Carlos Morla Lynch
En España con Federico
García Lorca
Páginas de un diario íntimo.
1928-1936
A la
madre de Federico, doña Vicenta Lorca de García, con el respetuoso afecto del
autor.
PREFACIO
ALGUIEN me dijo un día:
—Tú que has fraternizado tanto
con Federico García Lorca y vivido una larga etapa unido a él; tú que llevas
—por costumbre— un apunte de tus impresiones diarias, ¿por que no escribes una
semblanza suya? Un retrato intimo y sencillo, un film del Federico de todos los días. del cual tanto se habla sin un
verdadero conocimiento de lo que fue su personalidad incomparable. Por cuanto
si su obra asombrosa ha sido ampliamente difundida y ha cruzado las fronteras,
poco se sabe de la legítima idiosincrasia del poeta, de su real temperamento,
de su clima individual en aquellas horas en que se hallaba circunscrito a su
aura genuina. Se desearía verle de cerca, sentirle «vivir» en esos trechos de
su camino en que, desligado del publico —que de cierta manera, se apodera de
los artistas—, se reintegraba al desempeño del papel de su personaje autentico.
Escuche en silencio la sugestión
que se me hacía y pensé en lo sensible que era a veces revelar la verdadera
entidad de los grandes hombres. La terrena personalidad del artista es casi
siempre inferior a lo que su espíritu realiza. En su obra nos ofrece lo que
posee de más selecto y elevado: la esencia de sus atributos morales. Pero luego
pensé también que era precisamente en los momentos en que Federico se evadía
del escenario en que actuaba cuando mayor brillo irradiaban sus extraordinarias
facultades naturales.
Era difícil para él lograr esa
«evasión», por cuanto todo su ser que se destaca por encima de los demás,
levantado por la fuerza de sus capacidades y de su talento, se ve
inevitablemente transformado en personaje dramático. No puede remediarlo, ni
eludirlo, ni sustraerse a esa segunda personalidad que su condición de
protagonista le impone.
Comencé, pues, a recorrer —sin
mucha convicción en un principio— las paginas de mis diarios que incluyen los
años 1928-1936, que viví en España, paginas que, una vez escritas, no había
releído nunca, y me encontré en ellas, no sin asombro, con un caudal inmenso de
anotaciones espontáneas concernientes a nuestro inolvidable amigo, apuntes que
encierran un valor de autenticidad y de exactitud inapreciables.
Son «instantáneas», tomadas sin
plan preconcebido, que lo han sorprendido en cualquier hora del día —aun solo,
a veces, a través de la puerta entreabierta desde la habitación vecina—,
viñetas que, reunidas, nos dan de él una estampa fiel, precisa y viva, cuando
no asumen las proporciones de un film. Ocurrirá en ciertas ocasiones que no
hable aún, que se encuentre ausente…; pero siempre estará «allí», si no en
forma humana, en alma y en espíritu.
Este es el Federico que quiero
evocar sencillamente, en toda su verdad gráfica, para todos los que,
admirándole, no lo han conocido o lo conocieron mal: el «Federico» que entra y
sale, que viene y se va, que irrumpe como una exhalación y luego se hace humo,
que ríe, que canta, que recita poemas y se ilumina, que cuenta historietas, que
coge la guitarra o se sienta al piano, que se exalta, se apasiona, se enfada y
se conmueve, se aflige y se ensombrece. Por cuanto era un espíritu el suyo que
sufría ascensos bruscos y declives repentinos, auroras de entusiasmo y
depresiones crepusculares. «Dramones», como él los llamaba.
Antes que nada, quiero dejar claramente
establecido que escribo estas lineas en el presente
estricto de aquella época, esto es, sin sospechar los eventos futuros. No
hay que ver en ellas un relato de tendencia histórica. No tiene tampoco este
libro ningún carácter biográfico, ningún sentido analítico; menos aun, la
pretensión de un estudio psicológico del hombre y del autor. Se trata
sencillamente de convivir con el amigo durante la tercera y ultima etapa de su
preciosa existencia, como yo hice. Nada que signifique tampoco una disertación
profundizada sobre sus creaciones o un razonamiento referente a las influencias
a que pudieran haber obedecido. Ni elucubraciones respecto de «lo que quiso
expresar en aquello» ni esfuerzos para lograr determinar lo que se propuso
sugerir «en aquello otro». Nada más ajeno a mi temperamento que ese prurito de
sacarle consecuencia a «todo» y de buscarle, a fuerza de escudriñar, orígenes y
raíces a cada cosa. Nada más —repito— que la impresión directa recibida. Oírle
hablar y decir lo que piensa en los momentos genuinamente suyos.
Si me refiero en estas paginas a
su obra es porque formaba parte de su ser intimo y ademas, porque me hablaba de
ella, lo que me permitió asistir a la génesis de algunas de sus concepciones en
la época en que aún germinaban en calidad de esbozos en la mente del poeta.
No he conocido —propiamente
dicho— a Federico ni en su niñez ni durante su primera juventud. Surge en mi
ruta tan sólo en 1928, en plena madurez, «ya hecho», fija su senda que seguirá
su curso en perpetuo ascenso; pero puedo vanagloriarme de haber caminado a su
lado —a contar desde esa fecha— como en un circulo de luz por él proyectado
hasta el momento en que ese fulgor se extinguiera súbitamente como una estrella
que se abisma en las tinieblas de una noche insondable. Ese trayecto duró ocho
años y ha quedado marcado en el centro del recorrido de mi vida como un reguero
de resplandor perenne.
Durante la jornada, cogidos del
brazo, he penetrado con él —retrocediendo—, por la fuerza de sus evocaciones
admirables, a los paisajes de su infancia andaluza: a las callejas sin veredas
de casas blancas y amarillas de Fuentevaqueros, el pueblo donde naciera el 5 de
junio de 1898. He visto a los burritos de aquellos tiempos, que pacían sin
alegría las hierbas quemadas por el sol de fuego; la pequeña iglesia que tenía
el mismo color de las viviendas y de la tierra, y los geranios que florecían en
macetas en las ventanas cuyas persianas se cerraban en el día y que luego
quedaban abiertas la noche entera. Y, caminando unidos, me ha confiado,
asimismo, el granadino encanto de su adolescencia y, por último, la emoción gloriosa
del vuelo emprendido —con la mirada y la frente fijas en dirección al sol
levante— a la conquista de Madrid primero y luego del mundo, dejando atrás las
fronteras.
Yo creo haberlo conocido bien
porque él sentía que yo lo comprendía, y yo, a mi vez, «sabia que lo sentía».
He resuelto, pues, por todos
estos motivos, escribir el libro. Lo hago con la más honda sinceridad y la más
sana de las intenciones; creo, sin embargo, que se impone una advertencia, y es
la siguiente:
Federico, si bien constituye mi personaje
central, no es «figura solitaria». Lo rodean, en numero crecido, otras figuras
y otros personajes, de los que no me sería posible desentenderme. Ademas, mi
héroe se mueve en diversos ambientes, que son vibrantes, a veces episódicos, a
veces trascendentales y a menudo hasta históricos. Tampoco podría ignorarlos.
Todos los hombres grandes tienen sus escenarios. Los que invocaré son
inherentes a la época en que se sitúan los hechos que rememoro, y en ningún
momento tomaré en consideración —como quedó dicho— eventos posteriores a la
fecha en que desapareció nuestro inolvidable amigo. Suprimo en la serie de
apuntes y de escenas espontáneas que forman este libro todo lo que no se
refiere directa o indirectamente a Federico García Lorca o a los ambientes en
que se mueve. Quedan, pues, excluidas de estas paginas las abundantes
anotaciones que dedico en mi diario de esa época —1928-1936— a los principales
sucesos del mundo y a los hombres que en ellos actuaron. No figuran en estos
recuerdos —fuera de uno que otro comentario mencionado de paso— ni juicios, ni
puntos de vista, ni consideraciones de carácter político.
Las personas que lean estas
lineas —que pertenecen, repito, a un diario personal e íntimo— con espíritu
sincero y honrado, sin pruritos de prejuicios ni de inquinas y malas
voluntades, no hallarán en ellas sino la expresión veraz de una gran
admiración, de una gran amistad y de un gran cariño. No es otro mi propósito ni
otro mi pensamiento. Sólo quiero decir en estas paginas —que entrego confiado a
un publico sincero, de espíritu edificante y exento de prevenciones— lo que en
ellas expreso; sólo expreso en ellas lo que siento, y sólo pinto en ellas lo
que he visto y vivido, sin repliegues ni velados designios.
Seria, pues, ocioso buscar en
este libro la presencia de elementos que encierren dobles sentidos.
Puedo afirmar, desde luego, que
Federico poseía un alma grande, generosa y noble, no exenta de altivez:
arrogancia a un tiempo andaluza y gitana. Que era rigurosamente español, y que,
dentro de su españolismo de profundas raíces, era, antes que nada, con devoción
intensa, granadino. Que era del partido de los pobres y de los desamparados
—como siempre decía—, porque se situaba del lado de las víctimas y de los
caídos. Pero si vibraba ante el infortunio ajeno y si le afligía el dolor de
los humildes y de los débiles, era porque llevaba en sí la emoción de la
hermandad cristiana. La doctrina piadosa de Cristo pertenece a todas las
ideologías y a todos los hombres buenos, sin distinción de razas ni de creencias.
Federico era, sobre todo, «amor»; amaba la vida y sus bellezas, amaba a la
Humanidad y amaba a sus hermanos inferiores: los animalitos. Una antigua aya
suya aseguraba que cuando era muy pequeñito hablaba con las hormigas.
Puedo afirmar asimismo —e insisto
en la aseveración con la más honda conciencia— que jamas le vi interesarse —ni
de cerca ni de lejos— en la política violenta generadora de las luchas
fratricidas. Si le he oído alguna vez protestar en contra de ciertos aspectos
del clericalismo, también le he visto seguir a mi lado con embeleso las
procesiones. Si puede haberse sentido alguna vez inflamado por el redoble de
tambores y la llamada de los clarines —vinieran estos fragores de donde
vinieran—, ha obedecido esa impetuosidad tan solo —únicamente y siempre— a una
reacción de artista, a un entusiasmo de poeta fascinado por un escenario de
colores subidos, por cuanto, en su fuero interno, siempre abominó de lo que
significara combates y batallas, destrucción y ruina. Antes que las naves de guerra,
ejercía sobre él su hechizo «ese barco de luces en que la Virgen con miriñaque
avanza por el río de la calle hasta el mar».
Y, por ultimo, afirmo que era
feliz, extraordinariamente feliz y colmado por las hadas. Sano, vigoroso,
fornido, no había tenido que afrontar ni luchas, ni problemas, ni
sufrir las pruebas inherentes a
la pobreza. La única sombra que empeñaba alguna vez su aureola de optimista era
quizá el sentimiento trágico que solía inspirarle la vida. La obsesión de la
muerte —no sólo de la gran muerte de resurrección, sino de la muerte material
en la tierra, el cuerpo deshecho en manjar de gusanos—. Y su obra reflejaba
estos sentires: ascendía a las esferas de las imaginaciones más excesivas para
descender, en un vuelo en picado, a las bellezas de las realidades más
precisas.
Pero, sobre todo, era poeta.
Luego, músico y dibujante personalísimo. Alma sensible y afectiva, naturalmente
fraternal. Corazón de buen amigo. Risa traviesa y alegría sencilla de chico.
Frente amplia, prominente; rostro abierto, animado de manchas brunas. Vitalidad
intensa; en ciertos días, volcánica, torrencial. Y siempre un gran niño
andaluz, de imaginación desbordante y con radiaciones de genio; pero lleno
también de ese encanto prodigioso —imposible de definir— que en su tierra
llaman «cielo».
Su existencia fue la de un astro,
y su fin… magníficamente triste. Pero si también se apagan los soles, las
luminarias que destellaron siguen iluminando el espacio y no mueren.
Fuente:
- Editorial : Editorial Renacimiento; 1er edición (18 Febrero 2008)
- Idioma : Español
- Tapa dura : 664 páginas
- ISBN-10 : 8484723496
- ISBN-13 : 978-8484723493
- Peso del Artículo : 3 pounds
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