domingo, 28 de diciembre de 2025

DEFENSA DE LA POESÍA RODOLFO ALONSO fragmento.

 


RETRATO DEL ARTISTA (CASI) CRÍTICO 

Como suele ocurrirme creo que por azar, pero en realidad durante varias décadas, me encontré ejerciendo la critica literaria en medios periodísticos. A lo largo de todo ese tiempo, no pocas veces me pregunté a mí mismo (el primer sorprendido) por qué lo hacía. Nunca hubo una única respuesta. Pero intuyo que tal fue de las pocas oportunidades en su momento disponibles, al menos para mí, de imaginarme como deseaba en contacto con un público más amplio, no tan restringido. 

Así mis comentarios fueron asumiendo audazmente la forma, por propio devenir, sin proponérmelo pero también en no poca medida, de un diálogo sobre la poesía, como imprecisa respuesta a la autoimpuesta esperanza de transmitir o mejor contagiar mi percepción –nunca congelada, siempre felizmente en proceso, cambiante– de la poesía como una experiencia de vida y de lenguaje. 

Así me animé a internarme, so pretexto de comentar uno u otro libro, y en rea lidad conducido por ellos, con ellos como desencadenante, en terrenos donde nunca me hubiera imaginado antes. Ese milagroso intento de comunicación coincidió, en cierto período, con la bienvenida reapertura de nuestro propio país a la democracia, lo cual agregó, es claro, otro halagüeño ingrediente a ese diálogo; sin embargo, como dije, casi imaginario. Bastante atinado, entonces, tal vez, el título elegido para esta introducción a esos pocos fragmentos de aquellas muchas páginas, rescatados de entre tantos años de trabajo. Aunque al hacerlo tuve que dejar de lado otro donde me asumía, con la correspondiente modestia pero no por cierto sin algo de orgullo, como lo que he venido a resultar en estos temas: juez y parte. Y en ninguna de ambas acepciones, como siempre, y gracias a los dioses, en absoluto magistral y ojalá para nada solemne.

Con el fin de acentuar tan amenazado equilibrio (o desequilibrio), me imaginé alguna vez completar este breve volumen con una pequeña antología de aquellos de mis propios poemas que me parecen reflejar al go de eso que los maestros de antaño solían denominar, si se me perdona hoy la expresión, arte poética. Me consuela pensar que estos atisbos pueden resultar acaso de provecho no sólo para quienes se propongan escribir poesía sino, incluso, para quienes ya lo están haciendo y, ¿por qué no?, también para aquellos invalorables lectores en estado puro, sin segunda intención, en estos tiempos desdichadamente muy escasos al menos en mis lares. Pero, ¡atención!, si lo que se busca es algún grado de entrenamiento, informaciones útiles o apoyo práctico, será tal vez aconsejable rehuir estas páginas.

Claro que si la intención fuera, no sin correr el riesgo de como se dice– meterse en honduras, participar de una experiencia más bien visceral con respecto a la poesía moderna, que entre sus saludables consecuen cias bien puede hasta conducir al abandono de una vocación desorientada o desafortunada, aquí hay lugar para el asombro y aún para el espanto. Antes de concluir, una salvedad. Estos esbozos tienen por fortuna el haber sido originalmente publicados en mi propio país, donde (mucho me temo) la imagen del poeta y el espesor de su palabra no tienen ya casi curso, no funcionan, no encarnan como debería serlo en una comunidad y en una lengua.

 Quieran los eventuales y devotos lectores de otros ámbitos tomar en cuenta, entonces, que estas páginas fueron escritas en tierras donde la poesía, incluso la más exigente, puede quizá resultar algo así como voz en el desierto. Aunque intuyo que lo nuestro no es acaso más que el síntoma de un malestar, por desgracia, mucho y más ampliamente difundido. (Para terminar, ahora sí, un último descargo.

¿Me será permitido volver a emplear aquí, al frente de este libro, el mismo título que –hace ya algunos siglos– utilizó el luminoso Percy Bysshe Shelley para otras paginas, suyas, escri tas por supuesto con más intensidad y hondura? Que se sepa, entonces, al menos, no sólo que lo sé sino que me permito, muy modestamente, reiterarlo en su homenaje. Y en homenaje de aquella clara y valiente actitud suya de salir en defensa de la poesía aún en tiempos menos áridos y menos ácidos que éstos, los que hoy nos toca vivir). ¿Adónde va todo? ¿Ha heredado alguno de mis hijos mis sensaciones? ¿Pueden heredarse sensaciones, experiencias, conocimientos? Ingmar Bergman LAS PALABRAS SON APROXIMATIVAS Las palabras, me descubrí diciendo alguna vez, son aproximativas. En el doble –y magníficamente ejemplar– sentido de que, por un lado, nunca podrán colmarse totalmente de su significado, de que resultan instrumentos cuasi orgánicamente imprecisos pero, a pesar de eso, y quizá también por eso mismo, por el ansia que simultáneamente implican de colmar esa carencia, las palabras pueden servir asimismo para aproximarnos, para acercarnos entre nosotros.

Lo que todavía seguimos llamando poesía quizás extraiga (a mi modesto entender) sus posibilidades de aquella imperfección probablemente congénita, obtiene su riqueza de aquella pobreza, el relámpago de su iluminadora intensidad –cuando se logra– de aquella ambigüedad, de aquella oscuridad de los orígenes, e insiste en ofrecérselo a los otros, en volver disponible esa luz, en ponerla al alcance. Hija como vimos de la imposibilidad del lenguaje humano para decirlo todo níti damente, la poesía escrita intenta sin embargo decirlo todo, totalmente. 

REFLEJOS EN UN OJO CRÍTICO

 ¿Por qué juzgar cuando algo no requiere ser juzgado? ¿Por qué aplicar un ojo crítico, por más desapasionado y circunstancial que éste resulte, a un texto que se mantiene, de primera vista, fuera de su ámbito e influjo, en esa tierra de nadie donde reinan –soberanas– las buenas intenciones, los mejores sentimientos y hasta el pudor ingenuo o el pudoroso ingenio? ¿Cómo pretender juzgar lo que en realidad no puede ser juzgado, entre otras razones porque está más allá –o más acá– de lo que se supone es la materia alrededor de la cual gira el juicio? Y, por otro lado, ¿cómo no juzgar cuando a tantos otros, precisamente por devoción a esa compartida devoción por la poesía, se ha juzgado fraternalmente sí, pero con exigencia no pocas veces apasionada? Recibimos otro nuevo volumen. Su desnudez inerme se hace aún más flagrante por tratarse de un libro de poemas y, mucho más todavía, porque tanto en él hace prever no al habitué sino al primerizo, con todo lo que de honesta y bienintencionada pero igualmente flagrante inocencia ello permite presumir. ¿Desde dónde, entonces, juzgar? ¿Cuando ya resulta difícil, de por sí, intentar la evaluación del poema que se nos hace logrado, o del poema que nos parece fracasó a una cierta altura? Y ello con la plena conciencia de que se debería al canzar a ser más objetivo (por supuesto no sólo en la mera apreciación sino en la percepción más intensa del objeto), pero que es humanamente, absolutamente, desdichadamente imposible ser objetivo en estos asuntos? Un buen corazón es algo tan milagroso como un buen poema. 


LA ENFERMEDAD INFANTIL DEL CASTELLANO Es bien sabido que, como las personas, también los idiomas tienen su lado flaco. En el caso del nuestro, como lo prueban hasta hartarnos por ejemplo los excesos de Gabriel y Galán, Núñez de Arce, Espronceda o Campoamor, por citar sólo a algunos, el riesgo será siempre el de la verborrea, la ampulosidad, la grandilocuencia, la charlatanería, el hablar por hablar, el mero sonido retórico o banal. Por otro lado, una es felizmente la misma tradición de la poesía popular y de la gran poesía. Aún ahora, o al menos hasta hace poco, los campesinos españoles –como nuestros propios paisanos–, eran hombres de pocas palabras (y al mismo tiempo, hombres de palabra), y la copla que unió al Viejo Mundo con el Nuevo no es otra cosa que la concentración en pocas líneas de una verdad honesta cuando no profunda. Y los grandes poetas de la península, desde Gil Vicente hasta San Juan de la Cruz, desde los autores de los imborrables can cioneros galaico-portugueses hasta el mejor Quevedo, son también hombres de palabra concentrada, hombres de pocas pero irradiantes palabras. Además, y sin hacer de ello por supuesto y en absoluto un dogma, también una de las mejores vertientes de la mejor poesía moderna, aquella que ejemplifica por excelencia un Ungaretti, ha buscado en la ahincada brevedad, en la concentración profunda, conducir la palabra a esa “tensión que la colme de su significado” a la que sabiamente aludiera el inefable autor de L’allegria o II dolore. 

NUESTRA MORTAL MELANCOLÍA No con muchas precisiones, suele aludirse a nuestra cultura rioplatense como melancólica. Pero, si “corre una sombra doliente / sobre la pampa argentina”, como dijo Rafael Obligado, podría quizá no ser otra cosa que la elaboración –en sentido psicoanalítico– de aquella “sombra terrible” que, desde las primeras líneas de su Facundo, se propuso exorcizar Sarmiento. Y el mismo Esteban Echeverría, que alude al crepúsculo como “la hora de los tristes corazones”, supo advertir en El matadero el sustrato de violencia y horror (y consecuente absurdo) que anida en las entrañas de nuestra vida social. Esa fue una de las razones, probablemente, además de la mera competitividad natural, de que las camadas posteriores –comenzando especialmente por la del cincuenta– se refirieran por lo general peyorativamente al tono elegíaco e intimista predominante en nuestra llamada generación poética del cuarenta, intención crítica que se volvería aún más diametralmente opuesta con los fervores populistas y extrovertidos del sesenta, y que se mitigarían aparente mente en el setenta con la reaparición de un yo, pero esta vez critico (autocrítico, diría) y cargado de muy distintas resonancias. Todo lo cual vendría a ser cauterizado, en su momento, por la sangrienta cicatriz de aquella dictadura militar del Proceso. Pero si en arte “todo toma forma”, como bien dijo, magistralmente, Gaëtan Picon, y por lo tanto no resulta evidentemente lo mismo una elegía de Rilke que un lamento de Amado Nervo, pongamos por caso, tampoco el mero tono elegíaco o doliente autoriza de por sí a un juicio directamente adverso. La conciencia de nuestra condición mortal y, en consecuencia, de la fugacidad de la vida humana y de lo efímero de nuestras ansias e inquietudes, es una característica diríamos fundamental de nuestra especie, y aparece en las más recónditas y distantes literaturas. Lo importante, no sólo en arte, es qué se hace con ella. Dos poéticas logradas que surgen en el cuarenta pero que se proyectan mucho más allá, y no sólo en el tiempo, como las de Olga Orozco o Enrique Molina, por ejemplo, permiten rastrear legítimamente a lo largo de ambas trayectorias la presencia de un clima elegíaco que se consuma asumiendo distintas modalidades y significaciones, incluso contradictorias. Lo que se reprocharía también al cuarentismo, además, y por supuesto generalizando, sería el disponer de una actitud elegíaca, más o menos permanente, continuada, casi programática, y que vendría a convertirse así no sólo en la auténtica expresión de problemas individuales, del mero yo, sino en actitudes sociales, culturales, civiles y hasta políticas. Una reiterada, insistente actitud elegíaca, por ejemplo, permitiría extrapolar la conciencia de la fragilidad y futilidad de nuestra condición personal a la de un destino manifiesto (a la inversa, negativo) de nuestro país, nuestra sociedad y nuestra cultura, que aparecerían predestinados a una supuesta eterna errancia desdichada, con lo que esto podría suponerse como coartada para una actitud pasiva, conformista, resignada. Como vemos, pues, aun aceptando la innegable autonomía de la obra de arte como forma viva, y de su propia organicidad intrínseca, resulta imposible –quizá por esa misma organicidad, común a todo lo viviente–, especialmente en las artes de la palabra, sustraerse o negarse a sus muchas implicaciones.

 LOS CLÁSICOS ESTÁN VIVOS Hubo una época en que se pudo imaginar a los clásicos como aquellos que habían asumido un estado ideal, prácticamente idílico, casi un limbo más allá de todas las contaminaciones e impurezas. Pero hoy sabemos –y no es casual que lo sepamos ahora– que clásico sólo es justamente aquel capaz de continuar vivo, contagioso, actuante, sanamente virulento. Quevedo (por ejemplo) no es un clásico tranquilo, quieto, sosegado. Las muchas y encontradas pasiones que habitaron su vida de hombre habitan también su obra, como debe ser, y a través de ella, en ella, nos llegan con la misma pasión, con el mismo ardor, el mismo ímpetu. Aún seguimos teniendo cuestiones con Quevedo, y esa es una de las pruebas más irrefutables no tanto de su perennidad, inequívoca, sino de su admirable, envidiable vigencia.

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