jueves, 26 de noviembre de 2020

Rilke y los japoneses. 44 escritores de la literatura universal.

 


Rilke y los japoneses

 

Contaba a menudo un extraño suceso que le ocurrió un verano, en Weimar, cuando visitaba la casa de Goethe. Se hospedaba en el Zun Elefanten, un viejo hotel con leyenda y suelos de madera, manteles de hilo y camareras con cofia, y volvía caminando por un parque. Casi de repente empezaron a sonar truenos lejanos, y el cielo se cubrió de nubes de tormenta. Un viento inesperado, frondoso y entusiasta, comenzó a sacudir las ramas de los árboles, y cayó una niebla blanca e inconsistente, algo ingrávida, como un cristal opaco. Al cabo de un momento se había perdido. Consiguió llegar a una casita a cuya puerta llamó insistentemente en vano, un segundo antes de que empezara a llover. Y en aquel laberinto oscuro y lleno de sombras, a punto de rendirse, distinguió a lo lejos tres figuras, borrosas y espectrales, a las que se acercó en medio del violento chaparrón. Al llegar a la primera, se topó con sus ojos rasgados, el gesto sorprendido, y un lento balbuceo incomprensible, igual que los demás. ¡Eran japoneses!, decía entusiasmado. ¡Tres japoneses en medio de una tormenta en Weimar! Intentó, durante semanas, encontrar el significado oculto de aquella historia. Porque siempre tuvo una idea trascendente de cuanto le ocurría, algo de visionario, de nigromante de cucurucho en la cabeza y túnica azulona, con estrellas.

Era pequeño, no muy agraciado, la cara abotargada, ancha la nariz, como de boxeador, labios llenos, oscuros, y un bigote casi como de pega, de carnaval o broma. Un aspecto que recordaría al de los bandoleros de aquel México de Pancho Villa, el de las balaceras y las cananas cruzadas sobre el pecho, de no haber sido por sus ojos, inesperadamente azules, un tanto femeninos, por lo visto.

Tenía una caligrafía clara y limpia, casi sin correcciones, y un cuaderno que llevaba en el bolsillo de su chaleco de satén negro, siempre abotonado hasta arriba como un banquero. Eso y una tendencia a hacer planes que nunca llevaba a cabo: dedicarse a la egiptología, aprender a montar a caballo, estudiar Medicina… Así, anduvo de aquí para allá: Alemania, Francia, Suiza, Rusia, España, viajero empedernido. Después vino la guerra, y lo hicieron soldado, de refilón. En París, entraron en su casa, y subastaron sus bienes, por pertenecer a un súbdito enemigo, pequeñas mezquindades de la historia: cuadros, cartas, muebles… Tenía imágenes de santos, muchas de san Francisco penitente, y flores siempre frescas. Entre ellas, alguna rosa de cinco pétalos de color rojo encendido. Y cuenta la leyenda que un día, en el jardín, preparando un ramo para una amiga, se pinchó un dedo con una espina. Y que la infección agravó la leucemia que sufría, y que de eso murió: de una espina de rosa. No se sabe si es cierto. No creo que le importara. En su epitafio dice: «Rosa, oh contradicción pura, placer, ser el sueño de nadie bajo tantos párpados».

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