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viernes, 7 de noviembre de 2025

13 NOCHES CON JESÚS QUINTERO Y ANTONIO GALA FRAGMENTOS.


 

—Todas las religiones nos prometen el paraíso, ¿no?

   —Es natural, es un buen gancho, un banderín de enganche fabuloso. Para ser perfectamente feliz, la felicidad tiene que ser eterna, tiene que durar, y la felicidad de este mundo es racheada, son efluvios, presentimientos. Entonces, el hecho de prometer una eternidad feliz, un bien sin mezcla de mal alguno, como el paraíso, por una parte, es un buen estímulo para hacer el bien más o menos organizado por los poderosos. O, al que haga el mal, prometerle el mal sin mezcla de bien alguno, que es el infierno.

***

—¿Y no da vértigo pensar en la eternidad?

 

            —Nuestros ojos son humanos y la eternidad no está hecha para ojos humanos. Excede la razón, pero no la contradice. El mismo vértigo podía darnos pensar en las inmensidades, en el infinito del cosmos, en los agujeros negros, en los cientos de millones de galaxias… Levantar los ojos y ver eso también da vértigo.

***

—¿Cambia la visión de la muerte con el paso de los años, Gala?

 

            —Supongo que sí. Entre otras cosas, porque la gente muy joven no tiene idea de la muerte. Un niño, por ejemplo, no se va a morir nunca, aunque se muera al día siguiente, aunque le caiga de pronto una teja y lo mate, mientras que la gente ya mayor ve la muerte más cerca. Somos los novios de la muerte, permítame decirlo, como los legionarios. La muerte es nuestra prometida. Está al final del camino, lo que sucede es que no sabemos cuánto dura el camino, y probablemente esperamos que ella esté al final; es decir, en la vejez. Pero ¿y si ella anda a la inversa el camino que nosotros recorremos? Viene la prometida, nos pone una mano en el hombro, nos toma la mano con la suya, nos mira a los ojos y dice: «Vamos». Estamos en ese camino entreteniéndonos, distrayéndonos un poco con la música, con las flores, con el amor, y es hermoso que así sea. Es hermoso mirar el camino. Creo que lo importante es el camino, más que la llegada. En la vida la llegada es también el camino, pero la edad no importa. La muerte es igualitaria, no sólo con las clases sociales, sino también con las edades y las castas.

***

—¿Le sigue divirtiendo la vida de la misma manera que cuando era niño?

 

            —¡De ningún modo! ¡A mí no me ha divertido la vida nunca, jamás! Divertido quiere decir «divertere», coger algo y cambiarlo de sitio, traerlo a otra parte. Y a mí la vida no me ha divertido, ¡todo lo contrario!: me ha absorbido. Estudiar la vida, vivirla, bebérmela hasta que se me atragantara, ¡eso sí! Pero, divertirme, no. Las diversiones son otra cosa menor.

***

—¿Tampoco cree que más sabe el diablo por viejo que por diablo?

 

            —No me parece que el diablo sepa por viejo, sabe por diablo. Y sabe tanto que ha podido llegar a viejo.

lunes, 13 de octubre de 2025

Jesús Quintero y Antonio Gala 13 Noches Fragmento.


       

Jesús Quintero y Antonio Gala en 13 Noches— es una joya editorial, un acto de resistencia lírica y filosófica que merece ser ritualizado. El programa 13 Noches, emitido en 2002 por Canal Sur, fue una serie de entrevistas íntimas y nocturnas conducidas por Quintero, donde Gala apareció como invitado estelar en la primera noche, marcando el tono de todo el ciclo.


🎙️ 13 Noches: El Verdugo y el Místico

Jesús Quintero, el “Loco de la colina”, encarnaba el silencio como herramienta de revelación. Su estilo pausado, casi litúrgico, convertía cada entrevista en un acto de confesión.


Antonio Gala, en esa primera noche, se presentó como profeta del deseo, crítico del poder, y místico del amor. Su voz, su mirada, su forma de sentarse, eran parte del ritual.


“Yo no soy un hombre de este tiempo. Soy un hombre de todos los tiempos.” —Antonio Gala, 13 Noches, Noche 1


🕯️ Ritual editorial de esa noche

Lema: “La palabra como resistencia, el silencio como revelación.”


Emblema: Una rosa abierta sobre un reloj sin manecillas.


Crítico simbólico: Gala como “El Guardián del Deseo”, Quintero como “El Verdugo del Ruido”.


📺 ¿Qué ocurrió en esa entrevista?

Gala habló de la muerte, del amor, de la política como teatro, de la belleza como deber.


Quintero lo dejó hablar, lo miró como si fuera un oráculo.


Fue una noche donde la televisión se convirtió en acto poético, no en espectáculo.     

***

Jesús Quintero y Antonio Gala

 

 13 Noches

 

 

           

            Título original: 13 Noches

 

            Jesús Quintero y Antonio Gala, 1999

 

            Retoque de cubierta: FLeCos

 

            Editor digital: FLeCos

 

            ePub base r1.2

 

             

 

 

 


            A Joana Bonet Camprubi

 

 


 Introducción

 

 

            La televisión era una mina abandonada y saqueada. La televisión era la palabra que más se pronunciaba y el tótem de mayor culto. Se leían menos periódicos y revistas que en los años treinta. El pueblo vivía en permanente zapping. Nada ni nadie existía si no salía en la caja tonta. Ser era ser visto y la televisión estaba para ser visto, para salir. Los mercaderes y los políticos aprovechaban el medio más poderoso de todos los tiempos para vender su mercancía. La basura, el morbo, la frivolidad, la violencia, el sexo y el sentimentalismo barato y de lágrima fácil se habían convertido en el único reclamo para atraer a la audiencia, a la que se halagaba alimentando sus más bajos instintos. Todos buscaban una primacía absurda, porque además no había primicia. Todos buscaban el gran caso que les permitiera montar un juicio paralelo cada noche en sus programas. Todos buscaban la gran exclusiva que hiciera reventar los audímetros y les supusiera el mayor pelotazo de su vida. Pero, mientras tanto, se dedicaban a copiarse, a repetir los mismos argumentos con los mismos inevitables personajes, cada vez peor y con menos gracia. La televisión estaba llena de bufones millonarios. Los informativos perdían rigor y credibilidad y pasaban a formar parte del espectáculo. Los debates eran gallineros en los que se imponían el guirigay, el grito, el golpe de efectos, las bromas de mal gusto, las descalificaciones, los insultos, y la más elemental falta de ética y de respeto. No había ideología ni ideas ni reflexión ni opinión. Todo era fuego de artificio, pirotecnia, vacío intelectual y moral. Los platos estaban llenos de un público mercenario, que se emocionaba, aplaudía, lloraba o reía a una orden del regidor. Nada era espontáneo ni verdadero ni auténtico. Se hacía una programación para bobos que no entendían nada mínimamente profundo ni tenían otra inquietud en la vida que las desgracias de los culebrones y los cotilleos de la prensa rosa. Si el pueblo supiera lo que realmente piensan de él los que programan las televisiones públicas y privadas, probablemente habría otra guerra civil. España entera era una portería. La televisión pasaba de la cultura como de algo aburrido y que no le interesaba a nadie. En su circo no había lugar para los sabios, los filósofos, los intelectuales, los líderes de opinión, los creadores, los poetas, los hombres y mujeres que de verdad tenían cosas interesantes que decir e historias que contar. En la patria de Cervantes, de Picasso, de Federico García Lorca y de Juan Ramón Jiménez los reyes de la audiencia eran las Veneno, los padres Apeles, los Chiquito de la Calzada y los Lequio de turno. La noticia más importante de la década era que la becaria Mónica Lewinsky había aprobado el examen oral en el despacho oval. Las portadas y los espacios de prime time estaban reservadas a las estrellas de la Liga de las Estrellas, a las diosas de las pasarelas y a los más famosos de entre los guapos, ricos y famosos.

            En este desolador panorama, en este Apocalipsis de la verdadera comunicación, tuve la idea y el placer, hace años, de grabar una serie de televisión con el escritor Antonio Gala. Se trataba de «Trece noches», un programa que se emitió en Andalucía, con el que pretendíamos reivindicar la palabra, el diálogo, el pensamiento, la sabiduría, frente a la basura que inunda los medios.

            Una mesa, una luz azul, dos hombres, la noche y la palabra eran los únicos elementos con los que se quería atraer la atención del espectador inteligente y sensible, cansado de la televisión fecal.

            Durante trece noches, Antonio Gala y yo dialogamos, en profundidad, sin prisas, sobre trece temas de ahora y de siempre: el amor, el sentido de la vida, el paso del tiempo, la soledad, la muerte, la guerra y la paz, la religión, la política, el dinero, España y los españoles, los mitos, los paraísos, el arte y la cultura. El resultado, en mi opinión, es un documento único, imprescindible para conocer de cerca y a fondo a uno de los más brillantes intelectuales del siglo XX: Antonio Gala, dramaturgo, poeta, novelista, un hombre culto, valiente, ameno y profundo, dotado de un envidiable poder de comunicación.

            Con «Trece noches» quería alejarme de mi etapa de malditismo y marginalidad. Después de haber profundizado en anteriores programas, como «El perro verde» y «Qué sabe nadie», en la locura, las situaciones límite, lo excepcional y lo raro, en definitiva, ahora necesitaba enfrentarme a la sabiduría y al conocimiento, en un intento revolucionario de regresar al principio, al verbo, de rescatar la palabra de esa maraña de imágenes, casi siempre frívola y engañosa, en la que está atrapada, para devolverle su auténtico protagonismo.

            La serie se grabó en Sevilla. Antonio Gala llegó con su secretario, se instaló en un pequeño apartamento de la judería sevillana y se concentró en el trabajo. Fue quizá lo primero que me llamó la atención: su seriedad profesional, el rigor que se exige a sí mismo y, en consecuencia, exige a los demás. Aunque le sobran recursos e ingenio para salir brillantemente de cualquier trance, se preparaba cada encuentro como si fuese a pasar un examen.

            La idea del programa no era hacer trece entrevistas, a un personaje, sobre trece asuntos, sino dialogar con un maestro de la palabra, con un hombre sabio, sobre trece temas, en el sentido casi platónico del término diálogo. Gala era, de algún modo, Sócrates, y yo un alumno que preguntaba con la curiosidad de quien busca respuesta. Sin embargo, no siempre estábamos de acuerdo. El discípulo, a veces, salía respondón y rebelde, con lo que el choque, el enfrentamiento, la esgrima dialéctica se hacían inevitables.

            Durante las trece noches procuré que Antonio Gala no se perdiera en las estrellas, que hablara al nivel del hombre, con los pies en la tierra, y siempre que podía intentaba desequilibrarlo y bajarlo a la cruda realidad, con preguntas desconcertantes, irónicas e incluso impertinentes.

            En cada programa procuraba introducir cuestiones personales, porque no sólo me interesaba la visión teórica de Gala sobre cada tema, sino también, y sobre todo, su experiencia humana, su visión directa y su reflexión práctica.

            Como buen dramaturgo, Antonio Gala conoce a la perfección todos los recursos del teatro, y los emplea como un actor magistral. Confieso que, por momentos, me hacía dudar de la sinceridad de su discurso. No sabía si lo que me estaba diciendo lo sentía de verdad o sólo lo interpretaba magistralmente.

            El diálogo discurría, a veces, ceremoniosamente, remansándose en bellos y profundos parlamentos. Otras, por el contrario, era un chispeante toca y daca, un continuo intercambio de preguntas, como una ráfaga de metralleta.

            Antonio Gala es una de las personalidades más carismática de este país, aunque no tenga una opinión muy favorable del carisma: «Cuando escucho carisma, se me pone la carne de gallisna», me dijo una noche que hablábamos de la política. Pese a ello, él es un personaje carismático que llega a todo tipo de públicos. La prueba es que en un país, como el nuestro, en el que pocos leen, Antonio Gala es un escritor del que todo el mundo ha oído hablar y al que todo el mundo ha oído hablar alguna vez, supongo que con fascinación.

            Una de las virtudes que más me impresionan de Gala es su valentía, su independencia y libertad de pensamiento, esa disposición a jugársela, si hace falta, por defender sus verdades en voz alta.

            Otra de sus cualidades es su don de comunicación. Siempre me han fascinado los oradores, los maestros de la elocuencia. No creo exagerar si afirmo que Antonio Gala es, para mi gusto, el más brillante hablador de estos tiempos, aunque sé que es mucho más que un orador. Él es, en directo, mejor que cualquiera de sus libros.

            Después de casi treinta horas de charla ante una cámara y muchas más en privado, creo que conozco un poco a Gala. Hemos convivido y lo he visto de cerca. He sufrido sus caprichos, su divismo —no siempre amable—, su mala uva cuando las cosas no son como él espera o desea y los picotazos de su afilada lengua. A veces, es como un niño, puede ser duro y arrogante. Tiene carácter y lo manifiesta.

            Pese a sus manías, estoy convencido de que Antonio Gala es mucho mejor al natural. Aunque no es un hombre fácil, gana cuando se le trata de cerca. En sus apariciones en público suele dar la imagen que de él se espera: brillante, poético, casi rozando lo sublime… Pero Antonio Gala es todo eso y mucho más. Es tierno, divertido, socarrón, ingenuo como un niño a veces, desconfiado, profundo, superficial, ingenioso… Como Oscar Wilde, es un creador de frases para la posteridad, que con frecuencia se pierden sin que nadie las recoja. Gala acuñó célebres expresiones, como «contra Franco vivíamos mejor» o «el oro del becerro», que luego se han hecho populares.

            Este libro, sin ir más lejos, está lleno de frases rotundas y de golpes geniales. Cuando le pregunto, por ejemplo, que qué mundo le gustaría dejarle a sus hijos, Antonio Gala me responde: «Hombre, a mí me gustaría, sobre todo, dejarle algunos hijos al mundo». Cuando le pregunto si habla solo, me contesta: «En España, muchas veces, hablar solo es la única manera de tener una conversación coherente». A la pregunta: ¿cree usted en un amor para toda la vida?, responde: «Para toda la vida de los demás, sí; para toda la vida mía, no». Cuando le digo: usted estuvo una vez en la frontera de la muerte, ¿no?, exclama: «¿En la frontera?… ¡Estuve en San Juan de Luz, como mínimo!». A propósito de la muerte, recuerdo un día que paseábamos por Buenos Aires Antonio y yo. En un momento dado, saqué el tema de Andalucía y de lo mal que trata a sus mejores hijos. Desde Blanco White a Cernuda cuántos andaluces habían tenido que abandonar su tierra, huyendo del desprecio. Le decía a Gala que en Andalucía la gente sólo era solidaria con los muertos, en los entierros. A lo que Antonio me contestó: «Sí, pero a los entierros van para comprobar si el muerto se ha muerto de verdad. No se engañe usted, amigo Quintero». Podría citar miles de ejemplos más de la agudeza y de la rapidez mental de Gala, pero prefiero que cada lector los descubra por sí mismo.

            En «Trece noches» Antonio Gala aparece tal cual, al natural, fiel a su imagen, pero enriqueciéndola con perfiles menos conocidos, que lo humanizan más si cabe y lo acercan al lector. El libro, al igual que la serie de la que procede, ofrece la oportunidad de pasar trece veladas con Antonio Gala, en amena y siempre provechosa tertulia. Gala tiene la virtud de hablar como si le hablase a una sola oreja, de hacer que quien lo escucha sienta que le habla a él. En «Trece noches» esa sensación es aún más fuerte, puesto que siempre se pretendió tener presente al espectador, a nuestros «semejantes», como a Gala le gustaba decir al referirse al público, a la audiencia.

            Creo, por tanto, que el principal atractivo de este libro es que nos permite conocer directamente, de primera mano, a un personaje singular que reflexiona, desde el conocimiento y la experiencia, sobre algunos temas sobre los que todos hemos reflexionado alguna vez. Un personaje que no sólo dice cosas hermosas y verdaderas, sino que se implica y se retrata a sí mismo a través de sus opiniones, anécdotas y recuerdos.

            En «Trece noches» está el mejor Antonio Gala, ese Antonio Gala del que ya dije que gana cuando se le trata de cerca, cuando uno se aproxima a su área de fuego y la atraviesa para calentarse.

            —¿Usted se deja acariciar?

 

            —Depende.

            —¿De qué?

 

            —¿Qué está usted insinuando en este instante?

            —Nada malo. ¿De qué depende?

 

            —Depende del momento, de la ocasión, de la mano… No se crea usted. Yo estoy cada vez más propenso a la caricia.

            —Yo le veía arisco.

 

            —Tengo fama de arisco, tengo fama de distante. Pero es que, verdaderamente, al distante hay que aproximarse para que esté menos distante. Hay un área de fuego, que tiene cada ser humano, y hay que atravesarla, para calentarse en ella, para quemarse si es preciso.

            En «Trece noches» Antonio Gala nos permite que nos aproximemos a él, sin reserva, como amigos que charlan animadamente en la mesa de un café de lo divino y de lo humano, mientras pasa la noche.

 


 Palabras previas de Antonio Gala

 

 

            Me he resistido a autorizar la publicación de este libro un poco más de lo posible. Tenía razones que a mí me parecieron de peso; pero a mí solo, por lo visto. Se trata de unos diálogos mantenidos de forma oral para televisión. Es decir, el último aseo y corrección de la frase queda fuera de lugar, porque lo escrito se fragua en un mundo distinto de lo coloquial, incluso en el campo del teatro, en el que lo coloquial es el producto de una reflexión intencionada y anterior y hasta va acompañado por las acotaciones. Y, en segundo lugar, se trata de unos diálogos en que las expresiones, no ya verbales sino físicas y hasta faciales, tienen verdadero protagonismo. Se me antojaba —y se me antoja— que, al ser leídos en lugar de al ser vistos, pierden buena parte de su mordiente y de su gancho.

            Dos impulsos me movieron a acceder a su impresión: primero, el de la editorial, que coincidía con Jesús Quintero, partidarios los dos de hacer público en libro algo que, más o menos, consideraban valioso y significativo. Segundo, el mío, al considerar que también el teatro se publica y tiene buen número de lectores que, en ocasiones, prefieren leerlo a verlo representado. De ahí que solicite, de quien se adentre en este libro, que supla, no sólo con su magnanimidad sino también con su intensa colaboración, las carencias que en este sentido pueda descubrir. Yo no he querido volver sobre lo dicho, precisamente para que la vuelta no me ratificara en mi postura tan contraria a la imprenta.

            En cuanto al modo con que Quintero y yo abordamos y cumplimos el proyecto, es él mejor que yo quien lo conoce. Estuvimos de acuerdo desde el primer momento, prescindiendo de combates, casi deportivos, posteriores. La elección de temas fue hecha por consenso. La diversión, en el alfo sentido germinal del término, que supuso para ambos fue evidente: lo pasamos muy bien grabando, en una Sevilla que celebraba su Semana Santa durante gran parte de la grabación. Creo que vivimos, mientras duró, en exclusiva para ella: nos absorbió y nos llenó la vida unos pocos días. Contamos con un equipo generoso y entusiasta, que nos jaleaba cada tarde en el estudio y fuera de él.

            La empresa llevó consigo una recompensa no pequeña: la de adentrarme en el complicado engranaje de Quintero, que conocía de contactos anteriores más cortos y tangenciales. Su seriedad para preparar y realizar su trabajo; su estudiada sencillez; las pausas que tan nerviosos suelen poner a sus entrevistados; la improvisación mucho más cuidada de lo que puede imaginarse; la absoluta fe en la dirección a seguir, una vez definida… Todo eso lo ofreció a mis ojos como un profesional en lo suyo igualable con mucha dificultad. Lo cual me ratificó en mi opinión de que no triunfa en ningún ámbito el que quiere sino el que se lo merece: con su trabajo, con su experiencia y con su entrega. Supuso un gozo y un aprendizaje enfrentarse, aunque sólo fuese dialéctica y corporalmente, con Jesús Quintero. A él le agradezco aún tal oportunidad.

            Y que sepan, los que se introduzcan en esta catarineta, que a ellos va muy en especial dedicado lo mío que haya en ella. Sobre todo a quienes, contemplados en su hora los programas de televisión, los grabaron y los cedieron y se recrearon o se recrean en ellos todavía. Uno no anda tan sobrado de campos donde sembrar como para desperdiciar o menospreciar los que se le oferten de una manera tan fraternal, tan bien dispuesta y tan sencilla. Con la misma donación de mí que puse cuando nacieron estas cintas, pongo ahora su texto, descarnado ya, entre las manos de quienes a él se acerquen. Gracias de todo corazón por ello.

            ANTONIO GALA

 

 


 ANTONIO GALA

 

 

 A MODO DE RETRATO IMPRESIONISTA

 

 

            J. Q.—¿Quiere hablarme de Antonio Gala como si fuera su peor enemigo?

 

            A. G.—Yo no creo tener muchos enemigos y, desde luego, no hablo mal de ellos. Pero si tuviese que hablar mal de mí, diría que soy petulante, que soy distante y que soy populista. No es verdad, pero lo diría.

            —¿Cuáles son sus pasiones?

 

            —Para desgracia mía, mis pasiones son leer y escribir, y espero que no sea para desgracia ajena.

            —¿Habla solo con frecuencia?

 

            —¡Naturalmente! ¡Por quién me ha tomado usted! En España, muchas veces, hablar solo es la única manera de tener una conversación coherente.

            —¿El día más triste de su vida?

 

            —Fue un día que preferiría no recordar, en el que me enteré, cuando ya era tarde, porque ya no me oía, que yo había sido el hijo predilecto de mi padre.

            —¿Qué es lo que no llegará a saber nunca?

 

            —Lo que hay después de la muerte, supongo. Porque, aunque me entere, ya no seré yo.

            —¿Soporta mejor a un hombre malvado que a un hombre vulgar?

 

            —Soporto mejor al malvado, porque me parece que el malvado descansa de cuando en cuando y el vulgar no descansa nunca.

            —¿Si lo tentara Satanás, se dejaría?

 

            —Pues mire, si tentó a Jesucristo, que era alguien tan por encima de mí, ¿por qué yo no me iba a dejar tentar? Además, no creo que el demonio pida permiso para tentar.

            —¿Por qué habla usted tanto, porque de pequeño no lo dejaban?

 

            —No, yo hablaba mucho de pequeño. Lo que sucede es que no me escuchaban y entonces tenía que hablar más.

            —¿Qué es lo único que le queda por probar?

 

            —Las lentejas. Hace tiempo que tengo decidido probarlas, pero no he tenido todavía la ocasión ni el valor.

            —¿Qué son los nervios?

 

            —Los nervios son esas cuerdas que, cuando no están bien templadas, acaban por estropear la sinfonía.

            —¿Cuál es la mayor dicha del ser humano?

 

            —Yo pienso (o por lo menos, en mi caso, así ha sido) que conocer con claridad cuál es su destino, y entrar en él de acuerdo, gozosamente.

            —¿Usted sabe a cómo está el kilo de besugo?

 

            —Pues, mire usted, calculando la cantidad casi infinita que hay de besugos, debe estar baratísimo.

            —¿Se conoce mucho?

 

            —Es una empresa larga ésa. Me conozco un poco. Prácticamente me he dedicado toda la vida a conocerme. Si no me conozco más, sin duda, es por torpeza mía.

            —¿Se quiere mucho?

 

            —No, no me quiero mucho. Me respeto más que me quiero. Soy como un padre para mí.

            —¿Le atormenta la duda?

 

            —No creo. La duda me enriquece, me serena y me ayuda a no juzgar.

            —¿Qué es lo que ha perdido para siempre?

 

            —Yo creo que ese amor que me iba a acompañar hasta el final.

            —¿Qué dolores soporta mejor: los del cuerpo o los del alma?

 

            —Usted sabe que yo tengo una salud verdaderamente poco envidiable. Entonces, a los dolores del cuerpo ya estoy un poco acostumbrado. Me los conozco, sé ponerme la cruz donde menos me duele, son invitados míos. Hombre, cuando aparece alguno, siempre me extraña que haya aparecido sin permiso; pero, en todo caso, prefiero los físicos.

            —¿A qué sucesos de su vida le metería fotocopia?

 

            —Hay veinticuatro momentos de mi vida que están plasmados en una colección de poemas, que se llama Testamento andaluz. A cualquiera de ellos. No me importaría que una fotocopiadora me los repitiera.

            —¿Rectifica mucho?

 

            —Procuro pensar bastante, pero luego me abandono. Creo que el tiempo y la vida toman las decisiones de una manera más sabia que nosotros. Sólo hay que seguirlos, obedecerlos.

            —¿Cuál es su utopía?

 

            —La vieja utopía del hombre: llegar otra vez a la libertad, llegar otra vez a la igualdad, llegar otra vez a la fraternidad. Mientras eso no se consiga, el hombre seguirá siendo un lobo para el hombre.

            —¿Cree usted en un amor para toda la vida?

 

            —En un amor para toda la vida de los otros, sí. Para toda la vida mía, no.

            —¿Qué hiere su sensibilidad?

 

            —Los gestos vulgares, la zafiedad cuando está fuera de lugar, cuando no es zafia ni vulgar esa persona. Eso es lo que más me hiere.

            —¿Cómo evita topar con la iglesia?

 

            —La iglesia dice que los caminos de Dios son imprevisibles e inescrutables sus juicios. Yo creo que la mejor manera es quitarse de en medio, porque, si no, se topa siempre. Ella es un bulldozer.

            —¿Qué poder le gustaría tener?

 

            —Yo creo que el único que tengo: ninguno. El de decir la verdad a los poderosos.

            —¿Es usted un hombre de costumbres austeras?

 

            —Mucho, mucho. Estoy seguro de que mucha gente se asombraría y no me envidiaría nada, si viera mi austeridad.

            —¿Le molestan las mujeres?

 

            —No, me molestan las generalizaciones. Es decir, hay algunas mujeres que me molestan, pero no por mujeres, sino por estúpidas. Y hay bastantes hombres que me molestan, pero no por hombres, sino por estúpidos.

            —Un lugar para nacer.

 

            —No puedo decir otro, Quintero, de ninguna manera, sino cualquiera de Andalucía.

            —Un lugar para vivir.

 

            —Vivo un poco a caballo y de perfil entre Madrid y Hoya de Málaga: una ciudad y un campo. Cualquiera de los dos, no siempre. Soy un sedentario sucesivo, diríamos.

            —¿Más sedentario que nómada?

 

            —Sí. Siempre he compadecido al caracol que, como dice la soleá, «va con su casa a cuestas, con más fatigas que Dios».

            —¿Un lugar para amar?

 

            —Cerca de un mar, de un mar pacífico. No de un mar irritado. No soy oceánico. Soy o Caribe o Mediterráneo.

            —¿Para envejecer?

 

            —Para eso no pido mucho. Creo que donde haya una chimenea y donde haya viejos amigos con quienes conversar, viejos leños que quemar, viejos libros que releer.

            —Pemán decía que el langostino iba para jamón. ¿Prefiere un buen libro a una caja de langostinos?

 

            —Sí, incluso un libro un poco menos bueno.

            —¿Cómo es la Andalucía de sus sueños?

 

            —La Andalucía de mis sueños es como pensamos que fue: culta, tolerante, generosa, justa, hospitalaria y fructífera.

            —¿Cómo es su Andalucía real?

 

            —Es un poco el proyecto frustrado de mi sueño.

            —¿Qué hubiera sido usted en la Andalucía esplendorosa, en la árabe: filósofo, poeta, emir, rabino, sacerdote o surtidor?

 

            —Me da usted una posibilidad magnífica. Pero de todas maneras me temo que, dado mi carácter, habría sido filósofo.

            —¿Qué mundo le gustaría dejarle a sus hijos?

 

            —Hombre, a mí me gustaría, sobre todo, dejarle algunos hijos al mundo. Y los habría preparado lo mejor posible.

            —¿A cuántas muertes ha sobrevivido usted?

 

            —Pues, hasta ahora, a todas. No han sido pocas.

            —Usted estuvo una vez en la frontera de la muerte, ¿no?

 

            —¿En la frontera?… ¡Estuve en San Juan de Luz, como mínimo!

            —¿Cree usted que deberíamos jubilarnos a los trece años?

 

            —Yo ya estoy jubilado desde mucho antes de los trece. Creo que cada uno debiera hacer lo que quisiera a la edad que quisiera.

            —¿Está usted ya en la edad de la meditación?

 

            —Si se refiere a que mi edad es provecta, está usted completamente equivocado. Hay gente muchísimo mayor que yo afortunadamente. No, en serio, no estoy en una edad tan grave como para que lo único que haga sea la meditación. Pero sí he sido siempre reflexivo.

            —Dicen que el loco lo pierde todo menos la razón. ¿Para usted qué es un hombre cuerdo?

 

            —Un hombre cuerdo, para mí, es el que actúa de acuerdo con su propia convicción. Pero con una convicción generosa, compartida, pacífica. Me parece que todo el que vaya contra corriente de la vida es el gran loco. Porque entonces está prefiriéndose a sí mismo a todo lo demás.

            —¿Usted se deja acariciar?

 

            —Depende.

            —¿De qué?

 

            —¿Qué está usted insinuando en este instante?

            —Nada malo. ¿De qué depende?

 

            —Depende del momento, de la ocasión, de la mano… No se crea usted. Yo estoy cada vez más propenso a la caricia.

            —Yo lo veía arisco.

 

            —Tengo fama de arisco, tengo fama de distante. Pero es que, verdaderamente, al distante hay que aproximarse para que esté menos distante. Hay un área de fuego, que tiene cada ser humano, y hay que atravesarla, para calentarse en ella, para quemarse si es preciso.

            —¿Cree que hay mucha gente dispuesta a aproximarse a los demás hasta el punto de quemarse?

 

            —Hay que hacerlo. Mire usted, en estos momentos todos estamos marcados por una serie de límites: los negocios llegan hasta tres metros, la amistad dos metros, el amor cincuenta centímetros… Estamos llenos de peldaños, crispados, erizados. Si nos damos la mano, es para cerciorarnos de que no tenemos armas. ¿En qué nos estamos convirtiendo? En enemigos de todos. No hay nada tan desconfiado como el hombre actual. No se atreve a pasear por la calle de noche, a ver la luna creciente, porque teme que alguien le dé un golpe en la nuca. No se atreve a confiar ni en el acto del amor. Teme abandonarse, estar inerme… ¿ante qué amenaza? ¿Cómo es posible que hayamos llegado al extremo de desconfiar hasta de nosotros mismos? No nos atrevemos a decirnos la verdad: que estamos solos, que tenemos miedo, que queremos ser acariciados, que queremos descansar en otro, que queremos amar y que nos amen.

            —¿El hombre le parece un animal que ama o un animal que razona?

 

            —A mí me parece admirable lo del hombre. Es un animal que ama razonando. Los demás animales parece que se tiran al amor como a una piscina. El hombre puede preguntarse por qué ama, por qué ha dejado de amar. Y puede resignarse a no dejar de amar, porque puede todo menos eso.

            —¿Para usted, todo está permitido en el amor?

 

            —Si el amor es correspondido, voluntariamente, todo. El amor no tiene la moral de las Bancas, ni de las cajas de ahorros, ni de los burgueses.

            —¿Le gustan los enamoramientos súbitos?

 

            —No, no quiero tener amores de una noche. No quiero la aventura, porque no sacia la sed, da más sed. En este momento, yo volvería al amor, pero volvería de una manera un poco especial. Esas parejas que andan como en una burbuja, aisladas por un foso del resto del mundo; esas parejas que lo primero que se compran es un confidente de dos asientos y un juego de café con dos tacitas me parecen absolutamente imbéciles. Comprensibles, porque en amor todo es comprensible, pero no me gustan. Yo ya necesitaría, con la persona amada, un proyecto en común; un proyecto en común en el que no interviniesen sólo el tú y el yo, ni el nosotros, sino que el nosotros abarcara también al ellos. Ya sólo puedo hablar de un amor mucho más grande. Todo lo que he hecho hasta ahora son ensayos; ensayos malos, por otra parte.

            —¿Le ha dedicado mucho tiempo al amor?

 

            —Infortunadamente, ese es un tren que me parece que he perdido o, por lo menos, he hecho viajes demasiado cortos. Me habría gustado llegar en ese tren a la estación fin de trayecto. No ha sido así y lo lamento. Supongo que ha sido culpa mía. Quizá debiera haber amado mejor o haber amado más o haberme dejado amar mejor o haberme dejado amar más. Todavía no es tarde.

            —¿Qué ha estudiado usted?

 

            —He estudiado Derecho, Filosofía y Letras, Ciencias Políticas y Económicas. He estudiado Teología. Es decir, no ejerzo nada de lo que he estudiado. He hecho oposiciones magníficas, pero no han significado, en principio, nada para mí. Sin embargo, creo que sí han significado. Me han enseñado a reflexionar, a estarme quieto, a contar (no hasta cien, sino hasta mil, muchísimas veces) y, por supuesto, han ejercitado una cosa que me parece esencial en el ser humano, que es la razón.

            —¿Dónde hay que tocar al ser humano para que espabile?

 

            —Yo supongo que siempre en el corazón. El corazón es el motor de todo. El corazón es lo que mueve el sol y las demás estrellas, cómo no va a mover al hombre.

            —¿Ha tomado alguna decisión para estas trece noches?

 

            —He tomado simplemente la decisión de estar aquí, de charlar aquí, de volcarme encima de esta mesa, de poner mi corazón aquí y esperar que otro corazón escuche. Pero sin decisiones previas, sin prejuicios y sin presentimientos.

            —¿Qué quiere decir en estas trece noches?

 

            —Yo no querría decir nada, pero me parecería egoísta no comunicar lo que yo he conseguido, que es poco, que hay gente que ha conseguido mucho más; tanto que probablemente no se brindaría a decirlo, porque consideraría que es indecible. Pero si para algo sirve lo que una cabeza normal, modesta, ha reflexionado sobre esos grandes temas sobre los que casi nadie reflexiona (la muerte, la guerra, la paz, el amor, el sexo, la vida…); sobre esos grandes temas que digerimos porque ya nos los dan digeridos, nos los dan ya pensados… Decir que cada uno sabe seguir su camino, que cuando se gana algo por sí mismo vale muchísimo más que cuando nos lo regalan. Eso es lo que quiero decir.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Entrevista: Jorge Luis Borges. Harold Alvarado Tenorio.


Harold Alvarado Tenorio.
Conversando con Borges.
Todos, más allá de nuestras opiniones, todos somos hijos de Rubén Darío, todo procede del modernismo...” Borges.

Borges, no se si recuerda, nos conocimos en Islandia…

Si, en ese hotel de Reikjavick, en el otoño del setenta y uno ¿no? Usted quería hacer una foto… ¿Hizo usted la foto? Ese año me nombraron islandés honorario: usted me encontró porque en el diario decía que me nombraban “el gran trovador escandinavo”… ¿Va Usted a grabar esta conversación? Mi voz es horrible, parece un batido de matusalén con chillidos de un bebé…

Si, la foto la hizo su traductor de entonces, qué hacía en Islandia…

Iba a Jerusalém a recibir un dinerito… Islandia ha sido una de mis curiosidades desde la juventud, desde cuando leí en las traducciones de las sagas que hizo William Morris. Lo que entendemos hoy por cultura germánica tuvo su culminación en Islandia y produjo una literatura muy rica. En algunos de mis primeros libros escribí sobre la poesía de los escaldos, en especial sobre Snorri Sturluson y creo haber aprendido a narrar en esos libros. En las sagas ya está la novela moderna y de una manera más eficaz. Los islandeses hablan como hace siete siglos, pueden leer a sus clásicos sin tener que recurrir a diccionarios o a explicaciones, y desprecian a los noruegos y los suecos porque consideran que sus lenguas se han deformado. Las ediciones que tengo de la Heimskringla y de la Edda Menor no tienen notas, la gente entiende todo. El islandés tiene una belleza muy particular por su sonoridad y porque todavía se puede formar palabras compuestas sin que esas palabras resultan artificiales o pedantes. Yo estudio islandés los sábados y los domingos, con un grupo medio secreto de personas… Islandia es un gran país de clase media, no hay ni ricos ni pobres. Yo escribí un poema luego de esa visita, creo recordar que comienza:

Qué dicha para todos los hombres,
Islandia de los mares, que existas.
Islandia de la nieve silenciosa y del agua ferviente.
Islandia de la noche que se aboveda
sobre la vigilancia y el sueño.

Déjeme ordenar un poco estas preguntas. Vamos al principio de los tiempos, digamos su bisabuelo materno, el coronel Isidoro Suárez…

Bueno, se remonta usted muy lejos… Se llamaba Manuel Isidoro Suárez… Yo tenía unos 18 años cuando falleció mi abuela, que nos contaba las historias de él. Era hijo de Nicolás Suárez y Pérez y de Leonor Merlo y Rubio, nació en la esquina de San Martín y Cangallo, a tres cuadras de la Plaza de Mayo. A los catorce años se enroló como cadete en el Regimiento de Granaderos a Caballo y al año lo nombraron portaestandarte del tercer escuadrón, luego lo hicieron alférez y hacía parte del Ejército de los Andes de San Martín cuando la batalla de Maipú y en la batalla de Junín comandó los Húsares de Perú,  un regimiento de caballería peruana y colombiana donde había pocos argentinos, ya San Martín se había ido, estaba a las órdenes de Bolívar y él comandó una carga de caballería que decidió la batalla.  La batalla de Junín sería militarmente una escaramuza, sólo duró tres cuartos de hora y no se disparó un solo tiro, fue una batalla entre la caballería patriota y la caballería española y toda la batalla fue entre sable y lanza, y allí mi bisabuelo atravesó con su lanza a un español que había tomado prisionero al Coronel José Valentín de Olavaria, que era un amigo suyo, entonces él vio eso, fue al galope, y lo atravesó al godo, como se decía entonces, y le dio la libertad a su amigo, que era uno de los hombres más valientes del ejército de la independencia, pero, como Carlos XII, había una cosa a la que él le tenía mucho miedo, la oscuridad, no podía dormir en lo oscuro;  Carlos XII de Suecia, para mí uno de los hombres más valientes que registra la historia, tenía miedo a la oscuridad también, Olavarría igualmente… Yo he dedicado demasiados poemas a mi bisabuelo, deben ser en verdad borradores… Sucre en las cartas que escribió a Bolívar hizo repetidos elogios de él… Era primo segundo de Rosas pero prefirió el destierro y la pobreza en Montevideo a vivir bajo su dictadura, le confiscaron los bienes y a uno de sus hermanos lo ejecutaron…

Y doña Leonor…

Bueno, puedo contarle una anécdota o dos.  Voy a empezar por una, un poco truculenta. Mi madre había cumplido noventa y tantos años, la llamaron por teléfono, una noche, serían las tres de la mañana.  Yo oí el teléfono vagamente, me dormí y le pregunté al día siguiente si habían llamado o si había soñado aquello.  Y me dijo, no, era el teléfono. ¿Quién era?  Y, bueno, me dice, un sonso.  Este, ¿qué te dijo?  Bueno, me dijo, dice, con una voz así muy grosera, “yo voy a matarte a vos y a tu hijo”.  Mi madre dijo, “Por qué Señor.”, “Porque soy peronista”.  Entonces mi madre le dijo: “Bueno, matar a mi hijo que está ciego es una gran hazaña, pero en cuánto a mí he cumplido 90 y tantos años y es mejor que se apure, porque a lo mejor me le muero antes” y le colgó el tubo.  Sí, “me le muero antes”.  Qué raro, mi madre salió con esa criollada, ¿eh?…
Voy a contarle otra anécdota, totalmente distinta.  Yo estaba dictándole un cuento que a ella no le gustaba, porque era un cuento de cuchilleros, la historia de dos hermanos, uno tiene una querida y el menor se enamora de ella, el mayor piensa, y el menor también, que lo más importante es su amistad, que la mujer es una intrusa en su vida, todo esto ocurre entre gente muy primitiva, muy bárbara, entonces mata la mujer, para que la mujer no los divida, y, éste, llegamos a un momento en el cual el mayor tiene que decirle al menor que la ha matado.
Yo no sabía con que palabras decirlo, yo estaba dictándole esas líneas finales y decisivas a mi madre y mi madre estaba con la pluma en la mano y me dijo, espera, y se quedó así, abstraída, y luego me dijo:  “ya sé lo que le dijo”, como si hubiera ocurrido aquello, éste, no me dijo “puede decirle tal cosa”, como si fuera de veras el cuento, “ya sé lo que le dijo”, bueno, le dije, entonces escribilo, entonces mi madre leyó, lo que ella había escrito era la frase perfecta “a trabajar hermano, esta mañana la maté”, pero él no le dice directamente que él la ha matado, sino que él ya lo hace cómplice, al otro, se entiende que tiene que enterrarla, él le dice esa orden, él es el mayor, entonces le dice “a trabajar hermano” y luego después, una especie de after for, “esta mañana la maté”, entonces los dos la entierran.
Ahora, esa frase, sin la cual, éste, el cuento no hubiera existido, esa frase me la dio mi madre, y esa frase ha sido muy elogiada, parece que es exactamente lo que debe decir, pero mi madre me dijo “ya sé lo que dijo” como si fuera cierto, y luego me pidió que no volviera a escribir más cuentos de cuchilleros…

Cuénteme sobre aquellos poemas revolucionarios que usted redactó cuando era ultraísta…

En primer término esos poemas eran muy flojos, en segundo término ser partidario del comunismo en 1917 era algo completamente distinto de ser comunista ahora, porque ahora quiénes son comunistas son partidarios digamos del imperio de Rusia, en cambio en aquel tiempo pensábamos en el maximalismo, como se le llamaba, como una posibilidad de fraternidad entre los hombres, de que no hubiera nacionalidades de que no hubiera guerras; lo veíamos así, no tiene absolutamente nada que ver con las Repúblicas Soviéticas actuales… Si yo me arrepiento de esos poemas es sobre todo por razones literarias, realmente eran malísimos…

¿Quienes le han influenciado….Borges?

Yo creo que todos los libros que he leído han influido en mi obra, que todos mis amigos han influido en mi obra, que sin duda mis antepasados, mis mayores han influido en mi obra, y hay grandes escritores que no han influido en mi obra, por ejemplo, éste, Joseph Conrad, la verdad es que yo lo he leído, pero yo no he sido digno de Conrad, y escritores que yo aprecio menos y que han influido en mi obra como Chesterton…

O Macedonio Fernández…

Yo heredé la amistad de Macedonio Fernández de mi padre. Hicieron juntos la carrera de abogacía, y recuerdo, de chico, cuando volvimos de Europa -esto fue el año 1.920-, ahí estaba Macedonio Fernández esperándonos en la dársena. De modo que, bueno, ahí estaba la patria. Un hombre que vivía dedicado al pensamiento;  dedicado a pensar esos problemas esenciales que se llaman -no sin ambición- la filosofía o la metafísica. Macedonio vivía pensando, de igual modo que Xul Solar vivía recreando y reformando el mundo. Macedonio me dijo que él escribía para ayudarse a pensar. Es decir, él no pensó nunca en publicar. Es verdad que, en vida, salió un libro suyo, Papeles de recién venido, yo le "robé" un poco los papeles a Macedonio: Macedonio no quería publicar, no tenía ningún interés en publicar, y no pensó en lectores tampoco. Él escribía para ayudarse a pensar, y le daba tan poca importancia a sus manuscritos, que se mudaba de una pensión a otra -por razones, bueno, fácilmente adivinables, ¿no?, y eran siempre pensiones, o del barrio de los Tribunales o del barrio del Once, donde había nacido, y abandonaba allí sus escritos. Entonces, nosotros lo recriminábamos por eso, porque él se escapaba de una pensión y dejaba un alto de manuscritos, y eso se perdía. Nosotros le decíamos: "Pero Macedonio, ¿por qué hacés eso?"; entonces él, con sincero asombro, nos decía: "¿Pero ustedes creen que yo puedo pensar algo nuevo? Ustedes tienen que saber que siempre estoy pensando las mismas cosas, yo no pierdo nada. Volveré a pensar en tal pensión del Once lo que pensé en otra antes, ¿no? Pensaré en la calle Jujuy lo que pensaba en la calle Misiones".

Y ¿Schopenhauer y el budismo?

Si, he dedicado muchos años al estudio de la filosofía china, especialmente al taoísmo, que me han interesado mucho y también he estudiado el budismo. He estado también muy interesado por el sufismo. De modo que todo eso ha influido en mí, pero no sé hasta dónde. He estudiado esas religiones, o esas filosofías orientales como posibilidades para el pensamiento o para la conducta, o las he estudiado desde el punto de vista imaginativo para la literatura. Pero yo creo que eso ocurre con toda la filosofía. Creo que fuera de Schopenhauer, o de Berkeley, yo no he tenido nunca la sensación de estar leyendo una descripción verdadera o siquiera verosímil del mundo. He visto más bien en la metafísica una rama de la literatura fantástica. Por ejemplo, yo no estoy seguro de ser cristiano; pero he leído muchos libros de teología –El libre albedrío, Los castigos y Los goces eternos- por los problemas teológicos. Todo eso me ha interesado, pero como una posibilidad para la imaginación.

Usted ha vivido la mayor parte de su vida en Buenos Aires, ¿por qué?

Yo no podría vivir fuera de Buenos Aires, estoy acostumbrado a ella como estoy acostumbrado de mi voz, a mi cuerpo, a ser Borges, a esa serie de costumbres que se llaman Borges. No es que la admire especialmente, es algo más profundo. Mi vida está en Buenos Aires; además voy a cumplir ochenta y dos años, sería absurdo que quisiera rehacer mi vida en otra parte. No tengo motivo para hacerlo. Mi madre murió en Buenos Aires, mi hermana y mis sobrinos viven allí, mis amigos todos están en Buenos Aires. Yo he escrito mucho sobre mi ciudad.

Cuatro o cinco versiones ha hecho de Fervor de Buenos Aires en la última Buenos Aires es ya cualquier ciudad…

Usted me acusa de estar destruyendo a Buenos Aires… cuando yo escribí ese libro yo había leído demasiado de los clásicos españoles, abunda en arcaísmos, había frases, por ejemplo, yo recuerdo habré escrito "minucia guarismal", eso es evidentemente horrible, ahora puse "pormenor numérico",  se nota menos feo; yo tengo derecho a modificar lo que he escrito y además las versiones antiguas están a la venta, yo no oculto nada, simplemente he ido corrigiendo aquellos antiguos borradores, además todo lo que yo escribo es un borrador, todo puede ser infinitamente corregible, yo no escribo páginas definitivas, a mí me pareció tan raro cuando Enrique Larreta publicó un libro La gloria de don Ramiro, y puso, edición definitiva, pero como podía saber él que al día siguiente tenía que encontrar que era mejor poner punto donde él había puesto punto y coma, por ejemplo, cómo podía defenderse de eso, como resignarse a todos los adjetivos, a todos los signos de puntuación de ese libro, cómo no pensar que sería mejor, por ejemplo, donde puso encarnado poner rojo, cómo podía uno decir, edición definitiva, las ediciones definitivas se hacen cuando uno ha muerto, entonces ya son desgraciadamente definitivas, mientras tanto todo es corregible, mejorable…

No gusta del tango…

Todo mundo está de acuerdo con que el tango nació en los lupanares. Incluso se puede determinar la fecha, hacia 1880. Los instrumentos prueban que no fue una música popular. El piano, la flauta y el violín corresponden a un nivel económico alto, precisamente el de los prostíbulos de Buenos Aires. Estaban en lo que ahora es el barrio judío y lo llamaban el barrio Tenebroso. Era el centro de la mala vida. El pueblo no lo aceptó porque sabía que tenía esa raíz infame. El era como dijo Lugones “un reptil de lupanar”. Cuando yo era chico vivía en los arrabales, en Palermo, y vi muchas veces cómo llegaba el organillero y se bailaba tango. Se bailaba entre hombres porque las mujeres no conocían esa raíz infame. Las mujeres de esos hombres, chulos, no habrían querido nunca bailar eso. El tango era una infamia y no bailar era una manera de demostrar que eran pobres pero decentes.

Usted me dijo que escribió  Tlon, Uqbar, Orbis Tertius como jugando…

Cuando yo lo escribí lo hice como juego, yo me acuerdo que me reía cuando lo escribía, yo me sentía muy feliz… Sabe, cuando todavía podía ver, me encantaba escribir, cada momento, cada frase. Las palabras eran como juguetes mágicos con los que yo jugaba y movía de toda clase de formas. Desde que perdí la vista a los cincuenta años, no he podido regocijarme con la escritura con esta naturalidad. He tenido que dictarlo todo, volverme un dictador más que un jugador de palabras. Es difícil divertirse con juguetes cuando uno está ciego. Me divertí mucho escribiendo eso. Nunca dejé de reírme, de principio a fin. Todo era una enorme broma metafísica. La idea del eterno regreso es, claro está, una vieja idea de los estoicos. San Agustín condenó esta idea en Civitas Dei, cuando compara la creencia pagana en un orden cíclico del tiempo, la Ciudad de Babilonia, con el concepto lineal, profético y mesiánico del tiempo que se encuentra en la Ciudad de Dios, Jerusalén. Este último concepto ha prevalecido en nuestra cultura occidental desde San Agustín. Sin embargo, creo que puede haber algo de verdad en la vieja idea de que, detrás del aparente desorden del universo y de las palabras que usamos para hablar de nuestro universo, podría surgir un orden oculto... un orden de repetición o coincidencia.

Entonces no habría progreso…

Soy tan anticuado, Alvarado, que creo en el progreso. Al hablar de optimismo y de pesimismo, creo que no es inútil recordar que estas dos palabras fueron inventadas humorísticamente. Leibniz creía que vivimos en el mejor de los mundos. Entonces, Voltaire, que se rió de él con el personaje de Pangloss de Candide, inventó la palabra optimismo. Y, evidentemente, una vez aparecida la palabra optimismo, la palabra pesimismo era inevitable. Yo creo en un sentido general del progreso, pero pienso más bien en la línea espiral de Goethe, es decir, que no considero al martes, por fuerza, superior al lunes anterior o al miércoles que le seguirá. Creo que después de varias centenas y millares de lunes o de martes las cosas serán evidentemente, mejores.

Ahora se cree que el progreso es la sociedad de consumo…

Yo leí hace muchos años en un libro de Thorstein B. Veblen [The Theory of the Leisure Class ] sobre la clase que él llama ociosa, donde dice que uno de los rasgos de la sociedad actual es que las personas deben gastar de un modo ostentoso y se imponen una serie de deberes: hay que vivir en tal barrio o hay que veranear en tal playa. Según Veblen, un sastre en Londres, o en París, cobra una suma exagerada porque lo que se busca en ese sastre es justamente que sea muy caro lo que vende. O, tambien, un pintor pinta un cuadro, que puede ser desdeñable, pero como es un pintor famoso lo vende por una suma altísima. El objeto de ese cuadro es que el comprador pueda decir “aquí tengo un Picasso”. Yo creo que eso debe ser combatido. Yo no tengo ninguna de esas supersticiones.

Qué decir de la idea de originalidad…

Yo creo que la originalidad es imposible. Uno puede variar muy ligeramente el pasado, cada escritor puede tener una nueva entonación, un nuevo matiz, pero nada más. Quizá cada generación esté escribiendo el mismo poema, volviendo a contar el mismo cuento, pero con una pequeña y preciosa diferencia: de entonación, de voz y basta con eso.

Dicen que los ciegos vislumbran el futuro, cómo sería ese futuro, Borges…

El futuro depende de nosotros.  Hay una sola cosa que sabemos, y es que va a ser distinto al presente, y además a qué hablar del futuro, porque habrá muchos futuros, que no se parecerán entre sí, como el siglo XIX no se parece al XVIII, ni el XVIII al XVII, posiblemente ahora vivamos en una época en que la máquina es muy importante, todo eso puede olvidarse, ahora estamos muy interesados en astronomía, en explorar el espacio astronómico, todo eso puede olvidarse, puede venir una época de pasión religiosa, sin duda ocurrirán muchas cosas, lo mejor es no anticiparnos a ellas, no podemos preverlas, pero podemos soñar con ellas…

A fin de cuentas usted qué es Borges, ¿es anarquista o es conservador o qué?

Anarquista, pues yo creo que lo mejor sería un país que no precisara de un gobierno. Quizás con el tiempo lleguemos a eso, por el momento, no. Por el momento, el gobierno es un mal necesario, pero lamentablemente en todas partes el Estado cada vez se torna más molesto. Cuando fuimos a Europa en el año 1914, viajamos sin pasaporte y uno pasaba de un país a otro como de una estación a otra. Claro, después de la Primera Guerra Mundial comenzó a desconfiarse... ¡Pero, ahora! ¡Usted no puede salir a la calle sin la cédula o el pasaporte porque el Estado se mete en todo y hasta lo lleva detenido! ¡Es una barbaridad! Yo fui comunista, socialista, conservador y ahora soy anarquista. Es decir, yo en el año dieciocho creí en la revolución rusa. Ahora veo que ese es un modo de llegar al imperialismo. Ahora yo querría que hubiera un sólo Estado, que desaparecieran las diversas naciones, pero sé que no estamos maduros para eso. Hay, en este país, algunas circunstancias favorables que se han dado aquí y no en otras repúblicas del continente. Desearía preguntarme por qué no han sido aprovechadas. Tenemos una fuerte clase media, también es ventajosa la inmigración de muchos países.

Usted ha dicho muchas veces que la democracia no existe…

Yo descreí de la democracia durante mucho tiempo pero el pueblo argentino se ha encargado de demostrarme que estaba equivocado. En 1976, cuando los militares dieron el golpe de Estado, yo pensé: al fin vamos a tener un Gobierno de caballeros. Pero ellos mismos me hicieron cambiar de opinión aunque tardé en tener noticias de los desaparecidos, los crímenes y las atrocidades que cometieron. Un día vinieron a mi casa las madres de Plaza de Mayo a contarme lo que pasaba. Hace poco estuve en el juicio y conocí al fiscal, allí recordé la frase de Almafuerte: "sólo pide justicia, pero será mejor que no pidas nada". Todo esto es muy triste y habría que tratar de olvidarlo. El olvido también es una forma de venganza. Fue un periodo diabólico y hay que tratar de que pertenezca al pasado. Sin embargo, por todo lo que ocurre ahora pienso que hay mucha gente que siente nostalgia por ese pasado. Claro que a mi me resulta fácil decir que debemos olvidar, probablemente si tuviera hijos y hubieran sido secuestrados no pensaría así…

Y que mas que político es un hombre ético...

Soy un hombre que se sabe incapaz de ofrecer sus soluciones, pero creo poder aceptar las de otros. No entiendo de política, mi vida personal no ha sido otra cosa que una serie de errores. Pero estoy condenado a ello. He tratado de ser un hombre ético, aunque quizá sea imposible serlo en esta sociedad en la que nos ha tocado vivir, ya que todos somos cómplices o víctimas, o ambas cosas. Sin embargo, creo en la ética. La ética puede salvarnos personalmente y colectivamente también. Yo, como usted, seguramente, estoy en un estado de resignada desesperación. No veo solución a los problemas que nos aquejan. Y no me refiero sólo a nuestro país, porque lo que aquí sucede es, sin duda, menos importante que lo que ocurre en el mundo entero. Creo que Spengler tenía razón cuando habló de la declinación de Occidente. Esa declinación es general.

Todo el mundo dice que usted es muy enamorado…

Estar enamorado es sentir que existe algo único, precioso y sobre todo indispensable en alguien. Yo no estoy tan seguro. Yo diría que el amor no puede prescindir de la amistad. Si el amor prescinde de la amistad es una forma de locura. Una especie de frenesí, un error en suma. Que en la amistad haya algún elemento del amor puede ser; pero son dos cosas diferentes. El amor exige pruebas sobrenaturales, uno querría que la persona que está enamorada o enamorado de uno le diera pruebas milagrosas de ese amor. En cambio la amistad no necesita de pruebas. La felicidad es una cosa serena y no sé hasta dónde conviene la exaltación. Hay que dejarla llegar y ser hospitalario con ella. Uno va caminando por una calle, por ejemplo, y de pronto se siente feliz. Esto puede deberse a dos cosas: un estado fisiológico o una felicidad anterior a la que responden temperatura, luz y calle. Me observo y me veo como a un hombre que cree estar enamorado de una mujer y luego comprueba que ya no lo está. Eso no ha sido una decisión mía. Ha sido algo que me fue revelado. He comprobado eso en mí.
En verdad hubo demasiadas mujeres en mi vida. No recuerdo, fuera de los primeros años de mi vida, una época en que no estuviera enamorado y siempre de una mujer única e irremplazable, salvo que esta mujer única, como es natural, no era la misma. Esos amores han sido dedicados a mujeres sucesivas. Cada vez creía que era la única. Es natural, siempre pasa así.
Ahora me siento lleno de amistad, lleno de amor y espero seguir así hasta el momento de mi muerte.

Ahora recuerdo este soneto suyo que dice:

He cometido el peor de los pecados
que un hombre puede cometer. No he sido
feliz. Que los glaciares del olvido
me arrastren y me pierdan, despiadados.

Mis padres me engendraron
para el juego arriesgado y hermoso de la vida,
para la tierra, el agua, el aire, el fuego.
Los defraudé. No fui feliz. Cumplida

no fue su joven voluntad. Mi mente
se aplicó a las simétricas porfías
del arte, que entreteje naderías.

Me legaron valor. No fui valiente.
No me abandona. Siempre está a mi lado
La sombra de haber sido un desdichado.

Yo escribí ese mal soneto a los pocos días de la muerte de mi madre que murió a los 99. Creo que debí haber sido más bueno con ella… Pensé que la había hecho sufrir con mis dolencias y ahora se que es nuestro deber ser felices no por nosotros sino por las personas que nos quieren...

Buenas lenguas me han dicho que usted conoció ciertas drogas…

Si, pero fracasé con la cocaína y con la marihuana. Hice varios experimentos sinceros, cinco o seis. Y con la cocaína, sí, me sentía gárrulo, pero muy nervioso. Con la marihuana, en cambio, no sentí absolutamente nada. Ahora, yo estuve a punto de ser borracho. Todos las sábados salíamos Francisco Luis Bernardez y yo a recorrer los arrabales de Buenos Aires, entonces, como no había mucho que ver, entrábamos a los almacenes, pedíamos así, para ser criollos, una caña brasileña, un guindado oriental o lo que fuera. Eso duró algún tiempo. Hasta que un día estaba en una reunión y alguien, quizás un ángel, dijo: “Lástima que Borges sea borracho”. No se quien dijo eso, pues yo no me di la vuelta, pero dejé el alcohol en ese instante. Desde entonces sólo he probado el vino. Sólo un poquito de champagne en alguna fiesta de fin de año…

Otras dicen que su obra ha sido concebida mientras camina por Buenos Aires…

Si, debo a las calles, a las peluquerías, a los cafés, a los andenes de Constitución y de Retiro, mis mejores ideas…

Y sus detractores que usted no gusta de la supuesta tradición latinoamericana.

La tradición latinoamericana es lo universal, precisamente la ventaja que le llevamos a Europa, es que un europeo no es un europeo, es un inglés, es un noruego, es un francés;  en cambio nosotros podemos aceptar todas las culturas, precisamente por el hecho de que nuestra tradición es pobre, así que estamos obligados a ser hospitalarios, yo creo que esa es la tradición latinoamericana, es que tenemos el gran ejemplo de Rubén Darío, Rubén Darío, renovó el idioma castellano, cómo lo hizo?, lo hizo leyendo a Hugo, leyendo a Verlaine, leyendo a Poe, y luego trayéndonos esa  música nadie considera que es un malhechor, ha sido un bienhechor.

Otros desdeñan a Rubén…

Todos, más allá de nuestras opiniones, todos somos hijos de Rubén Darío, todo procede del modernismo, al decir modernismo pienso evidentemente en su jefe, aunque desde luego hay están los otros, desde luego hay están Valencia, Lugones, Jaimes Freyre, Amado Nervo, etc., podría mencionar muchos nombres… yo recuerdo haber conversado cuatro o cinco veces en mi vida con Leopoldo Lugones y él desviaba la conversación para hablar de "mi amigo y maestro Rubén Darío", a él le gustaba reconocerse discípulo de Darío, y de algún modo, aunque lo que yo escriba no se parezca a Darío, Darío era dueño de una música que yo no puedo alcanzar, que no trato de alcanzar tampoco, sin embargo, sin duda, yo no escribiría lo que he escrito sin Darío, porque cuando por un idioma pasa alguien como Rubén Darío ya todo cambia…

¿Hay Borges, diferencia entre lo que llamamos poesía y lo que llamamos prosa?

Yo creo que la diferencia esencial está en el lector, no en el texto., El lector, ante una página en prosa espera noticias, información, razonamientos; en cambio, el que lee una página en verso sabe que tiene que emocionarse. En el texto no hay ninguna diferencia, pero en el lector sí, porque la actitud del lector es distinta.
Ahora, ambas, la prosa y el verso, son medio idóneos para expresarse. Stevenson pensaba que la prosa viene a ser la forma más compleja del verso. No olvide que para Mallarme, desde el momento que cuidamos lo que escribimos, versificamos. Yo creo con Stevenson que la prosa es más compleja del verso, pero hay literaturas que no han alcanzado nunca la prosa.

¿Por qué escribe Borges, cómo escribe?

Escribo porque siento que cumplo una función que es necesaria para mi, si no escribo siento desventura y remordimiento. Escribo con suma dificultad. Creo que conviene que el escritor intervenga lo menos posible en la obra, que no debe buscar experiencias, las experiencias deben buscarlo. Cuando yo escribo un poema es porque el poema insiste en que yo lo escriba pero yo no me propongo el tema.

Usted ha estado siempre en desacuerdo con la literatura llamada de compromiso…

Sí, pero quizás esa idea puede llevar a una buena literatura.  Hay ejemplos a los cuales yo recurro siempre.  Yo descreía de la democracia, pero quizá, sin duda la democracia le sirvió a Whitman para ejecutar su obra; yo descreo de la fé católica, pero sin la fé católica no tendríamos la Divina Comedia; yo descreo del comunismo, pero el comunismo fue útil para los fines de Pablo Neruda… quiero decir que cualquier idea puede ser un buen estímulo, aunque sea una idea equivocada por ejemplo, yo enemigo del nazismo, pero nada me cuesta imaginar un buen poeta nazi por qué no?, claro, todo puede ser un buen estímulo para el poeta, todo puede ser un estímulo, esta taza de café puede ser un estímulo, una doctrina puede ser un estímulo, todo…

¿Ha leído a Neruda?

Con Neruda hable una sola vez hace muchísimos años. Los dos éramos jóvenes y llegamos a la conclusión de que en español la poesía no era posible, de que convenía escribir en inglés, ya que el español era un idioma muy torpe. Posiblemente cada uno haya querido asombrar un poco al otro y por eso exageramos nuestras opiniones. Realmente conozco poco la obra de Neruda, pero creo que es un buen discípulo de Whitman o tal vez de Sandburg.

Y Lorca

García Lorca me parece un poeta menor, le ha favorecido su muerte trágica. Desde luego, los versos de Lorca me gustan, pero no me parecen muy importantes. Es una poesía visual, decorativa, hecha un poco en broma; es como un juego barroco. Yo no creo que uno pueda ponerlo al lado de Manuel Machado, o de Antonio Machado por ejemplo, o de Juan Ramón Jiménez…, en todo caso no me he sentido muy conmovido leyéndolo, de emociones, uno mide los poetas por la emoción que produce, en el caso de Lorca he sentido agrado, pero nada más, he sentido agrado y a veces sorpresa ante las metáforas, pero nunca me he sentido conmovido…

Usted se negó a que su editor francés publicara "Obras Completas".

Yo no sabía eso…  Usted está más informado que yo, no, pero realmente, yo me negué a que se incluyeran algunos libros, porque no me gustan, yo quisiera estar representado por lo mejor de lo que yo he escrito…

Borges, quién escribe ahora sus textos…

Cualquier persona que viene a casa se aboca en peligro de que yo le dicte una página, si viene a Buenos Aires, todas las tardes me encuentra en la calle Maipú 994, en el sexto piso, salvo que está descompuesto el ascensor.

Qué está escribiendo ahora…

Estoy escribiendo un libro sobre el historiador islandés Snorri Sturluson en colaboración con María Kodama, y ahora va aparecer en diciembre en Santiago de Chile, una breve antología anglosajona que he compilado con ella, y además de eso estoy escribiendo un cuento del cual solo revelaré el título, va a ser mi mejor cuento, como son todos mis cuentos antes de escribirse, ¿no?, un título lindísimo, La memoria de Shakespeare, es un cuento fantástico, las dos cosas parecen infinitas; si yo digo, la memoria de Milton, no, y aún la memoria de Dante u Homero, pero Shakespeare tiene algo, no sé bueno, este va a ser un lindo cuento, el protagonista es un profesor alemán ya que los alemanes son muy devotos de Shakespeare, más que los ingleses, desde luego…

Ayer me dijo que no tenía miedo de morir…

Si,  yo no le temo a la muerte, si usted me dijera que yo voy a morir esta noche, bueno, yo propondría un brindis y me sentiría muy feliz, yo he vivido demasiado, quizás, setenta y nueve años no es poco…

Una última pregunta Borges. A sus ochenta y tantos años, ¿vive usted de las regalías de sus libros?

No, vivo de dos pensiones. Yo era director de la Biblioteca Nacional, cuando volvió Perón renuncié porque no podía servirle, también he sido profesor de literatura inglesa durante veinte años en la Facultad de Filosofía y Letras de Buenos Aires. Los libros dan muy pocos ingresos porque los libreros cobran el 30%, los tipógrafos el 25, al dueño de la imprenta menos que a los obreros, al editor que corre con todos los gastos de imprenta, difusión, propaganda, el 20 y al autor el 10%. Quizás los músicos puedan vivir de su arte, quizás los pintores, porque hay cuadros muy caros, un escritor no. Casi todos se dedican a otras actividades como el periodismo o la cátedra.
Harold Alvarado Tenorio

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