Rilke
y los japoneses
Era pequeño, no muy agraciado, la cara abotargada,
ancha la nariz, como de boxeador, labios llenos, oscuros, y un bigote casi como
de pega, de carnaval o broma. Un aspecto que recordaría al de los bandoleros de
aquel México de Pancho Villa, el de las balaceras y las cananas cruzadas sobre
el pecho, de no haber sido por sus ojos, inesperadamente azules, un tanto
femeninos, por lo visto.
Tenía una caligrafía clara y limpia, casi sin
correcciones, y un cuaderno que llevaba en el bolsillo de su chaleco de satén
negro, siempre abotonado hasta arriba como un banquero. Eso y una tendencia a
hacer planes que nunca llevaba a cabo: dedicarse a la egiptología, aprender a
montar a caballo, estudiar Medicina… Así, anduvo de aquí para allá: Alemania, Francia,
Suiza, Rusia, España, viajero empedernido. Después vino la guerra, y lo
hicieron soldado, de refilón. En París, entraron en su casa, y subastaron sus
bienes, por pertenecer a un súbdito enemigo, pequeñas mezquindades de la
historia: cuadros, cartas, muebles… Tenía imágenes de santos, muchas de san
Francisco penitente, y flores siempre frescas. Entre ellas, alguna rosa de
cinco pétalos de color rojo encendido. Y cuenta la leyenda que un día, en el
jardín, preparando un ramo para una amiga, se pinchó un dedo con una espina. Y
que la infección agravó la leucemia que sufría, y que de eso murió: de una
espina de rosa. No se sabe si es cierto. No creo que le importara. En su
epitafio dice: «Rosa, oh contradicción pura, placer, ser el sueño de nadie bajo
tantos párpados».
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