Maestros
Balzac Señoras
y señores: No conozco ensayo más hermoso sobre una ciudad que el de Walter
Benjamin, titulado París, capital del siglo XIX.
Benjamin, el producto más acabado de la civilización alemana de su época, fue
una víctima del nazismo que murió al filo de la noche, entre la espada y la
pared, suicidado por la historia. Es, acaso, el más grande ensayista de nuestro
siglo y sus palabras sobre París, la ciudad que él soñó y perdió en la muerte,
me servirán de guía para acercarme a los problemas que trataremos en este
curso: identificación, percepción y nominación del sujeto y el objeto
literarios en el movimiento de desplazamiento.
Ciudad cerrada, ciudad abierta;
ciudad virgen, ciudad desflorada. El paisaje moderno, nos dice Benjamin, es el
pasaje comercial inventado en París en el siglo XIX: una naturaleza de
vidrio y fierro, los elementos modernos que la revolución industrial añade al
aire, al agua, la tierra y el fuego clásicos; vidrio y fierro contra la
quebradiza opacidad de la pobreza antigua, las ventanas cubiertas de papel
aceitoso, las chozas asfixiadas, sin ventanas, pozos de humo oscuro.
El pasaje comercial, dice Julio
Cortázar en el cuento del mismo título, es “el otro cielo”; se convierte en “la
caverna del tesoro”: una caverna luminosa, accesible a todos.
El pasaje comercial es interior
y es exterior. Adentro, protege de la inclemencia del tiempo, permite pasearse
a toda hora bajo los techos de vidrio y fierro; afuera, permite mostrar
públicamente la mercancía, ofrecerla y protegerla a la vez.
Subterráneo de vidrio: el
pasaje comercial muestra y nos muestra al tiempo que nos encubre y aprisiona.
Aproximación del paraíso: puede llover en el otro mundo, dice Cortázar, en el
mundo del “cielo alto”; no aquí, en este segundo cielo, más cercano, que es el
de las galerías Vivienne en París o Güemes en Buenos Aires. “Los pasajes y las
galerías han sido mi patria secreta desde siempre”, confiesa el protagonista de
Todos los fuegos el fuego. Y en Ese
oscuro objeto del deseo, de Luis Buñuel, las imágenes culminan
misteriosamente en esas galerías con luz de esperma: el protagonista de la
película, Fernando Rey, se aleja por una galería comercial con un costal al
hombro. ¿Qué acarrea el héroe del consumo hacia el tiempo consumido por la
palabra que no tardará en aparecer en la pantalla: FIN?
El fetichismo mercantil, nos dice Walter Benjamin,
alcanza su culminación en las llamadas ferias mundiales, ocasiones
excepcionales, Navidades de Mercurio, Ascensiones y Epifanías del universo
comercial cuyas manifestaciones cotidianas —la misa mercantil— serán las
galerías y los grandes almacenes a los que tan misteriosamente nos desplazan
Buñuel y Cortázar.
La primera feria mundial moderna
tuvo lugar en París en 1798 en medio y como parte distintiva de la Revolución
francesa. ¿Pan y circo del segundo directorio? Sí, pero algo más también: dos
percepciones diversas de lo que sería, de allí en adelante, el mundo de las
cosas, la galaxia mercantil: los organizadores revolucionarios entienden
ofrecerle al pueblo de París una diversión; para el pueblo, en cambio, la feria
comercial es vista como una emancipación. El valor de la mercancía es
transformado por esta operación cuasi-sagrada: la revolución industrial, hija
pragmática de la ideología revolucionaria, va a ofrecer una cantidad y variedad
de objetos sin precedente a un número y variedad creciente de ciudadanos. No
bastará con que esas cosas sólo sean usadas y desechadas prontamente; primero,
deben poseer un valor metapecunario: deben ser percibidas, identificadas,
nominadas como símbolos, fantasmagorías placenteras, sublimaciones del ego,
distracciones que nos recompensan de un trabajo que por ser más libre se ha
convertido en más desvalido, de una política que con ser más igualitaria no ha
sido más solidaria, de una sociedad que con declararse más fraternal no ha
provocado menos sentimiento de enajenación.
La ley Le Chapelier —el primer
acto legislativo de la Revolución francesa— disuelve las corporaciones
profesionales y artesanales y entrega a los trabajadores a la penumbra
cenicienta de las fábricas de Dickens y de las cárceles de Balzac: será libre
quien sobreviva en un mundo sin más ley que la voluntad individual, sin más
límite que la ambición personal, sin más recompensa que la ganada en esta
tierra y convertida enseguida en objeto vendible, comprable, atesorable pero
también mirable y sobre todo admirable.
Las antiguas peregrinaciones
religiosas a Santiago y a Canterbury se transforman en las peregrinaciones
mercantiles a las ferias mundiales. Varias de ellas —en este siglo y el pasado—
se celebran en París, convertida en capital del lujo, monopolizadora de la
elegancia y la profusión de objetos que el mundo desea. Hoy más barata, cercana
y democrática, esa opción la ofrecen Houston, Dallas y Miami o aun más
modestamente Perisur. Pero entonces como ahora, para el comprador potencial que
en todo caso siempre es espectador primero, la mercancía es diversión — entertainment, show business— y para el empresario, séalo
de mercancía o de espectáculo, el espectador es su mercancía. (Trasladado
brutalmente al terreno político, esta simbiosis de mercantilismo y espectáculo
explica sobradamente la elección, en los Estados Unidos, de Ronald Regan.) La
prensa moderna, nos dice Benjamin, aparece para organizar el valor de la
mercancía, darla a conocer, informarnos qué cosas son deseables y, sobre todo,
cuáles son nuevas, para ti, sólo para ti, cliente, elector, mi semejante, mi
hermano.
En Las
ilusiones perdidas y en La piel de zapa de
Balzac, la prensa aparece como una nueva forma de conspiración: una
conspiración alegre y sin peligro, la llama Benjamin. En nuestros días, el
sociólogo norteamericano C. Wright Mills hablaría del producto final de esta conspiración
sonriente de prensa y mercancía, y lo llamaría “el Robot Alegre”. Pero para el
siglo XIX que nos describe Walter
Benjamin, la novedad no provocaba un sentimiento de adormecimiento, sino de
liberación. Aún lo produce, pero hoy somos robots que aceptamos alegremente
nuestra cómoda esclavitud; para el ciudadano emancipado y en ascenso del siglo XIX, para Rastignac en
París y para Pip en Londres, la transformación de la mercancía en diversión era
un hecho revolucionario y liberador.
El París descrito por Benjamin
se celebra a sí mismo con fotografías y, siempre, más y más mercancías. El
barón Haussmann condena a muerte la vieja ciudad medieval y abre las grandes
avenidas —la Avenida de la Ópera, los bulevares de las Capuchinas, de los
Italianos, de Courcelles— que permitirán un tránsito más expedito para quienes
compran cosas pero también para quienes las roban: Arsène Lupin, el caballero
ladrón, escapará más fácilmente gracias a las anchas avenidas que comunican los
centros del poder social y mercantil parisino.
En cambio, los revolucionarios
potenciales ya no podrán levantar barricadas en los anchos espacios de los
grandes bulevares. La ciudad de las revoluciones de 1789, 1830 y 1848 es
demolida: adiós, Los miserables, adiós, La educación sentimental, adiós, la Historia
de dos ciudades. Nunca más tejerá Mme. Defarge
junto a las guillotinas, ni saldrá Jean Valjean a buscar a Marius entre las
barricadas del Faubourg St. Antoine, ni contemplarán los ojos inocentes y
tristes de Frederic Moreau la caída de los Borbones en medio del furor de
julio.
La lucha de clases ya no tendrá
lugar. La Europa burguesa, después de la explosión de 1848 —el ardiente fiel
histórico del siglo XIX europeo, pero también su
albergue español adonde cada cual lleva lo que ya tiene— cree llegado el
momento de la paz perpetua. En cambio, Marx lee en las revoluciones del año 48
un proceso de diferenciación irreversible dentro de la unidad
anti-aristocrática fraguada por la revolución de 1789 —que, a su vez, fue un
resultado de la ruptura del convenio secular entre la realeza y el Estado
llano: nunca hay política sin alianzas.
Los intereses dejan de
coincidir. Las diferencias sociales se acentúan y —escribe Marx— la burguesía
percibe “claramente que todas las armas que había forjado en su lucha contra el
feudalismo voltearon sus puntas contra ella, que todos los dioses creados por
ella la habían abandonado”. Sin embargo, ni Bismarck ni Francisco José ni Luis
Napoleón ni la reina Victoria parecen muy asustados por este estado de cosas. El
desplazamiento que asegurará la paz interna se llamará, por un lado, crítica
que al igual que la revolución burguesa ha sido la más profunda y fuerte de
todas las revoluciones —y la más duradera y liberadora también— porque para
establecer su sistema ha tenido que criticarlo con libros, escuelas,
sindicatos, partidos, parlamentos que son la salud del sistema porque atacan
críticamente al sistema. El sistema del sistema es la crítica del sistema.
El otro desplazamiento es
internacional y se llamará imperialismo. El proletariado nacional será menos
explotado que el proletariado colonial. Las insurrecciones y las represiones ya
no tendrán lugar en Europa, sino en Argelia, México e Indochina. Los dictadores
del mundo colonial perpetúan esta gran ilusión: Porfirio Díaz es el más acabado
ejemplo de la paz en las colonias, el orden y el progreso, el Paseo de la
Reforma a cambio del Bulevar de las Capuchinas y el Puerto de Liverpool a
cambio del Bon Marche.
Pueden encontrarse todos los
paralelos que se quieran entre el segundo imperio francés y el porfiriato
mexicano, su sucesor republicano y colonial en las Américas, pero ni los
bulevares de Haussmann, construidos para proteger a la ciudad contra la
violencia civil, impidieron la explosión de la Comuna de París; ni los saraos
del Centenario y los penachos del ejército federal impidieron la explosión de
1910 en México, encumbros del imperio de Maximiliano y la República de Juárez.
Cuando París era la capital del
siglo XIX, la golosina de los pasajes
comerciales era muy dulce, las ferias mundiales sagradas, la prensa excitante y
seductora. Y, sobre todo, la creciente clase media de Europa obtuvo por primera
vez posesión de la mercancía misma a través del dinero, y posesión de la
identidad propia a través de la fotografía. Voy a estudiar estos dos aspectos y
los problemas que proponen a la literatura, en este orden.
Primero, las cosas, la historia
de las cosas.
Luis Felipe, el monarca
burgués, es el primer rey que posa en pantuflas. El cuadro que lo describe
sentado junto a su chimenea, rodeado de su mujer e hijos, no sólo establece el
ánimo democrático de la Monarquía de Julio. Es quizás el primer cuadro de un
rey sin corona, sin armiño y sin cetro, aunque no desnudo. Sus posesiones son
las de cualquier burgués acomodado: el rey vive como el banquero Nucingen o
como el comerciante Birotteau en las novelas de Balzac. El rey tiene un
interior: el interior hogareño se convierte en símbolo de la interioridad
anímica. El rey ya no está en su palacio, sino en su casa. Trabaja en su
palacio; vive en su casa. La Revolución francesa, en
cierto modo, culmina en la célebre pintura de Luis Felipe: el trabajo y la vida
han sido separados. Si el rey sale de su casa para ir al trabajo, ¿cómo no ha
de hacerlo el obrero para ir a la fábrica, cómo no ha de hacerlo el antiguo
peón de la tierra para abandonarla y pasar a la industria urbana? Vivir donde se trabaja —ese signo de la artesanía— traduce las
ocupaciones bajas, inseguras, tradicionales o excéntricas: zapateros y
enterradores, abarroteros y escritores, la bohemia en su mansarda y el herrero
en su covacha. La revolución industrial es un traslado masivo del trabajo del
hogar artesanal a la fábrica impersonal —en nombre de la libertad individual,
se trueca una forma de colectivismo por otra.
El interior —real y simbólico—
es el lugar donde tenemos nuestras cosas: nuestros valores. El arte del siglo XIX, indica Walter
Benjamin, tiene lugar en interiores. La gente compra, colecciona, amasa,
sofoca: es la época de los salones recargados hasta la saciedad delirante;
entrar a ellos es como verse obligado a comer cien pasteles de vainilla con
cerezas y crema chantilly.
La fotografía nos dejará
orgullosas, enfisemáticas pruebas de este encierro lúgubre que es, en cierto
modo, el escenario elegante de la tuberculosis, la sífilis y la melancolía
mortal, las enfermedades rampantes del siglo XIX. La gente se viste
como sus interiores: capas y más capas de cosas, corsés, corpiños, polisones,
cachorones, gorros de dormir, chalecos, polainas, bastones, sombreros de copa,
bombines, gorras acechavenados como las de Sherlock Holmes, sombreros de pluma
como los de Sissi la emperatriz de Austria.
Estos interiores que en Francia
se llaman tarabiscoteados, en Inglaterra y en Estados Unidos; jengibres, son la
vitrina secreta de las cosas amasadas, atesoradas para ser mostradas a los
demás en una especie de semi-virginidad entre afuera y adentro: las cosas, como
las relaciones sexuales, pueden preferir la endogamia o la exogamia y son
quizás las grandes familias de los robber barons, los
barones ladrones, de los Estados Unidos quienes con mayor gusto exhiban
exteriormente sus interiores: los Gould, los Carnegie, los Stanford, los
Harriman y sobre todo los Vanderbilt, cuyos palacios sobre el Hudson y en la
playa de Newport tienen recámaras chinas, persas, versallescas, florentinas,
sevillanas: el mundo entero puede ser comprado, ya no hay tesoros escondidos
que no puedan ser extraídos del centro de la tierra y exhibidos, mostrados,
celebrados como en la cena de los Astor en Madison Square Garden de Nueva York,
donde las 400 familias del capitalismo decimonónico norteamericano se hacen
fotografiar mientras cenan, vestidos de frac y crinolinas, a caballo, servidos
por mozos de librea que deben estirar el cuello y los brazos y evitar las coces
y que también figuran como posesiones privilegiadas y mostrables. Río abajo, en
Hyde Park, viven los millonarios modestos que hacen sus propias camas y
obedecen las reglas del puritanismo fundador. Su nombre: Roosevelt. Su hijo: el
millonario renegado que les va a quitar sus “cosas” a los Rockefeller y a los
Vanderbilt.
La gigantesca redistribución de
la riqueza y la nueva organización del trabajo prohijadas por la Revolución
francesa y por la revolución industrial convierten el dinero y el trabajo en
temas centrales de nominación, identificación y percepción en la novela del
siglo XIX. Me limito al autor que con
más delirante actividad bautizó a su tiempo: Dickens. En su obra abundan los
nombres metálicos, cobre de Copperfield, níquel de Nickleby, plata de
Silverstone, bronce de Sampson Brass; los nombres cortan como el pedernal de
Jeremiah Flint y como la profesión del Dr. Slasher, el rebanador; la siderurgia
se apropia del nombre de Tom Steele, la bolsa del de la señora Joe Pouch, y Mr.
Price, el señor Precio, es un prisionero por deudas en la novela de Pickwick. Heep, el hipócrita, es cosa amasada y Scrooge, el
avaro, da su nombre a su vicio en el diccionario de los neologismos creso
industriales.
Balzac, lo sabemos, es el gran
novelista del dinero. Sus héroes comparten con los de Stendhal, Dickens y
Thackeray, la ausencia de pasado, la novedad histórica y la voluntad de ser. La
descripción de objetos y de interiores adquiere gran relieve en todos estos
autores; pensemos por un instante en algunas grandes escenas como el salón de
la Sanseverina en La cartuja de Parma de Stendhal, la
casa de los millonarios arribistas, los temibles Veneering, en El amigo mutuo de Dickens, el baile la víspera de Waterloo
en La feria de las vanidades de Thackeray. Pero acaso
sólo Balzac supo transformar radicalmente la posesión en símbolo, la cosa
inerme en vida y en muerte, cumpliendo así el deseo secreto del poseedor: que
la cosa que yo poseo sea tan mía que tenga, también,
lo que yo poseo para perder y ganar: mi vida y mi muerte.
La
piel de zapa,
escrita en 1831 —es decir, al principio de la carrera de Balzac—, preside la
vasta arquitectura novelesca de La Comedia humana
porque contiene las dos vertientes de la obra balzaciana: la vertiente social
de los estudios de costumbres (Papá Goriot, Las ilusiones perdidas, Eugenia Grandet,
Los parientes pobres) y la vertiente fantástica de
los estudios filosóficos (Louis Lambert, La búsqueda del absoluto, El elixir de
larga vida). “El novelista de la energía y la voluntad”, como lo llamó
Baudelaire, es también el novelista de un duelo con el terror, como definiría
Roger Caillois a la literatura fantástica.
La energía que prodigan los
personajes en ascenso de Balzac produce ciertos resultados deseables:
expansión, ascenso social, ganancia financiera, estimación social, fama. Pero
estos resultados van acompañados de otros nada deseables: desgaste, retroceso,
envejecimiento, pérdida. La piel de zapa es el símbolo balzaciano de la cosa suprema, casi una cosa en sí,
una posesión que aumenta nuestras posesiones a la vez que nos desposee de la
vida y nos ofrece la cosa final, la posesión eterna: la muerte.
Para el protagonista de la
novela, Rafael de Valentin, un joven de buena familia y de pésimos recursos,
esta posesión-desposesión se inscribe en una percepción que es la del absurdo.
Acaso el protagonista de La piel de zapa sea el
primer héroe del absurdo moderno y no es fortuito que este absurdo tenga que
ver con la posesión de las cosas. El viejo anticuario que, para deshacerse de
ella, le ofrece la piel de onagro a Rafael, le advierte que su posesión puede
asegurarle al dueño una vida breve, intensa y ardiente, o bien una vida larga,
tranquila y sin pasiones. Pero para tener la vida larga, la condición es no usar la piel; es decir, no gozar de la
propiedad. En cambio, la vida breve será el resultado del uso de lo que
se posee: la piel de zapa.
Rafael de Valentin tiene plena
conciencia de que la afirmación de su ser (y de su propiedad) le aproxima
velozmente a la muerte. Pero descubre también que hay dos formas de la muerte.
Nos creemos libres, dice Rafael; en realidad sólo escogemos entre la
destrucción y la inercia.
El protagonista es autor
—eterno, inconcluso autor— de una teoría de la voluntad: es el autor, vale
decir, de un libro sobre el tema de la novela dentro de la novela. Es el hijo
burgués, decimonónico y post-revolucionario de Cervantes, de Sterne, y de
Diderot, tres fundadores radicales de la narrativa moderna que se apresuran a
demostrarnos que toda novela se contiene a sí misma no sólo como texto
explícito sino como reflexión crítica sobre ese mismo texto. Este matrimonio de
la forma y su reflexión adversaria que es lo propio de las novelas cómicas de Don Quijote, Tristram Shandy y Jacques el fatalista, asume en La piel
de zapa el ropaje lúgubre de una parca paseándose en medio de un baile
lujoso.
El baile de La
piel de zapa es, a un tiempo, el de la muerte y el de la vida —pero la
vida es carnaval explícito, pasión que la consume y la aproxima a la pérdida de
sí. “Muero porque no muero”: lo contrario también es cierto, vivo porque no
vivo, y en el corazón de esta simbiosis inevitable Balzac coloca el tema de la
posesión de las cosas y de la pérdida de esa posesión como un mito, el de Tántalo, condenado a jamás gustar
verdaderamente de los frutos y el agua que tiene, casi, al alcance de sus
labios: v. Quevedo —“delgada sombra, denigrada y
fría, ves de tu misma sed martirizarte”— y como una actividad:
el juego, la apuesta brutal sobre vida y muerte, la ruleta que quita o da lo
que poseemos. Y lo que poseemos, en el mundo de Balzac, en la capital del siglo
XIX, es lo que somos.
Novela del siglo XIX y sus posesiones, La piel de zapa lo es también por su construcción lírica.
Como una gran ópera, la narración de Balzac tiene un primer acto en un casino,
donde las cosas se ganan y se pierden física, monetariamente; un segundo acto
con el anticuario que salva de la ruina a Rafael ofreciéndole el talismán: la
piel de zapa que se reduce con cada deseo cumplido por ella en beneficio de su
poseedor; y un acto final en la orgía prolongada de la propiedad y la muerte,
en la que Rafael lo adquiere todo y lo pierde todo a través de su talismán.
Balzac logra una extraordinaria
tensión entre el elemento temporal y el elemento espacial de su novela. Esto es
necesario en dos sentidos. En tanto novela mítica, La piel
de zapa requiere un tiempo, pero en tanto novela simbólica, requiere un
espacio determinado.
El espacio simbólico de La piel de zapa es la piel de zapa. El objeto duro y feo
que el anticuario entrega a Rafael se convierte en un objeto suave y dúctil,
como un guante, apenas lo toca su nuevo propietario. Pero cuando Rafael,
horrorizado ante las propiedades de su riqueza suprema, quiere destruirla, el
talismán revierte a su dureza inquebrantable. A medida que se cumplen los
deseos de Rafael, el espacio de la piel se reduce; pero también se reduce el
tiempo de Rafael: la voluntad del héroe es anulada por el cumplimiento de sus
deseos.
“Jamás —dice su criado,
Jonathan— jamás le digo, ¿desea Usted?, ¿quiere Usted?… Estas palabras están
prohibidas en la conversación. Una vez, se me escapó una. ‘¿Quiere matarme?’,
me dijo mi amo, encolerizado.”
Pocos instantes de terror y
absurdo interdependientes se asemejan al momento baladí y estremecedor de esta
novela de Balzac, en el que un camarero le dice al protagonista: “¿Quiere Usted
más espárragos?”
La manifestación de la
voluntad, en este caso, es no sólo absurda: es mortal.
En esta novela desesperada, el
tiempo y el espacio, el mito y el símbolo, la posesión y la desposesión, la
vida y la muerte se reúnen finalmente en la pasión erótica. Ésta es tanto más
poderosa cuanto es más escondida. Al contrario de la avalancha de cosas, de
objetos, de posesiones que significativamente decoran los teatros, las salas de
juego, las tiendas de antigüedades, los bailes, los salones y los hoteles de
este París del primer año de la Monarquía de Julio, la presencia y el uso
erótico en La piel de zapa se esconden, no se
muestran; apenas dicen una o dos palabras. Pero esas palabras poseen un secreto
tal —el de su único lugar de encuentro de todo lo que, en el resto del libro,
al tocarse huye de nuestras manos como los banquetes fugitivos de Tántalo— que
nos estremecen más que si ocurriesen en un bulevar, fuesen mostradas en una
galería comercial o, finalmente, terminasen fotografiadas por los señores Nadar
y Daguerre y sus descendientes, prontos a apropiarse, cámara en mano, de todas
las imágenes visibles de la modernidad.
Pero el sexo en Balzac es casi
invisible. Quizás por esto el siempre equivocado (y por eso consagrado, ya que
sus errores revelan las virtudes de lo que critica) Sainte-Beuve llamó a La piel de zapa “Libro pútrido, apestoso”. Porque aquí la
poesía carnal es vista a través de dos mujeres. La cortesana Fedora es una
mujer cínica pero triste porque posee “una memoria cruel” y esa mujer que se
entrega a todos no se entrega a Rafael de Valentin: el héroe agónico de La piel de zapa lo deseará todo, salvo la entrega erótica
de Fedora. Es decir: nunca le pedirá esto a su talismán. A Fedora quiere
tenerla sin la piel de zapa. Esto es imposible:
Fedora sólo es obtenible artificial, mágicamente. La posesión de Rafael se
reduce a una soberbia escena de voyeurismo: Fedora se
desviste lentamente y Rafael la espía a través de los velos de gasa de su
recámara.
La ópera es cuestión,
finalmente, de telones. El erotismo con Fedora sólo es concebible con una
cortina, un velo, de por medio. Nos lo dice el propio Rafael desde antes de
conocerla, con palabras que suenan a pronóstico borgiano: “Yo me creé una
mujer, la diseñé en mi pensamiento, la soñé”.
Como en Las
ruinas circulares de Borges, el objeto del deseo es otro deseo: el hijo
del soñador no sabe que es soñado por su padre y el terror del padre es que el
fantasma descubra “no ser un hombre, sino la proyección del sueño de otro
hombre”. El humillante vértigo de esta situación es salvado cuando el padre
descubre que él, también, es soñado: es decir, que él también es deseado.
Balzac no trasciende la
creación de Fedora por el deseo de Rafael con la nitidez mítica empleada por
Borges; prefiere apelar a la sustitución del objeto sexual por el fetiche.
Rafael de Valentin elimina el
cuerpo de Fedora al obtener el objeto que podría comprarla; en vez, la piel de
zapa sustituye el cuerpo de Fedora y se convierte, en las palabras de Freud, en
“la prueba del triunfo sobre la amenaza de la castración y una salvaguarda
contra ella”; posee, asimismo, la cualidad fetichista de ser ignorada y en
consecuencia permitida: nadie le prohíbe a Rafael tener su piel de zapa porque
la significación del talismán es desconocida. Nadie le prohíbe, en otras
palabras, ser dueño de su propia muerte.
Fedora significa castradora:
tal es su fama, su renombre. Rafael la desea pero
teme la mutilación: la piel de zapa es el fetiche que sustituye a Fedora. Sólo
que esa sustitución no es la de un objeto sexual por otro, sino la del sexo por
la muerte. El desplazamiento del erotismo a la mortalidad abre la brecha de una
identificación que Rafael sabe pasajera: ¿puede conocer el amor a pesar de Fedora y a pesar de la piel de zapa?
La sorpresa erótica de La piel de zapa es que la plenitud sexual le es reservada a
la heroína pura y virginal, Paulina. Paulina, como Lillian Gish o Blanca Estela
Pavón, adora de lejos a su novio y no se atreve a declararle su amor, le
plancha en secreto sus camisas y deja de comer un pedazo de pan para
compartirlo con él. Esta figura del clásico melodrama populista es convertida
por el genio de Balzac en la más estremecida figura sensual de sus novelas:
convertida en heredera millonaria, Paulina, que sufrió la pobreza con Rafael,
compartirá con él, en la riqueza, la pasión y la muerte al fin identificadas.
Su primer orgasmo en brazos de Rafael merece, acaso como ningún otro en la historia
de la novela, el nombre francés de “la pequeña muerte”: anuncio de la gran
muerte de este héroe que no puede escapar a la muerte aunque escoja la vida.
Porque al entregarle un placer total, Paulina se convierte en el deseo total de
Rafael y desear totalmente, para él, es morir totalmente.
Paulina la dulce, y no Fedora
la cruel, mata a Rafael porque no le permite vivir sin desearla —no le permite,
más bien dicho, morir sin desearla. El coito final
entre los dos amantes es a la vez una lucha con la pequeña y con la gran
muerte; Rafael se arroja sobre Paulina desnuda con “la ligereza de un ave de
presa” y busca palabras para “expresar el deseo” que devora “todas sus
fuerzas”; pero de su pecho, ahora, sólo salen “sonidos estrangulados”.
Incapaz de palabras, Rafael
muerde el seno de Paulina y la novela culmina cuando el criado, Jonathan, acude
a los gritos de Paulina e intenta separarla del cadáver que la posee en un
rincón de la recámara.
Una vez, al principio de su
jubilosa carrera, Balzac dijo sobre sí mismo: “Sería curioso que el autor de La piel de zapa muriese joven”. A mí esta novela me
conmueve también porque preside la obra y la vida de su autor. Es decir:
preside su tiempo. Balzac murió a los 50 años de edad, pocos meses después de
su siempre aplazado matrimonio con la condesa Hanska, aunque sus palabras
finales consistieron, primero, en llamar al ficticio doctor Horace Bianchon, el
médico de cabecera en varias novelas de La Comedia humana
— nominación— y enseguida —identificación— exclamar: “¡Dios mío, 500 mil tazas
de café me han matado!”
La percepción real de esta
individualidad, la de Honorato de Balzac, inmersa en un mundo donde los objetos
aparentan dar la vida y en realidad reservan la muerte, es inseparable de la
novela donde Balzac eleva la cosa al nivel simbólico,
convierte el objeto puro en sujeto impuro y vence a la muerte con la
literatura. Porque sólo una cosa es cierta en el combate, ya no entre Rafael de
Valentin y la piel de onagro que lo derrota, sino entre ésta y la novela de
Balzac: la piel se encoge, pero al mismo tiempo la novela —la escritura— se
amplifica.
En una carta a la duquesa de
Aforantes, quejosa de que Balzac no la visitase con más frecuencia en su casa
de campo, el novelista le dice: “No pienses mal de mí: trabajo de día y de
noche. Y sorpréndete de una sola cosa: aún no he muerto”.
Balzac ha nombrado, en La piel de zapa, a una cosa que es la muerte: el talismán
de la piel de onagro; ha percibido que la posesión ofrece vida y otorga muerte;
pero no ha sabido identificar estas realidades literales y simbólicas sino en la medida en que ha sido capaz de identificar su
novela, La piel de zapa, como un texto, como una
estructura verbal que contiene y da permanencia a cuanto se rehúsa a tenerlos:
la fugacidad de la vida como posesión de las cosas.
Ahora, permítanme terminar esta
primera conferencia, que muy conscientemente he querido radicar en la historia
de las cosas para progresar desde ese extremo al otro, el de la historia de las
palabras y de las personas que las dicen que, en efecto, para el ciudadano
emancipado y en ascenso del siglo XIX, la transformación de
la mercancía en diversión era un hecho revolucionario, liberador y, Helas!, pasajero: Madame Bovary cierra el drama del
optimismo mercantil: es una mujer que necesita tener más y más para sentir que
es más y más.
Imaginemos, sin embargo, a Emma
Bovary provista de una tarjeta de crédito de la American Express. Su apetito
por las cosas no hubiese sido menor que en la Francia provinciana del siglo
pasado, sus deudas tampoco, pero acaso su destino hubiese sido distinto. Pero
la literatura se adelanta siempre a la historia para decirnos que lo que parece
un destino diferente es sólo un destino aplazado. Una buena mañana, armado de
valor, el doctor Charles Bovary (Chabovary, como le decían sus condiscípulos)
le retira a su mujer la tarjeta de crédito. Es decir: la devuelve al siglo XIX, la entrega en manos
de los prestamistas sin escrúpulos y el destino literario, a pesar de todo, se
cumple.
Drama universal y permanente,
el de la heroína de Flaubert es el de una falsa percepción que conduce a un
divorcio de la identidad entre las palabras y las cosas: la analogía, faro y
fardo de la aventura quijotesca, se disipa cada vez más en el mundo de la
diferenciación infinita del siglo XIX y Emma Bovary es su
víctima: Emma Bovary muere porque no puede colmar la distancia entre la
percepción sicológica determinada por las palabras románticas que ha leído y la
percepción sociológica de los silencios tediosos impuestos a una espera de
médico de provincia.
El precio para colmar esa
distancia se llama cosas, objetos, mercancías para atiborrar al mundo con lo
nuestro. Pero el mundo, misteriosamente, devora nuestras
cosas y vuelve a presentarse, cada vez, como un vacío. Entonces tenemos que
atiborrarnos de algo que nadie puede quitarnos: la mercancía invisible, la
muerte, provocada por la mercancía indigerible y por ello entrañable:
el veneno.
Pero no todos los propietarios
son, como Madame Bovary, una heroína, también nombre de droga, endrogados, como
esta Quijotita con faldas, por la certidumbre de que lo que leen es la realidad
literal. NO; generalmente, un propietario
del siglo XIX, cuando se da cuenta de que
una cosa ha desaparecido de su lugar, ya no está y
quizás ya no es, llama a un detective para que la
encuentre y la restituya a su propietario y a su lugar. Así nace la literatura
policial en el siglo XIX, y por eso nos ocuparemos en
la siguiente ocasión de Edgar Allan Poe. Pues, naturalmente, tener tantas cosas
es también tener miedo de perderlas.
Las cosas se ofrecen al consumo
que es la suerte final de la posesión, y el uruguayo Lautréamont nos dice, que
“los almacenes de la Rue Vivienne exhiben sus riquezas ante la mirada
maravillada”. Ésta es la misma galería de la Rue Vivienne que el argentino
Cortázar empleará, como lo recordé, en Todos los fuegos el
fuego: extraño puente entre el río Sena y el Río de la Plata por el que
transitan las figuras de la imaginación no novelesca, portadoras, a la vez, de
la realidad material descrita y de la realidad imaginaria deseada. Todo gran
artista, al cabo, no sólo describe la realidad, sino que la funda.
Balzac fue el fundador de una
realidad sorprendida en el acto de crearse a sí misma. Él la dotó de energía,
vitalidad, exuberancia, sí, pero también de esa sabiduría que nos sabe
descendientes de la muerte a fin de asegurar la continuidad de la vida.
Trinity College,
Dublín, Irlanda
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