sábado, 19 de febrero de 2022

DURANTE UN ENSAYO, EN EL GOYA, DE MARIANA PINEDA[24] Rafael Moragas. PALABRA DE LORCA.

 


 DURANTE UN ENSAYO, EN EL GOYA, DE MARIANA PINEDA[24]

Rafael Moragas

Nos hallamos en la platea del Goya, en plena tarde calurosa y a la hora en que va a comenzar el ensayo general de «Mariana Pineda». Lo primero que me lleva al teatro, es este sugestivo modo de anunciar una obra. Porque en los carteles acabo de leer lo siguiente: «Romance en tres estampas». Y en el mismo cartel —lo que no me causa extrañeza puesto que el autor de esta «Mariana Pineda» es Federico García Lorca—, el nombre del pintor ampurdanés, Salvador Dalí. Apruebe, pues, el lector, que estas razones motiven que en plena tarde de achicharrante junio, yo me halle en el Goya entre la insigne Margarita Xirgu, el poeta Lorca y este intenso pintor que desde que comenzó a dibujar, tanto admiro como me interesa.

—¿Qué te has propuesto con esta «Mariana Pineda»? —le pregunto al autor.

—¡Qué sé yo! Demostrar que uno quiere mucho estas cosas viejas y que sin quererlas fuertemente es del todo imposible realizarlas —me contesta Lorca. Y agrega—: No he querido madrigalizar a la heroína. Lo que he perseguido, es conservar toda su alma pura y de ejemplo. Fue mi deseo evocar las viejas estampas. Acaso toda mi obra no sea más que un ejemplo de variaciones sobre el tema del romance popular. Por ello en «Mariana Pineda» impera la voz del pueblo y, bajo la invocación del viejo romance, entre versos discretos y desbordes románticos y exaltaciones de gente que por una libertad pone en juego, la vida, pasando de la sordina al fortísimo, que dijéramos, que es donde está la tragedia que tanto he sentido como he querido.

—¿Estás contento de los ensayos?

—No puedes imaginarlo —nos dice—. Tú no sabes qué colaboradora ha sido para mí Margarita. Aquellas obras que la mayoría de las empresas protestan y que a muchas actrices escandalizan por la razón que rompen moldes, a Margarita Xirgu le entusiasman. Ya la oirás vivir esta «Mariana Pineda» y te asombrarás dando la imprecisa sensación de una vida anterior, heroica y amorosa. Ya ves tú si lograr eso es difícil… Pues bien; esta Margarita, que sabe llegar a los recuerdos indefinidos, en el final de la obra, cuando le indican que el patíbulo va a ser su fin, expresa tan extraños sentires, que le hacen dudar a uno de si aún existe «Mariana Pineda» en el mundo.

Nos adentramos en el escenario. Junto a un piano, unas jóvenes actrices de la compañía ajustan las notas del romance. Nuestro querido compañero Fernando Fresno va tomando, lápiz en mano, sus apuntes. Los actores cubren sus cabezas con descomunales cilindros. Las capas románticas embozan los cuellos. Oímos unos rasgueos de guitarra y unos cantos castizos y, entre ellos, las graves notas de un órgano. Guiadas por el segundo apunte, traspasan la escena unas monjas, que cubren sus cabezas con deliciosas tocas. Una España de comienzos del diecinueve plenamente evocada.

Salvador Dalí, el joven ampurdanés, puso en los trajes los últimos detalles. Está viviendo su propia meditación. Dalí no es de los incontenibles: es de los concentradores de los de calidad. Los decorados que ahora construyó para «Mariana Pineda» van a causar sensación entre los entendidos. Ya lo veréis. Raramente he visto una nota de intimidad tan justa y delicada como este interior de la heroína de la obra de García Lorca. Y el huerto conventual, que es ante todo, pintura sincera, da la sensación de que Salvador Dalí pertenece a la categoría de esos pintores privilegiados que ponen algo inconfundible en lo que producen.

 

Anotaciones de Federico García Lorca al artículo de Rafael Moragas en «Durante un ensayo, en el Goya, de “Mariana Pineda”…», La Noche, Barcelona, 23 de junio de 1927: «Este Moragas es delicioso,  dice todo lo contrario que le dije,  como en todas las interviús. / Pero es simpático».

—Para quien conozca la obra de García Lorca —nos dice Dalí—, no le sorprenderá que yo haya pintado así el sentido íntimo de «Mariana Pineda». Desde que conocí este «romance en tres estampas», sentí un culto misterioso por lo que iba a pintar. Simpatizo en extremo con estas suaves ideologías de García Lorca, tanto como con su culta sentimentalidad.

Así va hablando este «Salvador Dalí de voz aceitunada», como lo cantó Lorca en unos admirables versos.

El ensayo general se nos presenta. En el escenario oímos hablar de Torrijos y su fusilamiento. La tragedia se avecina y la niña Mariana Pineda va a sucumbir víctima de crimen espantoso. Margarita Xirgu va recitando cosas muy bellas que surgen de su alma sutil, misteriosa y pronta a todo entusiasmo artístico.


[24] MORAGAS, Rafael, «Durante un ensayo, en el Goya, de “Mariana Pineda”, cambiamos impresiones con el poeta García Lorca y el pintor Salvador Dalí», La Noche, Barcelona, 23 de junio de 1927, p. 3. No figura en Obras completas. Nuestro agradecimiento a Juan de Loxa y al Centro de Estudios Lorquianos. Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros. <<

jueves, 17 de febrero de 2022

Rafael Inglada & Víctor Fernández Palabra de Lorca. FRAGMENTO.

 


 

Rafael Inglada & Víctor Fernández

 Palabra de Lorca

Declaraciones y entrevistas completas


 

 


 PRÓLOGO:
 LORCA DE VIVA VOZ

Sobre una mesa hay una verdadera montaña de recortes de Prensa. Algo asombroso. Extraordinario. Difícil de describir. Planas enteras. Opiniones. Documentos gráficos. Anécdotas. Al pie de artículos, las mejores firmas…

Se maravilla de esos recortes de prensa —muchos de ellos recogidos en estas páginas— un periodista español, Miguel Pérez Ferrero del Heraldo de Madrid, quien, al contemplar la «montaña» de publicidad que García Lorca ha acumulado orgullosamente sobre la mesa de su apartamento madrileño, se da cuenta de la fama que ha alcanzado su amigo en el extranjero. En abril de 1934, momento de la visita y entrevista de Pérez Ferrero, García Lorca acaba de volver de Buenos Aires y Montevideo donde, gracias al éxito de sus conferencias y de su drama Bodas de sangre, se ha dado cuenta de que «su» teatro —el suyo propio y las obras que dirige— tienen el potencial de llegar no a unos cuantos small and sensitive audiences (frase de una amiga norteamericana, dos años antes), sino a las grandes masas, al «pueblo más pueblo», y no sólo de España sino de todo el mundo hispanohablante.

Aunque le agobian en Buenos Aires «los golpes del asalto del periodista, del fotógrafo, del dibujante, del empresario, del admirador», y aunque está «muy cansado de ser personaje» con fama de torero («vengo de torero herido para dar cuatro conferencias»), Lorca no sólo se deja entrevistar con frecuencia, sino que se apresura a comunicar a sus padres, en Madrid o en Granada, el «escandalazo» que ha armado y lo mucho que se ha escrito sobre él. «Ya veréis los periódicos. Una cosa como cuando vino el príncipe de Gales.» En una sola mañana de octubre, sin levantarse de la cama de su hotel bonaerense, firma veinte álbumes de autógrafos. Se asombra de los «doscientos retratos» que le han sacado los fotógrafos de Buenos Aires y Montevideo y de los «centenares de artículos» que se han publicado sobre su llegada. Semanas más tarde, a mediados de diciembre de 1933, «los periódicos siguen hablando y comentando todo lo que hago. Tengo aquí ya más de veinte sobres atestados [de recortes] y no sé cómo mandar tantos».[1] En la Argentina tiene un asistente para ayudarle con el asalto publicitario (entre otras cosas) y al regresar a España, durante los últimos años de su vida, una agencia de prensa le enviará puntualmente los artículos donde se le menciona.

Como podemos comprobar en estas páginas, recogidas y editadas cuidadosamente por Rafael Inglada, los dos fenómenos —el éxito de sus obras y el «escandalazo» publicitario— están íntimamente relacionados. La creciente popularidad de Lorca como poeta y dramaturgo coincide en los años 20 y 30 con el desarrollo y madurez del género de la entrevista literaria en el mundo hispánico.[2] Mientras el público de Buenos Aires o Barcelona interrumpe con aplauso los dramas de Lorca y le obliga a salir a escena repetidas veces durante una misma obra («unas manos amigas me han empujado…»), la fama creciente —amenazante— le obliga a salir a las tablas de la entrevista, resbaladizo punto de contacto entre el escritor y el público. Momento de tensión y de recelo, como si el poeta sintiera que (en palabras de un escritor francés) «la gloria es una incomprensión, quizás la peor». Más allá de las luces, los «telones, árboles pintados y fuentes de hojalata», y más allá de las páginas de los grandes diarios de Madrid, de Buenos Aires o de La Habana, respira la «masa tranquila» de un público que puede convertirse de repente en un caimán o en un «enorme dragón… que [le] puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas cabezas defraudadas».[3] Arma esencial en esa lucha «cuerpo a cuerpo» con el público es el género, cada vez más popular, de la entrevista: escaparate, vitrina, reja donde el escritor moderno se exhibe y es exhibido y donde la voz del poeta, apenas audible en el salón o entre las tapas del libro, se mezcla con el «caótico discurso» de la calle y con los reclamos y gritos del mercado. En la entrevista se juntan de manera inquietante la palabra hablada y la escrita; la imagen pública y la vida íntima; la autoridad del creador y la a veces mórbida curiosidad del lector: tensiones que atraviesan, desde fechas muy tempranas, la vida y obra de García Lorca, que no hizo nunca las paces con la fama ni con el éxito.[4] La entrevista es síntoma del renombre —la reiteración del nombre— y ya, desde el éxito del Primer romancero gitano (1928) y desde su primer estreno de importancia (Mariana Pineda), mientras anhela y persigue la fama, confiesa García Lorca que le da «vergüenza ver [su] nombre por las esquinas» y que siente «angustia» al exponerse a la «curiosidad de unos y la indiferencia de otros». ¿Habría podido imaginar, en aquel entonces, la publicación de un libro como este de Rafael Inglada, que recoge sus entrevistas completas, o un libro previo de este mismo donde se recopilan y comentan la totalidad de sus Manifiestos, adhesiones y homenajes (1916-1936)?[5] Para nosotros, como veremos, son epitextos imprescindibles.

Parte de la inquietud de Lorca ante la entrevista era la infantilización y la exotización de su persona. Con frecuencia, la imagen del poeta en la prensa de aquellas décadas es la de un «mocetón», un «muchachón muy gitanazo». Afloran como algas en las narrativas periodísticas lo que llama un reportero el «tópico de bronce de su lírica gitanería», lo verdelunático, «las falsas gitanerías» (Rivas Cherif). «Gitano auténtico y poeta de verdad», reza uno de los titulares, aludiendo a un verso del Primer romancero gitano; «moreno de verde luna», dice otro, «como el Camborio de su romance». «Bronce y sueño» se funden en «el que se la llevó al río», «como le dicen por muchos pueblos, haciéndolo [a Lorca] protagonista de su romance más popular»; epíteto odioso, ineludible, repetido hasta por los limpiabotas. La imagen del gitano —el «pseudo-gitanillo» en frase de Francisco Ayala— cede, a veces, a la del árabe, al Lorca «africano, envuelto en pañales como un profeta». Aun después de distanciarse de lo gitano, lo granadino, lo andaluz, y pasar un año de ascesis publicitaria en Nueva York (1929-1930) será Lorca todavía un «califa en tono menor»: «Ha sacado su alfanje [y] de un golpe ha segado los rascacielos de Manhattan».[6] Sea gitano jactancioso, profeta árabe, o un abigarrado y «aristocrático Camborio dentro de un mono azul de mecánico» (el del grupo teatral La Barraca), Lorca es, durante su segunda salida al extranjero —Buenos Aires y Montevideo, 1933-1934—, un poeta «esencial»; con un «españolismo acentuado»; es un «purísimo ejemplo del granadinismo más granadinamente granadino, hombre mediterráneo soñoliento y guerrero».

Igual de nauseabunda es la imagen del poeta como niño ingenuo. «Federico es un niño», comenta Pablo Neruda en una entrevista reimpresa en este tomo. «Un niño grande. Todo lo hace a impulsos de su generosidad y su impulsividad de su corazón.» Se multiplican las referencias no sólo a su aspecto «extraordinariamente joven» (en 1935, cuando tiene 36 años, pasa por un «muchachón» de 26; en 1931, con 32 años, aparenta 22), sino a lo «infantil» de su carácter. Se habla de su «cara infantil», su «risa infantil», su «candor infantil», su «infantil deseo»: en fin, el «niño grande» —autor de Yerma o del Diván del Tamarit— exhibe todo tipo «de finas infantilidades» y muestra toda «la espontaneidad de que [es] “infantilmente capaz”». Francisco Ayala, ocho años más joven que Lorca, saluda a la niñez del poeta (tiene 30 años) con un grito entre flamenco y evangélico: «¡Ay, niño! Que se perdió entre la gente: niño perdido» (¿«perdido» como Jesús entre los ancianos del Templo?). Contadas veces el entrevistador nota que el rostro del poeta-niño está «sombreado por una tristeza» de algún tipo. Pregunta un periodista, en el estilo densamente —a veces grotescamente— metafórico del género de la entrevista:[7] «¿Por qué todos hablarán de su carcajada, de su charla-cascada borracha de luz que cae de la montaña» cuando también cabe hablar de «la tristeza renegrida de los ojos»? El niño ingenuo siente una tristeza «de la que él mismo no se ha dado cuenta». No sorprende el comentario de García Lorca: «En las entrevistas siempre me hace el efecto de que es una caricatura mía la que habla, no yo». En la vida y en su obra, cuesta a veces (expresión suya) «est[ar] en García Lorca».

Defendiéndose de lo gitano, de la caricatura orientalista, y a veces escondiéndose (literalmente) del asalto publicitario, el entrevistado elabora a lo largo de los años, en más de ciento treinta entrevistas, un retrato de sí mismo. «Los hombres en su mayoría», escribe García Lorca, «tienen una vida especial que usan como tarjeta de visita», una vida pública que raras veces corresponde a su realidad íntima. En alguna entrevista temprana —y en alguna de Buenos Aires (1933-1934)—, Lorca presenta su obra como «juego» (aunque sí, un juego «serio»), «un juego que me divierte», «un deporte», de acuerdo con «el orteguiano “sentido deportivo y festival de la vida”» (Soria Olmedo, p. 15). Haciéndose eco de un título de Benavente, se presenta «alegre y confiado» ante la crítica y ante la vida; lo que le interesa es «divertirme, salir, conversar largas horas con amigos, andar con muchachas» (apenas asoma directamente en estas páginas la cuestión de su sexualidad). En palabras de un periodista de 1927, «se encastilla en un delicioso dandysmo literario, sirte más peligrosa para el periodista […] que la del silencio, el titubeo, o el efugio». Más tarde, después de volver de Nueva York y de Buenos Aires, consciente de los problemas sociales que tiene que enfrentar la Segunda República y del inquietante panorama europeo, vestido con el mono azul de La Barraca, abandona la imagen de poeta «despreocupado» y adquiere la del joven artista comprometido que ansía que su obra, y sobre todo su teatro, llegue al «pueblo», a «las masas». «Me parece absurdo que el arte pueda desligarse de la vida social», comenta Lorca en 1935, y sus palabras nos recuerdan el carácter democratizante, nivelador, que puede tener la entrevista literaria.[8]

Gracias a la prensa diaria de las dos primeras décadas del siglo, y a las entrevistas literarias, el Arte «se desacraliza»; proceso que se acelera en la turbulenta década de los 30 y con la nueva popularidad de la radio. Tiene razón Jean-Marie Seillan: «La práctica nueva de la entrevista da una sacudida al mito del autor y erosiona el elitismo literario».[9] En los 14 años (1922-1936) abarcados por esta recopilación de Rafael Inglada, la entrevista literaria gana más terreno en América, en Inglaterra y en Francia (gracias a Frédéric Lefèvre y la popular serie de entretiens en «Une heure avec…», en Les Nouvelles littéraires) que en España. En 1926, Melchor Fernández Almagro, amigo íntimo de Lorca, observa que la encuesta y la entrevista pertenecen a un mismo «género escasamente aclimatado en nuestro medio periodístico».

Dijérase, en consecuencia, que el alma española no gusta de la confesión en voz alta. Bien es verdad que el confesor ha de saber serlo. […] Este arte o ciencia de preguntar exige no pequeña dosis de intuición psicológica. Hay que conocer bien al paciente de la interviú, preguntarle con tino, escalonando bien los reactivos.[10]

Como el teatro, la entrevista es una curiosa mezcla de lo oral y lo escrito, de «mimesis verbal et diegesis» (Seillan, p. 24): se intenta sugerir por escrito la «presencia inmediata del habla»;[11] métissage de excepcional importancia en el caso de Lorca, quien, desde sus comienzos como escritor, siente cierto recelo ante la publicación y defiende lo oral, aunque, irónicamente (burla de la historia literaria) no se ha dado a conocer ninguna grabación de su voz. En cualquier entrevista literaria escrita la parte narrativa —la narración del encuentro, la descripción de los rasgos personales y del ambiente del entrevistado— es seguida por el diálogo. ¿Hasta qué punto son auténticos ese diálogo y esa oralidad, y hasta qué punto estamos oyendo la voz de García Lorca? Desde luego, el arte de la entrevista no se reduce al arte de citar. La entrevista publicada, aun cuando las preguntas y respuestas han sido a viva voz y el periodista ha sido un taquígrafo o estenógrafo fidelísimo, suele ser una re-elaboración con voluntad de orden y de estilo: un découpage o montaje (Lévy y Laplantine, p. 197), un «essai de pastiche de [la] conversation» (Lejeune, p. 108) con omisiones y añadidos, con una inevitable dosis de fantasía. El producto publicado es un simulacro, con una espontaneidad fingida. En la entrevista publicada se espera, se perdona, y hasta se celebra la invención y la cita fingida (alaba Cansinos-Asséns las «traviesas interviews imaginarias» de Giménez Caballero y hace pensar en un caso más reciente Enrique Vila-Matas). En 1890, cuando la interview era un género nuevo en España y se amoldaba todavía a las técnicas de la novela naturalista o a «la fría impersonalidad» de Azorín,[12] comenta el hispanista francés Maurice Barrès que, para transmitir al lector «la verdad», «c’est moins à leurs paroles qu’il faut s’attacher qu’à l’expression de leur regard, de leur sourire. […] L’interviewer ne doit pas fatiguer sa mémoire à retenir mot pour mot la conversation»: hay que atender menos a sus palabras que a la expresión de su mirada, de su sonrisa; no retener palabra por palabra la conversación (Seillan, p. 39).

Émile Zola, popularizador y defensor del género, insiste en lo mismo: «El interviewer no debe ser un vulgar papagayo» ni fiarse demasiado del uso de la estenografía; «necesita restablecerlo todo, el medio ambiente, las circunstancias, la fisonomía de su interlocutor, en fin, hacer la obra de un hombre de talento respetando el pensamiento ajeno».[13] Mejor, dejar la tarea al novelista profesional, «a los escritores de verdad». Habla Eduardo Gómez de Baquero del papel de la fantasía a la hora de entrevistar, o «interviuvar» a un escritor parco de palabras.[14]

No es, desde luego, el caso de Lorca. Observa más de uno de sus interviewadores que la espontaneidad y fluidez de su charla —la de un «conversador apasionado»— impiden el intento de tomar apuntes y de hacerle preguntas. No sirve para nada, ni cuadra con la «alegre locuacidad» o el «ponderativo desbordamiento» de García Lorca, «el grave e inquisitorial reportaje» ni la lista de preguntas hechas:

No vayáis a buscar a García Lorca con un programa determinado ni con preguntas concretas. Todo esto sería cohibir su naturaleza desordenada y evasiva. Salta de un tema a otro continuamente, destruyendo por tanto toda pregunta que por ser concreta será siempre limitada y mezquina para un poeta, como lo es él por encima de todo.

Un periodista de Buenos Aires se siente ante el poeta «como el convidado de piedra»: es «preferible escuchar a García Lorca hablando de corrido sobre cosas distintas que someterlo a un hábil interrogatorio».

La espontaneidad, el «hablar de corrido» puede llevar a la indiscreción. ¿Cómo no iba a preocuparse? En los años 20 y 30, cuando empiezan a utilizarse con mayor frecuencia los verbos activos entrevistar, interviewer, interviewar y interviuar[15] (antes, se «celebraba» una entrevista con alguien), el escritor tendría menos expertise que hoy en día en las artes de la evasión. Observa Cansinos-Asséns en 1928 que la mayoría de los interviewados

parece olvidarse que el periodista ocasional es una suerte de estación radiotelegráfica con miles de abonados y se entrega a confidencias peligrosas. Algunos dan la impresión de haber estado aguardando la llegada del interrogador para exponerle sus cuitas, sus querellas, sus reivindicaciones y utilizarlo como un providencial anuncio para su obra olvidada. […] Se necesita toda la experiencia y finura psicológica de un Benavente […] para eludir las manifestaciones comprometedoras y demasiado personales.

Con poquísimas excepciones evita García Lorca hablar de sus «cuitas y querellas»; su espontaneidad no le traiciona.

Se inquieta, en el curso de sus divagaciones —sobre todo cuando la entrevista toca temas políticos—, ante la posibilidad de que le citen mal o recojan una declaración que pueda causarle «conflictos con autores, críticos, amigos y enemigos». Cuando lo entrevistan sobre La Barraca, en un momento en que peligra la subvención del gobierno, le parece mejor que «Usted no diga más que lo que yo he dicho». El periodista tiene que convencerle de su apoliticismo. Las trabas y cautelas políticas van a durar en España hasta después de su muerte, demorando la recopilación de sus entrevistas y declaraciones (de acceso más difícil en las hemerotecas pre-digitales) en las Obras completas que va publicando Arturo del Hoyo en la Editorial Aguilar a partir de 1954. Las entrevistas empiezan a incorporarse en la cuarta edición, en noviembre de 1960, y contribuyen al éxito de aquella recopilación; para 1965 se habrán vendido más de 150.000 ejemplares.[16]

El género de la entrevista literaria suele invitar al entrevistado a relacionar su arte con la vida social y con la política, y no siempre lo hace en momentos convenientes para el régimen. Se supone a veces que, comparada con el discurso escrito, que representa «el orden y la dominación», la voz representa la palabra en libertad.[17] La idea debe matizarse, pero desde sus comienzos la entrevista literaria implica una impredecible variedad temática que pone a prueba a cualquier censor.[18]

No sorprende pues que, por diversas razones, Lorca sienta —al decir de un reportero— «una gran prevención contra las entrevistas»: si toma notas el periodista, «[pone] nervioso al poeta»; si no, peor.[19] Las notas cuidadosas no siempre llevan a buen resultado. De un reportero observa Lorca que ha dicho «todo lo contrario que le dije, como [ocurre] en todas las interviews». Otro ha recogido «más o menos lo que yo le dije pero… de otra manera». A otro, José S. Serna —caso excepcional— escribe el poeta, en una carta divulgada apenas que recupera Inglada: «Su artículo refleja de manera exacta todo lo que yo dije» (p. 129). Sabemos que, en algunas ocasiones, el poeta entrega unas cuartillas al reportero para que las copie. Otras veces, Lorca revisa el manuscrito de la entrevista antes de que se publique (es el caso del diálogo con el caricaturista Luis Bagaría, de 1936, una de las últimas de su vida, y el de Jordi Jou, de 1935); o pide al reportero que demore la publicación (caso de Otero Seco, que publicó la entrevista después de la muerte del poeta). En alguna ocasión afirma el reportero que la entrevista final es producto de la colaboración, una especie de «compromiso». En realidad, toda entrevista lo es.

Sea cual sea la mezcla de lo oral y lo escrito, el grado de colaboración y grado de autenticidad, la entrevista —y el libro de entrevistas como este de Rafael Inglada— nos permite asistir a momentos de la creación literaria y vislumbrar —entrever— al autor «en el acto de la auto-creación».[20] Tanto es así en el caso de Lorca que los grandes adelantos en el terreno biográfico y en la edición de sus obras habrían sido imposibles sin la lenta recuperación de las entrevistas. Empezando en los años 60 (con los esfuerzos continuos de los hispanistas franceses Marie Laffranque y Jacques Comincioli, y los 70 (cuando Mario Hernández empieza a publicar en Alianza Editorial las primeras ediciones meticulosamente documentadas de las Obras, fijando criterios textuales más rigorosos), la publicación de las entrevistas ha simbolizado la recuperación no sólo de parte de la obra autobiográfica y oral del poeta, sino de una parcela de la cultura popular de los años 20 y 30. Las abundantes entrevistas, declaraciones y documentos inéditos que recogen ahora Rafael Inglada y Víctor Fernández, incitan a nuevas lecturas y abren nuevos caminos en la investigación. Las espléndidas fotos, muchas de ellas desconocidas hasta ahora, ofrecidas en su momento como garantía de la autenticidad de la entrevista,[21] nos deslumbran, como en aquel entonces: con el «estallido súbito del magnesio». Junto con el epistolario y con las ya mencionadas declaraciones políticas ofrecen una valiosísima serie de retratos, autorretratos y caricaturas verbales. Sorprendido en la terraza de un café de Barcelona o a la salida de la catedral ovetense, en el teatro Goya o en el Español, dirigiendo un ensayo de La Barraca u «oficiando de poeta puro», Lorca —el Lorca que parecía «inencontrable» o «inabordable» en los años 30 (sus «minutos no le pertenecen»)— ofrece aquí agudas interpretaciones de sus obras; habla del progreso de sus trabajos (podemos seguir, por ejemplo, el largo periplo de Poeta en Nueva York o las versiones sucesivas de La zapatera prodigiosa, Yerma o Bodas de sangre); da noticia —a veces noticia única— de proyectos inacabados o no realizados, dejando ver el arco roto de su trayectoria; responde a sus críticos; se sitúa (y se le sitúa) dentro de un determinado grupo social y de una generación de dramaturgos, poetas y cineastas. Revela admiraciones, aspiraciones, influencias, intenciones. Ofrece una dura crítica del teatro de su tiempo, y pasa revista al teatro clásico o romántico. Define a su manera los géneros literarios y su relación con la música y con las artes visuales.

«Trobar García Lorca no és cosa fàcil», declara un periodista catalán. De la «montaña» de recortes que recogió con ilusión el poeta y que llega a nosotros restaurada, editada y ordenada por Rafael Inglada y su colaborador Víctor Fernández, nos llega la voz del poeta: voz entrecortada, trenzada con la del periodista y la de la calle. Así lo oral se convierte en escritura, lo efímero en recuerdo y en valioso monumento.

C. M.


 EL POETA AL QUE NO LE GUSTABAN LAS ENTREVISTAS

Cuando apareció en la editorial Losada la primera y modélica edición de las obras completas de Federico García Lorca, su voluntarioso y ejemplar responsable, Guillermo de Torre, limitaba su contenido, como es lógico, a tratar de recopilar la entonces ingente producción literaria dispersa e inédita del poeta. Tendríamos que esperar a los primeros e inspiradores trabajos de la lorquista Marie Laffranque en el Bulletin Hispanique de Burdeos para que se empezara a ver en las entrevistas concedidas por Lorca a lo largo de su vida ecos literarios. Es precisamente, a raíz de la labor de Laffranque, que las declaraciones de Lorca a la prensa empiezan a formar parte de las obras completas del poeta que preparó para Aguilar Arturo del Hoyo. Será, concretamente, a partir de la cuarta edición, en 1960.

Pero ¿es esto literatura? ¿Se pueden entender los apuntes realizados en estos encuentros por reporteros como una parte del conjunto literario del escritor? A Lorca no le gustaba ser entrevistado y, salvo en un caso (la conversación que mantuvo con Luis Bagaría en junio de 1936 para El Sol), nunca contestó por escrito. Sin embargo, es evidente que todas estas declaraciones son fundamentales para poder comprender su manera de pensar, el tejido con el que se construye parte de su poesía o su teatro, sus preocupaciones sociales o, sencillamente, su manera de entender la vida. Podemos ver en ello un paralelismo con quien lo reconoció como uno de sus principales maestros: Juan Ramón Jiménez. El Premio Nobel consideraba que sus palabras impresas formaban parte de su propia creación, hasta tal punto que esbozó la edición de un volumen con todo ese material, algo que no pudo llevar finalmente a cabo. Ese proyecto, publicado en 2014 bajo el título Por obra del instante, demuestra que Juan Ramón no iba equivocado.

A este respecto, el profesor y periodista Christopher Silvester, autor de la antología Las grandes entrevistas de la historia, considera con acierto que este género es «un medio de comunicación extremadamente útil», porque «puede facilitarnos el acceso a los pensamientos del entrevistado o permitir que éste nos tome el pelo con su tendencia a la automitificación».

La presente edición reúne, salvo sorpresas de última hora, la totalidad de las entrevistas concedidas por Federico García Lorca a la prensa de la época, desde 1922 —con una «cuartilla» en un homenaje colectivo a Granada— hasta la que concedió a Otero Seco pocas semanas antes de ser asesinado en agosto de 1936.

Tras su muerte, no fueron pocos los textos en los que amigos y conocidos suyos rememoraron sus encuentros con el poeta granadino, en muchas ocasiones reconstruyendo conversaciones pasadas. En este sentido, hemos elegido aquellas que aparecieron en prensa, por lo que se han descartado los testimonios publicados especialmente en libros de memorias o en diarios.

Hemos desestimado, por esta razón, los diarios de Carlos Morla (En España con Federico García Lorca, 1958) o las memorias de Rafael Alberti (La arboleda perdida, 1959) o las de Santiago Ontañón (Unos pocos amigos verdaderos, 1988), por ser, en su conjunto, confesiones autobiográficas que, pese a su capital importancia, no fueron concebidas desde un primer momento como declaraciones periodísticas. Y, evidentemente, hemos excluido la falsa entrevista de Papipi en Il libro nero (1951).

Por otra parte, también se han obviado artículos como los de Luis Cernuda («Federico García Lorca [Recuerdo]», 1938), de Dámaso Alonso («Federico en mi recuerdo», 1982), de Ángel Rivero («Mis recuerdos de Lorca. Testimonios de Flor Loynaz», 1984), de Dulce María Loynaz («Lorca, en La Habana», 1996), o de Rafael Santos Torroella («Un recuerdo de Federico», 1996), que también aportan ejemplos de conversaciones mantenidas directamente con el poeta, pero que, aun publicadas en diarios o revistas, hemos esquivado por haber sido sacadas a la luz muy tardíamente (en las décadas de 1980 y 1990, rayando el centenario, o sobrepasándolo con creces, de la muerte del poeta, o por no ser palabras directas de García Lorca —como es el caso de Cernuda).

La única excepción, un caso especial y fuera del ámbito periodístico que nos ocupa, es la que cierra la última parte, «Entrevistas y declaraciones póstumas»: el polémico y conocido testimonio de Rafael Martínez Nadal (1978). Pese a no ser una declaración o entrevista a prensa, lo hemos recuperado por su carácter único como documento y porque, con él, se clausura el círculo vital del hombre y el del poeta, esto es, justo en el momento en que nuestro protagonista, indeciso, abandona Madrid para trasladarse a Granada, su último destino, cruento y definitivo.

Hemos optado por recoger, además, en las citadas «Entrevistas y declaraciones póstumas», por estar cerca de las fechas de su asesinato y aún en plena contienda civil, textos necesarios como los de Pablo Suero (1937), Antonio Otero Seco (1937) —en rigor, su última entrevista— y Emilio Ballagas (1938). O por su condición de inéditos, o poco divulgados en España, los casos de autores que también lo conocieron y compartieron directamente con él sus vivencias: Alfredo Mario Ferreiro (1945), Silvio d’Amico (1946), Mathilde Pomès (1950), Montenalli (1951), Eduardo Blanco Amor (1956) y, sobre todo, el tríptico de Cipriano Rivas Cherif (1957), rarezas bibliográficas estas que ahora se reúnen por fin, y por vez primera, en este volumen.

Siempre que ha sido posible se han consultado los artículos originales y se han transcrito tal y como fueron publicados en su momento, únicamente corrigiendo erratas y adaptando para el lector actual algunas cuestiones ortotipográficas. En este sentido, recurrir a las fuentes originales nos ha permitido restaurar los textos y reproducirlos tal y como fueron escritos por sus autores. El matiz es importante porque hemos podido constatar —especialmente en la reconocida edición de la obra completa de Lorca, preparada por el desaparecido especialista Miguel García-Posada, tanto para Akal como para Galaxia Gutenberg— la supresión de numerosos pasajes en estas entrevistas, un error que han mantenido otros editores de los textos lorquianos.

Hemos corregido —cotejando directamente con la prensa del momento— erratas importantes que, en su día, aparecieron impresas, ignoramos si fruto del propio autor o de los medios de comunicación que tuvieron a su alcance estos originales, especialmente de nombres propios; hemos actualizado algunos signos de puntuación para la mejor comprensión del lector y sólo en casos puntuales hemos omitido fragmentos, al pertenecer a informaciones generales, aunque vinculadas al texto que transcribimos, respetando siempre el momento en que la entrevista o declaración se daba a conocer.

Especialmente para esta edición, se han traducido las entrevistas que aparecieron originalmente en catalán, inglés, italiano y francés, tratando en todo momento de respetar la voz del autor del texto, así como la del propio protagonista, revisando, cotejando y corrigiendo algunas de las traducciones que nos antecedieron.

Por último, debemos señalar que las fuentes a partir de las cuales hemos transcrito estos ciento treinta y tres textos —salvo cuando se especifique otra cosa al pie de nota— han sido tomadas directamente, rectificando así, en gran medida, como decimos, numerosos fallos de puntuación, omisiones de textos y títulos, autorías, errores en dataciones de entrevistas, etcétera, algo muy común en los trabajos que nos han antecedido. Así pues, con ello, nuestro único objetivo ha sido restaurar la voz de Federico García Lorca.

Nuestro especial agradecimiento a Christopher Maurer, a Virginia Friedman y a Jimena Bozo (Biblioteca Nacional de Montevideo), a Inma Hernández Baena (Centro de Estudios Lorquianos, Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros), así como a Mirtha Mansilla y a Alejandro Pablo Suero, por acercarnos, a nuestro requerimiento, a buena parte de la prensa bonaerense en la Biblioteca Nacional de Buenos Aires.

Es ahora Federico García Lorca quien toma la palabra.

R. I. y V. F.

lunes, 14 de febrero de 2022

Carlos Morla Lynch En España con Federico García Lorca Páginas de un diario íntimo. 1928-1936. FRAGMENTO.

 


 

Carlos Morla Lynch

 

 En España con Federico García Lorca

 

Páginas de un diario íntimo. 1928-1936

 

 

 

 

 


 

 A la madre de Federico, doña Vicenta Lorca de García, con el respetuoso afecto del autor.

 

 

 


 PREFACIO

ALGUIEN me dijo un día:

—Tú que has fraternizado tanto con Federico García Lorca y vivido una larga etapa unido a él; tú que llevas —por costumbre— un apunte de tus impresiones diarias, ¿por que no escribes una semblanza suya? Un retrato intimo y sencillo, un film del Federico de todos los días. del cual tanto se habla sin un verdadero conocimiento de lo que fue su personalidad incomparable. Por cuanto si su obra asombrosa ha sido ampliamente difundida y ha cruzado las fronteras, poco se sabe de la legítima idiosincrasia del poeta, de su real temperamento, de su clima individual en aquellas horas en que se hallaba circunscrito a su aura genuina. Se desearía verle de cerca, sentirle «vivir» en esos trechos de su camino en que, desligado del publico —que de cierta manera, se apodera de los artistas—, se reintegraba al desempeño del papel de su personaje autentico.

Escuche en silencio la sugestión que se me hacía y pensé en lo sensible que era a veces revelar la verdadera entidad de los grandes hombres. La terrena personalidad del artista es casi siempre inferior a lo que su espíritu realiza. En su obra nos ofrece lo que posee de más selecto y elevado: la esencia de sus atributos morales. Pero luego pensé también que era precisamente en los momentos en que Federico se evadía del escenario en que actuaba cuando mayor brillo irradiaban sus extraordinarias facultades naturales.

Era difícil para él lograr esa «evasión», por cuanto todo su ser que se destaca por encima de los demás, levantado por la fuerza de sus capacidades y de su talento, se ve inevitablemente transformado en personaje dramático. No puede remediarlo, ni eludirlo, ni sustraerse a esa segunda personalidad que su condición de protagonista le impone.

Comencé, pues, a recorrer —sin mucha convicción en un principio— las paginas de mis diarios que incluyen los años 1928-1936, que viví en España, paginas que, una vez escritas, no había releído nunca, y me encontré en ellas, no sin asombro, con un caudal inmenso de anotaciones espontáneas concernientes a nuestro inolvidable amigo, apuntes que encierran un valor de autenticidad y de exactitud inapreciables.

Son «instantáneas», tomadas sin plan preconcebido, que lo han sorprendido en cualquier hora del día —aun solo, a veces, a través de la puerta entreabierta desde la habitación vecina—, viñetas que, reunidas, nos dan de él una estampa fiel, precisa y viva, cuando no asumen las proporciones de un film. Ocurrirá en ciertas ocasiones que no hable aún, que se encuentre ausente…; pero siempre estará «allí», si no en forma humana, en alma y en espíritu.

Este es el Federico que quiero evocar sencillamente, en toda su verdad gráfica, para todos los que, admirándole, no lo han conocido o lo conocieron mal: el «Federico» que entra y sale, que viene y se va, que irrumpe como una exhalación y luego se hace humo, que ríe, que canta, que recita poemas y se ilumina, que cuenta historietas, que coge la guitarra o se sienta al piano, que se exalta, se apasiona, se enfada y se conmueve, se aflige y se ensombrece. Por cuanto era un espíritu el suyo que sufría ascensos bruscos y declives repentinos, auroras de entusiasmo y depresiones crepusculares. «Dramones», como él los llamaba.

 Antes que nada, quiero dejar claramente establecido que escribo estas lineas en el presente estricto de aquella época, esto es, sin sospechar los eventos futuros. No hay que ver en ellas un relato de tendencia histórica. No tiene tampoco este libro ningún carácter biográfico, ningún sentido analítico; menos aun, la pretensión de un estudio psicológico del hombre y del autor. Se trata sencillamente de convivir con el amigo durante la tercera y ultima etapa de su preciosa existencia, como yo hice. Nada que signifique tampoco una disertación profundizada sobre sus creaciones o un razonamiento referente a las influencias a que pudieran haber obedecido. Ni elucubraciones respecto de «lo que quiso expresar en aquello» ni esfuerzos para lograr determinar lo que se propuso sugerir «en aquello otro». Nada más ajeno a mi temperamento que ese prurito de sacarle consecuencia a «todo» y de buscarle, a fuerza de escudriñar, orígenes y raíces a cada cosa. Nada más —repito— que la impresión directa recibida. Oírle hablar y decir lo que piensa en los momentos genuinamente suyos.

Si me refiero en estas paginas a su obra es porque formaba parte de su ser intimo y ademas, porque me hablaba de ella, lo que me permitió asistir a la génesis de algunas de sus concepciones en la época en que aún germinaban en calidad de esbozos en la mente del poeta.

No he conocido —propiamente dicho— a Federico ni en su niñez ni durante su primera juventud. Surge en mi ruta tan sólo en 1928, en plena madurez, «ya hecho», fija su senda que seguirá su curso en perpetuo ascenso; pero puedo vanagloriarme de haber caminado a su lado —a contar desde esa fecha— como en un circulo de luz por él proyectado hasta el momento en que ese fulgor se extinguiera súbitamente como una estrella que se abisma en las tinieblas de una noche insondable. Ese trayecto duró ocho años y ha quedado marcado en el centro del recorrido de mi vida como un reguero de resplandor perenne.

Durante la jornada, cogidos del brazo, he penetrado con él —retrocediendo—, por la fuerza de sus evocaciones admirables, a los paisajes de su infancia andaluza: a las callejas sin veredas de casas blancas y amarillas de Fuentevaqueros, el pueblo donde naciera el 5 de junio de 1898. He visto a los burritos de aquellos tiempos, que pacían sin alegría las hierbas quemadas por el sol de fuego; la pequeña iglesia que tenía el mismo color de las viviendas y de la tierra, y los geranios que florecían en macetas en las ventanas cuyas persianas se cerraban en el día y que luego quedaban abiertas la noche entera. Y, caminando unidos, me ha confiado, asimismo, el granadino encanto de su adolescencia y, por último, la emoción gloriosa del vuelo emprendido —con la mirada y la frente fijas en dirección al sol levante— a la conquista de Madrid primero y luego del mundo, dejando atrás las fronteras.

Yo creo haberlo conocido bien porque él sentía que yo lo comprendía, y yo, a mi vez, «sabia que lo sentía».

He resuelto, pues, por todos estos motivos, escribir el libro. Lo hago con la más honda sinceridad y la más sana de las intenciones; creo, sin embargo, que se impone una advertencia, y es la siguiente:

Federico, si bien constituye mi personaje central, no es «figura solitaria». Lo rodean, en numero crecido, otras figuras y otros personajes, de los que no me sería posible desentenderme. Ademas, mi héroe se mueve en diversos ambientes, que son vibrantes, a veces episódicos, a veces trascendentales y a menudo hasta históricos. Tampoco podría ignorarlos. Todos los hombres grandes tienen sus escenarios. Los que invocaré son inherentes a la época en que se sitúan los hechos que rememoro, y en ningún momento tomaré en consideración —como quedó dicho— eventos posteriores a la fecha en que desapareció nuestro inolvidable amigo. Suprimo en la serie de apuntes y de escenas espontáneas que forman este libro todo lo que no se refiere directa o indirectamente a Federico García Lorca o a los ambientes en que se mueve. Quedan, pues, excluidas de estas paginas las abundantes anotaciones que dedico en mi diario de esa época —1928-1936— a los principales sucesos del mundo y a los hombres que en ellos actuaron. No figuran en estos recuerdos —fuera de uno que otro comentario mencionado de paso— ni juicios, ni puntos de vista, ni consideraciones de carácter político.

Las personas que lean estas lineas —que pertenecen, repito, a un diario personal e íntimo— con espíritu sincero y honrado, sin pruritos de prejuicios ni de inquinas y malas voluntades, no hallarán en ellas sino la expresión veraz de una gran admiración, de una gran amistad y de un gran cariño. No es otro mi propósito ni otro mi pensamiento. Sólo quiero decir en estas paginas —que entrego confiado a un publico sincero, de espíritu edificante y exento de prevenciones— lo que en ellas expreso; sólo expreso en ellas lo que siento, y sólo pinto en ellas lo que he visto y vivido, sin repliegues ni velados designios.

Seria, pues, ocioso buscar en este libro la presencia de elementos que encierren dobles sentidos.

Puedo afirmar, desde luego, que Federico poseía un alma grande, generosa y noble, no exenta de altivez: arrogancia a un tiempo andaluza y gitana. Que era rigurosamente español, y que, dentro de su españolismo de profundas raíces, era, antes que nada, con devoción intensa, granadino. Que era del partido de los pobres y de los desamparados —como siempre decía—, porque se situaba del lado de las víctimas y de los caídos. Pero si vibraba ante el infortunio ajeno y si le afligía el dolor de los humildes y de los débiles, era porque llevaba en sí la emoción de la hermandad cristiana. La doctrina piadosa de Cristo pertenece a todas las ideologías y a todos los hombres buenos, sin distinción de razas ni de creencias. Federico era, sobre todo, «amor»; amaba la vida y sus bellezas, amaba a la Humanidad y amaba a sus hermanos inferiores: los animalitos. Una antigua aya suya aseguraba que cuando era muy pequeñito hablaba con las hormigas.

Puedo afirmar asimismo —e insisto en la aseveración con la más honda conciencia— que jamas le vi interesarse —ni de cerca ni de lejos— en la política violenta generadora de las luchas fratricidas. Si le he oído alguna vez protestar en contra de ciertos aspectos del clericalismo, también le he visto seguir a mi lado con embeleso las procesiones. Si puede haberse sentido alguna vez inflamado por el redoble de tambores y la llamada de los clarines —vinieran estos fragores de donde vinieran—, ha obedecido esa impetuosidad tan solo —únicamente y siempre— a una reacción de artista, a un entusiasmo de poeta fascinado por un escenario de colores subidos, por cuanto, en su fuero interno, siempre abominó de lo que significara combates y batallas, destrucción y ruina. Antes que las naves de guerra, ejercía sobre él su hechizo «ese barco de luces en que la Virgen con miriñaque avanza por el río de la calle hasta el mar».

Y, por ultimo, afirmo que era feliz, extraordinariamente feliz y colmado por las hadas. Sano, vigoroso, fornido, no había tenido que afrontar ni luchas, ni problemas, ni

sufrir las pruebas inherentes a la pobreza. La única sombra que empeñaba alguna vez su aureola de optimista era quizá el sentimiento trágico que solía inspirarle la vida. La obsesión de la muerte —no sólo de la gran muerte de resurrección, sino de la muerte material en la tierra, el cuerpo deshecho en manjar de gusanos—. Y su obra reflejaba estos sentires: ascendía a las esferas de las imaginaciones más excesivas para descender, en un vuelo en picado, a las bellezas de las realidades más precisas.

Pero, sobre todo, era poeta. Luego, músico y dibujante personalísimo. Alma sensible y afectiva, naturalmente fraternal. Corazón de buen amigo. Risa traviesa y alegría sencilla de chico. Frente amplia, prominente; rostro abierto, animado de manchas brunas. Vitalidad intensa; en ciertos días, volcánica, torrencial. Y siempre un gran niño andaluz, de imaginación desbordante y con radiaciones de genio; pero lleno también de ese encanto prodigioso —imposible de definir— que en su tierra llaman «cielo».

Su existencia fue la de un astro, y su fin… magníficamente triste. Pero si también se apagan los soles, las luminarias que destellaron siguen iluminando el espacio y no mueren.

Fuente:

  • Editorial ‏ : ‎ Editorial Renacimiento; 1er edición (18 Febrero 2008)
  • Idioma ‏ : ‎ Español
  • Tapa dura ‏ : ‎ 664 páginas
  • ISBN-10 ‏ : ‎ 8484723496
  • ISBN-13 ‏ : ‎ 978-8484723493
  • Peso del Artículo ‏ : ‎ 3 pounds

domingo, 13 de febrero de 2022

LAS TRECE ÚLTIMAS HORAS EN LA VIDA DE GARCÍA LORCA. FRAGMENTO.

 

Federico García Lorca nace en Fuentevaqueros, Granada, en 1898. Treinta y ocho años después sería asesinado en algún punto entre las localidades de Víznar y Alfacar. Tras cuarenta años de silencio, en los años setenta y ochenta del siglo pasado, multitud de historiadores y estudiosos trataron de arrojar luz sobre su muerte. La investigación más reconocida sigue siendo la de lan Gibson, quien ha dedicado gran parte de su vida a la biografia, obra y muerte del poeta. Sin embargo, y yo creo que de manera injusta, los trabajos fallidos de la búsqueda de los restos de Lorca en el lugar donde Gibson había señalado parecen haber desacreditado su obra. La labor de lan Gibson es la que ha permitido tener una idea global de la vida y muerte de Lorca, y en sí su propia biografia es digna de ser narrada.

Su libro ve la luz en París en unos años complicados para España, mediados los setenta, en los que tras la muerte del dictador la izquierda reclama protagonismo y hace de García Lorca uno de sus mártires, símbolo del horror que supuso la Guerra Civil española. En este contexto Gibson presenta un Lorca perfectamente encajado a tales fines, salvando algunas cuestiones que entonces no gus taron y todavía provocan ampollas. Una de dichas cuestiones fue el apuntar (sólo apuntar) que una de las posibles causas del asesinato del poeta fuera su homosexualidad. Otra de ellas, incontestable hoy por hoy a pesar de las calumnias vertidas sobre él, es que Luis Rosales nada tuvo que ver en la muerte de su amigo.

El principal mérito de Jan Gibson, además de la propia investigación, no exenta de riesgos en los años sesenta y setenta, fue el de recopilar las averiguaciones de otros estudiosos desde los años cincuenta, como Gerald Brenan, quien en su libro La faz de España narra en el capítulo sexto las primeras pesquisas sobre el asesinato de Lorca; y Agustín Penón, rico norteamericano que, fascinado por la figura del poeta, llega a Granada en unos traumáticos años cincuenta y sesenta a intentar recopilar información a golpe de billete. Son muchos los testimonios y la documentación que Penón consigue, pero en aquellos años de incertidumbre es casi más lo inventado que lo real. Parte de estas invenciones quedarán también recogidas en el tramo final de la obra de Gibson, quien se fia en ocasiones, lo mismo que Penón, de una tradición oral desvirtuada y hambrienta. Y aun así, quiero dejar constancia de la gran valía de las investigaciones de Jan Gibson, quien será reconocido como el biógrafo oficial de Federico García Lorca por méritos propios y por haber dedicado al poeta más de cuarenta años de su vida.

Desde hace algún tiempo, los investigadores granadinos Miguel Caballero y Pilar Góngora han aportado nuevos datos sobre el entorno familiar de Lorca que complementan, corrigen y cubren muchas lagunas en la investigación. Fue providencial la aparición de su libro La verdad sobre el asesinato de García Lorca. Historia de una familia (Ibersaf, 2007), donde se relatan los conflictos que existieron entre las tres familias más poderosas de la vega granadina: los García Rodríguez (estirpe del padre de Federico), los Roldán y los Alba, que acabarían por convertirse, a su juicio, en la causa principal del asesinato de Lorca.

Así pasamos de la versión, heredada de la transición española y de la factoría de mártires de uno y otro bando forjada en los años setenta y ochenta, según la cual Federico García Lorca había muerto única y exclusivamente por causas políticas; hasta la visión más amplia y realista, basada en documentos escritos hasta ahora desconocidos, en la que Miguel Caballero apunta otra causa como la fundamental para entender aquel asesinato, y que no es otra que la participación directa de algunos familiares por motivo de los conflictos constantes y profundos mantenidos durante más de cincuenta años. Dentro de esta causa pueden enmarcarse los asuntos políticos esgrimidos con anterioridad, pues el padre de Federico y él mismo eran de ideas más sociales y progresistas que los Roldán, pertenecientes al partido opositor y piezas fundamentales en el golpe de Estado de 1936.Y también puede encuadrarse en esta trama familiar el tema de la homosexualidad de Lorca, nunca admitida por las mentes conservadoras de los Roldán y los Alba.

En el año 2006 tuve el placer de embarcarme con Miguel Caballero, Pilar Góngora y Jan Gibson, entre otros, en el documental Lorca. El mar deja de moverse, en el que por primera vez vieron la luz las nuevas investigaciones que comenzaban a despejar el terreno de algunas incógnitas que todavía quedaban por resolver. Después del documental, Miguel Caballero continuó su investigación y la llevó hasta sus últimas consecuencias. Con el rigor que siempre le ha caracterizado y su tesón para encontrar documentos desconocidos, fichas policiales, expedientes militares o la misma investigación de campo, ha logrado encajar las piezas de un puzzle cuyo esbozo había dejado trazado en un libro inacabado, publicado en 1983, el periodista Eduardo Molina Fajardo. Pero no adelantemos ahora acontecimientos. Vayamos por partes y regresemos al día en que Federico García Lorca decide, ante la inminencia del estallido de una guerra, regresar a su casa en Granada.

A mediados del mes de julio de 1936, en la España republicana, la tensión entre la izquierda y la derecha alcanza su máximo grado. El 12 de julio asesinan en Madrid al teniente Castillo, conocido por sus proclamas a favor de la República. En represalia, el día 13, un grupo de guardias de asalto asesina al líder derechista Calvo Sotelo. En aquellos días, Federico García Lorca estaba en Madrid, en su casa de la calle de Alcalá. La misma noche del 13 de julio, tomará un tren hacia Granada. Pero, como ya hemos dicho, el destino había comenzado a tejer el drama de su muerte muchos años atrás.

Y, como también sabemos ya, a principio del siglo xx son tres las grandes familias adineradas de la vega granadina: los García Rodríguez, los Roldán y los Alba. Estas tres familias, a la vez que mantienen una rivalidad económica y social, se casan entre ellos con el fin de agrandar sus pertenencias o de no perder tierras.Viven casi todos entre Fuentevaqueros yValderrubio.

En 1898 España pierde Cuba y no llega más azúcar a la Península. En la vega de Granada se dan entonces los mayores cultivos de remolacha azucarera y se montan grandes ingenios. En 1904 el padre de Federico logra entrar como accionista en una de las grandes azucareras, denominada Nueva Rosario, ubicada en el término municipal de Pinos Puente. Gracias a su privilegiada situación, don Federico tiene conocimiento de que en 1909 va a construirse otro ingenio azucarero llamado San Pascual y del que serán socios los Roldán Benavides. Entonces, don Federico compra todos los terrenos que hay alrededor de la nueva fábrica para evitar su expansión. Los Roldán, primos de los García Lorca, se enfadarán mucho cuando, en 1931, el padre de Federico paraliza mediante denuncia por contaminación del río la producción de San Pascual, logrando así que toda la remolacha de la zona fuera a parar a la fábrica de la que él era socio. Además de los pleitos de lindes o compraventa de tierras, éste sería uno de los motivos que más enconaría los ánimos entre ambas familias.

En 1909 la familia de Federico se traslada a vivir a Granada. En esa rivalidad que mantienen las dos familias por ser más una que otra, los Roldán se trasladan también a la capital.

En 1918 Alejandro Roldán Benavides se presenta a las elecciones para concejal del ayuntamiento de Granada por el distrito de San Ildefonso. Don Federico García Rodríguez ya era concejal de dicho Ayuntamiento. Esas elecciones fueron anuladas al demostrar la Comisión Provincial encargada de velar por la limpieza de las mismas que un grupo de gente armada había irrumpido en la sede electoral del barrio de San Ildefonso y, pistola en mano, había manipulado los votos favorables a Alejandro Roldán, padre de Horacio Roldán, el primo de Federico, quien resultaría con el tiempo muy cercano a los protagonistas del golpe de Estado de 1936 y que sería, a la postre, uno de los encargados de hacerlo desaparecer. En aquella Comisión Provincial estaba el padre de Federico, miembro del Partido Liberal, contrario al derechista Partido Agrario de los Roldán, que acabaría en tiempos de la República siendo parte de Acción Popular y, por lo tanto, de la CEDA. Uno de los tres únicos votos a favor de Alejandro Roldán fue emitido por el abogado Juan Luis Trescastro, también miembro de Acción Popular, y, desde entonces, persona muy cercana a los Roldán. Este abogado fue finalmente uno de los que aparecería en casa de Luis Rosales para detener a Lorca.

Otra de las coincidencias familiares y motivo de rivalidad son los estudios universitarios comenzados a la vez por Federico y Francisco García Lorca y por Horacio Roldán en la Facultad de Derecho de Granada. En 1922 se licenciarían Francisco y su primo Horacio Roldán. Un año más tarde, en 1923, lo haría Federico. Profesor de todos ellos fue Fernando de los Ríos, posteriormente ministro republicano, con cuya hija Laura terminó casándose Francisco García Lorca. Entre 1916 y 1919 el padre de Federico era concejal del Ayuntamiento y, ante las malas calificaciones obtenidas por su hijo, intervino a su favor para que le aprobaran la carrera.

Su hermano Francisco obtiene la calificación final de sobresaliente cum laude, mientras que a Horacio Roldán le dan un simple aprobado. Miguel Caballero y Pilar Góngora mandaron revisar los expedientes de ambos, llegando a la conclusión de que el sobresaliente de Francisco fue exagerado, mientras que el aprobado de Horacio estaba por debajo de la nota merecida. Las rivalidades universitarias serían otra causa que sirvió para aumentar las disputas familiares.

Pero uno de los momentos más delicados en las relaciones entre las familias surge a raíz de la escritura de La casa de Bernarda Alba. Federico escribió la obra como una especie de venganza literaria. Los Roldán y los Alba estaban muy enfadados por este motivo cuando estalla la guerra. A raíz de las relaciones endogámicas entre los García Rodríguez, los Alba y los Roldán, resulta que José Benavides, Pepe el Romano, personaje en la vida real y también de la obra de teatro, e igualmente miembro de Acción Popular, era tío de Horacio Roldán. Realmente Bernarda Alba no era la mujer autoritaria y reprimida que refleja Federico en su obra. Ni el marido, católico reconocido y hombre estricto, era el depravado que levantaba las faldas a las criadas.Tampoco Pepe el Romano, conservador y derechista, era el mujeriego del que estaban enamoradas todas las hermanas. Hoy sabemos que el propio Federico, cuando llegó a Granada en el verano de 1936, da a conocer la obra a su primo Alejandro Rodríguez Alba, cuñado de Horacio Roldán e hijo de Francisca Alba, nombre verdadero del famoso personaje. Tanto Francisco, hermano del poeta, como su madre, pidieron a Federico que cambiase los nombres de los personajes. Él se negó.

Éstos son solamente algunos apuntes de la investigación de Caballero y Góngora, que tanto en este libro como en el anterior se multiplican y son apabullantes y definitivos. Pero ya que el libro que tenemos entre las manos se centra sobre todo en los últimos momentos de Lorca, sigamos un poco hasta dejarle colocado y listo para recibir su suerte, como desgraciadamente la recibió.

Cuando Federico llega a Granada el día 14 de julio, ya estaba allí su amigo Luis Rosales para pasar las vacaciones de verano. A Luis y a Federico los había presentado seis años atrás, en 1930, el filósofo Joaquín Amigo.

El responsable principal de la rebelión militar en Granada y de la represión a que fue sometida la población fue el comandante José Valdés. En el edificio de la calle San Antón 81 fue donde se gestó el golpe de Estado del 18 de julio en Granada. Allí vivían, y eran vecinos, Horacio Roldán y José Valdés. Muy cerca, en la calle Recogidas, vivía Juan Luis Trescastro.

Otra pieza clave en el entramado era el capitán Antonio Fernández Sánchez, uno de los hombres de mayor confianza del gobernador civil José Valdés. Horacio Roldán estaba casado con su hermana.

Ramón Ruiz Alonso ha sido hasta ahora el principal acusado por la muerte de Lorca y la persona encargada de su detención. Y lo hizo. Pero en este libro vamos a descubrir que todo lo expuesto hasta ahora tiene matices, demasiados matices, que cambian la historia. Ruiz Alonso fue tipógrafo del diario Ideal de Granada. Accionistas importantes del periódico eran los Roldán. Además, Horacio y Ruiz Alonso coincidían también en Acción Popular.

Y hay más protagonistas, algunos de ellos, como Velasco Simarro,jamás nombrados hasta ahora. Son los grandes descubrimientos de Miguel Caballero. Sigamos un poco más.

El 20 de julio militares y falangistas salen a la calle y toman Granada sin excesiva resistencia. El 10 de julio de 1936, ocho días antes del comienzo de la guerra, había sido nombrado alcalde socialista de Granada Manuel Fernández Montesinos Lustau, cuñado de Federico. Duraría diez días en el cargo. El mismo 20 de julio, el alcalde Manuel Fernández Montesinos es detenido y encarcelado en la prisión de Granada. Pocos días después sería fusilado en la tapia del cementerio.

El 9 de agosto, tras un episodio en el que Lorca es vejado y golpeado en la Huerta de San Vicente, hecho más que conocido y bien relatado por Gibson, aunque con las salvedades descubiertas por Miguel Caballero que leeremos en estas páginas, la familia Lorca pide ayuda a los Rosales y Federico se refugia en su casa. Una vez que el poeta llega al número 1 de la calle Angulo se instala en el segundo piso, una zona independiente donde vivía Luisa Camacho, tía de los Rosales.

El día 16 de agosto se presentan dos personas encabezando un pelotón de más de cien guardias de asalto para detener a Federico García Lorca en casa de los Rosales. En ese momento sólo estaban las mujeres. Una de las tesis calumniadoras afirmaba que la detención había sido orquestada por el propio padre de los hermanos Rosales. La firmeza de la madre de Luis Rosales, que se niega a que se lleven a Federico hasta que llegue alguno de sus hijos, invitando de paso a Ruiz Alonso a una merienda, disipa cualquier duda al respecto. También ha sido acusado el mayor de los hermanos, Miguel Rosales, de haber entregado a Lorca. Fue el primero en llegar a la casa y, viendo como se las gastaban los guardias de asalto y que aquello podía acabar mal, confió en su amistad conValdés y con el gobernador militar, Espinosa, para conseguir la libertad de Federico en pocas horas. Pero Miguel, al igual que sus hermanos, salvo Miguel el Albino, quien se opuso desde el primer momento a que Lorca fuera a su casa, no contaba con queValdés llevaba varios días enfermo y justo ese día se había reincorporado y había ido al frente. Cuando por fin lograron verle era demasiado tarde. Les dijo: «Ya no está aquí», y era cierto. Quien había estado al mando aquellos días, sustituto deValdés,Velasco Simarro, íntimo amigo de Horacio Roldán, había movido sus fichas.

Adentrémonos un poco en el campo de las suposiciones. Para el comandante Valdés habría sido fácil librarse de Lorca. Al igual que hizo con su cuñado, Manuel Fernández Montesinos, fusilar a Lorca en la tapia del cementerio no habría sido más que un rápido y desinteresado juicio sumarísimo, apenas un trámite, y un nombre al día siguiente en la lista del periódico Ideal. Sin embargo, lo más probable es que Valdés, avisado por los Rosales sobre la fama de Lorca, tuviera dudas. Roldán,Trescastro y Simarro aprovecharon la ausencia de Valdés en el Gobierno Civil para hacer desaparecer a Lorca en Alfacar. Seguramente esto no sería para el comandante nada trágico ni un error, sino que le habrían quitado un problema de encima. Un problema del que quizá había previsto las consecuencias, pero nunca midió realmente.

A partir de aquí Miguel Caballero desmorona otros tantos mitos como la conversación imposible entre Valdés y Queipo de Llano, la frase a través de la radio de «a ése dale café, mucho café», no porque no hubiera sido probable, conociendo a los personajes, sino porque Valdés no tenía radio ni hablaba con Queipo de Llano, tal como veremos.

Cómo se desarrollaron los hechos hasta la detención de Lorca ha sido un episodio más que descrito, certeramente, por lan Gibson y algunos de sus predecesores. El problema estaba en el desenlace, incluso en el porqué de la muerte, las verdaderas causas. En las siguientes páginas, reveladoras y traumáticas para el mundo lorquiano, Caballero nos demuestra, mediante una documentación exhaustiva, cómo transcurrieron y a qué obedecen las últimas horas en la vida de Federico García Lorca. Nos desvela por primera vez los nombres e historia de sus ejecutores, tanto intelectuales como materiales, y además aporta la documentación gráfica oportuna para que además de sus vidas conozcamos su rostro.

De todas las de sus predecesores, a la investigación que más debe la de Miguel Caballero es a la de Eduardo Molina Fajardo, tal como ya habíamos señalado. Fue una investigación inconclusa por la muerte del periodista, director del diario Patria y hombre conservador, adepto al régimen franquista y, por lo tanto, amigo del capitán Nestares,jefe del cuartel deVíznar y uno de los últimos en saber de Lorca antes de su muerte. Ahora, con el tiempo como testigo, es fácil suponer que los protagonistas veían en Molina Fajardo a alguien cercano y en quien se podía confiar. En este sentido, algunas de las aseveraciones de las entrevistas que aparecen en su libro Los últimos días de García Lorca (Plaza yJanés, 1983) son las que más apuntalan y se aproximan a las conclusiones a las que ha llegado Miguel Caballero. Entre ellas, quien parece señalar con certeza y hasta con naturalidad el lugar donde ejecutaron y enterraron a García Lorca es el propio capitán Nestares. Con Miguel Caballero subí y fotografiamos aquel lugar señalado por Nestares en lo que fuera el campo de instrucción de las tropas, que es un paraje muy parecido al lugar que hasta ahora se daba por el más probable.

Seguir sacando conclusiones es tarea que les corresponde a ustedes después de leer las páginas que tienen por delante. Mi labor como introductor del libro termina aquí, sabiendo que este libro causará retorcimientos de estómago, clamores en su contra, envidias insanas y hasta censuras soterradas. Pero la labor de Miguel Caballero y Pilar Góngora es encomiable y muy de agradecer. Las mejores investigaciones son las que aparecen cuando parece que está todo dicho.Y precisamente por esa causa son también las más atacadas, porque vivimos de los mitos y hay mitos, como Lorca, dificiles de tocar, así sea para revestirlos de verdad.

La calumnia y los calumniadores, como aseveró en su día Félix Grande, siguen vivos y ejerciendo. Menos mal que Miguel Caballero lo sabe, yo lo sé, y por eso me atrevo a escribirlo y a afirmar que libros como éste son más que necesarios.

A mí siempre me ha gustado repetir que quizá la mayor paradoja de esta historia sea que Juan Luis Trescastro, quien se declarara autor material de la muerte de Lorca, esté enterrado en una tumba perteneciente a familiares del padre del poeta, de apellido García Rosales. Así de rocambolesco es este dramático episodio de la Guerra Civil española que no resta un ápice de contenido político a la muerte de Federico García Lorca sino que, además, lo hace realmente representativo, tal vez más que nunca, de la tragedia que fue nuestra guerra en uno y otro bando, donde se aprovecha cualquier causa, cualquier circunstancia, para deshacerse de vecinos, amigos o familiares incómodos o simplemente para saldar deudas. Sirva este relato para resaltar una vez más la capacidad humana para el horror.

EMILIO RUIZ BARRACHINA 

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