lunes, 28 de septiembre de 2020

Dumas, la buena letra. 44 escritores de la literatura universal.

 


Dumas, la buena letra

Su madre, faltona y ordinaria, dijo un día: «Todos los tontos tienen buena letra». Acababa de hojear el cuaderno de caligrafía de aquel mocetón mulato y sorprendentemente blanco —como un folio, un merengue, un pañito de encaje almidonado—, ojos azules y pelo ensortijado, de un amarillo fértil como el del huevo hilado. Era grande, casi como un monumento de sí mismo, algo descomunal, herencia de un padre gigantesco, general a la antigua, y a caballo. Malo para las ciencias —se quedó en la multiplicación, escasamente—, y para las letras, malo, salvo esa habilidad, que nunca valoraron en su casa, con el tintero y el papel de una raya.

Tuvo un problema en la oficina en la que trabajaba, donde le mareaba el olor a goma, a tinta y a legajo, y una dificultad para sentarse. Sus piernas, bajo la mesa, casi encajadas, debían plegarse y replegarse, y quedaban marcadas de dobleces, como una pajarita, deshecha, de papel. Así que se largó. Y una tarde, al billar, al que siempre jugó como un maestro, ganó un viaje a París —una apuesta—, donde se hizo escritor.

Vivió algo de aquella bohemia romántica, de pelambreras lacias; algo de la revolución, sables y barricadas; y algo también de la gloria mundana: los vítores, los artículos, refulgentes columnas y los ramos de flores que, por sorpresa, llenaron una noche la habitación donde dormía, tirado junto a la cama de su madre, en un colchón. ¡La gloria!

Y ya fue todo así. Éxitos y medallas, y calesas tiradas por caballos en las que acudía a los estrenos, como un príncipe, a veces con un cuello recortado en cartón. «Mi tiempo vale oro», dijo en una ocasión. «Invierto una fortuna en ponerme las botas». Escribía en hojas de colores, para no hacerse un lío: las novelas en azul; en rosa, los artículos, y en papel amarillo los poemas. Siempre con su letra como de exposición, limpia, gris y ordenada. Sin tacha. Historias que publicaban los diarios y con las que toda Francia vibraba al unísono como una claque. Decenas y decenas de cuartillas que salían de su casa como un río. Eso que él llamaba literatura industrial, mecanizada, escrita con troqueles y planchas, y empleados que le hacían las piezas que luego él ensamblaba, o pulía. Tinta y agua de seltz, la fórmula secreta de su genio, y una memoria prodigiosa que le hacía recordar todo lo que vivía, había leído, o le contaban.

Dilapidó su fortuna en industrias ruinosas, en empresas absurdas, en inversiones que nunca eran rentables. Y ya de mayor, algo sordo, comido por las deudas, se levantaba a diario con el pavor de quedarse sin dinero. Y era su hijo, Alexandre, quien le llenaba un cajón de la cómoda con calderilla, céntimos y monedas, y algún botón también, de cobre, que contaba incansable, y ponía en montones, mientras recordaba, lágrimas en los ojos, la muerte del mosquetero Porthos. «Tuve que matarlo», susurraba, mientras se miraba, sorprendido, las manos. Enormes como él.

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