viernes, 15 de abril de 2016

Carlos Fuentes. Ensayo: La gran novela latinoamericana. Octava entrega.


8. Río arriba. Alejo Carpentier

1. El Siglo de las Luces
Existen obras de arte que proporcionan lo que Henry James llamaba «the sense of visitation»: obras abiertas que no esquivan la contaminación a fin de asegurar la correspondencia, la «visita» de un fantasma de la propia obra. Nunca he ocultado mi escaso interés por las obras cerradas, de pretendida autosuficiencia y de segura reducción. Son los coágulos —el aviso de muerte— de la circulación cultural. En cambio, me deleita, me vivifica, leer un cuento de Julio Cortázar como si fuese una película de Alain Jessua o un solo de Coleman Hawkins.
La lectura de Alejo Carpentier siempre me ha provocado una visitación fantásmica —al grado de poder leer y escuchar a un tiempo—: la de Edgar Varèse. Interpretada a menudo, y con justicia, como una cima del realismo mágico y barroco hispanoamericano, la obra de Carpentier no es sólo la cúspide, sino las laderas. Como toda literatura auténtica, la del gran novelista cubano cierra y abre, culmina e inaugura, es puerta de un campo a otro: vale tanto lo que dice como lo que predice. Pero en Carpentier, uno de nuestros primeros novelistas profesionales, esta realización no es puramente intuitiva. Obedece a una estructura nada fortuita en la que, como en los Desiertos de Varèse, habría que distinguir dos elementos: el grupo instrumental (piano, viento, bronces, percusiones) y la pista magnética o «sonidos brutos».
La «orquesta», en las narraciones de Carpentier, serían esos elementos tradicionales que él lleva a su patente culminación. El piano es una intriga levemente modulada, un hilo que nos conduce, dentro de un tiempo circular, a la búsqueda de un origen que puede ser un final: el argumento como encuesta que es peregrinar, remontarse.
Los bronces son esa presencia sensual de la naturaleza, víctima y verdugo de los peregrinos, espejo de agua de sus apetencias, selvas de coral y mares de hierba, ciudades que son «gigantescos lampadarios barrocos», hoteles convertidos en cuevas y bosques transformados en catedrales, Haití, Cuba, Santo Domingo, Venezuela, la Guadalupe. Digo naturaleza, pero los cobres de Carpentier son lugares, los del Caribe, remanso y estertor final de la cultura mediterránea que, en su marejada americana, quizás opta, como el brujo Ti-Noel en El reino de este mundo, por la metamorfosis en ave. En Carpentier, naturaleza y cultura se unen sólo para transfigurarse, para adivinarse en una elaboración mítica del paisaje perdido entre el caos y el cosmos.
Y los vientos son esos personajes, mujeres atávicas e intelectuales enajenados, primos solitarios, cadáveres ejemplares, madres ciertas y padres inciertos, terroristas acosados, libertadores alegóricos, atambores de la conquista, brujos y cortesanos, esclavos y monarcas negros, mercaderes y revolucionarios, soldados de la «guerra del tiempo» que, sostenidos, localizados en los cobres de la naturaleza, son arrebatados, capturados por las percusiones de la historia: descubrimiento y conquista, tiranía y resistencia, revolución: formas de la apetencia y del padecimiento, de la peregrinación inconclusa, de la aspiración, que al cabo se integran en una gran visión dramática de la novela hispanoamericana.
Donde sólo había —Gallegos, Güiraldes, Rivera, Icaza— la percepción aislada de esos elementos, hay desde ahora, en El reino de este mundo, Los pasos perdidos, El acoso, Guerra del tiempo y El Siglo de las Luces, una integración orquestada de la enorme facticidad hispanoamericana y de los apetitos de justicia y de vida de los hombres insatisfechos del puro estar, mostrenco, sobre la tierra americana. Exigencias, finalmente, de un movimiento dialéctico y de una conciencia trágica, ya no de una declaración sentimental ultrajada. Las novelas de Carpentier son dialécticas porque son trágicas, en el sentido que Lucien Goldman atribuye a Pascal: «la dialéctica trágica responde a la vez sí y no a todos los problemas que propone la vida del hombre y sus relaciones con los demás hombres y con el universo».
Sí y no. O más bien, sí con no. A primera vista, las estructuras narrativas de Carpentier parecerían tenderse de un génesis a otro. De un amor perdido a un amor encontrado. De una promesa violada a una nueva anunciación. En Los pasos perdidos, el narrador abandona a su mujer y a su amante para salir al encuentro, oscuro e inconsciente, de Rosario, mujer primigenia, espejo andrógino de la Tellus Mater capaz de engendrar solitariamente. En El Siglo de las Luces, Sofía abandona a Esteban, encarnación de las exigencias puras del ideal revolucionario, para unirse a Victor Hughes, el pragmatista que en medio de las contradicciones concreta una parte mínima del ideal.
Sí y no. Cada génesis, apenas deja de ser el acto inmóvil, el fiat de la creación pura, apenas encarna en movimiento, convoca un espectro que le muestra el camino de la historia. El apocalipsis es el escudero de la creación. Victor Hughes, heraldo de la revolución francesa, desembarca en el Nuevo Mundo con dos armas: el Decreto de Pluvioso del Año II que dicta la libertad para los esclavos, y la cuchilla desnuda y filosa de la guillotina: génesis y apocalipsis. «Luciendo todos los distintivos de su Autoridad, inmóvil, pétreo, con la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Victor Hughes se había transformado repentinamente en una alegoría. Con la libertad llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo.» El personaje de Los pasos perdidos remonta el Orinoco hasta sus fuentes paradisíacas, sólo para comprobar que cada año, al dividirse las aguas, el Edén desaparece y, con él, todo paso humano, toda memoria humana anterior a cada catástrofe puntual. El viajero busca la Edad de Oro primigenia, pero ésta ya rememora su propia Edad de Oro perdida. Y sin embargo, esta anulación del tiempo por el tiempo es repetible porque es mítica y es mítica porque es ejemplar, porque es eminentemente presentable. El tiempo primordial prefigura el tiempo total. Toda novela podría titularse, como el excelente libro de Elena Garro, Los recuerdos del porvenir. Y la obra entera de Carpentier es una doble adivinación: a la vez, memoria del futuro y predicción del pasado.
El personaje de Los pasos perdidos viaja por el río hasta las raíces de la vida, pero no puede encontrarlas —dice Carpentier—, «pues ha perdido la puerta de su existencia auténtica». Esta referencia nos remite a un tercer tiempo. Alejo Carpentier ha dicho que el arte pertenece no a la génesis ni a su apocalipsis gemela, sino a la revelación. La revelación es el tiempo de la historia humana consciente, que a su vez posee un centro solar de aspiraciones: la revolución. Sí y no: tercer tiempo ambiguo, ya no inapelable como la gestación o la catástrofe. La revolución es Victor Hughes, el oportunista, el cínico, el hombre de acción y también el sensualista que, de alguna manera, aun la más terrible, quisiera darle cuerpo a sus ideales. La revolución es Esteban, el joven soñador en La Habana del siglo XVIII —el Siglo de las Luces—, para quien la Idea, nacida de sus secretas lecturas de Voltaire y de Rousseau, es un árbol de aire, un mar de luces. Para Esteban, toda encarnación es inferior a la esperanza. «Esteban se sentía desconcertado ante la increíble servidumbre de una mente vigorosa y enérgica, pero tan absolutamente politizada que rehusaba el examen crítico de los hechos, negándose a ver las más flagrantes contradicciones: fiel hasta el fanatismo… a los dictámenes del hombre que lo hubiese investido de poderes. ‘La revolución —dijo Victor lentamente…—, la revolución ha dado un objeto a mi existencia’. ‘Contradicciones y más contradicciones —murmuró Esteban—. Yo soñaba con una revolución tan distinta.’ ‘¿Y quién te manda creer en lo que no era? —preguntó Victor—. Una revolución no se argumenta: se hace’.»
Frente a la seguridad ciega de Victor, Esteban representa la ambigüedad crítica, como cuando Victor acepta que Francia, en virtud de sus principios democráticos, no puede ejercer la trata de esclavos, pero sí vender en puertos holandeses los esclavos que hayan sido tomados a los ingleses, Esteban sale a cumplir este último encargo en la colonia holandesa de Surinam, dispuesto en seguida a abandonar a la revolución traicionada y a Victor Hughes. Su misión es distribuir secretamente el Decreto de Pluvioso del Año II entre los súbditos del Rey de Holanda. Decide arrojar las copias impresas, bien atadas a grandes piedras, en las honduras del río. Pero antes, en el hospital de Paramaribo, asiste a la mutilación de las piernas de varios esclavos de la colonia, convictos de intento de fuga y cimarronada. Preso de náusea y de espanto, Esteban sale a distribuir el Decreto libertario entre los negros. «Lean esto —les gritó—. Y si no saben leer, busquen a uno que se los lea.»
Esteban regresa derrotado a La Habana: «Cuidémonos de las palabras demasiado hermosas; de los Mundos Mejores creados por las palabras. Nuestra época sucumbe por un exceso de palabras. No hay más Tierra Prometida que la que el hombre puede encontrar en sí mismo.» Y ahora es Sofía —conocimiento, «gay saber»— quien abandona a Esteban para irse a reunir con Victor Hughes, nombrado por Bonaparte agente en Cayena. Pero en realidad no lo abandona: va a asistir en nombre de Esteban, por el amor de Esteban, al derrumbe trágico de Victor Hughes; por amor a Esteban, para quien el sueño revolucionario es gemelo del sueño de amor con su prima, Sofía va a ser la amante de Victor Hughes. Sí y no: Sofía, sabiduría de la revolución, núcleo de la revelación, amante y enfermera, será quien logre mostrar al verdadero Victor Hughes, no sólo al masón, antimasón, jacobino, héroe militar, Agente del Directorio, Agente del Consulado, sino, detrás de los títulos, a un hombre que es Ormuz y Arimán, que lo mismo podría reinar sobre las tinieblas que sobre la luz. Victor ha abierto las puertas de Cayena a los curas y aplica el nuevo decreto, la Ley del 30 Floreal del Año X, que restablece la esclavitud en las colonias francesas de América. Pero, en medio de las persecuciones de negros, cae abatido por la fiebre que traen a Cayena los esclavos capturados por Napoleón en la batalla de Egipto: «El médico usó un nuevo remedio que, en París, había operado maravillas en la cura de los ojos aquejados por el Mal Egipcio: la aplicación de lascas de carne de ternera, fresca y sangrante. ‘Pareces un parricida de tragedia antigua’, dijo Sofía, viendo aquel personaje nuevo que, salido de la alcoba donde acababan de curarlo, le hizo pensar en Edipo. Habían terminado, para ella, los tiempos de la piedad».
Testigo de la gloria, de las contradicciones y del derrumbe de Victor Hughes, Sofía sólo renuncia a la piedad cuando la tragedia se cumple en la muerte. Pero no renuncia al conocimiento. Victor Hughes ha vivido para dar fe del abismo trágico entre el anhelo absoluto de la justicia y el uso concreto de la fuerza, de la misma manera que Esteban —ahora, lector de Chateaubriand— purga en el presidio de Ceuta el destino trágico de los hombres perdidos en el abismo entre la esperanza humana y la condición humana. Napoleón Bonaparte ha corrido el telón sobre el Siglo de las Luces con unas palabras: «Hemos terminado la novela de la revolución; toca ahora empezar su Historia y considerar tan sólo lo que resulta real y posible en la aplicación de sus principios». No obstante, Sofía —el conocimiento conciliador, la fraternidad de los opuestos— tenía razón: «Todo resultaba claro… la presencia de Victor era el comienzo de algo que se expresaría en vastas cargas de jinetes llaneros, navegaciones por ríos fabulosos, tramontes de cordilleras enormes. Nacía una época que cumpliría, en estas tierras, lo que en la caduca Europa se había malogrado. Esta vez se jugaría al desbocaire sobre generales, obispos, magistrados y virreyes».
Sí: Victor Hughes, a pesar de todo, trajo la revolución a América, y si esta revolución fracasaba, el movimiento continuaría, contradictorio, a menudo absurdo pero al cabo humano, como humana, renovada, esperanzada, sabia, ayuna de rencor o de derrota, es la exclamación final de Sofía cuando ella y Esteban salen de su encierro en el Palacio de Arcos en Madrid para unirse a la multitud que se levanta contra los franceses en las jornadas de mayo: «¡Vamos allá! ¡Vamos a pelear… por los que se echaron a la calle! ¡Hay que hacer algo!… ¡Algo!».
Deseo subrayar que El Siglo de las Luces no es una alegoría que ilustre el destino de las revoluciones. Sabemos que en un proceso revolucionario sólo una etapa es susceptible de ser reducida a técnica: la manera de tomar el poder. Pero la transformación de una sociedad jamás ha sido o será codificable: cada revolución es irreversible e irrepetible y los hombres que la hacen, iluminados por un sol nocturno, deben inventarlo todo de nuevo. Si se toma El Siglo de las Luces como una crónica histórica, sólo se refiere a la revolución francesa. Pero si no es una alegoría —mera ilustración de verdades sabidas—, sí contiene una simbología —verdadera búsqueda de verdades nuevas—. Y esa simbología nos habla de una conciliación de la justicia y la tragedia. Sí y no: revolución esta vez, y otra vez, y otra más: la libertad es idéntica a una aspiración permanente, la de hombres que viven en la ambigüedad y no la aceptan, sino que mantienen la exigencia de valores humanos absolutos a sabiendas de que la realidad los niega o los impide. La Revolución es la Revelación, es Adivinación que recuerda el origen sagrado del tiempo y formula su destino humano. La revolución histórica es adivinación literaria cuando la escritura, como en la obra de Carpentier, es radicalmente poética: sólo la poesía puede proponer a un mismo tiempo múltiples verdades antagónicas, una visión realmente dialéctica de la vida.
Podemos, ahora, regresar a la visitación de la música de Varèse. Porque el adivinar de Carpentier depende no sólo de la orquestación en virtud de la cual el escritor da tono y serialidad, ritmo y cronocromía —resonancia, en suma— a la afonía americana, sino también de esas pistas magnéticas, de esos «sonidos brutos» que, a contrapelo de la instrumentación tradicional, integran una nueva totalidad narrativa en la que la ficción se hace a sí misma mediante un lenguaje que es reflexión sobre el lenguaje. Sin estas pistas magnéticas, las ficciones de Carpentier podrían haber sido las crónicas y mensajes de la etapa anterior de nuestra novela.
Pero sería injusto limitar esta distinción al estrecho ámbito de la literatura en lengua española de América. Las novelas de Carpentier pertenecen, de pleno derecho, al movimiento universal de la narrativa, movimiento de renovación que sustituye la convención crucial, personajes-argumento (similar al cruce vertical-horizontal de melodía y armonía en la música) por una fusión en la que personajes e intriga desalojan el centro para convertirse en resistencias a un lenguaje que se desarrolla, a partir de sí mismo, en todas las direcciones de lo real. Así como la música ha ganado el derecho a ser sonido total o la pintura una facultad semejante en el orden visual, la novela reivindica la necesidad evidente de ser ante todo escritura, conexión del lenguaje con todos los niveles y orientaciones, no de la «realidad», sino de «lo real».
Carpentier es el primer novelista en lengua española que intuye esta radicalización y su corolario: todo lenguaje supone una representación, pero el lenguaje de la literatura es una representación que se representa. En Doña Bárbara, por ejemplo, el lenguaje, en la medida en que es consciente de sí mismo, aspira a representar directamente la realidad: el llano pretende ser realmente el llano y Santos Luzardo cree que realmente es Santos Luzardo. Pero el cadáver retrospectivo de Viaje a la semilla —escojo deliberadamente esta nouvelle de Carpentier— carece de esa ingenuidad primaria: sabe que sólo representa una representación anterior. Y sabe que su representación actual no existe fuera de la literatura. Como en Cervantes, en Carpentier la palabra es fundación del artificio: exigencia, desnivel frente al lector que quisiera adormecerse con la fácil seguridad de que lee la realidad; exigencia, desafío que obliga al lector a penetrar los niveles de lo real que la realidad cotidiana le niega o vela.
Gracias a esta representación de la representación, Carpentier revoluciona la técnica narrativa en lengua española: pasamos de la novela fabricada a priori a la novela que se hace a sí misma en su escritura. La formación musical de Carpentier no es ajena a esta realización de lo real. Recordemos que El acoso se desarrolla de acuerdo con una pauta externa —la ejecución de la Eroica de Beethoven— que nos remite a una sinfonía interna —la del personaje acosado— que aún no se cumple, que está en proceso de ser escrita o de ser leída. Al mismo tiempo que la orquesta tradicional sigue religiosamente el pentagrama estudiado, la pista magnética le opone, en un tiempo idéntico, el desarrollo imprevisible de un destino formulado por y dentro de un lenguaje.
Lejano en todo a la improvisación —ya hemos hablado de su profesionalismo— o a la gratuidad —Carpentier cree que las revoluciones culturales no son enemigas de las revoluciones sociales, sino que ambas se complementan e iluminan— el lenguaje de estas novelas cumple también la función obsesiva del autor: designar el mundo anónimo de América, apelar al pájaro y a la cordillera, al árbol y a la madrépora. En Carpentier, el verbo vuelve a ser atribución, y el nombre, fundación.
Cabría ir más lejos. Rousseau afirmaba que se podía hacer una historia de la libertad y de la esclavitud a partir del estudio de las lenguas. Semejante proyecto merecería cumplirse en la América española, zona fértil como pocas para proyectar, en la pantalla del idioma, las imágenes de un divorcio profundo entre lo real y sus signos. «Las palabras no se pronuncian en vano», advierte una cita de pórtico en El Siglo de las Luces. Ni siquiera las palabras vanas. Inmenso acarreo y metamorfosis de los gérmenes y cristalizaciones de nuestra lengua, la obra de Carpentier, como la de muchos músicos contemporáneos, se sirve de la melodía para ir más allá de la melodía: Carpentier aprovecha la retórica para trascenderla. En un solo movimiento, que a veces semeja una animación suspendida, el novelista consagra lo que profana y profana lo que consagra. El discurso y el poema, la clamorosa mentira y el verdadero silencio, se unen en un solo lenguaje: el de la tensión entre la nostalgia y la esperanza.
¿Ha significado otra cosa una lengua que lo mismo ha dado las cartas de relación de Cortés que la piramidal y nocturna poesía de Sor Juana, los decretos monstruosos de Rosas que el lúcido humanismo de Lastarria, la caótica demagogia de Perón que la helada razón de Borges? ¿Y qué une todas estas expresiones disímbolas sino el trayecto incumplido de una utopía de fundación, degradada por una epopeya bastarda que quisiera asumir la promesa utópica si no le impidiese el paso la imaginación que transforma la nostalgia en deseo? Todo es lenguaje en América Latina: el poder y la libertad, la dominación y la esperanza. Pero si el lenguaje de la barbarie desea someternos al determinismo lineal del tiempo, el lenguaje de la imaginación desea romper esa fatalidad liberando los espacios simultáneos de lo real. Ha llegado, quizás, el momento de cambiar la disyuntiva de Sarmiento —¿civilización o barbarie?— por la que Carpentier, y con él los mejores artistas de nuestra parte del mundo, parecen indicarnos: ¿imaginación o barbarie?
2. La búsqueda de Utopía


El arte ha caminado una larga avenida en busca de la tierra feliz del origen, de la isla de Nausicaa en Homero, a la visita irónica de Luis Buñuel a una isla de esqueletos y excrementos en su película La Edad de Oro, pasando por las arcadias sin penas de Hesíodo, la edad de la verdad y la fe en Ovidio, la primavera cristiana de Dante, la edad de los arroyos de leche en Tasso y, finalmente, su agria desembocadura en el poema de John Donne: «Las doradas leyes de la naturaleza son derogadas…», y su desencantado recuerdo en Cervantes:
Dichosa edad y siglos dichosos aquellos a quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro, que en nuestra edad de hierro tanto se estima, se alcanzase en aquella venturosa sin fatiga alguna, sino porque entonces, los que en ella vivían, ignoraban estas dos palabras de tuyo y mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes; a nadie le era necesario para alcanzar su ordinario sustento tomar otro trabajo que alzar la mano y alcanzarle de las robustas encinas que liberalmente les estaban convidando con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sabrosas y transparentes aguas les ofrecían… Todo era paz entonces, todo amistad, todo concordia…
La evocación de Cervantes es la del obispo Quiroga: y ambas, a su vez, son la de Ovidio en Las metamorfosis:
En el principio fue la Edad de Oro, cuando los hombres, por su propia voluntad, sin miedo al castigo, sin leyes, obraban de buena fe y hacían lo justo… La tierra… producía todas las cosas espontáneamente… Era la estación de la primavera eterna… Los ríos fluían con leches y néctares… Pero entonces apareció la edad de hierro y con ella toda suerte de crímenes; la modestia, la verdad y la lealtad huyeron, sustituidas por la traición y la trampa; el engaño, la violencia y la codicia criminal.
Todos ellos hablan de un tiempo, no de un lugar, U-topos quiere decir: no hay tal lugar. Pero la búsqueda de Utopía se presenta siempre como la búsqueda de un lugar y no de un tiempo: la idea misma de Utopía en América parece marcada por el hambre de espacio propia del Renacimiento.
El Mundo Nuevo se convierte así en una contradicción viviente: América es el lugar donde usted puede encontrar el lugar que no es. América es la promesa utópica de la Nueva Edad de Oro, el espacio reservado para la renovación de la historia europea. Pero ¿cómo puede tener un espacio el lugar que no es?
El mundo indígena, el mundo del mito, contesta a esta pregunta desde antes de ser conquistado. La utopía sólo puede tener tiempo. El lugar que no es no puede tener territorio. Sólo puede tener historia y cultura, que son las maneras de conjugar el tiempo. Origen de los dioses y del hombre; tiempos agotados, tiempos nuevos; augurios; respuestas del tiempo a una naturaleza amenazante, a un cataclismo natural inminente.
Tomás Moro describe la ironía de esta verdad cuando envía a su viajero utópico, Rafael Hitlodeo, de regreso a Europa. Pero él no habría regresado, nos dice Moro, ni el lector tampoco: «Si usted hubiera estado en Utopía conmigo y hubiera visto sus leyes y gobiernos, como yo, durante cinco años que viví con ellos, en cuyo tiempo estuve tan contento que nunca los hubiera abandonado si no hubiese sido para hacer el descubrimiento de tal nuevo mundo a los europeos».
En su novela Los pasos perdidos, Alejo Carpentier concibe su ficción como un viaje en el espacio, Orinoco arriba, hasta las fuentes del río, pero, también, como un viaje en el tiempo. El movimiento de la novela es una conquista del espacio pero también una reconquista del tiempo. El viajero de Carpentier, a diferencia del de Moro, pasa de las ciudades modernas a los ríos de la conquista a las selvas anteriores al Descubrimiento a «la noche de los tiempos», donde «todos los tiempos se reúnen en el mismo espacio».
Viajando hacia atrás, hacia «los compases del Génesis», el Narrador de Carpentier se detiene al filo de la intemporalidad y sólo allí encuentra la utopía: un tempo donde todos los tiempos coexisten, así como Borges encontró El Aleph, el espacio donde todos los espacios coexisten. Su narrador, como el de Tomás Moro, ha estado en Utopía y ha vivido su tiempo perfecto, un instante eterno, una Edad de Oro que no necesita ser recordada o prevista.
Tanto Moro como Carpentier quisieran permanecer en Utopía. Pero ambos sucumben a la racionalización de sus culturas modernas: deben regresar y contar sobre Utopía a fin, dice Moro, de «hacer el descubrimiento de tal nuevo mundo a los europeos»; a fin, dice Carpentier, más de cuatro siglos después, de comunicarle la existencia de Utopía a «un joven de alguna parte», que «esperaba tal vez mi mensaje, para hallar en sí mismo, al encuentro de mi voz, el rumbo liberador».
Pues si la utopía es el recuerdo del tiempo feliz y el deseo de reencontrarlo, es también el deseo del tiempo feliz y la voluntad de construirlo.
«No regresar» es el verbo de la utopía de la edad de oro original.
«Regresar» es el verbo de la utopía de la ciudad nueva donde reinará la justicia.
Los narradores, el de Tomás Moro y el de Alejo Carpentier, están divididos por esta doble utopía: se debaten entre encontrar lo perdido y conservarlo, o regresar, comunicar, reformar, liberar. El protagonista de Los pasos perdidos comete, al cabo, «el irreparable error de desandar lo andado, creyendo que lo excepcional puede serlo dos veces».
3. Utopía: espacios y tiempos


Los pasos perdidos de Alejo Carpentier repite el viaje más antiguo de los hombres del Viejo Mundo en busca del Mundo Nuevo, la peregrinación «al vasto país de las Utopías permitidas, de las Icarias posibles». Es también el descubrimiento de que la Utopía consiste en «barajar las nociones de pretérito, presente, futuro». Empezando con un desplazamiento en el espacio, el viaje utópico termina con un desengaño y también con una sabiduría. U-Topos es el lugar que no es; pero si no es espacio, es tiempo. La pureza europea de una concepción utópica a escala espacial mínima, con el continente, por decirlo así, a la mano, es desvirtuada por la inmensidad del espacio americano. He aquí la paradoja: el tiempo de la Utopía sólo puede ser ganado después de recorrer un inmenso espacio que la niega; recorrer y vencer, neutralizar, eliminar. Utopía se da en Canaima como espacio pero debe convertir la selva, el río, los escenarios de Gallegos, en tiempo.
Ello es difícil, porque el espacio americano parece indomable. Europa convierte la naturaleza en paisaje. Entre nosotros, priva el asombro del gran poema de Manuel José Othón, por algo titulado Idilio salvaje. Aunque el poeta hable de «paisaje», una pintura de Poussin o de Constable sería devorada por «el salvaje desierto», el «horrendo tajo» de esta «estepa maldita» de bloques arrancados por el terremoto, «enjuta cuenca de océano muerto». En este «campo de matanza», parecen ser el dolor y el miedo lo único que, humanamente, se dibuja entre la pura extensión del espacio. Pero la nota dominante es, una vez más, la de una naturaleza agreste, que nos domina con su grandeza:
Mira el paisaje: inmensidad abajo,
inmensidad, inmensidad arriba…
El paisaje es raro en la literatura hispanoamericana; los jardines, artificiales evocaciones del mármol. El espíritu civilizado de José Donoso convierte al paisaje en personaje en Casa de campo (1978). Se trata, sin embargo, de una nueva manera del idilio salvaje: un paisaje fabricado, monstruoso, que transforma a la naturaleza domeñada en un sofoco. Ha huido el oxígeno de la naturaleza, jardín artificial, y del diálogo, que lo es de niños igualmente artificiales —robots voluntarios y voluntariosos, Midwich Cuckoos del campo chileno—. Eco de la sabiduría paisajística de Rugendas y de la retratística de Monvoisin, la de Donoso es salvajemente artificial, como la del jardín de Goethe. Es una nostalgia del mundo primitivo, intocado, del primer amanecer. El hecho de que lo pueblen niños, artificiales también, prolonga la sensación de inocencia imposible: en Casa de campo, David Copperfield ha llegado a la isla desierta del Señor de las Moscas sin más defensa que su buena educación inglesa. Sabe comerse con etiqueta a sus semejantes.
José María Velasco, el gran paisajista mexicano, acaso tenga un equivalente literario en la prosa transparente de Alfonso Reyes. Pero en nuestras novelas, de Payno a Altamirano a Azuela a Rulfo («la llanura amarguísima y salobre… el peñascal, desamparado y pobre» de Othón parecen descritos para El Llano en llamas y Pedro Páramo), la naturaleza no es paisaje: es augurio o nostalgia de algo que no es domeñable. La pintura mexicana, de los bosques impenetrables de Clausell a los volcanes del Doctor Atl a los cielos en llamas de Orozco y los pedregales de Siqueiros, abunda en naturaleza, no en paisaje. Pero el «idilio salvaje», si en su segundo término implica naturaleza impersonal, espacio inhumano, «selva selvaggia» que conduce al infierno, anuncia también el idilio que rescata tiempo, perdido, pasado y, acaso, feliz.
En Los pasos perdidos, la búsqueda de este lugar anterior y feliz —Utopía— crea su propio tiempo, y éste se revela no como un tiempo cualquiera. O más bien: no el tiempo lineal de la lógica progresista. Carpentier identifica la empresa utópica con la empresa narrativa: ambas pretenden conjugar las nociones del tiempo y trascender la discreción sucesiva del lenguaje y de las horas de la racionalidad positiva. Vencer al espacio —el monstruo de la pura inmensidad— y crear el tiempo.
El primer anticipo de esta intención, en Los pasos perdidos, la primera de muchas simetrías a las que Carpentier recurre para enriquecer la realidad empobrecida, el tiempo de los relojes, es, clásicamente, la representación dentro de la representación: esa cajita china o muñeca rusa, esa cebolla narrativa que permite a Shakespeare en Hamlet y a Cervantes en el retablo de Maese Pedro, como a Julio Cortázar en el relato Instrucciones para John Howell, introducir la representación dentro de la representación a fin de que ésta —poema, drama, ficción— se contemple a sí misma —si tiene el valor de hacerlo—. El espectador/lector es invitado a hacer lo mismo, aun a costa de una pesadilla sublime, similar a la de esos personajes cómicos del Discreto encanto de la burguesía de Luis Buñuel, frustrados en su supremo intento francés de sentarse a gozar de una buena comida y que, cuando al cabo lo logran, apenas se llevan las cucharas soperas a la boca, ven al telón levantarse ante sus narices y se dan cuenta de que están en un escenario teatral, frente a una sala colmada y un público que espera de ellos diálogos ingeniosos, acaso picantes, mientras fingen comer sus pollos de cartón. El terror de saberse representado —y el nuestro de saberlos representados— echa a perder las digestiones estomacales pero facilita las digestiones mentales.
El objeto del «teatro dentro del teatro» en Los pasos perdidos es el de «hacer coincidir nuestras vidas». Carpentier se refiere aquí a dos vidas, las de una pareja mal avenida, el narrador y su esposa, la actriz Ruth. ¿Cómo hacer coincidir, en efecto, sus tiempos, si ella vive más en la realidad de un drama teatral sobre la Guerra de Secesión norteamericana que en la realidad de su marido el narrador musicólogo? Además, la obra teatral es un éxito prolongado que «aniquilaba lentamente a los intérpretes, que iban envejeciendo a la vista del público dentro de sus ropas inmutables».
Como el Narrador no puede hacer coincidir su tiempo con el de Ruth su mujer, parte a la América del Sur con su amante francesa, Mouche, que sí comparte el tiempo y los intereses del Narrador. Sobra decir que ésta es una ilusión y que la relación de la pareja Narrador-Ruth es sólo una premonición de la pregunta y la relación, erótica/utópica, central a la novela, que se hace presente cuando el Narrador conoce, en el Orinoco, a Rosario. La pregunta banalmente doméstica de Nueva York se convierte en la pregunta esencial de un lugar que los mapas de la memoria utópica llaman Santa Mónica de los Venados: ¿cómo hacer coincidir los tiempos del Narrador y Rosario?
El Narrador llega a una ciudad hispanoamericana que sólo puede ser Caracas. En el Nuevo Mundo hispano «conviven Rousseau y el Santo Oficio, la Virgen y El capital», pero cuando una insurrección aísla al hotel donde habita el Narrador y se interrumpen los servicios de luz y agua, las alimañas salen por las coladeras y los bichos van subiendo desde los sótanos.
El Narrador quiere ir más lejos. No viene en busca de la prolongación caricaturesca de la modernidad norteamericana en la modernidad hispanoamericana, sino de una realidad ab-original: el treno, la unidad mínima de la música. Vale decir: busca el mito de mitos, la palabra de palabras, el sonido del cual, en un lamento ritual —la trenodia—, nacen todos los demás. Pero ese mito sonoro está oculto en el corazón de las tinieblas, en la entraña de una naturaleza tupida. El Narrador hace caso omiso de la extensión en el espacio; más que un obstáculo, éste es una invitación que le identifica con los primeros descubridores del Mundo Nuevo, le permite reincidir en su asombro —el de Colón y Bernal, Solís y Balboa— y adquirir otro sentido de las proporciones. Las montañas crecen, el prestigio humano cesa y los seres, ínfimos y mudos, sienten que ya no andan entre cosas a su escala. «Estábamos sobre el espinazo de las Indias fabulosas, sobre una de sus vértebras.»
Ya conocemos esta naturaleza impersonal: es la de Canaima. Pero el novelista cubano va a permitir que la naturaleza se revele como tiempo y se despoje de su pura extensión. Carpentier, musicólogo él mismo, se asemeja a ciertas grandes obras musicales modernas —pienso en Varèse, Stravinsky, el Debussy del Martirio de San Sebastián— que parecen identificarse como una extensión sólo para conjugar un tiempo. Asimismo, en Los pasos perdidos, en el extremo de la naturaleza, en el surtidor oscuro de los ríos, las bestias y la flora, la selva va a revelarse como una nación escondida.
Un hombrecito de cejas enmarañadas conocido como el Adelantado, acompañado de su perro Gavilán, le dice al Narrador en una taberna de Puerto Anunciación, allí donde se dejan atrás las tierras del caballo para ingresar a las tierras del perro:
Cubriendo territorios inmensos —me explicaba—, encerrando montañas, abismos, tesoros, pueblos errantes, vestigios de civilizaciones desaparecidas, la selva era, sin embargo, un mundo compacto, entero, que alimentaba su fauna y sus hombres, modelaba sus propias nubes, armaba sus meteoros, elaboraba sus lluvias: nación escondida, mapa en clave, vasto país vegetal de muy pocas puertas. […] Para penetrar en ese mundo, el Adelantado había tenido que conseguirse las llaves de secretas entradas: sólo él conocía cierto paso entre dos troncos, único en cincuenta leguas, que conducía a una angosta escalinata de lajas por la que podía descenderse al vasto misterio de los grandes barroquismos telúricos.
El Adelantado es, sin intención peyorativa alguna (todo lo contrario), el Retrasado: sabe cómo ir adelante porque ha estado allí antes y quizás en compañía de Rafael Hithloday, el viajero utópico de Tomás Moro, quien en 1517 nos advierte que para entrar a Utopía se requiere hacer un pasaje peligroso a través de canales
que sólo los utopianos conocen, de tal suerte que los extranjeros sólo pueden entrar a esta bahía guiados por un piloto utopiano. Pues aun para los habitantes apenas si existen entradas seguras, salvo si marcan su pasaje con ciertos signos en la costa.
No margino el encanto narrativo de Carpentier: hay en esta novela un elemento mágico, infantil, digno de Stevenson y Verne, pues para regresar a la Isla del Tesoro o llegar al centro de la tierra, también se requiere un conocimiento secreto, un mapa, una memoria. Utopía está en el recuerdo y es necesario recordar para regresar a una tierra que no es en el espacio sino en el tiempo. Las claves de U-Topos deben ser claves en el tiempo y el recuerdo del tiempo se llama mito, «el recuerdo vivo de ciertos mitos», como escribe Carpentier.
La catalizadora de este mundo mítico, de este recuerdo, es una mujer: Rosario. Mujer estupefacta, sentada en un contén de piedra junto al río, envuelta en una ruana azul, con un paraguas dejado en el suelo, con la mirada empañada y los labios temblorosos, mujer recobrada de las tinieblas, resucitada, que parecía regresar de muy lejos, mira al Narrador «como si mi rostro fuese conocido», da un grito y se agarra de él, implorando «que no la dejaran morir de nuevo».
Hay una antigua hechicera que habita las más viejas ficciones terrenales, la isla de Circe de Homero y la Tesalia del Asno de oro de Apuleyo, los páramos escoceses de Macbeth de Shakespeare y las calles españolas de La Celestina de Rojas, pero también los pasmados salones nupciales de Dickens, donde Miss Havisham se muere entre las reliquias de unos velos rasgados y un pastel devorado por las ratas, y en los palacios venecianos de Henry James donde ella, la hechicera anciana, guarda los secretos de la palabra y la historia: esta mujer —la mujer— es «el conducto hacia los ritos primeros del hombre». La hechicera es dueña de las claves esotéricas. Rosario pertenece a esta estirpe. Y esotérico —eso-theiros— significa introducir, hacer entrar. El «esoterismo», en este caso, es en apariencia el del ingreso a la selva, a la naturaleza; pero en realidad —como en Moro— es el ingreso a Utopía, el lugar que no es en el espacio pero que, acaso, tenga lugar en el tiempo. Para «hacer entrar», pasando del espacio al tiempo, de topos a cronos, hay que vencer los muros de lo que los sentidos llaman «realidad».
Paralelamente al encuentro con la hechicera, Carpentier se empeña, por estas razones, en un proceso de desrealización de la naturaleza que lleva a sus consecuencias finales la pugna entre naturaleza y naturalismo:
Al cabo de algún tiempo de navegación en aquel caño secreto, se producía un fenómeno parecido al que conocen los montañeses extraviados en las nieves: se perdía la noción de la verticalidad, dentro de una suerte de desorientación, de mareo de los ojos. No se sabía ya lo que era del árbol y lo que era del reflejo. No se sabía ya si la claridad venía de abajo o de arriba, si el techo era de agua, o el agua suelo; si las troneras abiertas en la hojarasca no eran pozos luminosos conseguidos en lo anegado. Como los maderos, los palos, las lianas, se reflejaban en ángulos abiertos o cerrados, se acababa por creer en pasos ilusorios, en salidas, corredores, orillas inexistentes. Con el trastorno de las apariencias, en esa sucesión de pequeños espejismos al alcance de la mano, crecía en mí una sensación de desconcierto, de extravío total, que resultaba indeciblemente angustiosa. Era como si me hicieran dar vuelta sobre mí mismo, para atolondrarme, antes de situarme, en los umbrales de una morada secreta.
Sin embargo, esta sensación de desplazamiento y extrañeza es acompañada por otra sensación de asimilación constante: lo que más asombra al viajero narrador es «el inacabable mimetismo de la naturaleza virgen». «Aquí todo era otra cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba la realidad, poniendo muchas verdades en entredicho».
De Cristóbal Colón a José Eustasio Rivera, de Américo Vespucio a Rómulo Gallegos, por poderosa y descomunal que sea, la naturaleza americana, por ser naturaleza, se parece a sí misma. A partir de Carpentier, la naturaleza ya no se parece a la naturaleza. Es puro espacio sin tiempo. Engaña, es un espejismo. Pero detrás del vasto engaño del espacio se esconde una vasta apertura del tiempo. La desrealización naturalista permite que el objetivo estético de Carpentier —el inventor del «realismo mágico»— se cumpla al imponerse el tiempo al espacio merced a estos pasos recuperados: el paso de la naturaleza «naturalista» a la naturaleza «enajenada» a la naturaleza puramente metafórica, mimética.
La irrupción del tiempo en Los pasos perdidos ocurre en el capítulo XXI, cuando el misionero fray Pedro habla del «poder de andarse por el tiempo, al derecho y al revés». Éste no es un espejismo: es simplemente la realidad de otra cultura, de una cultura distinta:
[Los indios] me resultaban, en su ámbito, en su medio, absolutamente dueños de su cultura. Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto de salvaje. La evidencia de que desconocían cosas que eran para mí esenciales y necesarias, estaba muy lejos de vestirlos de primitivismo.
La otra cultura es el otro tiempo. Y como hay muchas culturas, habrá muchos tiempos. Como posibilidades ciertamente; pero sólo a condición de reconocerlos en su origen, de no deformarlos ad usum ideologicum para servir al tiempo progresivo del Occidente, sino para enriquecer al tiempo occidental con una variedad que es la de las civilizaciones en la hora —previstas por Carpentier, por Vico, por Lévi-Strauss, por Marcel Mauss, por Nietzsche— en que sus configuraciones salen de las sombras y se proponen como protagonistas de la historia.
Por ello el tiempo de Los pasos perdidos, apenas es descubierto, comienza a retroceder con la velocidad de una cascada que asciende a su origen:
El tiempo ha retrocedido cuatro siglos. Ésta es misa de descubridores […]. Acaso transcurre el año 1540 […]. Los años se restan, se diluyen, se esfuman, en vertiginoso retroceso del tiempo […], hasta que alcanzamos el tiempo en que el hombre, cansado de errar sobre la tierra, inventó la agricultura […] y, necesitado de mayor música, inventó el órgano al soplar en una caña hueca y lloró a sus muertos haciendo bramar una ánfora de barro. Estamos en la Era Paleolítica […]. Somos intrusos […] en una ciudad que nace en el alba de la Historia. Si el fuego que ahora abanican las mujeres se apagara de pronto, seríamos incapaces de encenderlo nuevamente por la sola diligencia de nuestras manos.
Éste es el sistema narrativo que Carpentier emplea en una de las obras maestras del relato hispanoamericano, Viaje a la semilla, en que las candelas de un velorio, en vez de agotarse, empiezan a crecer hasta apagarse, enteras, mientras que el hombre velado se incorpora en su féretro y la vida se reinicia retrospectivamente, de regreso a la juventud, la niñez y el útero. El cuento es así una cuenta: la cuenta al revés de los lanzamientos al espacio, diez-nueve-ocho hasta cero. Pero éste es un lanzamiento al tiempo; y si en el cuento es la propia narración la que se cuenta hacia atrás, en la novela el conducto de este remontarse al revés, de este countdown o conto alla rovescia, es Rosario, quien inmersa en el tiempo y ausente en el espacio, no reconoce la lejanía: «A ella no le importa dónde vamos, ni parece inquietarse porque haya comarcas cercanas o remotas. Para Rosario no existe la noción de Estar lejos de algún lugar».
Esto es así porque Rosario vive en el tiempo: «Este vivir en el presente, sin poseer nada, sin arrastrar el ayer, sin pensar en el mañana, me resulta asombroso».
Y le resulta asombroso al lector. El esfuerzo del narrador por remontarse en el tiempo y conjugar pretérito, presente y porvenir, le es privativo y le es necesario porque él quiere llegar a Utopía. Pero para Rosario, que ya está en Utopía, el ayer y el mañana son innecesarios. El Narrador triunfa sobre el tiempo profano, consecutivo. Rosario ya está instalada en el tiempo mítico, simultáneo y sagrado.
El encuentro del Narrador y Rosario crea un doble movimiento en la novela: el del narrador hacia atrás, que es el ritmo mismo de la novela, «retrocediendo hacia los compases del Génesis»; y el de Rosario, que si para nosotros y el Narrador es un movimiento también hacia atrás, hacia un pasado original, para ella misma no es sino un eterno presente inmóvil. El Narrador tiene que ser moviéndose, si no hacia el futuro, entonces hacia el pasado. Rosario no tiene que moverse. Ya es, ya está. El Narrador encuentra a Rosario y cree que ella lo acompañará en su viaje al origen. No sabe que Rosario ya está allí y no puede abandonar su estar primigenio, so pena (como la Ayesha de Rider Haggard o la tibetana en los Horizontes perdidos de James Hilton y otras heroínas de los romances populares) de convertirse en polvo al traspasar el umbral de su tiempo sagrado al tiempo común y corriente, newtoniano, sublunar.
Este doble movimiento, antes de divorciarse de nuevo, se funde en un paso a «la noche de las edades». Todos los tiempos, aquí, se reúnen en un mismo espacio que es cancelado por la abundancia real del tiempo que lo ocupa totalmente. En ese instante, anterior a la semilla y al fuego, donde los perros son anteriores a los perros, y los cautivos lo son de otros cautivos, «hay una forma de barro endurecida al sol»:
Una especie de jarra sin asas, con dos hoyos abiertos de lado a lado y un ombligo dibujado en la parte convexa […]. Esto es Dios. Más que Dios: es la Madre de Dios. Es la madre primordial […], «el secreto prólogo».
La naturaleza convertida en cultura es mucho más terrible que la naturaleza retratada, «naturalista», «verosímil». Veremos en Lezama Lima cómo el barroco, llevado a sus consecuencias finales, convierte el artificio en otra naturaleza, más natural que el artificio de lo natural «nacido sustituyendo», como dice el autor de Paradiso. En Carpentier, si de eso se trata, «lo que se abre ante nuestros ojos es el mundo anterior al hombre». Si lo que queremos es la naturaleza virgen, hela aquí en toda su terrible soledad; no el cromo naturalista y complaciente de una naturaleza que nos sobrecoge porque, de todos modos, somos capaces de verla, de estar en ella, sino una naturaleza radicalmente sola, sin testigos humanos y, por ello, posible.
Aquí […] aunque la abeja trabaje en las cavernas, nada parece saber de seres vivientes […]. Estamos en el mundo del Génesis, al final del Cuarto Día de la Creación. Si retrocediéramos un poco más, llegaríamos adonde comenzara la terrible soledad del Creador —la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo.
Llevado a este extremo, el paso de la novela vuelve a desdoblarse. No se puede ir más lejos hacia atrás; Carpentier acaba de mostrarnos el abismo de la nada. Ahora, ¿permaneceremos para siempre al filo del alba, en el mito del origen o le daremos otro contenido al origen, convirtiéndolo en historia? Pero ¿puede sobrevivir el mito del origen si se convierte en historia, en movimiento hacia el futuro? Tal es el dilema de toda utopía: permanecer en el origen feliz del pasado, o avanzar hacia la ciudad feliz del futuro.
4. Edad de Oro


El movimiento de la novela se descompone en dos utopías. La actividad temporal más señalada de la Utopía es la fundación de la ciudad; pero esta primacía le es disputada por otra actividad opuesta: la búsqueda de la Edad de Oro.
La contradicción es evidente, pues la fundación de la ciudad utópica introduce la historia y el movimiento hacia adelante, introduce la política, en tanto que la Edad de Oro es un mito que vive, como Rosario la mujer que lo encarna, en un presente absoluto e inmóvil.
Esta contradicción eterna de la Utopía es resuelta por la Edad Moderna mediante una inversión temporal. Si antes la Edad de Oro estaba en el origen y los actos míticos tendían a recordar y restablecer ese momento privilegiado en el que la salud tenía lugar, el cristianismo, al introducir a la divinidad en la historia mediante una promesa de redención, sitúa al Paraíso en el porvenir. El Renacimiento inicia el proceso de secularización de la Edad de Oro en el Nuevo Mundo, y el Siglo de las Luces lo confirma como estandarte de la modernidad: no hay salida sino en el futuro; el pasado es, por definición, bárbaro, nos informa Voltaire.
Pero el Narrador de Los pasos perdidos, como el viajero utópico de Tomás Moro, ha estado en Utopía y ha vivido su tiempo perfecto, instante eterno, Edad de Oro que no necesita ser recordada ni prevista. Primero, toma la «gran decisión de no regresar allá»: decide permanecer en la Edad de Oro. Pero en seguida las racionalizaciones de su cultura se le imponen y decide regresar: «Un joven, en alguna parte, esperaba tal vez mi mensaje, para hallar en sí mismo, al encuentro de mi voz, el rumbo liberador», dice el Narrador de Carpentier. Lo mismo dijo, más de cuatro siglos antes, el Narrador de Tomás Moro, y al llegar al reino indio de Michoacán bajo el brazo del obispo, Vasco de Quiroga lo repitió: «Si usted hubiera estado en Utopía conmigo y hubiera visto sus leyes y gobiernos, como yo, durante cinco años que viví con ellos, en cuyo tiempo estuve tan contento que nunca los hubiera abandonado si no hubiese sido para hacer el descubrimiento de tal nuevo mundo a los europeos» (Utopía, libro primero).
Nuestra cultura prometeica, persuasiva, ideológica, no puede estar tranquila si no catequiza a alguien: el Viajero de Moro y el Narrador de Carpentier regresan a persuadir, sermonear, transformar a sus contemporáneos occidentales. Éstos, sin duda, los escucharán y regresarán a Utopía —a colonizarla, si son de derecha; a hacer turismo revolucionario, si son de izquierda.
«No regresar» es el verbo de la Utopía de la Edad de Oro original.
«Regresar» es el verbo de la Utopía de la Ciudad Nueva y Justa.
El Narrador de Los pasos perdidos está dividido por la doble utopía: entre encontrar lo perdido, y comunicar, regresar, reformar, liberar. Comete, al cabo, «el irreparable error de desandar lo andado, creyendo que lo excepcional puede serlo dos veces».
Alejo Carpentier da cuenta de la esperanza y de la tristeza, en su novela, de una comunidad colocada por encima del individuo y del Estado, porque contiene y perfecciona los valores de ambos.
Los pasos perdidos es una novela que J. B. Priestley dijo que quisiera haber escrito y que Edith Sitwell consideró perfecta: ni le falta ni le sobra nada, dijo la escritora inglesa. Más que perfección, una palabra que no me gusta porque elimina el riesgo de la creación y el margen de la verdadera recreación, que es el del error del creador que nuestra lectura puede asumir y suplir patéticamente, yo hablaría de totalidad. No una totalidad monolítica —falsa totalidad política y literaria— sino una totalidad fugitiva, de niveles complejos, disímiles y a veces contradictorios.
Los niveles más evidentes de Los pasos perdidos son el erótico, el lingüístico, el musical y el mítico-utópico.
El erotismo es el del cuerpo, no en su naturaleza natural —Carpentier, a diferencia de muchos novelistas actuales, no da clases de anatomía— sino en su representación y, aun, en su representación de una representación. Ésta es la «concertada ferocidad» de los amantes:
Esta vez enmendamos las torpezas y premuras de los primeros encuentros, haciéndonos más dueños de la sintaxis de nuestros cuerpos. Los miembros van hallando un mejor ajuste; los brazos precisan un más cabal acomodo. Estamos eligiendo y fijando, con maravillados tanteos, las actitudes que habrán de determinar, para lo futuro, el ritmo y la manera de nuestros acoplamientos. Con el mutuo aprendizaje que implica la fragua de una pareja, nace su lenguaje secreto. Ya van surgiendo del deleite aquellas palabras íntimas, prohibidas a los demás, que serán el idioma de nuestras noches. En invención a dos voces, que incluye términos de posesión, de acción de gracias, desinencias de los sexos, vocablos imaginados por la piel, ignorados apodos —ayer imprevisibles— que nos daremos ahora, cuando nadie pueda oírnos. Hoy, por vez primera, Rosario me ha llamado por mi nombre, repitiéndolo mucho, como si sus sílabas tuvieran que tornar a ser moldeadas, y mi nombre en su boca ha cobrado una sonoridad tan singular, tan inesperada, que me siento como ensalmado por la palabra que más conozco, al oírla tan nueva como si acabara de ser creada. Vivimos el júbilo impar de la sed compartida y saciada, y cuando nos asomamos a lo que nos rodea, creemos recordar un país de sabores nuevos.
Este tipo de acoplamiento representativo es el que caracteriza otro aspecto del erotismo de Los pasos perdidos: su cópula intertextual, la introducción de un texto en otro. Las crónicas de Castillejos y Fernández de Oviedo, los diarios de Colón y Vespucio, las cartas de Cortés y la bitácora de Pigafetta son como amantes verbales de la novela de Carpentier, y el fruto de esta unión, el texto hijo de los otros textos, pudiera ser una simple frase sensual, un instante en que una nube pasa sobre los protagonistas y «comenzaron a llover mariposas sobre los techos, en las vasijas, sobre nuestros hombros».
Esas mariposas que llueven de una nube son descendientes de la erótica maravillada de los cronistas y descubridores: su intertextualidad contemporánea se prolonga en Malcolm Lowry y Gabriel García Márquez.
Y de este nivel proviene el siguiente, el lingüístico, pues Carpentier propone, como es sabido, una operación intertextual inmediata de rescate de nuestra lengua y sus riquezas perdidas. Pero esta operación es inseparable de la función nominadora de su texto, ya que Carpentier, como Colón y Oviedo, reclama para sí la tarea de «Adán poniendo nombre a las cosas».
En la construcción textual de Los pasos perdidos, esta nominación adánica de los árboles, los ríos, los peces y los panes del Nuevo Mundo, que ya notamos en la obra de Gallegos, se presenta en medio de un silencio «venido de tan lejos» que en él la palabra es una creación obligada. Así, el silencio virgen de la naturaleza abismal del cuarto día del Génesis le da a la palabra una resonancia musical, pues es en la música donde el silencio es visto, ante todo, como un valor: el silencio es la matriz del sonido.
El silencio total es roto, al nivel musical de la novela, por una «pavorosa grita sobre un cadáver rodeado de perros mudos». Al Narrador esa grita le resulta horrible, hasta que se da cuenta de que la horrenda fascinación de la ceremonia sólo revela que, ante la terquedad de la Muerte que se niega a soltar su presa, la Palabra se descorazona y cede el lugar a la expresión musical mínima, unitaria: ensalmo, estertor, convulsión: el Treno. Con el Narrador, acabamos de asistir al nacimiento de la Música. Y la música nace cuando la Palabra muere porque no sabe qué cosa decirle a la muerte.
Hay aquí una prodigiosa asimilación de los varios niveles verbales de la novela. Pues si el Treno que tan dramáticamente descubre el Narrador es la palabra célula que se transforma en música al necesitar más de una entonación vocal, más de una nota para alcanzar su forma, no es otro el límite y la función del mito formado, según Lévi-Strauss, por mitemas que son la unidad mitológica mínima surgida del orden del lenguaje pero que lo trasciende con el algo más que en el lenguaje representa la frase o en la música el treno. No es otro el límite y la función del lenguaje verbal mismo, formado por el ascenso de unidades inferiores mínimas a unidades superiores que completan la unidad anterior.
La unidad de la función verbal, mítica y musical en Los pasos perdidos es ilustrada maravillosamente por este encuentro con el nacimiento de la música, con el treno que crea la música con el propósito de devolverle la vida a un muerto. Sin embargo, la hermandad del discurso filosófico de Los pasos perdidos con sus procedimientos lingüísticos y míticos no estaría completa sin una identidad fundamental de aquellos con esta otra realidad: la de la música en su intención de romper la sucesión lineal, la simple causalidad, situando al auditor en el centro de una red inagotable de relaciones sonoras. El auditor aparece entonces como constructor de un nuevo mundo multidireccional de elementos sonoros liberados, en el que todas las perspectivas son igualmente válidas.
La Utopía auténtica de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier está aquí, en esta posibilidad, que su sustancia lingüística, erótica, musical y mítica nos ofrece, de construir una historia y un destino con diversas lecturas libres. Es una manera, superior y radical a un tiempo, de definir el arte.
Dicho todo lo anterior, regreso una vez más a la experiencia narrativa de Los pasos perdidos, compartiéndola con su Narrador explícito aunque no único:
Cada paso, lo hemos visto, le acerca a los orígenes físicos de la selva y del río, pero también a los orígenes históricos. Sin embargo, es muy poderosa la sensación de que ocurre una separación, como si ganar el espacio fuese una pérdida de tiempo, pero ganar los pasos del tiempo significase, a la postre, aceptar la pérdida de las huellas naturales. El Narrador apuesta a que recobrar los pasos perdidos en el tiempo no comporte la pérdida del espacio, gracias a una triple construcción del tiempo en el mito, la utopía y la historia. Pero este encuentro total, sin pasos perdidos ni en el reino de Topos ni en los dominios de Cronos, se revela imposible. La historia explota y niega a la naturaleza; el mito exige presencia constante; y la utopía es un mito perverso que no se contenta con el eterno presente del cual arranca, sino que quisiera «tener la chancha y los veintes»: su salud está en el pasado, en la edad de oro; pero su dinámica está en el futuro, la ciudad feliz del hombre en la Tierra.
Los pasos perdidos de Alejo Carpentier es, en realidad, un encuentro con el verdadero elemento re-ligador (re-ligioso en este sentido prístino) que permite tener presentes todas estas realidades del espíritu humano; su memoria, su imaginación, su deseo. Esta re-liga es la re-ligión de las palabras: el lenguaje. Viaje en el tiempo, viaje en el espacio, uno amenaza con anular al otro y sólo el lenguaje lo impide.
De allí la construcción verbal de la novela, en tres movimientos que son tres parejas de verbos: Buscar y Encontrar; Encontrar y Fundar; Permanecer o Regresar. Las dos primeras series son un continuo; la última pareja, un divorcio, una opción. La primera serie verbal (Buscar y Encontrar) lleva al Narrador de la ciudad de Topía a la ciudad de Utopía, del espacio civilizado y fijo a la ciudad indivisible. Es un viaje a lo largo del espacio de Canaima, un inmenso espacio que debe ser recorrido, colonizado, neutralizado, eliminado, según el caso, para transformar a Canaima en un lugar y un momento en el que coinciden espacio y tiempo. Pero ¿cómo transformar a la naturaleza en tiempo, sin devastarla a ella o corromperlo a él? Es el problema propuesto por Rómulo Gallegos: el tiempo, esta vez, ¿será Utopía, o sólo un nuevo capítulo en la historia de la violencia impune? Sólo la peregrinación del Narrador —Buscar y Encontrar— esbozará la respuesta.
La selva que recorre el Narrador revela que tiene una historia, sólo que ésta es una historia oculta, una historia que espera ser descubierta. No se trata ya del descubrimiento utópico de lo temporal, de la utopía sin historia del cronista Fernández de Oviedo. Tampoco de la fatal corrupción de la naturaleza auroral por la violencia descrita por Gallegos. A la nación escondida, el Narrador entra acompañado de una pareja erótica de su pareja verbal: busca con Mouche, su joven amante, compañera en la búsqueda activa, curiosa, del Occidente; encuentra con Rosario, la mujer del presente eterno, la que ya está allí, esperándolo, al parecer desde siempre. Rosario posee las llaves de Utopía: son las llaves del mito. El Narrador no puede compartir su tiempo —el descubrimiento del mito, el inminente regreso a Utopía— con su amante moderna. Necesita a la mujer que libera la imaginación mítica: Rosario. La encuentra escribiéndola, como Dante encuentra a Virgilio, evocado por la palabra, en la selva oscura y en la mitad del camino de la vida.
Acompañado de Rosario, el Narrador entra a otro tiempo. Pero entrar a otro tiempo se revela como un paso sinónimo a entrar a otra cultura. Con Rosario, el Narrador se dirige a los ritos iniciales de la humanidad. En todas las obras de Carpentier, es sumamente clara la conciencia de que a culturas distintas corresponden tiempos distintos. Los pasos perdidos lo dice claramente:
Aquellos indios que yo siempre había visto a través de relatos más o menos fantasiosos, considerándolos como seres situados al margen de la existencia real del hombre, me resultaban, en su ámbito, en su medio, absolutamente dueños de su cultura. Nada era más ajeno a su realidad que el absurdo concepto de salvaje. La evidencia de que desconocían cosas que eran para mí esenciales y necesarias, estaba muy lejos de vestirlos de primitivismo.
La modernidad es una civilización, es decir, un conjunto de técnicas que pueden perderse, o ser superadas. Pero también existe una modernidad de la cultura, y ésta es contemporánea a los diversos tiempos del ser humano. Se puede vivir en un «siglo XIII» de la civilización técnica del Occidente, que sin embargo es la actualidad más plena, menos desposeída, de quienes la viven. Carpentier escribió las primeras novelas hispanoamericanas en que esta modernidad comprensiva (y generosa) se hace explícita. En Los pasos perdidos, ello ocurre en el instante en que el Narrador se despoja del tiempo lineal de Occidente como se despoja de Mouche y, con Rosario, parte a descubrir la pluralidad de los tiempos. Rosario está inmersa en el tiempo y ausente en el espacio: no reconoce la distancia; vive en el más pleno de los presentes; le exige, sin duda, demasiado al Narrador: le exige ser Otro, el que no es él. La propia belleza narrativa de la obra, su movimiento acelerado hacia adelante, dirigiéndose al texto que leemos linealmente, sucesivamente (como desesperadamente lo hace notar otro Narrador, el del Aleph de Borges) en tensión con el movimiento regresivo de la novela, convirtiéndose en pasado a medida que remonta el espacio en busca del tiempo original, es un movimiento que carece de sentido para Rosario, como no sea el de representar el centro inmóvil del movimiento, el más peligroso equilibrio. Rosario está en el centro de una narración dinámica; el Narrador debería renunciar a narrar para acompañarla plenamente, para ser su constante pareja carnal. Pero si deja de narrar, el Narrador dejaría de ser.
Por ello, al pasar a la segunda serie verbal de Los pasos perdidos, el Narrador, enamorado de Rosario y del eterno presente, se propone una actividad que conjugue su movimiento con la stasis de su amante. Ha encontrado; ahora va a fundar. Encontrar el eterno presente del mito; sobre él, fundar la ciudad de Utopía, la nueva ciudad del hombre. El Narrador llega al alba misma del tiempo y allí encuentra la actividad temporal que identifica tiempo e historia: la fundación de la ciudad. El verbo buscar se funde (se funda) con el verbo encontrar. Encontrado el tiempo, fundamos el tiempo: fundamos la ciudad como un espacio del tiempo. Sólo que, habiendo llegado al origen del tiempo, el Narrador continúa portando un doble movimiento. Si éste, en la primera serie verbal de la composición, fue doble (buscar y encontrar, progresión en el espacio, regresión en el tiempo), también lo es en la tercera serie, la final. La segunda, Encontrar y Fundar, es lo más cerca que el Narrador está de la unidad mítica simbolizada por Rosario. Su carga fáustica, en seguida, vuelve a ser una opción, una disyuntiva, un ejercicio de la libertad: Permanecer o Regresar. Como Prometeo, el Narrador de Los pasos perdidos es hombre suficiente para saber que la libertad que no se ejercita, se pierde; la carga de la libertad es usarla; y se pregunta el filósofo: ¿hubiera sido más libre si no la hubiera usado?
Es el dilema del Narrador de Carpentier. Es el dilema, lo hemos visto, de Utopía. La ciudad perfecta es el lugar que no es: no tiene sitio en el espacio. ¿Puede tenerlo en el tiempo? Es la esperanza del Narrador. Espera capturar la Utopía en el Tiempo, congelarla, junto con su descubrimiento de la música, del lenguaje y de la pasión de su amor con Rosario. Pero a nadie le es otorgado tanto. Prometeo lo supo siempre; a Fausto le costó su alma aprenderlo. El Tiempo no obedece al Narrador; el Tiempo no se detiene obsequioso; el Tiempo se mueve, se escapa a la traza de la ciudad, se precipita en el génesis y antes del génesis, en un «mundo» sin nombre, sin ciudad, sin Rosario, incluso sin Dios: «la tristeza sideral de los tiempos sin incienso y sin alabanzas, cuando la tierra era desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la haz del abismo».
Y así el Narrador, habiendo encontrado la comunidad ideal, no puede retenerla. Si se mueve un paso más hacia atrás, desaparece en la prehistoria, en el pasado absoluto. Si se mueve un paso hacia adelante, desaparece en la historia, en el futuro absoluto, por definición siempre más lejos, nunca alcanzable. Y en ambos casos pierde a la mujer, pierde a Rosario.
Utopía aparece entonces como tiempo, sí, pero sólo un instante en el tiempo, una posibilidad deslumbrante de la imaginación. U-Topos, el espacio imposible, resulta ser un tiempo igualmente imposible, un doble paso perdido: los dos tiempos de Utopía se excluyen mutuamente, la ciudad del origen no puede ser la ciudad del futuro; ni ésta, aquélla. La edad de oro no puede estar en dos tiempos, el pasado remoto y el remoto futuro. No la vamos a recuperar; vamos a vivir con los valores conflictivos de la libertad, heterogéneos, jamás unitarios de nuevo. Más vale saberlo. Más vale aceptarlo, no con resignación, sino como un desafío…
Entre Permanecer o Regresar, el Narrador de Carpentier usa su libertad para el viaje de retorno. Pero no regresa con las manos vacías. Ha descubierto el origen de la música, ha escuchado las posibilidades, éstas sí sin límite, de la imaginación humana, de la capacidad del saber humano. Estamos en la historia. Vivimos en la polis. Seres históricos y políticos, sólo lo somos valiosamente si nos sabemos, cada uno de nosotros, portadores únicos, irreemplazables, de una memoria y de un deseo, unidos por la palabra y por el amor.
5. Novela y Música


Alejo Carpentier trajo muchos de estos valores humanos e intelectuales a la novela hispanoamericana. Fue un musicólogo como su narrador: autor de una historia de la música en Cuba; de una deliciosa fantasía, Concierto barroco, en la que un indiano de México, perdido en el carnaval de Venecia en el siglo XVII, asiste a un concierto dirigido por Vivaldi con monjas que tocan el instrumento de su nombre —Sor Rebekah, Sor Laúd— y que culmina su noche de carnaval sentado sobre la tumba de Stravinsky en la isla mirando el paso del entierro con góndola de Richard Wagner. Pero, sobre todo, Carpentier es el autor de un breve relato maestro, El acoso, que narra la persecución de un revolucionario cubano por la policía del dictador Machado durante el tiempo que toma la ejecución, en un teatro de La Habana, de la Quinta Sinfonía de Beethoven. La novela coincide con los movimientos musicales y culmina, dentro del propio teatro, cuando reina el silencio: cuando muere el lenguaje, dentro y fuera del texto.
La belleza formal y la tensión narrativa de Los pasos perdidos obedecen también, en gran medida, al movimiento musical que he observado en las tres series verbales que arman, mueven y dan su conflicto al libro. Carpentier era un hombre extraordinariamente alerta a los movimientos en el arte y la ciencia contemporáneos, y sus novelas no sólo deben leerse tomando en cuenta el pasado histórico evocado con tanta fuerza en Los pasos perdidos, El reino de este mundo, El siglo de las luces o Guerra del tiempo, sino a la luz de las creaciones contemporáneas de la poesía y de la música. De esta manera, en Carpentier se da un encuentro cultural de primera importancia en sí mismo y para la literatura en lengua española de las Américas. La vitalidad del tiempo en Carpentier es igual a la vitalidad del lenguaje, y en ello el novelista cubano participa de la visión de Vico, para quien entender el pasado no era posible sin entender sus mitos, ya que éstos son la base de la vida social. Para Vico, el mito era una manera sistemática de ver el mundo, comprenderlo y actuar en él. Las mitologías son las historias civiles de los primeros hombres, que eran todos poetas. Los mitos eran las formas naturales de expresión para hombres y mujeres que un día sintieron y hablaron en maneras que hoy sólo podemos recuperar con un esfuerzo de la imaginación. Éste es el esfuerzo de Carpentier en Los pasos perdidos, haciéndose eco de la convicción del filósofo napolitano: somos los autores de nuestra historia, empezando con nuestros mitos, y en consecuencia somos responsables del pasado que hicimos para ser responsables de un futuro que podamos llamar nuestro.
Carpentier, musicólogo y novelista, actualiza la historia como creación nuestra mediante narraciones en las que la libertad del lector es comparable a la del auditor de una composición de música serial, situado en el centro de una red de relaciones sonoras inagotables, que le dan a quien escucha la libertad de escoger maneras múltiples de acercarse a la obra, haciendo uso de una escala de referencias tan amplia como lo quieran tanto el autor como el auditor. Éste no crea, pues, el centro: es el centro, que no le es impuesto por el autor, quien se limita a ofrecer un repertorio de sugerencias. El resultado puede ser una escritura y una lectura, una composición y una audición tan revolucionarias como el pasaje, digamos, de las operaciones en secuencia de la computación, originadas por Von Neumann en los años cuarenta, a las operaciones previstas para la quinta generación de computadoras, que serán simultáneas y concurrentes. Comparablemente, en la música serial, como en el descubrimiento del treno por el Narrador de Los pasos perdidos, no hay centro tonal que nos permita predecir los momentos sucesivos del discurso. Julio Cortázar llevará a su punto de experimentación más alto, entre nosotros, esta narrativa multidireccional en la que el auditor/lector/espectador (Cortázar tiene más presente el cine que Carpentier, y su referencia musical más clara será el jazz) puede crear su propio sistema de relaciones con y dentro de la obra.
Pero habrá sido Alejo Carpentier quien primero trajo este espíritu y estas perspectivas a la novela hispanoamericana, enriqueciéndola sin medida. Es bueno leer a Carpentier recordando que con él nuestra novela entró al mundo de la cultura contemporánea sin renunciar a ningún derecho propio, pero tampoco ancilarmente, sino colaborando con plenitud en la creación de la cultura contemporánea —moderna y antigua, cultura de muchos tiempos, entre otras cosas, gracias a novelas como las de Carpentier—. El lag cultural que fue nuestro debate decimonónico —la llegada tardía a los banquetes de la cultura occidental, que lamentó Alfonso Reyes— no fue un problema para Carpentier o para los novelistas que le sucedieron. Si había retraso cultural, no fue colmado mediante declaraciones de amor a Francia, odio a España o filiaciones con uno u otro bando de la Guerra Fría, sino de la única manera positiva: creando obras de arte de validez internacional.
Las construcciones narrativas de Alejo Carpentier, sus usos de la simultaneidad de planos, junto con su fusión de lenguajes en tiempos y espacios múltiples, ofreciendo oportunidad de construcción a los lectores, son parte indisoluble de la transitoria universalidad que estamos viviendo.
En un libro que clama por ser reeditado, Eugenio Ímaz, uno de los grandes intelectuales de la emigración republicana española a México, nos recuerda que U-Topía es el lugar que no es porque no hay lugar en el tiempo. Por lo tanto, concluye el autor de Topía y Utopía, puede haber Utopía, el no lugar, en un ahora concreto. Pues si Utopía no tiene lugar en el mundo, tiene todo el tiempo del mundo. Carpentier diría: todos los tiempos del mundo, y la América española, más que un espacio inmenso, es una superposición de tiempos vivientes, no sacrificables. Decir esto, y decirlo con la belleza literaria con que el gran novelista cubano lo hace, es precisamente lo que debe decirse cuando entramos a un nuevo siglo que será lo que será por la manera como entienda la pluralidad de los tiempos humanos.
Es Alejo Carpentier quien, en la novelística hispanoamericana, dice por primera vez que la utopía del presente es reconocer el tiempo de los demás: su presencia. En Los pasos perdidos, El reino de este mundo, El siglo de las luces, Guerra del tiempo, Concierto barroco, El arpa y la sombra, El acoso y El recurso del método Carpentier nos ofrece el camino hacia la pluralidad de los tiempos que es el verdadero tiempo de la América española: condición de su historia, espejo de su autorreconocimiento y promesa patética de su lucha por un porvenir de justicia.
Entre la búsqueda de la Edad de Oro y la promesa de la Ciudad Nueva del hombre, la literatura de Alejo Carpentier se tiende como un puente verbal que nos permite conjugar aquel pasado y este porvenir en un presente al menos: el de la lectura de sus maravillosas novelas, fundadoras de nuestro presente narrativo.

Fuente: Editorial Alfaguara. Año: 2011.

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