viernes, 30 de septiembre de 2016

Jorge Luis Borges. ELOGIO DE LA SOMBRA (1969).


ELOGIO DE LA SOMBRA
  (1969)


  PRÓLOGO

  Sin proponérmelo al principio, he consagrado mi ya larga vida a las letras, a la cátedra, al ocio, a las tranquilas aventuras del diálogo, a la filología, que ignoro, al misterioso hábito de Buenos Aires y a las perplejidades que no sin alguna soberbia se llaman metafísica. Tampoco le ha faltado a mi vida la amistad de unos pocos, que es lo que importa. Creo no tener un solo enemigo o, si los hubo, nunca me lo hicieron saber. La verdad es que nadie puede herirnos salvo la gente que queremos. Ahora, a los setenta años de mi edad (la frase es de Whitman), doy a la prensa este quinto libro de versos.
  Carlos Frías me ha sugerido que aproveche su prólogo para una declaración de mi estética. Mi pobreza, mi voluntad, se oponen a ese consejo. No soy poseedor de una estética. El tiempo me ha enseñado algunas astucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos y neologismos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; intercalar en un relato rasgos circunstanciales, exigidos ahora por el lector, simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es; narrar los hechos (esto lo aprendí en Kipling y en las sagas de Islandia) como si no los entendiera del todo; recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirlas. Tales astucias o hábitos no configuran ciertamente una estética. Por lo demás, descreo de las estéticas. En general no pasan de ser abstracciones inútiles; varían para cada escritor y aun para cada texto y no pueden ser otra cosa que estímulos o instrumentos ocasionales.
  Éste, escribí, es mi quinto libro de versos. Es razonable presumir que no será mejor o peor que los otros. A los espejos, laberintos y espadas que ya prevé mi resignado lector se han agregado dos temas nuevos: la vejez y la ética. Ésta, según se sabe, nunca dejó de preocupar a cierto amigo muy querido que la literatura me ha dado, a Robert Louis Stevenson. Una de las virtudes por las cuales prefiero las naciones protestantes a las de tradición católica es su cuidado de la ética. Milton quería educar a los niños de su academia en el conocimiento de la física, de las matemáticas, de la astronomía y de las ciencias naturales; el doctor Johnson observaría al promediar el siglo XVIII: «La prudencia y la justicia son preeminencias y virtudes que corresponden a todas las épocas y a todos los lugares; somos perpetuamente moralistas y sólo a veces geómetras».
  En estas páginas conviven, creo que sin discordia, las formas de la prosa y del verso. Podría invocar antecedentes ilustres –el De consolatione de Boecio, los cuentos de Chaucer, el Libro de las mil y una noches–; prefiero declarar que esas divergencias me parecen accidentales y que desearía que este libro fuera leído como un libro de versos. Un volumen, en sí, no es un hecho estético, es un objeto físico entre otros; el hecho estético sólo puede ocurrir cuando lo escriben o lo leen. Es común afirmar que el verso libre no es otra cosa que un simulacro tipográfico; pienso que en esa afirmación acecha un error. Más allá de su ritmo, la forma tipográfica del versículo sirve para anunciar al lector que la emoción poética, no la información o el razonamiento, es lo que está esperándolo. Yo anhelé alguna vez la vasta respiración de los psalmos1 o de Walt Whitman; al cabo de los años compruebo, no sin melancolía, que me he limitado a alternar algunos metros clásicos: el alejandrino, el endecasílabo, el heptasílabo.
  La poesía no es menos misteriosa que los otros elementos del orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos, porque es don del Azar o del Espíritu; sólo los errores son nuestros. Espero que el lector descubra en mis páginas algo que pueda merecer su memoria; en este mundo la belleza es común.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 24 de junio de 1969

  1. Deliberadamente escribo psalmos. Los individuos de la Real Academia Española quieren imponer a este continente sus incapacidades fonéticas; nos aconsejan el empleo de formas rústicas: neuma, sicología, síquico. Últimamente se les ha ocurrido escribir vikingo por viking. Sospecho que muy pronto oiremos hablar de la obra de Kiplingo.

  JUAN, I, 14

  No será menos un enigma esta hoja
  que las de Mis libros sagrados
  ni aquellas otras que repiten
  las bocas ignorantes,
  creyéndolas de un hombre, no espejos
  oscuros del Espíritu.
  Yo que soy el Es, el Fue y el Será,
  vuelvo a condescender al lenguaje,
  que es tiempo sucesivo y emblema.
  Quien juega con un niño juega con algo
  cercano y misterioso;
  yo quise jugar con Mis hijos.
  Estuve entre ellos con asombro y ternura.
  Por obra de una magia
  nací curiosamente de un vientre.
  Viví hechizado, encarcelado en un cuerpo
  y en la humildad de un alma.
  Conocí la memoria,
  esa moneda que no es nunca la misma.
  Conocí la esperanza y el temor,
  esos dos rostros del incierto futuro.
  Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,
  la ignorancia, la carne,
  los torpes laberintos de la razón,
  la amistad de los hombres,
  la misteriosa devoción de los perros.
  Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz.
  Bebí la copa hasta las heces.
  Vi por Mis ojos lo que nunca había visto:
  la noche y sus estrellas.
  Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero,
  el sabor de la miel y de la manzana,
  el agua en la garganta de la sed,
  el peso de un metal en la palma,
  la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba,
  el olor de la lluvia en Galilea,
  el alto grito de los pájaros.
  Conocí también la amargura.
  He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera;
  no será nunca lo que quiero decir,
  no dejará de ser su reflejo.
  Desde Mi eternidad caen estos signos.
  Que otro, no el que es ahora su amanuense, escriba el poema.
  Mañana seré un tigre entre los tigres
  y predicaré Mi ley a su selva,
  a un gran árbol en Asia.
  A veces pienso con nostalgia
  en el olor de esa carpintería.

  HERÁCLITO

  El segundo crepúsculo.
  La noche que se ahonda en el sueño.
  La purificación y el olvido.
  El primer crepúsculo.
  La mañana que ha sido el alba.
  El día que fue la mañana.
  El día numeroso que será la tarde gastada.
  El segundo crepúsculo.
  Ese otro hábito del tiempo, la noche.
  La purificación y el olvido.
  El primer crepúsculo…
  El alba sigilosa y en el alba
  la zozobra del griego.
  ¿Qué trama es ésta
  del será, del es y del fue?
  ¿Qué río es éste
  por el cual corre el Ganges?
  ¿Qué río es éste cuya fuente es inconcebible?
  ¿Qué río es éste
  que arrastra mitologías y espadas?
  Es inútil que duerma.
  Corre en el sueño, en el desierto, en un sótano.
  El río me arrebata y soy ese río.
  De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo.
  Acaso el manantial está en mí.
  Acaso de mi sombra
  surgen, fatales e ilusorios, los días.

  CAMBRIDGE

  Nueva Inglaterra y la mañana.
  Doblo por Craigie.
  Pienso (ya lo he pensado)
  que el nombre Craigie es escocés
  y que la palabra crag es de origen celta.
  Pienso (ya lo he pensado)
  que en este invierno están los antiguos inviernos
  de quienes dejaron escrito
  que el camino está prefijado
  y que ya somos del Amor o del Fuego.
  La nieve y la mañana y los muros rojos
  pueden ser formas de la dicha,
  pero yo vengo de otras ciudades
  donde los colores son pálidos
  y en las que una mujer, al caer la tarde,
  regará las plantas del patio.
  Alzo los ojos y los pierdo en el ubicuo azul.
  Más allá están los árboles de Longfellow
  y el dormido río incesante.
  Nadie en las calles, pero no es un domingo.
  No es un lunes,
  el día que nos depara la ilusión de empezar.
  No es un martes,
  el día que preside el planeta rojo.
  No es un miércoles,
  el día de aquel dios de los laberintos
  que en el Norte fue Odín.
  No es un jueves,
  el día que ya se resigna al domingo.
  No es un viernes,
  el día regido por la divinidad que en las selvas
  entreteje los cuerpos de los amantes.
  No es un sábado.
  No está en el tiempo sucesivo
  sino en los reinos espectrales de la memoria.
  Como en los sueños,
  detrás de las altas puertas no hay nada,
  ni siquiera el vacío.
  Como en los sueños,
  detrás del rostro que nos mira no hay nadie.
  Anverso sin reverso,
  moneda de una sola cara, las cosas.
  Esas miserias son los bienes
  que el precipitado tiempo nos deja.
  Somos nuestra memoria,
  somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
  ese montón de espejos rotos.

  NEW ENGLAND, 1967

  Han cambiado las formas de mi sueño;
  ahora son oblicuas casas rojas
  y el delicado bronce de las hojas
  y el casto invierno y el piadoso leño.
  Como en el día séptimo, la tierra
  es buena. En los crepúsculos persiste
  algo que casi no es, osado y triste,
  un antiguo rumor de Biblia y guerra.
  Pronto (nos dicen) llegará la nieve
  y América me espera en cada esquina,
  pero siento en la tarde que declina
  el hoy tan lento y el ayer tan breve.
  Buenos Aires, yo sigo caminando
  por tus esquinas, sin por qué ni cuándo.
  Cambridge, 1967


  JAMES JOYCE

  En un día del hombre están los días
  del tiempo, desde aquel inconcebible
  día inicial del tiempo, en que un terrible
  Dios prefijó los días y agonías
  hasta aquel otro en que el ubicuo río
  del tiempo terrenal torne a su fuente,
  que es lo Eterno, y se apague en el presente,
  el futuro, el ayer, lo que ahora es mío.
  Entre el alba y la noche está la historia
  universal. Desde la noche veo
  a mis pies los caminos del hebreo,
  Cartago aniquilada, Infierno y Gloria.
  Dame, Señor, coraje y alegría
  para escalar la cumbre de este día.
  Cambridge, 1968


  THE UNENDING GIFT

  Un pintor nos prometió un cuadro.
  Ahora, en New England, sé que ha muerto. Sentí, como otras veces, la tristeza de comprender que somos como un sueño. Pensé en el hombre y en el cuadro perdidos.
  (Sólo los dioses pueden prometer, porque son inmortales.)
  Pensé en un lugar prefijado que la tela no ocupará.
  Pensé después: si estuviera ahí, sería con el tiempo una cosa más, una cosa, una de las vanidades o hábitos de la casa; ahora es ilimitada, incesante, capaz de cualquier forma y cualquier color y no atada a ninguno.
  Existe de algún modo. Vivirá y crecerá como una música y estará conmigo hasta el fin. Gracias, Jorge Larco.
  (También los hombres pueden prometer, porque en la promesa hay algo inmortal.)

  MAYO 20, 1928

  Ahora es invulnerable como los dioses.
  Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.
  Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no para recordarlas.
  Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.
  Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.
  Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.
  Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.
  Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.
  Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.
  Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.
  Ahora es invulnerable como los muertos.
  En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros.)
  Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.
  Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.
  Así, lo creo, sucedieron las cosas.

  RICARDO GÜIRALDES

  Nadie podrá olvidar su cortesía;
  era la no buscada, la primera
  forma de su bondad, la verdadera
  cifra de un alma clara como el día.
  No he de olvidar tampoco la bizarra
  serenidad, el fino rostro fuerte,
  las luces de la gloria y de la muerte,
  la mano interrogando la guitarra.
  Como en el puro sueño de un espejo
  (tú eres la realidad, yo su reflejo)
  te veo conversando con nosotros
  en Quintana. Ahí estás, mágico y muerto.
  Tuyo, Ricardo, ahora es el abierto
  campo de ayer, el alba de los potros.

  EL LABERINTO

  Zeus no podría desatar las redes
  de piedra que me cercan. He olvidado
  los hombres que antes fui; sigo el odiado
  camino de monótonas paredes
  que es mi destino. Rectas galerías
  que se curvan en círculos secretos
  al cabo de los años. Parapetos
  que ha agrietado la usura de los días.
  En el pálido polvo he descifrado
  rastros que temo. El aire me ha traído
  en las cóncavas tardes un bramido
  o el eco de un bramido desolado.
  Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
  es fatigar las largas soledades
  que tejen y destejen este Hades
  y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
  Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
  éste el último día de la espera.

  LABERINTO

  No habrá nunca una puerta. Estás adentro
  y el alcázar abarca el universo
  y no tiene ni anverso ni reverso
  ni externo muro ni secreto centro.
  No esperes que el rigor de tu camino
  que tercamente se bifurca en otro,
  que tercamente se bifurca en otro,
  tendrá fin. Es de hierro tu destino
  como tu juez. No aguardes la embestida
  del toro que es un hombre y cuya extraña
  forma plural da horror a la maraña
  de interminable piedra entretejida.
  No existe. Nada esperes. Ni siquiera
  en el negro crepúsculo la fiera.

  A CIERTA SOMBRA, 1940

  Que no profanen tu sagrado suelo, Inglaterra,
  el jabalí alemán y la hiena italiana.
  Isla de Shakespeare, que tus hijos te salven
  y también tus sombras gloriosas.
  En esta margen ulterior de los mares
  las invoco y acuden
  desde el innumerable pasado,
  con altas mitras y coronas de hierro,
  con Biblias, con espadas, con remos,
  con anclas y con arcos.
  Se ciernen sobre mí en la alta noche
  propicia a la retórica y a la magia
  y busco la más tenue, la deleznable,
  y le advierto: oh, amigo,
  el continente hostil se apresta con armas
  a invadir tu Inglaterra,
  como en los días que sufriste y cantaste.
  Por el mar, por la tierra y por el aire convergen los ejércitos.
  Vuelve a soñar, De Quincey.
  Teje para baluarte de tu isla
  redes de pesadillas.
  Que por sus laberintos de tiempo
  erren sin fin los que odian.
  Que su noche se mida por centurias, por eras, por pirámides,
  que las armas sean polvo, polvo las caras,
  que nos salven ahora las indescifrables arquitecturas
  que dieron horror a tu sueño.
  Hermano de la noche, bebedor de opio,
  padre de sinuosos períodos que ya son laberintos y torres,
  padre de las palabras que no se olvidan,
  ¿me oyes, amigo no mirado, me oyes
  a través de esas cosas insondables
  que son los mares y la muerte?

  LAS COSAS

  El bastón, las monedas, el llavero,
  la dócil cerradura, las tardías
  notas que no leerán los pocos días
  que me quedan, los naipes y el tablero,
  un libro y en sus páginas la ajada
  violeta, monumento de una tarde
  sin duda inolvidable y ya olvidada,
  el rojo espejo occidental en que arde
  una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
  limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
  nos sirven como tácitos esclavos,
  ciegas y extrañamente sigilosas!
  Durarán más allá de nuestro olvido;
  no sabrán nunca que nos hemos ido.

  «RUBAIYAT»

  Torne en mi voz la métrica del persa
  a recordar que el tiempo es la diversa
  trama de sueños ávidos que somos
  y que el secreto Soñador dispersa.
  Torne a afirmar que el fuego es la ceniza,
  la carne el polvo, el río la huidiza
  imagen de tu vida y de mi vida
  que lentamente se nos va de prisa.
  Torne a afirmar que el arduo monumento
  que erige la soberbia es como el viento
  que pasa, y que a la luz inconcebible
  de Quien perdura, un siglo es un momento.
  Torne a advertir que el ruiseñor de oro
  canta una sola vez en el sonoro
  ápice de la noche y que los astros
  avaros no prodigan su tesoro.
  Torne la luna al verso que tu mano
  escribe como torna en el temprano
  azul a tu jardín. La misma luna
  de ese jardín te ha de buscar en vano.
  Sean bajo la luna de las tiernas
  tardes tu humilde ejemplo las cisternas,
  en cuyo espejo de agua se repiten
  unas pocas imágenes eternas.
  Que la luna del persa y los inciertos
  oros de los crepúsculos desiertos
  vuelvan. Hoy es ayer. Eres los otros
  cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos.

  A ISRAEL

  ¿Quién me dirá si estás en el perdido
  laberinto de ríos seculares
  de mi sangre, Israel? ¿Quién los lugares
  que mi sangre y tu sangre han recorrido?
  No importa. Sé que estás en el sagrado
  libro que abarca el tiempo y que la historia
  del rojo Adán rescata y la memoria
  y la agonía del Crucificado.
  En ese libro estás, que es el espejo
  de cada rostro que sobre él se inclina
  y del rostro de Dios, que en su complejo
  y arduo cristal, terrible se adivina.
  Salve, Israel, que guardas la muralla
  de Dios, en la pasión de tu batalla.

  ISRAEL

  Un hombre encarcelado y hechizado,
  un hombre condenado a ser la serpiente
  que guarda un oro infame,
  un hombre condenado a ser Shylock,
  un hombre que se inclina sobre la tierra
  y que sabe que estuvo en el Paraíso,
  un hombre viejo y ciego que ha de romper
  las columnas del templo,
  un rostro condenado a ser una máscara,
  un hombre que a pesar de los hombres
  es Spinoza y el Baal Shem y los cabalistas,
  un hombre que es el Libro,
  una boca que alaba desde el abismo
  la justicia del firmamento,
  un procurador o un dentista
  que dialogó con Dios en una montaña,
  un hombre condenado a ser el escarnio,
  la abominación, el judío,
  un hombre lapidado, incendiado
  y ahogado en cámaras letales,
  un hombre que se obstina en ser inmortal
  y que ahora ha vuelto a su batalla,
  a la violenta luz de la victoria,
  hermoso como un león al mediodía.

  JUNIO, 1968

  En la tarde de oro
  o en una serenidad cuyo símbolo
  podría ser la tarde de oro,
  el hombre dispone los libros
  en los anaqueles que aguardan
  y siente el pergamino, el cuero, la tela
  y el agrado que dan
  la previsión de un hábito
  y el establecimiento de un orden.
  Stevenson y el otro escocés, Andrew Lang,
  reanudarán aquí, de manera mágica,
  la lenta discusión que interrumpieron
  los mares y la muerte
  y a Reyes no le desagradará ciertamente
  la cercanía de Virgilio.
  (Ordenar bibliotecas es ejercer,
  de un modo silencioso y modesto,
  el arte de la crítica.)
  El hombre que está ciego,
  sabe que ya no podrá descifrar
  los hermosos volúmenes que maneja
  y que no le ayudarán a escribir
  el libro que lo justificará ante los otros,
  pero la tarde que es acaso de oro
  sonríe ante el curioso destino
  y siente esa felicidad peculiar
  de las viejas cosas queridas.

  EL GUARDIÁN DE LOS LIBROS

  Ahí están los jardines, los templos y la justificación de los templos,
  la recta música y las rectas palabras,
  los sesenta y cuatro hexagramas,
  los ritos que son la única sabiduría
  que otorga el Firmamento a los hombres,
  el decoro de aquel emperador
  cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo,
  de suerte que los campos daban sus frutos
  y los torrentes respetaban sus márgenes,
  el unicornio herido que regresa para marcar el fin,
  las secretas leyes eternas,
  el concierto del orbe;
  esas cosas o su memoria están en los libros
  que custodio en la torre.
  Los tártaros vinieron del Norte
  en crinados potros pequeños;
  aniquilaron los ejércitos
  que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad,
  erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas,
  mataron al perverso y al Justo,
  mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta,
  usaron y olvidaron a las mujeres
  y siguieron al Sur,
  inocentes como animales de presa,
  crueles como cuchillos.
  En el alba dudosa
  el padre de mi padre salvó los libros.
  Aquí están en la torre donde yazgo,
  recordando los días que fueron de otros,
  los ajenos y antiguos.
  En mis ojos no hay días. Los anaqueles
  están muy altos y no los alcanzan mis años.
  Leguas de polvo y sueño cercan la torre.
  ¿A qué engañarme?
  La verdad es que nunca he sabido leer,
  pero me consuelo pensando
  que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo
  para un hombre que ha sido
  y que contempla lo que fue la ciudad
  y ahora vuelve a ser el desierto.
  ¿Qué me impide soñar que alguna vez
  descifré la sabiduría
  y dibujé con aplicada mano los símbolos?
  Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros,
  que acaso son los últimos,
  porque nada sabemos del Imperio
  y del Hijo del Cielo.
  Ahí están en los altos anaqueles,
  cercanos y lejanos a un tiempo,
  secretos y visibles como los astros.
  Ahí están los jardines, los templos.

  LOS GAUCHOS

  Quién les hubiera dicho que sus mayores vinieron por un mar, quién les hubiera dicho lo que son un mar y sus aguas.
  Mestizos de la sangre del hombre blanco, lo tuvieron en poco, mestizos de la sangre del hombre rojo, fueron sus enemigos.
  Muchos no habrán oído jamás la palabra gaucho, o la habrán oído como una injuria.
  Aprendieron los caminos de las estrellas, los hábitos del aire y del pájaro, las profecías de las nubes del Sur y de la luna con un cerco.
  Fueron pastores de la hacienda brava, firmes en el caballo del desierto que habían domado esa mañana, enlazadores, marcadores, troperos, capataces, hombres de la partida policial, alguna vez matreros; alguno, el escuchado, fue el payador.
  Cantaba sin premura, porque el alba tarda en clarear, y no alzaba la voz.
  Había peones tigreros; amparado en el poncho el brazo izquierdo, el derecho sumía el cuchillo en el vientre del animal, abalanzado y alto.
  El diálogo pausado, el mate y el naipe fueron las formas de su tiempo.
  A diferencia de otros campesinos, eran capaces de ironía.
  Eran sufridos, castos y pobres. La hospitalidad fue su fiesta.
  Alguna noche los perdió el pendenciero alcohol de los sábados.
  Morían y mataban con inocencia.
  No eran devotos, fuera de alguna oscura superstición, pero la dura vida les enseñó el culto del coraje.
  Hombres de la ciudad les fabricaron un dialecto y una poesía de metáforas rústicas.
  Ciertamente no fueron aventureros, pero un arreo los llevaba muy lejos y más lejos las guerras.
  No dieron a la historia un solo caudillo. Fueron hombres de López, de Ramírez, de Artigas, de Quiroga, de Bustos, de Pedro Campbell, de Rosas, de Urquiza, de aquel Ricardo López Jordán que hizo matar a Urquiza, de Peñaloza y de Saravia.
  No murieron por esa cosa abstracta, la patria, sino por un patrón casual, una ira o por la invitación de un peligro.
  Su ceniza está perdida en remotas regiones del continente, en repúblicas de cuya historia nada supieron, en campos de batalla, hoy famosos.
  Hilario Ascasubi los vio cantando y combatiendo.
  Vivieron su destino como en un sueño, sin saber quiénes eran o qué eran.
  Tal vez lo mismo nos ocurre a nosotros.

  ACEVEDO

  Campos de mis abuelos y que guardan
  todavía su nombre de Acevedo,
  indefinidos campos que no puedo
  del todo imaginar. Mis años tardan
  y no he mirado aún esas cansadas
  leguas de polvo y patria que mis muertos
  vieron desde el caballo, esos abiertos
  caminos, sus ponientes y alboradas.
  La llanura es ubicua. Los he visto
  en Iowa, en el Sur, en tierra hebrea,
  en aquel saucedal de Galilea
  que hollaron los humanos pies de Cristo.
  No los perdí. Son míos. Los poseo
  en el olvido, en un casual deseo.

  INVOCACIÓN A JOYCE

  Dispersos en dispersas capitales,
  solitarios y muchos,
  jugábamos a ser el primer Adán
  que dio nombre a las cosas.
  Por los vastos declives de la noche
  que lindan con la aurora,
  buscamos (lo recuerdo aún) las palabras
  de la luna, de la muerte, de la mañana
  y de los otros hábitos del hombre.
  Fuimos el imagismo, el cubismo,
  los conventículos y sectas
  que las crédulas universidades veneran.
  Inventamos la falta de puntuación,
  la omisión de mayúsculas,
  las estrofas en forma de paloma
  de los bibliotecarios de Alejandría.
  Ceniza, la labor de nuestras manos
  y un fuego ardiente nuestra fe.
  Tú, mientras tanto, forjabas
  en las ciudades del destierro,
  en aquel destierro que fue
  tu aborrecido y elegido instrumento,
  el arma de tu arte,
  erigías tus arduos laberintos,
  infinitesimales e infinitos,
  admirablemente mezquinos,
  más populosos que la historia.
  Habremos muerto sin haber divisado
  la biforme fiera o la rosa
  que son el centro de tu dédalo,
  pero la memoria tiene sus talismanes,
  sus ecos de Virgilio,
  y así en las calles de la noche perduran
  tus infiernos espléndidos,
  tantas cadencias y metáforas tuyas,
  los oros de tu sombra.
  Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra
  un solo hombre valiente,
  qué importa la tristeza si hubo en el tiempo
  alguien que se dijo feliz,
  qué importa mi perdida generación,
  ese vago espejo,
  si tus libros la justifican.
  Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos
  que ha rescatado tu obstinado rigor.
  Soy los que no conoces y los que salvas.

  ISRAEL, 1969

  Temí que en Israel acecharía
  con dulzura insidiosa
  la nostalgia que las diásporas seculares
  acumularon como un triste tesoro
  en las ciudades del infiel, en las juderías,
  en los ocasos de la estepa, en los sueños,
  la nostalgia de aquellos que te anhelaron,
  Jerusalén, junto a las aguas de Babilonia.
  ¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia,
  sino esa voluntad de salvar,
  entre las inconstantes formas del tiempo,
  tu viejo libro mágico, tus liturgias,
  tu soledad con Dios?
  No así. La más antigua de las naciones
  es también la más joven.
  No has tentado a los hombres con jardines,
  con el oro y su tedio
  sino con el rigor, tierra última.
  Israel les ha dicho sin palabras:
  Olvidarás quién eres.
  Olvidarás al otro que dejaste.
  Olvidarás quién fuiste en las tierras
  que te dieron sus tardes y sus mañanas
  y a las que no darás tu nostalgia.
  Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso.
  Serás un israelí, serás un soldado.
  Edificarás la patria con ciénagas; la levantarás con desiertos.
  Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca.
  Una sola cosa te prometemos:
  tu puesto en la batalla.

  DOS VERSIONES DE «RITTER, TOD UND TEUFEL»

 I


  Bajo el yelmo quimérico el severo
  perfil es cruel como la cruel espada
  que aguarda. Por la selva despojada
  cabalga imperturbable el caballero.
  Torpe y furtiva, la caterva obscena
  lo ha cercado: el Demonio de serviles
  ojos, los laberínticos reptiles
  y el blanco anciano del reloj de arena.
  Caballero de hierro, quien te mira
  sabe que en ti no mora la mentira
  ni el pálido temor. Tu dura suerte
  es mandar y ultrajar. Eres valiente
  y no serás indigno ciertamente,
  alemán, del Demonio y de la Muerte.
 II


  Los caminos son dos. El de aquel hombre
  de hierro y de soberbia, y que cabalga,
  firme en su fe, por la dudosa selva
  del mundo, entre las befas y la danza
  inmóvil del Demonio y de la Muerte,
  y el otro, el breve, el mío. ¿En qué borrada
  noche o mañana antigua descubrieron
  mis ojos la fantástica epopeya,
  el perdurable sueño de Durero,
  el héroe y la caterva de sus sombras
  que me buscan, me acechan y me encuentran?
  A mí, no al paladín, exhorta el blanco
  anciano coronado de sinuosas
  serpientes. La clepsidra sucesiva
  mide mi tiempo, no su eterno ahora.
  Yo seré la ceniza y la tiniebla;
  yo, que partí después, habré alcanzado
  mi término mortal; tú, que no eres,
  tú, caballero de la recta espada
  y de la selva rígida, tu paso
  proseguirás mientras los hombres duren.
  Imperturbable, imaginario, eterno.

  BUENOS AIRES

  ¿Qué será Buenos Aires?
  Es la plaza de Mayo a la que volvieron, después de haber guerreado en el continente, hombres cansados y felices.
  Es el dédalo creciente de luces que divisamos desde el avión y bajo el cual están la azotea, la vereda, el último patio, las cosas quietas.
  Es el paredón de la Recoleta contra el cual murió, ejecutado, uno de mis mayores.
  Es un gran árbol de la calle Junín que, sin saberlo, nos depara sombra y frescura.
  Es una larga calle de casas bajas, que pierde y transfigura el poniente.
  Es la Dársena Sur de la que zarpaban el Saturno y el Cosmos.
  Es la vereda de Quintana en la que mi padre, que había estado ciego, lloró, porque veía las antiguas estrellas.
  Es una puerta numerada, detrás de la cual, en la oscuridad, pasé diez días y diez noches, inmóvil, días y noches que son en la memoria un instante.
  Es el jinete de pesado metal que proyecta desde lo alto su serie cíclica de sombras.
  Es el mismo jinete bajo la lluvia.
  Es una esquina de la calle Perú, en la que Julio César Dabove nos dijo que el peor pecado que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa.
  Es Elvira de Alvear, escribiendo en cuidadosos cuadernos una larga novela, que al principio estaba hecha de palabras y al fin de vagos rasgos indescifrables.
  Es la mano de Norah, trazando el rostro de una amiga que es también el de un ángel.
  Es una espada que ha servido en las guerras y que es menos un arma que una memoria.
  Es una divisa descolorida o un daguerrotipo gastado, cosas que son del tiempo.
  Es el día en que dejamos a una mujer y el día en que una mujer nos dejó.
  Es aquel arco de la calle Bolívar desde el cual se divisa la Biblioteca.
  Es la habitación de la Biblioteca, en la que descubrimos, hacia 1957, la lengua de los ásperos sajones, la lengua del coraje y de la tristeza.
  Es la pieza contigua, en la que murió Paul Groussac.
  Es el último espejo que repitió la cara de mi padre.
  Es la cara de Cristo que vi en el polvo, deshecha a martillazos, en una de las naves de La Piedad.
  Es Lugones, mirando por la ventanilla del tren las formas que se pierden y pensando que ya no lo abruma el deber de traducirlas para siempre en palabras, porque este viaje será el último.
  Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia.
  No quiero proseguir; estas cosas son demasiado individuales, son demasiado lo que son, para ser también Buenos Aires.
  Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca, es el centro secreto de las manzanas, los patios últimos, es lo que las fachadas ocultan, es mi enemigo, si lo tengo, es la persona a quien le desagradan mis versos (a mí me desagradan también), es la modesta librería en que acaso entramos y que hemos olvidado, es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos.

  FRAGMENTOS DE UN EVANGELIO APÓCRIFO

   3. Desdichado el pobre en espíritu, porque bajo la tierra será lo que ahora es en la tierra.
   4. Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto.
   5. Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria.
   6. No basta ser el último para ser alguna vez el primero.
   7. Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen.
   8. Feliz el que perdona a los otros y el que se perdona a sí mismo.
   9. Bienaventurados los mansos, porque no condescienden a la discordia.
  10. Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable.
  11. Bienaventurados los misericordiosos, porque su dicha está en el ejercicio de la misericordia y no en la esperanza de un premio.
  12. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios.
  13. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque les importa más la justicia que su destino humano.
  14. Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es.
  15. Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá.
  16. No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo y los que los profetas dijeron.
  17. El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que él cree justa, no tiene culpa.
  18. Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos.
  19. No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz.
  20. Si te ofendiere tu mano derecha, perdónala; eres tu cuerpo y eres tu alma y es arduo, o imposible, fijar la frontera que los divide…
  24. No exageres el culto de la verdad; no hay hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces.
  25. No jures, porque todo juramento es un énfasis.
  26. Resiste al mal, pero sin asombro y sin ira. A quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor.
  27. Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón.
  28. Hacer el bien a tu enemigo puede ser obra de justicia y no es arduo; amarlo, tarea de ángeles y no de hombres.
  29. Hacer el bien a tu enemigo es el mejor modo de complacer tu vanidad.
  30. No acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y éste, de la tristeza y del tedio.
  31. Piensa que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el error.
  32. Dios es más generoso que los hombres y los medirá con otra medida.
  33. Da lo santo a los perros, echa tus perlas a los puercos; lo que importa es dar.
  34. Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar…
  39. La puerta es la que elige, no el hombre.
  40. No juzgues al árbol por sus frutos ni al hombre por sus obras; pueden ser peores o mejores.
  41. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena…
  47. Feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia.
  48. Felices los valientes, los que aceptan con ánimo parejo la derrota o las palmas.
  49. Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo, porque éstas darán luz a sus días.
  50. Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor.
  51. Felices los felices.

  UN LECTOR

  Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
  a mí me enorgullecen las que he leído.
  No habré sido un filólogo,
  no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa
  [mutación de las letras,

  la de que se endurece en te,
  la equivalencia de la ge y de la ka,
  pero a lo largo de mis años he profesado
  la pasión del lenguaje.
  Mis noches están llenas de Virgilio;
  haber sabido y haber olvidado el latín
  es una posesión, porque el olvido
  es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
  la otra cara secreta de la moneda.
  Cuando en mis ojos se borraron
  las vanas apariencias queridas,
  los rostros y la página,
  me di al estudio del lenguaje de hierro
  que usaron mis mayores para cantar
  espadas y soledades,
  y ahora, a través de siete siglos,
  desde la Última Thule,
  tu voz me llega, Snorri Sturluson.
  El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa
  y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
  a mis años, toda empresa es una aventura
  que linda con la noche.
  No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,
  no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;
  la tarea que emprendo es ilimitada
  y ha de acompañarme hasta el fin,
  no menos misteriosa que el universo
  y que yo, el aprendiz.

  ELOGIO DE LA SOMBRA

  La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
  puede ser el tiempo de nuestra dicha.
  El animal ha muerto o casi ha muerto.
  Quedan el hombre y su alma.
  Vivo entre formas luminosas y vagas
  que no son aún la tiniebla.
  Buenos Aires,
  que antes se desgarraba en arrabales
  hacia la llanura incesante,
  ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
  las borrosas calles del Once
  y las precarias casas viejas
  que aún llamamos el Sur.
  Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
  Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
  el tiempo ha sido mi Demócrito.
  Esta penumbra es lenta y no duele;
  fluye por un manso declive
  y se parece a la eternidad.
  Mis amigos no tienen cara,
  las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
  las esquinas pueden ser otras,
  no hay letras en las páginas de los libros.
  Todo esto debería atemorizarme,
  pero es una dulzura, un regreso.
  De las generaciones de los textos que hay en la tierra
  sólo habré leído unos pocos,
  los que sigo leyendo en la memoria,
  leyendo y transformando.
  Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
  convergen los caminos que me han traído
  a mi secreto centro.
  Esos caminos fueron ecos y pasos,
  mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
  días y noches,
  entresueños y sueños,
  cada ínfimo instante del ayer
  y de los ayeres del mundo,
  la firme espada del danés y la luna del persa,
  los actos de los muertos,
  el compartido amor, las palabras,
  Emerson y la nieve y tantas cosas.
  Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
  a mi álgebra y mi clave,
  a mi espejo.
  Pronto sabré quién soy.
Fuente:
Editorial EMECÉ, editores. Buenos Aires, Argentina.

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