miércoles, 30 de septiembre de 2020

Faulkner, fumando en pipa . 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 



Faulkner, fumando en pipa

 Yoknapatawpha. Un condado de 2.400 millas cuadradas de extensión, abundante caza, terrenos pantanosos, ferrocarril y carreteras polvorientas. Algo más de quince mil habitantes: abogados, esclavos negros, plantadores de azúcar, predicadores, aventureros, soldados… En aquel mundo imaginario —con su cárcel, su Plaza Mayor, sus bares y garitos— mandaba él, William Falkner, sin u, porque fue su primer editor el que, para darle mayor envergadura, decidiría añadir a su apellido una vocal.

Bajo —cinco pies y cinco pulgadas—, fue rechazado por el ejército norteamericano, y tuvo que ofrecerse voluntario a los canadienses, por despecho, que lo aceptaron como alumno de aviación. En concreto el 173799, lo que le permitió pasearse de uniforme por su pueblo, marcial como un general condecorado, relatando hazañas imaginarias, heroicas todas ellas, ataques y derribos, sin mencionar la placa de platino que, decía, habían tenido que implantarle en el cráneo: «Aquí, mire, toque», decía a cualquier chica sureña, vestida como Escarlata O’Hara, que se le acercaba.

Fabulador, mentiroso, huraño, taciturno, esquivo, borde… Cuando ya era un autor de éxito una revista le ofreció 5.000 dólares para que relatara su vida, y él les contraofertó la misma cifra para que le dejaran en paz.

Fue de todo: pescador, fogonero, pintor de brocha gorda y, durante gran parte de su vida, prisionero en su pueblo, allí en el sur. En Powan Oak, una casa de terrateniente acomodado y algo hortera con columnas, escalinatas y balcones de visillos blancos, como una tarta de boda de tres pisos. Pasaba el tiempo cazando, montando a caballo y contemplando las tormentas: cúmulos, nimbos, estratos... Un campesino gruñón y malhumorado que odiaba las visitas, las charlas sociales, las interrupciones, y que cuando el presidente Kennedy le invitó a la Casa Blanca dijo, gruñendo, que era demasiado viejo para viajar tan lejos solo para cenar con un extraño.

Luego está la leyenda; esa parte de alcohol, y de noches oscuras y botellas de whisky. Una vez, borracho como una cuba, se quedó dormido, o inconsciente, sobre un radiador, y sufrió graves quemaduras. Bebía de tal manera que en Hollywood, cuando trabajó de guionista, firmó una cláusula en la que se comprometía a mantenerse sobrio. Allí —traje de tweed, corbata y pipa—, tuvo que oír un día cómo Humphrey Bogart le decía mirándole a los ojos con desgana: «¿Tengo de verdad que decir todo esto?».

Y ahí anduvo, trabajando en una vieja máquina de escribir que nunca quiso cambiar. En una entrevista le preguntaron por los mejores escritores de su tiempo. Dudó, apenas un segundo: Hemingway, dijo, Mann, Dos Passos, y yo.

En su pueblo, el paraíso del whisky y el pudín de espinacas, hay un pequeño callejón que lleva su nombre: Faulkner Alley, donde los lugareños, altivos e indiferentes, gente del sur confederado, dicen que lo mismo es porque allí alguna vez pudo atar su caballo a una tapia

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

 

 

 


martes, 29 de septiembre de 2020

Duras, besos y chistes malos. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 


Duras, besos y chistes malos

 Su infancia estuvo marcada por la humedad. La lluvia, los arrozales, el monzón, la jungla impenetrable y tenebrosa a la que, de niña, miraba con recelo, el mismo con que se mira un pozo. Aquella sombra oscura, opaca y tentadora que era un lugar casi imaginado, una puerta secreta por la que a veces escapaba un tigre —todo fauces y garras—, una serpiente o algo más peligroso.

Criada entre palabras de sonidos exóticos —Cochinchina, elefante, sari—, a la sombra de la vida colonial, un poco de opereta, de estuco y falso techo, creció casi olvidada, escapada de una madre, maestra, viuda, pobre, que hablaba con su marido muerto cada noche, quien desde el más allá les transmitía un tranquilizador mensaje de esperanza.

Hubo algo de aquel país del agua que siempre fue con ella. La exuberancia, el jugo de las frutas, así que cuando la obligaban a comer las manzanas que llegaban de la metrópoli, su tacto algodonoso y seco, áspero en la garganta, como una venda, le provocaba arcadas.

Tenía en contra que era bajita y flaca. Trenzas, pecas, zapatos desgastados, y una expresión adusta, taciturna, rastro de una miseria bíblica y perdurable. Y a favor, una belleza exótica, oriental, de porcelana china, unos labios cereza —siempre rojos—, y un brillo seductor que la hacía, en aquel paraíso del barro, deseable.

Recordó toda su vida la húmeda repulsión del primer beso que le dio, por sorpresa, un amante, y que fue como un pez que tocara sus labios, una babosa, una culebra muerta. Fue besarla y empezar a escupir sobre el pañuelo, como si la saliva fuera venenosa.

Así, casi escupiendo, llegó al París de antes de la guerra con su sensualidad arrebatada, casi perniciosa, que fue dejando a su paso un ejército inconsolable de amantes despechados.

Y después, escribió, todo el tiempo, incansable. Durante una temporada, su casa se llenó de existencialistas, comunistas mundanos, escritores de culto, cineastas, amigos… Más tarde fue el alcohol; una caja diaria de vino de Burdeos. Hasta que veía bichos en la cama. Vacas en la despensa de la casa. Y una muchacha que cargaba libros a su espalda. Visiones que cuando consiguió curarse empezó a echar en falta.

Le encantaban los chistes. Ese del caballo que sale a la calle y se encuentra con una cebra a la que dice, ¿a estas horas todavía con pijama?

Cuando publicó El amante toda Francia se rindió a sus pies. «La Duras», le decían. Fue a la tele, le dieron premios, regalos, agasajos, la recibió el presidente de la República… Aquel beso de pez la hizo millonaria. ¿Cuánto? Nunca lo supo exactamente. A última hora se hizo un poco de lío con los francos. Los antiguos y los nuevos.

 

En la escuela secundaria, tuvo un compañero que se enamoró perdidamente de ella. Cada mañana la iba a buscar, y la acompañaba hasta el colegio. A ella no le gustaba porque tenía los dientes podridos. Así que él le pedía solo que le prestara el anillo. Una pequeña sortija que le había regalado su madre, con una piedra engastada, de color rojo. Ella se lo quitaba con desgana, y lo dejaba caer sobre la palma. Y él lo apretaba en su mano. Y así, a través del metal del anillo, sentía su calor.

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


lunes, 28 de septiembre de 2020

Fragmento 1. Novela. EL TÚNEL. ERNESTO SABATO.

 



"Me hacen reír esos señores que salen con la modestia de Einstein o gente por el estilo; respuesta: es fácil ser modesto cuando se es célebre; quiero decir parecer modesto. Aun cuando se imagina que no existe en absoluto, se la descubre de pronto en su forma más sutil: la vanidad de la modestia. ¡Cuántas veces tropezamos con esa clase de individuos!".

Title: EL TUNEL

Publisher: SUDAMERICANA, ARGENTINA

Publication Date: 1976

Binding: Encuadernación de tapa blanda

Dumas, la buena letra. 44 escritores de la literatura universal.

 


Dumas, la buena letra

Su madre, faltona y ordinaria, dijo un día: «Todos los tontos tienen buena letra». Acababa de hojear el cuaderno de caligrafía de aquel mocetón mulato y sorprendentemente blanco —como un folio, un merengue, un pañito de encaje almidonado—, ojos azules y pelo ensortijado, de un amarillo fértil como el del huevo hilado. Era grande, casi como un monumento de sí mismo, algo descomunal, herencia de un padre gigantesco, general a la antigua, y a caballo. Malo para las ciencias —se quedó en la multiplicación, escasamente—, y para las letras, malo, salvo esa habilidad, que nunca valoraron en su casa, con el tintero y el papel de una raya.

Tuvo un problema en la oficina en la que trabajaba, donde le mareaba el olor a goma, a tinta y a legajo, y una dificultad para sentarse. Sus piernas, bajo la mesa, casi encajadas, debían plegarse y replegarse, y quedaban marcadas de dobleces, como una pajarita, deshecha, de papel. Así que se largó. Y una tarde, al billar, al que siempre jugó como un maestro, ganó un viaje a París —una apuesta—, donde se hizo escritor.

Vivió algo de aquella bohemia romántica, de pelambreras lacias; algo de la revolución, sables y barricadas; y algo también de la gloria mundana: los vítores, los artículos, refulgentes columnas y los ramos de flores que, por sorpresa, llenaron una noche la habitación donde dormía, tirado junto a la cama de su madre, en un colchón. ¡La gloria!

Y ya fue todo así. Éxitos y medallas, y calesas tiradas por caballos en las que acudía a los estrenos, como un príncipe, a veces con un cuello recortado en cartón. «Mi tiempo vale oro», dijo en una ocasión. «Invierto una fortuna en ponerme las botas». Escribía en hojas de colores, para no hacerse un lío: las novelas en azul; en rosa, los artículos, y en papel amarillo los poemas. Siempre con su letra como de exposición, limpia, gris y ordenada. Sin tacha. Historias que publicaban los diarios y con las que toda Francia vibraba al unísono como una claque. Decenas y decenas de cuartillas que salían de su casa como un río. Eso que él llamaba literatura industrial, mecanizada, escrita con troqueles y planchas, y empleados que le hacían las piezas que luego él ensamblaba, o pulía. Tinta y agua de seltz, la fórmula secreta de su genio, y una memoria prodigiosa que le hacía recordar todo lo que vivía, había leído, o le contaban.

Dilapidó su fortuna en industrias ruinosas, en empresas absurdas, en inversiones que nunca eran rentables. Y ya de mayor, algo sordo, comido por las deudas, se levantaba a diario con el pavor de quedarse sin dinero. Y era su hijo, Alexandre, quien le llenaba un cajón de la cómoda con calderilla, céntimos y monedas, y algún botón también, de cobre, que contaba incansable, y ponía en montones, mientras recordaba, lágrimas en los ojos, la muerte del mosquetero Porthos. «Tuve que matarlo», susurraba, mientras se miraba, sorprendido, las manos. Enormes como él.

viernes, 25 de septiembre de 2020

APUNTES ACERCA DEL BLOG.


 

Mi blog.

El blog El laberinto del verdugo, es un blog de orientación literaria pero, sobre todo son mis gustos literarios. En ocasiones, he tratado de hacer recorridos a través de la Historia de la Literatura mediante artículos especializados de revistas universitarias, opiniones de los mismos escritores sobre qué entienden acerca del quehacer literario hasta entrevistas y semblanzas periodísticas.
Todo lo que ha llamado mi curiosidad lo he buscado y lo he puesto en el blog.
En otras ocasiones, he opinado y he vertido mis pensamientos de lo que creo es la Literatura. En resumen, el blog es un catador de mis gustos y preferencias literarias, es la simple visión de un escritor.
Gracias a todas las personas que visitan el sitio... el blog es de todos ustedes.
J.Méndez-Limbrick..
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VISITAS TOTALES. Es un gusto saber que el blog ha tenido una amplia aceptación no solo a nivel nacional sino internacional. Gracias a todos por leer el blog. El blog es de todos ustedes.
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Estados Unidos es el país que mayores visitas hace al Blog. Supongo que la razón es sencilla: el gran número de hispanohablantes que hay en el país del norte. Lamento que Costa Rica esté en un sexto lugar del top 10. Es aventajado por países como México, Argentina, Colombia.
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Carlos Fuentes sigue siendo el escritor más visitado no solo en esta semana sino a nivel global de visitas. Por mucho aventaja al argentino Jorge Luis Borges. En más de un millón y medio de visitas que tiene el blog, Carlos Fuentes supera a todos los escritores latinoamericanos y de otros países.


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VISITAS AYER AL BLOG. Esta semana un aumento considerable de visitas. Supongo que los textos de 44 escritores de la literatura universal, es la responsable del aumento de visitas. A todos nos gustan las anécdotas de escritores. J.
Jorge Méndez-Limbrick
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Dostoievski, el hombre que hizo llorar al zar. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

  


Dostoievski, el hombre que hizo llorar al zar

 Lo habían detenido. Un grupo de cosacos había echado abajo la puerta de su casa y se lo había llevado a empellones, con sus papeles y un saco de pertenencias, pocas. Lo acusaban de conspiración junto a un grupo de estudiantes. Fue juzgado y condenado a muerte, y esa mañana, fría como el tacto de una navaja de barbero, lo bajaron al patio recién amanecido. Allí formaba el pelotón que lo iba a fusilar: las gorras verdes y las viseras negras, los cañones de los fusiles, el correaje, con olor a rancho y a trinchera. Lo ataron a un poste con los ojos vendados y escuchó los gritos de ordenanza del oficial al mando, y los ruidos metálicos, marciales, de una armonía cobriza y afilada, todo un rumor, amenazante, vago, anticipo de la muerte inminente: ¡Atención, pelotón!... ¡Carguen!... ¡Apunten!... No pudo verlo, pero aquel hombre, vestido de comunión ante un mar discontinuo de fusiles, nunca se supo si complacido o no, sacó un pañuelo blanco del bolsillo, y lo dejó caer, teatral, al suelo. Lo habían indultado.

De ahí marchó a la casa de la muerte. Aquella extensión blanca, árida, donde acababa el mundo, los mapas, y la vida.

Un hombre huraño y silencioso. Solitario y esquivo, que siempre odió las matemáticas en la escuela. Pómulos prominentes, barba oscura, el pelo ralo, lacio, peinado con la desgana de los oficinistas, y unos ojos que eran más brasas apagadas, dos portones oscuros enmarcados por profundas ojeras como la sombra violácea, a mediodía, de un balcón.

Vivió una vida de Antiguo Testamento: humillación, pobreza y algo de esa gloria efímera que era como la tierra prometida. Un largo peregrinar de exilios y pensiones, deudas, usura, préstamos que nunca o casi nunca devolvía, y mostradores de las casas de empeño: un abrigo para poner un telegrama, una vez; unos zapatos para comprar papel, otra… Vivió el destierro, el rayo pertinaz del infortunio, la muerte —su mujer, su hermano, su hijo—, la tentación del juego, y aquella enfermedad que era como un demonio, dulce, que se acercaba por sorpresa, seductor, arrogante, y lo arrojaba al suelo como un saco, vueltos los ojos, la boca con espuma; la epilepsia, desde los nueve años.

Así, desposeído, escapado, en ese paraíso de bujía, tinta y papel, escribió El idiota, Los hermanos Karamazov, Crimen y castigo, El jugador, en apenas veintiséis días, dictando a destajo y acuciado por los acreedores… Se dice que cuando el zar leyó Recuerdos de la casa de los muertos, aquel hombre infalible, sanguinario, se echó a llorar como un niño.

Cuando murió, una llamada inaudible recorrió toda Rusia. Las calles se llenaron de gente que chocaba y se daba codazos, en silencio, atropellada, que subía las escaleras de la casa, y tocaba el ataúd con los dedos, y robaba las flores, de recuerdo, en una pequeña habitación, llena, tanto que no había oxígeno suficiente. Y los cirios, dolientes o distraídos, se apagaban. 

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

jueves, 24 de septiembre de 2020

ORDEN CRONOLÓGICO DE LA OBRA BORGEANA.


 

Tomando como fuente principal el sitio web del Instituto Cervantes, hemos confeccionado un orden secuencial y cronológico de la obra del escritor argentino Jorge Luis Borges; sin hacer las clásicas separaciones de: Poesía, Narrativa, Ensayo; disciplinas todas en las que Borges fue un maestro de la Lengua Castellana. 

Jorge Méndez-Limbrick.

Jorge Luis Borges. Cronología de obras

 

 

Poesía- Narrativa-Ensayo-

 

1923.- "Fervor de Buenos Aires"- Poesía-

1925.- "Luna de enfrente"  Poesía-

1925.- "Inquisiciones" Ensayo-

1926.- "El tamaño de mi esperanza" Ensayo-

1928.- "El idioma de los argentinos" Ensayo-

1929.- "Cuaderno San Martín"  Poesía-

1929.- "Textos recobrados" Ensayo-

1930.- "Evaristo Carriego" Ensayo-

1932.- "Discusión" Ensayo-

1935.- "Historia universal de la infamia"- Narrativa

1936.- "Historia de la eternidad" Ensayo-

1942.- "El jardín de los senderos que se bifurcan"- Narrativa

1943.- "Poemas"  Poesía-

1944.- "Ficciones. - Narrativa

1947.- "Nueva refutación del tiempo" Ensayo-

1949.- "El Aleph"- Narrativa

1950.- "Aspectos de la poesía gauchesca" Ensayo-

1951.- "La muerte y la brújula"- Narrativa

1952.- "Otras inquisiciones" Ensayo-

1960.- "El hacedor"   Poesía-

1960.- "Obras completas" Ensayo-

1961.- "Antología personal" Ensayo-

1967.- "Para las seis cuerda"   Poesía-

1968.- "El libro de los seres imaginarios" Ensayo-

1969.- "El otro, el mismo"   Poesía-

1969.- "Elogio de la sombra"   Poesía-

1970.- "El informe de Brodie"- Narrativa

1971.- "El congreso" Ensayo-

1972.- "El oro de los tigres" Poesía-

1974.- "Prólogos con un prólogo de prólogos" Ensayo-

1974.- "Obras completas" Ensayo-

1975.- "La rosa profunda"   Poesía-

1975.- "El libro de arena"- Narrativa

1976.- "Obra poética" Poesía-

1976.- "La moneda de hierro" Poesía-

1976.- "Historia de la noche" Poesía-

1976.- "Libro de sueños" Ensayo-

 

1980.- "Borges oral" Ensayo-

1980.- "Siete noches" Ensayo-

1981.- "La cifra" Poesía-

1982.- "Nueve ensayos dantescos" Ensayo-

1983.- " 25 de agosto, 1983"- Narrativa

1985.- "Los conjurados" Poesía-

1986.- "Biblioteca personal" Ensayo-

 

Fuente:

https://www.cervantes.es/bibliotecas_documentacion_espanol/biografias/nueva_york_jorge_luis_borges_1.htm

 

 

Dickens, los potes de betún. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 

 



Dickens, los potes de betún

 Una vez, faltó el ponche de limón. Otra, desapareció el postre. Más tarde alguna taza, y la cubertería. Aquella plaga lenta, pertinaz, se fue extendiendo a toda la casa: la mesa, el velador del cuarto, la alacena. Todo se iba esfumando casi sin dejar rastro; apenas una marca en el suelo; una sombra discreta, invisible, en la alfombra. Si no, habría acabado por dudar si alguna vez tuvieron... Postre. Ponche. Pan. Muebles…

Lo siguiente es que el padre fue a la cárcel. La de Marshalsea, donde ingresaban quienes no podían responder de sus deudas. Así que el pequeño Charles —diez años, siete hermanos y una madre que era toda llanto, hipo, mocos— se hizo cargo de todo: limpiaba los zapatos, hacía la compra y vendía lo poco que quedaba: un candelabro, un bol.

Y a todo se fue habituando, menos a la fábrica de betún.

Tenía once años y trabajaba como aprendiz en un sótano umbrío, rodeado de chicos como él, apenas unos niños, hambrientos y asustados. El ejército de los desarrapados. Tenía que cubrir cada pote de betún con un papel parafinado sobre el que iba otro azul, atar ambos y pegar la etiqueta.

Consiguió ser tan rápido, tan pulcro en su trabajo, que los dueños lo trasladaron a un escaparate para que, desde la calle, pudiera verse el proceso de envasado. Allí se sentaba a diario, durante diez o más horas, a cambio de seis chelines semanales que cobraba los sábados. Y allí era visto y veía a los chicos que comían, delante de él, confituras, helados y pasteles, mientras pegaban la nariz al cristal que los separaba y por el que le veían a él trabajar.

Nunca consiguió superar esa íntima, secreta, perdurable sensación de vergüenza. Y buena parte de lo que después escribió tuvo que ver con aquel trauma infantil del pote de betún. La explotación. La desventura. El frío.

Acabó trabajando de pasante, con su letra cuidada y femenina, aprendió taquigrafía y se hizo cronista parlamentario. Y escritor. El más popular de su tiempo. Sus fans lo acosaban, y corrían tras de él hasta su casa, que cada navidad se llenaba de pollos y verduras, magdalenas y flores que le enviaban. Dio recitales por todo el país, en los que representaba sus propios personajes: action, se lee anotado en uno de los libros que utilizaba para leer en voz alta; murder coming, la muerte se acerca, en otro. Resultaría profético. En una de esas veladas se emocionó de tal manera —los ojos agrandados, el pulso agitado, marcial como un redoble— que le dio una congestión. Otra, tiempo después, lo mataría.

Sus hijas, ya mayores, contaron cómo una vez, jugando a encadenar palabras —la precedente acababa en war—, Dickens vaciló, se mordió un labio, y dijo, como una retahíla, Warren’s Blacking Strand, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Era la dirección de la fábrica de betún.

Le dijeron que calles no valían. Las reglas, en ese aspecto, eran estrictas.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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