A
la busca de Proust
Vestía botines de charol, guantes blancos, chistera, pajarita y un lirio en el ojal de la levita. Un esnob de modales refinados. Un señorito ocioso y distinguido, algo excéntrico, raro, que llevó una vida regalada de salones, balnearios y cenas en el Ritz, de madrugada, donde todos los camareros le conocían por su nombre. Un mundo, el suyo, de habanos con vitola, de propinas que excedían el salario mínimo, y noches en la ópera, en el que, quien más quien menos, mandaba a planchar sus camisas a Londres, en barco.
Tenía unos ojos oscuros que alguien calificó de persas
—como los gatos—, algo almendrados, el pelo dividido por una raya y un bigote
que a ratos era azul, de puro negro, y otras raleaba, despeluchado y lacio,
como el de un consejero chino de alto rango.
Fue, claro, un niño caprichoso, criado entre algodones
y suelos de tarima, chimeneas de mármol, y casas que ya en aquel entonces
tenían ascensor y gas en cada piso, y doncella y lacayo, y dinteles de yeso.
Así que durante tiempo, mucho, vivió sin más preocupación que salir a la calle
a deshora, ya anochecido, una vez que el polvo del pavimento se hubiera posado
y no agravara su asma. Eso y las inversiones, casi siempre ruinosas, porque
solo compraba, con poético instinto financiero, los valores de aquellas
compañías cuyos nombres le gustaban: «El Ferrocarril de Tanganika», «Las minas
de oro australianas», «La compañía del comercio del Oriente».
Pero un día mojó una magdalena en manzanilla y montó
todo el lío: se encerró en una habitación con las paredes forradas de corcho,
las ventanas cubiertas con gruesos cortinajes que nunca se abrían, y un polvo
denso y pesado en el aire, para el asma, que hacía que todos los vecinos
protestaran. Un lugar irrespirable, al tiempo abrigador, oscuro, donde pasó
diez años, metido en la cama con dos o tres jerséis, o con abrigo —friolero
hasta el ridículo—, escribiendo. Un escenario de lámparas de tulipa verde,
plumillas, tinteros, portaplumas, varios pares de gafas… El mártir de la
literatura.
Su manera de trabajar consistía en añadir, extenderse,
pararse en los detalles. Tantos y tantas veces que llenaba los márgenes de
notas, y pegaba papeles con engrudo en las hojas hasta que quedaban rígidas
como cartones. Tenía un problema con el café que Celeste, su fiel criada, le
hacía intentando que coincidiera con el momento justo en que se despertaba, a
media tarde, porque odiaba tomarlo recalentado.
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID
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