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Palabras sobre la poesía[7]
Venimos
hoy a hablarles de la poesía. El tema está de moda. Es admirable que en una
época que sabe ser a un tiempo práctica y disipada, y que podríamos creer
bastante distanciada de las cosas especulativas, se dedique tanto interés no
sólo a la poesía misma sino también a la teoría poética.
Por
lo tanto hoy voy a permitirme ser un poco abstracto; pero, de ese modo, me será
posible ser breve.
Les
propondré una determinada idea de la poesía, con la firme intención de no decir
nada que no sea pura constatación y que todo el mundo no pueda observar en sí o
por sí mismo o, al menos, hallar con un razonamiento fácil.
Comenzaré
por el comienzo. El comienzo de esta exposición de ideas sobre la poesía
consistirá necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se
emplea en el discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es
decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género
de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos
o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo
decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona.
Pero
existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar
en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción
que designa el primer sentido de la palabra.
Restituir
la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se
produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el
propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido.
Entre
esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mismas diferencias que
las que se encuentran entre el perfume de una flor y la operación del químico
que se aplica para reconstruirlo por completo.
Sin
embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de ello se deduce que un
gran número de juicios, de teorías e incluso de obras están viciadas en su
principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas muy diferentes,
aunque relacionadas.
Hablemos
primero de la emoción poética, del estado emocional esencial.
Ustedes
saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y
pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los
claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes
acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y
la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de
resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.
Esa
clase de emociones se distingue de todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se
distingue? Es lo que a nuestro actual propósito le interesa buscar. Es
importante oponer tan claramente como sea posible la emoción poética a la
emoción ordinaria. La separación es bastante delicada de realizar, pues nunca
se ha cumplido en los hechos. Siempre encontramos mezclados con la emoción
poética esencial la ternura o la tristeza, el furor, el temor o la esperanza; y
los intereses y los efectos particulares del individuo no dejan de combinarse
con esta sensación de universo, que
es característica de la poesía.
He
dicho: sensación de universo. He
querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una
percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las
cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y
componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por
otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los
modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos y esos
seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se
asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran
—permítanme esta expresión— musicalizados,
convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el
universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.
Ya
que la palabra sueños se ha
introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir
del Romanticismo, se ha producido una confusión bastante explicable, aunque
bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la
ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden serlo; pero las figuras formadas
al azar sólo por azar son figuras armónicas.
No
obstante, el sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y
frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, constituida
por un conjunto de producciones notablemente diferente de las reacciones y de
las percepciones ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo cerrado en el que todas las cosas reales pueden estar representadas, pero
en el que todas las cosas aparecen y se modifican únicamente por las
variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es aproximadamente así como el
estado poético se instala, se desarrolla y se disgrega en nosotros. Lo que
equivale a decir que es perfectamente irregular,
inconstante, involuntario y frágil, y que lo perdemos lo mismo que lo
obtenemos, por accidente. Hay
períodos de nuestra vida en los que esta emoción y esas formaciones tan preciosas
no se manifiestan. Ni siquiera pensamos que sean posibles. El azar nos las da,
el azar nos las retira.
Pero
el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que
le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha
hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas
las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios
para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí
mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su
entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y
admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le
ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer
artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace
por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a
separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones
fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no
hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus
invenciones al yo puramente sensible.
Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su
esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de
instantes deliciosos. Una obra no es otra
cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible.
Música, pintura y arquitectura son los diversos modos correspondientes a la
diversidad de los sentidos. Ahora bien, entre esos medios de producir o de
reproducir un mundo poético, de organizarlo para la duración y de amplificarlo
mediante el trabajo reflexivo, el más antiguo, quizá, el más inmediato, y sin
embargo el más complejo, es el lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su
naturaleza abstracta, a sus efectos más especialmente intelectuales —es decir,
indirectos—, y a sus orígenes o a sus funciones prácticas, propone al artista
que se ocupa de consagrarlo y ordenarlo para la poesía, una tarea curiosamente
complicada. Nunca hubiera habido poetas si se hubiera tenido conciencia de los
problemas a resolver. (Nadie podría aprender a andar si para andar hubiera que
representarse y poseer en el estado de ideas claras todos los elementos del
menor paso).
Pero
no estamos aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los
versos como imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de
los poetas, concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes,
maravillarnos de su instinto.
Voy
a intentar en pocas palabras darles una idea de esas dificultades.
Se
lo he dicho anteriormente: el lenguaje es un instrumento, una herramienta, o
mejor una colección de herramientas y de operaciones formada por la práctica y
sojuzgada a ella. Es por lo tanto un medio necesariamente burdo, que cada cual
utiliza, acomoda a sus necesidades actuales, deforma de acuerdo con las
circunstancias, ajusta a su persona fisiológica y a su historia psicológica.
Ustedes
saben a qué pruebas lo sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las
palabras, las reglas de sus acordes, su emisión, su transcripción son para
nosotros juguetes e instrumentos de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en
alguna consideración las decisiones de la Academia; y sin duda, el cuerpo
docente, los exámenes, principalmente la vanidad, oponen algunos obstáculos al
ejercicio de la fantasía individual. En los tiempos modernos, además, la
tipografía interviene muy poderosamente en la conservación de esas convenciones
de la escritura. De ese modo, se retrasan en cierta medida las alteraciones de
origen personal; pero las cualidades del lenguaje más importantes para el
poeta, que evidentemente son sus propiedades o posibilidades musicales, por una
parte, y sus valores significativos ilimitados (los que dirigen la propagación
de las ideas derivadas de una idea), por la otra, son también las menos
protegidas del capricho, las iniciativas, las acciones y las disposiciones de
los individuos. La pronunciación de cada uno y su «experiencia» psicológica
particular introducen en la transmisión mediante el lenguaje, una
incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo inevitables.
Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las necesidades
más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario de un
instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas, de
determinados aciertos de expresión y de forma sensibles, combinadas, no es para
nada un medio poético.
En
resumen, el destino amargo y paradójico del poeta le impone utilizar una
fabricación del uso corriente y de la práctica para fines excepcionales y no
prácticos; tiene que tomar medios de origen estadístico y anónimo para cumplir
su propósito de exaltar y de expresar su persona en aquello que tiene de más
puro y singular.
Nada
hace captar mejor toda la dificultad de su tarea que comparar sus elementos
iniciales con aquellos de los que dispone el músico. Observen lo que se le ofrece
a uno y a otro en el momento en que van a poner manos a la obra y a pasar de la
intención a la ejecución.
¡Afortunado
el músico! La evolución de su arte le ha proporcionado una condición sumamente
privilegiada. Sus medios están bien definidos, la materia de su composición
está completamente elaborada ante él. Podemos compararle a la abeja cuando sólo
tiene que inquietarse por su miel. Las secciones regulares y los alveolos de
cera ya están hechos. Su tarea es medida y se limita a lo mejor de sí misma. Lo
mismo le sucede al compositor. Se puede decir que la música preexiste y le
espera. ¡Hace mucho tiempo que está constituida!
¿Cómo
tuvo lugar esta institución de la música? Vivimos gracias al oído en el
universo de los ruidos. De su conjunto se separa el conjunto de ruidos
particularmente simples, es decir, reconocibles por el oído y que le sirven de
referencia: son los elementos cuyas relaciones recíprocas son intuitivas; percibimos esas relaciones exactas y
extraordinarias tan nítidamente como sus propios elementos. El intervalo
entre dos notas nos resulta tan sensible como una nota.
De
ese modo, esas unidades sonoras, esos sonidos,
son aptos para formar combinaciones continuas, sistemas sucesivos o simultáneos
cuya estructura, encadenamientos, implicaciones y entrecruzamientos se nos
presentan y se imponen. Distinguimos claramente el sonido del ruido, y
percibimos un contraste entre ellos, impresión de gran consecuencia pues ese
contraste es el de lo puro y de lo impuro, que se reduce al del orden y el desorden,
que está a su vez sujeto, sin duda, a los efectos de ciertas leyes energéticas.
Pero no vamos tan lejos.
Así,
este análisis de los ruidos, ese discernimiento que ha permitido la
constitución de la música como actividad separada y explotación del universo de
los sonidos, se ha realizado, o al menos controlado, unificado, codificado,
gracias a la intervención de la ciencia física, que se ha descubierto a sí
misma en esta ocasión y se ha reconocido como ciencia de las medidas, y que ha
sabido, desde la Antigüedad, adaptar la medida a la sensación sonora de manera
constante e idéntica, por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.
Por
lo tanto el músico se encuentra en posesión de un conjunto perfecto de medios
bien definidos, que hacen corresponder exactamente sensaciones con actos; todos
los elementos de su juego están presentes, enumerados y clasificados, y este
conocimiento concreto de sus medios, de los que no sólo está informado sino
penetrado e íntimamente armado, le permite prever y construir sin preocupación
alguna respecto a la materia y la mecánica general de su arte.
De
ello se deduce que la música posee un dominio propio, absolutamente suyo. El
mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de
los ruidos.
Es
tanto que un ruido se limita a evocar en nosotros un acontecimiento aislado
cualquiera, un sonido que se produce
evoca por sí solo todo el universo musical. En esta sala en la que hablo,
en la que ustedes perciben el ruido de mi voz y diversos incidentes auditivos,
si de golpe se dejara oír una nota, si se pusiera a vibrar un diapasón o un
instrumento bien afinado, apenas afectados por ese ruido excepcional, que no puede confundirse con los otros,
tendrían de inmediato la sensación de un comienzo.
En el acto se crearía una atmósfera completamente distinta, se impondría un
estado particular de espera, se anunciaría un orden nuevo, un mundo, y su atención se organizaría para
acogerlo. Más aún, tendería de alguna forma a desarrollar por sí misma esas
premisas, y a engendrar sensaciones ulteriores de la misma clase, de la misma pureza que la sensación
recibida.
Y
la contraprueba existe.
Si
en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una
silla, tose una persona, o se cierra una puerta, de inmediato tenemos la
impresión de una ruptura. Se ha roto o quebrado algo indefinible, una especie
de hechizo o de cristal.
Ahora
bien, esa atmósfera, ese hechizo poderoso y frágil, ese universo de los
sonidos, se le ofrece a cualquier compositor por la naturaleza de su arte y por
las adquisiciones inmediatas de ese arte.
Muy
distinta, infinitamente menos afortunada, es la dotación del poeta. Al
perseguir un objeto que no difiere excesivamente del del músico, se ve privado
de las inmensas ventajas que acabo de indicarles. Ha de crear y recrear a cada
instante lo que el otro encuentra hecho y preparado.
¡En
qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante
sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo
conocimiento que se precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de
pensamiento; ha de tomar prestada esa colección de términos y reglas
tradicionales e irracionales, modificadas por cualquiera, caprichosamente
introducidas, caprichosamente interpretadas, caprichosamente codificadas. Nada
menos adecuado a los propósitos del artista que ese desorden esencial del que
debe extraer a cada instante los elementos del orden que desea producir. Para
el poeta no ha habido físico que haya determinado las propiedades constantes de
esos elementos de su arte, sus relaciones, sus condiciones de emisión idéntica.
Ni diapasones, ni metrónomos, ni constructores de gamas, ni teóricos de la
armonía. Ninguna certidumbre, de no ser la de las fluctuaciones fonéticas y
significativas del lenguaje. Ese lenguaje, además, no actúa como el sonido
sobre un sentido único, sobre el oído, que es el sentido por excelencia de la
espera y de la atención. Constituye, por el contrario, una mezcla de
excitaciones sensoriales y físicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es
una reunión instantánea de efectos sin relación entre sí. Cada palabra reúne un
sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos.
Varios sonidos, tantos sonidos como
provincias hay en Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una
circunstancia muy grave para los poetas, en quienes los efectos musicales que
habían previsto quedan corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios sentidos, pues las imágenes que
nos sugiere cada palabra generalmente son bastante diferentes y sus imágenes
secundarias infinitamente diferentes.
La
palabra es cosa compleja, es combinación de propiedades a un tiempo vinculadas
en el hecho e independientes por su naturaleza y su función. Un discurso puede
ser lógico y cargado de sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser
agradable al oído y perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y
vano, vago y delicioso… Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad,
con nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y
explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras
independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la
semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la
métrica, ni la etimología.
He
ahí al poeta enfrentado con esa materia moviente y demasiado impura; obligado a
especular por turno sobre el sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a
la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales
variadas: lógica, gramática, sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos
los órdenes, sin contar con las reglas convencionales. Observen el esfuerzo que
supone la empresa de llevar a buen fin un discurso en el que tantas exigencias
han de satisfacerse milagrosamente al mismo tiempo.
Aquí
comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este
arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se
oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados
intermedios. Existe la prosa y existe
el verso. Entre ellos, todos los
tipos de su mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría
ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el
lenguaje tiene por límites la música,
por un lado, el álgebra, por el otro.
Recurriré
a una comparación que me es familiar para que sea más fácil captar lo que tengo
que decir sobre este tema. Hablando un día de todo esto en una ciudad
extranjera, y habiéndome servido de esta misma comparación, uno de mis oyentes
me hizo una cita notable que me descubrió que la idea no era nueva. No lo era
al menos nada más que para mí.
Esta
es la cita. Se trata de un extracto de una carta de Racan a Chapelain, en la
que Racan nos cuenta que Malherbe asimilaba la prosa a la marcha, la poesía a
la danza, como voy a hacerlo yo enseguida:
«Den,
dice Racan, el nombre que gusten a mi prosa, el de galante, ingenua o festiva.
Estoy decidido a mantenerme en los preceptos de mi primer maestro Malherbe y no
buscar nunca ni número, ni cadencia a mis períodos, ni otro ornamento que la
nitidez que puede expresar mis pensamientos. Ese buen hombre (Malherbe)
comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que
debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer
pero que es ser ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los
cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el
vals o los cinco pasos».
La
comparación que Racan adjudica a Malherbe, y que yo por mi parte había
advertido fácilmente, es inmediata. Les demostraré que es fecunda. Se
desarrolla muy lejos con una curiosa precisión. Es quizá algo más que una
similitud de apariencias.
La
marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto. Es un acto
dirigido hacia un objeto y nuestra
finalidad es alcanzarlo. Las circunstancias actuales, la naturaleza del objeto,
la necesidad que tengo, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, el del
terreno, son los que imponen el paso a la marcha, le prescriben su dirección,
su velocidad y su término. Todas las propiedades de la marcha se deducen de
esas condiciones instantáneas que se combinan singularmente en cada ocasión, de tal manera que no hay dos
desplazamientos de esta clase que sean idénticos, que hay cada vez creación
especial, pero, cada vez, es abolida y como absorbida en el acto realizado.
La
danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos, pero que tienen
un fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue alguna cosa, no es más
que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún
encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del
ser… Pero por diferente que sea del movimiento utilitario, tomen nota de esta
advertencia esencial aunque infinitamente simple, que usa los mismos miembros, los mismos órganos, huesos, músculos y
nervios que la marcha misma.
Exactamente
lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas palabras, las mismas formas y
los mismos timbres que la prosa.
Por
consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas
leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a
elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar
sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de
tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra. Y es por lo
que (por elegir un ejemplo), es fácil justificar inmediatamente el uso de las
inversiones; pues esas alteraciones del orden acostumbrado y, en cierto modo,
elemental de las palabras en francés, fueron criticadas en diversas épocas, a
mi entender muy ligeramente, por motivos que se reducen a esta fórmula
inaceptable: la poesía es prosa.
Llevemos
un poco más lejos nuestra comparación, que soporta ser profundizada. Un hombre
anda. Se mueve de un lugar a otro, conforme a un camino que es siempre un
camino de mínima acción. Observemos que la poesía sería imposible si estuviera
sujeta al régimen de la línea recta. Nos enseñan: ¡digan que llueve si quieren decir que llueve! Pero el objeto de un
poeta no es nunca ni puede serlo el enseñarnos que llueve. No es necesario un
poeta para persuadirnos de coger nuestro paraguas. Observen en qué se convierte
Ronsard, en qué se convierte Hugo, en qué se convierten la rima, las imágenes,
las consonancias, los versos más hermosos del mundo, si someten la poesía al
sistema ¡Digan que llueve! Solamente
por una burda confusión de los géneros y de los momentos se le pueden reprochar
al poeta sus expresiones indirectas y sus formas complejas. No vemos que la
poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje.
Vuelvo
al hombre que anda. Cuando ese hombre ha realizado su movimiento, cuando ha
alcanzado el lugar, el libro, el fruto, el objeto que deseaba, la posesión
anula de inmediato todo su acto, el efecto devora la causa, el fin absorbe el
medio, y cualesquiera que hayan sido las modalidades de su acto y de su paso,
sólo queda el resultado. Los cojos, los gotosos de los que hablaba Malherbe,
una vez que han alcanzado penosamente la butaca a la que se dirigían, no están
menos sentados que el hombre más alerta que hubiera llegado a ese asiento con
un paso vivo y ligero. Lo mismo sucede con el uso de la prosa. El lenguaje del
que me acabo de servir, que expresa mi propósito, mi deseo, mi mandato, mi
opinión, mi pregunta o mi respuesta, ese lenguaje que ha cumplido su función,
se desvanece apenas llega. Lo he
emitido para que perezca, para que irrevocablemente se transforme en ustedes, y
sabré que fui comprendido por el
hecho relevante de que mi discurso ha dejado de existir. Es reemplazado
enteramente y definitivamente por su sentido,
o al menos por un cierto sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones
o actos de la persona a quien se habla; en suma, por una modificación o
reorganización interior de ésta. Pero quien no ha comprendido, conserva y repite las palabras. El experimento es
fácil…
Verán
que la perfección de ese discurso, cuyo único destino es la comprensión,
consiste en la facilidad con la que se transforma en algo muy distinto, en
no-lenguaje. Si han comprendido mis palabras, mis mismas palabras ya no les
sirven de nada, han desaparecido de sus mentes, mientras que poseen su
contrapartida, ustedes poseen bajo forma de ideas y de relaciones, con qué
restituir el significado de esas palabras, bajo
una forma que puede ser muy diferente.
Dicho
de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje que es
específicamente prosa, la forma no se conserva, no sobrevive a la comprensión,
se disuelve en la claridad, ha actuado, ha hecho comprender, ha vivido.
Pero,
por el contrario, el poema no muere por haber servido; está expresamente hecho
para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser.
En
este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos
definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes
para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la
tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.
Esta
es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles
una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos.
Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del
ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación,
de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones
insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del
primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para
ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen
entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a
la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje
de los dioses, va del sonido hacia el
sentido, del continente hacia el
contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar;
pero a continuación, a cada verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a
su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como
única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este
modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el
sonido y el sentido, entre el poema y el estado de poesía.
Este
intercambio armónico entre la impresión y la expresión es a mi modo de ver el
principio esencial de la mecánica poética, es decir, de la producción del
estado poético mediante la palabra. El poeta hace profesión de encontrar por
suerte y de buscar por industria esas formas singulares del lenguaje cuya
práctica he intentado analizarles.
La
poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa: en particular,
se opone nítidamente a la descripción y a la narración de acontecimientos que
tienden a producir la ilusión de la realidad, es decir, a la novela y al cuento
cuando su objeto es dar verosimilitud a los relatos, retratos, escenas y otras
representaciones de la vida real. Diferencia que tiene incluso marcas físicas
fácilmente observables. Consideren las actitudes comparadas del lector de
novelas y del lector de poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere
excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de
novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su
cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es,
se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por lo que devora; no
puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere
la continuación, y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido,
triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado
de sus fuerzas exteriores, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una
especie de crisis de credulidad.
Muy
distinto es el lector de poemas.
Si
la poesía actúa verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su
naturaleza, comunicándole las ilusiones de una vida de ficción y puramente
mental. No le impone una falsa realidad que exige la docilidad del alma y la
abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita su
organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades
verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata
de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad
extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un
sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.
En
suma, entre la acción del poema y la del relato ordinario la diferencia es de
orden psicológico. El poema se despliega en un campo más rico de nuestras
funciones de movimiento, exige de nosotros una participación que está más
próxima a la acción completa, en tanto que el cuento y la novela nos
transforman más bien en sujetos del sueño y de nuestra facultad para ser
alucinados.
Pero
repito que existen grados, innumerables formas de paso entre esos términos
extremos de la expresión literaria.
Tras
intentar definir el dominio de la poesía, debería ahora tratar de considerar la
operación misma del poeta, los problemas de la factura y de la composición.
Pero sería entrar en una vía muy espinosa. Encontramos tormentos infinitos,
disputas que no pueden tener fin, adversidades, enigmas, preocupaciones e
incluso desesperaciones que convierten el oficio del poeta en uno de los más
inseguros y de los más cansados que existen. El propio Malherbe al que ya he
citado, decía que después de acabar un buen soneto el autor tiene derecho a
tomarse diez años de descanso. Admitía con ello que esas palabras: un soneto acabado significan algo… En
cuanto a mí, yo no las entiendo… Las traduzco por soneto abandonado.
Tratemos
superficialmente esta difícil cuestión:
Hacer
versos…
Pero
todos ustedes saben que hay un medio sumamente simple de hacer versos.
Basta
con estar inspirado y las cosas van
por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos,
no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias.
Aquel
que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro
efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural;
una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen
de él o una especie de urna en la que
se agitan millones de bolas o una tabla
parlante en la que se aloja un espíritu.
Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios, lo
contrario de un Yo.
Y
el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como
un gerente de periódico, se ve obligado a decirse:
«En
tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te
pertenece sin ningún género de duda».
Resulta
extraño que más de un poeta se haya contentado —si es que no se ha
enorgullecido— con no ser más que un instrumento, un momentáneo médium.
Ahora
bien, la experiencia lo mismo que la reflexión nos demuestran, por el
contrario, que los poemas cuya compleja perfección y afortunado desarrollo
impondrían con mayor fuerza a sus maravillados lectores la idea de milagro, del
golpe de suerte, de realización sobrehumana (debido a una conjunción
extraordinaria de las virtudes que se pueden desear pero no esperar encontrar
reunidas en una obra), son también obras maestras de trabajo, son, además,
monumentos de inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y
del análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder reducirse a
las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante un bello poema
de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibilidades de que un hombre
haya podido improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o
emitir lo que le viene a la mente, un discurso singularmente seguro de sí,
provisto de continuos recursos, de una armonía constante y de ideas siempre
acertadas, un discurso que no cesa de encantar, en el que no se encuentran
accidentes, señales de debilidad y de impotencia, en el que faltan esos
molestos incidentes que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del
que les hablaba anteriormente.
No
es que no haga falta, para hacer un poeta, algo más, alguna virtud que no se descompone, que no se
analiza en actos definibles y en horas de trabajo. El Pegaso-Vapor, el Pegaso-Hora
todavía no son unidades legales de potencia poética.
Hay
una cualidad especial, una especie de energía
individual propia del poeta. Aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos
instantes de infinito valor.
Pero
no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas
las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante
manifestaciones breves y fortuitas.
Es
preciso añadir —esto es bastante importante— que los tesoros que ilumina a los
ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos
están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.
Esos
momentos de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad
universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos
fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la
Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que
solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero
decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de
resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de conservar. En el
resplandor de la exaltación no es oro todo lo que reluce.
En
suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor
de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en
fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal
noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna joya.
Si
nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiración
pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos
necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a
entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna
necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado.
No
actúa sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno
a lo que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo
que, antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica.
Leemos en los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios en
materia de brujería, que con frecuencia se convenció a personas de estar
habitadas por el demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo
ignorantes e incultas, haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus
crisis en griego, en latín e incluso en hebreo ante los horrorizados
inquisidores (no era latín sin lágrimas, pienso).
¿Es
eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracterizada por la
potencia expresiva espontánea que desencadena es la esencia de la poesía. Pero
la tarea del poeta no puede consistir en contentarse con experimentarla. Esas
expresiones, salidas de la emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, contienen
cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo poético e
interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata de provocar en un
alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta apunta a lo más elevado de
su arte, no puede ser otro que introducir algún alma extraña en la divina
duración de su vida armónica, durante la cual se componen y se miden todas las
formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmicas.
Pero
es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo
mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario
para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o
demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre.
Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es
comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra
sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una
expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros
destinos.