🕯️ Entrada Editorial – Los
Yoses 📆 Fecha ritual: 23 de julio de
2025 ✒️ Autor: Consejo Editorial: Un puente sobre el Drina de Ivo Andrić
⚖️ La novela que arrastra siglos: consagración
editorial
La sesión
extraordinaria de sobremesa se celebró entre humo, sarcasmo y un altar empapado
en vino. El Consejo convocado por Jorge –escritor, abogado, celebrante
intelectual– se reunió para emitir juicio definitivo sobre las novelas de 1961.
Tras dos rondas de votación, fue elevado al altar el libro más digno
de sentencia: Un puente sobre el Drina, del yugoslavo Ivo Andrić.
La obra no
solo resistió los embates del Consejo, sino que los sedujo:
- Belfegor vio en ella una
catedral narrativa.
- Cappelli, con su fatalismo
helénico, la proclamó epitafio de Europa.
- Casasola Brown, asesino
literario y enciclopedista, la llamó sentencia.
- Pugliatti y Deford, aunque
tentados por otros títulos, no pudieron negar la potencia histórica del
puente que lo atraviesa todo: tiempo, violencia, deseo.
📚 Sobre el libro consagrado
Un puente
sobre el Drina narra
siglos de historia en la ciudad de Višegrad, Bosnia. El puente otomano –testigo
y protagonista– observa desde su piedra el paso de imperios, guerras, rituales,
asesinatos, nacimientos, vendettas y esperanzas inútiles. Andrić convierte el
puente en un tótem narrativo, un objeto mudo que absorbe el dolor humano y lo
transforma en liturgia. El ritmo del libro es lento, ceremonial, como si fuera
dictado por un sacerdote descreído en medio del derrumbe balcánico.
🔥 Razones para la consagración
- El tiempo no pasa en la novela:
se acumula.
- Cada personaje es sombra de
otro que existió o existirá.
- La historia no se cuenta: se
padece.
- El lenguaje es piedra tallada,
no ornamento.
🕯️ Notas finales del Consejo
“Publicamos
esta obra como quien enciende una vela en la oscuridad más profunda. Que se lea
como exorcismo. Que se cite como profecía. Que se imprima como epitafio.” — Casasola Brown, en voz
editorial.
“Quien cruce
el puente del Drina cruzará también el juicio de la historia. Esta novela es
piedra consagrada.” — Méndez-Limbrick.
I
La mayor parte de su curso el río Drina discurre a través de angostas gargantas entre montañas abruptas o por profundos cañones cortados a pico. Sólo en unos pocos puntos del lecho fluvial las orillas se ensanchan en valles abiertos y crean, en ambas márgenes del río, paisajes apacibles, en parte llanos, en parte ondulados, apropiados para cultivar y ser habitados. Una de esas vaguadas se extiende aquí, en Visegrad, en el lugar donde el Drina, saliendo de la estrecha garganta que forman los Riscos de Butko y el monte Uzavnica, se dobla de forma repentina.
La curva que describe aquí el Drina es insólitamente brusca y las montañas a ambos lados son tan escarpadas y están tan próximas que parecen un macizo impenetrable del que el río brotara como de una muralla sombría. Pero justo en ese paraje las montañas de pronto se abren en un anfiteatro irregular cuyo diámetro en el punto más ancho no supera los quince kilómetros en línea recta. En ese lugar en que el Drina surge con toda la fuerza de su masa de agua, verde y espumosa, de la cadena montañosa negra y escarpada cerrada en apariencia, se alza un gran puente de piedra tallado armoniosamente, con once arcos de amplia abertura. Desde ese puente, como si de la base se tratara, se extiende en abanico un valle ondulado con la kasaba[1][*24] de Visegrad y sus alrededores, con las aldeas posadas en las faldas de las colinas, cubierto de prados, pastos y ciruelos, surcado de albarradas y palizadas y salpicado de bosquecillos y ralos grupitos de coníferas. De modo que, contemplado desde la línea de horizonte, parece que de los amplios arcos del blanco puente fluye y se desborda no sólo el Drina verde, sino también ese paisaje apacible y cultivado con todo lo que contiene y el cielo meridional que lo domina. En la orilla derecha, partiendo del mismo puente se halla el núcleo de la ciudad con el bazar, parte en el llano, parte en las pendientes de las colinas. Al otro lado del puente, sobre la orilla izquierda se extiende Maluhino Polje, un arrabal de casas dispersas a lo largo del camino que lleva a Sarajevo. Así, el puente, enlazando los dos extremos de la carretera de Sarajevo, une la kasaba con su arrabal. Decir «une» precisamente aquí es tan exacto como decir que el sol sale por la mañana para que los hombres podamos ver a nuestro alrededor y llevar a cabo las labores necesarias, y se pone por la noche para que podamos dormir y descansar del esfuerzo diario.
Porque ese gran puente de piedra, una valiosa construcción de belleza sin igual como no tienen ciudades más ricas y más transitadas («Sólo hay dos más así en el imperio», se decía antaño), es el único paso estable y seguro en todo el curso medio y alto del Drina y un eslabón indispensable en el camino que une Bosnia con Serbia y, más allá, a través de Serbia, con el resto de las provincias del imperio turco hasta Estambul. Pero la ciudad y su arrabal no son más que poblaciones que siempre se desarrollan inexorablemente en los principales nudos de comunicación y a ambos lados de los puentes grandes e importantes. De este modo, con el correr del tiempo, ha surgido aquí un enjambre de casas y las aldeas se han multiplicado en ambos extremos del puente. La ciudad ha vivido del puente y ha crecido a partir de él como de su raíz indestructible. (Para ver con claridad y entender por completo la imagen de la ciudad y la naturaleza de su relación con el puente hay que saber que en la villa hay un puente más y otro río. Es el río Rzav, y lo cruza un puente de madera. Justo donde acaba la población el Rzav desemboca en el Drina, así que el centro, a la vez que el corazón de la kasaba, se halla en una lengua de tierra arenosa entre dos ríos, uno grande y otro pequeño, que allí confluyen, mientras que la dispersa periferia se extiende al otro lado de los puentes, en la orilla izquierda del Drina y en la derecha del Rzav. Una ciudad en el agua. Pero, aunque existe otro río y otro puente, cuando se dice «en el puente» uno no se refiere jamás al puente del Rzav, una sencilla construcción de madera sin belleza ni historia ni más sentido que el de servir a los lugareños y a su ganado para pasar, sino siempre y únicamente al puente de piedra sobre el Drina). El puente mide alrededor de doscientos cincuenta pasos de largo y unos diez de ancho, salvo en el medio, donde se ensancha en dos terrazas idénticas, cada una a un lado de la calzada, doblando así su extensión. Ésa es la parte del puente que se llama kapija[*22]. Aquí, sobre el pilar central, más ancho en lo alto, se han construido a ambos lados dos saledizos donde se asientan las terrazas que sobresalen audaz y armoniosamente de la línea recta del puente sobre el agua verde y rumorosa en las profundidades. Tienen alrededor de cinco pasos de largo y lo mismo de ancho, circundadas por un pretil de piedra como todo el puente, pero a cielo abierto. La terraza de la derecha, yendo desde la ciudad, se llama sofá. Se eleva sobre dos escalones flanqueados por asientos a los que el pretil sirve de respaldo, y los escalones, los asientos y el pretil son de la misma piedra blanca, como si los hubieran tallado del mismo bloque.
La terraza izquierda, enfrente del sofá, es igual pero está vacía, sin asientos. En el centro del pretil, el muro se eleva por encima de la estatura de un hombre y en lo más alto hay una placa de mármol blanco en la que está grabada una rica inscripción turca —un tarih[*46]— con un cronograma que en trece versos da cuenta del nombre del que ordenó erigir el puente y el año de su construcción. En la base del muro, un caño: un chorro fino de agua mana de la boca de un dragón de piedra. En esa terraza se ha instalado un vendedor de café con sus dzezva[*10] y fildzana[*12], el brasero siempre encendido, y un muchacho que lleva el café al otro lado, a los comensales del sofá. Ésa es la kapija. En el puente y en la kapija, a su alrededor o relacionado con él, fluye y se desarrolla, como podremos ver, la vida del hombre de la kasaba. En todas las historias de acontecimientos personales, familiares y comunes, siempre se pueden oír las palabras «en el puente». Y en verdad, en el puente sobre el Drina se dan los primeros paseos de los niños y los primeros juegos de los muchachos. Los niños cristianos nacidos en la orilla izquierda del Drina cruzan el puente los primeros días de su vida, porque ya la primera semana los llevan a bautizar a la iglesia. Pero también los demás críos, tanto los que han nacido en la orilla derecha, como los musulmanes, a los que no se bautiza, han pasado la mayor parte de su infancia en los aledaños del puente, igual que sus padres y abuelos. Han pescado peces en los alrededores o cazado palomas bajo los arcos. Desde su más tierna infancia sus ojos se han acostumbrado a las líneas armoniosas de esta gran construcción de piedra clara, porosa, cortada con regularidad y precisión. Conocen todas las redondeces y cavidades talladas de manera magistral, y todas las historias y leyendas que tratan del nacimiento y la construcción del puente, en las que de manera extraña e inextricable se mezclan y entretejen imaginación y realidad, vigilia y sueño. Y siempre las han sabido, inconscientemente, como si hubieran venido al mundo con ellas, igual que se sabe uno las oraciones sin recordar quién se las ha enseñado ni la primera vez que las oyó. Ellos sabían que el puente lo había erigido el gran visir Mehmed Bajá, natural de Sokolovici, un pueblo situado tras una de las montañas que circundaban el puente y la kasaba. Sólo un visir podía haber proporcionado todo lo necesario para que este sempiterno prodigio de piedra se construyera. (Un visir es algo maravilloso, grande, terrible e inconcreto en la conciencia de un crío). Lo edificó Rade el Alarife, que tuvo que vivir centenares de años para construir todo lo que se le atribuye de hermoso y perdurable en las tierras serbias, el maestro legendario y realmente anónimo que cualquier masa puede imaginar y desear, porque no quiere recordar mucho ni con muchos estar en deuda, ni siquiera en la memoria. Sabían que un hada del río había dificultado la construcción —igual que siempre, en todas partes, hay alguien que obstaculiza cualquier obra—, y que por la noche derrumbaba lo que de día se hacía.
Hasta que «algo» en el agua se dejó oír y aconsejó a Rade el Alarife que buscara a dos niños aún lactantes, gemelos, hermano y hermana, llamados Stoja y Ostoja, nombres que vienen a significar soporte y perpetuidad, y los emparedara en los pilares centrales. Enseguida empezó la búsqueda de unos niños con estas características por toda Bosnia. Se prometió una recompensa a quien los encontrara y los trajera. A la postre, los guardias encontraron en un pueblo remoto a dos gemelos, lactantes, y por la autoridad que el visir les había otorgado, se los llevaron; pero cuando se apoderaron de ellos, la madre no quería separase de sus hijos y, llorando y lamentándose, inmune a los insultos y a los golpes, los siguió a trompicones hasta Visegrad. Allí logró abrirse paso hasta el Alarife. Emparedaron a los niños porque no podía ser de otro modo, pero el Alarife, según cuentan, se apiadó y dejó en los pilares unas aberturas a través de las cuales la desdichada madre podía amamantar a sus hijos sacrificados. Estas cavidades son esas ventanas ciegas, elegantemente talladas, estrechas como troneras, en las que ahora anidan las palomas salvajes. Como recuerdo de aquello, hace cientos de años que de los muros mana leche materna. Y son esos finos chorros blancos que en una época determinada del año brotan de las junturas impecables dejando un rastro imborrable en la piedra. (La imagen de leche materna provoca en la conciencia de los niños algo que les es demasiado cercano y triste a la par que impreciso y misterioso, como lo son los visires y los alarifes, por lo que les confunde y les repugna). La gente raspa estos rastros lechosos y los vende como polvo medicinal para las mujeres que después del parto carecen de leche. En el pilar central del puente debajo de la kapija hay un hueco más grande, una puerta larga y estrecha sin jambas, como una tronera gigantesca. Se dice que en ese pilar hay una gran estancia, una sala oscura en la que vive el Árabe negro.
Lo saben todos los niños. Desempeña un papel muy importante en sus sueños y fantasías. Al que se le aparece tiene que morir. Ningún niño lo ha visto, porque los niños no mueren. Pero una noche lo vio Hamid, el mozo de cuerda asmático y de ojos inyectados en sangre, eternamente borracho o resacoso, y murió ese mismo día, aquí junto al muro. A decir verdad, había bebido hasta perder la conciencia y había pasado la noche allí, en el puente, al raso, con una temperatura de quince grados bajo cero. Los chavales miran a menudo el hueco oscuro desde la orilla, como un precipicio que aterra y atrae. Se ponen de acuerdo para mirar todos sin pestañear, y que grite el primero que vea algo. Y clavan los ojos en esa hendidura amplia y sombría, temblando de miedo y de curiosidad, hasta que a una criatura enclenque le parece que el agujero empieza a mecerse y moverse como una cortina negra, o hasta que uno de los camaradas bromistas y descarados (siempre hay alguno), grita «¡El Árabe!», y hace como que corre. Esto estropea el juego y suscita el desencanto y el descontento de los que disfrutan jugando con la imaginación, odian la ironía, y creen que mirando con atención podría verse algo y vivirlo de verdad. Por la noche, mientras duermen, muchos sostienen un combate cuerpo a cuerpo con el Árabe del puente, y con el destino, hasta que la madre, al despertarlos, los libra de la pesadilla. Y entre que le da a beber agua fría («para ahuyentar el temor») y lo obliga a pronunciar el nombre de Dios, el niño ya está otra vez dormido, agotado de tanto jugar durante el día, y sueña el duro sueño infantil en el que los miedos todavía no pueden tomar impulso ni prolongarse. Desde el puente, río arriba, en la orilla abrupta de roca calcárea gris, se divisan unos hoyos redondos que se suceden de dos en dos a intervalos regulares, como si en la piedra se hubieran tallado las huellas de los cascos de un caballo de tamaño sobrenatural; vienen desde arriba, desde la Fortaleza, y descienden a lo largo del roquedal hasta el río y vuelven a aparecer en la otra orilla, donde se pierden bajo la tierra oscura y la vegetación. Los niños que a lo largo de la orilla pedregosa, en los días de verano, durante toda la jornada pescan pececillos saben que son las huellas de antiguos guerreros de tiempos remotos. En aquella época vivían en la tierra grandes héroes, la piedra aún no se había solidificado y era blanda como la arena, y los caballos, igual que los héroes, eran de tamaño gigantesco. Para los niños serbios eran las huellas de los cascos de Sarac[*40], que habían quedado allí cuando el Kraljevic Marko[*27], el príncipe Marko, había estado cautivo arriba en la Fortaleza y se había escapado, había bajado por la montaña y saltado el Drina, pues entonces no había puentes. Pero los niños turcos sabían que no eran del Kraljevic Marko ni podían serlo (¡de dónde iba a sacar un bastardo infiel tanta fuerza y semejante caballo!), sino de Derzelez Alija[*8] y de su corcel alado que, como es sabido, desdeñaba las barcas y a los barqueros y saltaba los ríos como si de arroyuelos se tratase. Ni unos ni otros discuten al respecto porque están absolutamente convencidos de la exactitud de su creencia.
Y no hay un solo ejemplo que pruebe que alguna vez alguien se dejara convencer ni de que nadie cambiara de idea. Esas cavidades, que son redondas, anchas y profundas como una escudilla grande, retienen el agua de lluvia mucho tiempo después de que haya caído, como en recipientes de piedra. Los niños llaman pozos a estos agujeros llenos de agua tibia, y en ellos encierran, unos y otros, da igual la religión que profesen, pececillos, lochas y gobios de río pescados con anzuelo. En la orilla izquierda, a un lado, justo encima del camino, se alza un gran túmulo de tierra, pero de una tierra dura, gris y petrificada. Nada crece ni florece sobre él salvo una hierba menuda, dura y punzante como un alambre de espinas. Este túmulo es la meta y el límite de todos los juegos infantiles alrededor del puente. El lugar antaño se llamaba la Tumba de Radisav, del que se dice que era un caudillo serbio, un hombre muy fuerte que, cuando el visir Mehmed Bajá decidió construir el puente sobre el Drina y envió a sus hombres, y todo el mundo respondió y se sometió a la servidumbre, se sublevó, incitando al pueblo y recomendando al visir que renunciara a su propósito, porque no lograría construir un puente sobre el Drina tan fácilmente. Y en efecto, muchas fatigas pasó el visir para doblegar a Radisav, porque era un héroe fuera de lo común y no había ni fusil ni sable que lo abatiera, ni existía cuerda ni cadena con la que se lo pudiera atar; todo se lo arrancaba como si de hilo se tratara, de tan potente que era el talismán que llevaba. Y quién sabe si el visir habría logrado construir alguna vez el puente y qué habría sucedido de no haber sido por uno de sus hombres, astuto y hábil, que sobornó e interrogó al criado de Radisav. De modo que pudieron sorprenderlo y estrangularlo mientras dormía después de haberlo atado con cuerdas de seda, porque sólo contra la seda su amuleto no servía. Nuestras mujeres creen que una noche al año puede verse una intensa luz blanca que desciende directa del cielo sobre el túmulo. Suele suceder en otoño entre la Asunción y la Natividad de la Virgen, según el calendario ortodoxo. Pero los niños que, creyendo y sin creer, se quedaban despiertos junto a la ventana con la vista clavada en la Tumba de Radisav, nunca lograron ver el fuego celestial porque antes de la medianoche los vencía el sueño. Sin embargo, algunos viajeros que ignoraban la historia veían un resplandor blanco en el túmulo sobre el puente, al regresar por la noche a la kasaba. Mientras tanto, los turcos de la ciudad desde siempre han contado que en ese lugar pereció como mártir de la fe un derviche llamado jeque Turhanija que fue un gran paladín y defendió aquí el paso del Drina contra un ejército de infieles. Y que en ese lugar no haya ni una estela ni un turbe[*48] se debe al deseo del propio derviche, porque fue su voluntad ser enterrado sin símbolos ni marcas, para que no se supiera que estaba allí. Porque si de nuevo irrumpiera un ejército infiel, él se levantaría de debajo del cerro y lo detendría, igual que lo había hecho antaño, de manera que no fuera más allá del puente de Visegrad. Pero a cambio, el mismo cielo ilumina el túmulo con su luz. Así, la vida de los niños de la kasaba se desarrolla bajo el puente y en sus aledaños con juegos ociosos o fantasías infantiles.
Y con los primeros años de madurez se traslada al puente, a la kapija, precisamente, donde la imaginación juvenil encuentra otro alimento y nuevos paisajes, pero donde también empiezan las preocupaciones, las luchas y las fatigas de la vida. En la kapija y a su alrededor se producen las primeras fantasías amorosas, las primeras miradas furtivas, los primeros requiebros y susurros. Aquí se llevan a cabo los primeros trabajos y negocios, riñas y acuerdos, citas y esperas. En el pretil de piedra del puente se ponen a la venta las primeras cerezas y los primeros melones, el salep[*39] caliente matutino con el pan recién hecho. Pero aquí se reúnen también los mendigos, los lisiados y los leprosos, igual que los jóvenes y sanos que desean hacerse ver o ver a otros, e igual que todos aquellos que tienen algo para vender, en especial frutas, trajes o armas. A menudo se sientan ahí hombres maduros y notables para charlar sobre asuntos públicos y preocupaciones comunes, pero con más frecuencia los jóvenes que sólo saben cantar y bromear. También ahí, con ocasión de grandes acontecimientos y cambios históricos se fijan proclamas y llamamientos (en el muro elevado bajo la placa de mármol con la inscripción turca y por encima de la fuente), pero del mismo modo, en ese lugar, hasta 1878, se colgaban o empalaban las cabezas de los que por un motivo u otro habían sido ajusticiados, y en esta villa fronteriza, sobre todo en los años turbulentos, las ejecuciones eran frecuentes, y en algunos tiempos, como vamos a ver, incluso cotidianas. Tampoco los cortejos nupciales o fúnebres pueden pasar por el puente sin detenerse en la kapija. Los que participan en el cortejo nupcial allí acostumbran a prepararse y ponerse en fila antes de entrar en el bazar. Si los tiempos son tranquilos y serenos toman una ronda de aguardiente y cantan, bailan el kolo[*25] y suelen entretenerse más de lo que habían pensado. Y en los funerales, los que llevan al difunto lo depositan un rato en el suelo para descansar ahí en la kapija, donde, por lo demás, ha transcurrido buena parte de la vida del finado. La kapija es el punto más importante del puente, igual que el puente mismo es la parte más importante de la ciudad, o como un viajero turco, al que los visegradenses habían agasajado con gran hospitalidad, escribió en su libro de viajes: «Su kapija es el corazón del puente que a su vez es el corazón de esta kasaba que siempre permanece en el corazón de todos».
Esto demuestra cuánto sentido tenían los antiguos alarifes, de los que las leyendas cuentan que tuvieron que luchar con las hadas del río y otros prodigios o emparedar a niños vivos, no sólo para la estabilidad y la belleza de una construcción, sino también para la utilidad y comodidad que obtendrían de ella las futuras generaciones. Y cuando uno conoce la vida de la ciudad y piensa bien, no le queda por menos que decirse a sí mismo que en verdad no es mucha la gente en Bosnia que disfruta de semejante oportunidad y placer como pueden disfrutar desde el primero hasta el último de los habitantes de la kasaba en la kapija. Por supuesto que en invierno es imposible, porque en esa época sólo cruza el puente aquel que no tiene más remedio, y ése apresura el paso y agacha la cabeza bajo el frío viento que sopla sin cesar sobre el río. Entonces, se sobreentiende, nadie se detiene en las terrazas abiertas de la kapija. Pero en las demás estaciones del año, el lugar es una auténtica bendición para mayores y pequeños. Cualquier habitante de la villa, a cualquier hora del día y de la noche, puede acercarse a la kapija y sentarse en el sofá, o entretenerse allí para tratar algún asunto o conversar. Sobresaliendo y elevándose unos quince metros sobre el verde río rumoroso, este sofá de piedra flota en el espacio sobre el agua, entre las colinas verde oscuro que lo rodean por tres lados, con el cielo y las nubes o las estrellas en lo alto y un panorama a lo largo del río como un anfiteatro angosto que al fondo cierran las montañas azules. ¿Cuántos visires y poderosos del mundo pueden manifestar sus alegrías o tribulaciones, sus placeres y diversiones en semejante lugar? Pocos, muy pocos. Y ¿cuántos de los nuestros, en el curso de los siglos y durante generaciones, han aguardado aquí sentados el alba o la oración de la tarde o las horas nocturnas cuando toda la bóveda celeste se mueve de manera imperceptible sobre nuestra cabeza? Muchos muchos de nosotros hemos estado aquí sentados, acodados o apoyados sobre la piedra tallada y lisa, y ante el juego eterno de luces en las montañas y nubes en el cielo hemos devanado, siempre los mismos y siempre enmarañados de maneras distintas, los hilos de nuestros destinos en la kasaba. Hace mucho tiempo alguien afirmó (a decir verdad era un extranjero y hablaba en broma) que esta kapija influía sobre el destino de la villa y en el carácter de sus habitantes. En esas horas interminables transcurridas sobre el puente, aseveraba el forastero, había que buscar la clave de la tendencia de los visegradenses a cavilar y fantasear, y una de las principales razones de despreocupación melancólica por la que son conocidos.
En cualquier caso, es innegable que los habitantes de Visegrad, en comparación con los de otros lugares, siempre fueron gentes atolondradas, predispuestas a los placeres y al despilfarro. Su ciudad goza de una buena ubicación, los pueblos de alrededor son fértiles y ricos, y el dinero, en efecto, corre en abundancia por ella, pero no se queda mucho tiempo. Y si se encuentra a un patrón ahorrador y hogareño, sin pasión alguna, suele tratarse de un forastero; pero el agua y el aire de Visegrad son tales que ya sus hijos nacen con las manos abiertas y los dedos extendidos, y expuestos a la epidemia general de dispendio y descuido viven con la divisa «Mañana será otro día». Se cuenta que el Viejo Novak[*34], cuando perdió las fuerzas y tuvo que retirarse y dejar la vida de hajduk[*15] en el monte Romanija, enseñaba al Niño Grujicak, que debía sustituirlo: —Cuando tiendas una emboscada, mira al viajero que se aproxima. Si lo ves que cabalga pavoneándose y lleva un chaleco rojo, hebillas de plata y polainas blancas, es uno de Foca. Atácalo en el acto, porque ése lleva encima y en las alforjas. Si ves a un viajero ataviado pobremente, con la cabeza baja e inclinado sobre el caballo como si hubiera salido a mendigar, asáltalo libremente, es de Rogatica. Así son todos: avaros e hipócritas, pero llenos de dinero como una granada rebosante de granos. Más si ves a un chalado, uno con las piernas cruzadas sobre la silla de montar, que toca la sarkija[*41], y canta a voz en cuello, no ataques ni te manches las manos en vano, mejor deja al desdichado; es un visegradense, y no tiene nada porque el dinero jamás se detiene en ellos. Todo esto confirmaría la opinión del extranjero que se expuso anteriormente. Sin embargo, es difícil decir en qué medida esta opinión es acertada. Como en tantas otras cosas, tampoco aquí es fácil establecer cuál es la causa y cuál la consecuencia: si la kapija ha hecho de los habitantes de la ciudad lo que son o si, por el contrario, fue ideada según su espíritu y entendimiento y construida para ellos y sus necesidades y costumbres. Pregunta superflua y vana.
No existen construcciones casuales al margen de la sociedad humana en la que brotaron ni al margen de sus necesidades, deseos y percepciones, al igual que no existen líneas arbitrarias y formas irracionales en la arquitectura. Pero la existencia y la vida de cualquier construcción grande, bella y útil, así como su relación con la población en la que se alza, a menudo encierra dramas e historias complicadas y misteriosas. En cualquier caso, hay una certeza: entre la vida de los habitantes de la ciudad y el puente existe un lazo íntimo y secular. Sus destinos están tan entretejidos que es imposible imaginarlos ni explicarlos separados. Por eso, la historia de la construcción y el destino del puente es al mismo tiempo la historia de la vida de la kasaba y de sus pobladores, de generación en generación, igual que a través de todos los relatos sobre la ciudad se traza la línea del puente de piedra con once ojos, con la kapija en el centro como una corona.