miércoles, 18 de noviembre de 2020

A la busca de Proust. 44 escritores de la literatura universal.

 


A la busca de Proust

Vestía botines de charol, guantes blancos, chistera, pajarita y un lirio en el ojal de la levita. Un esnob de modales refinados. Un señorito ocioso y distinguido, algo excéntrico, raro, que llevó una vida regalada de salones, balnearios y cenas en el Ritz, de madrugada, donde todos los camareros le conocían por su nombre. Un mundo, el suyo, de habanos con vitola, de propinas que excedían el salario mínimo, y noches en la ópera, en el que, quien más quien menos, mandaba a planchar sus camisas a Londres, en barco.

Tenía unos ojos oscuros que alguien calificó de persas —como los gatos—, algo almendrados, el pelo dividido por una raya y un bigote que a ratos era azul, de puro negro, y otras raleaba, despeluchado y lacio, como el de un consejero chino de alto rango.

Fue, claro, un niño caprichoso, criado entre algodones y suelos de tarima, chimeneas de mármol, y casas que ya en aquel entonces tenían ascensor y gas en cada piso, y doncella y lacayo, y dinteles de yeso. Así que durante tiempo, mucho, vivió sin más preocupación que salir a la calle a deshora, ya anochecido, una vez que el polvo del pavimento se hubiera posado y no agravara su asma. Eso y las inversiones, casi siempre ruinosas, porque solo compraba, con poético instinto financiero, los valores de aquellas compañías cuyos nombres le gustaban: «El Ferrocarril de Tanganika», «Las minas de oro australianas», «La compañía del comercio del Oriente».

Pero un día mojó una magdalena en manzanilla y montó todo el lío: se encerró en una habitación con las paredes forradas de corcho, las ventanas cubiertas con gruesos cortinajes que nunca se abrían, y un polvo denso y pesado en el aire, para el asma, que hacía que todos los vecinos protestaran. Un lugar irrespirable, al tiempo abrigador, oscuro, donde pasó diez años, metido en la cama con dos o tres jerséis, o con abrigo —friolero hasta el ridículo—, escribiendo. Un escenario de lámparas de tulipa verde, plumillas, tinteros, portaplumas, varios pares de gafas… El mártir de la literatura.

Su manera de trabajar consistía en añadir, extenderse, pararse en los detalles. Tantos y tantas veces que llenaba los márgenes de notas, y pegaba papeles con engrudo en las hojas hasta que quedaban rígidas como cartones. Tenía un problema con el café que Celeste, su fiel criada, le hacía intentando que coincidiera con el momento justo en que se despertaba, a media tarde, porque odiaba tomarlo recalentado.

Cuando en 1971 se organizó en París una exposición (magna) para celebrar los cien años de su nacimiento, muchos vieron a una pareja mayor que señalaba de vez en cuando un objeto en una vitrina; uno de sus manuscritos, sus tarjetas. «Ya ves, querida», dijo el anciano al salir, «el pequeño Marcel ha conseguido finalmente ser alguien». Desde entonces, todas las panaderías de Combray venden a los turistas magdalenas.


Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


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