viernes, 27 de noviembre de 2020

Rimbaud, la quemadura de la gloria. 44 escritores de la literatura universal.

 


Rimbaud, la quemadura de la gloria

 Hay una foto suya —los labios apretados, el pelo revuelto, la mirada de los cien metros, esa que se atribuye a los combatientes y a las celebridades— hecha en el estudio Étienne Carjat. Un retrato ovalado, en blanco y negro, de rosetón o efigie. Acababa de recitar unos versos en la cena de los Vilains bonshommes, y de allí lo sacaron a hombros, como a un torero, vitoreándolo, agitándolo, enarbolándolo, y lo pusieron delante de la cámara. Alguien le anudó una pajarita al cuello, que luce como un gorrión muerto, y otro le abotonó el chaleco, gris, sin saltarse un ojal. Y ahí está. Un niñato arrogante, arisco y malagradecido, según el testimonio de quienes lo estimaban, que andaba por París, como un clochard, durmiendo en casas y buhardillas, de prestado, camaranchones, bares, cuartuchos y desvanes, coqueteando con el hachís y con Verlaine, y no precisamente en ese orden.

Acabó por seducirlo, se le enroscó como una serpiente venenosa en la pierna, una pitón, mortal, abrazadora, y se escaparon a Londres. Arthur y Paul. Allí anduvieron, escondidos y hallados. Buscándose, esquivándose. Como dos imanes en la clase de ciencias, se atraen y se repelen. Se dicen los peores adjetivos, se señalan de noche con el dedo —los ojos inyectados— y se miran con el desdén de los acusadores. De repente Verlaine, no se sabe exactamente cómo, le pega un tiro.

Contaron ante el juez que había sido un accidente, una fatalidad, un percance. Que el pequeño revólver, brillante y escurridizo como un pez de colores, se disparó al chocar con una puerta. La bala rozó a Rimbaud en la muñeca, nada grave, solo primera sangre. Pasó en el hospital un par de noches. Y Verlaine, dos años en la cárcel.

Cuando publicó su primer libro, unos meses más tarde, lo tituló, muy elocuente, Una temporada en el infierno. La edición, salvo seis ejemplares, quedó en los almacenes del impresor, donde treinta años más tarde los encontraría el avispado abogado y bibliófilo belga Léon Losseau, que los vendió por una pequeña fortuna. Rimbaud acababa de cumplir diecinueve años. Y no volvió a escribir.

Se alistó en la legión extranjera, desertó, trabajó en un circo, y después escapó, quizá solamente de sí mismo: Chipre, Sudán, Etiopía, Yemen, barcos, caballos, trenes… Comerció con marfil, fue traficante de armas, empleado, geógrafo, siempre cargado con un cinturón donde guardaba quince mil francos en oro. Casi ocho kilos.

jueves, 26 de noviembre de 2020

Rilke y los japoneses. 44 escritores de la literatura universal.

 


Rilke y los japoneses

 

Contaba a menudo un extraño suceso que le ocurrió un verano, en Weimar, cuando visitaba la casa de Goethe. Se hospedaba en el Zun Elefanten, un viejo hotel con leyenda y suelos de madera, manteles de hilo y camareras con cofia, y volvía caminando por un parque. Casi de repente empezaron a sonar truenos lejanos, y el cielo se cubrió de nubes de tormenta. Un viento inesperado, frondoso y entusiasta, comenzó a sacudir las ramas de los árboles, y cayó una niebla blanca e inconsistente, algo ingrávida, como un cristal opaco. Al cabo de un momento se había perdido. Consiguió llegar a una casita a cuya puerta llamó insistentemente en vano, un segundo antes de que empezara a llover. Y en aquel laberinto oscuro y lleno de sombras, a punto de rendirse, distinguió a lo lejos tres figuras, borrosas y espectrales, a las que se acercó en medio del violento chaparrón. Al llegar a la primera, se topó con sus ojos rasgados, el gesto sorprendido, y un lento balbuceo incomprensible, igual que los demás. ¡Eran japoneses!, decía entusiasmado. ¡Tres japoneses en medio de una tormenta en Weimar! Intentó, durante semanas, encontrar el significado oculto de aquella historia. Porque siempre tuvo una idea trascendente de cuanto le ocurría, algo de visionario, de nigromante de cucurucho en la cabeza y túnica azulona, con estrellas.

Era pequeño, no muy agraciado, la cara abotargada, ancha la nariz, como de boxeador, labios llenos, oscuros, y un bigote casi como de pega, de carnaval o broma. Un aspecto que recordaría al de los bandoleros de aquel México de Pancho Villa, el de las balaceras y las cananas cruzadas sobre el pecho, de no haber sido por sus ojos, inesperadamente azules, un tanto femeninos, por lo visto.

Tenía una caligrafía clara y limpia, casi sin correcciones, y un cuaderno que llevaba en el bolsillo de su chaleco de satén negro, siempre abotonado hasta arriba como un banquero. Eso y una tendencia a hacer planes que nunca llevaba a cabo: dedicarse a la egiptología, aprender a montar a caballo, estudiar Medicina… Así, anduvo de aquí para allá: Alemania, Francia, Suiza, Rusia, España, viajero empedernido. Después vino la guerra, y lo hicieron soldado, de refilón. En París, entraron en su casa, y subastaron sus bienes, por pertenecer a un súbdito enemigo, pequeñas mezquindades de la historia: cuadros, cartas, muebles… Tenía imágenes de santos, muchas de san Francisco penitente, y flores siempre frescas. Entre ellas, alguna rosa de cinco pétalos de color rojo encendido. Y cuenta la leyenda que un día, en el jardín, preparando un ramo para una amiga, se pinchó un dedo con una espina. Y que la infección agravó la leucemia que sufría, y que de eso murió: de una espina de rosa. No se sabe si es cierto. No creo que le importara. En su epitafio dice: «Rosa, oh contradicción pura, placer, ser el sueño de nadie bajo tantos párpados».

miércoles, 18 de noviembre de 2020

A la busca de Proust. 44 escritores de la literatura universal.

 


A la busca de Proust

Vestía botines de charol, guantes blancos, chistera, pajarita y un lirio en el ojal de la levita. Un esnob de modales refinados. Un señorito ocioso y distinguido, algo excéntrico, raro, que llevó una vida regalada de salones, balnearios y cenas en el Ritz, de madrugada, donde todos los camareros le conocían por su nombre. Un mundo, el suyo, de habanos con vitola, de propinas que excedían el salario mínimo, y noches en la ópera, en el que, quien más quien menos, mandaba a planchar sus camisas a Londres, en barco.

Tenía unos ojos oscuros que alguien calificó de persas —como los gatos—, algo almendrados, el pelo dividido por una raya y un bigote que a ratos era azul, de puro negro, y otras raleaba, despeluchado y lacio, como el de un consejero chino de alto rango.

Fue, claro, un niño caprichoso, criado entre algodones y suelos de tarima, chimeneas de mármol, y casas que ya en aquel entonces tenían ascensor y gas en cada piso, y doncella y lacayo, y dinteles de yeso. Así que durante tiempo, mucho, vivió sin más preocupación que salir a la calle a deshora, ya anochecido, una vez que el polvo del pavimento se hubiera posado y no agravara su asma. Eso y las inversiones, casi siempre ruinosas, porque solo compraba, con poético instinto financiero, los valores de aquellas compañías cuyos nombres le gustaban: «El Ferrocarril de Tanganika», «Las minas de oro australianas», «La compañía del comercio del Oriente».

Pero un día mojó una magdalena en manzanilla y montó todo el lío: se encerró en una habitación con las paredes forradas de corcho, las ventanas cubiertas con gruesos cortinajes que nunca se abrían, y un polvo denso y pesado en el aire, para el asma, que hacía que todos los vecinos protestaran. Un lugar irrespirable, al tiempo abrigador, oscuro, donde pasó diez años, metido en la cama con dos o tres jerséis, o con abrigo —friolero hasta el ridículo—, escribiendo. Un escenario de lámparas de tulipa verde, plumillas, tinteros, portaplumas, varios pares de gafas… El mártir de la literatura.

Su manera de trabajar consistía en añadir, extenderse, pararse en los detalles. Tantos y tantas veces que llenaba los márgenes de notas, y pegaba papeles con engrudo en las hojas hasta que quedaban rígidas como cartones. Tenía un problema con el café que Celeste, su fiel criada, le hacía intentando que coincidiera con el momento justo en que se despertaba, a media tarde, porque odiaba tomarlo recalentado.

Cuando en 1971 se organizó en París una exposición (magna) para celebrar los cien años de su nacimiento, muchos vieron a una pareja mayor que señalaba de vez en cuando un objeto en una vitrina; uno de sus manuscritos, sus tarjetas. «Ya ves, querida», dijo el anciano al salir, «el pequeño Marcel ha conseguido finalmente ser alguien». Desde entonces, todas las panaderías de Combray venden a los turistas magdalenas.


Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


martes, 17 de noviembre de 2020

Poe, pobre. 44 escritores de la literatura universal.

 


Poe, pobre

Nunca, nadie, jamás, ha tenido una inclinación tan acusada a la desdicha. Una tan persistente adversidad. Una tan lamentable mala suerte. El aura del desamparo, escribió de él Baudelaire sin pararse a elegir los adjetivos. Todo se le volvió en contra, se agostó a su paso, se convirtió en fatalidad y en infortunio: una vida azarosa, áspera y delirante.

Hijo de padres actores, su madre tuvo que suspender una actuación en La máscara de bronce porque se puso de parto. Y le llamaron Edgard por el hijo de Gloucester, en El rey Lear. Vivió una infancia breve rodeado de voces impostadas, y un similor de coronas, espadas y túnicas de rojo carmesí, con borlas de lana oscura que imitaban armiño. Su madre, de la que nunca se acordaría, murió bella y mundana, comida de miseria, de cien tipos de hambre, apenas cumplidos los veinticuatro años. Su padre igual; murió. Con los ojos pintados, y una sombra de color en el rostro que ocultaba la palidez febril del desamparo. Pobre Poe.

Fue recogido por una familia adoptiva que le dio el apellido, Allan, y una educación estricta y esmerada, de internado, en la que disfrutó, lo mismo nada, de cama individual, asiento en la iglesia y cordones para los zapatos.

Y hubo un momento, cuentan, en que fue un niño travieso y divertido, que se disfrazaba de fantasma en las fiestas, o arrancaba gritos histéricos a las niñas con serpientes de pega. También fue oficinista, y soldado, y fue dejando un rastro de nombres falsos y préstamos, y de cartas que fechaba en lugares donde nunca había estado. Por ejemplo, Moscú. Y Roma, por ejemplo.

Y algo ocurrió después que lo convirtió todo en tragedia lastimosa, en desastrosa batalla con la vida. Una impresión de hambre y privación: proyectos insólitos, negocios ruinosos, destinos fatales… Un día, un diario de Baltimore convocó un concurso de cuentos al que se presentó. Y alguien de aquel jurado desganado, casi narcotizante, apreció su caligrafía hermosa, su trazo recto y elegante, airoso y pulcro. Leyeron apenas una página, sin ganas, y le dieron el premio, ¡por la letra! Cuando fue a recogerlo vieron llegar a un joven de delgadez extrema, que de lejos rezumaba arrogancia. De cerca, su levita gastada, sus pantalones raídos, y sus ojos violeta.

Llegaba de ese infierno de láudano y alcohol, y de sueños verdosos de los que no se vuelve. Y una noche de octubre lo encontraron tendido en una calleja. Balbucía un idioma ininteligible. Todo el mundo había muerto. Sus padres, sus amigos, su mujer, apenas una niña. Y él, a los pocos días, hablando a gritos con personajes que solo él veía, espectros o fantasmas, o alguien que imaginaba. A su entierro acudieron tres personas.

Su tía mandó una nota a uno de los periódicos en los que trabajaba: «Notifique su muerte y, por favor, hable bien de él. Sé que lo hará, pero no deje de explicar qué hijo tan afectuoso fue siempre para mí. Siempre».

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


miércoles, 11 de noviembre de 2020

Pessoa, sociedad limitada. 44 escritores de la literatura universal.

 


Pessoa, sociedad limitada


Es cierto que cuando entraba en uno de los cafés que frecuentaba, el Martinho, el Brasileira, elegía siempre una mesa grande porque con él se colaban, sigilosos, más de una docena de tipos —seudónimos, heterónimos, ortónimos—, cada uno con su nombre y apellidos, su biografía, su ristra de cuartillas, sus pantalones con raya y sus zapatos negros.

El hombre nación llegaron a llamar, exagerando, a aquel tipo menudo, de inmaculadas camisas blancas y pulcros trajes oscuros cosidos a medida y que con frecuencia olvidaba pagar. El hombre vecindario, el hombre barrio, el hombre comunidad de propietarios que, como un iceberg, daba cobijo bajo su gabardina, abotonada hasta el cuello, a un número de personalidades suficiente para montar un equipo de fútbol: Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Bernardo Soares, António Mora, Rafael Baldaya… Tantos que cada vez que tomaba una decisión —qué se cena, dónde vamos— debía convocar una junta, una asamblea, un referéndum. Así que a menudo se hacía un lío con cartas o poemas que firmaba con el nombre de otro y de las que luego se desdecía u olvidaba.

Nacido en Lisboa, en 1888, Fernando António Nogueira Pessoa vivió con un miedo insuperable a la locura. Recordaba a la abuela paterna, Dionísia Estrela, y aquellas peroratas terribles cargadas de palabras malsonantes, explosivas, que murmuraba ante los niños: la mirada perdida, vidriosa, el pelo enmarañado, los dedos, afilados como cortaplumas, que les señalaban, acusadores… La abuela perturbada, ida, la abuela loca.

Hay dos o tres retratos de él con su inseparable sombrero de ala, gafas de miope, ojillos vivarachos y un bigotito recortado como un triángulo isósceles. Así, con una pequeña maletita de cuero, caminaba a diario, el paso decidido, por la Lisboa del sol y la neblina, rumbo a su vida tranquila, metódica, ordenada. Profesión, «corresponsal de casas comerciales»: plumillas, tinta, goma de pegar, sellos, impresos…

Se enamoró de una compañera de oficina, Ofelita, a quien dejaba pequeños regalos en el cajón de su escritorio: muñequitos de alambre, algún mueble minúsculo de casa de muñecas, una pulsera. Durante tiempo, pasó a diario, caminando, ante su casa. Y en la acera, se paraba un momento para hacer muecas que ella veía, divertida, desde su ventana. Pero un día no paró, siguió caminando serio, atribulado, con la mirada baja, ¿es que ya no me quieres?... Le contó al día siguiente que había descubierto a sus padres mirando desde otra de las habitaciones de la casa.

El resto fueron empresas ruinosas, inventos absurdos —la carta sin sobre, el anuario internacional— y alcohol de cirrosis. Cuando murió dejó un baúl, como el de la Piquer, lleno hasta arriba de papeles. Un universo que hay que transitar con mapa, o mejor con planisferio. Celeste, por supuesto, como corresponde a los dioses miopes.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID

 


miércoles, 4 de noviembre de 2020

Nabokov, el cazamariposas. 44 escritores de la literatura universal.

 


Nabokov, el cazamariposas

  Vivía en San Petersburgo, y tenía siete años cuando reparó en su primera mariposa: un macaón de alas amarillas con manchas negras y ocelos de color cinabrio que revoloteaba por los jardines de su casa. Lo cazó para él un conserje, con su gorra de plato, y lo metió en un armario con un puñado de bolas de naftalina para que se ahogara. Dejó pasar, impaciente, la mañana. Dejó pasar la tarde para asegurarse. Y antes de irse a dormir apoyó la mano en la puerta y acercó el oído, como un médium, para ver si lo escuchaba aletear. Y cuando se hizo de día, abrió el armario y vio, sorprendido, tal vez secretamente complacido, cómo la mariposa, con un vuelo errático, incorpóreo igual que una pavesa, salía revoloteando, cruzaba la habitación, sin inmutarse, y escapaba por la ventana abierta, otra vez al jardín, dejando tras de sí un rastro invisible a naftalina.

El pequeño Vladimir. Tuvo una infancia de casas de campo, de jabones ingleses, de bigotes de guía, ropa blanca, de hilo, un ejército de institutrices y nodrizas —Miss Rachel, Miss Clayton, Miss Norcott—, y el silbato de plata que venía con los trajes de marinero.

Eso y una relación interminable, un listado completo de enfermedades infantiles: vómitos, fiebre, tos, anginas, sarampión, escarlatina… Una madre que salía de casa en un trineo, como Ana Karenina, y le compraba un regalo diario, y un padre que cada noche escribía el menú del día siguiente en un papel, y se lo entregaba al mayordomo.

Y en eso llegó Lenin, con la hoz y el martillo y la bandera roja, e hizo que la colgaran en todos los balcones. El viejo Lenin de la calva y la perilla, y sus ruidosos bolcheviques, cargados de estrellas, y caballos, y gorros de fieltro gris. Su padre le mandó con sus hermanos a Crimea: les dio un beso, y les hizo en la frente la señal de la cruz. Y ese mundo de bañeras plegables y pelotas de tenis, tan blancas como el talco, se convirtió en otro de casas de empeño, y joyas escondidas, y de recias maletas con las que iría aquí y allá, a la patria de todos los acentos.

Tuvo obsesión, siempre, por el ajedrez, los lápices afilados, y los lepidópteros. No sé si en ese orden. Cazó mariposas por todo el mundo, con calzón corto, una visera a cuadros, y una tupida red que rozaba lo ridículo. Después se dedicó a escribir, como una religión, un credo. Un día, desesperado, empapado en sudor, desencajado, cogió el manuscrito de Lolita, ese que empieza con «Lolita, luz de mi vida», y lo arrojó a una hoguera en el jardín. Fue su mujer, Vera, quien apagó las llamas, lo rescató humeante, y le convenció para que lo terminara.

Y nada, ya viejo, se dedicó a pasear, recordando a menudo aquella mariposa de alas amarillas que se escapó al jardín, y las cartas que tal vez le enviara, allí en la vieja Rusia, una novia que tuvo, Tamara, a una dirección en la que había dejado de vivir para siempre.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


martes, 3 de noviembre de 2020

Thomas Mann, las cosas pequeñas. 44 escritores de la literatura universal.

 



Thomas Mann, las cosas pequeñas

 Tuvo una predilección, obsesiva, por los números redondos. Una vocación secreta de contable, de brujo o cabalista, que le hacía cuadrar fechas y efemérides. Nacido en 1875, veinticinco años —exactos— más tarde publicó Los Buddenbrook y veinticinco después La montaña mágica. Así que en 1950, según sus cuentas, le tocaba morirse. Se equivocó.

Quiso ser, de pequeño, pastelero o revisor de tranvías, aunque no le habría ido mal de actor: no había cosa que más le divirtiera que salir de su casa fingiendo ser un príncipe, un banquero, un explorador de lejanas aventuras: el paso decidido, el juego acompasado del bastón, la mirada altiva… Porque tenía el porte, la apostura, la impronta distintiva y formal del elegido: bigote de cepillo, los labios apretados, la mano descansando en la barbilla. Un joven que miraba a menudo a través de unos binoculares. Con ellos vio una vez al emperador Guillermo I, circulando en un coche descubierto en un desfile. Se fijó en sus dedos deformados, que no llegaban a llenar el guante con el que saludaba, y el brillo deslumbrante, en el pecho, de las cruces de diamantes y oro.

Toda su vida estuvo pendiente de las cosas pequeñas. Ordenado hasta la pedantería, como dijo su hijo Klaus, sus diarios, que no pudieron consultarse hasta veinte años después de su muerte (otra cifra redonda), son un rosario de pequeñeces carentes de importancia: hábitos, síntomas, quejas y padecimientos minúsculos descritos con la minuciosidad del amanuense. Anotaba la frecuencia con que iba al baño —«pude hacer mis necesidades después del desayuno»—; sus achaques —«dolores de cintura esta tarde, ligeras molestias abdominales»— o su actividad sexual —«anoche, cohabitación con K.».

Fumó con el convencimiento, ingenuo, de que nunca puede pasarle a uno nada con un cigarro entre los dedos, o en la playa. Y optó por duras, rígidas, penosas jornadas de trabajo en las que escribía no menos de cinco hojas diarias —mil ochocientas al año, más de cien mil a lo largo de su vida—, además de las cartas, tres o cuatro, que respondía a mano, cortés y amable y que echaba al correo al día siguiente.

Cuando Hitler llegó al poder, se hizo checo y norteamericano. Para conseguir la nacionalidad había que hacer un examen sobre la Constitución y las costumbres. Normalmente una conversación de apenas diez minutos, puro trámite. Con él, la funcionaria se demoró una hora. Al terminar le dijo que contaría a todo el mundo, el resto de su vida, aquel día inolvidable en que estuvo hablando una hora con Thomas Mann.

Una mañana, al levantarse, vio que tenía una pierna el doble de gruesa que la otra, aproximadamente. Los médicos no le dieron importancia, y le mandaron reposo. «¿A quién se le ocurre andar por ahí mirando la gordura de sus piernas?», se dijo moviendo complaciente la cabeza un par de días antes de morir.

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


lunes, 2 de noviembre de 2020

Jack London, armado en la cubierta. 44 escritores de la literatura universal.

 


Jack London, armado en la cubierta

 Tenía cinco años cuando cogió su primera borrachera. Su padre estaba trabajando en el campo, bajo ese sol que es al tiempo pródigo y homicida, caliente y nutritivo, irrespirable, y le mandó a su casa por cerveza.

El pequeño cubo metálico, lleno hasta el borde, sujeto a duras penas, derramaba aquel líquido viscoso al saltar sobre los caballones de los surcos. Y allí parado, bajo el sol inclemente, pegajoso, empapado, dio un trago, y notó un sabor áspero en la garganta, algo árido, desagradable acaso, sobre todo prohibido. Dio otro trago, largo y empalagoso, que desbordó su boca y resbaló por la comisura de los labios, y un tercero que fue como un boquete, un agujero donde cayó de bruces en ese mismo instante, elástico, risueño, también él mismo líquido y espuma, según la casa, el campo, su padre, el cubo, todo, comenzaba a girar, como una noria.

Diríase que su biografía estuviera construida a golpe de serrucho, gubia, piqueta, tierra. Metida a martillazos, como una chapa informe, por la fuerza, en una vida llamativamente corta (murió con apenas cuarenta años), que fue una carrera frenética, angustiosa y errática, aquí y allá, deprisa siempre. Ya. Enrolado en ese ejército, informe y nebuloso, de buscavidas, fue vendedor de periódicos, carbonero, empleado en una enlatadora, planchador. Hizo chapuzas, aprendió a pelear —bravucón, camorrista—, fue también vagabundo, estuvo detenido, fue buscador de oro y bombero.

Con un préstamo se compró una goleta, y se dedicó a la pesca ilegal de ostras. Valiente, temerario... Se contaba de él que una vez navegó en la cubierta del Razzle-Dazzle, su barco, apuntando con una escopeta a otro capitán que intentaba abordarlo, mientras gobernaba el timón y la vela con las piernas. Recién cumplidos los dieciocho años, aquel mundo de tabernas y pistolones, de crudeza y colmillos retorcidos, mostró su verdadera faz: «Whisky Bob había muerto», contaba. «El viejo Cole, Smoudge y Bob Smith, muertos. Otro Smith se había ahogado, el francés Frank andaba escondido por los ríos, temeroso por algo que había hecho...».

Empezó a escribir, por las noches. Mil palabras al día en una vieja máquina que solo tenía mayúsculas, maciza e insolente, con la que tenía que pelearse como un boxeador de peso pluma. Enviaba sus cuentos a periódicos y revistas, y durante tiempo midió el éxito por el número de papeletas que podía desempeñar: el reloj, la bicicleta y el impermeable que su padre le había dejado en herencia, y que fue su único legado.

Se casó, se compró un rancho, cambió de máquina de escribir, y con el dinero que le proporcionaba cada libro, compraba cuatrocientos acres más de aquel sitio que era como un país que él mismo gobernaba. «No hay cien hombres entre un millón que hayan tenido mi suerte», dijo un día, perdiendo la mirada, desde el porche, en esa extensión lejana y verdeante, donde Frank el francés estaba todavía escondido. O muerto.

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