Poe,
pobre
Nunca, nadie, jamás, ha tenido una inclinación tan acusada a la desdicha. Una tan persistente adversidad. Una tan lamentable mala suerte. El aura del desamparo, escribió de él Baudelaire sin pararse a elegir los adjetivos. Todo se le volvió en contra, se agostó a su paso, se convirtió en fatalidad y en infortunio: una vida azarosa, áspera y delirante.
Hijo de padres actores, su madre tuvo que suspender una
actuación en La
máscara de bronce porque
se puso de parto. Y le llamaron Edgard por el hijo de Gloucester, en El rey
Lear.
Vivió una infancia breve rodeado de voces impostadas, y un similor de coronas,
espadas y túnicas de rojo carmesí, con borlas de lana oscura que imitaban
armiño. Su madre, de la que nunca se acordaría, murió bella y mundana, comida
de miseria, de cien tipos de hambre, apenas cumplidos los veinticuatro años. Su
padre igual; murió. Con los ojos pintados, y una sombra de color en el rostro
que ocultaba la palidez febril del desamparo. Pobre Poe.
Fue recogido por una familia adoptiva que le dio el
apellido, Allan, y una educación estricta y esmerada, de internado, en la que
disfrutó, lo mismo nada, de cama individual, asiento en la iglesia y cordones
para los zapatos.
Y hubo un momento, cuentan, en que fue un niño travieso
y divertido, que se disfrazaba de fantasma en las fiestas, o arrancaba gritos
histéricos a las niñas con serpientes de pega. También fue oficinista, y
soldado, y fue dejando un rastro de nombres falsos y préstamos, y de cartas que
fechaba en lugares donde nunca había estado. Por ejemplo, Moscú. Y Roma, por
ejemplo.
Y algo ocurrió después que lo convirtió todo en
tragedia lastimosa, en desastrosa batalla con la vida. Una impresión de hambre
y privación: proyectos insólitos, negocios ruinosos, destinos fatales… Un día,
un diario de Baltimore convocó un concurso de cuentos al que se presentó. Y
alguien de aquel jurado desganado, casi narcotizante, apreció su caligrafía
hermosa, su trazo recto y elegante, airoso y pulcro. Leyeron apenas una página,
sin ganas, y le dieron el premio, ¡por la letra! Cuando fue a recogerlo vieron
llegar a un joven de delgadez extrema, que de lejos rezumaba arrogancia. De
cerca, su levita gastada, sus pantalones raídos, y sus ojos violeta.
Llegaba de ese infierno de láudano y alcohol, y de
sueños verdosos de los que no se vuelve. Y una noche de octubre lo encontraron
tendido en una calleja. Balbucía un idioma ininteligible. Todo el mundo había
muerto. Sus padres, sus amigos, su mujer, apenas una niña. Y él, a los pocos
días, hablando a gritos con personajes que solo él veía, espectros o fantasmas,
o alguien que imaginaba. A su entierro acudieron tres personas.
Su tía mandó una nota a uno de los periódicos en los
que trabajaba: «Notifique su muerte y, por favor, hable bien de él. Sé que lo
hará, pero no deje de explicar qué hijo tan afectuoso fue siempre para mí.
Siempre».
Ficha
técnica
Nº de
páginas:
236
Editorial:
SIRUELA
Idioma:
CASTELLANO
Encuadernación:
Tapa dura
ISBN:
9788416964406
Año
de edición:
2017
Plaza
de edición:
MADRID
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