Kesey Ken
Ken Kesey (La Junta, Colorado, 17 de septiembre de 1935 - Pleasant Hill, Oregón, 10 de noviembre de 2001), fue un escritor estadounidense. Alcanzó la notoriedad con su primera novela, One Flew Over the Cuckoo`s Nest, basada en buena medida en sus vivencias como voluntario (`cobaya humana`) en los experimentos con drogas psicotrópicas del Gobierno estadounidense en Menlo Park a fines de los 50s.
Kesey conoció de este modo la LSD, sustancia psicoactiva que transformó profundamente su percepción de la realidad social y personal. A partir de 1964, él y un grupo de amigos, The Merry Pranksters o los `Alegres Bromistas`, fueron pioneros en la experimentación lúdica y espiritual con LSD y marihuana. A bordo de un autobús pintado con colores fluorescentes que llamaron `Further` (`Mas Allá`), los Pranksters recorrieron Estados Unidos y fueron estableciendo gradualmente muchos de los elementos retóricos y visuales que después popularizó (y, a juicio de Kesey, trivializó) el movimiento hippie. En esta tarea contaron con la colaboración del grupo Grateful Dead, que acompañaba con sus improvisaciones de música psicodélica las sesiones abiertas de consumo de LSD (Acid Tests) organizadas por Kesey.
Durante algún tiempo, Kesey y Timothy Leary representaron dos enfoques complementarios de la naciente Contracultura: irreverente e imprevisible el de Kesey, ritualizado y mesiánico el de Leary. Así, mientras Leary, que provenía de un ambiente científico universitario, buscaba inspiración para los viajes de LSD en textos exóticos y prestigiosos como el Libro Tibetano de los Muertos, Kesey, autodidacta, prefería inspirarse en la cultura pop norteamericana (cómic, ciencia-ficción y rock`n roll).
A finales de la década, la persecución policial y el cansancio por la repetición de las mismas fórmulas expresivas, que comenzaban a anquilosarse, llevaron a Kesey a dar por superada la experimentación con drogas. A pesar de eso, permaneció hasta su muerte como uno de las figuras emblemáticas del underground contestatario norteamericano. Uno de sus últimos trabajos fue un ensayo sobre la paz para Rolling Stone.
Ken Kesey
Título original: One flew over the cuckoo's nest
Traducción: Mireia Botill
Digitalizado por
kamparina y Mago Tim para Biblioteca-irc en Junio de 2.004
http://biblioteca.d2g.com
ÍNDICE
A Vik Lovell
que, después de
haberme dicho que los dragones no existían, me condujo a su guarida.
...one flew east, one flew west, one flew
over the cuckoo's nest.
...uno voló al
este, el otro hacia el oeste, sobre un nido de cucos voló éste.
(Copla infantil)
PRIMERA PARTE
Están ahí fuera.
Chicos negros con trajes blancos se me
han adelantado para cometer actos sexuales en el pasillo y luego limpiarlo
antes de que consiga atraparlos.
Están fregando cuando salgo del
dormitorio, los tres enfurruñados y llenos de odio hacia todo: la hora que es,
el lugar donde se encuentran, la gente con quien tienen que trabajar. Cuando
están tan llenos de odio, más vale que no me deje ver. Me deslizo pegado a la
pared, sin ruido, como el polvo sobre mis zapatillas de lona. Pero están
equipados con un detector especialmente sensible que capta mi miedo y los tres
levantan la vista, al mismo tiempo, con las caras negras de ojos relucientes,
relucientes como las lámparas de una vieja radio vista por detrás.
—Ahí viene el Jefe. El Super Jefe,
chicos. El Viejo Jefe Escoba. Qué tal, Jefe Escoba...
Me ponen una fregona en la mano y me
indican el lugar que quieren que limpie hoy, y allá voy. Uno me golpea las
pantorrillas con el mango de una escoba para darme prisa.
—¿Habéis visto cómo la agarra? Es tan
grande que podría hacerme pedazos y me mira como un niño.
Se ríen y después les oigo murmurar a
mis espaldas, las cabezas muy juntas. Zumbido de maquinaria negra, que va
zumbando odio y muerte y secretos del hospital. No se toman la molestia de
bajar la voz para intercambiar sus secretos de odio cuando estoy cerca porque
me creen sordomudo. Todos lo creen. He tenido la astucia de hacérselo creer. Si
de algo me ha servido ser mestizo en esta puerca vida, ha sido para enseñarme a
actuar con astucia todos estos años.
Estoy fregando cerca de la puerta de la
galería cuando del otro lado se oye una llave y sé que es la Gran Enfermera
porque la cerradura cede rápida, suave y familiarmente. ¡Lleva tanto tiempo
rondando cerraduras! Se desliza a través de la puerta con un chorro de aire
frío y luego la cierra tras de sí y veo cómo pasa los dedos sobre el acero
pulido; la punta de cada dedo tiene el mismo color que sus labios. Curioso
naranja. Como el extremo de un soldador. Un color tan caliente o tan frío, que
si ella te toca no puedes decir con cuál.
Lleva su bolso de mimbre trenzado como
los que la tribu Umpqua vende junto a la carretera en el caluroso mes de
agosto, un bolso en forma de caja de herramientas con un asa de cáñamo. La he
visto con él todos los años que llevo aquí. El tejido es de malla grande y
puedo ver lo que lleva dentro; no hay polvera ni lápiz de labios ni cosas de
mujeres, su bolso está lleno de miles de piezas que piensa utilizar hoy en sus
tareas: ruedecillas y engranajes, ruedas dentadas pulidas hasta dejarlas
relucientes, pastillitas que brillan como porcelana, agujas, fórceps, pinzas de
relojero, rollos de alambre de cobre...
Cuando pasa a mi lado hace una
inclinación de cabeza. Con mi escoba, me aplasto contra la pared y sonrío y
procuro escabullirme al máximo de sus artilu-gios y hurtarle la mirada... no
pueden adivinar tantas cosas cuando uno tiene los ojos cerrados.
En mis tinieblas oigo el eco de sus
tacones de goma sobre las baldosas y el roce de su bolso de mimbre contra sus
piernas se aleja de mí por el pasillo. Camina muy tiesa. Cuando abro los ojos,
está en el extremo del pasillo y se dispone a entrar en la encristalada Casilla
de las Enfermeras donde pasará el resto del día sentada junto a su mesa,
mirando por la ventana y tomando nota de lo que en las próximas ocho horas
suceda ante sus ojos, en la sala de estar. Parece complacida y apaciguada con
la idea.
Entonces... ve a los chicos negros.
Todavía siguen allí, muy juntos, murmurándose cosas. Ahora advierten que los
está mirando, pero ya es tarde. Ya deberían saber que no es muy buena idea
formar grupos y murmurar cuando es su hora de llegar a la galería. Separan los
rostros, confusos. Ella se agazapa y comienza a avanzar hacia el lugar donde los
tres han quedado atrapados, apiñados en el extremo del pasillo. Sabe qué han
estado diciendo y noto que está furiosa, que ha perdido completamente el
control. Va a hacer pedazos a esos cochinos negros, tan furiosa está. Comienza
a hincharse, se hincha y se hincha hasta desgarrar la espalda del blanco
uniforme y despliega sus brazos y los extiende y alcanzan tal longitud que
podrían dar cinco a seis vueltas en torno a los tres hombres. Mira a su
alrededor con un rápido vaivén de la gran cabeza. Nadie a la vista, sólo allí
al fondo el pobre Bromden Escoba, el mestizo, escondido detrás de su escoba, y
ése no puede gritar para pedir ayuda. Conque ya no se contiene más y su sonrisa
pintada se transforma, se despliega en un gran bufido, y ella se agranda, más cada
vez, hasta parecer un gran tractor, tan grande que puedo oler el motor que
lleva dentro, tal como huelen los motores sometidos a un esfuerzo demasiado
grande. Contengo el aliento y me digo: ¡Dios mío, esta vez va en serio! ¡Van a
hincharse de odio hasta los topes y van a hacerse pedazos unos a otros antes de
que se den cuenta de lo que están haciendo!
Pero cuando ya empieza a enlazar a los
negros con aquellos brazos extensibles y ellos están a punto de desgarrarle el
vientre con los mangos de las escobas, todos los pacientes comienzan a salir de
los dormitorios para ver qué alboroto es aquél, y ella tiene que transformarse
de nuevo para que no descubran su verdadera y espantosa apariencia. Cuando por
fin los pacientes se han frotado los ojos y logran vislumbrar, a medias, en qué
consiste el tumulto, sólo ven a la enfermera jefe que, sonriente serena y fría
como de costumbre, les dice a los muchachos que no deberían formar grupos y
murmurar, porque es lunes por la mañana y hay muchas cosas que hacer... la
primera mañana de la semana.
—... ya sabéis cómo son los lunes,
muchachos...
—Sí, señorita Ratched...
—... y esta mañana tendremos muchas
visitas, conque a lo mejor, si lo que estaban haciendo aquí los tres juntos no
es demasiado urgente...
— ¿Siii?, señorita Ratched...
Se interrumpe y saluda con la cabeza a
algunos de los pacientes que se han reunido a su alrededor y que miran con ojos
enrojecidos e hinchados de sueño. Los va saludando uno a uno. Un gesto preciso
y automático. Tiene un rostro regular, calculado y construido con precisión,
como una muñeca de lujo, con la piel como esmalte color carne, una mezcla de
blancos y cremas, y ojos azul cielo, nariz pequeña, con diminutas ventanillas
sonrosadas, todo bien armonizado, excepto el color de sus labios y de sus uñas,
y el tamaño de sus pechos. Fue todo un error de fabricación colocar esos
grandes senos femeninos en la que, de otro modo hubiera resultado una obra
perfecta, y salta a la vista lo mucho que eso le fastidia.
Los hombres siguen ahí a la espera de
averiguar qué iba a hacerles a los negros y ella recuerda haberme visto y dice:
—Y ya que es lunes, chicos, ¿por
qué no empezamos bien la semana y afeitamos lo primero esta mañana al pobre
señor Bromden, antes de la aglomeración que se arma en la barbería después del
desayuno?, y a ver si logran evitar que organice — ah— el alboroto de
costumbre, ¿qué les parece?
Antes de que se vuelvan hacia mí, me
zambullo en el armario de las escobas, cierro la puerta con cuidado, contengo
el aliento. Afeitarse antes del desayuno es lo peor de todo. Con algo en el
estómago uno se siente más fuerte y más despierto, y no es tan fácil que los
cabrones que trabajan en la Sala de Máquinas te enchufen una de sus maquinitas
en vez de la afeitadora eléctrica. Pero si hay que afeitarse antes del
desayuno, como ella me manda hacerlo algunas mañanas —a las seis y media de la
mañana, en un cuarto rodeado de paredes blancas y blancas jofainas y con largas
luces de neón en el techo, para evitar cualquier sombra, y rodeado de rostros que
chillan atrapados en los espejos—, ¿qué posibilidades de éxito tiene uno frente
a sus máquinas?
Escondido en el armario de las escobas,
escucho, mi corazón golpea en la oscuridad e intento no asustarme, intento
pensar en otra cosa —pensar en otros tiempos y recordar cosas del pueblo y del
gran río Columbia, pensar que una vez Papá y yo fuimos a cazar pájaros a un
bosque de cedros junto a Los Rápidos... Pero, como siempre que intento llevar
mis pensamientos al pasado y ocultarme allí, el miedo siempre a mano se filtra
a través de la memoria. Noto que por el pasillo se aproxima ese raquítico
muchacho negro, y cómo olfatea mi miedo. Abre las ventanas de la nariz como
negras chimeneas, balancea a uno y otro lado su desmesurada cabeza y no para de
olfatear, y va absorbiendo miedo por toda la galería. Ahora me huele a mí,
puedo oír sus bufidos. No sabe dónde me escondo, pero me huele y me está
buscando. Procuro no moverme...
(Papá me dice que no me mueva, me dice
que el perro ha olfateado un pájaro muy cerca. Un hombre de Los Rápidos nos
prestó un perro perdiguero. Todos los perros del pueblo son inútiles
callejeros, dice Papá, devoradores de tripas de pescado, sin ninguna clase;
¡pero este perro tiene instinto! Yo no digo nada, pero ya he
visto el pájaro, encaramado en un cedro mocho, hecho una bola de plumas grises.
El perro corre en círculos bajo el árbol, el excesivo olor le impide señalar un
punto concreto. El pájaro está a salvo mientras no se mueva. Resiste bastante
bien, pero el perro sigue olfateando y dando vueltas, cada vez más alborotado y
más cerca. Al fin, el pájaro no puede más, extiende las plumas, salta del cedro
y cae bajo el disparo de la escopeta de Papá.)
El negro raquítico y uno de los más
grandes me atrapan antes de que haya logrado alejarme ni diez pasos del armario
de las escobas, y me arrastran hasta la barbería. No me resisto ni hago ruido.
Gritar sólo empeora las cosas. Contengo los gritos. Me contengo hasta que
llegan a las sienes. Hasta que llegan a las sienes no puedo saber con certeza
si han sustituido la máquina de afeitar por otra de esas máquinas; entonces ya
no puedo continuar resistiendo. Cuando llegan a las sienes ya no es una
cuestión de fuerza de voluntad. Es un... botón, al apretarlo (dice
Bombardeo, Bombardeo) me disparo a tal volumen que desaparece todo ruido, todos
me gritan tapándose los oídos, detrás de paredes de cristal, sus caras se
mueven como si hablasen pero de las bocas no sale ni un sonido. Mi sonido
absorbe todos los demás sonidos. Hacen funcionar de nuevo la máquina de hacer
niebla y sobre mi cuerpo comienza a caer una nieve fría y blanca como crema de
leche, tan espesa que incluso podría escabullirme en ella si no me tuvieran
cogido. Con esa niebla no puedo ver ni a diez centímetros y lo único que
consigo oír por encima de mi gran lamento son los alaridos de la Gran Enfermera
que avanza por el pasillo y se abre paso entre los pacientes a golpes de ese
cesto de mimbre. La oigo llegar pero no consigo acallar mis aullidos. Sigo
aullando hasta que llega. Me sujetan mientras ella me tapa la boca con todo lo
que tiene a mano, cesto de mimbre incluido, y me lo empuja garganta abajo con
el mango de una escoba.
(Un perro de caza aúlla ahí afuera en la
niebla, corretea temeroso y desconcertado porque no puede ver. Ningún rastro en
el suelo excepto el suyo propio, y olfatea en todas direcciones con su fría
nariz roja y elástica y no capta olor alguno sino el de su propio miedo, un
miedo que le bulle y le abrasa por dentro como vapor caliente.) También me
abrasará y me hará estallar a mí y acabaré contando todo lo del hospital, y lo
de ella, y lo de los muchachos... y lo de McMurphy. Llevo tanto tiempo callado
que va a salir a borbotones como la crecida de un río y pensarán que el tipo
que está contando todo esto desvaría y delira, por Dios; ¡pensarán que es
demasiado horrible para que haya ocurrido realmente!, ¡que es demasiado
terrible para ser verdad! Pero, un momento, por favor. Cuando lo recuerdo,
todavía me cuesta conservar la calma. Sin embargo, es cierto, aunque no hubiera
ocurrido.
Cuando se disipa la niebla a mi
alrededor, estoy sentado en la sala de estar. No me han llevado a la Sala de
Shocks esta vez. Recuerdo que me sacaron de la barbería y me llevaron a
Aislamiento. No recuerdo si desayuné o no. Probablemente no. Puedo recordar las
mañanas que he estado encerrado en Aislamiento, los negros siempre traían un
segundo plato de todo —aparentemente para mí, pero se lo comían ellos— y se
quedaban allí hasta que los tres habían desayunado mientras yo seguía echado en
el colchón hediondo de orines y veía cómo mojaban tostadas en el huevo. Me
llegaba el olor a grasa y les oía masticar la tostada. Otras veces me traían
una papilla fría y me obligaban a comerla aunque estuviera salada.
Esta mañana simplemente no recuerdo
nada. Me hicieron tragar un buen número de esas cosas que llaman pastillas,
conque no me he enterado de nada hasta que se ha abierto la puerta de la
galería. Si se ha abierto la puerta de la galería, ello significa que son, al
menos, las ocho, y que debo haber estado desmayado más o menos una hora y media
en esa Sala de Aislamiento, una hora y media durante la cual los técnicos
pueden haber venido a instalar cualquier cosa que les haya ordenado la Gran
Enfermera sin que yo pueda tener la menor idea de lo que es.
Oigo un ruido junto a la puerta de la
galería, en el otro extremo del pasillo, fuera del alcance de mi vista. Esa
puerta empieza a abrirse a las ocho y se abre y se cierra unas mil veces al
cabo del día, clash, click. Cada mañana nos sentamos en fila a ambos
lados de la sala de estar, después del desayuno empezamos a montar
rompecabezas, siempre atentos al ruido de la llave en la cerradura, y en espera
de ver qué entra. No hay mucho más que hacer. A veces, un joven interno
aparece, temprano, junto a la puerta para observar qué aspecto tenemos Antes
del Tratamiento. AT, lo llaman. A veces, aparece una esposa que viene de
visita, con sus altos tacones y su bolso muy apretado contra el vientre. A
veces, nos visita un grupo de maestras acompañadas por ese estúpido de
Relaciones Públicas que no para de restregarse las manos húmedas y de repetir
cuánto se alegra de que los hospitales psiquiátricos hayan eliminado todas las
anticuadas crueldades: «Un ambiente muy alegre, ¿no les parece?». Da
vueltas alrededor de las profesoras, que se han apiñado para sentirse más
seguras, y se frota las manos. «Oh, cuando pienso en los viejos tiempos, en la
suciedad, en la mala alimentación, incluso, sí, en la brutalidad, ¡oh, señoras,
es evidente que nuestra campaña ha supuesto un gran progreso!». Todo el que
aparece junto a la puerta suele decepcionarnos, pero siempre cabe una
posibilidad de que no sea así, y cuando se oye la llave en la cerradura todas
las cabezas se levantan como si una cuerda tirara de ellas.
Esta mañana la cerradura chirría de un
modo extraño; el que se encuentra junto a la puerta no es un visitante
habitual. Un Escolta grita con voz cortante e impaciente: —Ingreso, vengan a
firmar su admisión—, y los negros acuden.
Ingreso. Todo el mundo deja las cartas y
el Monopoly, todas las miradas se vuelven hacia la puerta de la sala de estar.
Generalmente estoy afuera barriendo el pasillo y puedo ver quién ha ingresado;
pero esta mañana, como les he dicho, la Gran Enfermera me ha cargado bien
cargado y no puedo moverme de la silla. En general, soy el primero que veo al
Ingreso, observo cómo se desliza por la puerta, y se arrastra a lo largo de la
pared, y se queda allí, asustado, hasta que los negros vienen a firmar la
admisión, y lo llevan a las duchas, donde lo desnudan y lo dejan, temblando,
con la puerta abierta, mientras los tres se ponen a recorrer los pasillos muy
sonrientes, en busca de la Vaselina. «Necesitamos la Vaselina», le dicen a la
Gran Enfermera, «para el termómetro». Ella los mira fijamente, uno a uno: «No
lo dudo», y les tiende un frasco que contiene al menos 3 litros, «pero, por
favor, muchachos, no se metan todos allí al mismo tiempo». Luego veo a dos de
ellos, a veces a los tres, ahí dentro, en las duchas con el Ingreso, untando el
termómetro de grasa hasta cubrirlo con una capa del grosor de un dedo, mientras
canturrean, «Esto va bien, esto va bien», y luego cierran la puerta y hacen
correr todas las duchas a chorro de modo que sólo se oye el insidioso rumor del
agua sobre las baldosas verdes. Casi siempre estoy ahí y lo veo todo.
Pero esta mañana tengo que quedarme
sentado y sólo les oigo entrarlo. Pero, aunque no puedo verlo, sé que no es un
Ingreso corriente. No le oigo escurrirse asustado junto a las paredes y cuando
le hablan de la ducha no lo acepta sumiso con un tímido «sí»; les contesta
claramente, con una sonora voz metálica, que ya está perfectamente limpio,
gracias.
—Esta mañana me dieron una ducha en los
tribunales y ayer me ducharon en la cárcel. Y juro que, lo que es por ellos, me
hubieran limpiado las orejas en el taxi que me traía aquí si hubieran tenido
con qué hacerlo. Anda chico, parece que cada vez que me mandan a algún sitio
tienen que fregotearme antes, después y durante el traslado. He llegado a un
punto en que apenas oigo el ruido del agua ya me pongo a empaquetar mis
cosas... Y apártate de mí con ese termómetro, Sam, y déjame contemplar primero
mi nuevo hogar; es la primera vez que estoy en un Instituto de Psicología.
Los pacientes se miran desconcertados,
luego vuelven a observar la puerta, por donde sigue llegando su voz. Grita más
fuerte de lo que sería necesario si los negros no anduvieran más o menos cerca
de él. Parece que estuviera por encima de ellos, que les hablara de arriba
abajo, como si flotara en el aire a treinta metros, apabullando desde allí
arriba a los que están en el suelo. Parece todo un hombre. Le oigo avanzar por
el pasillo y por sus pisadas parece todo un hombre, y desde luego no se
arrastra; lleva chapas de hierro en los tacones y los hace rechinar sobre el piso
como si fueran herraduras. Aparece en la puerta, se detiene, se mete los
pulgares en los bolsillos, y, con las botas muy separadas, se queda allí, de
pie, con todas las miradas fijas en él.
—Hola, amigos.
Sobre su cabeza pende de un hilo un
murciélago de papel, de esos que se cuelgan la víspera de Todos los Santos;
alarga el brazo y le da un golpecito que lo hace girar.
—Bonito día.
Habla como solía hacerlo Papá, con voz
fuerte y llena de encono, pero no tiene el mismo aspecto que Papá; Papá era de
pura raza india —un jefe— y duro y reluciente como la caja de un fusil. Este
tipo es pelirrojo con largas patillas rojas y una masa de rizos que asoman bajo
su gorra, debería haberse cortado el pelo hace tiempo, y es tan ancho como alto
era Papá, tiene una ancha mandíbula y también son anchos sus hombros y su
pecho, luce una ancha y blanca sonrisa diabólica, y su dureza no es como la de
Papá, resulta duro en el mismo sentido en que es dura una pelota de béisbol
bajo el cuero rasposo. Una cicatriz le cruza la nariz y una mejilla, alguien
debió darle un buen puñetazo en una riña, y todavía lleva los puntos en la
herida. Sigue ahí de pie, esperando, y cuando nadie da señales de querer
decirle nada se pone a reír. Nadie sabría decir exactamente por qué se ríe; no
ha ocurrido nada divertido. Pero no se ríe de la misma manera que el de
Relaciones Públicas, su risa es espontánea y sonora y brota de su ancha boca
abierta y se va extendiendo en anillos cada vez más amplios hasta estrellarse
contra todas las paredes de la galería. No es como la risa de ese gordo de
Relaciones Públicas. Es una risa genuina. De pronto me doy cuenta de que es la
primera risa que oigo en muchos años.
Sigue ahí, de pie, nos mira, se balancea
sobre sus botas y ríe y ríe. Entrelaza los dedos sobre el vientre, sin sacar
los pulgares de los bolsillos. Y puedo ver cuan grandes y rugosas son sus
manos. Todos los de la galería, pacientes, personal y demás, todos, se han
quedado anonadados con su presencia y su risa. Nadie hace un gesto para
interrumpirle, nadie dice nada. Sigue riendo hasta que no puede más y entra en
la sala de estar. Incluso cuando no se ríe, la risa sigue flotando a su
alrededor, como flota el sonido de una gran campana que acaba de tañer en aquel
momento; la risa está en sus ojos, en su forma de sonreír y de fanfarronear, en
su modo de hablar.
—Me llamo McMurphy, amigos, R. P.
McMurphy, y me vuelvo loco por el juego.
Parpadea y canturrea una cancioncilla:
—... y dondequiera que encuentro una
baraja apuesto mi dinero —y vuelve a reír.
Se acerca a una de las mesas donde
juegan, mira las cartas de un Agudo, las repasa con su grueso dedo y hace una
mueca al ver la mano y sacude la cabeza.
—Sí señor, a eso he venido a esta casa,
a animar un poco las cosas en las mesas de juego. En el Centro de Trabajo de
Pendleton ya no quedaba nadie que pudiera alegrarme un poco la vida, conque fui
y pedí un traslado, eso es. Necesitaba sangre nueva. ¡Eh!, mirad a éste,
mirad cómo enseña sus cartas a los cuatro vientos; ¡caramba!, voy a esquilaros
como a ovejas.
Cheswick esconde sus cartas. El
pelirrojo le tiende la mano.
—Hola, amigo; ¿a qué jugáis? ¿Pinacle?
Dios mío, no me extraña que no te preocupes de enseñar las cartas. ¿No tenéis
ni una buena baraja por ahí? Bueno, ahí va, me he traído mi propia baraja, por
si acaso, es un poco distinta; y qué te parecen las figuras, ¿eh? Todas son
distintas. Cincuenta y dos posiciones.
Cheswick ya tiene los ojos desorbitados
y lo que ve en esas cartas no mejora las cosas.
—Tranquilo, no las estropees; tenemos
mucho tiempo, muchas partidas, por delante. Me gusta usar esta baraja porque
los otros jugadores tardan al menos una semana en empezar a descubrir los
palos...
Lleva pantalones y camisa camperos, tan
desteñidos por el sol que han quedado del color de la leche aguada. Tiene la
cara y el cuello y los brazos curtidos de tanto trabajar en los campos. Se
cubre el pelo con una gorra de motorista que antaño fuera negra y lleva una
chaqueta de cuero colgada del brazo, y usa unas botas grises y polvorientas y
tan pesadas que podrían partir a un hombre en dos. Se aparta de Cheswick, se
quita la gorra y comienza a sacudirse una nube de polvo de los muslos. Uno de
los negros va dando vueltas a su alrededor con el termómetro, pero es demasiado
rápido para ellos; se desliza entre los Agudos y, antes de que el joven negro
pueda colocarse en buena posición, comienza a dar la vuelta y a estrecharles la
mano. Su modo de hablar, sus guiños, su fuerte vozarrón, su fanfarronería, todo
me hace pensar en un vendedor de coches usados o en un tratante de ganado, o en
uno de los charlatanes que pueden verse junto a los escenarios de segunda, de
pie bajo las pancartas bamboleantes, con una camisa a rayas y botones
amarillos, que atrae a las multitudes como si fuera un imán.
—Verán, la verdad es que me metí en un
par de líos en el centro de trabajo y el tribunal decidió que soy un psicópata.
¿Y cómo voy a discutir con un tribunal? Desde luego, pueden apostar lo que
quieran a que no lo haré. Con tal de que me saquen de los puñeteros campos de
guisantes estoy dispuesto a ser cualquier cosa que se les meta en la cabecita,
psicópata, perro furioso u hombre lobo, porque, francamente, no tengo ningún
interés en volver a ver un azadón hasta que me muera. Ahora van y me dicen que
un psicópata es un tipo que pelea demasiado y jode demasiado, pero no lo veo
muy claro, ¿qué opinan ustedes? Quiero decir que ¿cuándo es «demasiado»? Hola,
amigo, ¿cómo te llamas? Yo me llamo McMurphy y ahora mismo te apuesto dos
dólares a que no eres capaz de decirme cuántas señales hay en esa mano de
pinacle, no mires. Dos dólares, ¿hace? ¡Maldita sea, Sam! ¿No puedes
esperar dos minutos para meterme ese maldito termómetro?
El nuevo se detuvo a mirar a su
alrededor un minuto, para captar el ambiente de la sala de estar.
A un lado de la sala están los pacientes
más jóvenes, llamados Agudos porque los médicos suponen que aún están lo
suficientemente enfermos como para poder hacer algo con ellos; practican pulsos
y juegos de manos en los que se trata de sumar y restar y contar tantas cartas
y se adivina la carta escogida. Billy Bibbit intenta aprender a liar
cigarrillos perfectos y Martini va dando vueltas y descubre cosas debajo de las
sillas y de las mesas. Los Agudos se mueven mucho. Se cuentan chistes y hacen
muecas tapándose la boca (nadie se atreve a actuar espontáneamente y soltar una
carcajada, de inmediato aparecería todo el personal con libritos de notas y un
montón de preguntas) y escriben cartas con lápices amarillos, gastados y
mordidos.
Se espían unos a otros. A veces uno dice
algo personal que no tenía intención de revelar y alguno de sus compañeros de
mesa bosteza y se levanta y se desliza hasta el gran cuaderno de bitácora junto
a la Casilla de las Enfermeras y escribe lo que acaba de oír; la Gran Enfermera
dice que ese cuaderno es de interés terapéutico para toda la galería, pero yo
sé que lo único que ella desea es obtener información suficiente para mandar a
alguno de los chicos al Edificio Principal, para que lo recompongan, lo
examinen de arriba abajo y resuelvan la cuestión.
A los tipos que anotan algún dato en el
cuaderno de bitácora se les señala en la lista con una estrella y pueden
acostarse tarde al día siguiente.
Al otro lado de la sala, frente a los
Agudos, se encuentran los desechos del Establecimiento, los Crónicos. Éstos no
están en el hospital para que los recompongan, sino simplemente para evitar que
corran por las calles y desprestigien el producto. Los Crónicos no saldrán
nunca de aquí, así lo admite el personal. Los Crónicos se subdividen en
Ambulantes que, como yo, aún pueden andar solos si se les alimenta, en Rodantes
y en Vegetales. En realidad, los Crónicos —o la mayoría de nosotros— son
máquinas con fallos sin reparación posible, fallos de origen, o fallos que han
ido formándose a lo largo de tantos años de darse con la cabeza contra
obstáculos impenetrables hasta que cuando el hospital da con el tipo en
cuestión éste sólo es un montón de chatarra abandonada en un erial.
Para algunos de nosotros, los Crónicos
fueron víctimas, años atrás, de un par de errores del personal, algunos
entraron como Agudos y fueron transformados. Ellis es un Crónico que entró
siendo Agudo y quedó muy malparado cuando lo sobrecargaron, en esa cochina sala
de destruir cerebros que los negros llaman el «Cuarto de Chocs». Ahora lo
tienen clavado en la pared tal como le retiraron de la mesa la última vez, en
la misma posición, con los brazos extendidos, las palmas entreabiertas, la
misma expresión horrorizada en su rostro. Lo tienen así, clavado en la pared,
como un animal disecado. Le quitan los clavos a la hora de comer o para
acostarlo o cuando quieren que se aparte para que yo pueda fregar el charco que
hay a sus pies. Antes estuvo tanto tiempo en el mismo lugar que los orines
corroyeron el suelo y las vigas bajo sus pies y constantemente se estaba
cayendo a la galería de abajo, cosa que, a la hora de pasar lista, les creaba
todo tipo de problemas.
Ruckly es otro Crónico que ingresó hace
algunos años como Agudo, pero le sobrecargaron de otra forma: se equivocaron en
una de las conexiones. Había armado un gran jaleo en la sala, dándoles
puntapiés a los negros y mordiendo las piernas de las enfermeras internas,
conque se lo llevaron para hacerle una cura. Lo ataron a esa mesa y lo último
que supimos de él durante cierto tiempo fue que lo tenían ahí atado, hasta que
cerraron la puerta; justo antes de que ésta se cerrara, hizo un guiño y les
dijo a los negros que se retiraban: «Me las pagaréis, malditos monos.»
Y al cabo de dos semanas lo devolvieron
a la galería, calvo, y con una grasienta mancha rojiza en la frente y dos
clavijas del tamaño de un botón cosidas una sobre cada ojo. Se ve en sus ojos
cómo le quemaron ahí dentro; tiene los ojos todos llenos de humo y grises y
vacíos como fusibles quemados. Ahora, se pasa todo el día sosteniendo frente a
ese rostro quemado una vieja fotografía y le da vueltas y más vueltas entre sus
fríos dedos, y de tanto manosearla, la fotografía se ha vuelto tan gris como
sus ojos, por las dos caras, hasta el punto de que resulta imposible saber qué
representaba.
Ahora el personal considera a Ruckly
como uno de sus fracasos, pero yo no estoy seguro, pues tal vez esté mejor que
si las conexiones hubiesen sido perfectas. Actualmente, sus conexiones suelen
tener éxito. Los técnicos están mejor preparados y tienen más experiencia. Se
acabaron los ojales en la frente, nada de cortes: ahora proceden directamente a
través de las órbitas. A veces un tipo va a que le hagan una conexión, sale de
la galería furioso y enloquecido y despotricando contra todo el mundo y al cabo
de unas semanas regresa con los ojos morados como si hubiese tenido una riña, y
se ha convertido en la persona más dulce, amable y complaciente que hayan visto
en su vida. Incluso es posible que regrese a su casa en un par de meses, con un
sombrero bien encasquetado sobre un rostro de sonámbulo que deambula por un
simple y dulce sueño. Un éxito, dicen, pero para mí sólo es otro robot del
Establecimiento y más le valdría ser un fracaso, como Ruckly, ahí sentado
manoseando y escudriñando su fotografía. Nunca hace mucho más. A veces el negro
raquítico logra espabilarlo un poco, cuando se le acerca y le pregunta: «Dime,
Ruckly, ¿qué estará haciendo tu mujer esta noche en la ciudad?» Ruckly levanta
la cabeza. La Memoria murmura algo en algún rincón de la máquina destrozada.
Enrojece y sus venas se obstruyen en un extremo. Se le hincha la cara y su
garganta apenas logra emitir un ligero silbido. Comienzan a salirle burbujas
por las comisuras de la boca, tan grande es el esfuerzo que hace para mover la
mandíbula y decir algo. Cuando por fin consigue emitir algunas palabras, le
sale un bajo murmullo ahogado que pone los pelos de punta: «¡Joder la mujer!
¡Joder la mujer!», y se desvanece allí mismo a causa del esfuerzo.
Ellis y Ruckly son los más jóvenes de
los Crónicos. El más viejo es el Coronel Matterson, un viejo y petrificado
soldado de caballería que luchó en la primera gran guerra y que ha dado en
levantar las faldas de las enfermeras con su bastón, o en vanagloriarse con su
versión personal de algún hecho histórico, frente a cualquiera que esté
dispuesto a escucharle. Es el más viejo de la galería, pero no es el que lleva
más tiempo aquí; su mujer lo trajo hace sólo un par de años, cuando llegó a un
punto en que ya no estaba dispuesta a seguir cuidando de él.
Yo soy el que llevo más tiempo en la
galería, desde la segunda guerra mundial. Llevo aquí más tiempo que nadie. Más
que cualquier otro paciente. La Gran Enfermera estaba aquí antes que yo.
Los Crónicos y los Agudos no suelen
mezclarse. Cada cual permanece en su parte de la sala de estar, como les gusta
a los negros. Dicen que así todo está más ordenado y dan a entender a todo el
mundo que les gustaría que así siguiera. Nos conducen a la sala de estar
después del desayuno y observan cómo nos instalamos, y asienten: «Muy bien,
caballeros, eso va bien. Y ahora no se muevan.»
En realidad, casi no necesitan decir
nada porque, menos yo, los Crónicos apenas se mueven y los Agudos dicen que por
nada del mundo se moverían de su sitio, y aducen razones como que el rincón de
los Crónicos huele peor que un pañal sucio. Pero yo sé que lo que les mantiene
apartados de los Crónicos no es tanto el olor como que no les gusta pensar que
eso es lo que podría ocurrirles algún día a ellos. La Gran Enfermera
conoce este temor y sabe aprovecharlo; siempre que algún Agudo se enfurruña le
hace notar que hay que ser buenos chicos y cooperar con el personal cuyo
propósito es curaros o acabaréis al otro lado.
(En la galería, todos están muy
satisfechos con la cooperación de los pacientes. Tenemos una plaquita de bronce
clavada sobre un trozo de madera de arce en la que hay escrito: UN APLAUSO A LA GALERÍA QUE HA LOGRADO
OPERAR CON MENOR NÚMERO DE PERSONAL EN
TODO EL HOSPITAL. Es un premio a la cooperación. Está colgado en la pared
encima mismo del cuaderno de bitácora, a igual distancia de los Crónicos y de
los Agudos.)
Este nuevo y peligroso Ingreso,
McMurphy, sabe al instante que no es un Crónico. Después de observar un minuto
la sala de estar, comprende que le toca situarse al lado de los Agudos y allí
se dirige en el acto, sonriendo y estrechando la mano a todo el mundo. Advierto
que al principio todos se sienten incómodos con su presencia, que les inquietan
sus bromas y chistes y el descaro con que le chilla al muchacho negro que aún
le persigue con un termómetro, y sobre todo esa franca risa sonora. Cuando ésta
suena oscilan las agujas del cuadro de mandos. Cada vez que se ríe los Agudos
adoptan un aire asustado e inquieto, como niños de colegio que, cuando un chico
revoltoso empieza a alborotar demasiado en ausencia del maestro temen que éste
vuelva y se le ocurra castigar sin recreo a toda la clase. Se agitan y se
estremecen, al mismo tiempo que las agujas del cuadro de mandos; advierto que
McMurphy comprende que les está poniendo nerviosos, pero eso no le arredra.
—Caramba, qué grupo más lastimoso. A mí
no me parecéis demasiado locos, chicos.
Está intentando que se relajen, como el
subastador que cuenta chistes para que el público se sienta a sus anchas antes
de empezar a pujar.
—¿Quién cree ser el más loco de todos?
¿Quién es el peor lunático? ¿Quién organiza estas partidas de cartas? Es mi
primer día aquí y me gustaría producirle una buena impresión al jefe, si es
capaz de demostrarme que él es quien manda aquí. ¿Quién es el gran lunático de
esta sala?
Se dirige claramente a Billy Bibbit. Se
inclina y le mira tan fijamente que Billy se ve obligado a balbucear que
todavía no es el gra-a-a-a-an lunático, pero que está en la li-i-i-i-ista.
McMurphy le tiende una gran manaza y Billy
no tiene más remedio que estrecharla.
—Muy bien, amigo —le dice a Billy— me
alegra que estés en la lista de grandes lunáticos, pero como tengo la intención
de ponerme al frente de todo este tinglado, lo mejor será que hable con el
primero de a bordo.
Mira a su alrededor, hacia el rincón
donde algunos Agudos han interrumpido su partida de cartas, y, al verlos, se
cubre una mano con la otra y hace crujir todos los nudillos.
—Veréis, amigos, mi intención es
convertirme en una especie de rey del juego de esta galería, dirigir un pérfido
juego de bacará. O sea que lo mejor será que me presentéis a vuestro jefe y
decidiremos quién va a mandar aquí.
Nadie sabe con certeza si este hombre de
ancho tórax con la cicatriz y la terrible sonrisa está haciendo comedia o si
está lo bastante loco como para ser exactamente lo que parece, o ambas cosas a
la vez, pero a todos comienza a divertirles seguirle la corriente. Todos
observan cómo apoya su gran manaza roja sobre el delgado brazo de Billy y
esperan a ver qué dirá éste. Billy comprende que le toca romper el silencio,
conque mira a su alrededor y señala a uno de los jugadores de pinacle:
—Harding —dice Billy— supongo que de-be-be-bes s-s-ser
tú. Tú
eres el p-p-presidente del Co-co-co-comité de Pacientes. Este ho-ho-hom-bre
quiere hablar contigo.
Los Agudos comienzan a sonreír, ya no se
sienten tan incómodos, y les complace que ocurra algo fuera de lo corriente.
Todos se lanzan sobre Harding y le preguntan si él es el gran lunático. Harding
deja las cartas sobre la mesa.
Es un hombre nervioso, con una cara que
a veces hace pensar que uno le ha visto en una película, una cara demasiado
bonita para un hombre de la calle. Tiene los hombros anchos y delgados y,
cuando desea encerrarse en sí mismo, suele arquearlos en torno a su pecho.
Tiene unas manos tan largas y blancas y finas que me dan la impresión de
haberse modelado la una a la otra con jabón, y a veces se desprenden y
revolotean frente a él como dos blancos pájaros hasta que se da cuenta y las
aprisiona entre sus rodillas; le molesta poseer unas manos bonitas.
Es presidente del Comité de Pacientes a
cuenta de un papel que dice que se graduó en la universidad. Lo tiene enmarcado
sobre su mesita de noche junto al retrato de una mujer en traje de baño que
también parece salida de una película; tiene unos pechos muy grandes y se los
cubre sujetando con los dedos la parte de arriba del bañador, mientras mira de
reojo a la cámara. Detrás de ella, puede verse a Harding sentado sobre una
toalla, muy flacucho, en bañador, como si esperara que en cualquier momento un
tipo más fuerte fuese a tirarle arena con el pie. Harding fanfarronea mucho de
tener por esposa una mujer como ésa, dice que es la mujer más sensual del mundo
y que le agotaba por las noches.
Cuando Billy le señala, Harding se echa
hacia atrás en su silla y adopta un aire de importancia; habla mirando hacia el
techo, sin prestar atención a Billy ni a McMurphy.
—¿El... caballero tiene una cita, señor
Bibbit?
—¿Tiene una cita, señor Mcm-m-murphy? El
señor Harding es un hombre ocupado y no recibe a nadie sin una ci-ci-cita.
—¿Este ocupado señor Harding es el gran
lunático?
Mira a Billy de reojo y Billy mueve a
toda prisa la cabeza en señal de asentimiento; le halaga estar llamando tanto
la atención.
—Entonces dígale al Gran Lunático
Harding que R. P. McMurphy desea verle y que en este hospital no hay lugar para
los dos. Estoy acostumbrado a ser el jefe. Fui el mejor conductor de caballos
en todas las desastradas operaciones madereras al Noroeste y el mejor tahúr
desde Corea hasta aquí, incluso fui el mejor recolector de guisantes en esa
granja de Pendleton y supongo que si tengo que ser un lunático también voy a
ser uno de los mejores. Dígale a ese Harding que si no se enfrenta conmigo de
hombre a hombre sólo es un bravucón y que más le vale largarse de esta ciudad
antes de la puesta del sol.
Harding se recuesta aún más, se mete los
pulgares en las solapas.
— Bibbit, dile a ese exaltado McMurphy
que le veré este mediodía en el salón principal y que resolveremos
definitivamente este asunto.
Harding intenta arrastrar las palabras
como McMurphy; resulta gracioso con su voz chillona y temblorosa.
—También puede decirle, para que esté
advertido, que he sido el gran lunático de esta galería durante dos años y que
estoy más loco que nadie.
—Señor Bibbit, dígale a ese señor
Harding que estoy tan loco que reconozco haber votado por Eisenhower.
— ¡Bibbit! ¡Dígale al señor McMurphy que
estoy tan loco que voté por Eisenhower dos veces!
—Y ya puede contestarle al señor Harding
—apoya las dos manos sobre la mesa y se inclina, al tiempo que baja el tono de
voz— que estoy tan loco que pienso votar otra vez por Eisenhower el próximo noviembre.
—Me quito el sombrero —dice Harding,
inclina la cabeza y le estrecha la mano a McMurphy. No me cabe la menor duda de
que McMurphy ha ganado, pero no sé muy bien qué.
Todos los demás Agudos dejan lo que
estaban haciendo y se acercan a ver qué clase de tipo es el recién llegado.
Nunca había habido nadie como él en la galería. Le preguntan de dónde es y a
qué se dedica en un tono que yo nunca les había visto emplear antes. Dice que
es un hombre con vocación. Dice que era un simple vagabundo y maderero hasta
que el Ejército lo reclutó y le mostró su verdadero camino; dice que al igual
que otros aprendieron a hacer el mínimo esfuerzo o a escurrir el bulto, él
aprendió a jugar al póquer. Desde entonces sentó cabeza y se dedicó a jugar a
troche y moche. Dice que si le dejaran se limitaría a jugar al póquer y no se
casaría y viviría donde y como le diera la gana.
—Pero ya saben cómo persigue la sociedad
a las personas con vocación. Desde que descubrí mi vocación he cumplido
condenas en tantas cárceles de pueblo que podría editar un folleto. Dicen que
soy un matón habitual. Porque peleo de vez en cuando. Mierda. Cuando era un
estúpido leñador y me metía en una riña no le daban tanta importancia; es comprensible,
dicen, es un tipo que trabaja duro y tiene que desahogarse un poco, dicen.
Pero cuando uno es un jugador, si saben que de vez en cuando se echa una
partidita algo fuerte en la trastienda, basta que escupa con la boca torcida
para que le motejen de criminal. Uuuy, ya empezaba a desequilibrarles el
presupuesto tanto llevarme y traerme de chirona en chirona.
Menea la cabeza e hincha las mejillas.
—Pero eso sólo duró una temporada.
Aprendí los trucos. A decir verdad, la condena que estaba cumpliendo en
Pendleton era la primera en casi un año. Por eso me cogieron. Estaba
desentrenado; aquel tipo pudo levantarse y correr a la policía antes de que yo
lograra salir de la ciudad. Un personaje muy resistente...
Vuelve a reír y estrecha manos y se
sienta a echarse un pulso cada vez que ese negro se le acerca demasiado con el
termómetro, hasta que ha saludado a todos los del lado de los Agudos. Y cuando
termina con los Agudos continúa directamente con los Crónicos, como si no
hubiera ninguna diferencia. Imposible saber si realmente es tan cordial o si
sigue alguna táctica de juego al intentar hacer amistad con tipos tan idos que
muchos de ellos ni siquiera saben cómo se llaman.
Ahora le aparta a Ellis la mano de la
pared y se la estrecha como si fuese un candidato a unas elecciones de algo y
el voto de Ellis tuviera tanto valor como cualquier otro.
—Amigo —le dice a Ellis en tono
solemne—, me llamo R. P. McMurphy y no me gusta ver a un hombre ya crecido
chapoteando en su propia meada. ¿Por qué no vas a secarte?
Ellis mira muy sorprendido el charco que
hay a sus pies.
—Claro, gracias —dice e incluso avanza
un par de pasos en dirección al retrete hasta que los clavos tiran de él hacia
la pared.
McMurphy avanza a lo largo de la hilera
de Crónicos, estrecha la mano al Coronel Matterson y a Ruckly y al Viejo Pete.
Saluda a los Rodantes y a los Ambulantes y a los Vegetales, estrecha manos que
tiene que coger de los regazos como si fueran aves muertas, aves mecánicas,
artilugios de diminutos huesecillos y alambre que se han desgastado y
desprendido. Estrecha la mano a todo el mundo, excepto al Gran George, el
maniático del agua, que hace una mueca y rehuye esa mano poco aséptica, de modo
que McMurphy se limita a saludarle y, mientras se aleja, le dice a su propia
mano derecha: —Mano, ¿cómo crees que ese tipo ha podido descubrir todo el mal
que has hecho?
Nadie logra adivinar qué se propone o
por qué arma tanto alboroto y saluda a todo el mundo, pero más vale eso que
montar rompecabezas. Sigue repitiendo que es preciso moverse y conocer a la
gente con quien tendrá que habérselas, forma parte de su tarea de jugador. Pero
debe saber que no va a tener ninguna relación con un orgánico de ochenta años
que lo único que podría hacer con una carta es ponérsela en la boca y
masticarla un rato. Parece pasarlo bien, como si fuera uno de esos tipos que se
divierten a costa de la gente.
Soy el último. Sigo atado a la silla en
el rincón. Cuando llega a mi lado, McMurphy se detiene y vuelve a meterse los
pulgares en los bolsillos y se echa hacia atrás con una carcajada, como si
hubiera visto en mí algo más gracioso que en todos los demás. De pronto me
asustó la idea de que su risa respondiera a que sabía que esa forma de
sentarme, con los brazos en torno a las rodillas levantadas y con la mirada
fija, como si no pudiera oír nada, era pura comedia.
—Eh —dijo—, mirad lo que tenemos aquí.
Recuerdo con toda claridad esta parte.
Recuerdo cómo cerró un ojo y echó la cabeza hacia atrás y miró por encima de la
cicatriz color vino que tenía en la nariz, mientras se reía de mí. Primero
pensé que se reía porque resultaba divertido ver un rostro de indio y de negro
y un untuoso pelo de indio en una persona como yo. Pensé que tal vez se reía de
mi débil apariencia. Pero entonces recuerdo haber pensado que se reía porque mi
comedia del sordomudo no había logrado engañarle ni un minuto; no importaba
cuan astuta fuera la comedia, me había descubierto y se estaba riendo y guiñándome
el ojo para hacérmelo saber.
—¿Y a ti qué te pasa, Gran Jefe? Pareces
Toro Sentado en huelga de brazos caídos.
Miró hacia los Agudos para comprobar si
se reían de su broma; cuando éstos se limitaron a soltar una risita tonta,
volvió a mirarme y me hizo otro guiño.
—¿Cómo te llamas, Jefe?
Billy Bibbit habló desde el otro lado de
la sala.
—Se lla-lla-llama Bromden. Jefe Bromden.
Pero todos le llaman Jefe E-e-e-e-escoba, porque los ayudantes le hacen barrer
casi todo el tiempo. N-n-no puede hacer gran cosa más, supongo. Es sordo.
—Billy apoyó la barbilla sobre sus manos—. Si yo fu-fu-fu-era sordo —suspiró—,
me mataría.
McMurphy seguía mirándome.
—Cuando se yergue debe ser bastante
grande, ¿no? Me gustaría saber cuánto mide.
—Creo que alguien le mi-mi-mi-midió una
vez y hacía más de do-o-o-os metros; pero aunque sea grande, tiene miedo de su
pro-o-o-o-pia sombra. So-so-sólo es un gran indio so-o-o-ordo.
—Cuando le vi aquí pensé que parecía un
indio. Pero Bromden no es un nombre indio. ¿De qué tribu es?
—No sé —dijo Billy—. Ya e-e-e-estaba
aquí cu-cu-cuando vine.
—Según me informó el doctor —dijo
Harding—, sólo es medio indio, de Columbia, creo. De una tribu del Desfiladero
de Columbia, ya desaparecida. El doctor dijo que su padre era el jefe de la
tribu, por eso le llaman «Jefe». En cuanto a lo de Bromden, me temo que mis
conocimientos de las costumbres indias no lleguen a tanto.
McMurphy acercó su cabeza a la mía de
tal forma que no tuve más remedio que mirarle.
— ¿Es cierto eso? ¿Eres sordo, Jefe?
—Es so-so-so-sordomudo.
McMurphy frunció los labios y estuvo
mirándome largo rato a la cara. Después se irguió y me tendió la mano.
—Bueno, qué demonios, puede estrechar
una mano, ¿no? Sordo o lo que sea. Venga Jefe, serás muy grande, pero si no me
estrechas la mano lo tomaré como un insulto. Y no es buena cosa insultar al
nuevo gran lunático del hospital.
Al decir esto miró en dirección a
Harding y Billy e hizo una mueca, pero dejó tendida ante mí aquella mano,
grande como un plato sopero.
Recuerdo con toda claridad el aspecto de
esa mano: tenía manchas de carbón bajo las uñas, señal de su antiguo empleo en
un garaje; tenía tatuada un ancla encima de los nudillos; en el del medio
llevaba una tirita sucia que comenzaba a deshilacharse por los bordes. Los
nudillos restantes estaban cubiertos de cortes y de cicatrices, antiguas y
recientes. Recuerdo que, de tanto manejar los mangos de madera de hachas y de
azadas, tenía la palma lisa y dura como un hueso, no era la mano que uno
imaginaba repartiendo cartas. Tenía la palma callosa y las callosidades se
habían resquebrajado y las hendiduras estaban llenas de mugre. Un mapa de los
caminos recorridos en sus viajes por todo el Oeste. Esa palma sonó como un
rasguido sobre mi mano. Recuerdo que los dedos se cerraron gruesos y fuertes
sobre los míos y que la mano empezó a producirme una rara sensación y comenzó a
hincharse en el extremo de ese palo que tengo por brazo, como si él estuviera
transmitiendo su propia sangre. Zumbaba de sangre y vigor. Se hinchó hasta
alcanzar el tamaño de la suya, recuerdo...
—Señor McMurry.
Es la Gran Enfermera.
—Señor McMurry, ¿puede venir, por favor?
Es la Gran Enfermera. El negro del
termómetro ha ido a buscarla. Está ahí, de pie, golpeando su reloj de pulsera
con el termómetro, y mira con ojos zumbones, mientras intenta atrapar al recién
llegado. Sus labios forman un triángulo, como los de una muñeca dispuestos para
recibir un falso pezón.
—El ayudante Williams me dice que usted
ha puesto dificultades a su ducha de ingreso, señor McMurry. ¿Es así? Por
favor, no me interprete mal, me complace que haya procurado hacer amistad con
los otros pacientes de la galería, pero cada cosa a su hora, señor McMurry.
Lamento interrumpirles a usted y a Mr. Bromden, pero debe comprenderlo: todos...
deben respetar las normas.
El echa la cabeza hacia atrás y hace una
mueca que indica que ella no le engaña, como tampoco le engañé yo, que la ha
visto venir. La mira un momento con un solo ojo.
—Sabe usted, señora —dice—, que eso es
exactamente lo que me dicen en todas partes sobre las normas...
Muestra los dientes. Los dos se lanzan
mutuas sonrisas, mientras miden sus fuerzas.
—... cuando imaginan que voy a hacer
todo lo contrario.
Dicho lo cual me suelta la mano.
En la Casilla de cristal, la Gran
Enfermera ha abierto un paquete con remitente extranjero y está aspirando con
jeringas hipodérmicas el líquido verde lechoso que venía en las ampollas del
paquete. Una de las enfermeras menores, una joven con un ojo bizco que siempre
mira ansioso por encima de su hombro mientras el otro prosigue con sus
funciones habituales, coge la bandejita con las jeringas llenas, pero aún no se
las lleva.
— ¿Qué opina usted del nuevo paciente,
señorita Ratched? Quiero decir, que es guapo y simpático y todo eso, pero en mi
modesta opinión, desde luego sabe imponerse.
La Gran Enfermera prueba una aguja en la
yema de su dedo.
—Me temo —clava la aguja en el tapón de
goma de la ampolla y tira del émbolo—, que eso es exactamente lo que piensa
hacer el nuevo paciente: imponerse. Es lo que solemos llamar un «manipulador»,
señorita Flinn, un hombre que se aprovecha de todo y de todos para sus propios
fines.
—Oh. Pero. Bueno, ¿en un hospital
psiquiátrico? ¿Con qué objeto?
—Cualquiera. —Está serena, sonriente,
absorta en la tarea de cargar las jeringuillas—. Comodidad y una buena vida,
por ejemplo; una sensación de poder y de respeto, tal vez; ventajas
pecuniarias, a lo mejor todo al mismo tiempo. A veces lo único que se propone
un manipulador es simplemente desorganizar la galería por el puro gusto
de hacerlo. Existen personas así en nuestra sociedad. Un manipulador puede
influir a los demás pacientes y perturbarlos hasta el punto de que tal vez se
requieran meses para que todo vuelva a marchar bien. Con la filosofía permisiva
que hoy en día prevalece en los hospitales mentales, les cuesta poco conseguir
lo que se proponen. Años atrás todo era muy distinto. Recuerdo que hace unos
años tuvimos en la galería a un tal señor Taber, un intolerable manipulador.
Al principio.
Alza la vista de su trabajo, y ante su
cara, sostiene una jeringa a medio llenar, como si fuese una varita mágica. Se
le va la mirada, perdida en el agradable recuerdo.
—El sei-ñor Tay-lor —dice.
—Pero, oiga —dice la otra enfermera—,
¿qué interés puede tener alguien en desorganizar la galería, señorita Ratched?
¿Cuál podría ser realmente el motivo...?
Interrumpe a la pequeña enfermera y
clava otra vez la aguja en el tapón de goma de la ampolla, llena la jeringa, la
sacude y la coloca en la bandeja. Observo cómo tiende la mano para coger otra jeringa
vacía, cómo apunta, planea sobre el blanco, cae.
—Señorita Flinn, parece olvidar que ésta
es una institución para locos.
La Gran Enfermera tiene tendencia a
alterarse mucho cuando algo impide que su equipo funcione como una máquina bien
aceitada, exacta, de precisión. Cualquier objeto desordenado o fuera de lugar o
en medio del paso la convierte en un blanco hatillo de sardónica furia. Se
pasea arriba y abajo con la misma sonrisa de muñeca, colgada entre la barbilla
y la nariz, y con el mismo centellear sereno en los ojos, pero, en el fondo,
tensa como el acero. Lo sé, lo noto. Y no se relaja un ápice hasta que consigue
que, como ella dice, el estorbo se «someta al Orden».
Bajo su mando, el Interior de la galería
está casi perfectamente sometido al Orden. Pero el caso es que ella no puede
permanecer siempre en la galería. Algún rato tiene que salir al Exterior. Por
ello también tiene puesto un ojo en el sometimiento del mundo Exterior. La
colaboración con otras personas como ella a las que yo llamo el Tinglado, gran
organización dedicada a someter el Exterior con la misma perfección con que
ella ha sometido el Interior, la ha convertido en una auténtica veterana en el
arte de someter las cosas. Cuando hace mucho tiempo, yo llegué del Exterior, ya
era la Gran Enfermera del lugar y Dios sabe cuántos años llevaba dedicada a
someter.
Y la he visto perfeccionarse más y más
con los años. La práctica la ha templado y la ha fortalecido y ahora ejerce un
firme poder, que se extiende en todas direcciones, a través de hilos finos como
un cabello, invisibles a todas las miradas excepto la mía; la veo ahí sentada
en el centro de su red de hilos como un vigilante robot, observo cómo controla
su red con mecánica habilidad de insecto, cómo sabe a cada instante a dónde conduce
cada hilo y qué voltaje debe aplicarle para obtener el resultado deseado. Fui
ayudante de electricista en el campamento antes de que el Ejército me enviase a
Alemania y estudié un poco de electrónica el año que estuve en el instituto,
así aprendí cómo funcionan estas cosas.
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