Rafael Inglada & Víctor Fernández
Palabra
de Lorca
Declaraciones y entrevistas
completas
PRÓLOGO:
LORCA DE VIVA VOZ
Sobre
una mesa hay una verdadera montaña de recortes de Prensa. Algo asombroso.
Extraordinario. Difícil de describir. Planas enteras. Opiniones. Documentos
gráficos. Anécdotas. Al pie de artículos, las mejores firmas…
Se
maravilla de esos recortes de prensa —muchos de ellos recogidos en estas
páginas— un periodista español, Miguel Pérez Ferrero del Heraldo de Madrid, quien, al contemplar la «montaña» de publicidad
que García Lorca ha acumulado orgullosamente sobre la mesa de su apartamento
madrileño, se da cuenta de la fama que ha alcanzado su amigo en el extranjero.
En abril de 1934, momento de la visita y entrevista de Pérez Ferrero, García
Lorca acaba de volver de Buenos Aires y Montevideo donde, gracias al éxito de
sus conferencias y de su drama Bodas de
sangre, se ha dado cuenta de que «su» teatro —el suyo propio y las obras
que dirige— tienen el potencial de llegar no a unos cuantos small and sensitive audiences (frase de
una amiga norteamericana, dos años antes), sino a las grandes masas, al «pueblo
más pueblo», y no sólo de España sino de todo el mundo hispanohablante.
Aunque
le agobian en Buenos Aires «los golpes del asalto del periodista, del
fotógrafo, del dibujante, del empresario, del admirador», y aunque está «muy
cansado de ser personaje» con fama de torero («vengo de torero herido para dar
cuatro conferencias»), Lorca no sólo se deja entrevistar con frecuencia, sino
que se apresura a comunicar a sus padres, en Madrid o en Granada, el
«escandalazo» que ha armado y lo mucho que se ha escrito sobre él. «Ya veréis
los periódicos. Una cosa como cuando vino el príncipe de Gales.» En una sola
mañana de octubre, sin levantarse de la cama de su hotel bonaerense, firma
veinte álbumes de autógrafos. Se asombra de los «doscientos retratos» que le
han sacado los fotógrafos de Buenos Aires y Montevideo y de los «centenares de
artículos» que se han publicado sobre su llegada. Semanas más tarde, a mediados
de diciembre de 1933, «los periódicos siguen hablando y comentando todo lo que
hago. Tengo aquí ya más de veinte sobres atestados [de recortes] y no sé cómo
mandar tantos».[1] En la Argentina tiene un asistente para ayudarle
con el asalto publicitario (entre otras cosas) y al regresar a España, durante
los últimos años de su vida, una agencia de prensa le enviará puntualmente los
artículos donde se le menciona.
Como
podemos comprobar en estas páginas, recogidas y editadas cuidadosamente por
Rafael Inglada, los dos fenómenos —el éxito de sus obras y el «escandalazo»
publicitario— están íntimamente relacionados. La creciente popularidad de Lorca
como poeta y dramaturgo coincide en los años 20 y 30 con el desarrollo y
madurez del género de la entrevista literaria en el mundo hispánico.[2]
Mientras el público de Buenos Aires o Barcelona interrumpe con aplauso los
dramas de Lorca y le obliga a salir a escena repetidas veces durante una misma
obra («unas manos amigas me han empujado…»), la fama creciente —amenazante— le
obliga a salir a las tablas de la entrevista, resbaladizo punto de contacto
entre el escritor y el público. Momento de tensión y de recelo, como si el
poeta sintiera que (en palabras de un escritor francés) «la gloria es una
incomprensión, quizás la peor». Más allá de las luces, los «telones, árboles
pintados y fuentes de hojalata», y más allá de las páginas de los grandes
diarios de Madrid, de Buenos Aires o de La Habana, respira la «masa tranquila»
de un público que puede convertirse de repente en un caimán o en un «enorme
dragón… que [le] puede comer con sus trescientos bostezos de sus trescientas
cabezas defraudadas».[3] Arma esencial en esa lucha «cuerpo a
cuerpo» con el público es el género, cada vez más popular, de la entrevista:
escaparate, vitrina, reja donde el escritor moderno se exhibe y es exhibido y
donde la voz del poeta, apenas audible en el salón o entre las tapas del libro,
se mezcla con el «caótico discurso» de la calle y con los reclamos y gritos del
mercado. En la entrevista se juntan de manera inquietante la palabra hablada y
la escrita; la imagen pública y la vida íntima; la autoridad del creador y la a
veces mórbida curiosidad del lector: tensiones que atraviesan, desde fechas muy
tempranas, la vida y obra de García Lorca, que no hizo nunca las paces con la
fama ni con el éxito.[4] La entrevista es síntoma del renombre —la
reiteración del nombre— y ya, desde el éxito del Primer romancero gitano (1928) y desde su primer estreno de
importancia (Mariana Pineda),
mientras anhela y persigue la fama, confiesa García Lorca que le da «vergüenza
ver [su] nombre por las esquinas» y que siente «angustia» al exponerse a la
«curiosidad de unos y la indiferencia de otros». ¿Habría podido imaginar, en
aquel entonces, la publicación de un libro como este de Rafael Inglada, que
recoge sus entrevistas completas, o un libro previo de este mismo donde se
recopilan y comentan la totalidad de sus Manifiestos,
adhesiones y homenajes (1916-1936)?[5] Para nosotros, como
veremos, son epitextos imprescindibles.
Parte
de la inquietud de Lorca ante la entrevista era la infantilización y la
exotización de su persona. Con frecuencia, la imagen del poeta en la prensa de
aquellas décadas es la de un «mocetón», un «muchachón muy gitanazo». Afloran
como algas en las narrativas periodísticas lo que llama un reportero el «tópico
de bronce de su lírica gitanería», lo verdelunático, «las falsas gitanerías»
(Rivas Cherif). «Gitano auténtico y poeta de verdad», reza uno de los
titulares, aludiendo a un verso del Primer
romancero gitano; «moreno de verde luna», dice otro, «como el Camborio de
su romance». «Bronce y sueño» se funden en «el que se la llevó al río», «como
le dicen por muchos pueblos, haciéndolo [a Lorca] protagonista de su romance
más popular»; epíteto odioso, ineludible, repetido hasta por los limpiabotas.
La imagen del gitano —el «pseudo-gitanillo» en frase de Francisco Ayala— cede,
a veces, a la del árabe, al Lorca «africano, envuelto en pañales como un profeta».
Aun después de distanciarse de lo gitano, lo granadino, lo andaluz, y pasar un
año de ascesis publicitaria en Nueva York (1929-1930) será Lorca todavía un
«califa en tono menor»: «Ha sacado su alfanje [y] de un golpe ha segado los
rascacielos de Manhattan».[6] Sea gitano jactancioso, profeta árabe,
o un abigarrado y «aristocrático Camborio dentro de un mono azul de mecánico»
(el del grupo teatral La Barraca), Lorca es, durante su segunda salida al
extranjero —Buenos Aires y Montevideo, 1933-1934—, un poeta «esencial»; con un
«españolismo acentuado»; es un «purísimo ejemplo del granadinismo más
granadinamente granadino, hombre mediterráneo soñoliento y guerrero».
Igual
de nauseabunda es la imagen del poeta como niño ingenuo. «Federico es un niño»,
comenta Pablo Neruda en una entrevista reimpresa en este tomo. «Un niño grande.
Todo lo hace a impulsos de su generosidad y su impulsividad de su corazón.» Se
multiplican las referencias no sólo a su aspecto «extraordinariamente joven»
(en 1935, cuando tiene 36 años, pasa por un «muchachón» de 26; en 1931, con 32
años, aparenta 22), sino a lo «infantil» de su carácter. Se habla de su «cara
infantil», su «risa infantil», su «candor infantil», su «infantil deseo»: en
fin, el «niño grande» —autor de Yerma
o del Diván del Tamarit— exhibe todo
tipo «de finas infantilidades» y muestra toda «la espontaneidad de que [es]
“infantilmente capaz”». Francisco Ayala, ocho años más joven que Lorca, saluda
a la niñez del poeta (tiene 30 años) con un grito entre flamenco y evangélico:
«¡Ay, niño! Que se perdió entre la gente: niño perdido» (¿«perdido» como Jesús
entre los ancianos del Templo?). Contadas veces el entrevistador nota que el
rostro del poeta-niño está «sombreado por una tristeza» de algún tipo. Pregunta
un periodista, en el estilo densamente —a veces grotescamente— metafórico del
género de la entrevista:[7] «¿Por qué todos hablarán de su
carcajada, de su charla-cascada borracha de luz que cae de la montaña» cuando
también cabe hablar de «la tristeza renegrida de los ojos»? El niño ingenuo
siente una tristeza «de la que él mismo no se ha dado cuenta». No sorprende el
comentario de García Lorca: «En las entrevistas siempre me hace el efecto de
que es una caricatura mía la que habla, no yo». En la vida y en su obra, cuesta
a veces (expresión suya) «est[ar] en García Lorca».
Defendiéndose
de lo gitano, de la caricatura orientalista, y a veces escondiéndose
(literalmente) del asalto publicitario, el entrevistado elabora a lo largo de
los años, en más de ciento treinta entrevistas, un retrato de sí mismo. «Los
hombres en su mayoría», escribe García Lorca, «tienen una vida especial que
usan como tarjeta de visita», una vida pública que raras veces corresponde a su
realidad íntima. En alguna entrevista temprana —y en alguna de Buenos Aires
(1933-1934)—, Lorca presenta su obra como «juego» (aunque sí, un juego
«serio»), «un juego que me divierte», «un deporte», de acuerdo con «el
orteguiano “sentido deportivo y festival de la vida”» (Soria Olmedo, p. 15).
Haciéndose eco de un título de Benavente, se presenta «alegre y confiado» ante
la crítica y ante la vida; lo que le interesa es «divertirme, salir, conversar
largas horas con amigos, andar con muchachas» (apenas asoma directamente en
estas páginas la cuestión de su sexualidad). En palabras de un periodista de
1927, «se encastilla en un delicioso dandysmo literario, sirte más peligrosa
para el periodista […] que la del silencio, el titubeo, o el efugio». Más
tarde, después de volver de Nueva York y de Buenos Aires, consciente de los
problemas sociales que tiene que enfrentar la Segunda República y del
inquietante panorama europeo, vestido con el mono azul de La Barraca, abandona
la imagen de poeta «despreocupado» y adquiere la del joven artista comprometido
que ansía que su obra, y sobre todo su teatro, llegue al «pueblo», a «las
masas». «Me parece absurdo que el arte pueda desligarse de la vida social»,
comenta Lorca en 1935, y sus palabras nos recuerdan el carácter democratizante,
nivelador, que puede tener la entrevista literaria.[8]
Gracias
a la prensa diaria de las dos primeras décadas del siglo, y a las entrevistas
literarias, el Arte «se desacraliza»; proceso que se acelera en la turbulenta
década de los 30 y con la nueva popularidad de la radio. Tiene razón Jean-Marie
Seillan: «La práctica nueva de la entrevista da una sacudida al mito del autor
y erosiona el elitismo literario».[9] En los 14 años (1922-1936)
abarcados por esta recopilación de Rafael Inglada, la entrevista literaria gana
más terreno en América, en Inglaterra y en Francia (gracias a Frédéric Lefèvre
y la popular serie de entretiens en
«Une heure avec…», en Les Nouvelles
littéraires) que en España. En 1926, Melchor Fernández Almagro, amigo
íntimo de Lorca, observa que la encuesta y la entrevista pertenecen a un mismo
«género escasamente aclimatado en nuestro medio periodístico».
Dijérase,
en consecuencia, que el alma española no gusta de la confesión en voz alta.
Bien es verdad que el confesor ha de saber serlo. […] Este arte o ciencia de
preguntar exige no pequeña dosis de intuición psicológica. Hay que conocer bien
al paciente de la interviú, preguntarle con tino, escalonando bien los
reactivos.[10]
Como
el teatro, la entrevista es una curiosa mezcla de lo oral y lo escrito, de «mimesis verbal et diegesis» (Seillan, p. 24): se intenta sugerir por escrito la
«presencia inmediata del habla»;[11] métissage de excepcional importancia en el caso de Lorca, quien,
desde sus comienzos como escritor, siente cierto recelo ante la publicación y
defiende lo oral, aunque, irónicamente (burla de la historia literaria) no se
ha dado a conocer ninguna grabación de su voz. En cualquier entrevista
literaria escrita la parte narrativa —la narración del encuentro, la
descripción de los rasgos personales y del ambiente del entrevistado— es
seguida por el diálogo. ¿Hasta qué punto son auténticos ese diálogo y esa
oralidad, y hasta qué punto estamos oyendo la voz de García Lorca? Desde luego,
el arte de la entrevista no se reduce al arte de citar. La entrevista
publicada, aun cuando las preguntas y respuestas han sido a viva voz y el
periodista ha sido un taquígrafo o estenógrafo fidelísimo, suele ser una
re-elaboración con voluntad de orden y de estilo: un découpage o montaje (Lévy y Laplantine, p. 197), un «essai de
pastiche de [la] conversation» (Lejeune, p. 108) con omisiones y añadidos, con
una inevitable dosis de fantasía. El producto publicado es un simulacro, con
una espontaneidad fingida. En la entrevista publicada se espera, se perdona, y
hasta se celebra la invención y la cita fingida (alaba Cansinos-Asséns las
«traviesas interviews imaginarias» de Giménez Caballero y hace pensar en un
caso más reciente Enrique Vila-Matas). En 1890, cuando la interview era un género nuevo en España y se amoldaba todavía a las
técnicas de la novela naturalista o a «la fría impersonalidad» de Azorín,[12]
comenta el hispanista francés Maurice Barrès que, para transmitir al lector «la
verdad», «c’est moins à leurs paroles qu’il faut s’attacher qu’à l’expression
de leur regard, de leur sourire. […] L’interviewer ne doit pas fatiguer sa
mémoire à retenir mot pour mot la conversation»: hay que atender menos a sus
palabras que a la expresión de su mirada, de su sonrisa; no retener palabra por
palabra la conversación (Seillan, p. 39).
Émile
Zola, popularizador y defensor del género, insiste en lo mismo: «El interviewer
no debe ser un vulgar papagayo» ni fiarse demasiado del uso de la estenografía;
«necesita restablecerlo todo, el medio ambiente, las circunstancias, la
fisonomía de su interlocutor, en fin, hacer la obra de un hombre de talento
respetando el pensamiento ajeno».[13] Mejor, dejar la tarea al
novelista profesional, «a los escritores de verdad». Habla Eduardo Gómez de
Baquero del papel de la fantasía a la hora de entrevistar, o «interviuvar» a un
escritor parco de palabras.[14]
No
es, desde luego, el caso de Lorca. Observa más de uno de sus interviewadores que la espontaneidad y
fluidez de su charla —la de un «conversador apasionado»— impiden el intento de
tomar apuntes y de hacerle preguntas. No sirve para nada, ni cuadra con la
«alegre locuacidad» o el «ponderativo desbordamiento» de García Lorca, «el
grave e inquisitorial reportaje» ni la lista de preguntas hechas:
No
vayáis a buscar a García Lorca con un programa determinado ni con preguntas
concretas. Todo esto sería cohibir su naturaleza desordenada y evasiva. Salta
de un tema a otro continuamente, destruyendo por tanto toda pregunta que por
ser concreta será siempre limitada y mezquina para un poeta, como lo es él por
encima de todo.
Un
periodista de Buenos Aires se siente ante el poeta «como el convidado de
piedra»: es «preferible escuchar a García Lorca hablando de corrido sobre cosas
distintas que someterlo a un hábil interrogatorio».
La
espontaneidad, el «hablar de corrido» puede llevar a la indiscreción. ¿Cómo no
iba a preocuparse? En los años 20 y 30, cuando empiezan a utilizarse con mayor
frecuencia los verbos activos entrevistar,
interviewer, interviewar y interviuar[15]
(antes, se «celebraba» una entrevista con alguien), el escritor tendría menos expertise que hoy en día en las artes de
la evasión. Observa Cansinos-Asséns en 1928 que la mayoría de los interviewados
parece
olvidarse que el periodista ocasional es una suerte de estación
radiotelegráfica con miles de abonados y se entrega a confidencias peligrosas.
Algunos dan la impresión de haber estado aguardando la llegada del interrogador
para exponerle sus cuitas, sus querellas, sus reivindicaciones y utilizarlo
como un providencial anuncio para su obra olvidada. […] Se necesita toda la experiencia
y finura psicológica de un Benavente […] para eludir las manifestaciones
comprometedoras y demasiado personales.
Con
poquísimas excepciones evita García Lorca hablar de sus «cuitas y querellas»;
su espontaneidad no le traiciona.
Se
inquieta, en el curso de sus divagaciones —sobre todo cuando la entrevista toca
temas políticos—, ante la posibilidad de que le citen mal o recojan una
declaración que pueda causarle «conflictos con autores, críticos, amigos y
enemigos». Cuando lo entrevistan sobre La Barraca, en un momento en que peligra
la subvención del gobierno, le parece mejor que «Usted no diga más que lo que
yo he dicho». El periodista tiene que convencerle de su apoliticismo. Las
trabas y cautelas políticas van a durar en España hasta después de su muerte,
demorando la recopilación de sus entrevistas y declaraciones (de acceso más
difícil en las hemerotecas pre-digitales) en las Obras completas que va publicando Arturo del Hoyo en la Editorial
Aguilar a partir de 1954. Las entrevistas empiezan a incorporarse en la cuarta
edición, en noviembre de 1960, y contribuyen al éxito de aquella recopilación;
para 1965 se habrán vendido más de 150.000 ejemplares.[16]
El
género de la entrevista literaria suele invitar al entrevistado a relacionar su
arte con la vida social y con la política, y no siempre lo hace en momentos
convenientes para el régimen. Se supone a veces que, comparada con el discurso
escrito, que representa «el orden y la dominación», la voz representa la
palabra en libertad.[17] La idea debe matizarse, pero desde sus
comienzos la entrevista literaria implica una impredecible variedad temática
que pone a prueba a cualquier censor.[18]
No
sorprende pues que, por diversas razones, Lorca sienta —al decir de un
reportero— «una gran prevención contra las entrevistas»: si toma notas el
periodista, «[pone] nervioso al poeta»; si no, peor.[19] Las notas
cuidadosas no siempre llevan a buen resultado. De un reportero observa Lorca
que ha dicho «todo lo contrario que le dije, como [ocurre] en todas las interviews».
Otro ha recogido «más o menos lo que yo le dije pero… de otra manera». A otro,
José S. Serna —caso excepcional— escribe el poeta, en una carta divulgada
apenas que recupera Inglada: «Su artículo refleja de manera exacta todo lo que
yo dije» (p. 129). Sabemos que, en algunas ocasiones, el poeta entrega unas
cuartillas al reportero para que las copie. Otras veces, Lorca revisa el
manuscrito de la entrevista antes de que se publique (es el caso del diálogo
con el caricaturista Luis Bagaría, de 1936, una de las últimas de su vida, y el
de Jordi Jou, de 1935); o pide al reportero que demore la publicación (caso de
Otero Seco, que publicó la entrevista después de la muerte del poeta). En
alguna ocasión afirma el reportero que la entrevista final es producto de la
colaboración, una especie de «compromiso». En realidad, toda entrevista lo es.
Sea
cual sea la mezcla de lo oral y lo escrito, el grado de colaboración y grado de
autenticidad, la entrevista —y el libro de entrevistas como este de Rafael
Inglada— nos permite asistir a momentos de la creación literaria y vislumbrar
—entrever— al autor «en el acto de la auto-creación».[20] Tanto es
así en el caso de Lorca que los grandes adelantos en el terreno biográfico y en
la edición de sus obras habrían sido imposibles sin la lenta recuperación de
las entrevistas. Empezando en los años 60 (con los esfuerzos continuos de los
hispanistas franceses Marie Laffranque y Jacques Comincioli, y los 70 (cuando
Mario Hernández empieza a publicar en Alianza Editorial las primeras ediciones
meticulosamente documentadas de las Obras,
fijando criterios textuales más rigorosos), la publicación de las entrevistas
ha simbolizado la recuperación no sólo de parte de la obra autobiográfica y
oral del poeta, sino de una parcela de la cultura popular de los años 20 y 30.
Las abundantes entrevistas, declaraciones y documentos inéditos que recogen
ahora Rafael Inglada y Víctor Fernández, incitan a nuevas lecturas y abren
nuevos caminos en la investigación. Las espléndidas fotos, muchas de ellas
desconocidas hasta ahora, ofrecidas en su momento como garantía de la
autenticidad de la entrevista,[21] nos deslumbran, como en aquel
entonces: con el «estallido súbito del magnesio». Junto con el epistolario y
con las ya mencionadas declaraciones políticas ofrecen una valiosísima serie de
retratos, autorretratos y caricaturas verbales. Sorprendido en la terraza de un
café de Barcelona o a la salida de la catedral ovetense, en el teatro Goya o en
el Español, dirigiendo un ensayo de La Barraca u «oficiando de poeta puro»,
Lorca —el Lorca que parecía «inencontrable» o «inabordable» en los años 30 (sus
«minutos no le pertenecen»)— ofrece aquí agudas interpretaciones de sus obras;
habla del progreso de sus trabajos (podemos seguir, por ejemplo, el largo
periplo de Poeta en Nueva York o las
versiones sucesivas de La zapatera
prodigiosa, Yerma o Bodas de sangre);
da noticia —a veces noticia única— de proyectos inacabados o no realizados,
dejando ver el arco roto de su trayectoria; responde a sus críticos; se sitúa
(y se le sitúa) dentro de un determinado grupo social y de una generación de
dramaturgos, poetas y cineastas. Revela admiraciones, aspiraciones,
influencias, intenciones. Ofrece una dura crítica del teatro de su tiempo, y
pasa revista al teatro clásico o romántico. Define a su manera los géneros
literarios y su relación con la música y con las artes visuales.
«Trobar
García Lorca no és cosa fàcil», declara un periodista catalán. De la «montaña»
de recortes que recogió con ilusión el poeta y que llega a nosotros restaurada,
editada y ordenada por Rafael Inglada y su colaborador Víctor Fernández, nos
llega la voz del poeta: voz entrecortada, trenzada con la del periodista y la
de la calle. Así lo oral se convierte en escritura, lo efímero en recuerdo y en
valioso monumento.
C.
M.
EL POETA AL QUE NO LE
GUSTABAN LAS ENTREVISTAS
Cuando
apareció en la editorial Losada la primera y modélica edición de las obras
completas de Federico García Lorca, su voluntarioso y ejemplar responsable,
Guillermo de Torre, limitaba su contenido, como es lógico, a tratar de
recopilar la entonces ingente producción literaria dispersa e inédita del
poeta. Tendríamos que esperar a los primeros e inspiradores trabajos de la
lorquista Marie Laffranque en el Bulletin
Hispanique de Burdeos para que se empezara a ver en las entrevistas
concedidas por Lorca a lo largo de su vida ecos literarios. Es precisamente, a
raíz de la labor de Laffranque, que las declaraciones de Lorca a la prensa
empiezan a formar parte de las obras completas del poeta que preparó para
Aguilar Arturo del Hoyo. Será, concretamente, a partir de la cuarta edición, en
1960.
Pero
¿es esto literatura? ¿Se pueden entender los apuntes realizados en estos
encuentros por reporteros como una parte del conjunto literario del escritor? A
Lorca no le gustaba ser entrevistado y, salvo en un caso (la conversación que
mantuvo con Luis Bagaría en junio de 1936 para El Sol), nunca contestó por escrito. Sin embargo, es evidente que
todas estas declaraciones son fundamentales para poder comprender su manera de
pensar, el tejido con el que se construye parte de su poesía o su teatro, sus
preocupaciones sociales o, sencillamente, su manera de entender la vida.
Podemos ver en ello un paralelismo con quien lo reconoció como uno de sus principales
maestros: Juan Ramón Jiménez. El Premio Nobel consideraba que sus palabras
impresas formaban parte de su propia creación, hasta tal punto que esbozó la
edición de un volumen con todo ese material, algo que no pudo llevar finalmente
a cabo. Ese proyecto, publicado en 2014 bajo el título Por obra del instante, demuestra que Juan Ramón no iba equivocado.
A
este respecto, el profesor y periodista Christopher Silvester, autor de la
antología Las grandes entrevistas de la
historia, considera con acierto que este género es «un medio de
comunicación extremadamente útil», porque «puede facilitarnos el acceso a los
pensamientos del entrevistado o permitir que éste nos tome el pelo con su
tendencia a la automitificación».
La
presente edición reúne, salvo sorpresas de última hora, la totalidad de las
entrevistas concedidas por Federico García Lorca a la prensa de la época, desde
1922 —con una «cuartilla» en un homenaje colectivo a Granada— hasta la que
concedió a Otero Seco pocas semanas antes de ser asesinado en agosto de 1936.
Tras
su muerte, no fueron pocos los textos en los que amigos y conocidos suyos
rememoraron sus encuentros con el poeta granadino, en muchas ocasiones
reconstruyendo conversaciones pasadas. En este sentido, hemos elegido aquellas
que aparecieron en prensa, por lo que se han descartado los testimonios
publicados especialmente en libros de memorias o en diarios.
Hemos
desestimado, por esta razón, los diarios de Carlos Morla (En España con Federico García Lorca, 1958) o las memorias de Rafael
Alberti (La arboleda perdida, 1959) o
las de Santiago Ontañón (Unos pocos
amigos verdaderos, 1988), por ser, en su conjunto, confesiones
autobiográficas que, pese a su capital importancia, no fueron concebidas desde
un primer momento como declaraciones periodísticas. Y, evidentemente, hemos
excluido la falsa entrevista de Papipi en Il
libro nero (1951).
Por
otra parte, también se han obviado artículos como los de Luis Cernuda
(«Federico García Lorca [Recuerdo]», 1938), de Dámaso Alonso («Federico en mi
recuerdo», 1982), de Ángel Rivero («Mis recuerdos de Lorca. Testimonios de Flor
Loynaz», 1984), de Dulce María Loynaz («Lorca, en La Habana», 1996), o de
Rafael Santos Torroella («Un recuerdo de Federico», 1996), que también aportan
ejemplos de conversaciones mantenidas directamente con el poeta, pero que, aun
publicadas en diarios o revistas, hemos esquivado por haber sido sacadas a la
luz muy tardíamente (en las décadas de 1980 y 1990, rayando el centenario, o
sobrepasándolo con creces, de la muerte del poeta, o por no ser palabras
directas de García Lorca —como es el caso de Cernuda).
La
única excepción, un caso especial y fuera del ámbito periodístico que nos
ocupa, es la que cierra la última parte, «Entrevistas y declaraciones
póstumas»: el polémico y conocido testimonio de Rafael Martínez Nadal (1978).
Pese a no ser una declaración o entrevista a prensa, lo hemos recuperado por su
carácter único como documento y porque, con él, se clausura el círculo vital
del hombre y el del poeta, esto es, justo en el momento en que nuestro
protagonista, indeciso, abandona Madrid para trasladarse a Granada, su último
destino, cruento y definitivo.
Hemos
optado por recoger, además, en las citadas «Entrevistas y declaraciones
póstumas», por estar cerca de las fechas de su asesinato y aún en plena
contienda civil, textos necesarios como los de Pablo Suero (1937), Antonio
Otero Seco (1937) —en rigor, su última entrevista— y Emilio Ballagas (1938). O
por su condición de inéditos, o poco divulgados en España, los casos de autores
que también lo conocieron y compartieron directamente con él sus vivencias:
Alfredo Mario Ferreiro (1945), Silvio d’Amico (1946), Mathilde Pomès (1950),
Montenalli (1951), Eduardo Blanco Amor (1956) y, sobre todo, el tríptico de
Cipriano Rivas Cherif (1957), rarezas bibliográficas estas que ahora se reúnen
por fin, y por vez primera, en este volumen.
Siempre
que ha sido posible se han consultado los artículos originales y se han
transcrito tal y como fueron publicados en su momento, únicamente corrigiendo
erratas y adaptando para el lector actual algunas cuestiones ortotipográficas.
En este sentido, recurrir a las fuentes originales nos ha permitido restaurar
los textos y reproducirlos tal y como fueron escritos por sus autores. El matiz
es importante porque hemos podido constatar —especialmente en la reconocida
edición de la obra completa de Lorca, preparada por el desaparecido
especialista Miguel García-Posada, tanto para Akal como para Galaxia Gutenberg—
la supresión de numerosos pasajes en estas entrevistas, un error que han
mantenido otros editores de los textos lorquianos.
Hemos
corregido —cotejando directamente con la prensa del momento— erratas
importantes que, en su día, aparecieron impresas, ignoramos si fruto del propio
autor o de los medios de comunicación que tuvieron a su alcance estos
originales, especialmente de nombres propios; hemos actualizado algunos signos
de puntuación para la mejor comprensión del lector y sólo en casos puntuales
hemos omitido fragmentos, al pertenecer a informaciones generales, aunque
vinculadas al texto que transcribimos, respetando siempre el momento en que la
entrevista o declaración se daba a conocer.
Especialmente
para esta edición, se han traducido las entrevistas que aparecieron
originalmente en catalán, inglés, italiano y francés, tratando en todo momento
de respetar la voz del autor del texto, así como la del propio protagonista,
revisando, cotejando y corrigiendo algunas de las traducciones que nos
antecedieron.
Por
último, debemos señalar que las fuentes a partir de las cuales hemos transcrito
estos ciento treinta y tres textos —salvo cuando se especifique otra cosa al
pie de nota— han sido tomadas directamente, rectificando así, en gran medida,
como decimos, numerosos fallos de puntuación, omisiones de textos y títulos,
autorías, errores en dataciones de entrevistas, etcétera, algo muy común en los
trabajos que nos han antecedido. Así pues, con ello, nuestro único objetivo ha
sido restaurar la voz de Federico García Lorca.
Nuestro
especial agradecimiento a Christopher Maurer, a Virginia Friedman y a Jimena
Bozo (Biblioteca Nacional de Montevideo), a Inma Hernández Baena (Centro de
Estudios Lorquianos, Museo Casa Natal Federico García Lorca, Fuente Vaqueros),
así como a Mirtha Mansilla y a Alejandro Pablo Suero, por acercarnos, a nuestro
requerimiento, a buena parte de la prensa bonaerense en la Biblioteca Nacional
de Buenos Aires.
Es
ahora Federico García Lorca quien toma la palabra.
R.
I. y V. F.