sábado, 29 de agosto de 2020

5 Primera lección del curso de Poética[5] PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA.


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Primera lección del curso de Poética[5]

SEÑOR MINISTRO,
SEÑOR ADMINISTRADOR,
SEÑORAS, SEÑORES,
Es para mí una sensación bastante extraña y muy conmovedora subir a esta silla y comenzar una carrera completamente nueva a la edad en que todo nos aconseja abandonar la acción y renunciar a la empresa.
Les agradezco, Señores Profesores, el honor que me hacen al acogerme entre ustedes y la confianza que han otorgado, en primer lugar, a la proposición que se les ha sometido de instituir una enseñanza que se intitulara Poética, y en segundo a quien se la sometía.
Quizás hayan pensado que determinadas materias que no son propiamente objeto de ciencia, y que no pueden serlo a causa de su naturaleza casi toda interior y de su estrecha dependencia de las personas mismas que se interesan por ella, podían sin embargo, si no ser enseñadas, al menos, ser de algún modo comunicadas como fruto de una experiencia individual, ya de toda una vida, y que, en consecuencia, la edad era una especie de condición que, en ese caso tan particular, se podía justificar.
Mi gratitud se dirige igualmente a mis colegas de la Academia francesa que han tenido a bien unirse a ustedes para presentar mi candidatura.
Agradezco por último al Sr. Ministro de Educación nacional el haber admitido la transformación de esta silla y también haber propuesto al Sr. Presidente de la República el decreto de mi nombramiento.
Señores, tampoco sabría entregarme a la explicación de mi tarea sin testimoniar primero mis sentimientos de reconocimiento, de respeto y de admiración hacia mi ilustre amigo el Sr. Joseph Bédier. No es este el lugar para recordar la gloria y los insignes méritos del sabio y del escritor, honra de las letras francesas, y no les hablaré de su dulce y persuasiva autoridad de administrador. Pero me resulta difícil callar que fue él, Señores Profesores, quien poniéndose de acuerdo con algunos de ustedes, tuvo la idea que hoy se cumple. Él me sedujo al encanto de su Casa, que él estaba a punto de abandonar, y él quien me persuadió de que podría ocupar este asiento al cual nada me permitía aspirar. Por último, fue en alguna conversación con él en la que la rúbrica de esta silla surgió de nuestro intercambio de preguntas y reflexiones.
Mi primera ocupación ha de ser explicar ese nombre de «Poética», que he restituido en un sentido primitivo, que no es el que está al uso. Me ha venido al espíritu y me ha parecido el único adecuado para designar la clase de estudio que me propongo desarrollar en este curso.
Normalmente se escucha este término para toda exposición o recopilación de reglas, de convenciones o de pretextos relativos a la composición de poemas líricos y dramáticos o bien a la construcción de versos. Pero puede parecemos que en ese sentido ha envejecido con la cosa misma, y atribuirle otra función.
Todas las artes admitían, antaño, estar sometidas, cada una según su naturaleza, a ciertas formas o modos obligatorios que se imponían a todas las obras del mismo género, y que podían y debían aprenderse, lo mismo que se hace la sintaxis de una lengua. No se aceptaba que los efectos que puede producir una obra, por poderosos o acertados que fueran, fuesen prueba suficiente para justificar esta obra y asegurarle un valor universal. El hecho no llevaba consigo el derecho. Se había reconocido, muy pronto, que en cada una de las artes existían prácticas a recomendar, observaciones y restricciones favorables para el mayor éxito del objetivo del artista, y que le interesaba conocerlo y respetarlo.
Pero, poco a poco, y por la autoridad de grandes hombres, la idea de una especie de legalidad se introdujo y sustituyó las recomendaciones de origen empírico del comienzo. Se razonó, y el rigor de la regla se produjo. Se expresó en fórmulas concretas, la crítica se armó, y se llegó a esta paradójica consecuencia: que una disciplina de las artes, que oponía a los impulsos del artista dificultades razonadas, conoció un gran y duradero favor a causa de la extrema facilidad que daba para juzgar y clasificar las obras, por simple referencia a un código o a un canon bien definido.
Para aquellos que pensaban producir derivaba otra facilidad de esas reglas formales. Condiciones muy restringidas, e incluso condiciones muy severas, dispensaban al artista de una cantidad de decisiones sumamente delicadas y le descargaban de muchas responsabilidades en materia de forma, al tiempo que en ocasiones incitaban a invenciones a las que una entera libertad nunca le hubiera conducido.
Pero, lo deploremos o nos alegremos, la era de autoridad en las artes ha pasado hace bastante tiempo, y la palabra «Poética» ya sólo despierta la idea de prescripciones molestas y caducas. Y así he creído poder retomarla en un sentido que concierne a la etiología, sin osar sin embargo pronunciarla Poiética, de la que la etimología se sirve cuando habla de funciones hematopoiéticas o galactopoiéticas. Pero, por esto último, la noción tan simple de hacer es la que quería expresar. El hacer, el poiein, del que me quiero ocupar, es aquel que se acaba en alguna obra y que llegaré pronto a limitar a ese género de obras que se ha dado en llamar obras del espíritu. Son aquellas que el espíritu quiere hacerse para su propio uso, empleando para tal fin todos los medios físicos que pueden servirle.
Como el acto simple del que hablaba, toda obra puede o no inducirnos a meditar sobre esta generación, y dar origen o no a una actitud interrogativa más o menos pronunciada, más o menos exigente, que la constituye en problema.
No se impone un estudio de tales características. Podemos juzgarlo vano, e incluso podemos considerar quimérica tal pretensión. Aún más: ciertas mentes encontrarán no sólo vana sino nociva esta búsqueda; e incluso, quizá, tendrían que encontrarla así. Es concebible, por ejemplo, que un poeta pueda legítimamente temer alterar sus virtudes originales, su poder inmediato de producción, con el análisis que haría. Se niega instintivamente a profundizarlas de no ser con el ejercicio de su arte, y a adueñarse más enteramente mediante razón demostrativa. Parece que nuestro acto más simple, nuestro gesto más familiar, no podría realizarse, y que el menor de nuestros poderes nos obstaculizaría, si tuviéramos que hacérnoslo presente a la mente y conocerlo a fondo para hacer uso de él.
Aquiles no puede vencer a la tortuga si piensa en el espacio y en el tiempo.
No obstante, puede suceder por el contrario que esta curiosidad nos inspire un interés tan vivo y que demos una importancia tan eminente a seguirla, que nos veamos arrastrados a considerar con mayor complacencia, e incluso con mayor pasión, la acción que hace que la cosa hecha.
En este punto, Señores, mi tarea debe necesariamente diferenciarse de la que cumple por una parte la Historia de la Literatura y, por otra parte, la Crítica de los textos y de las obras.
La historia de la Literatura busca las circunstancias exteriormente confirmadas en las que las obras se compusieron, se manifestaron y produjeron sus efectos. Nos informa sobre los autores, sobre las vicisitudes de su vida y de su obra, en tanto que cosas visibles y que han dejado huellas que se pueden recuperar, coordinar, interpretar. Recoge las tradiciones y los documentos.
No necesito recordarles la erudición y la originalidad de planteamientos con las que aquí mismo dispensó esta enseñanza su eminente colega Abel Lefranc. Pero el conocimiento de los autores y de su tiempo y el estudio de la sucesión de los fenómenos literarios solamente puede incitamos a conjeturar lo que pudo suceder en lo íntimo de aquellos que hicieron lo necesario para conseguir ser inscritos en los fastos de la Historia de las Letras. Si lo han conseguido ha sido con la ayuda de dos condiciones que siempre podemos considerar independientes: una es, necesariamente, la producción misma de la obra; la otra es la producción de un determinado valor de la obra, por aquellos que han conocido, gustado de la obra producida, que han impuesto su renombre y atendido a la transmisión, la conservación, la vida ulterior.
Acabo de pronunciar las palabras «valor» y «producción». Me detengo un instante.
Si queremos emprender la exploración del dominio del espíritu creador, no hay que tener miedo a mantenerse ante todo en las consideraciones más generales que son las que nos permitirán avanzar sin sentirnos obligados a volver excesivamente sobre nuestros pasos, y nos ofrecerán también el mayor número de analogías, es decir, el mayor número de expresiones aproximadas para la descripción de hechos y de ideas que escapan generalmente por su misma naturaleza a toda tentativa de definición directa. Por ello señalo esta adopción de algunas palabras de la Economía: tal vez me resulte cómodo reunir bajo los únicos nombres de producción y de productor las diversas actividades y los diversos personajes de los que tendremos que ocuparnos, si queremos tratar de lo que tienen en común, sin escoger entre sus diferentes especies. Será igualmente cómodo, antes de especificar que se habla del lector o del auditor o del espectador, fusionar todos esos supuestos de las obras de todos los géneros, bajo el nombre económico de consumidor.
En cuanto a la noción de valor, sabemos que representa en el universo del espíritu un papel de primer orden, comparable al que representa en el mundo económico, aunque el valor espiritual sea mucho más sutil que el económico, ya que está vinculado a necesidades infinitamente más variadas y no enumerables, como lo son las necesidades de la existencia fisiológica.
Si todavía conocemos la /liada y si el oro sigue siendo, después de tantos siglos, un cuerpo (más o menos simple) bastante relevante y generalmente venerado, es que la rareza, la inimitabilidad y algunas otras propiedades distinguen al oro y a la Ilíada, convirtiéndolos en objetos privilegiados, en patrones de valor.
Sin insistir en mi comparación económica, es evidente que la idea de trabajo, las ideas de creación y de acumulación de riqueza, de oferta y de demanda, se presentan muy naturalmente en el campo que nos interesa.
Tanto por su similitud como por sus diferentes aplicaciones, esas nociones de los mismos nombres nos recuerdan que en dos órdenes de hechos, que parecen muy alejados unos de otros, se plantean los problemas de la relación de las personas con su medio social. Además, así como existe una analogía económica, y por los mismos motivos, existe también una analogía política entre los fenómenos de la vida intelectual organizada y los de la vida pública. Existe toda una política del poder intelectual, una política interior (muy interior, se entiende), y una política exterior, siendo ésta de la incumbencia de la Historia literaria, de la que debería ser uno de los principales objetos.
Generalizadas de esta manera, política y economía son nociones que, desde nuestra primera mirada al universo del espíritu, y cuando podríamos esperar considerarlo como un sistema perfectamente aislable durante la fase de formación de las obras, se imponen y parecen profundamente presentes en la mayor parte de esas creaciones, y siempre instantes en la proximidad de esos actos.
En el corazón mismo del pensamiento del sabio o del artista más absorto en su investigación, y que parece el más encerrado en su esfera propia, en un mano a mano con aquello que es más sí mismo y más impersonal, existe no sé qué fuente de presentimiento de las reacciones exteriores que provocará la obra en formación: el hombre está difícilmente solo.
Esta presencia actuante debe suponerse siempre sin miedo al error, pero se compone tan sutilmente con los otros factores de la obra, a veces se disfraza tan bien, que es casi imposible aislarla.
Sabemos no obstante que el verdadero sentido de tal elección o de tal esfuerzo de un creador se encuentra con frecuencia fuera de la creación misma, y resulta de una preocupación más o menos consciente del efecto que se producirá y de sus consecuencias para el productor. Así, durante su trabajo, el espíritu se dirige y vuelve a dirigir incesantemente de él Mismo al Otro, y modifica lo que produce su ser más interior, mediante esa sensación particular del juicio de terceros. Y así, en nuestras reflexiones sobre una obra, podemos tomar una u otra de esas dos actitudes que se excluyen. Si pretendemos proceder con tanto rigor como admite una materia así, debemos obligarnos a separar muy cuidadosamente nuestra investigación de la génesis de una obra de nuestro estudio de la producción de su valor, es decir, de los efectos que puede engendrar aquí o allá, en esta o aquella cabeza, en una u otra época.
Basta, para demostrarlo, observar que lo que podemos verdaderamente saber o creer saber en todos los campos, no es otra cosa que lo que podemos observar o hacer nosotros mismos, y que es imposible reunir en un mismo estado y en una misma consideración, la observación del espíritu que produce la obra y la observación del espíritu que produce algún valor de esta obra. No hay mirada capaz de observar a la vez esas dos funciones; productor y consumidor son dos sistemas esencialmente separados. La obra es para uno el término; para el otro el origen de desarrollos que pueden ser tan ajenos como se quiera, uno al otro.
Hay que deducir que todo juicio que anuncia una relación en tres términos, entre el productor, la obra y el consumidor —y los juicios de ese género no escasean en la crítica— es un juicio ilusorio que no puede cobrar ningún sentido y que la reflexión invalida apenas se aplica. Únicamente podemos considerar la relación de la obra con su productor, o bien la relación de la obra con aquel a quien ella modifica una vez realizada. La acción del primero y la reacción del segundo no pueden confundirse nunca. Las ideas que uno y otro se hacen de la obra son incompatibles.
De ello derivan sorpresas muy frecuentes, algunas de las cuales son favorables. Hay malentendidos creadores. Y hay cantidad de efectos —y de los más poderosos— que exigen la ausencia de toda correspondencia directa entre las dos actividades interesadas. Tal obra, por ejemplo, es el fruto de largos cuidados, y reúne una cantidad de ensayos, repeticiones, eliminaciones y selecciones. Ha exigido meses e incluso años de reflexión, y puede también suponer la experiencia y las adquisiciones de toda una vida. Ahora bien, el efecto de esta obra se declarará en unos instantes. Una ojeada bastará para apreciar un monumento considerable, para experimentar el choque. En dos horas, todos los cálculos del poeta trágico, todo el trabajo dedicado a ordenar su pieza y a formar uno a uno cada verso; o bien todas las combinaciones de armonía y de orquesta que ha construido el compositor; o todas las meditaciones del filósofo y los años durante los cuales ha retrasado, retenido sus pensamientos, esperando percibir y aceptar el ordenamiento definitivo, todos esos actos de fe, todos esos actos de elección, todas esas transacciones mentales llegan por fin, en el estado de obra acabada, a golpear, sorprender, deslumbrar o desconcertar la mente del Otro, bruscamente sometido a la excitación de esta carga enorme de trabajo intelectual. Es una acción de desmesura.
Se puede (muy burdamente, se entiende) comparar este efecto al de la caída en unos segundos de una masa que se hubiera subido, fragmento a fragmento, a lo alto de una torre sin tomar en cuenta el tiempo ni el número de viajes.
Se obtiene así la impresión de una potencia sobrehumana. Pero el efecto, ustedes lo saben, no siempre se produce; sucede, en esta mecánica intelectual, que a veces la torre es demasiado alta, la masa demasiado grande y el resultado observable nulo o negativo.
Supongamos, por el contrario, que se produce el gran efecto. Las personas que lo han experimentado, y que se han sentido como abrumadas por la potencia, por las perfecciones, por el número de aciertos, las bellas sorpresas acumuladas, no pueden, ni deben, imaginarse todo el trabajo interno, las posibilidades desgranadas, las largas deducciones de elementos favorables, los razonamientos delicados cuyas conclusiones adquieren el aspecto de adivinaciones, en una palabra, la cantidad de vida interior tratada por el alquimista del espíritu productor o escogido en el caos mental por un demonio tipo Maxwell; y esas personas se ven así llevadas a imaginar un ser con inmensos poderes, capaz de crear esos prodigios sin otro efecto que el necesario para emitir lo que sea.
Lo que entonces nos produce la obra es inconmensurable con nuestras propias facultades de producción instantánea. Además, ciertos elementos de la obra que han llegado al autor por algún azar favorable, se le atribuirán a una virtud singular de su mente. Así es como el consumidor se convierte a su vez en productor: productor, primero, del valor de la obra y después, en virtud de una aplicación inmediata del principio de causalidad (que no es en el fondo sino una expresión ingenua de uno de los modos de producción del espíritu), se convierte en productor del valor del ser imaginario que ha hecho lo que admira.
Quizá, si los grandes hombres fueran tan conscientes como grandes, no habría grandes hombres por sí mismos.
De esta manera, y es a lo que quería llegar, este ejemplo, aunque muy particular, nos hace comprender que la independencia o la ignorancia recíproca de los pensamientos y de las condiciones del productor y del consumidor es casi esencial a efectos de las obras. El secreto y la sorpresa que los tácticos recomiendan a menudo en sus escritos están en este caso naturalmente asegurados.
En resumen, cuando hablamos de obras del espíritu, entendemos, o bien el término de determinada actividad, o bien el origen de otra determinada actividad y eso supone dos órdenes de modificaciones incomunicables en los que cada una nos pide una acomodación especial incompatible con la otra.
Queda la obra misma, en tanto que cosa sensible. Se trata de una tercera consideración, bien diferente de las otras dos.
Miramos entonces la obra como un objeto, puramente objeto, es decir, sin ponerle nada de nosotros mismos salvo lo que se puede aplicar indistintamente a todos los objetos: actitud que se define bastante por la ausencia de toda producción de valor.
¿Qué podemos sobre este objeto que, esta vez, nada puede sobre nosotros? Pero nosotros podemos sobre él. Podemos medirlo según su naturaleza, espacial o temporal, contar las palabras de un texto o las sílabas de un verso; constatar que tal libro ha aparecido en tal época; que tal composición de un cuadro es una copia de tal otra; que hay un hemistiquio en Lamartine que existe en Thomas, y que tal página de Víctor Hugo pertenece desde 1645 a un oscuro Padre François. Podemos poner de manifiesto que tal razonamiento es un paralogismo; que ese soneto es incorrecto; que el dibujo de ese brazo es un desafío a la anatomía, y tal empleo de las palabras, insólito. Todo ello es el resultado de operaciones que pueden asimilarse a operaciones puramente materiales, porque corresponden a maneras de superposición de la obra, o fragmentos de la obra, a algún modelo.
Este tratamiento de las obras del espíritu no las distingue de todas las obras posibles, las sitúa y las retiene en la categoría de las cosas y les impone una existencia definible. Este es el punto a retener:
Todo aquello que podemos definir se distingue de inmediato del espíritu productor y se opone. El espíritu hace al mismo tiempo de esto el equivalente de una materia sobre la cual puede operar o de un instrumento mediante el que operar.
El espíritu sitúa fuera de su alcance aquello que ha definido bien, y es en lo que demuestra que se conoce y que no se fía más que de aquello que no es él.
Estas distinciones que acabo de proponerles en la noción de obra, y que la dividen, no por búsqueda de sutileza, sino por la referencia más fácil a las observaciones inmediatas, tienden a poner en evidencia la idea que me servirá para introducir mi análisis de la producción de las obras del espíritu.
Todo lo que he dicho hasta aquí se encierra en estas pocas palabras: la obra del espíritu sólo existe en acto. Fuera de este acto, lo que permanece no es más que un objeto que no ofrece ninguna relación particular con el espíritu. Transporten la estatua que admiran a un pueblo suficientemente diferente del nuestro: sólo es una piedra insignificante. Un Partenón no es más que una pequeña cantera de mármol. Y cuando un texto de poeta se utiliza como recopilación de dificultades gramaticales o ejemplos, deja inmediatamente de ser una obra del espíritu, puesto que el uso que se hace es enteramente ajeno a las condiciones de su generación, y por otra parte se le rehúsa el valor de consumación que da un valor a esta obra.
Un poema sobre el papel es solamente una escritura sometida a todo aquello que se puede hacer de una escritura. Pero entre todas sus posibilidades, hay una, y solamente una, que coloca por fin el texto en las condiciones en las que adquirirá fuerza y forma de acción. Un poema es un discurso que exige y que causa una relación continua entre la voz que es y la voz que viene y que debe venir. Y esta voz debe ser tal que se imponga, que excite el estado afectivo en el que el texto sea la única expresión verbal. Quiten la voz, y la voz precisa, todo se hace arbitrario. El poema se convierte en una sucesión de signos que sólo tienen relación para estar materialmente indicados unos después de otros.
Por esos motivos, no dejaré de condenar la detestable práctica consistente en abusar de las obras mejor hechas para crear, y para desarrollar el sentimiento de la poesía en los jóvenes, para tratar los poemas como cosas, para cortarlos como si la composición no fuera nada, para sufrir, si no exigir, que sean recitados de la forma que sabemos, empleados como pruebas de memoria o de ortografía; en una palabra, para hacer abstracción de lo esencial de esas obras, de lo que hace que sean lo que son, y no otras, y que les aporta su virtud propia y su necesidad.
La ejecución del poema es el poema. Fuera de ella, esas sucesiones de palabras curiosamente reunidas son fabricaciones inexplicables.
Las obras del espíritu, poemas u otras, se refieren únicamente a aquello que dio origen a lo que les dio origen, y absolutamente a nada más. Sin duda pueden plantearse divergencias entre las impresiones y las significaciones o mejor entre las resonancias que provoca, en una y otra, la acción de la obra. Pero he aquí que esta observación banal ha de adquirir, con la reflexión, una importancia de primera magnitud: esta posible diversidad de los efectos legítimos de una obra, es la marca misma del espíritu. Corresponde, además, a la pluralidad de las vías que se han ofrecido al autor durante su trabajo de producción. Y es que todo acto del espíritu mismo está siempre acompañado de cierta atmósfera de indeterminación más o menos sensible.
Me excuso por esta expresión. No encuentro otra mejor.
Situémonos en el estado al que nos transporta una obra, de esas que nos obligan a desearlas tanto más cuanto más las poseemos, o cuanto más nos poseen. Nos encontramos entonces divididos entre sentimientos nacientes en los que la alternancia y el contraste son relevantes. Sentimos, por una parte, que la obra que actúa sobre nosotros nos agrada tanto que no podemos concebirla diferente. Incluso en ciertos casos de suprema satisfacción, sentimos que nos transformamos de una manera profunda, para convertimos en aquel cuya sensibilidad es capaz de tal plenitud de delicia y de comprensión inmediata. Pero sentimos no menos fuertemente, y por un sentimiento muy distinto, que el fenómeno que causa y desarrolla en nosotros ese estado, que nos inflige la potencia, habría podido no ser, e incluso, habría debido no ser, y se clasifica en lo improbable.
En tanto que nuestro goce o nuestra alegría es fuerte, fuerte como un hecho, la existencia y la formación del medio, de la obra generadora, de nuestra sensación, nos parecen accidentales. Esta existencia se nos presenta como el efecto de un azar extraordinario, de un don suntuoso de la fortuna, y es en lo que (no olvidemos fijarnos en ello) se descubre una analogía particular entre este efecto de una obra de arte y el de ciertos aspectos de la naturaleza: accidente geológico, o combinaciones pasajeras de luz y de vapor en el cielo de la tarde.
En ocasiones, no podemos imaginar que un determinado hombre como nosotros sea el autor de un bien tan extraordinario, y la gloria que le concedemos es la expresión de nuestra impotencia.
Pero cualquiera que sea el pormenor de esos juegos o de esos dramas que tienen lugar en el productor, todo debe acabarse en la obra visible, y encontrar por ese mismo hecho una determinación final absoluta. Este fin es el resultado de una sucesión de modificaciones interiores tan desordenadas como se quiera, pero que deben necesariamente resolverse en el momento en que la mano actúa, en un mandato único, acertado o no. Ahora bien, esta mano, esta acción exterior, resuelve necesariamente bien o mal el estado de indeterminación al que yo aludía. La mente que produce parece por otra parte buscar el imprimir a su obra caracteres completamente opuestos a los suyos propios. Parece huir en una obra la inestabilidad, la incoherencia, la inconsecuencia que se reconoce y que constituyen su régimen más frecuente. Y por lo tanto, actúa contra las intervenciones en todos los sentidos y de todas las clases que tiene que sufrir a cada instante. Suprime la variedad infinita de los incidentes, desecha cualquier sustitución de imágenes, de sensaciones, de impulsiones y de ideas que atraviesan las otras ideas. Lucha contra lo que está obligado a admitir, a producir o a emitir, y, en suma, contra su naturaleza y su actividad accidental e instantánea.
Durante su meditación, zumba alrededor de su propio punto de referencia. Todo le sirve para distraerse. San Bernardo observaba: «Odoratus impedit cogitationem». Hasta en la cabeza más sólida la contradicción es la regla; la consecuencia correcta es la excepción. Y esta corrección misma es un artificio de lógico, artificio que consiste, como todos los que inventa el espíritu contra sí mismo, en materializar los elementos de pensamiento, lo que llama los «conceptos», bajo forma de círculos o de campos, en dar una duración independiente de las vicisitudes del espíritu a esos objetos intelectuales, pues, después de todo, la lógica no es sino una especulación sobre la permanencia de las notaciones.
Pero he aquí una circunstancia sorprendente: esta dispersión, siempre inminente, es importante y concurre a la producción de la obra casi tanto como la concentración misma. El espíritu en acción, que lucha contra su movilidad, contra su inquietud constitucional y su diversidad propia, contra la disipación o la degradación natural de toda actitud especializada, encuentra, por otra parte, en esa misma condición, recursos incomparables. La inestabilidad, la incoherencia, la inconsecuencia de las que hablaba, que suponen molestias y límites en su empresa de construcción o de composición bien ordenada, son igualmente tesoros de posibilidades cuya riqueza presiente en la cercanía del momento mismo en que se consulta. Estas son reservas de las que puede esperar todo, razones para esperar que la solución, la señal, la imagen, la palabra que le falta están más cerca de lo que le parece. Siempre puede presentir en su penumbra, la verdad o la decisión buscada, que sabe están a merced de una nadería, de esa misma perturbación insignificante que parecía distraerle y alejarle indefinidamente.
A veces aquello que deseamos ver aparecer en nuestro pensamiento (hasta un simple recuerdo), nos es como un objeto precioso que sujetaríamos y palparíamos a través de un paño que lo envuelve y lo oculta a nuestros ojos. Está, y no nos pertenece. Y el menor incidente lo revela. A veces invocamos lo que debería ser, habiéndolo definido por condiciones. Lo solicitamos, detenidos ante no sé qué conjunto de elementos que nos resultan igualmente inminentes, y de los que todavía ninguno se separa para satisfacer nuestra exigencia. Imploramos de nuestro espíritu una manifestación de desigualdad. Nos presentamos nuestro deseo lo mismo que oponemos un imán a la confusión de un polvo compuesto, en el que de repente se distingue un grano de hierro. Parece que en este orden de las cosas mentales haya algunas relaciones misteriosas entre el deseo y el acontecimiento. No quiero decir que el deseo del espíritu cree una especie de campo, bastante más complejo que un campo magnético y que tenga el poder de atraer al espíritu a lo que nos conviene. Esta imagen es únicamente una manera de expresar un hecho observado, sobre el que volveré más adelante. Pero, sean cuales fueren la nitidez, la evidencia, la fuerza o la belleza del acontecimiento espiritual que termina nuestra espera, que acaba nuestro pensamiento o hace desaparecer nuestra duda, nada es irrevocable todavía. El instante siguiente tiene aquí poder absoluto sobre el producto del instante precedente. Es que el espíritu reducido a su única sustancia no dispone de finitud y es del todo imposible que se enlace a sí mismo.
Cuando decimos que nuestra opinión sobre tal cosa es definitiva, lo decimos para hacer que lo sea: recurrimos a los otros. El sonido de nuestra voz nos cerciora mucho más que ese firme propósito interior que ella pretende en voz bien alta que nos formemos. Cuando consideramos que hemos acabado algún pensamiento, nunca nos sentimos seguros de que podremos volver a empezar sin completar o estropear lo que hemos detenido. Razón por la cual la vida del espíritu se divide contra sí misma tan pronto como se aplica a una obra. Toda obra exige acciones voluntarias (aunque incluya cantidad de constituyentes en los cuales lo que llamamos voluntad no participe). Pero nuestra voluntad, nuestro poder expresado, cuando intenta volverse hacia nuestro espíritu mismo, y hacerse obedecer, se reducen siempre a una simple interrupción, al mantenimiento o bien la renovación de algunas condiciones.
En efecto, sólo podemos actuar directamente sobre la libertad del sistema de nuestro espíritu. Rebajamos el grado de esta libertad, pero en cuanto al resto, quiero decir en cuanto a las modificaciones y a las sustituciones que esta coacción hace posibles, esperamos simplemente que lo que deseamos se produzca, pues solamente podemos esperarlo. No tenemos ningún medio para alcanzar en nosotros lo que esperamos obtener.
Pues esta exactitud, ese resultado que esperamos y nuestro deseo, son de la misma sustancia mental y quizá se molestan el uno al otro por su actividad simultánea. Sabemos que con bastante frecuencia sucede que la solución deseada nos llega tras un tiempo de desinterés del problema, y como recompensa de la libertad dada a nuestro espíritu.
Esto que acabo de decir y que se aplica más especialmente al productor, es también cierto en el consumidor de la obra. En éste, la producción de valor, que será, por ejemplo, la comprehensión, el interés excitado, el esfuerzo que gastará para una posesión más entera de la obra, daría lugar a observaciones análogas.
Me encadene a la página que debo escribir o a la que quiero oír, en ambos casos entro en una fase de mínima libertad. Pero en ambos casos, esta restricción de mi libertad puede presentarse bajo dos modos opuestos. Unas veces mi propia tarea me incita a proseguirla, y, lejos de sentirla como una molestia, como un desvío del curso natural de mi espíritu, me dedico, y adelanto con tanta vida por la vía que se traza mi propósito que la sensación de fatiga disminuye, hasta el momento en que repentinamente obnubila verdaderamente el pensamiento, y enturbia el juego de las ideas para reconstituir el desorden de los intercambios normales a corto plazo, el estado de indiferencia dispersa y reposante.
Otras veces, la coacción está en primer plano, mantener la dirección es cada vez más penoso, el trabajo se hace más sensible que su efecto, el medio se opone al fin, y la tensión del espíritu ha de ser alimentada por recursos cada vez más precarios y cada vez más ajenos al objeto ideal del cual hay que mantener la potencia y la acción, al precio de un cansancio rápidamente insoportable. Ese es un gran contraste entre dos aplicaciones de nuestro espíritu. Va a servirme para mostrarles que el cuidado que he puesto en especificar que sólo había que considerar las obras en acto o bien de producción o bien de consumación, no tenía nada que no fuera conforme a lo que podemos observar; mientras que, por otra parte, nos procura el medio de hacer una distinción muy importante entre las obras del espíritu.
Entre esas obras, el uso ha creado una categoría llamada de las obras de arte. No es demasiado fácil precisar ese término, si es que hay necesidad de precisarlo. En primer lugar, en la producción de las obras no distingo nada que me obligue nítidamente a crear una categoría de la obra de arte. Encuentro un poco por todas partes, en los espíritus, atención, tanteos, inesperada claridad y noches oscuras, improvisaciones y ensayos, o recuperaciones muy apresuradas. En todos los hogares del espíritu hay fuego y cenizas, prudencia e imprudencia; método y su contrario, el azar bajo mil formas. Artistas y sabios, todos se identifican en el detalle de esta extraña vida del pensamiento. Puede decirse que a cada instante la diferencia funcional de los espíritus trabajando es indiscernible. Pero si dirigimos la mirada sobre los efectos de las obras hechas, descubrimos en algunas una particularidad que las agrupa y que las opone a todas las demás. Determinada obra que habíamos puesto aparte, se divide en partes enteras, de las que cada una tiene con qué crear un deseo y con qué satisfacerlo. La obra nos ofrece en cada una de sus partes el alimento y el excitante a la vez. Despierta continuamente en nosotros una sed y una fuente. En recompensa de lo que le cedemos de nuestra libertad, nos da el amor de la cautividad que nos impone y el sentimiento de una especie deliciosa de conocimiento inmediato; y todo ello, gastando, para gran contento nuestro, nuestra propia energía que ella evoca de un modo tan conforme al rendimiento más favorable de nuestros recursos orgánicos, que la sensación del esfuerzo se hace en sí misma embriagadora, y nos sentimos posesores para ser magníficamente poseídos.
Entonces, cuanto más damos, más queremos dar, creyendo recibir. La ilusión de actuar, de expresar, de descubrir, de comprender, de resolver, de vencer, nos anima.
Todos esos efectos, que en ocasiones llegan al prodigio, son instantáneos, como todo aquello que dispone de sensibilidad; atacan de la forma más rápida los puntos estratégicos que dominan nuestra vida afectiva, mediante ella fuerzan nuestra disponibilidad intelectual, aceleran, suspenden, e incluso regulan las diversas funciones, cuyo acuerdo o desacuerdo nos da por fin todas las modulaciones de la sensación de vivir, desde la calma chicha a la tempestad.
El simple timbre del violoncelo ejerce sobre muchas personas un auténtico dominio visceral. Hay palabras cuya frecuencia, en un autor, nos revela que en él están muy distintamente dotadas de resonancia, y, por consiguiente, de potencia positivamente creadora, de lo que generalmente lo están. Ahí tenemos un ejemplo de esas evaluaciones personales, de esos grandes valores-para-uno-solo, que desde luego representan un muy buen papel en una producción del espíritu en la que la singularidad es un elemento de primera importancia.
Estas consideraciones nos servirán para ilustrar un poco la constitución de la poesía, que es bastante misteriosa. Es extraño que uno se afane en formar un discurso que debe observar condiciones simultáneas perfectamente heteróclitas: musicales, racionales, significativas, sugestivas, y que exigen una relación continuada o mantenida entre un ritmo y una sintaxis, entre el sonido y el sentido.
Estas partes no tienen relaciones concebibles entre sí. Hemos de dar la ilusión de su profunda intimidad.
¿Para qué todo esto? La observancia de los ritmos, de las rimas, de la melodía verbal entorpece los movimientos directos de mi pensamiento, y resulta que yo ya no puedo decir lo que quiero… ¿Pero qué es lo que quiero? He ahí la cuestión.
Llegamos a la conclusión de que hay que querer lo que se debe querer para que el pensamiento, el lenguaje y sus convenciones, que están tomados de la vida exterior, el ritmo y los acentos de la voz que son directamente cosas del ser, concuerden, y ese acuerdo exige sacrificios recíprocos siendo el más notable aquel que debe consentir el pensamiento.
Algún día explicaré cómo se marca esta alteración en el lenguaje de los poetas y que hay un lenguaje poético en el que las palabras ya no son las palabras del uso práctico y libre. Ya no se asocian según las mismas atracciones, están cargadas de dos valores que participan simultáneamente y de importancia equivalente: su sonido y su efecto psíquico instantáneo. Entonces hacen pensar en esos nombres complejos de los geómetras, y el acoplamiento de la variable fonética con la variable semántica engendra problemas de prolongación y de convergencia que los poetas resuelven con los ojos vendados, pero lo resuelven (y eso es lo esencial), de vez en cuando… De Vez en Cuando, ¡he ahí la clave! He ahí la incertidumbre, he ahí la desigualdad de los momentos y de los individuos. Ese es nuestro hecho principal. Habrá que volver largamente sobre ello, pues todo el arte, poético o no, consiste en defenderse de esta desigualdad del momento.
Todo lo que acabo de esbozar en este examen sumario de la noción general de la obra debe conducirme a indicar por fin mi punto de partida con vistas a explorar el inmenso dominio de la producción de las obras del espíritu. En unos instantes, hemos intentado, darles una idea de la complejidad de estas cuestiones, en las que podemos decir que todo interviene a un tiempo, y en las cuales se combina lo más profundo que hay en el hombre con cantidad de factores exteriores.
Todo ello se resume en esta fórmula: en la producción de la obra, la acción llega con el contacto de lo indefinible.
Una acción voluntaria que, en cada una de las artes, está muy formada, que puede exigir un largo trabajo, las atenciones más abstractas, los conocimientos más precisos, viene a adaptarse en la operación del arte a un estado del ser que es del todo irreductible en sí, a una expresión finita, que no se corresponde a ningún objeto localizable, que podamos determinar y alcanzar mediante un sistema de actos uniformemente determinados; y esto acabando en esta obra, cuyo efecto debe ser reconstituir en alguien un estado análogo; no digo parecido (pues nunca sabremos nada), sino análogo al estado inicial del productor.
Así, por una parte, tenemos lo indefinible, por otra, una acción necesariamente finita; por una parte un estado, en ocasiones una sola sensación productora de valor y de impulso, estado cuyo único carácter es el de no corresponder a ningún término finito de nuestra experiencia; por otra, el acto, es decir la determinación esencial, pues un acto es una escapatoria milagrosa fuera del mundo cerrado de lo posible y una introducción en el universo del hecho; y este acto, frecuentemente producido contra el espíritu, con todas sus precisiones; salido de lo inestable, como Minerva completamente armada producida por el espíritu de Júpiter, ¡vieja imagen todavía llena de sentido!
Al artista le sucede, en efecto —es el caso más favorable—, que el propio movimiento interno de producción le da, a la vez e indistintamente, el impulso, el fin exterior inmediato y los medios o los dispositivos técnicos de la acción. Por lo general se establece un régimen de ejecución durante el cual hay un intercambio más o menos vivo entre las exigencias, los conocimientos, las intenciones, los medios, todo lo mental y lo instrumental, todos los elementos de acción de una acción en la que el excitante no está situado en el mundo en el que están situados los fines de la acción ordinaria, y por consiguiente no puede dar pie a una previsión que determine la fórmula de los actos que deben realizarse para alcanzarlo con toda seguridad.
Y, por último, al representarme este hecho tan notable (aunque, me parece, tan poco notado), la ejecución de un acto, como fin, desenlace, determinación final de un estado que es inexpresable en términos finitos (es decir, que anula exactamente la sensación causa) fue cuando tomé la resolución de aceptar por forma general de ese curso el tipo más general posible de la acción humana. Pensé que era indispensable establecer una línea simple, una especie de vía geodésica a través de las observaciones y de las ideas de una materia innumerable, sabiendo que en un estudio que no ha sido, que yo sepa, abordado hasta ahora en su conjunto, es ilusorio buscar un orden intrínseco, un desarrollo sin repetición que permita enumerar los problemas según el progreso de una variable, pues esa variable no existe.

Cuando el espíritu está en juego, todo está en juego; todo es desorden, y toda reacción contra el desorden es de la misma especie que éste. Y es que ese desorden es también la condición de su fecundidad: contiene la promesa, pues esa fecundidad depende de lo inesperado antes que de lo esperado, y antes que de lo que ignoramos, y porque lo ignoramos, de aquello que sabemos. ¿Cómo podría ser de otra manera? El campo • que intento recorrer es ilimitado, pero todo se reduce a las proporciones humanas tan pronto como tenemos cuidado de atenernos a nuestra propia experiencia, a las observaciones que nosotros mismos hemos hecho, a los medios experimentados. Me esfuerzo por no olvidar nunca que cada uno es la medida de las cosas.

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