de mí, haremos de modo que hoy mismo termine la historia». Entre tanto, el director había llegado a la jaula e interpelaba bruscamente a los cuidadores.

—¿Quién de ustedes ha dicho que se piensa robar un mono aquí?

Los cuidadores quedaron con la boca abierta.

—¡Abrir la boca no es responder! —prosiguió el director irritado—. Se ha sabido por ustedes que se piensa robar un mono. ¿Quién lo ha dicho?

—Yo no he dicho una palabra; no sé nada —contestó uno.

—Yo no he hablado a nadie de eso —agregó otro.

—¡Muy bien, muy bien! ¡No acuso a nadie! Pero les advierto que no quiero chismes de ninguna especie.

—Aquí no ha habido chismes —murmuraron los hombres malhumorados.

—Chismes o no, de aquí ha salido eso. ¡Y vuelvo a repetirles que no quiero historias de monos ni de nada, les advierto!

El director se fue, convencido más que nunca de que si algo había, ello se tramaba en las inmediaciones de la jaula. No creía en la culpa directa de los peones, pero sí en su complicidad. Se dispuso a reforzar la vigilancia nocturna, pues sólo que noche era posible un robo.

Y se acordó entonces del sujeto que le recomendara su amigo. La tarea que le podía encomendar no era de las más honorables, si se quiere, pero no disponía, de otra cosa.

Abordó, pues, a nuestro hombre, que esperaba tranquilo. Pero al mirarlo más detenidamente, el director tuvo una ligera sacudida: esa cara tenía algo que ver con el cuento del robo.

«¡Se acabó! —se dijo Boox—. Me ha reconocido». Y su expresión de desolación ante la inminencia de una catástrofe fue tan visible que el director la atribuyó al efecto que causaba al pobre hombre su propia expresión, aún irritada por el asunto de los peones.

»El pobre diablo cree que lo voy a despedir» —díjose compadecido.

Por todo disfraz de rostro, Boox no había hecho sino quitarse los anteojos. Pero ya se sabe cómo cambia esto la fisonomía de una persona miope. Además, barba de diez días. Y sobre todo, Boox recordaba bien que durante su entrevista anterior con el director, este había observado mucho más el hocico de sus jirafas que su propia cara.

La fugitiva impresión del director se desvaneció del todo delante del pobre hombre ese, padre de muchos hijos y recomendado por un amigo.

—Muy bien —le dijo rompiendo la tarjeta— Por el momento no tenemos puesto vacante en el jardín. Algo se podría hacer mientras hallamos cosa mejor…

—Sí, señor; cualquier cosa —repuso Boox.

—Perfectamente; se trata de vigilar de noche cierta jaula. ¿Le conviene?

—Sí, señor. ¿Desde cuándo?

—Desde esta misma noche.

Una hora después, Boox recibía órdenes, un revólver y un palo.

«De ese modo —se dijo el director ya en la cama—, mis amiguitos los cuidadores meditarán un momento antes de aproximarse a la jaula. Y si el nuevo guardián nocturno resulta un pillastre, a pesar de sus ocho hijos y la recomendación de mi amigo, mañana lo estudiaremos bien». No tuvo tiempo, pues Boox había previsto perfectamente que, dada la falsificación de la tarjeta y otros detalles, no podría estar más de una noche. Pero una noche basta a un individuo que cuenta con la casi complicidad del objeto a robar.

Su plan, en dos palabras, había sido este:

El mono no podía ser robado sino por un guardián nocturno. No pudiendo Boox ser guardián, por no existir vacante, era preciso hacer crear un puesto especial para él que le permitiese íntimo contacto con la jaula circular.

Entonces urdió el complot. Fue él quien escribió al director las dos cartas sobre tentativa de robo. El simple objeto era hacerle desconfiar de los peones —una pequeñísima desconfianza, si se quiere—. Habló luego encarecidamente a un amigo, que a su vez lo era mucho del director, de la desesperada situación de un pobre hombre conocido suyo, padre de ocho hijos de cuya honradez respondía. Había oído decir que

se aumentaría la guardia del jardín, pues se intentaba un golpe contra uno de los monos más valiosos.

Leyendo la alusión al robo, el director, que ya estaba prevenido por los dos anónimos, no podía menos que desconfiar de peones y guardianes, y emplearía con ese objeto al pobre diablo. Cuando un amigo recomienda calurosamente, difícilmente se duda de la honradez del recomendado, y este había sido el caso con Boox.

El director, cierto es, algo había temido esa noche; pero no entraba en los cálculos de Boox permitirle una segunda reflexión.

Todo esto por lo que se refiere a la primera parte del complot. Sobre la segunda, sobre el robo mismo, tenía ideas mucho menos definidas. Contaba, sobre todo, con dos cosas adversas: los chillidos del gibón, porque indudablemente no dejaría de gritar, y el posterior paseo con un mono a través de la ciudad. Pero Boox sabía que en la plaza Italia hay coches nocturnos, y que los cocheros suelen dormir en el pescante hasta que se los despierta desde adentro. No verían nada, por lo tanto. Quedaban los gritos. Y para eso, Boox confiaba en lo que tenía a su favor: la complicidad del mono. Cuando un animal tiene la facultad de hablar únicamente delante de un individuo, y lo que dice conmueve profundamente el alma y la carne del ser extraordinario que oye, cabe suponer un lazo profundo entre esos dos seres. Y Boox, estremeciéndose aún al recordar sus angustias, se preguntaba: «¿Querrá venir conmigo? ¿Gritará?». No lo creía. Pero lo que tampoco creía Boox es que ese lazo extraño que lo unía al mono pudiera llegar a acarrear la enloquecedora consecuencia que tuvo.

TRES

Eran las dos de la mañana. La noche estaba oscura y sumamente fría. El jardín dormía en silencio. De vez en cuando era quebrado por el chillido de un águila o el rugido de un león. Allá, en el extremo opuesto, otro animal, contestaba, y al rato todo volvía a caer en profunda paz.

La ronda, sobre todo, era denunciada con graznidos de inquietud, gruñidos sordos que se apagaban en cuanto la ronda proseguía adelante.

Boox, con su sobretodo grandísimo, que le tapaba las manos y dejaba al aire el cuello —no hay cosa que dé mayor sensación de pobreza que un sobretodo así—, paseábase frente a la jaula circular. Tres veces había llegado hasta él la ronda nocturna.

—¿No hay novedad?

—Ninguna —había respondido Boox.

Ahora esperaba a la que debía llegar de un momento a otro. Pasaron, sin embargo, veinte minutos, que a Boox le parecieron diez horas, pues tenía los pies helados. Llegó al fin la ronda; tampoco había novedad, y los hombres se alejaron hacia la pagoda de los elefantes. Cuando los pasos se perdieron y hubo corrido un minuto, Boox pasó la barrera y con una ganzúa forzó la cerradura de la puerta.

Ya estaba adentro, pero no veía nada. Mas por mínimo ruido que hubiera hecho, un mono lo sintió y lanzó un brusco chillido. Boox se quedó inmóvil, conteniendo la respiración y los latidos de su corazón. Sentía que todos los monos se habían despertado y que escuchaban con el oído atento. Pasaron así cinco, diez, quince minutos de angustia. Y de pronto Boox comprendió su error: había entrado sigilosamente, provocando un natural terror en los monos. Debía mostrarse a toda costa. Bruscamente encendió un fósforo, haciéndolo girar alrededor de su cabeza. Y enseguida una serie de golpes sordos le anunció su éxito: los monos se habían lanzado adelante y estaban con la cara pegada a los barrotes, muertos de estupefacta curiosidad.

Sin apresurarse fue a la jaula de su gibón, descorrió la llave y apagó el fósforo. Quedóse de nuevo inmóvil. Alrededor de él, en las tinieblas, sentía siempre a los monos, atentos. Un cinocéfalo comenzó a bramar sordamente. Boox no se atrevía a encender otro fósforo por temor de que se pudiera ver el reflejo afuera. Pero debía ahogar otra vez el creciente espanto de los monos. Y se decidió a hablar:

—¡Cuidado con hacer barullo! —ordenó en voz baja, suponiendo que los monos estuvieran acostumbrados a esta frase. Mas el efecto que le hizo a él mismo su propia voz, dirigida en la oscuridad a los monos, fue bastante fuerte.

Abrió temblando la puerta de la jaula, y antes de que su mano se hubiera introducido en ella, sintió en la garganta las dos férreas manos del gibón.

—¡Maldición! —rugió Boox, ahogándose. Y mientras con las manos cogía las muñecas velludas, hundió violentamente el puño en dirección al gibón.

El golpe fue brutal: las manos se desprendieron de la garganta y el mono se estrelló contra los barrotes. Durante dos minutos, dos largos minutos, la jaula quedó en silencio. Boox sentía a su alrededor la respiración jadeante de los monos y, a sus pies, la del gibón, que se precipitaba cada vez más.

Tenía que irse sin perder un momento. Bajóse, cogió al gibón de la mano y salió con él afuera. Lejos, allá en el templo de los osos, oyó los pasos de la ronda que resonaban sobre el foso. Cerró suavemente la puerta tras de sí, y se encaminó con el mono hacia la verja.

El enérgico modo con que Boox había repelido el extraño ataque del mono parecía haber llenado a este de profunda sorpresa. Así es que no sólo había cruzado el jardín, llevado dócilmente de la mano, sino que no había opuesto la menor resistencia a trasponer la verja. Con un salto formidable, sin asirse casi a ella, había cruzado el aire, cayendo al lado de Boox.

Estaban ahora en la calle, en la avenida Sarmiento, desierta y helada. Boox miró a todos lados. Allá, en la plaza Italia, frente a la estación de A. B. y B., brillaban los faroles de un coche, pero no se veía al cochero en el pescante.

—Debe de estar dentro —murmuró Boox—. No me conviene.

Mas el tiempo urgía; de un momento a otro podía retornar la ronda a la jaula circular y notar su ausencia, alarmando a todo el jardín. Además tiritaba de pies a cabeza, y sentía en la mano el temblor del cuerpo del gibón. Una pulmonía era inminente si permanecían un momento más allí; pero si avanzaban hacia la plaza serían fácilmente descubiertos. Nuestro hombre se jugó entonces sus pulmones en favor de la aventura. Quitóse el sobretodo y se lo puso al gibón, subiéndole el cuello hasta las orejas. Los faldones arrastraban por el suelo y el sobretodo entero, ya bastante grande para Boox, parecía caminar solo, lleno de aire.

Así avanzaron hacia la plaza, deteniéndose en la casilla de la ventana de boletos. En el costado sur, contra el nuevo ensanche del jardín botánico, había tres coches. Dos de ellos estaban solos, pero en el pescante del último el cochero cabeceaba dormido.

Boox echó una ojeada al reloj de la estación.

—Las tres y media… dentro de diez minutos la ronda llegará a la jaula —y decididamente esta vez siguió, por la vereda del zoo, pasó frente al portón de entrada y cruzó la calle hacia el botánico. Pero, en el silencio de la noche, sus pasos resonaban demasiado. Si cualquiera de los cocheros se despertaba, estaban perdidos. Detúvose, en consecuencia; quitóse los botines y las medias sin sentir más ruido que el de su propio corazón, pasó ante los coches dormidos y se insinuó sigilosamente en el tercero.

El gibón se apelotonó en el asiento, y Boox lo tapó casi con su cuerpo. Entonces tocó en la espalda al cochero. Este se volvió sobresaltado.

—¡Serrano, veintidós cuarenta y cuatro! —oyó que le decían desde el interior.

El auriga, semidormido aún, trató de mirar por debajo de la capota, más para oír mejor que por curiosidad.

—¿Dónde?

—¡Veintidós cuarenta y cuatro!

Un momento después rodaban por la calle sonora. Pero el cochero tenía mucho sueño todavía y dos o tres veces estuvo a punto de lanzar el carruaje sobre la vereda. Boox pensó llamarle la atención sobre esta maniobra peligrosa, pero se contuvo.

«Mejor —se dijo—. Así mañana acaso no se acuerde del número». Llegaron. Boox le pagó la carrera desde dentro y bajaron precipitadamente.

Boox tuvo la sensación de que el cochero los miraba, y no se equivocó. Al sacar la llave del bolsillo trasero del pantalón, echó una fugitiva ojeada al hombre. El auriga, cargado de sueño y a punto de dormirse, tenía la vista estúpidamente fija en aquella forma extraña envuelta en el sobretodo.

«Por suerte no alcanza a darse cuenta», se dijo Boox, haciendo jugar la llave.

—¡Bueno, ya hemos llegado! —alzó la voz dirigiéndose a la cara del cochero, a fin de que comprendiera bien que estaba de más.

El auriga se sacudió, enderezándose, fustigó a los caballos y se alejó.

Boox lo siguió con los ojos, y cuando aquel estuvo a media cuadra, quitó la llave de la cerradura, cruzaron rápidamente la calle y doblaron por Guatemala. Quince metros más y Boox entraba por fin en su casa.

Como se comprende, Boox no había cometido la tontería de llegar en él coche hasta su casa, solucionando así en un momento la pesquisa que al día siguiente se haría. Si el cochero conservaba memoria del número, cosa poco probable dada la torpeza somnífera que lo poseía, indicaría Serrano, veintidós cuarenta y cuatro, en donde había visto entrar al pasajero de la plaza Italia y donde la pesquisa buscaría en vano rastros de ladrón y mono. Y si a esto se agrega que Boox se había mudado veinte días antes bajo

un nombre cualquiera, sin dejar la menor indicación de su nuevo domicilio, fácil es comprender que nuestro amigo no tuvo la menor inquietud a este respecto.

CUATRO

La preocupación de los postreros días sobre el robo, y sobre todo la sobreexcitación nerviosa de la última noche, habían adormecido en Boox la causa misma de su trastorno. Ahora tenía a su lado, en íntimo contacto, al gibón, al mono que desde un pasado remoto ejercía un fatal imperio sobre él. Sentía sordamente, sin embargo, que tras ese sombrío fenómeno había algo que acaso no le conviniera saber, una de esas terribles cosas de la India que convierte en dos segundos a un hombre en un ser abyecto que se arrastra gritando a cuatro patas. Pero él quería saber a toda costa, porque no hay vida humana posible cuando ella misma está ligada a la lengua y los dientes de un animal del jardín zoológico.

¡Cosas de la India…! El mono ese era de la India. Y, de súbito un rayo de luz cayó perpendicular sobre su cerebro oscuro.

¡Era un caso ancestral, un caso de herencia remota! Miles de años antes, sus ascendientes, un ascendiente suyo había vivido en la India. Y el mono, el gibón descendía de un hombre que había habitado con su antecesor en la misma llanura, a orillas del mismo río que, como todos los de la India Norte, crecen cinco metros en una noche, arrollando plantaciones, casas, ganados.

El río está creciendo… ¡Sí, sin duda! Boox, millonésimo nieto, había reencontrado en las antiquísimas tinieblas de su alma la angustia del remoto abuelo ante la creciente del río que lo arrebataba todo.

¿Cómo resurgía en él, después de siglos y siglos, la emoción del antecesor muerto miles y miles de años atrás? No lo sabía; pero conocía, en cambio, el caso de una sirviente francesa que vivía en Tours, y a quien una noche en que soñaba en voz alta oyeron hablar un idioma extraño. Resultó que era el griego antiguo, que se ha dejado de hablar hace más de diez siglos.

Abran la puerta… Ibango el león… Sí, el agua subía y era menester abrir urgentemente la puerta del empalizado para que los búfalos pudieran huir y salvarse. Y la creciente, que llegaba en paredones de agua, arrastraba bosques enteros y, sobre ellos, un león rugiendo de pavor acababa de arribar a la costa… ¡Ibango el león! ¡Cuidado!

Pero ¿cómo, cómo un vil mono podía descender de aquel hombre, amigo de su antecesor, que había dado la voz de alarma ante la creciente? Que la humanidad descienda del mono, todavía, pero que toda la franca y noble naturaleza humana se transforme en una bestia peluda y mordedora…

No había empero otra solución. Ante la súbita presencia de Boox, quién sabe qué células habíanse removido en el petrificado cerebro del animal, y las palabras pronunciadas por su antecesor, que entonces era un hombre, surgían de golpe en la garganta bestial. Ahora se explicaba perfectamente Boox su angustia al oír aquellas frases.

Eran las cuatro de la tarde. Había encerrado al gibón en una pieza desnuda para aquietar al animal y razonar él a solas. Hallada ya la solución del problema, fue al cuarto cerrado y abrió con precaución la puerta.

En el fondo, contra la pared blanqueada, estaba el gibón de pie, doblado sobre la cintura e inmóvil. Al oír ruido volvió la cabeza a medias, pero no cambió de actitud.

Boox se acercó rápidamente. Un profundo temblor recorría el cuerpo del mono. Boox le tomó la mano y la notó ardiente. Muerto de inquietud, lo arrancó de la pared y abriendo de par en par los postigos cogió entre sus manos la cabeza del gibón. Entonces notó el castañeteo de sus dientes. Boox clavó la vista en la del mono. Allá, desde el fondo de las órbitas, los ojos de reflejo verde pálido, los ojos velados de agónico, lo miraban…

En un minuto acostó al gibón, lo arropó y salió, cerrando la puerta con llave. Corrió a casa de un médico amigo suyo.

—López, vengo a buscado para un caso urgente… y sumamente raro. ¿Puedo confiar en usted? Se trata de algo que no debe ser sabido por nadie.

—Entonces…

—No, no; necesito que venga; pero quiero tener su palabra de médico de que no se sabrá nada por usted… ¿Consiente?

Fueron. Aunque prevenido al llegar de lo que se trataba, el médico abrió inmensamente los ojos ante la cama baja en que la bestia, arropada, tenía la vista clavada en el techo, respirando precipitadamente.

Sin embargo, al rato cogió la muñeca hirsuta y la pulsó.

—Arrime el oído, ¿quiere? —rogóle en voz baja Boox—. No se va a mover.

El médico auscultó.

—Sí, tiene pulmonía —murmuró. Y añadió ligeramente sin mirarle:

—¿Es el Hulmán de la jaula circular…?

—Sí, el mismo… —repuso Boox apresurado—. ¿Está mal?

—Tiene una fiebre terrible ahora.

El hombre se había vuelto a Boox, y de pronto oyó a sus espaldas:

—¡Ligero! ¡Ha entrado en la pieza!

El médico dio un salto y se volvió, pálido como la muerte. Durante diez segundos se quedó rígido, con la más profunda expresión de espanto que es posible concebir. Boox se estremeció violentamente, como si hubiera sentido en la espalda, bajo la camiseta, la introducción de algún animal frío. Tornóse lívido y su frente se empapó en sudor.

El médico volvió lentamente la cabeza a Boox.

—¿Usted no ha hablado? —le preguntó con la voz ronca. Boox tardó un instante en responder.

—No, no fui yo —articuló al fin, mientras lanzaba alrededor de él frenéticas miradas de angustia.

Pasaron otros diez segundos en profundo silencio.

—¿Usted sabía que hablaba?

—Sí…

El médico clavó otra vez la mirada en la cama.

—Es espantoso… —murmuró. Sintió en el hombro los dedos crispados de Boox.

—Váyase… es mejor.

—¡Ahí llega, ahí llega! —surgió de la cama.

—¡Cuidado! —gritó Boox, dando un salto atrás y señalando con el brazo extendido bajo la cama—. ¡Ahí está! ¡Cuidado!

El médico se echó violentamente a un lado, tropezó con una silla y cayó. En el suelo aún y antes de que hubiese tenido tiempo de darse cuenta de nada, vio a Boox precipitarse y apagar la lámpara de un soplo.

En la profunda oscuridad que sucedió no oyó el más leve ruido. Lentamente, temblando de pies a cabeza, se levantó sin atreverse a encender un fósforo.

—¡Boox! —llamó en voz baja. El mismo silencio de muerte.

—¡Boox! ¿Qué le pasa…? ¿Qué le ha pasado? —alzó más la voz para animarse. Igual resultado. No se sentía el más leve rumor. Y de pronto se elevó un chillido agudo, áspero, crispante y salvaje, como una rama que se raja en lo alto. Y tras él, otro y otro, y otro.

«¡El mono… se ha enfurecido con el delirio!», se dijo aterrado el médico. Y con un violento esfuerzo de desesperación saltó atrás. Encendió bruscamente un fósforo, y apenas encendido lanzó un grito: contra la pared, acurrucado, retorcido, delirante, estaba Boox gritando, con los ojos fuera de las órbitas y la boca estirada hasta las orejas. Era él quien chillaba de ese modo horrible; el mono dormía pesadamente.

Al ver la llama tranquila del fósforo, Boox se calló, miró al médico y quedose estupefacto. Poco a poco fue recobrando su expresión normal, mientras se enderezaba sin apartar los ojos del otro. Un momento después, sin pronunciar una palabra, encendía la lámpara.

—Vamos un momento al escritorio, ¿quiere? Le voy a explicar este absurdo.

—¡Por fin! Esto ya era de hombre cuerdo. Y el médico lo siguió profundamente sacudido aún. Caminando tras él, volvía, sin embargo, a evocar la postura extraña en que había hallado a Boox. Él había visto esa extraña flexión de articulaciones; pero ¿dónde? No era de hombre; sólo sabía eso.

Boox contó todo a su amigo: el paseo casual por la jaula, las palabras del mono, su angustia, el robo (sin decir cómo), la explicación que había hallado esa misma mañana y la pulmonía del gibón.

—Ahora comprenderá por qué hace un momento me puse fuera de mí al oír al mono. Seguramente antes, hace miles de años, el antecesor del mono y el mío vieron

entrar en la casa un peligrosísimo animal que se arrastraba, una cobra capelo, qué sé yo. Y el recuerdo ha sido tan vivo al oír la voz de alerta del mono, que no he podido menos de angustiarme, como si viera a la bestia arrastrándose.

El médico lo oía con profunda atención. Algo, no obstante, olvidaba Boox.

—¿Sus gritos, dígame, por qué…?

—¿Qué gritos? —interrumpió Boox sorprendido.

—¡No se ha dado cuenta…! ¡Lo ha hecho inconscientemente! —murmuró el médico.

Y de golpe, como un rayo, recordó la postura de Boox: ¡esa postura de mono! Cuando levantó la vista, vio la de Boox clavada en la suya y un largo escalofrío le heló la médula.

«¿Qué va a pasar?», se dijo aterrado.

La mirada de Boox acababa de fijarse en el médico con una intensidad dura y amenazadora, la misma mirada de un animal acorralado ante el cual nos hemos detenido con el palo en alto. No había en ella reflejo de alma humana más o menos encolerizada, sino el brillo lacrimoso y fijo de la bestia que va a lanzarse. Y la impresión de tener ante él un animal tornó angustiosamente al médico.

Este se levantó con toda la tranquilidad que pudo aparentar, y crispado, sintiendo que sobre el escritorio pesaba algo terrible, se recostó en el respaldo de la silla.

«Está loco, loco furioso —se decía—, va a explotar de repente…». Pero Boox se había recobrado ya.

—Lo que le aseguro —se dirigió a su amigo, sonriendo con esfuerzo—, es que esta historia del mono me ha causado ya más inquietudes de lo que usted se imagina. Y ahora él, enfermo… ¿No se salvan los monos de la pulmonía, no?

—Generalmente, pero cuidándoles bien… Encienda un calorífero en la pieza.

—Sí… De todos modos, esto queda entre nosotros… ¡Ni una palabra a nadie, López! —añadió mirándolo en la cara.

—No, ya se lo prometí.

—¿Quiere venir mañana?

La primera impresión de López fue rehusarse; aún se estremecía recordando los alaridos de Boox. Pero la profunda rareza de la cosa, la agudísima curiosidad por, este sombrío drama de folletín, pudieron más que su temor.

—Sí, vendré mañana al anochecer.

Salieron juntos hasta la puerta.

—Óigame —le dijo Boox estrujándole la mano—: ¿usted cree que es posible vivir tranquilo cuando ese habla y nos…?

—¡No, no! ¡Creo que no! —se despidió López, sintiendo aún un escalofrío.

No creía equivocarse el médico: el mono, su portentosa facultad de hablar, el robo, todo eso llevaba a Boox vertiginosamente a la locura. Comenzaba imitando al gibón y acabaría quién sabe en qué. Un mono trágico y un loco juntos…

De pronto recordó la mirada de Boox fija en la suya, en el escritorio.

—Eso no se imita —murmuró estremeciéndose.

CINCO

Boox volvió a su cuarto, encendió el calorífero y fue con él a la pieza del enfermo, colocándolo en el centro. Acercóse al gibón y constató que la fiebre continuaba altísima. El mono jadeaba, con los ojos siempre abiertos, fijos en el techo. Boox arrimó una silla a la cama y se sentó, mirando obstinadamente al enfermo. Poco a poco sintió que su cuerpo se helaba. Haciendo un profundo esfuerzo logró arrancarse al sopor, y yendo a su cuarto, cayó desplomado sobre la cama, sin tiempo para desvestirse.

Al día siguiente se levantó a las diez, con la cabeza pesadísima. Le costaba coordinar las más simples ideas, y aún notó que estaba singularmente torpe para hablar. Le parecía que en muchos años no había pronunciado una sola palabra…

Pidió café, pero al probarlo dejó violentamente la taza en el plato.

—¿Qué tiene este café?

—Nada, don Guillermo; es el de siempre —repuso su sirviente, un pobre viejo indio del sur, que se había criado en la casa paterna de Boox.

—Está horrible. No sé por qué diablos se me ocurre tomar café. ¿Yo te pedí café?

—¡Claro, don Guillermo!

—Dame otra cosa, tengo hambre.

Como Boox solía comer un bife con huevos cuando se despertaba con apetito, Fortuno llegó al rato con él a la mesa. Pero apenas lo hubo probado, repitió su gesto anterior de profundo asco.

—Pero, ¡por todos los demonios! ¿Qué porquería es esta? —gritó.

—¡Pero, don Guillermo, si es del carnicero de siempre: lo acaba de traer!

—¡Llévate eso, rápido! —exclamó levantándose.

Fortuno salió, volviendo enseguida. Boox, con la expresión radiante, estaba devorando bananas. El sirviente se quedó estupefacto.

«Está sentado de un modo raro… Huele a cada momento la banana… Pestañea sin cesar… ¡come la banana de costado…! ¡La tiene con las dos manos…! ¡Come como un mono!».

—¡Don Guillermo! —murmuró temblando.

Con la rapidez de un relámpago, Boox se lanzó sobre todas las bananas que quedaban y saltó sobre la silla, mientras de su garganta brotaba un horrible remedo de lengua humana.

—¡Abará-bará-bará-bará…!

—¡Don Guillermo! —gritó el indio con el pelo erizado. Boox se calló de golpe y bajó lentamente, mortalmente pálido. Las bananas caían deshechas por ambos lados de su puño cerrado. Pestañeó aún vertiginosamente, tomó un vaso de agua, y cuando lo dejó era el hombre de siempre.

Fortuno lo vio alejarse, entrar en el cuarto del mono y salir al rato.

—Voy a salir un momento, Fortuno. Volveré a las cinco.

El indio se quedó con el corazón profundamente oprimido. Levantó la mesa, cabeceando, mientras que al recuerdo de su amo, cuando era chico y jugaba con él, las lágrimas caían una a una de sus ojos.

Boox caminó hasta Santa Fe y allí se detuvo, esperando un vendedor de diarios. Compró uno al fin y lo recorrió apresuradamente. Como suponía no hacía la menor alusión al robo de la antevíspera en el jardín zoológico. El director había creído más conveniente ahogar el acontecimiento. Boox se sonrió, tiró el diario y minutos después entraba en el zoo.

La tarde, templada, favorecía a los visitantes habituales y el jardín estaba lleno. Boox siguió a lo largo de los ciervos del Chaco, del casoar, de los coatíes y entró en el pabellón de los leones. Las fieras tomaban el sol afuera; pero Boox quería ver la cara de los guardianes y cuidadores.

«Sería extraño —se decía— que no vigilaran atentamente la cara de los visitantes». Pero no parecía notarse nada anormal en ellos y Boox avanzó. Los tigres estaban dentro, y ocho o diez personas contra la barrera seguían pacientemente el vaivén de los felinos. Boox se detuvo. Las criaturas comentaban muy bien la zoología presente.

—¡Tiene patilla blanca, papá!

—Baja la cabeza al llegar a los hierros para no lastimarse y se da vuelta.

—¡Se ha parado, está oliendo!

—¡Huele para aquí, papá!

—¡Los otros se han levantado de golpe!

—Se mueven para todos lados… ¡Nos huelen a nosotros, papá!

Era evidente que algún olor hostil agitaba a los tigres. El padre aludido, aunque confiado en la solidez de la jaula, creyó más prudente apartarse un poco con su hijo, pues ellos parecían la causa de la inquietud. Al retroceder tropezó con Boox, lívido y temblando. El padre lo miró sorprendido y Boox se alejo silenciosamente; los tigres se sosegaron.

Dio un largo rodeo, deteniéndose al fin ante la jaula de los monitos del Brasil, mezclado con la multitud. Los monos trepaban alegremente por las cadenas, hasta que, de pronto uno lanzó un chillido agudo y la banda quedó de golpe inmóvil. Miraban espantados a las barreras.

—Se han asustado… ¿qué será? —empezaron los comentarios.

—Tienen miedo de nosotros.

—Todos disparan al fondo… tienen miedo de alguno de nosotros.

—¡Oh, oh, oh, los otros! ¡Los de la jaula redonda atrás! ¡Están locos! ¡Quieren romper la jaula! ¡Braman todos!

En un instante llegaron cuatro guardianes.

—¡Qué hay! ¿Por qué hacen enojar a los monos?

—¡Qué…! ¡Está usted tan loco como los monos! Nadie les ha hecho nada.

Pero el terror de los unos y la rabia de los otros proseguía.

—Es con nosotros —argüyó un espectador—. Alguno de los que están aquí ha de ser mono sin saberlo —se echó a reír.

Los guardianes, con gran inquietud, que para uno de los espectadores, por lo menos, tenía perfecta explicación, despejaron las barreras.

Boox se alejó confundido entre todos y volvió a su casa, ahora encendido de fiebre y con las ideas en revuelta confusión. Era aún temprano y el médico no debía llegar hasta el anochecer. Entró en el cuarto del mono, y como estaba rendido se hizo llevar un diván y se tendió de espaldas. No se sentía el menor ruido dentro. La pantalla de la lámpara proyectaba toda la luz sobre el velador, dejando en suave penumbra la pieza entera.

Pasaron diez minutos. Boox, yacía inmóvil, con las manos bajo la cabeza. De pronto creyó notar que el cielo raso giraba a todo escape.

«Raro, muy raro —se dijo—. Debo tener mucha fiebre». Se oprimió la muñeca y, en efecto, el pulso galopaba vertiginosamente. Además sentía el pecho oprimido y una

fuerte puntada a cada respiración. Volvió a ver girar el cielo raso, y estando así, oyó el ruido de pasos levísimos que se acercaban a él por detrás.

—¡Ah, perfectamente! —dijo Boox en voz alta, presa del delirio—. Es el señor mono que viene a visitarme.

Prestó oído, pero los pasos habían cesado; no se sentía el más leve ruido.

—¡Hum…! —se sonrió Boox, tiene más miedo que yo el maldito Hulmán del maldito director.

Imperceptibles casi, oyó de nuevo los pasos. Pero se detuvieron de nuevo.

—¡Vamos, monito! —tendió Boox la mano hacia atrás, por encima del respaldo del diván. Y su mano oprimió una cosa horrible.

—¡Esto no es él! —gritó Boox saltando violentamente. El cuarto estaba en completa paz; en la cama yacía el gibón, mirando inmóvil el techo.

—Tengo demasiada fiebre —murmuró Boox, pasándose la mano derecha por la frente—. Había creído…

Se tendió de nuevo y de nuevo los pasos avanzaron hacia él; pero esta vez quedó indiferente y parecióle que su cabeza se abría y quedaba completamente hueca, y que le arrancaban algo del cuerpo, de adentro a afuera, a través de la piel.

Lanzó un grito y saltó de nuevo; nada, el mismo silencio.

«Estoy delirando —se dijo Boox—. ¡Qué pesadilla! Y lo peor es que creo sentir cierta dificultad para cerrar la boca… y el pecho me duele horriblemente». Acababa de tenderse, por tercera vez, cuando el médico entró.

—¿Y mi cliente? —le preguntó avanzando hacia él.

—Ahí está… no sé —repuso desde la penumbra, sin levantarse.

López se acercó a la cama, y cogió la muñeca del gibón. Pero al cabo de un instante sus ojos se abrieron con sorpresa y le colocó la mano en el sobaco. Cada vez más inquieto, se inclinó, auscultó detenidamente el pecho del mono y se incorporó al fin bastante pálido.

—Este animal no tiene nada.

Boox se aproximó lentamente, con los ojos vidriosos fijos en los del médico.

—¿Cómo? ¿Y la pulmonía?

—Nada de pulmonía; no tiene absolutamente nada. Pero usted, ¿qué tiene?

Los ojos de Boox brillaban como dos carbunclos. Abrió la boca, pero apenas lo hubo hecho, López se estremeció violentamente.

—¡¡Los dientes, Boox!!

—¿Qué dientes?

El médico sintió que un hilo de hielo le corría por la médula; los caninos de Boox se cruzaban como los de un…

—Tengo mucha fiebre —murmuró Boox—. Me duele el pecho…

El médico lo examinó, y al acabar se levantó pálido.

—Tiene que acostarse enseguida, Boox, enseguida.

El mono no tenía nada ya; pero Boox tenía exactamente la pulmonía del otro…

—Sí, me voy a acostar… ¿El mono se puede levantar, entonces?

—Es claro —y cogiendo al animal de la mano lo puso de pie.

López y Boox no pudieron contener un grito. El mono era del alto de ellos. Quedáronse inmóviles, estupefactos, empapados en frío sudor ante aquella sombría figura. Pasado el primer momento de estupor, el médico avanzó, le puso las manos en los hombros y clavó sus ojos en los del mono. Durante veinte segundos se mantuvo así; y Boox, detrás de él, notó el violento temblor que iba invadiendo el cuerpo de López.

—Boox, óigame —oyó que le decía sin volver el rostro, para que aquél no pudiera notar la espantosa palidez de su rostro.

—¿Qué?

—¿Ya no habla más el mono?

—No.

—¿Y sabe por qué no habla más?

—No.

Hubo una pausa.

—Bueno, fíjese en esto. El mono hablaba en español, no en indostano… ¿Comprende…? No es un caso de herencia, es… ¿me oye, Boox?

Como no obtenía respuesta, volvió rápidamente la cabeza. Hacia él, cautelosamente, los ojos encendidos, avanzaba Boox a cuatro patas.

—¡Boox, Boox, se está degradando! ¡Se está…! —gritóle López levantándolo violentamente. Boox se estremeció, miró fijamente a su amigo y lanzó un profundo suspiro.

El médico insistió en que se acostara enseguida.

—Sí… aquí… en el diván… —tartamudeó Boox.

—Sí, sí, perfectamente. Un momento, Boox.

Y salió afuera.

—Fortuno —le dijo al sirviente en voz baja—, esta noche nos vamos a quedar usted y yo levantados.

—¿Qué hay, don Guillermo…?

—No, no hay nada, pero pueden pasar cosas demasiado terribles.

El indio alzó los ojos espantados y notó el semblante lívido del médico.

—¿Tiene revólver Boox? —continuó López.

—No, señor.

—Bueno, vaya a comprar uno enseguida.

Fortuno, lleno de angustia, salió a la disparada.

Al cuarto de hora volvió Fortuno jadeante y entregó temblando el arma.

—Perfectamente —le dijo López en voz baja—. Tiene balas, supongo…

Fortuno lo miró atontado.

—No… no sabía…

—No importa; vuelva corriendo y traiga balas.

Fortuno volvió a salir, y cuando estuvo de vuelta temblaba convulsivamente de fatiga llevada al exceso. Pero el doctor, demasiado preocupado para compadecerse del pobre viejo, hizo jugar concienzudamente el tambor del revólver, se cercioró de que la aguja caía bien y cargó el arma. La dejó entonces sobre el escritorio y fue al cuarto del mono. Boox, envuelto en mantas, hasta la barbilla, yacía en el diván. El gibón había vuelto a acostarse, y en la blancura de la almohada se destacaba su cabeza negra, ahora del tamaño de la de un hombre.

López se aproximó a Boox y le cogió cariñosamente la mano.

—Boox, óigame —le dijo en voz muy baja—. Sería mucho mejor que fuera a acostarse a la cama. Es mucho más fácil mantener en su cuarto una buena temperatura que aquí… Estaría más tranquilo.

Boox abrió sus ojos vidriosos que la fiebre había rodeado de un ancho circulo negro.

—No —le respondió con la voz seca y entrecortada—. Mejor estoy aquí. Déjeme tranquilo —concluyó malhumorado, volviéndose al otro lado.

López arrugó el ceño, recordó una por una las rarezas de Boox —los caminos desarrollados— e insistió:

—¡Boox, óigame!

Boox no respondió.

El médico se inclinó hasta ponerle los labios en el oído:

—Boox: si le parece bien, saquemos al mono de aquí… ya está sano.

Apenas lo oyó, Boox se dio vuelta violentamente y clavó sus ojos febriles en los de López.

—¿Qué? ¿Qué hay…? ¿Por qué quieren llevar al mono de aquí?

—Sería mejor, Boox… Usted quedaría tranquilo.

—¿Por qué?

—¡No sé… Boox, por favor…!

Boox abrió la boca, y López se estremeció de arriba abajo. Tras los caninos desmesurados acababa de entrever la lengua negra. Sin apartar sus ojos amenazantes de los del doctor, Boox se incorporó en un codo.

—Le prohíbo —le dijo con una voz extraña, áspera— que haga salir al mono de aquí… y quiero dormir; déjeme.

López se incorporó con un gesto de desesperación, clavó de nuevo los ojos en el gibón acostado e inmóvil y salió. Tras la puerta le esperaba Fortuno.

—¿Cómo sigue, doctor? ¿Qué hay?

—Nada, nada por ahora… pero más tarde habrá algo…

—Añadió como para sí, estremeciéndose. Pero Fortuno lo había oído y lo detuvo temblando.

—¡Doctor, doctor! ¡Dígame, por favor, qué va a pasar!

—¿Acaso lo sé yo mismo? Si lo supiera con seguridad, lo evitaría… ¡Pero cuánto hubiera dado por sacar al mono de allí! —volvió a murmurar para sí—. Vea, Fortuno —añadió—. Vamos al escritorio y pasaremos la noche. Trate, por su parte, de oír el más insignificante ruido. Si algo oye, cualquier cosa, dígamelo enseguida.

Acto seguido fueron al escritorio. López se sentó en el diván y Fortuno en una silla, tras el escritorio.

Durante una hora, dos, tres reinó en la pieza el más absoluto silencio. López revolvía sin cesar en su cerebro el horror que entreveía; Fortuno, agobiado, traspasado de

angustia, no apartaba la vista del revólver que brillaba sobre el escritorio, mientras su oído estaba dolorosamente atento al menor ruido que pudiera llegar de adentro.

Fiacía en el escritorio un frío glacial. Los dos acechantes tenían el cuerpo y los pies helados, pero no se atrevían a moverse. Cuanto más tiempo pasaba, más aguda era su inquietud; y llegaban ya a ese estado de angustiosa sobre excitación en que los oídos comienzan a zumbar y sentir los propios ruidos que temen horriblemente oír, cuando Fortuno dio un salto sobre la silla. López sintió que su corazón se detenía, y las miradas de los dos hombres se cruzaron.

—He creído sentir… —murmuró Fortuno temblando.

—Un ruido sordo sobre el piso…

Se callaron, y durante un minuto el silencio, la más absoluta sensación del silencio hubiera podido ser hallada allí, en el escritorio:

López lo rompió al fin con una voz que él mismo no se reconocía:

—¿No ha sentido más?

—No…

Enmudecieron de nuevo. Y de pronto ambos saltaron: un grito, un gritó horrible de hombre había resonado en la casa entera.

—¡Corramos, corramos! —exclamó López con todo el pelo erizado, apoderándose del revólver.

En un instante cayeron sobre la puerta, pero se estrellaron contra ella.

—¡La han cerrado! —clamó López—. ¡La han cerrado con llave! ¡Boox, Boox!

Otro grito resonó adentro, un grito agudo de bestia.

—¡Boox! ¡Maldición, el mono! —rugió López abalanzándose con Fortuno sobre la puerta. Pero esta resistía, y sólo después de un formidable empellón, las hojas se abrieron violentamente.

En el cuarto donde estaban acostados Boox y el mono, y que López acababa de abandonar, reinaba también el más absoluto silencio. Boox se había vuelto de espaldas,

con los ojos abiertos, y la alta fiebre que lo poseía le hacía ver girar el cielo raso de nuevo. Pero ahora el blanco lienzo se cargaba de figuras, seres deformes, monstruos instantáneos que aparecían y se apagaban sin cesar. Enseguida eran víboras rapidísimas, ovillos de víboras que se enredaban y desenredaban con velocidad vertiginosa y todos esos fantasmas del delirio descendían girando siempre, se acercaban a Boox, lo envolvían, le quitaban el aliento para ascender de nuevo, y de nuevo bajar hasta él en un vaivén de pesadilla.

Así durante una, dos, tres horas. Boox continuaba jadeando de fiebre, con los ojos inmóviles en el techo, enormes, brillantes, rodeados de un círculo negro. El delirio proseguía cada vez más intenso.

De ese modo, parecióle de pronto que en el cielo raso, entre los ovillos vertiginosos de víboras, aparecía una cara enorme y sombría de mono. Y la ronda lúgubre descendía cada vez, más enloquecedora de velocidad, y con ella el mono que lo miraba fijamente. Y cuando el remolino llegó hasta él, lo envolvió, le quitó la respiración y ascendió de nuevo, Boox notó que sobre su pecho, hincado y las manos peludas clavadas en sus hombros, quedaba el mono inmóvil, devorándolo con los ojos.

—Boox —oyó que le decía—: hace tres mil años yo era un hombre, un hombre como tú, y vivía en la India, en el mismo pueblo que tu antecesor. Solamente que yo era entonces un maestro, un elegido de Brahma, y tu abuelo era un simple pastor de búfalos. Yo lo había colmado de bondades y hecho por él lo que nadie en el mundo. Yo fui quien dio la voz de alarma cuando sobrevino la inundación, y que tú oíste, hace veinte días: «El río está creciendo… abran la puerta», etcétera. ¡Y hace de esto tres mil años! Pocos días después tu antecesor pagó mi bondad y mi cariño asesinándome al vadear el río. Yo era, como te he dicho, un maestro, sin aparentarlo, y debía reencarnar enseguida en una forma más perfecta en virtudes que la que me había arrebatado tu antecesor. Pero Brahma vio que mi alma había quedado manchada: yo deseaba, ignorándolo yo mismo, vengarme de ti. Y pasaron cien años, mil, dos mil, sin que pudiera purificarme; siempre, por debajo de mis grandes virtudes, aspiraba a la venganza. Hasta que llegado el momento fatal de la reencarnación hícelo, pero mi espíritu estaba enfangado: retrocedí, me convertí en un ser abyecto, encarné en mono, y en millones de millones de años no llegaré a ser lo que fui. Pero, entre tanto, Boox, descendiente del que enlodó mi alma con su monstruosa injusticia, estás aquí, bajo mi cuerpo, que vas a encarnar ahora.

Boox había escuchado jadeante a esa creación de su delirio, hincaba sobre su esternón. Cuando la voz se apagó, un súbito descenso de temperatura dio paso a la razón de Boox, y este cerró por fin los ojos, fatigado.

—¡Qué pesadilla! —murmuró—. Tuve la sensación completa de que sobre mi pecho…

Abrió los ojos y lanzó un grito de terror, el primero que habían oído en el escritorio. ¡Allí, sobre su pecho, mirándolo fijamente estaba realmente el gibón, el mono! Durante un segundo su vista se nubló, y cuando la recobró de nuevo, vio al mono de pie, en medio del cuarto, interpuesto entre él y la lámpara. Pero antes de que hubiera tenido tiempo de abrir la boca, el mono se había convertido en hombre.

—¡Soy yo! —murmuró Boox, loco de espanto—. ¡Se ha convertido en mí mismo…!

—¡Sí miserable, soy tú! ¡Y tú, fíjate en lo que eres!

Boox quiso gritar, pero sintió en ese instante un horrible y helado vacío en todo su ser; un hondo y sucio olor de su cuerpo entero le subió a las narices, y vio con horror que ya no era un hombre; ¡se había transformado en mono, en gibón!

Entonces lanzó el segundo grito de horror que habían oído afuera. Y en un acceso de desesperación contra la triunfante e inmunda bestia que, de pie en medio del cuarto, le había arrebatado su figura humana, se lanzó contra él con un ronquido de odio.

El mono (conservaremos, para evitar horribles confusiones, los nombres que habían tenido hasta entonces) tambaleóse ante el rudo golpe y sintió en su cuello las uñas asesinas de Boox, mientras su brazo izquierdo crujía entre los salvajes colmillos. Pero esto duró lo que un relámpago. En el momento en que Boox se lanzaba contra él, el mono caía a su vez sobre el cortapapel en forma de agudo puñal que yacía sobre el velador. Y de un golpe, de un solo golpe, lo hundía hasta el mango en el cuello de Boox.

Boox se desprendió, lanzó un alarido y se precipitó contra la puerta: en el preciso instante en que esta saltaba… López, pálido como la muerte y revólver en mano, se lanzaba adentro, y apenas tuvo tiempo de ver una bestia que huía a cuatro patas dejando un reguero de sangre.

—¡Fortuno, cierre la puerta de la calle! —gritó López, descargando su arma tras el animal y lanzándose él también al patio. Pero no tuvieron tiempo de llegar; el mono había desaparecido en la calle oscura.

Volvieron precipitadamente. El animal (no olvidemos que se había transformado en Boox) estaba parado aún en medio del cuarto, pálido.

—¿Qué hay, Boox? ¿Qué le ha pasado? ¿No le decía yo…? ¡El mono!

—No, no fue nada… Me quiso atacar.

—¡Es lo que justamente temía! Por eso… ¿Quiere que le diga lo que temí más que todo, Boox?

El mono se sonrió:

—¿Un caso de metempsicosis…? ¿Que el mono transformará en mí…? ¿No es cierto?

López lo miró hasta el fondo y se estremeció.

—Sí, eso mismo. ¿Pero usted no tiene fiebre…?

—¡Bah, no! Ese maldito mono me sobre excitaba ¿Pero temía eso, verdad? —agregó sonriendo de nuevo.

—Sí —respondió López con un profundo suspiro de desahogo, secándose la frente empapada de sudor—. Sí, temía eso, pero no me atrevía a suponerlo posible. ¡Figúrese…! En pleno Buenos Aires, una transformación así… ¡Y con un estúpido mono cualquiera…!

Entre tanto, Boox corría por la calle desierta. Conservaba toda su razón humana, pero su voluntad de hombre estaba profunda y completamente abolida. Sentíase, a pesar suyo, arrastrado a correr, a correr hacia el jardín zoológico, sin que toda la fuerza de su razón lograra evitarlo.

Perdía sangre sin cesar y sus fuerzas se debilitaban cada vez más.

A los doscientos metros de su casa, un transeúnte trasnochador lo vio pasar corriendo y se volvió de golpe. Le había parecido un perro muy raro, sin alcanzar a deducir más. Pero en la plaza Italia, un agente semidormido lo vio galopar sobre el adoquinado y lo reconoció. El animal entró en el jardín y el agente corrió tras él.

—¡Ronda, ronda! —gritó desde la puerta—. ¡Anda suelto un mono!

La ronda salía del pabellón de los leones y oyó las voces. Acercáronse apresuradamente, y un guardián, que tenía la linterna caída, vio el rastro de sangre. Todos, con las luces proyectadas al suelo, siguieron la huella sangrienta; y tendido ante la jaula que había ocupado antes, hallaron, al gibón, desangrado, desmayado, al mono dentro del cual el alma, la vida y el destino de Boox estaban encerrados para siempre jamás.

Despertaron al director, y Boox fue recogido y prolijamente cuidado. La herida, aunque profundísima, no había interesado ningún vaso y sólo la gran hemorragia comprometía la vida de Boox. Pero a la mañana siguiente, el director constató que la pulmonía, la terrible pulmonía de los monos, caía sobre el gibón, creando un pronóstico por demás sombrío.

Es fácil imaginar las cavilaciones del director sobre la trágica vuelta del mono. Había en todo aquello algo extraño, sombrío, que lo hacía estremecer sin querer.

Como el fugitivo estaba de nuevo en su jaula, púsose un cartel: ENFERMO. Algo, sin embargo, de su resistencia humana a la pulmonía parecía acompañar a Boox. Cada día que pasaba, la fluxión cedía un grado más, hasta que al cabo de los ocho días clásicos, sin crisis alguna, pudo considerarse a aquella completamente disminuida.

Y como las tardes subsiguientes fueron sumamente templadas, el director hizo sacar al mono a la jaula exterior a fin de que tomase un poco de sol vivificante.

Boox sintió en su cuerpo de mono la suave caricia de la luz y miró largo rato el cielo, mientras su alma, su vieja alma perdida ya para la humanidad, lloraba por dentro su espantosa ruina.

Pasó así un largó rato. De pronto, bajó los ojos, y un sacudimiento de toda su alma le heló la sangre como una profunda puñalada.

En el banco, en el mismo banco donde él, cuando era hombre, había estado sentado, estaba ahora el mono, el ladrón, mirándolo con una vaga e infernal sonrisa.

Boox sintió que algo se iba de él para siempre, mientras una cosa inmensamente negra corría a toda velocidad contra su vista.

Cuando media hora después llegó el director, halló al gibón con la herida del cuello completamente re abierta y sangrando aún: muerto.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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