lunes, 31 de agosto de 2020

7 Palabras sobre la poesía[7] TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA. PAUL VALÉRY.



 7

Palabras sobre la poesía[7]

Venimos hoy a hablarles de la poesía. El tema está de moda. Es admirable que en una época que sabe ser a un tiempo práctica y disipada, y que podríamos creer bastante distanciada de las cosas especulativas, se dedique tanto interés no sólo a la poesía misma sino también a la teoría poética.
Por lo tanto hoy voy a permitirme ser un poco abstracto; pero, de ese modo, me será posible ser breve.
Les propondré una determinada idea de la poesía, con la firme intención de no decir nada que no sea pura constatación y que todo el mundo no pueda observar en sí o por sí mismo o, al menos, hallar con un razonamiento fácil.
Comenzaré por el comienzo. El comienzo de esta exposición de ideas sobre la poesía consistirá necesariamente en la consideración de ese nombre, tal y como se emplea en el discurso habitual. Sabemos que esa palabra tiene dos sentidos, es decir, dos funciones bien distintas. Designa en primer lugar un cierto género de emociones, un estado emotivo particular, que puede ser provocado por objetos o circunstancias muy diferentes. Decimos de un paisaje que es poético, lo decimos de una circunstancia de la vida, lo decimos a veces de una persona.
Pero existe una segunda acepción de ese término, un segundo sentido más estricto. Poesía, en ese sentido, nos hace pensar en un arte, en una extraña industria cuyo objeto es reconstituir esa emoción que designa el primer sentido de la palabra.
Restituir la emoción poética a voluntad, fuera de las condiciones naturales en las que se produce espontáneamente y mediante los artificios del lenguaje, tal es el propósito del poeta, y tal es la idea unida al nombre de poesía, tomada en el segundo sentido.
Entre esas dos nociones existen las mismas relaciones y las mismas diferencias que las que se encuentran entre el perfume de una flor y la operación del químico que se aplica para reconstruirlo por completo.
Sin embargo, se confunden a cada instante las dos ideas, y de ello se deduce que un gran número de juicios, de teorías e incluso de obras están viciadas en su principio por el empleo de una sola palabra para dos cosas muy diferentes, aunque relacionadas.
Hablemos primero de la emoción poética, del estado emocional esencial.
Ustedes saben lo que la mayoría de los hombres sienten con mayor o menor fuerza y pureza ante un espectáculo natural que les impone. Las puestas de sol, los claros de luna, los bosques y el mar nos conmueven. Los grandes acontecimientos, los puntos críticos de la vida afectiva, los males del amor y la evocación de la muerte son otras tantas ocasiones o causas inmediatas de resonancias íntimas más o menos intensas y más o menos conscientes.
Esa clase de emociones se distingue de todas las demás emociones humanas. ¿Cómo se distingue? Es lo que a nuestro actual propósito le interesa buscar. Es importante oponer tan claramente como sea posible la emoción poética a la emoción ordinaria. La separación es bastante delicada de realizar, pues nunca se ha cumplido en los hechos. Siempre encontramos mezclados con la emoción poética esencial la ternura o la tristeza, el furor, el temor o la esperanza; y los intereses y los efectos particulares del individuo no dejan de combinarse con esta sensación de universo, que es característica de la poesía.
He dicho: sensación de universo. He querido decir que el estado o emoción poética me parece que consiste en una percepción naciente, en una tendencia a percibir un mundo, o sistema completo de relaciones, en el cual los seres, las cosas, los acontecimientos y los actos, si bien se parecen, todos a todos, a aquellos que pueblan y componen el mundo sensible, el mundo inmediato del que son tomados, están, por otra parte, en una relación indefinible, pero maravillosamente justa, con los modos y las leyes de nuestra sensibilidad general. Entonces esos objetos y esos seres conocidos cambian en alguna medida de valor. Se llaman unos a otros, se asocian de muy distinta manera que en las condiciones ordinarias. Se encuentran —permítanme esta expresión— musicalizados, convertidos en conmensurables, resonantes el uno por el otro. Así definido, el universo poético presenta grandes analogías con el universo de los sueños.
Ya que la palabra sueños se ha introducido en mi discurso, diré de paso que en los tiempos modernos, a partir del Romanticismo, se ha producido una confusión bastante explicable, aunque bastante lamentable, entre la noción de poesía y la de sueño. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos. Pueden serlo; pero las figuras formadas al azar sólo por azar son figuras armónicas.
No obstante, el sueño nos hace comprender mediante una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, constituida por un conjunto de producciones notablemente diferente de las reacciones y de las percepciones ordinarias del espíritu. Nos aporta el ejemplo familiar de un mundo cerrado en el que todas las cosas reales pueden estar representadas, pero en el que todas las cosas aparecen y se modifican únicamente por las variaciones de nuestra sensibilidad profunda. Es aproximadamente así como el estado poético se instala, se desarrolla y se disgrega en nosotros. Lo que equivale a decir que es perfectamente irregular, inconstante, involuntario y frágil, y que lo perdemos lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Hay períodos de nuestra vida en los que esta emoción y esas formaciones tan preciosas no se manifiestan. Ni siquiera pensamos que sean posibles. El azar nos las da, el azar nos las retira.
Pero el hombre solamente es hombre por la voluntad que tiene de restablecer lo que le interesa sustraer a la disipación natural de las cosas. Así el hombre ha hecho por esta emoción superior lo que ha hecho o ha intentado hacer por todas las cosas perecederas o dignas de añoranza. Ha buscado, ha encontrado medios para fijar y resucitar a voluntad los estados más bellos y más puros de sí mismo, para reproducir, transmitir y guardar durante siglos las fórmulas de su entusiasmo, de su éxtasis, de su vibración personal; y, por una afortunada y admirable consecuencia, la invención de esos procedimientos de conservación le ha dado al mismo tiempo la idea y el poder de desarrollar y enriquecer artificialmente los fragmentos de vida poética de los que su naturaleza le hace por instantes el don. Ha aprendido a extraer del transcurso del tiempo, a separar de las circunstancias, esas formaciones, esas maravillosas percepciones fortuitas que se habrían perdido sin retorno si el ser ingenioso y sagaz no hubiera acudido a ayudar al ser instantáneo, a prestar el socorro de sus invenciones al yo puramente sensible. Todas las artes han sido creadas para perpetuar, cambiar, cada una según su esencia, un momento de efímera delicia en la certidumbre de una infinidad de instantes deliciosos. Una obra no es otra cosa que el instrumento de esta multiplicación o regeneración posible. Música, pintura y arquitectura son los diversos modos correspondientes a la diversidad de los sentidos. Ahora bien, entre esos medios de producir o de reproducir un mundo poético, de organizarlo para la duración y de amplificarlo mediante el trabajo reflexivo, el más antiguo, quizá, el más inmediato, y sin embargo el más complejo, es el lenguaje. Pero el lenguaje, debido a su naturaleza abstracta, a sus efectos más especialmente intelectuales —es decir, indirectos—, y a sus orígenes o a sus funciones prácticas, propone al artista que se ocupa de consagrarlo y ordenarlo para la poesía, una tarea curiosamente complicada. Nunca hubiera habido poetas si se hubiera tenido conciencia de los problemas a resolver. (Nadie podría aprender a andar si para andar hubiera que representarse y poseer en el estado de ideas claras todos los elementos del menor paso).
Pero no estamos aquí para hacer versos. Tratamos por el contrario de considerar los versos como imposibles de hacer, para admirar más lúcidamente los esfuerzos de los poetas, concebir su temeridad y sus fatigas, sus riesgos y sus virtudes, maravillarnos de su instinto.
Voy a intentar en pocas palabras darles una idea de esas dificultades.
Se lo he dicho anteriormente: el lenguaje es un instrumento, una herramienta, o mejor una colección de herramientas y de operaciones formada por la práctica y sojuzgada a ella. Es por lo tanto un medio necesariamente burdo, que cada cual utiliza, acomoda a sus necesidades actuales, deforma de acuerdo con las circunstancias, ajusta a su persona fisiológica y a su historia psicológica.
Ustedes saben a qué pruebas lo sometemos a veces. Los valores, los sentidos de las palabras, las reglas de sus acordes, su emisión, su transcripción son para nosotros juguetes e instrumentos de tortura a un tiempo. Sin duda tenemos en alguna consideración las decisiones de la Academia; y sin duda, el cuerpo docente, los exámenes, principalmente la vanidad, oponen algunos obstáculos al ejercicio de la fantasía individual. En los tiempos modernos, además, la tipografía interviene muy poderosamente en la conservación de esas convenciones de la escritura. De ese modo, se retrasan en cierta medida las alteraciones de origen personal; pero las cualidades del lenguaje más importantes para el poeta, que evidentemente son sus propiedades o posibilidades musicales, por una parte, y sus valores significativos ilimitados (los que dirigen la propagación de las ideas derivadas de una idea), por la otra, son también las menos protegidas del capricho, las iniciativas, las acciones y las disposiciones de los individuos. La pronunciación de cada uno y su «experiencia» psicológica particular introducen en la transmisión mediante el lenguaje, una incertidumbre, posibilidades de error, y un imprevisto, del todo inevitables. Observen bien estos dos puntos: al margen de su aplicación a las necesidades más simples y comunes de la vida, el lenguaje es todo lo contrario de un instrumento de precisión. Y al margen de ciertas coincidencias rarísimas, de determinados aciertos de expresión y de forma sensibles, combinadas, no es para nada un medio poético.
En resumen, el destino amargo y paradójico del poeta le impone utilizar una fabricación del uso corriente y de la práctica para fines excepcionales y no prácticos; tiene que tomar medios de origen estadístico y anónimo para cumplir su propósito de exaltar y de expresar su persona en aquello que tiene de más puro y singular.
Nada hace captar mejor toda la dificultad de su tarea que comparar sus elementos iniciales con aquellos de los que dispone el músico. Observen lo que se le ofrece a uno y a otro en el momento en que van a poner manos a la obra y a pasar de la intención a la ejecución.
¡Afortunado el músico! La evolución de su arte le ha proporcionado una condición sumamente privilegiada. Sus medios están bien definidos, la materia de su composición está completamente elaborada ante él. Podemos compararle a la abeja cuando sólo tiene que inquietarse por su miel. Las secciones regulares y los alveolos de cera ya están hechos. Su tarea es medida y se limita a lo mejor de sí misma. Lo mismo le sucede al compositor. Se puede decir que la música preexiste y le espera. ¡Hace mucho tiempo que está constituida!
¿Cómo tuvo lugar esta institución de la música? Vivimos gracias al oído en el universo de los ruidos. De su conjunto se separa el conjunto de ruidos particularmente simples, es decir, reconocibles por el oído y que le sirven de referencia: son los elementos cuyas relaciones recíprocas son intuitivas; percibimos esas relaciones exactas y extraordinarias tan nítidamente como sus propios elementos. El intervalo entre dos notas nos resulta tan sensible como una nota.
De ese modo, esas unidades sonoras, esos sonidos, son aptos para formar combinaciones continuas, sistemas sucesivos o simultáneos cuya estructura, encadenamientos, implicaciones y entrecruzamientos se nos presentan y se imponen. Distinguimos claramente el sonido del ruido, y percibimos un contraste entre ellos, impresión de gran consecuencia pues ese contraste es el de lo puro y de lo impuro, que se reduce al del orden y el desorden, que está a su vez sujeto, sin duda, a los efectos de ciertas leyes energéticas. Pero no vamos tan lejos.
Así, este análisis de los ruidos, ese discernimiento que ha permitido la constitución de la música como actividad separada y explotación del universo de los sonidos, se ha realizado, o al menos controlado, unificado, codificado, gracias a la intervención de la ciencia física, que se ha descubierto a sí misma en esta ocasión y se ha reconocido como ciencia de las medidas, y que ha sabido, desde la Antigüedad, adaptar la medida a la sensación sonora de manera constante e idéntica, por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.
Por lo tanto el músico se encuentra en posesión de un conjunto perfecto de medios bien definidos, que hacen corresponder exactamente sensaciones con actos; todos los elementos de su juego están presentes, enumerados y clasificados, y este conocimiento concreto de sus medios, de los que no sólo está informado sino penetrado e íntimamente armado, le permite prever y construir sin preocupación alguna respecto a la materia y la mecánica general de su arte.
De ello se deduce que la música posee un dominio propio, absolutamente suyo. El mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de los ruidos.
Es tanto que un ruido se limita a evocar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera, un sonido que se produce evoca por sí solo todo el universo musical. En esta sala en la que hablo, en la que ustedes perciben el ruido de mi voz y diversos incidentes auditivos, si de golpe se dejara oír una nota, si se pusiera a vibrar un diapasón o un instrumento bien afinado, apenas afectados por ese ruido excepcional, que no puede confundirse con los otros, tendrían de inmediato la sensación de un comienzo. En el acto se crearía una atmósfera completamente distinta, se impondría un estado particular de espera, se anunciaría un orden nuevo, un mundo, y su atención se organizaría para acogerlo. Más aún, tendería de alguna forma a desarrollar por sí misma esas premisas, y a engendrar sensaciones ulteriores de la misma clase, de la misma pureza que la sensación recibida.
Y la contraprueba existe.
Si en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una silla, tose una persona, o se cierra una puerta, de inmediato tenemos la impresión de una ruptura. Se ha roto o quebrado algo indefinible, una especie de hechizo o de cristal.
Ahora bien, esa atmósfera, ese hechizo poderoso y frágil, ese universo de los sonidos, se le ofrece a cualquier compositor por la naturaleza de su arte y por las adquisiciones inmediatas de ese arte.
Muy distinta, infinitamente menos afortunada, es la dotación del poeta. Al perseguir un objeto que no difiere excesivamente del del músico, se ve privado de las inmensas ventajas que acabo de indicarles. Ha de crear y recrear a cada instante lo que el otro encuentra hecho y preparado.
¡En qué estado desfavorable o desordenado encuentra las cosas el poeta! Tiene ante sí ese lenguaje ordinario, ese conjunto de medios tan burdos que todo conocimiento que se precisa lo rechaza para crearse sus instrumentos de pensamiento; ha de tomar prestada esa colección de términos y reglas tradicionales e irracionales, modificadas por cualquiera, caprichosamente introducidas, caprichosamente interpretadas, caprichosamente codificadas. Nada menos adecuado a los propósitos del artista que ese desorden esencial del que debe extraer a cada instante los elementos del orden que desea producir. Para el poeta no ha habido físico que haya determinado las propiedades constantes de esos elementos de su arte, sus relaciones, sus condiciones de emisión idéntica. Ni diapasones, ni metrónomos, ni constructores de gamas, ni teóricos de la armonía. Ninguna certidumbre, de no ser la de las fluctuaciones fonéticas y significativas del lenguaje. Ese lenguaje, además, no actúa como el sonido sobre un sentido único, sobre el oído, que es el sentido por excelencia de la espera y de la atención. Constituye, por el contrario, una mezcla de excitaciones sensoriales y físicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de efectos sin relación entre sí. Cada palabra reúne un sonido y un sentido. Me equivoco: es a la vez varios sonidos y varios sentidos. Varios sonidos, tantos sonidos como provincias hay en Francia y casi hombres en cada provincia. Es esta una circunstancia muy grave para los poetas, en quienes los efectos musicales que habían previsto quedan corrompidos o desfigurados por el acto de sus lectores. Varios sentidos, pues las imágenes que nos sugiere cada palabra generalmente son bastante diferentes y sus imágenes secundarias infinitamente diferentes.
La palabra es cosa compleja, es combinación de propiedades a un tiempo vinculadas en el hecho e independientes por su naturaleza y su función. Un discurso puede ser lógico y cargado de sentido, pero sin ritmo y sin compás alguno; puede ser agradable al oído y perfectamente absurdo o insignificante; puede ser claro y vano, vago y delicioso… Pero basta, para hacer imaginar su extraña multiplicidad, con nombrar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y explotar cada uno de sus elementos. Puede estudiarse un texto de muchas maneras independientes, pues es sucesivamente justiciable por la fonética, por la semántica, por la sintaxis, por la lógica y por la retórica, sin omitir la métrica, ni la etimología.
He ahí al poeta enfrentado con esa materia moviente y demasiado impura; obligado a especular por turno sobre el sonido y sobre el sentido, a satisfacer no sólo a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales variadas: lógica, gramática, sujeto del poema, figuras y ornamentos de todos los órdenes, sin contar con las reglas convencionales. Observen el esfuerzo que supone la empresa de llevar a buen fin un discurso en el que tantas exigencias han de satisfacerse milagrosamente al mismo tiempo.
Aquí comienzan las inciertas y minuciosas operaciones del arte literario. Pero este arte nos ofrece dos aspectos, hay dos grandes modos que, en su estado extremo, se oponen, pero que, sin embargo, se reúnen y encadenan por una multitud de grados intermedios. Existe la prosa y existe el verso. Entre ellos, todos los tipos de su mezcla; pero hoy los consideraré en sus estados extremos. Podría ilustrarse esta oposición de los extremos exagerando un poco: decirse que el lenguaje tiene por límites la música, por un lado, el álgebra, por el otro.
Recurriré a una comparación que me es familiar para que sea más fácil captar lo que tengo que decir sobre este tema. Hablando un día de todo esto en una ciudad extranjera, y habiéndome servido de esta misma comparación, uno de mis oyentes me hizo una cita notable que me descubrió que la idea no era nueva. No lo era al menos nada más que para mí.
Esta es la cita. Se trata de un extracto de una carta de Racan a Chapelain, en la que Racan nos cuenta que Malherbe asimilaba la prosa a la marcha, la poesía a la danza, como voy a hacerlo yo enseguida:
«Den, dice Racan, el nombre que gusten a mi prosa, el de galante, ingenua o festiva. Estoy decidido a mantenerme en los preceptos de mi primer maestro Malherbe y no buscar nunca ni número, ni cadencia a mis períodos, ni otro ornamento que la nitidez que puede expresar mis pensamientos. Ese buen hombre (Malherbe) comparaba la prosa al andar ordinario y la poesía a la danza, y decía que debemos tolerar alguna negligencia a las cosas que nos vemos obligados a hacer pero que es ser ridículo el ser mediocres en las que hacemos por vanidad. Los cojos y los gotosos no pueden dejar de andar, pero nada les obliga a bailar el vals o los cinco pasos».
La comparación que Racan adjudica a Malherbe, y que yo por mi parte había advertido fácilmente, es inmediata. Les demostraré que es fecunda. Se desarrolla muy lejos con una curiosa precisión. Es quizá algo más que una similitud de apariencias.
La marcha lo mismo que la prosa tiene siempre un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia un objeto y nuestra finalidad es alcanzarlo. Las circunstancias actuales, la naturaleza del objeto, la necesidad que tengo, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, el del terreno, son los que imponen el paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad y su término. Todas las propiedades de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas que se combinan singularmente en cada ocasión, de tal manera que no hay dos desplazamientos de esta clase que sean idénticos, que hay cada vez creación especial, pero, cada vez, es abolida y como absorbida en el acto realizado.
La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos, pero que tienen un fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue alguna cosa, no es más que un objeto ideal, un estado, una voluptuosidad, un fantasma de flor, o algún encantamiento de sí misma, un extremo de vida, una cima, un punto supremo del ser… Pero por diferente que sea del movimiento utilitario, tomen nota de esta advertencia esencial aunque infinitamente simple, que usa los mismos miembros, los mismos órganos, huesos, músculos y nervios que la marcha misma.
Exactamente lo mismo sucede con la poesía que usa las mismas palabras, las mismas formas y los mismos timbres que la prosa.
Por consiguiente la poesía y la prosa se distinguen por la diferencia de ciertas leyes o convenciones momentáneas de movimiento y de funcionamiento aplicadas a elementos y a mecanismos idénticos. Razón por la cual hay que evitar razonar sobre la poesía como se hace con la prosa. Lo que es verdad de una deja de tener sentido, en muchos casos, si se quiere encontrar en la otra. Y es por lo que (por elegir un ejemplo), es fácil justificar inmediatamente el uso de las inversiones; pues esas alteraciones del orden acostumbrado y, en cierto modo, elemental de las palabras en francés, fueron criticadas en diversas épocas, a mi entender muy ligeramente, por motivos que se reducen a esta fórmula inaceptable: la poesía es prosa.
Llevemos un poco más lejos nuestra comparación, que soporta ser profundizada. Un hombre anda. Se mueve de un lugar a otro, conforme a un camino que es siempre un camino de mínima acción. Observemos que la poesía sería imposible si estuviera sujeta al régimen de la línea recta. Nos enseñan: ¡digan que llueve si quieren decir que llueve! Pero el objeto de un poeta no es nunca ni puede serlo el enseñarnos que llueve. No es necesario un poeta para persuadirnos de coger nuestro paraguas. Observen en qué se convierte Ronsard, en qué se convierte Hugo, en qué se convierten la rima, las imágenes, las consonancias, los versos más hermosos del mundo, si someten la poesía al sistema ¡Digan que llueve! Solamente por una burda confusión de los géneros y de los momentos se le pueden reprochar al poeta sus expresiones indirectas y sus formas complejas. No vemos que la poesía implica una decisión de cambiar la función del lenguaje.
Vuelvo al hombre que anda. Cuando ese hombre ha realizado su movimiento, cuando ha alcanzado el lugar, el libro, el fruto, el objeto que deseaba, la posesión anula de inmediato todo su acto, el efecto devora la causa, el fin absorbe el medio, y cualesquiera que hayan sido las modalidades de su acto y de su paso, sólo queda el resultado. Los cojos, los gotosos de los que hablaba Malherbe, una vez que han alcanzado penosamente la butaca a la que se dirigían, no están menos sentados que el hombre más alerta que hubiera llegado a ese asiento con un paso vivo y ligero. Lo mismo sucede con el uso de la prosa. El lenguaje del que me acabo de servir, que expresa mi propósito, mi deseo, mi mandato, mi opinión, mi pregunta o mi respuesta, ese lenguaje que ha cumplido su función, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que irrevocablemente se transforme en ustedes, y sabré que fui comprendido por el hecho relevante de que mi discurso ha dejado de existir. Es reemplazado enteramente y definitivamente por su sentido, o al menos por un cierto sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos de la persona a quien se habla; en suma, por una modificación o reorganización interior de ésta. Pero quien no ha comprendido, conserva y repite las palabras. El experimento es fácil…
Verán que la perfección de ese discurso, cuyo único destino es la comprensión, consiste en la facilidad con la que se transforma en algo muy distinto, en no-lenguaje. Si han comprendido mis palabras, mis mismas palabras ya no les sirven de nada, han desaparecido de sus mentes, mientras que poseen su contrapartida, ustedes poseen bajo forma de ideas y de relaciones, con qué restituir el significado de esas palabras, bajo una forma que puede ser muy diferente.
Dicho de otro modo, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje que es específicamente prosa, la forma no se conserva, no sobrevive a la comprensión, se disuelve en la claridad, ha actuado, ha hecho comprender, ha vivido.
Pero, por el contrario, el poema no muere por haber servido; está expresamente hecho para renacer de sus cenizas y volver a ser indefinidamente lo que acaba de ser.
En este sentido la poesía se reconoce por este efecto notable por el que podríamos definirla: que tiende a reproducirse en su forma, que provoca a nuestras mentes para reconstituirla tal cual. Si me permitiera una palabra sacada de la tecnología industrial, diría que la forma poética se recupera automáticamente.
Esta es una propiedad admirable y característica entre todas. Me gustaría ofrecerles una imagen simple. Imaginen un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Asocien a uno de esos puntos la idea de la forma poética, de la potencia del ritmo, de la sonoridad de las sílabas, de la acción física de la declamación, de las sorpresas psicológicas elementales que les producen las aproximaciones insólitas de las palabras. Asocien al otro punto, al punto conjugado del primero, el efecto intelectual, las visiones y los sentimientos que para ustedes constituyen el «fondo», el «sentido» del poema en cuestión, y observen entonces que el movimiento de su alma, o de su atención, cuando está sometida a la poesía, completamente sumisa y dócil a los impulsos sucesivos del lenguaje de los dioses, va del sonido hacia el sentido, del continente hacia el contenido, ocurriendo todo primero como en la costumbre habitual de hablar; pero a continuación, a cada verso, sucede que el péndulo viviente es llevado a su punto de partida verbal y musical. El sentido que se propone encuentra como única salida, como única forma, la forma misma de la que procedía. De este modo, se dibuja una oscilación, una simetría, una igualdad de valor y de poderes entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el poema y el estado de poesía.
Este intercambio armónico entre la impresión y la expresión es a mi modo de ver el principio esencial de la mecánica poética, es decir, de la producción del estado poético mediante la palabra. El poeta hace profesión de encontrar por suerte y de buscar por industria esas formas singulares del lenguaje cuya práctica he intentado analizarles.
La poesía así entendida es radicalmente distinta a cualquier prosa: en particular, se opone nítidamente a la descripción y a la narración de acontecimientos que tienden a producir la ilusión de la realidad, es decir, a la novela y al cuento cuando su objeto es dar verosimilitud a los relatos, retratos, escenas y otras representaciones de la vida real. Diferencia que tiene incluso marcas físicas fácilmente observables. Consideren las actitudes comparadas del lector de novelas y del lector de poemas. Puede ser el mismo hombre, pero difiere excesivamente de sí mismo cuando lee una u otra obra. Observen al lector de novela cuando se sumerge en la vida imaginaria que le provoca su lectura. Su cuerpo deja de existir. Se sostiene la frente con las dos manos. Únicamente es, se mueve, actúa y padece con el espíritu. Está absorbido por lo que devora; no puede contenerse pues una especie de demonio le presiona para avanzar. Quiere la continuación, y el fin, es presa de una especie de alienación: toma partido, triunfa, se entristece, ya no es él mismo, ya no es más que un cerebro separado de sus fuerzas exteriores, es decir, librado a sus imágenes, atravesando una especie de crisis de credulidad.
Muy distinto es el lector de poemas.
Si la poesía actúa verdaderamente sobre alguien no es dividiéndolo en su naturaleza, comunicándole las ilusiones de una vida de ficción y puramente mental. No le impone una falsa realidad que exige la docilidad del alma y la abstención del cuerpo. La poesía debe extenderse a todo el ser; excita su organización muscular con los ritmos, libera o desencadena sus facultades verbales de las que exalta el juego total, le ordena en profundidad, pues trata de provocar o reproducir la unidad y la armonía de la persona viviente, unidad extraordinaria, que se manifiesta cuando el hombre es poseído por un sentimiento intenso que no deja de lado ninguna de sus potencias.
En suma, entre la acción del poema y la del relato ordinario la diferencia es de orden psicológico. El poema se despliega en un campo más rico de nuestras funciones de movimiento, exige de nosotros una participación que está más próxima a la acción completa, en tanto que el cuento y la novela nos transforman más bien en sujetos del sueño y de nuestra facultad para ser alucinados.
Pero repito que existen grados, innumerables formas de paso entre esos términos extremos de la expresión literaria.
Tras intentar definir el dominio de la poesía, debería ahora tratar de considerar la operación misma del poeta, los problemas de la factura y de la composición. Pero sería entrar en una vía muy espinosa. Encontramos tormentos infinitos, disputas que no pueden tener fin, adversidades, enigmas, preocupaciones e incluso desesperaciones que convierten el oficio del poeta en uno de los más inseguros y de los más cansados que existen. El propio Malherbe al que ya he citado, decía que después de acabar un buen soneto el autor tiene derecho a tomarse diez años de descanso. Admitía con ello que esas palabras: un soneto acabado significan algo… En cuanto a mí, yo no las entiendo… Las traduzco por soneto abandonado.
Tratemos superficialmente esta difícil cuestión:
Hacer versos…
Pero todos ustedes saben que hay un medio sumamente simple de hacer versos.
Basta con estar inspirado y las cosas van por sí solas. Me gustaría que fuera así. La vida sería soportable. Aceptemos, no obstante, esta ingenua respuesta, pero examinemos las consecuencias.
Aquel que se contenta tiene que admitir o bien que la producción poética es un puro efecto del azar o bien que procede de una especie de comunicación sobrenatural; una y otra hipótesis reducen al poeta a un papel miserablemente pasivo. Hacen de él o una especie de urna en la que se agitan millones de bolas o una tabla parlante en la que se aloja un espíritu. Tabla o cubeta, en resumen, pero no un dios; lo contrario de un dios, lo contrario de un Yo.
Y el infortunado autor, que ya no es autor, sino signatario, y responsable como un gerente de periódico, se ve obligado a decirse:
«En tus obras, querido poeta, lo que es bueno no es tuyo, lo que es malo te pertenece sin ningún género de duda».
Resulta extraño que más de un poeta se haya contentado —si es que no se ha enorgullecido— con no ser más que un instrumento, un momentáneo médium.
Ahora bien, la experiencia lo mismo que la reflexión nos demuestran, por el contrario, que los poemas cuya compleja perfección y afortunado desarrollo impondrían con mayor fuerza a sus maravillados lectores la idea de milagro, del golpe de suerte, de realización sobrehumana (debido a una conjunción extraordinaria de las virtudes que se pueden desear pero no esperar encontrar reunidas en una obra), son también obras maestras de trabajo, son, además, monumentos de inteligencia y de trabajo continuado, productos de la voluntad y del análisis, que exigen cualidades demasiado múltiples para poder reducirse a las de un aparato registrador de entusiasmos o de éxtasis. Ante un bello poema de alguna longitud percibimos que hay ínfimas posibilidades de que un hombre haya podido improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o emitir lo que le viene a la mente, un discurso singularmente seguro de sí, provisto de continuos recursos, de una armonía constante y de ideas siempre acertadas, un discurso que no cesa de encantar, en el que no se encuentran accidentes, señales de debilidad y de impotencia, en el que faltan esos molestos incidentes que rompen el encantamiento y arruinan el verso poético del que les hablaba anteriormente.
No es que no haga falta, para hacer un poeta, algo más, alguna virtud que no se descompone, que no se analiza en actos definibles y en horas de trabajo. El Pegaso-Vapor, el Pegaso-Hora todavía no son unidades legales de potencia poética.
Hay una cualidad especial, una especie de energía individual propia del poeta. Aparece en él y se le revela a sí mismo en ciertos instantes de infinito valor.
Pero no son más que instantes, y esta energía superior (es decir, es tal que todas las otras energías del hombre no la pueden componer y reemplazar), no existe o no puede actuar más que mediante manifestaciones breves y fortuitas.
Es preciso añadir —esto es bastante importante— que los tesoros que ilumina a los ojos de nuestra mente, las ideas o las formas que nos produce a nosotros mismos están bien lejos de tener igual valor para las miradas extrañas.
Esos momentos de un valor infinito, esos instantes que dan una especie de dignidad universal a las relaciones y a las intuiciones que engendran, son no menos fecundos en valores ilusorios o incomunicables. Lo que vale solo para nosotros no vale nada. Es la ley de la Literatura. Esos estados sublimes son en realidad ausencias en las que se encuentran maravillas naturales que solamente se hallan allí, pero tales maravillas son siempre impuras, quiero decir mezcladas con cosas viles o vanas, insignificantes o incapaces de resistir la luz exterior, o si no imposibles de retener, de conservar. En el resplandor de la exaltación no es oro todo lo que reluce.
En suma, ciertos instantes nos descubren profundidades en las que reside lo mejor de nosotros mismos, pero en parcelas introducidas en una materia informe, en fragmentos de figura rara o burda. Hay pues que separar esos elementos de metal noble de la masa y preocuparse por fundirlos juntos y dar forma a alguna joya.
Si nos entretuviéramos en desarrollar con rigor la doctrina de la inspiración pura, deduciríamos consecuencias bien extrañas. Por ejemplo, encontraríamos necesariamente que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que retiene de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe bajo el misterioso dictado.
No actúa sobre ese poema del que él no es la fuente. Puede ser completamente ajeno a lo que fluye a través suyo. Esta consecuencia inevitable me hace pensar en lo que, antaño, era creencia general sobre el tema de la posesión diabólica. Leemos en los documentos de otro tiempo que relatan los interrogatorios en materia de brujería, que con frecuencia se convenció a personas de estar habitadas por el demonio, y se las condenó sobre esa base por, siendo ignorantes e incultas, haber discutido, argumentado y blasfemado durante sus crisis en griego, en latín e incluso en hebreo ante los horrorizados inquisidores (no era latín sin lágrimas, pienso).
¿Es eso lo que se le exige al poeta? Sin duda, una emoción caracterizada por la potencia expresiva espontánea que desencadena es la esencia de la poesía. Pero la tarea del poeta no puede consistir en contentarse con experimentarla. Esas expresiones, salidas de la emoción, sólo son puras accidentalmente, llevan consigo muchas escorias, contienen cantidad de defectos cuyo efecto sería obstaculizar el desarrollo poético e interrumpir la resonancia prolongada que finalmente se trata de provocar en un alma extraña. Pues el deseo del poeta, si el poeta apunta a lo más elevado de su arte, no puede ser otro que introducir algún alma extraña en la divina duración de su vida armónica, durante la cual se componen y se miden todas las formas y durante la cual se intercambian las respuestas de todas sus potencias sensitivas y rítmicas.
Pero es al lector a quien corresponde y a quien está destinada la inspiración, lo mismo que corresponde al poeta hacer pensar, hacer creer, hacer lo necesario para que solamente podamos atribuir a los dioses una obra demasiado perfecta o demasiado conmovedora para salir de las inseguras manos de un hombre. Precisamente el objeto mismo del arte y el principio de sus artificios es comunicar la impresión de un estado ideal en el que el hombre que lo lograra sería capaz de producir espontáneamente, sin esfuerzo, sin debilidad, una expresión magnífica y maravillosamente ordenada de su naturaleza y de nuestros destinos.

domingo, 30 de agosto de 2020

6 Discurso en el Pen Club[6]. PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA-.


 6

Discurso en el Pen Club[6]

No es más que un invitado quien se levanta… Ignoraba, hace unos días, incluso la existencia del Pen Club. Admiro esta magnífica reunión en la que veo hombres como Galsworthy, Pirandello, Unamuno, Kouprine y a tantos escritores de todas las naciones, entre tantos escritores dé la nuestra.
Pero déjenme decirles la extraña impresión que siento, la curiosa idea que se me ocurre al considerar esta asamblea.
Encuentro casi inexplicable esta reunión. Hay en ella un algo de paradójico.
La literatura es el arte del lenguaje, es un arte de los medios de la comprensión mutua.
Es concebible que geómetras, economistas, fabricantes de todas las razas puedan reunirse útilmente, pues están dedicados a estudios, vinculados a intereses cuyo objeto es único e idéntico.
¡Pero los escritores!… ¡Los hombres cuya profesión se basa directamente en su lenguaje natal, cuyo arte consiste en consecuencia en desarrollar lo que separa más nítidamente —quizá más cruelmente— a un pueblo de otro pueblo!… ¿Qué significa esta reunión de aquellos que, en cada nación, trabajan necesariamente en mantener, en perfeccionar los obstáculos más sensibles, las diferencias más relevantes y más claras que aíslan a esta nación de todas las demás? ¿Cómo es posible esta reunión?
En este caso, Señores, hay que invocar el milagro. Un milagro de amor, naturalmente.
Las distintas literaturas se han enamorado unas de otras. Y este milagro no es de ahora. Virgilio se inclinaba hacia Homero. Y nosotros, franceses, ¿qué no habremos amado? Italia con Ronsard, España con Corneille, Inglaterra con Voltaire, Alemania y el Próximo Oriente con los Románticos, América con Baudelaire… y, de siglo en siglo, como las amantes saboreadas con mayor constancia, Grecia y Roma. Considero Grecia y Roma naciones simplemente un poco más alejadas de nosotros que las otras. Homero sólo está todavía a unos billones de kilómetros de aquí. Debemos excusarle, debido a la distancia, por no encontrarse esta tarde entre nosotros.
Esas literaturas enamoradas se han buscado y deseado violentamente; pero, ustedes lo saben, Señores, los amantes abrazan siempre lo que ignoran, y quizá no existiera el amor sin esa ignorancia esencial que atribuye, e incluso que sólo ella puede atribuir, un precio infinito al objeto amado.
Por perfectamente que conozcamos una lengua extranjera, por profundamente que penetremos en la intimidad de un pueblo que no es el nuestro, creo imposible que podamos preciamos de percibir el lenguaje y las obras literarias como un hombre del propio país.
Hay siempre alguna fracción de sentido, alguna resonancia delicada o extrema que se nos escapa: nunca podemos tener la garantía de una posesión entera e incontestable.
Entre esas literaturas que se abrazan permanece siempre un tejido inviolable. Podemos hacerlo infinitamente delgado, reducirlo a una finura extrema; no podemos rasgarlo. Pero, prodigiosamente, las caricias de esas literaturas impenetrables no son menos fecundas. Son, por el contrario, mucho más fecundas que si nos comprendiéramos de maravilla. El malentendido creador actúa, y se convierte en un engendrar ilimitado de valores imprevistos… Nuestro Shakespeare no es el de los ingleses; e incluso el Shakespeare de Voltaire no es el de Victor Hugo… Hay veinte Shakespeare en el mundo que multiplican al Shakespeare inicial, que desarrollan tesoros de gloria inesperados.
He ahí una consecuencia bastante admirable de la imperfecta comprensión…
Pero he ahí, por otra parte, la razón para justificar lo bastante esta reunión que tan sorprendente me parecía hace poco.
Podemos igualmente considerarla desde un punto de vista muy distinto que es sin duda más elevado.
Una asamblea de escritores de todas las razas, mantenida esta vez en París, me hace pensar en la estructura misma de Francia. No hay nación más heterogénea en el mundo que la nuestra, y sin embargo se ha consumado nuestra unidad.
¿No es Francia una especie de prefiguración de lo que podría ser una Europa unida?
Permítanme, Señores, para terminar, recordarles el parecer de un hombre al que he amado infinitamente y admirado apasionadamente. Mallarmé, del cual ustedes conocen la profundidad con la que consideró las cosas de la literatura, se había hecho toda una metafísica de nuestro arte.
No podía decidirse a considerarlo como un simple divertimento que los escritores proporcionan al público. Pero pensaba con toda su alma que el universo no podía tener otro objeto que presentarse finalmente una completa expresión de sí mismo. El mundo, decía, está hecho para desembocar en un hermoso libro… No le encontraba ningún otro sentido, y pensaba que todo tenía que acabar siendo expresado, todos los que expresan, todos los que viven por el incremento de los poderes del lenguaje, trabajan en esa gran obra y ejecutan cada uno una pequeña parte…
Ese libro, Señores míos, pertenece a todas las lenguas.

Brindo por ese hermoso libro.

sábado, 29 de agosto de 2020

5 Primera lección del curso de Poética[5] PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA.


 5

Primera lección del curso de Poética[5]

SEÑOR MINISTRO,
SEÑOR ADMINISTRADOR,
SEÑORAS, SEÑORES,
Es para mí una sensación bastante extraña y muy conmovedora subir a esta silla y comenzar una carrera completamente nueva a la edad en que todo nos aconseja abandonar la acción y renunciar a la empresa.
Les agradezco, Señores Profesores, el honor que me hacen al acogerme entre ustedes y la confianza que han otorgado, en primer lugar, a la proposición que se les ha sometido de instituir una enseñanza que se intitulara Poética, y en segundo a quien se la sometía.
Quizás hayan pensado que determinadas materias que no son propiamente objeto de ciencia, y que no pueden serlo a causa de su naturaleza casi toda interior y de su estrecha dependencia de las personas mismas que se interesan por ella, podían sin embargo, si no ser enseñadas, al menos, ser de algún modo comunicadas como fruto de una experiencia individual, ya de toda una vida, y que, en consecuencia, la edad era una especie de condición que, en ese caso tan particular, se podía justificar.
Mi gratitud se dirige igualmente a mis colegas de la Academia francesa que han tenido a bien unirse a ustedes para presentar mi candidatura.
Agradezco por último al Sr. Ministro de Educación nacional el haber admitido la transformación de esta silla y también haber propuesto al Sr. Presidente de la República el decreto de mi nombramiento.
Señores, tampoco sabría entregarme a la explicación de mi tarea sin testimoniar primero mis sentimientos de reconocimiento, de respeto y de admiración hacia mi ilustre amigo el Sr. Joseph Bédier. No es este el lugar para recordar la gloria y los insignes méritos del sabio y del escritor, honra de las letras francesas, y no les hablaré de su dulce y persuasiva autoridad de administrador. Pero me resulta difícil callar que fue él, Señores Profesores, quien poniéndose de acuerdo con algunos de ustedes, tuvo la idea que hoy se cumple. Él me sedujo al encanto de su Casa, que él estaba a punto de abandonar, y él quien me persuadió de que podría ocupar este asiento al cual nada me permitía aspirar. Por último, fue en alguna conversación con él en la que la rúbrica de esta silla surgió de nuestro intercambio de preguntas y reflexiones.
Mi primera ocupación ha de ser explicar ese nombre de «Poética», que he restituido en un sentido primitivo, que no es el que está al uso. Me ha venido al espíritu y me ha parecido el único adecuado para designar la clase de estudio que me propongo desarrollar en este curso.
Normalmente se escucha este término para toda exposición o recopilación de reglas, de convenciones o de pretextos relativos a la composición de poemas líricos y dramáticos o bien a la construcción de versos. Pero puede parecemos que en ese sentido ha envejecido con la cosa misma, y atribuirle otra función.
Todas las artes admitían, antaño, estar sometidas, cada una según su naturaleza, a ciertas formas o modos obligatorios que se imponían a todas las obras del mismo género, y que podían y debían aprenderse, lo mismo que se hace la sintaxis de una lengua. No se aceptaba que los efectos que puede producir una obra, por poderosos o acertados que fueran, fuesen prueba suficiente para justificar esta obra y asegurarle un valor universal. El hecho no llevaba consigo el derecho. Se había reconocido, muy pronto, que en cada una de las artes existían prácticas a recomendar, observaciones y restricciones favorables para el mayor éxito del objetivo del artista, y que le interesaba conocerlo y respetarlo.
Pero, poco a poco, y por la autoridad de grandes hombres, la idea de una especie de legalidad se introdujo y sustituyó las recomendaciones de origen empírico del comienzo. Se razonó, y el rigor de la regla se produjo. Se expresó en fórmulas concretas, la crítica se armó, y se llegó a esta paradójica consecuencia: que una disciplina de las artes, que oponía a los impulsos del artista dificultades razonadas, conoció un gran y duradero favor a causa de la extrema facilidad que daba para juzgar y clasificar las obras, por simple referencia a un código o a un canon bien definido.
Para aquellos que pensaban producir derivaba otra facilidad de esas reglas formales. Condiciones muy restringidas, e incluso condiciones muy severas, dispensaban al artista de una cantidad de decisiones sumamente delicadas y le descargaban de muchas responsabilidades en materia de forma, al tiempo que en ocasiones incitaban a invenciones a las que una entera libertad nunca le hubiera conducido.
Pero, lo deploremos o nos alegremos, la era de autoridad en las artes ha pasado hace bastante tiempo, y la palabra «Poética» ya sólo despierta la idea de prescripciones molestas y caducas. Y así he creído poder retomarla en un sentido que concierne a la etiología, sin osar sin embargo pronunciarla Poiética, de la que la etimología se sirve cuando habla de funciones hematopoiéticas o galactopoiéticas. Pero, por esto último, la noción tan simple de hacer es la que quería expresar. El hacer, el poiein, del que me quiero ocupar, es aquel que se acaba en alguna obra y que llegaré pronto a limitar a ese género de obras que se ha dado en llamar obras del espíritu. Son aquellas que el espíritu quiere hacerse para su propio uso, empleando para tal fin todos los medios físicos que pueden servirle.
Como el acto simple del que hablaba, toda obra puede o no inducirnos a meditar sobre esta generación, y dar origen o no a una actitud interrogativa más o menos pronunciada, más o menos exigente, que la constituye en problema.
No se impone un estudio de tales características. Podemos juzgarlo vano, e incluso podemos considerar quimérica tal pretensión. Aún más: ciertas mentes encontrarán no sólo vana sino nociva esta búsqueda; e incluso, quizá, tendrían que encontrarla así. Es concebible, por ejemplo, que un poeta pueda legítimamente temer alterar sus virtudes originales, su poder inmediato de producción, con el análisis que haría. Se niega instintivamente a profundizarlas de no ser con el ejercicio de su arte, y a adueñarse más enteramente mediante razón demostrativa. Parece que nuestro acto más simple, nuestro gesto más familiar, no podría realizarse, y que el menor de nuestros poderes nos obstaculizaría, si tuviéramos que hacérnoslo presente a la mente y conocerlo a fondo para hacer uso de él.
Aquiles no puede vencer a la tortuga si piensa en el espacio y en el tiempo.
No obstante, puede suceder por el contrario que esta curiosidad nos inspire un interés tan vivo y que demos una importancia tan eminente a seguirla, que nos veamos arrastrados a considerar con mayor complacencia, e incluso con mayor pasión, la acción que hace que la cosa hecha.
En este punto, Señores, mi tarea debe necesariamente diferenciarse de la que cumple por una parte la Historia de la Literatura y, por otra parte, la Crítica de los textos y de las obras.
La historia de la Literatura busca las circunstancias exteriormente confirmadas en las que las obras se compusieron, se manifestaron y produjeron sus efectos. Nos informa sobre los autores, sobre las vicisitudes de su vida y de su obra, en tanto que cosas visibles y que han dejado huellas que se pueden recuperar, coordinar, interpretar. Recoge las tradiciones y los documentos.
No necesito recordarles la erudición y la originalidad de planteamientos con las que aquí mismo dispensó esta enseñanza su eminente colega Abel Lefranc. Pero el conocimiento de los autores y de su tiempo y el estudio de la sucesión de los fenómenos literarios solamente puede incitamos a conjeturar lo que pudo suceder en lo íntimo de aquellos que hicieron lo necesario para conseguir ser inscritos en los fastos de la Historia de las Letras. Si lo han conseguido ha sido con la ayuda de dos condiciones que siempre podemos considerar independientes: una es, necesariamente, la producción misma de la obra; la otra es la producción de un determinado valor de la obra, por aquellos que han conocido, gustado de la obra producida, que han impuesto su renombre y atendido a la transmisión, la conservación, la vida ulterior.
Acabo de pronunciar las palabras «valor» y «producción». Me detengo un instante.
Si queremos emprender la exploración del dominio del espíritu creador, no hay que tener miedo a mantenerse ante todo en las consideraciones más generales que son las que nos permitirán avanzar sin sentirnos obligados a volver excesivamente sobre nuestros pasos, y nos ofrecerán también el mayor número de analogías, es decir, el mayor número de expresiones aproximadas para la descripción de hechos y de ideas que escapan generalmente por su misma naturaleza a toda tentativa de definición directa. Por ello señalo esta adopción de algunas palabras de la Economía: tal vez me resulte cómodo reunir bajo los únicos nombres de producción y de productor las diversas actividades y los diversos personajes de los que tendremos que ocuparnos, si queremos tratar de lo que tienen en común, sin escoger entre sus diferentes especies. Será igualmente cómodo, antes de especificar que se habla del lector o del auditor o del espectador, fusionar todos esos supuestos de las obras de todos los géneros, bajo el nombre económico de consumidor.
En cuanto a la noción de valor, sabemos que representa en el universo del espíritu un papel de primer orden, comparable al que representa en el mundo económico, aunque el valor espiritual sea mucho más sutil que el económico, ya que está vinculado a necesidades infinitamente más variadas y no enumerables, como lo son las necesidades de la existencia fisiológica.
Si todavía conocemos la /liada y si el oro sigue siendo, después de tantos siglos, un cuerpo (más o menos simple) bastante relevante y generalmente venerado, es que la rareza, la inimitabilidad y algunas otras propiedades distinguen al oro y a la Ilíada, convirtiéndolos en objetos privilegiados, en patrones de valor.
Sin insistir en mi comparación económica, es evidente que la idea de trabajo, las ideas de creación y de acumulación de riqueza, de oferta y de demanda, se presentan muy naturalmente en el campo que nos interesa.
Tanto por su similitud como por sus diferentes aplicaciones, esas nociones de los mismos nombres nos recuerdan que en dos órdenes de hechos, que parecen muy alejados unos de otros, se plantean los problemas de la relación de las personas con su medio social. Además, así como existe una analogía económica, y por los mismos motivos, existe también una analogía política entre los fenómenos de la vida intelectual organizada y los de la vida pública. Existe toda una política del poder intelectual, una política interior (muy interior, se entiende), y una política exterior, siendo ésta de la incumbencia de la Historia literaria, de la que debería ser uno de los principales objetos.
Generalizadas de esta manera, política y economía son nociones que, desde nuestra primera mirada al universo del espíritu, y cuando podríamos esperar considerarlo como un sistema perfectamente aislable durante la fase de formación de las obras, se imponen y parecen profundamente presentes en la mayor parte de esas creaciones, y siempre instantes en la proximidad de esos actos.
En el corazón mismo del pensamiento del sabio o del artista más absorto en su investigación, y que parece el más encerrado en su esfera propia, en un mano a mano con aquello que es más sí mismo y más impersonal, existe no sé qué fuente de presentimiento de las reacciones exteriores que provocará la obra en formación: el hombre está difícilmente solo.
Esta presencia actuante debe suponerse siempre sin miedo al error, pero se compone tan sutilmente con los otros factores de la obra, a veces se disfraza tan bien, que es casi imposible aislarla.
Sabemos no obstante que el verdadero sentido de tal elección o de tal esfuerzo de un creador se encuentra con frecuencia fuera de la creación misma, y resulta de una preocupación más o menos consciente del efecto que se producirá y de sus consecuencias para el productor. Así, durante su trabajo, el espíritu se dirige y vuelve a dirigir incesantemente de él Mismo al Otro, y modifica lo que produce su ser más interior, mediante esa sensación particular del juicio de terceros. Y así, en nuestras reflexiones sobre una obra, podemos tomar una u otra de esas dos actitudes que se excluyen. Si pretendemos proceder con tanto rigor como admite una materia así, debemos obligarnos a separar muy cuidadosamente nuestra investigación de la génesis de una obra de nuestro estudio de la producción de su valor, es decir, de los efectos que puede engendrar aquí o allá, en esta o aquella cabeza, en una u otra época.
Basta, para demostrarlo, observar que lo que podemos verdaderamente saber o creer saber en todos los campos, no es otra cosa que lo que podemos observar o hacer nosotros mismos, y que es imposible reunir en un mismo estado y en una misma consideración, la observación del espíritu que produce la obra y la observación del espíritu que produce algún valor de esta obra. No hay mirada capaz de observar a la vez esas dos funciones; productor y consumidor son dos sistemas esencialmente separados. La obra es para uno el término; para el otro el origen de desarrollos que pueden ser tan ajenos como se quiera, uno al otro.
Hay que deducir que todo juicio que anuncia una relación en tres términos, entre el productor, la obra y el consumidor —y los juicios de ese género no escasean en la crítica— es un juicio ilusorio que no puede cobrar ningún sentido y que la reflexión invalida apenas se aplica. Únicamente podemos considerar la relación de la obra con su productor, o bien la relación de la obra con aquel a quien ella modifica una vez realizada. La acción del primero y la reacción del segundo no pueden confundirse nunca. Las ideas que uno y otro se hacen de la obra son incompatibles.
De ello derivan sorpresas muy frecuentes, algunas de las cuales son favorables. Hay malentendidos creadores. Y hay cantidad de efectos —y de los más poderosos— que exigen la ausencia de toda correspondencia directa entre las dos actividades interesadas. Tal obra, por ejemplo, es el fruto de largos cuidados, y reúne una cantidad de ensayos, repeticiones, eliminaciones y selecciones. Ha exigido meses e incluso años de reflexión, y puede también suponer la experiencia y las adquisiciones de toda una vida. Ahora bien, el efecto de esta obra se declarará en unos instantes. Una ojeada bastará para apreciar un monumento considerable, para experimentar el choque. En dos horas, todos los cálculos del poeta trágico, todo el trabajo dedicado a ordenar su pieza y a formar uno a uno cada verso; o bien todas las combinaciones de armonía y de orquesta que ha construido el compositor; o todas las meditaciones del filósofo y los años durante los cuales ha retrasado, retenido sus pensamientos, esperando percibir y aceptar el ordenamiento definitivo, todos esos actos de fe, todos esos actos de elección, todas esas transacciones mentales llegan por fin, en el estado de obra acabada, a golpear, sorprender, deslumbrar o desconcertar la mente del Otro, bruscamente sometido a la excitación de esta carga enorme de trabajo intelectual. Es una acción de desmesura.
Se puede (muy burdamente, se entiende) comparar este efecto al de la caída en unos segundos de una masa que se hubiera subido, fragmento a fragmento, a lo alto de una torre sin tomar en cuenta el tiempo ni el número de viajes.
Se obtiene así la impresión de una potencia sobrehumana. Pero el efecto, ustedes lo saben, no siempre se produce; sucede, en esta mecánica intelectual, que a veces la torre es demasiado alta, la masa demasiado grande y el resultado observable nulo o negativo.
Supongamos, por el contrario, que se produce el gran efecto. Las personas que lo han experimentado, y que se han sentido como abrumadas por la potencia, por las perfecciones, por el número de aciertos, las bellas sorpresas acumuladas, no pueden, ni deben, imaginarse todo el trabajo interno, las posibilidades desgranadas, las largas deducciones de elementos favorables, los razonamientos delicados cuyas conclusiones adquieren el aspecto de adivinaciones, en una palabra, la cantidad de vida interior tratada por el alquimista del espíritu productor o escogido en el caos mental por un demonio tipo Maxwell; y esas personas se ven así llevadas a imaginar un ser con inmensos poderes, capaz de crear esos prodigios sin otro efecto que el necesario para emitir lo que sea.
Lo que entonces nos produce la obra es inconmensurable con nuestras propias facultades de producción instantánea. Además, ciertos elementos de la obra que han llegado al autor por algún azar favorable, se le atribuirán a una virtud singular de su mente. Así es como el consumidor se convierte a su vez en productor: productor, primero, del valor de la obra y después, en virtud de una aplicación inmediata del principio de causalidad (que no es en el fondo sino una expresión ingenua de uno de los modos de producción del espíritu), se convierte en productor del valor del ser imaginario que ha hecho lo que admira.
Quizá, si los grandes hombres fueran tan conscientes como grandes, no habría grandes hombres por sí mismos.
De esta manera, y es a lo que quería llegar, este ejemplo, aunque muy particular, nos hace comprender que la independencia o la ignorancia recíproca de los pensamientos y de las condiciones del productor y del consumidor es casi esencial a efectos de las obras. El secreto y la sorpresa que los tácticos recomiendan a menudo en sus escritos están en este caso naturalmente asegurados.
En resumen, cuando hablamos de obras del espíritu, entendemos, o bien el término de determinada actividad, o bien el origen de otra determinada actividad y eso supone dos órdenes de modificaciones incomunicables en los que cada una nos pide una acomodación especial incompatible con la otra.
Queda la obra misma, en tanto que cosa sensible. Se trata de una tercera consideración, bien diferente de las otras dos.
Miramos entonces la obra como un objeto, puramente objeto, es decir, sin ponerle nada de nosotros mismos salvo lo que se puede aplicar indistintamente a todos los objetos: actitud que se define bastante por la ausencia de toda producción de valor.
¿Qué podemos sobre este objeto que, esta vez, nada puede sobre nosotros? Pero nosotros podemos sobre él. Podemos medirlo según su naturaleza, espacial o temporal, contar las palabras de un texto o las sílabas de un verso; constatar que tal libro ha aparecido en tal época; que tal composición de un cuadro es una copia de tal otra; que hay un hemistiquio en Lamartine que existe en Thomas, y que tal página de Víctor Hugo pertenece desde 1645 a un oscuro Padre François. Podemos poner de manifiesto que tal razonamiento es un paralogismo; que ese soneto es incorrecto; que el dibujo de ese brazo es un desafío a la anatomía, y tal empleo de las palabras, insólito. Todo ello es el resultado de operaciones que pueden asimilarse a operaciones puramente materiales, porque corresponden a maneras de superposición de la obra, o fragmentos de la obra, a algún modelo.
Este tratamiento de las obras del espíritu no las distingue de todas las obras posibles, las sitúa y las retiene en la categoría de las cosas y les impone una existencia definible. Este es el punto a retener:
Todo aquello que podemos definir se distingue de inmediato del espíritu productor y se opone. El espíritu hace al mismo tiempo de esto el equivalente de una materia sobre la cual puede operar o de un instrumento mediante el que operar.
El espíritu sitúa fuera de su alcance aquello que ha definido bien, y es en lo que demuestra que se conoce y que no se fía más que de aquello que no es él.
Estas distinciones que acabo de proponerles en la noción de obra, y que la dividen, no por búsqueda de sutileza, sino por la referencia más fácil a las observaciones inmediatas, tienden a poner en evidencia la idea que me servirá para introducir mi análisis de la producción de las obras del espíritu.
Todo lo que he dicho hasta aquí se encierra en estas pocas palabras: la obra del espíritu sólo existe en acto. Fuera de este acto, lo que permanece no es más que un objeto que no ofrece ninguna relación particular con el espíritu. Transporten la estatua que admiran a un pueblo suficientemente diferente del nuestro: sólo es una piedra insignificante. Un Partenón no es más que una pequeña cantera de mármol. Y cuando un texto de poeta se utiliza como recopilación de dificultades gramaticales o ejemplos, deja inmediatamente de ser una obra del espíritu, puesto que el uso que se hace es enteramente ajeno a las condiciones de su generación, y por otra parte se le rehúsa el valor de consumación que da un valor a esta obra.
Un poema sobre el papel es solamente una escritura sometida a todo aquello que se puede hacer de una escritura. Pero entre todas sus posibilidades, hay una, y solamente una, que coloca por fin el texto en las condiciones en las que adquirirá fuerza y forma de acción. Un poema es un discurso que exige y que causa una relación continua entre la voz que es y la voz que viene y que debe venir. Y esta voz debe ser tal que se imponga, que excite el estado afectivo en el que el texto sea la única expresión verbal. Quiten la voz, y la voz precisa, todo se hace arbitrario. El poema se convierte en una sucesión de signos que sólo tienen relación para estar materialmente indicados unos después de otros.
Por esos motivos, no dejaré de condenar la detestable práctica consistente en abusar de las obras mejor hechas para crear, y para desarrollar el sentimiento de la poesía en los jóvenes, para tratar los poemas como cosas, para cortarlos como si la composición no fuera nada, para sufrir, si no exigir, que sean recitados de la forma que sabemos, empleados como pruebas de memoria o de ortografía; en una palabra, para hacer abstracción de lo esencial de esas obras, de lo que hace que sean lo que son, y no otras, y que les aporta su virtud propia y su necesidad.
La ejecución del poema es el poema. Fuera de ella, esas sucesiones de palabras curiosamente reunidas son fabricaciones inexplicables.
Las obras del espíritu, poemas u otras, se refieren únicamente a aquello que dio origen a lo que les dio origen, y absolutamente a nada más. Sin duda pueden plantearse divergencias entre las impresiones y las significaciones o mejor entre las resonancias que provoca, en una y otra, la acción de la obra. Pero he aquí que esta observación banal ha de adquirir, con la reflexión, una importancia de primera magnitud: esta posible diversidad de los efectos legítimos de una obra, es la marca misma del espíritu. Corresponde, además, a la pluralidad de las vías que se han ofrecido al autor durante su trabajo de producción. Y es que todo acto del espíritu mismo está siempre acompañado de cierta atmósfera de indeterminación más o menos sensible.
Me excuso por esta expresión. No encuentro otra mejor.
Situémonos en el estado al que nos transporta una obra, de esas que nos obligan a desearlas tanto más cuanto más las poseemos, o cuanto más nos poseen. Nos encontramos entonces divididos entre sentimientos nacientes en los que la alternancia y el contraste son relevantes. Sentimos, por una parte, que la obra que actúa sobre nosotros nos agrada tanto que no podemos concebirla diferente. Incluso en ciertos casos de suprema satisfacción, sentimos que nos transformamos de una manera profunda, para convertimos en aquel cuya sensibilidad es capaz de tal plenitud de delicia y de comprensión inmediata. Pero sentimos no menos fuertemente, y por un sentimiento muy distinto, que el fenómeno que causa y desarrolla en nosotros ese estado, que nos inflige la potencia, habría podido no ser, e incluso, habría debido no ser, y se clasifica en lo improbable.
En tanto que nuestro goce o nuestra alegría es fuerte, fuerte como un hecho, la existencia y la formación del medio, de la obra generadora, de nuestra sensación, nos parecen accidentales. Esta existencia se nos presenta como el efecto de un azar extraordinario, de un don suntuoso de la fortuna, y es en lo que (no olvidemos fijarnos en ello) se descubre una analogía particular entre este efecto de una obra de arte y el de ciertos aspectos de la naturaleza: accidente geológico, o combinaciones pasajeras de luz y de vapor en el cielo de la tarde.
En ocasiones, no podemos imaginar que un determinado hombre como nosotros sea el autor de un bien tan extraordinario, y la gloria que le concedemos es la expresión de nuestra impotencia.
Pero cualquiera que sea el pormenor de esos juegos o de esos dramas que tienen lugar en el productor, todo debe acabarse en la obra visible, y encontrar por ese mismo hecho una determinación final absoluta. Este fin es el resultado de una sucesión de modificaciones interiores tan desordenadas como se quiera, pero que deben necesariamente resolverse en el momento en que la mano actúa, en un mandato único, acertado o no. Ahora bien, esta mano, esta acción exterior, resuelve necesariamente bien o mal el estado de indeterminación al que yo aludía. La mente que produce parece por otra parte buscar el imprimir a su obra caracteres completamente opuestos a los suyos propios. Parece huir en una obra la inestabilidad, la incoherencia, la inconsecuencia que se reconoce y que constituyen su régimen más frecuente. Y por lo tanto, actúa contra las intervenciones en todos los sentidos y de todas las clases que tiene que sufrir a cada instante. Suprime la variedad infinita de los incidentes, desecha cualquier sustitución de imágenes, de sensaciones, de impulsiones y de ideas que atraviesan las otras ideas. Lucha contra lo que está obligado a admitir, a producir o a emitir, y, en suma, contra su naturaleza y su actividad accidental e instantánea.
Durante su meditación, zumba alrededor de su propio punto de referencia. Todo le sirve para distraerse. San Bernardo observaba: «Odoratus impedit cogitationem». Hasta en la cabeza más sólida la contradicción es la regla; la consecuencia correcta es la excepción. Y esta corrección misma es un artificio de lógico, artificio que consiste, como todos los que inventa el espíritu contra sí mismo, en materializar los elementos de pensamiento, lo que llama los «conceptos», bajo forma de círculos o de campos, en dar una duración independiente de las vicisitudes del espíritu a esos objetos intelectuales, pues, después de todo, la lógica no es sino una especulación sobre la permanencia de las notaciones.
Pero he aquí una circunstancia sorprendente: esta dispersión, siempre inminente, es importante y concurre a la producción de la obra casi tanto como la concentración misma. El espíritu en acción, que lucha contra su movilidad, contra su inquietud constitucional y su diversidad propia, contra la disipación o la degradación natural de toda actitud especializada, encuentra, por otra parte, en esa misma condición, recursos incomparables. La inestabilidad, la incoherencia, la inconsecuencia de las que hablaba, que suponen molestias y límites en su empresa de construcción o de composición bien ordenada, son igualmente tesoros de posibilidades cuya riqueza presiente en la cercanía del momento mismo en que se consulta. Estas son reservas de las que puede esperar todo, razones para esperar que la solución, la señal, la imagen, la palabra que le falta están más cerca de lo que le parece. Siempre puede presentir en su penumbra, la verdad o la decisión buscada, que sabe están a merced de una nadería, de esa misma perturbación insignificante que parecía distraerle y alejarle indefinidamente.
A veces aquello que deseamos ver aparecer en nuestro pensamiento (hasta un simple recuerdo), nos es como un objeto precioso que sujetaríamos y palparíamos a través de un paño que lo envuelve y lo oculta a nuestros ojos. Está, y no nos pertenece. Y el menor incidente lo revela. A veces invocamos lo que debería ser, habiéndolo definido por condiciones. Lo solicitamos, detenidos ante no sé qué conjunto de elementos que nos resultan igualmente inminentes, y de los que todavía ninguno se separa para satisfacer nuestra exigencia. Imploramos de nuestro espíritu una manifestación de desigualdad. Nos presentamos nuestro deseo lo mismo que oponemos un imán a la confusión de un polvo compuesto, en el que de repente se distingue un grano de hierro. Parece que en este orden de las cosas mentales haya algunas relaciones misteriosas entre el deseo y el acontecimiento. No quiero decir que el deseo del espíritu cree una especie de campo, bastante más complejo que un campo magnético y que tenga el poder de atraer al espíritu a lo que nos conviene. Esta imagen es únicamente una manera de expresar un hecho observado, sobre el que volveré más adelante. Pero, sean cuales fueren la nitidez, la evidencia, la fuerza o la belleza del acontecimiento espiritual que termina nuestra espera, que acaba nuestro pensamiento o hace desaparecer nuestra duda, nada es irrevocable todavía. El instante siguiente tiene aquí poder absoluto sobre el producto del instante precedente. Es que el espíritu reducido a su única sustancia no dispone de finitud y es del todo imposible que se enlace a sí mismo.
Cuando decimos que nuestra opinión sobre tal cosa es definitiva, lo decimos para hacer que lo sea: recurrimos a los otros. El sonido de nuestra voz nos cerciora mucho más que ese firme propósito interior que ella pretende en voz bien alta que nos formemos. Cuando consideramos que hemos acabado algún pensamiento, nunca nos sentimos seguros de que podremos volver a empezar sin completar o estropear lo que hemos detenido. Razón por la cual la vida del espíritu se divide contra sí misma tan pronto como se aplica a una obra. Toda obra exige acciones voluntarias (aunque incluya cantidad de constituyentes en los cuales lo que llamamos voluntad no participe). Pero nuestra voluntad, nuestro poder expresado, cuando intenta volverse hacia nuestro espíritu mismo, y hacerse obedecer, se reducen siempre a una simple interrupción, al mantenimiento o bien la renovación de algunas condiciones.
En efecto, sólo podemos actuar directamente sobre la libertad del sistema de nuestro espíritu. Rebajamos el grado de esta libertad, pero en cuanto al resto, quiero decir en cuanto a las modificaciones y a las sustituciones que esta coacción hace posibles, esperamos simplemente que lo que deseamos se produzca, pues solamente podemos esperarlo. No tenemos ningún medio para alcanzar en nosotros lo que esperamos obtener.
Pues esta exactitud, ese resultado que esperamos y nuestro deseo, son de la misma sustancia mental y quizá se molestan el uno al otro por su actividad simultánea. Sabemos que con bastante frecuencia sucede que la solución deseada nos llega tras un tiempo de desinterés del problema, y como recompensa de la libertad dada a nuestro espíritu.
Esto que acabo de decir y que se aplica más especialmente al productor, es también cierto en el consumidor de la obra. En éste, la producción de valor, que será, por ejemplo, la comprehensión, el interés excitado, el esfuerzo que gastará para una posesión más entera de la obra, daría lugar a observaciones análogas.
Me encadene a la página que debo escribir o a la que quiero oír, en ambos casos entro en una fase de mínima libertad. Pero en ambos casos, esta restricción de mi libertad puede presentarse bajo dos modos opuestos. Unas veces mi propia tarea me incita a proseguirla, y, lejos de sentirla como una molestia, como un desvío del curso natural de mi espíritu, me dedico, y adelanto con tanta vida por la vía que se traza mi propósito que la sensación de fatiga disminuye, hasta el momento en que repentinamente obnubila verdaderamente el pensamiento, y enturbia el juego de las ideas para reconstituir el desorden de los intercambios normales a corto plazo, el estado de indiferencia dispersa y reposante.
Otras veces, la coacción está en primer plano, mantener la dirección es cada vez más penoso, el trabajo se hace más sensible que su efecto, el medio se opone al fin, y la tensión del espíritu ha de ser alimentada por recursos cada vez más precarios y cada vez más ajenos al objeto ideal del cual hay que mantener la potencia y la acción, al precio de un cansancio rápidamente insoportable. Ese es un gran contraste entre dos aplicaciones de nuestro espíritu. Va a servirme para mostrarles que el cuidado que he puesto en especificar que sólo había que considerar las obras en acto o bien de producción o bien de consumación, no tenía nada que no fuera conforme a lo que podemos observar; mientras que, por otra parte, nos procura el medio de hacer una distinción muy importante entre las obras del espíritu.
Entre esas obras, el uso ha creado una categoría llamada de las obras de arte. No es demasiado fácil precisar ese término, si es que hay necesidad de precisarlo. En primer lugar, en la producción de las obras no distingo nada que me obligue nítidamente a crear una categoría de la obra de arte. Encuentro un poco por todas partes, en los espíritus, atención, tanteos, inesperada claridad y noches oscuras, improvisaciones y ensayos, o recuperaciones muy apresuradas. En todos los hogares del espíritu hay fuego y cenizas, prudencia e imprudencia; método y su contrario, el azar bajo mil formas. Artistas y sabios, todos se identifican en el detalle de esta extraña vida del pensamiento. Puede decirse que a cada instante la diferencia funcional de los espíritus trabajando es indiscernible. Pero si dirigimos la mirada sobre los efectos de las obras hechas, descubrimos en algunas una particularidad que las agrupa y que las opone a todas las demás. Determinada obra que habíamos puesto aparte, se divide en partes enteras, de las que cada una tiene con qué crear un deseo y con qué satisfacerlo. La obra nos ofrece en cada una de sus partes el alimento y el excitante a la vez. Despierta continuamente en nosotros una sed y una fuente. En recompensa de lo que le cedemos de nuestra libertad, nos da el amor de la cautividad que nos impone y el sentimiento de una especie deliciosa de conocimiento inmediato; y todo ello, gastando, para gran contento nuestro, nuestra propia energía que ella evoca de un modo tan conforme al rendimiento más favorable de nuestros recursos orgánicos, que la sensación del esfuerzo se hace en sí misma embriagadora, y nos sentimos posesores para ser magníficamente poseídos.
Entonces, cuanto más damos, más queremos dar, creyendo recibir. La ilusión de actuar, de expresar, de descubrir, de comprender, de resolver, de vencer, nos anima.
Todos esos efectos, que en ocasiones llegan al prodigio, son instantáneos, como todo aquello que dispone de sensibilidad; atacan de la forma más rápida los puntos estratégicos que dominan nuestra vida afectiva, mediante ella fuerzan nuestra disponibilidad intelectual, aceleran, suspenden, e incluso regulan las diversas funciones, cuyo acuerdo o desacuerdo nos da por fin todas las modulaciones de la sensación de vivir, desde la calma chicha a la tempestad.
El simple timbre del violoncelo ejerce sobre muchas personas un auténtico dominio visceral. Hay palabras cuya frecuencia, en un autor, nos revela que en él están muy distintamente dotadas de resonancia, y, por consiguiente, de potencia positivamente creadora, de lo que generalmente lo están. Ahí tenemos un ejemplo de esas evaluaciones personales, de esos grandes valores-para-uno-solo, que desde luego representan un muy buen papel en una producción del espíritu en la que la singularidad es un elemento de primera importancia.
Estas consideraciones nos servirán para ilustrar un poco la constitución de la poesía, que es bastante misteriosa. Es extraño que uno se afane en formar un discurso que debe observar condiciones simultáneas perfectamente heteróclitas: musicales, racionales, significativas, sugestivas, y que exigen una relación continuada o mantenida entre un ritmo y una sintaxis, entre el sonido y el sentido.
Estas partes no tienen relaciones concebibles entre sí. Hemos de dar la ilusión de su profunda intimidad.
¿Para qué todo esto? La observancia de los ritmos, de las rimas, de la melodía verbal entorpece los movimientos directos de mi pensamiento, y resulta que yo ya no puedo decir lo que quiero… ¿Pero qué es lo que quiero? He ahí la cuestión.
Llegamos a la conclusión de que hay que querer lo que se debe querer para que el pensamiento, el lenguaje y sus convenciones, que están tomados de la vida exterior, el ritmo y los acentos de la voz que son directamente cosas del ser, concuerden, y ese acuerdo exige sacrificios recíprocos siendo el más notable aquel que debe consentir el pensamiento.
Algún día explicaré cómo se marca esta alteración en el lenguaje de los poetas y que hay un lenguaje poético en el que las palabras ya no son las palabras del uso práctico y libre. Ya no se asocian según las mismas atracciones, están cargadas de dos valores que participan simultáneamente y de importancia equivalente: su sonido y su efecto psíquico instantáneo. Entonces hacen pensar en esos nombres complejos de los geómetras, y el acoplamiento de la variable fonética con la variable semántica engendra problemas de prolongación y de convergencia que los poetas resuelven con los ojos vendados, pero lo resuelven (y eso es lo esencial), de vez en cuando… De Vez en Cuando, ¡he ahí la clave! He ahí la incertidumbre, he ahí la desigualdad de los momentos y de los individuos. Ese es nuestro hecho principal. Habrá que volver largamente sobre ello, pues todo el arte, poético o no, consiste en defenderse de esta desigualdad del momento.
Todo lo que acabo de esbozar en este examen sumario de la noción general de la obra debe conducirme a indicar por fin mi punto de partida con vistas a explorar el inmenso dominio de la producción de las obras del espíritu. En unos instantes, hemos intentado, darles una idea de la complejidad de estas cuestiones, en las que podemos decir que todo interviene a un tiempo, y en las cuales se combina lo más profundo que hay en el hombre con cantidad de factores exteriores.
Todo ello se resume en esta fórmula: en la producción de la obra, la acción llega con el contacto de lo indefinible.
Una acción voluntaria que, en cada una de las artes, está muy formada, que puede exigir un largo trabajo, las atenciones más abstractas, los conocimientos más precisos, viene a adaptarse en la operación del arte a un estado del ser que es del todo irreductible en sí, a una expresión finita, que no se corresponde a ningún objeto localizable, que podamos determinar y alcanzar mediante un sistema de actos uniformemente determinados; y esto acabando en esta obra, cuyo efecto debe ser reconstituir en alguien un estado análogo; no digo parecido (pues nunca sabremos nada), sino análogo al estado inicial del productor.
Así, por una parte, tenemos lo indefinible, por otra, una acción necesariamente finita; por una parte un estado, en ocasiones una sola sensación productora de valor y de impulso, estado cuyo único carácter es el de no corresponder a ningún término finito de nuestra experiencia; por otra, el acto, es decir la determinación esencial, pues un acto es una escapatoria milagrosa fuera del mundo cerrado de lo posible y una introducción en el universo del hecho; y este acto, frecuentemente producido contra el espíritu, con todas sus precisiones; salido de lo inestable, como Minerva completamente armada producida por el espíritu de Júpiter, ¡vieja imagen todavía llena de sentido!
Al artista le sucede, en efecto —es el caso más favorable—, que el propio movimiento interno de producción le da, a la vez e indistintamente, el impulso, el fin exterior inmediato y los medios o los dispositivos técnicos de la acción. Por lo general se establece un régimen de ejecución durante el cual hay un intercambio más o menos vivo entre las exigencias, los conocimientos, las intenciones, los medios, todo lo mental y lo instrumental, todos los elementos de acción de una acción en la que el excitante no está situado en el mundo en el que están situados los fines de la acción ordinaria, y por consiguiente no puede dar pie a una previsión que determine la fórmula de los actos que deben realizarse para alcanzarlo con toda seguridad.
Y, por último, al representarme este hecho tan notable (aunque, me parece, tan poco notado), la ejecución de un acto, como fin, desenlace, determinación final de un estado que es inexpresable en términos finitos (es decir, que anula exactamente la sensación causa) fue cuando tomé la resolución de aceptar por forma general de ese curso el tipo más general posible de la acción humana. Pensé que era indispensable establecer una línea simple, una especie de vía geodésica a través de las observaciones y de las ideas de una materia innumerable, sabiendo que en un estudio que no ha sido, que yo sepa, abordado hasta ahora en su conjunto, es ilusorio buscar un orden intrínseco, un desarrollo sin repetición que permita enumerar los problemas según el progreso de una variable, pues esa variable no existe.

Cuando el espíritu está en juego, todo está en juego; todo es desorden, y toda reacción contra el desorden es de la misma especie que éste. Y es que ese desorden es también la condición de su fecundidad: contiene la promesa, pues esa fecundidad depende de lo inesperado antes que de lo esperado, y antes que de lo que ignoramos, y porque lo ignoramos, de aquello que sabemos. ¿Cómo podría ser de otra manera? El campo • que intento recorrer es ilimitado, pero todo se reduce a las proporciones humanas tan pronto como tenemos cuidado de atenernos a nuestra propia experiencia, a las observaciones que nosotros mismos hemos hecho, a los medios experimentados. Me esfuerzo por no olvidar nunca que cada uno es la medida de las cosas.

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas