5
Primera lección del curso
de Poética[5]
SEÑOR
MINISTRO,
SEÑOR
ADMINISTRADOR,
SEÑORAS,
SEÑORES,
Es
para mí una sensación bastante extraña y muy conmovedora subir a esta silla y
comenzar una carrera completamente nueva a la edad en que todo nos aconseja
abandonar la acción y renunciar a la empresa.
Les
agradezco, Señores Profesores, el honor que me hacen al acogerme entre ustedes
y la confianza que han otorgado, en primer lugar, a la proposición que se les
ha sometido de instituir una enseñanza que se intitulara Poética, y en segundo a quien se la sometía.
Quizás
hayan pensado que determinadas materias que no son propiamente objeto de
ciencia, y que no pueden serlo a causa de su naturaleza casi toda interior y de
su estrecha dependencia de las personas mismas que se interesan por ella,
podían sin embargo, si no ser enseñadas, al menos, ser de algún modo
comunicadas como fruto de una experiencia individual, ya de toda una vida, y
que, en consecuencia, la edad era una especie de condición que, en ese caso tan
particular, se podía justificar.
Mi
gratitud se dirige igualmente a mis colegas de la Academia francesa que han
tenido a bien unirse a ustedes para presentar mi candidatura.
Agradezco
por último al Sr. Ministro de Educación nacional el haber admitido la
transformación de esta silla y también haber propuesto al Sr. Presidente de la
República el decreto de mi nombramiento.
Señores,
tampoco sabría entregarme a la explicación de mi tarea sin testimoniar primero
mis sentimientos de reconocimiento, de respeto y de admiración hacia mi ilustre
amigo el Sr. Joseph Bédier. No es este el lugar para recordar la gloria y los
insignes méritos del sabio y del escritor, honra de las letras francesas, y no
les hablaré de su dulce y persuasiva autoridad de administrador. Pero me
resulta difícil callar que fue él, Señores Profesores, quien poniéndose de
acuerdo con algunos de ustedes, tuvo la idea que hoy se cumple. Él me sedujo al
encanto de su Casa, que él estaba a punto de abandonar, y él quien me persuadió
de que podría ocupar este asiento al cual nada me permitía aspirar. Por último,
fue en alguna conversación con él en la que la rúbrica de esta silla surgió de
nuestro intercambio de preguntas y reflexiones.
Mi
primera ocupación ha de ser explicar ese nombre de «Poética», que he restituido
en un sentido primitivo, que no es el que está al uso. Me ha venido al espíritu
y me ha parecido el único adecuado para designar la clase de estudio que me
propongo desarrollar en este curso.
Normalmente
se escucha este término para toda exposición o recopilación de reglas, de
convenciones o de pretextos relativos a la composición de poemas líricos y
dramáticos o bien a la construcción de versos. Pero puede parecemos que en ese
sentido ha envejecido con la cosa misma, y atribuirle otra función.
Todas
las artes admitían, antaño, estar sometidas, cada una según su naturaleza, a
ciertas formas o modos obligatorios que se imponían a todas las obras del mismo
género, y que podían y debían aprenderse, lo mismo que se hace la sintaxis de
una lengua. No se aceptaba que los efectos que puede producir una obra, por
poderosos o acertados que fueran, fuesen prueba suficiente para justificar esta
obra y asegurarle un valor universal. El hecho no llevaba consigo el derecho.
Se había reconocido, muy pronto, que en cada una de las artes existían
prácticas a recomendar, observaciones y restricciones favorables para el mayor
éxito del objetivo del artista, y que le interesaba conocerlo y respetarlo.
Pero,
poco a poco, y por la autoridad de grandes hombres, la idea de una especie de
legalidad se introdujo y sustituyó las recomendaciones de origen empírico del
comienzo. Se razonó, y el rigor de la regla se produjo. Se expresó en fórmulas
concretas, la crítica se armó, y se llegó a esta paradójica consecuencia: que
una disciplina de las artes, que oponía a los impulsos del artista dificultades
razonadas, conoció un gran y duradero favor a causa de la extrema facilidad que
daba para juzgar y clasificar las obras, por simple referencia a un código o a
un canon bien definido.
Para
aquellos que pensaban producir derivaba otra facilidad de esas reglas formales.
Condiciones muy restringidas, e incluso condiciones muy severas, dispensaban al
artista de una cantidad de decisiones sumamente delicadas y le descargaban de
muchas responsabilidades en materia de forma, al tiempo que en ocasiones
incitaban a invenciones a las que una entera libertad nunca le hubiera
conducido.
Pero,
lo deploremos o nos alegremos, la era de autoridad en las artes ha pasado hace
bastante tiempo, y la palabra «Poética» ya sólo despierta la idea de
prescripciones molestas y caducas. Y así he creído poder retomarla en un
sentido que concierne a la etiología, sin osar sin embargo pronunciarla Poiética, de la que la etimología se
sirve cuando habla de funciones hematopoiéticas o galactopoiéticas. Pero, por
esto último, la noción tan simple de hacer
es la que quería expresar. El hacer, el poiein,
del que me quiero ocupar, es aquel que se acaba en alguna obra y que llegaré
pronto a limitar a ese género de obras que se ha dado en llamar obras del espíritu. Son aquellas que el
espíritu quiere hacerse para su propio uso, empleando para tal fin todos los
medios físicos que pueden servirle.
Como
el acto simple del que hablaba, toda obra puede o no inducirnos a meditar sobre
esta generación, y dar origen o no a una actitud interrogativa más o menos
pronunciada, más o menos exigente, que la constituye en problema.
No
se impone un estudio de tales características. Podemos juzgarlo vano, e incluso
podemos considerar quimérica tal pretensión. Aún más: ciertas mentes
encontrarán no sólo vana sino nociva esta búsqueda; e incluso, quizá, tendrían
que encontrarla así. Es concebible, por ejemplo, que un poeta pueda
legítimamente temer alterar sus virtudes originales, su poder inmediato de
producción, con el análisis que haría. Se niega instintivamente a
profundizarlas de no ser con el ejercicio de su arte, y a adueñarse más
enteramente mediante razón demostrativa. Parece que nuestro acto más simple,
nuestro gesto más familiar, no podría realizarse, y que el menor de nuestros
poderes nos obstaculizaría, si tuviéramos que hacérnoslo presente a la mente y
conocerlo a fondo para hacer uso de él.
Aquiles
no puede vencer a la tortuga si piensa en el espacio y en el tiempo.
No
obstante, puede suceder por el contrario que esta curiosidad nos inspire un
interés tan vivo y que demos una importancia tan eminente a seguirla, que nos
veamos arrastrados a considerar con mayor complacencia, e incluso con mayor
pasión, la acción que hace que la cosa hecha.
En
este punto, Señores, mi tarea debe necesariamente diferenciarse de la que
cumple por una parte la Historia de la Literatura y, por otra parte, la Crítica
de los textos y de las obras.
La
historia de la Literatura busca las circunstancias exteriormente confirmadas en
las que las obras se compusieron, se manifestaron y produjeron sus efectos. Nos
informa sobre los autores, sobre las vicisitudes de su vida y de su obra, en
tanto que cosas visibles y que han dejado huellas que se pueden recuperar,
coordinar, interpretar. Recoge las tradiciones y los documentos.
No
necesito recordarles la erudición y la originalidad de planteamientos con las
que aquí mismo dispensó esta enseñanza su eminente colega Abel Lefranc. Pero el
conocimiento de los autores y de su tiempo y el estudio de la sucesión de los
fenómenos literarios solamente puede incitamos a conjeturar lo que pudo suceder
en lo íntimo de aquellos que hicieron lo necesario para conseguir ser inscritos
en los fastos de la Historia de las Letras. Si lo han conseguido ha sido con la
ayuda de dos condiciones que siempre podemos considerar independientes: una es,
necesariamente, la producción misma de la obra; la otra es la producción de un
determinado valor de la obra, por
aquellos que han conocido, gustado de la obra producida, que han impuesto su
renombre y atendido a la transmisión, la conservación, la vida ulterior.
Acabo
de pronunciar las palabras «valor» y «producción». Me detengo un instante.
Si
queremos emprender la exploración del dominio del espíritu creador, no hay que
tener miedo a mantenerse ante todo en las consideraciones más generales que son
las que nos permitirán avanzar sin sentirnos obligados a volver excesivamente
sobre nuestros pasos, y nos ofrecerán también el mayor número de analogías, es
decir, el mayor número de expresiones aproximadas para la descripción de hechos
y de ideas que escapan generalmente por su misma naturaleza a toda tentativa de
definición directa. Por ello señalo esta adopción de algunas palabras de la
Economía: tal vez me resulte cómodo reunir bajo los únicos nombres de producción y de productor las diversas actividades y los diversos personajes de los
que tendremos que ocuparnos, si queremos tratar de lo que tienen en común, sin
escoger entre sus diferentes especies. Será igualmente cómodo, antes de
especificar que se habla del lector o del auditor o del espectador, fusionar
todos esos supuestos de las obras de todos los géneros, bajo el nombre
económico de consumidor.
En
cuanto a la noción de valor, sabemos que representa en el universo del espíritu
un papel de primer orden, comparable al que representa en el mundo económico,
aunque el valor espiritual sea mucho más sutil que el económico, ya que está
vinculado a necesidades infinitamente más variadas y no enumerables, como lo
son las necesidades de la existencia fisiológica.
Si
todavía conocemos la /liada y si el
oro sigue siendo, después de tantos siglos, un cuerpo (más o menos simple)
bastante relevante y generalmente venerado, es que la rareza, la inimitabilidad
y algunas otras propiedades distinguen al oro y a la Ilíada, convirtiéndolos en objetos privilegiados, en patrones de valor.
Sin
insistir en mi comparación económica, es evidente que la idea de trabajo, las
ideas de creación y de acumulación de riqueza, de oferta y de demanda, se
presentan muy naturalmente en el campo que nos interesa.
Tanto
por su similitud como por sus diferentes aplicaciones, esas nociones de los
mismos nombres nos recuerdan que en dos órdenes de hechos, que parecen muy
alejados unos de otros, se plantean los problemas de la relación de las
personas con su medio social. Además, así como existe una analogía económica, y
por los mismos motivos, existe también una analogía política entre los
fenómenos de la vida intelectual organizada y los de la vida pública. Existe
toda una política del poder intelectual, una política interior (muy interior,
se entiende), y una política exterior, siendo ésta de la incumbencia de la
Historia literaria, de la que debería ser uno de los principales objetos.
Generalizadas
de esta manera, política y economía son nociones que, desde nuestra primera
mirada al universo del espíritu, y cuando podríamos esperar considerarlo como
un sistema perfectamente aislable durante la fase de formación de las obras, se
imponen y parecen profundamente presentes en la mayor parte de esas creaciones,
y siempre instantes en la proximidad de esos actos.
En
el corazón mismo del pensamiento del sabio o del artista más absorto en su
investigación, y que parece el más encerrado en su esfera propia, en un mano a mano
con aquello que es más sí mismo y más
impersonal, existe no sé qué fuente de presentimiento de las reacciones
exteriores que provocará la obra en formación: el hombre está difícilmente
solo.
Esta
presencia actuante debe suponerse siempre sin miedo al error, pero se compone
tan sutilmente con los otros factores de la obra, a veces se disfraza tan bien,
que es casi imposible aislarla.
Sabemos
no obstante que el verdadero sentido de tal elección o de tal esfuerzo de un
creador se encuentra con frecuencia fuera
de la creación misma, y resulta de una preocupación más o menos consciente del
efecto que se producirá y de sus consecuencias para el productor. Así, durante
su trabajo, el espíritu se dirige y vuelve a dirigir incesantemente de él Mismo
al Otro, y modifica lo que produce su ser más interior, mediante esa sensación
particular del juicio de terceros. Y así, en nuestras reflexiones sobre una
obra, podemos tomar una u otra de esas dos actitudes que se excluyen. Si
pretendemos proceder con tanto rigor como admite una materia así, debemos
obligarnos a separar muy cuidadosamente nuestra investigación de la génesis de
una obra de nuestro estudio de la producción de su valor, es decir, de los
efectos que puede engendrar aquí o allá, en esta o aquella cabeza, en una u
otra época.
Basta,
para demostrarlo, observar que lo que podemos verdaderamente saber o creer
saber en todos los campos, no es otra cosa que lo que podemos observar o hacer nosotros mismos, y que es imposible reunir en un mismo estado
y en una misma consideración, la observación del espíritu que produce la obra y
la observación del espíritu que produce algún valor de esta obra. No hay mirada
capaz de observar a la vez esas dos funciones; productor y consumidor son dos
sistemas esencialmente separados. La obra es para uno el término; para el otro el origen
de desarrollos que pueden ser tan ajenos como se quiera, uno al otro.
Hay
que deducir que todo juicio que anuncia una relación en tres términos, entre el
productor, la obra y el consumidor —y los juicios de ese género no escasean en
la crítica— es un juicio ilusorio que no puede cobrar ningún sentido y que la
reflexión invalida apenas se aplica. Únicamente podemos considerar la relación
de la obra con su productor, o bien la relación de la obra con aquel a quien
ella modifica una vez realizada. La acción del primero y la reacción del
segundo no pueden confundirse nunca. Las ideas que uno y otro se hacen de la
obra son incompatibles.
De
ello derivan sorpresas muy frecuentes, algunas de las cuales son favorables.
Hay malentendidos creadores. Y hay cantidad de efectos —y de los más poderosos—
que exigen la ausencia de toda correspondencia directa entre las dos
actividades interesadas. Tal obra, por ejemplo, es el fruto de largos cuidados,
y reúne una cantidad de ensayos, repeticiones, eliminaciones y selecciones. Ha
exigido meses e incluso años de reflexión, y puede también suponer la
experiencia y las adquisiciones de toda una vida. Ahora bien, el efecto de esta
obra se declarará en unos instantes. Una ojeada bastará para apreciar un
monumento considerable, para experimentar el choque. En dos horas, todos los
cálculos del poeta trágico, todo el trabajo dedicado a ordenar su pieza y a
formar uno a uno cada verso; o bien todas las combinaciones de armonía y de
orquesta que ha construido el compositor; o todas las meditaciones del filósofo
y los años durante los cuales ha retrasado, retenido sus pensamientos,
esperando percibir y aceptar el ordenamiento definitivo, todos esos actos de
fe, todos esos actos de elección, todas esas transacciones mentales llegan por
fin, en el estado de obra acabada, a golpear, sorprender, deslumbrar o
desconcertar la mente del Otro,
bruscamente sometido a la excitación de esta carga enorme de trabajo
intelectual. Es una acción de desmesura.
Se
puede (muy burdamente, se entiende) comparar este efecto al de la caída en unos
segundos de una masa que se hubiera subido, fragmento a fragmento, a lo alto de
una torre sin tomar en cuenta el tiempo ni el número de viajes.
Se
obtiene así la impresión de una potencia sobrehumana. Pero el efecto, ustedes
lo saben, no siempre se produce; sucede, en esta mecánica intelectual, que a
veces la torre es demasiado alta, la masa demasiado grande y el resultado
observable nulo o negativo.
Supongamos,
por el contrario, que se produce el gran efecto. Las personas que lo han
experimentado, y que se han sentido como abrumadas por la potencia, por las
perfecciones, por el número de aciertos, las bellas sorpresas acumuladas, no
pueden, ni deben, imaginarse todo el
trabajo interno, las posibilidades desgranadas, las largas deducciones de
elementos favorables, los razonamientos delicados cuyas conclusiones adquieren
el aspecto de adivinaciones, en una palabra, la cantidad de vida interior
tratada por el alquimista del espíritu productor o escogido en el caos mental
por un demonio tipo Maxwell; y esas personas se ven así llevadas a imaginar un
ser con inmensos poderes, capaz de crear esos prodigios sin otro efecto que el
necesario para emitir lo que sea.
Lo
que entonces nos produce la obra es inconmensurable con nuestras propias
facultades de producción instantánea. Además, ciertos elementos de la obra que
han llegado al autor por algún azar favorable, se le atribuirán a una virtud
singular de su mente. Así es como el consumidor se convierte a su vez en
productor: productor, primero, del valor de la obra y después, en virtud de una
aplicación inmediata del principio de causalidad (que no es en el fondo sino
una expresión ingenua de uno de los modos de producción del espíritu), se
convierte en productor del valor del ser imaginario que ha hecho lo que admira.
Quizá,
si los grandes hombres fueran tan conscientes como grandes, no habría grandes
hombres por sí mismos.
De
esta manera, y es a lo que quería llegar, este ejemplo, aunque muy particular,
nos hace comprender que la independencia o la ignorancia recíproca de los
pensamientos y de las condiciones del productor y del consumidor es casi
esencial a efectos de las obras. El secreto y la sorpresa que los tácticos recomiendan
a menudo en sus escritos están en este caso naturalmente asegurados.
En
resumen, cuando hablamos de obras del espíritu, entendemos, o bien el término
de determinada actividad, o bien el origen de otra determinada actividad y eso
supone dos órdenes de modificaciones incomunicables en los que cada una nos
pide una acomodación especial incompatible con la otra.
Queda
la obra misma, en tanto que cosa sensible. Se trata de una tercera
consideración, bien diferente de las otras dos.
Miramos
entonces la obra como un objeto,
puramente objeto, es decir, sin ponerle nada de nosotros mismos salvo lo que se
puede aplicar indistintamente a todos los objetos: actitud que se define
bastante por la ausencia de toda producción de valor.
¿Qué
podemos sobre este objeto que, esta vez, nada puede sobre nosotros? Pero
nosotros podemos sobre él. Podemos medirlo según su naturaleza, espacial o
temporal, contar las palabras de un texto o las sílabas de un verso; constatar
que tal libro ha aparecido en tal época; que tal composición de un cuadro es
una copia de tal otra; que hay un hemistiquio en Lamartine que existe en
Thomas, y que tal página de Víctor Hugo pertenece desde 1645 a un oscuro Padre
François. Podemos poner de manifiesto que tal razonamiento es un paralogismo;
que ese soneto es incorrecto; que el dibujo de ese brazo es un desafío a la
anatomía, y tal empleo de las palabras, insólito. Todo ello es el resultado de
operaciones que pueden asimilarse a operaciones puramente materiales, porque
corresponden a maneras de superposición de la obra, o fragmentos de la obra, a
algún modelo.
Este
tratamiento de las obras del espíritu no las distingue de todas las obras
posibles, las sitúa y las retiene en la categoría de las cosas y les impone una
existencia definible. Este es el punto
a retener:
Todo aquello que podemos definir se distingue
de inmediato del espíritu productor y se opone. El espíritu hace al mismo tiempo de esto el
equivalente de una materia sobre la cual puede operar o de un instrumento
mediante el que operar.
El
espíritu sitúa fuera de su alcance aquello que ha definido bien, y es en lo que
demuestra que se conoce y que no se fía más que de aquello que no es él.
Estas
distinciones que acabo de proponerles en la noción de obra, y que la dividen,
no por búsqueda de sutileza, sino por la referencia más fácil a las
observaciones inmediatas, tienden a poner en evidencia la idea que me servirá
para introducir mi análisis de la producción de las obras del espíritu.
Todo
lo que he dicho hasta aquí se encierra en estas pocas palabras: la obra del espíritu sólo existe en acto.
Fuera de este acto, lo que permanece no es más que un objeto que no ofrece
ninguna relación particular con el espíritu. Transporten la estatua que admiran
a un pueblo suficientemente diferente del nuestro: sólo es una piedra
insignificante. Un Partenón no es más que una pequeña cantera de mármol. Y
cuando un texto de poeta se utiliza como recopilación de dificultades
gramaticales o ejemplos, deja inmediatamente de ser una obra del espíritu, puesto que el uso que se hace es enteramente
ajeno a las condiciones de su generación, y por otra parte se le rehúsa el
valor de consumación que da un valor a esta obra.
Un
poema sobre el papel es solamente una escritura sometida a todo aquello que se
puede hacer de una escritura. Pero entre todas sus posibilidades, hay una, y
solamente una, que coloca por fin el texto en las condiciones en las que
adquirirá fuerza y forma de acción. Un poema es un discurso que exige y que
causa una relación continua entre la voz
que es y la voz que viene y que debe venir. Y esta voz debe ser tal
que se imponga, que excite el estado afectivo en el que el texto sea la única
expresión verbal. Quiten la voz, y la voz precisa, todo se hace arbitrario. El
poema se convierte en una sucesión de signos que sólo tienen relación para
estar materialmente indicados unos después de otros.
Por
esos motivos, no dejaré de condenar la detestable práctica consistente en
abusar de las obras mejor hechas para crear, y para desarrollar el sentimiento
de la poesía en los jóvenes, para tratar los poemas como cosas, para cortarlos
como si la composición no fuera nada, para sufrir, si no exigir, que sean
recitados de la forma que sabemos, empleados como pruebas de memoria o de
ortografía; en una palabra, para hacer abstracción de lo esencial de esas
obras, de lo que hace que sean lo que son, y no otras, y que les aporta su
virtud propia y su necesidad.
La
ejecución del poema es el poema. Fuera de ella, esas sucesiones de palabras
curiosamente reunidas son fabricaciones inexplicables.
Las
obras del espíritu, poemas u otras, se refieren únicamente a aquello que dio origen a lo que les dio
origen, y absolutamente a nada más. Sin duda pueden plantearse divergencias
entre las impresiones y las significaciones o mejor entre las resonancias que
provoca, en una y otra, la acción de la obra. Pero he aquí que esta observación
banal ha de adquirir, con la reflexión, una importancia de primera magnitud:
esta posible diversidad de los efectos legítimos de una obra, es la marca misma
del espíritu. Corresponde, además, a la pluralidad de las vías que se han
ofrecido al autor durante su trabajo de producción. Y es que todo acto del
espíritu mismo está siempre acompañado de cierta atmósfera de indeterminación
más o menos sensible.
Me
excuso por esta expresión. No encuentro otra mejor.
Situémonos
en el estado al que nos transporta una obra, de esas que nos obligan a
desearlas tanto más cuanto más las poseemos, o cuanto más nos poseen. Nos
encontramos entonces divididos entre sentimientos nacientes en los que la
alternancia y el contraste son relevantes. Sentimos, por una parte, que la obra
que actúa sobre nosotros nos agrada tanto que no podemos concebirla diferente.
Incluso en ciertos casos de suprema satisfacción, sentimos que nos transformamos
de una manera profunda, para convertimos en aquel cuya sensibilidad es capaz de
tal plenitud de delicia y de comprensión inmediata. Pero sentimos no menos
fuertemente, y por un sentimiento muy distinto, que el fenómeno que causa y
desarrolla en nosotros ese estado, que nos inflige la potencia, habría podido
no ser, e incluso, habría debido no ser, y se clasifica en lo improbable.
En
tanto que nuestro goce o nuestra alegría es fuerte, fuerte como un hecho, la
existencia y la formación del medio, de la obra generadora, de nuestra
sensación, nos parecen accidentales. Esta existencia se nos presenta como el
efecto de un azar extraordinario, de un don suntuoso de la fortuna, y es en lo
que (no olvidemos fijarnos en ello) se descubre una analogía particular entre
este efecto de una obra de arte y el de ciertos aspectos de la naturaleza:
accidente geológico, o combinaciones pasajeras de luz y de vapor en el cielo de
la tarde.
En
ocasiones, no podemos imaginar que un determinado hombre como nosotros sea el autor
de un bien tan extraordinario, y la gloria que le concedemos es la expresión de
nuestra impotencia.
Pero
cualquiera que sea el pormenor de esos juegos o de esos dramas que tienen lugar
en el productor, todo debe acabarse en la obra visible, y encontrar por ese
mismo hecho una determinación final absoluta. Este fin es el resultado de una
sucesión de modificaciones interiores tan desordenadas como se quiera, pero que
deben necesariamente resolverse en el momento en que la mano actúa, en un
mandato único, acertado o no. Ahora bien, esta mano, esta acción exterior,
resuelve necesariamente bien o mal el estado de indeterminación al que yo
aludía. La mente que produce parece por otra parte buscar el imprimir a su obra
caracteres completamente opuestos a los suyos propios. Parece huir en una obra
la inestabilidad, la incoherencia, la inconsecuencia que se reconoce y que
constituyen su régimen más frecuente. Y por lo tanto, actúa contra las
intervenciones en todos los sentidos y de todas las clases que tiene que sufrir
a cada instante. Suprime la variedad infinita de los incidentes, desecha
cualquier sustitución de imágenes, de sensaciones, de impulsiones y de ideas
que atraviesan las otras ideas. Lucha contra lo que está obligado a admitir, a
producir o a emitir, y, en suma, contra su naturaleza y su actividad accidental
e instantánea.
Durante
su meditación, zumba alrededor de su propio punto de referencia. Todo le sirve
para distraerse. San Bernardo observaba: «Odoratus
impedit cogitationem». Hasta en la cabeza más sólida la contradicción es la
regla; la consecuencia correcta es la excepción. Y esta corrección misma es un
artificio de lógico, artificio que consiste, como todos los que inventa el
espíritu contra sí mismo, en materializar los elementos de pensamiento, lo que
llama los «conceptos», bajo forma de círculos o de campos, en dar una duración
independiente de las vicisitudes del espíritu a esos objetos intelectuales,
pues, después de todo, la lógica no es sino una especulación sobre la
permanencia de las notaciones.
Pero
he aquí una circunstancia sorprendente: esta dispersión, siempre inminente, es
importante y concurre a la producción de la obra casi tanto como la
concentración misma. El espíritu en acción, que lucha contra su movilidad,
contra su inquietud constitucional y su diversidad propia, contra la disipación
o la degradación natural de toda actitud especializada, encuentra, por otra
parte, en esa misma condición, recursos incomparables. La inestabilidad, la
incoherencia, la inconsecuencia de las que hablaba, que suponen molestias y
límites en su empresa de construcción o de composición bien ordenada, son
igualmente tesoros de posibilidades cuya riqueza presiente en la cercanía del
momento mismo en que se consulta. Estas son reservas de las que puede esperar
todo, razones para esperar que la solución, la señal, la imagen, la palabra que
le falta están más cerca de lo que le parece. Siempre puede presentir en su
penumbra, la verdad o la decisión buscada, que sabe están a merced de una
nadería, de esa misma perturbación insignificante que parecía distraerle y
alejarle indefinidamente.
A
veces aquello que deseamos ver aparecer en nuestro pensamiento (hasta un simple
recuerdo), nos es como un objeto precioso que sujetaríamos y palparíamos a
través de un paño que lo envuelve y lo oculta a nuestros ojos. Está, y no nos
pertenece. Y el menor incidente lo revela. A veces invocamos lo que debería
ser, habiéndolo definido por condiciones. Lo solicitamos, detenidos ante no sé
qué conjunto de elementos que nos resultan igualmente inminentes, y de los que
todavía ninguno se separa para satisfacer nuestra exigencia. Imploramos de
nuestro espíritu una manifestación de desigualdad. Nos presentamos nuestro
deseo lo mismo que oponemos un imán a la confusión de un polvo compuesto, en el
que de repente se distingue un grano de hierro. Parece que en este orden de las
cosas mentales haya algunas relaciones misteriosas entre el deseo y el acontecimiento. No quiero decir que el deseo
del espíritu cree una especie de campo, bastante más complejo que un campo
magnético y que tenga el poder de atraer al espíritu a lo que nos conviene.
Esta imagen es únicamente una manera de expresar un hecho observado, sobre el
que volveré más adelante. Pero, sean cuales fueren la nitidez, la evidencia, la
fuerza o la belleza del acontecimiento espiritual que termina nuestra espera,
que acaba nuestro pensamiento o hace desaparecer nuestra duda, nada es
irrevocable todavía. El instante siguiente tiene aquí poder absoluto sobre el
producto del instante precedente. Es que el espíritu reducido a su única
sustancia no dispone de finitud y es del todo imposible que se enlace a sí
mismo.
Cuando
decimos que nuestra opinión sobre tal cosa es definitiva, lo decimos para hacer
que lo sea: recurrimos a los otros. El sonido de nuestra voz nos cerciora mucho
más que ese firme propósito interior que ella pretende en voz bien alta que nos
formemos. Cuando consideramos que hemos acabado algún pensamiento, nunca nos
sentimos seguros de que podremos volver a empezar sin completar o estropear lo
que hemos detenido. Razón por la cual la vida del espíritu se divide contra sí
misma tan pronto como se aplica a una obra. Toda obra exige acciones
voluntarias (aunque incluya cantidad de constituyentes en los cuales lo que
llamamos voluntad no participe). Pero
nuestra voluntad, nuestro poder expresado, cuando intenta volverse hacia
nuestro espíritu mismo, y hacerse obedecer, se reducen siempre a una simple
interrupción, al mantenimiento o bien la renovación de algunas condiciones.
En
efecto, sólo podemos actuar directamente sobre la libertad del sistema de
nuestro espíritu. Rebajamos el grado de esta libertad, pero en cuanto al resto,
quiero decir en cuanto a las modificaciones y a las sustituciones que esta
coacción hace posibles, esperamos simplemente que lo que deseamos se produzca,
pues solamente podemos esperarlo. No
tenemos ningún medio para alcanzar en nosotros lo que esperamos obtener.
Pues
esta exactitud, ese resultado que esperamos y nuestro deseo, son de la misma
sustancia mental y quizá se molestan el uno al otro por su actividad
simultánea. Sabemos que con bastante frecuencia sucede que la solución deseada
nos llega tras un tiempo de desinterés del problema, y como recompensa de la
libertad dada a nuestro espíritu.
Esto
que acabo de decir y que se aplica más especialmente al productor, es también
cierto en el consumidor de la obra. En éste, la producción de valor, que será,
por ejemplo, la comprehensión, el interés excitado, el esfuerzo que gastará
para una posesión más entera de la obra, daría lugar a observaciones análogas.
Me
encadene a la página que debo escribir o a la que quiero oír, en ambos casos
entro en una fase de mínima libertad. Pero en ambos casos, esta restricción de
mi libertad puede presentarse bajo dos modos opuestos. Unas veces mi propia
tarea me incita a proseguirla, y, lejos de sentirla como una molestia, como un
desvío del curso natural de mi espíritu, me dedico, y adelanto con tanta vida
por la vía que se traza mi propósito que la sensación de fatiga disminuye,
hasta el momento en que repentinamente obnubila verdaderamente el pensamiento,
y enturbia el juego de las ideas para reconstituir el desorden de los
intercambios normales a corto plazo, el estado de indiferencia dispersa y
reposante.
Otras
veces, la coacción está en primer plano, mantener la dirección es cada vez más
penoso, el trabajo se hace más sensible que su efecto, el medio se opone al
fin, y la tensión del espíritu ha de ser alimentada por recursos cada vez más
precarios y cada vez más ajenos al objeto ideal del cual hay que mantener la
potencia y la acción, al precio de un cansancio rápidamente insoportable. Ese
es un gran contraste entre dos aplicaciones de nuestro espíritu. Va a servirme
para mostrarles que el cuidado que he puesto en especificar que sólo había que
considerar las obras en acto o bien de producción o bien de consumación, no
tenía nada que no fuera conforme a lo que podemos observar; mientras que, por
otra parte, nos procura el medio de hacer una distinción muy importante entre
las obras del espíritu.
Entre
esas obras, el uso ha creado una categoría llamada de las obras de arte. No es
demasiado fácil precisar ese término, si es que hay necesidad de precisarlo. En
primer lugar, en la producción de las
obras no distingo nada que me obligue nítidamente a crear una categoría de la
obra de arte. Encuentro un poco por todas partes, en los espíritus, atención,
tanteos, inesperada claridad y noches oscuras, improvisaciones y ensayos, o
recuperaciones muy apresuradas. En todos los hogares del espíritu hay fuego y
cenizas, prudencia e imprudencia; método y su contrario, el azar bajo mil
formas. Artistas y sabios, todos se identifican en el detalle de esta extraña
vida del pensamiento. Puede decirse que a cada instante la diferencia funcional
de los espíritus trabajando es indiscernible. Pero si dirigimos la mirada sobre
los efectos de las obras hechas, descubrimos en algunas una particularidad que
las agrupa y que las opone a todas las demás. Determinada obra que habíamos
puesto aparte, se divide en partes enteras, de las que cada una tiene con qué
crear un deseo y con qué satisfacerlo. La obra nos ofrece en cada una de sus
partes el alimento y el excitante a la vez. Despierta
continuamente en nosotros una sed y una fuente. En recompensa de lo que le
cedemos de nuestra libertad, nos da el amor de la cautividad que nos impone y
el sentimiento de una especie deliciosa de conocimiento inmediato; y todo ello,
gastando, para gran contento nuestro,
nuestra propia energía que ella evoca de un modo tan conforme al rendimiento
más favorable de nuestros recursos orgánicos, que la sensación del esfuerzo se
hace en sí misma embriagadora, y nos sentimos posesores para ser magníficamente
poseídos.
Entonces,
cuanto más damos, más queremos dar, creyendo recibir. La ilusión de actuar, de
expresar, de descubrir, de comprender, de resolver, de vencer, nos anima.
Todos
esos efectos, que en ocasiones llegan al prodigio, son instantáneos, como todo
aquello que dispone de sensibilidad; atacan de la forma más rápida los puntos
estratégicos que dominan nuestra vida afectiva, mediante ella fuerzan nuestra
disponibilidad intelectual, aceleran, suspenden, e incluso regulan las diversas
funciones, cuyo acuerdo o desacuerdo nos da por fin todas las modulaciones de
la sensación de vivir, desde la calma chicha a la tempestad.
El
simple timbre del violoncelo ejerce sobre muchas personas un auténtico dominio
visceral. Hay palabras cuya frecuencia, en un autor, nos revela que en él están
muy distintamente dotadas de resonancia, y, por consiguiente, de potencia
positivamente creadora, de lo que generalmente lo están. Ahí tenemos un ejemplo
de esas evaluaciones personales, de esos grandes
valores-para-uno-solo, que desde luego representan un muy buen papel en una
producción del espíritu en la que la singularidad es un elemento de primera
importancia.
Estas
consideraciones nos servirán para ilustrar un poco la constitución de la
poesía, que es bastante misteriosa. Es extraño que uno se afane en formar un
discurso que debe observar condiciones simultáneas perfectamente heteróclitas: musicales, racionales, significativas,
sugestivas, y que exigen una relación continuada o mantenida entre un ritmo
y una sintaxis, entre el sonido y el sentido.
Estas
partes no tienen relaciones concebibles entre sí. Hemos de dar la ilusión de su
profunda intimidad.
¿Para qué todo esto? La observancia de los ritmos, de las rimas,
de la melodía verbal entorpece los movimientos directos de mi pensamiento, y
resulta que yo ya no puedo decir lo que quiero… ¿Pero qué es lo que quiero? He ahí la cuestión.
Llegamos
a la conclusión de que hay que querer lo que se debe querer para que el
pensamiento, el lenguaje y sus convenciones, que están tomados de la vida
exterior, el ritmo y los acentos de la voz que son directamente cosas del ser,
concuerden, y ese acuerdo exige sacrificios recíprocos siendo el más notable
aquel que debe consentir el pensamiento.
Algún
día explicaré cómo se marca esta alteración en el lenguaje de los poetas y que
hay un lenguaje poético en el que las palabras ya no son las palabras del uso
práctico y libre. Ya no se asocian según las mismas atracciones, están cargadas
de dos valores que participan simultáneamente y de importancia equivalente: su
sonido y su efecto psíquico instantáneo. Entonces hacen pensar en esos nombres
complejos de los geómetras, y el acoplamiento de la variable fonética con la variable
semántica engendra problemas de prolongación y de convergencia que los
poetas resuelven con los ojos vendados, pero lo resuelven (y eso es lo esencial),
de vez en cuando… De Vez en Cuando,
¡he ahí la clave! He ahí la incertidumbre, he ahí la desigualdad de los
momentos y de los individuos. Ese es nuestro hecho principal. Habrá que volver
largamente sobre ello, pues todo el arte, poético o no, consiste en defenderse
de esta desigualdad del momento.
Todo
lo que acabo de esbozar en este examen sumario de la noción general de la obra
debe conducirme a indicar por fin mi punto de partida con vistas a explorar el
inmenso dominio de la producción de las obras del espíritu. En unos instantes,
hemos intentado, darles una idea de la complejidad de estas cuestiones, en las
que podemos decir que todo interviene a un tiempo, y en las cuales se combina
lo más profundo que hay en el hombre con cantidad de factores exteriores.
Todo
ello se resume en esta fórmula: en la producción de la obra, la acción llega
con el contacto de lo indefinible.
Una
acción voluntaria que, en cada una de las artes, está muy formada, que puede
exigir un largo trabajo, las atenciones más abstractas, los conocimientos más
precisos, viene a adaptarse en la operación del arte a un estado del ser que es
del todo irreductible en sí, a una expresión finita, que no se corresponde a
ningún objeto localizable, que podamos determinar y alcanzar mediante un
sistema de actos uniformemente determinados; y esto acabando en esta obra, cuyo
efecto debe ser reconstituir en alguien un estado análogo; no digo parecido
(pues nunca sabremos nada), sino análogo al estado inicial del productor.
Así,
por una parte, tenemos lo indefinible,
por otra, una acción necesariamente
finita; por una parte un estado, en
ocasiones una sola sensación productora de valor y de impulso, estado cuyo
único carácter es el de no corresponder a ningún término finito de nuestra
experiencia; por otra, el acto, es
decir la determinación esencial, pues un acto es una escapatoria milagrosa
fuera del mundo cerrado de lo posible y una introducción en el universo del
hecho; y este acto, frecuentemente producido contra el espíritu, con todas sus
precisiones; salido de lo inestable, como Minerva completamente armada
producida por el espíritu de Júpiter, ¡vieja imagen todavía llena de sentido!
Al
artista le sucede, en efecto —es el caso más favorable—, que el propio
movimiento interno de producción le da, a la vez e indistintamente, el impulso,
el fin exterior inmediato y los medios o los dispositivos técnicos de la
acción. Por lo general se establece un régimen de ejecución durante el cual hay
un intercambio más o menos vivo entre las exigencias, los conocimientos, las
intenciones, los medios, todo lo mental y lo instrumental, todos los elementos
de acción de una acción en la que el excitante no está situado en el mundo en
el que están situados los fines de la acción ordinaria, y por consiguiente no
puede dar pie a una previsión que determine la fórmula de los actos que deben
realizarse para alcanzarlo con toda seguridad.
Y,
por último, al representarme este hecho tan notable (aunque, me parece, tan
poco notado), la ejecución de un acto,
como fin, desenlace, determinación final de un estado que es inexpresable en
términos finitos (es decir, que anula exactamente la sensación causa) fue
cuando tomé la resolución de aceptar por forma general de ese curso el tipo más
general posible de la acción humana. Pensé que era indispensable establecer una
línea simple, una especie de vía geodésica a través de las observaciones y de
las ideas de una materia innumerable, sabiendo que en un estudio que no ha
sido, que yo sepa, abordado hasta ahora en su conjunto, es ilusorio buscar un
orden intrínseco, un desarrollo sin repetición que permita enumerar los
problemas según el progreso de una variable, pues esa variable no existe.
Cuando
el espíritu está en juego, todo está en juego; todo es desorden, y toda
reacción contra el desorden es de la misma especie que éste. Y es que ese
desorden es también la condición de su fecundidad: contiene la promesa, pues
esa fecundidad depende de lo inesperado antes que de lo esperado, y antes que
de lo que ignoramos, y porque lo ignoramos, de aquello que sabemos. ¿Cómo
podría ser de otra manera? El campo • que intento recorrer es ilimitado, pero
todo se reduce a las proporciones humanas tan pronto como tenemos cuidado de
atenernos a nuestra propia experiencia, a las observaciones que nosotros mismos
hemos hecho, a los medios experimentados. Me esfuerzo por no olvidar nunca que
cada uno es la medida de las cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario