Dumas,
la buena letra
Su madre, faltona y ordinaria, dijo un día: «Todos los tontos tienen buena letra». Acababa de hojear el cuaderno de caligrafía de aquel mocetón mulato y sorprendentemente blanco —como un folio, un merengue, un pañito de encaje almidonado—, ojos azules y pelo ensortijado, de un amarillo fértil como el del huevo hilado. Era grande, casi como un monumento de sí mismo, algo descomunal, herencia de un padre gigantesco, general a la antigua, y a caballo. Malo para las ciencias —se quedó en la multiplicación, escasamente—, y para las letras, malo, salvo esa habilidad, que nunca valoraron en su casa, con el tintero y el papel de una raya.
Tuvo un problema en la oficina en la que trabajaba,
donde le mareaba el olor a goma, a tinta y a legajo, y una dificultad para
sentarse. Sus piernas, bajo la mesa, casi encajadas, debían plegarse y
replegarse, y quedaban marcadas de dobleces, como una pajarita, deshecha, de
papel. Así que se largó. Y una tarde, al billar, al que siempre jugó como un
maestro, ganó un viaje a París —una apuesta—, donde se hizo escritor.
Vivió algo de aquella bohemia romántica, de pelambreras
lacias; algo de la revolución, sables y barricadas; y algo también de la gloria
mundana: los vítores, los artículos, refulgentes columnas y los ramos de flores
que, por sorpresa, llenaron una noche la habitación donde dormía, tirado junto
a la cama de su madre, en un colchón. ¡La gloria!
Y ya fue todo así. Éxitos y medallas, y calesas tiradas
por caballos en las que acudía a los estrenos, como un príncipe, a veces con un
cuello recortado en cartón. «Mi tiempo vale oro», dijo en una ocasión.
«Invierto una fortuna en ponerme las botas». Escribía en hojas de colores, para
no hacerse un lío: las novelas en azul; en rosa, los artículos, y en papel
amarillo los poemas. Siempre con su letra como de exposición, limpia, gris y
ordenada. Sin tacha. Historias que publicaban los diarios y con las que toda
Francia vibraba al unísono como una claque. Decenas y decenas de cuartillas que
salían de su casa como un río. Eso que él llamaba literatura industrial,
mecanizada, escrita con troqueles y planchas, y empleados que le hacían las piezas
que luego él ensamblaba, o pulía. Tinta y agua de seltz, la fórmula secreta de
su genio, y una memoria prodigiosa que le hacía recordar todo lo que vivía,
había leído, o le contaban.
Dilapidó su fortuna en industrias ruinosas, en empresas
absurdas, en inversiones que nunca eran rentables. Y ya de mayor, algo sordo,
comido por las deudas, se levantaba a diario con el pavor de quedarse sin
dinero. Y era su hijo, Alexandre, quien le llenaba un cajón de la cómoda con
calderilla, céntimos y monedas, y algún botón también, de cobre, que contaba
incansable, y ponía en montones, mientras recordaba, lágrimas en los ojos, la
muerte del mosquetero Porthos. «Tuve que matarlo», susurraba, mientras se
miraba, sorprendido, las manos. Enormes como él.
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