Faulkner,
fumando en pipa
Bajo —cinco pies y cinco pulgadas—, fue rechazado por
el ejército norteamericano, y tuvo que ofrecerse voluntario a los canadienses,
por despecho, que lo aceptaron como alumno de aviación. En concreto el 173799,
lo que le permitió pasearse de uniforme por su pueblo, marcial como un general
condecorado, relatando hazañas imaginarias, heroicas todas ellas, ataques y
derribos, sin mencionar la placa de platino que, decía, habían tenido que
implantarle en el cráneo: «Aquí, mire, toque», decía a cualquier chica sureña,
vestida como Escarlata O’Hara, que se le acercaba.
Fabulador, mentiroso, huraño, taciturno, esquivo,
borde… Cuando ya era un autor de éxito una revista le ofreció 5.000 dólares
para que relatara su vida, y él les contraofertó la misma cifra para que le
dejaran en paz.
Fue de todo: pescador, fogonero, pintor de brocha gorda
y, durante gran parte de su vida, prisionero en su pueblo, allí en el sur. En
Powan Oak, una casa de terrateniente acomodado y algo hortera con columnas,
escalinatas y balcones de visillos blancos, como una tarta de boda de tres
pisos. Pasaba el tiempo cazando, montando a caballo y contemplando las
tormentas: cúmulos, nimbos, estratos... Un campesino gruñón y malhumorado que
odiaba las visitas, las charlas sociales, las interrupciones, y que cuando el
presidente Kennedy le invitó a la Casa Blanca dijo, gruñendo, que era demasiado
viejo para viajar tan lejos solo para cenar con un extraño.
Luego está la leyenda; esa parte de alcohol, y de
noches oscuras y botellas de whisky. Una vez, borracho como una cuba, se quedó
dormido, o inconsciente, sobre un radiador, y sufrió graves quemaduras. Bebía
de tal manera que en Hollywood, cuando trabajó de guionista, firmó una cláusula
en la que se comprometía a mantenerse sobrio. Allí —traje de tweed, corbata y
pipa—, tuvo que oír un día cómo Humphrey Bogart le decía mirándole a los ojos
con desgana: «¿Tengo de verdad que decir todo esto?».
Y ahí anduvo, trabajando en una vieja máquina de
escribir que nunca quiso cambiar. En una entrevista le preguntaron por los
mejores escritores de su tiempo. Dudó, apenas un segundo: Hemingway, dijo,
Mann, Dos Passos, y yo.
En su pueblo, el paraíso del whisky y el pudín de
espinacas, hay un pequeño callejón que lleva su nombre: Faulkner Alley, donde
los lugareños, altivos e indiferentes, gente del sur confederado, dicen que lo
mismo es porque allí alguna vez pudo atar su caballo a una tapia
Fuente:
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID