viernes, 30 de septiembre de 2016

Jorge Luis Borges. ELOGIO DE LA SOMBRA (1969).


ELOGIO DE LA SOMBRA
  (1969)


  PRÓLOGO

  Sin proponérmelo al principio, he consagrado mi ya larga vida a las letras, a la cátedra, al ocio, a las tranquilas aventuras del diálogo, a la filología, que ignoro, al misterioso hábito de Buenos Aires y a las perplejidades que no sin alguna soberbia se llaman metafísica. Tampoco le ha faltado a mi vida la amistad de unos pocos, que es lo que importa. Creo no tener un solo enemigo o, si los hubo, nunca me lo hicieron saber. La verdad es que nadie puede herirnos salvo la gente que queremos. Ahora, a los setenta años de mi edad (la frase es de Whitman), doy a la prensa este quinto libro de versos.
  Carlos Frías me ha sugerido que aproveche su prólogo para una declaración de mi estética. Mi pobreza, mi voluntad, se oponen a ese consejo. No soy poseedor de una estética. El tiempo me ha enseñado algunas astucias: eludir los sinónimos, que tienen la desventaja de sugerir diferencias imaginarias; eludir hispanismos, argentinismos, arcaísmos y neologismos; preferir las palabras habituales a las palabras asombrosas; intercalar en un relato rasgos circunstanciales, exigidos ahora por el lector, simular pequeñas incertidumbres, ya que si la realidad es precisa la memoria no lo es; narrar los hechos (esto lo aprendí en Kipling y en las sagas de Islandia) como si no los entendiera del todo; recordar que las normas anteriores no son obligaciones y que el tiempo se encargará de abolirlas. Tales astucias o hábitos no configuran ciertamente una estética. Por lo demás, descreo de las estéticas. En general no pasan de ser abstracciones inútiles; varían para cada escritor y aun para cada texto y no pueden ser otra cosa que estímulos o instrumentos ocasionales.
  Éste, escribí, es mi quinto libro de versos. Es razonable presumir que no será mejor o peor que los otros. A los espejos, laberintos y espadas que ya prevé mi resignado lector se han agregado dos temas nuevos: la vejez y la ética. Ésta, según se sabe, nunca dejó de preocupar a cierto amigo muy querido que la literatura me ha dado, a Robert Louis Stevenson. Una de las virtudes por las cuales prefiero las naciones protestantes a las de tradición católica es su cuidado de la ética. Milton quería educar a los niños de su academia en el conocimiento de la física, de las matemáticas, de la astronomía y de las ciencias naturales; el doctor Johnson observaría al promediar el siglo XVIII: «La prudencia y la justicia son preeminencias y virtudes que corresponden a todas las épocas y a todos los lugares; somos perpetuamente moralistas y sólo a veces geómetras».
  En estas páginas conviven, creo que sin discordia, las formas de la prosa y del verso. Podría invocar antecedentes ilustres –el De consolatione de Boecio, los cuentos de Chaucer, el Libro de las mil y una noches–; prefiero declarar que esas divergencias me parecen accidentales y que desearía que este libro fuera leído como un libro de versos. Un volumen, en sí, no es un hecho estético, es un objeto físico entre otros; el hecho estético sólo puede ocurrir cuando lo escriben o lo leen. Es común afirmar que el verso libre no es otra cosa que un simulacro tipográfico; pienso que en esa afirmación acecha un error. Más allá de su ritmo, la forma tipográfica del versículo sirve para anunciar al lector que la emoción poética, no la información o el razonamiento, es lo que está esperándolo. Yo anhelé alguna vez la vasta respiración de los psalmos1 o de Walt Whitman; al cabo de los años compruebo, no sin melancolía, que me he limitado a alternar algunos metros clásicos: el alejandrino, el endecasílabo, el heptasílabo.
  La poesía no es menos misteriosa que los otros elementos del orbe. Tal o cual verso afortunado no puede envanecernos, porque es don del Azar o del Espíritu; sólo los errores son nuestros. Espero que el lector descubra en mis páginas algo que pueda merecer su memoria; en este mundo la belleza es común.
  J. L. B.
 Buenos Aires, 24 de junio de 1969

  1. Deliberadamente escribo psalmos. Los individuos de la Real Academia Española quieren imponer a este continente sus incapacidades fonéticas; nos aconsejan el empleo de formas rústicas: neuma, sicología, síquico. Últimamente se les ha ocurrido escribir vikingo por viking. Sospecho que muy pronto oiremos hablar de la obra de Kiplingo.

  JUAN, I, 14

  No será menos un enigma esta hoja
  que las de Mis libros sagrados
  ni aquellas otras que repiten
  las bocas ignorantes,
  creyéndolas de un hombre, no espejos
  oscuros del Espíritu.
  Yo que soy el Es, el Fue y el Será,
  vuelvo a condescender al lenguaje,
  que es tiempo sucesivo y emblema.
  Quien juega con un niño juega con algo
  cercano y misterioso;
  yo quise jugar con Mis hijos.
  Estuve entre ellos con asombro y ternura.
  Por obra de una magia
  nací curiosamente de un vientre.
  Viví hechizado, encarcelado en un cuerpo
  y en la humildad de un alma.
  Conocí la memoria,
  esa moneda que no es nunca la misma.
  Conocí la esperanza y el temor,
  esos dos rostros del incierto futuro.
  Conocí la vigilia, el sueño, los sueños,
  la ignorancia, la carne,
  los torpes laberintos de la razón,
  la amistad de los hombres,
  la misteriosa devoción de los perros.
  Fui amado, comprendido, alabado y pendí de una cruz.
  Bebí la copa hasta las heces.
  Vi por Mis ojos lo que nunca había visto:
  la noche y sus estrellas.
  Conocí lo pulido, lo arenoso, lo desparejo, lo áspero,
  el sabor de la miel y de la manzana,
  el agua en la garganta de la sed,
  el peso de un metal en la palma,
  la voz humana, el rumor de unos pasos sobre la hierba,
  el olor de la lluvia en Galilea,
  el alto grito de los pájaros.
  Conocí también la amargura.
  He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera;
  no será nunca lo que quiero decir,
  no dejará de ser su reflejo.
  Desde Mi eternidad caen estos signos.
  Que otro, no el que es ahora su amanuense, escriba el poema.
  Mañana seré un tigre entre los tigres
  y predicaré Mi ley a su selva,
  a un gran árbol en Asia.
  A veces pienso con nostalgia
  en el olor de esa carpintería.

  HERÁCLITO

  El segundo crepúsculo.
  La noche que se ahonda en el sueño.
  La purificación y el olvido.
  El primer crepúsculo.
  La mañana que ha sido el alba.
  El día que fue la mañana.
  El día numeroso que será la tarde gastada.
  El segundo crepúsculo.
  Ese otro hábito del tiempo, la noche.
  La purificación y el olvido.
  El primer crepúsculo…
  El alba sigilosa y en el alba
  la zozobra del griego.
  ¿Qué trama es ésta
  del será, del es y del fue?
  ¿Qué río es éste
  por el cual corre el Ganges?
  ¿Qué río es éste cuya fuente es inconcebible?
  ¿Qué río es éste
  que arrastra mitologías y espadas?
  Es inútil que duerma.
  Corre en el sueño, en el desierto, en un sótano.
  El río me arrebata y soy ese río.
  De una materia deleznable fui hecho, de misterioso tiempo.
  Acaso el manantial está en mí.
  Acaso de mi sombra
  surgen, fatales e ilusorios, los días.

  CAMBRIDGE

  Nueva Inglaterra y la mañana.
  Doblo por Craigie.
  Pienso (ya lo he pensado)
  que el nombre Craigie es escocés
  y que la palabra crag es de origen celta.
  Pienso (ya lo he pensado)
  que en este invierno están los antiguos inviernos
  de quienes dejaron escrito
  que el camino está prefijado
  y que ya somos del Amor o del Fuego.
  La nieve y la mañana y los muros rojos
  pueden ser formas de la dicha,
  pero yo vengo de otras ciudades
  donde los colores son pálidos
  y en las que una mujer, al caer la tarde,
  regará las plantas del patio.
  Alzo los ojos y los pierdo en el ubicuo azul.
  Más allá están los árboles de Longfellow
  y el dormido río incesante.
  Nadie en las calles, pero no es un domingo.
  No es un lunes,
  el día que nos depara la ilusión de empezar.
  No es un martes,
  el día que preside el planeta rojo.
  No es un miércoles,
  el día de aquel dios de los laberintos
  que en el Norte fue Odín.
  No es un jueves,
  el día que ya se resigna al domingo.
  No es un viernes,
  el día regido por la divinidad que en las selvas
  entreteje los cuerpos de los amantes.
  No es un sábado.
  No está en el tiempo sucesivo
  sino en los reinos espectrales de la memoria.
  Como en los sueños,
  detrás de las altas puertas no hay nada,
  ni siquiera el vacío.
  Como en los sueños,
  detrás del rostro que nos mira no hay nadie.
  Anverso sin reverso,
  moneda de una sola cara, las cosas.
  Esas miserias son los bienes
  que el precipitado tiempo nos deja.
  Somos nuestra memoria,
  somos ese quimérico museo de formas inconstantes,
  ese montón de espejos rotos.

  NEW ENGLAND, 1967

  Han cambiado las formas de mi sueño;
  ahora son oblicuas casas rojas
  y el delicado bronce de las hojas
  y el casto invierno y el piadoso leño.
  Como en el día séptimo, la tierra
  es buena. En los crepúsculos persiste
  algo que casi no es, osado y triste,
  un antiguo rumor de Biblia y guerra.
  Pronto (nos dicen) llegará la nieve
  y América me espera en cada esquina,
  pero siento en la tarde que declina
  el hoy tan lento y el ayer tan breve.
  Buenos Aires, yo sigo caminando
  por tus esquinas, sin por qué ni cuándo.
  Cambridge, 1967


  JAMES JOYCE

  En un día del hombre están los días
  del tiempo, desde aquel inconcebible
  día inicial del tiempo, en que un terrible
  Dios prefijó los días y agonías
  hasta aquel otro en que el ubicuo río
  del tiempo terrenal torne a su fuente,
  que es lo Eterno, y se apague en el presente,
  el futuro, el ayer, lo que ahora es mío.
  Entre el alba y la noche está la historia
  universal. Desde la noche veo
  a mis pies los caminos del hebreo,
  Cartago aniquilada, Infierno y Gloria.
  Dame, Señor, coraje y alegría
  para escalar la cumbre de este día.
  Cambridge, 1968


  THE UNENDING GIFT

  Un pintor nos prometió un cuadro.
  Ahora, en New England, sé que ha muerto. Sentí, como otras veces, la tristeza de comprender que somos como un sueño. Pensé en el hombre y en el cuadro perdidos.
  (Sólo los dioses pueden prometer, porque son inmortales.)
  Pensé en un lugar prefijado que la tela no ocupará.
  Pensé después: si estuviera ahí, sería con el tiempo una cosa más, una cosa, una de las vanidades o hábitos de la casa; ahora es ilimitada, incesante, capaz de cualquier forma y cualquier color y no atada a ninguno.
  Existe de algún modo. Vivirá y crecerá como una música y estará conmigo hasta el fin. Gracias, Jorge Larco.
  (También los hombres pueden prometer, porque en la promesa hay algo inmortal.)

  MAYO 20, 1928

  Ahora es invulnerable como los dioses.
  Nada en la tierra puede herirlo, ni el desamor de una mujer, ni la tisis, ni las ansiedades del verso, ni esa cosa blanca, la luna, que ya no tiene que fijar en palabras.
  Camina lentamente bajo los tilos; mira las balaustradas y las puertas, no para recordarlas.
  Ya sabe cuántas noches y cuántas mañanas le faltan.
  Su voluntad le ha impuesto una disciplina precisa. Hará determinados actos, cruzará previstas esquinas, tocará un árbol o una reja, para que el porvenir sea tan irrevocable como el pasado.
  Obra de esa manera para que el hecho que desea y que teme no sea otra cosa que el término final de una serie.
  Camina por la calle 49; piensa que nunca atravesará tal o cual zaguán lateral.
  Sin que lo sospecharan, se ha despedido ya de muchos amigos.
  Piensa lo que nunca sabrá, si el día siguiente será un día de lluvia.
  Se cruza con un conocido y le hace una broma. Sabe que este episodio será, durante algún tiempo, una anécdota.
  Ahora es invulnerable como los muertos.
  En la hora fijada, subirá por unos escalones de mármol. (Esto perdurará en la memoria de otros.)
  Bajará al lavatorio; en el piso ajedrezado el agua borrará muy pronto la sangre. El espejo lo aguarda.
  Se alisará el pelo, se ajustará el nudo de la corbata (siempre fue un poco dandy, como cuadra a un joven poeta) y tratará de imaginar que el otro, el del cristal, ejecuta los actos y que él, su doble, los repite. La mano no le temblará cuando ocurra el último. Dócilmente, mágicamente, ya habrá apoyado el arma contra la sien.
  Así, lo creo, sucedieron las cosas.

  RICARDO GÜIRALDES

  Nadie podrá olvidar su cortesía;
  era la no buscada, la primera
  forma de su bondad, la verdadera
  cifra de un alma clara como el día.
  No he de olvidar tampoco la bizarra
  serenidad, el fino rostro fuerte,
  las luces de la gloria y de la muerte,
  la mano interrogando la guitarra.
  Como en el puro sueño de un espejo
  (tú eres la realidad, yo su reflejo)
  te veo conversando con nosotros
  en Quintana. Ahí estás, mágico y muerto.
  Tuyo, Ricardo, ahora es el abierto
  campo de ayer, el alba de los potros.

  EL LABERINTO

  Zeus no podría desatar las redes
  de piedra que me cercan. He olvidado
  los hombres que antes fui; sigo el odiado
  camino de monótonas paredes
  que es mi destino. Rectas galerías
  que se curvan en círculos secretos
  al cabo de los años. Parapetos
  que ha agrietado la usura de los días.
  En el pálido polvo he descifrado
  rastros que temo. El aire me ha traído
  en las cóncavas tardes un bramido
  o el eco de un bramido desolado.
  Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
  es fatigar las largas soledades
  que tejen y destejen este Hades
  y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
  Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
  éste el último día de la espera.

  LABERINTO

  No habrá nunca una puerta. Estás adentro
  y el alcázar abarca el universo
  y no tiene ni anverso ni reverso
  ni externo muro ni secreto centro.
  No esperes que el rigor de tu camino
  que tercamente se bifurca en otro,
  que tercamente se bifurca en otro,
  tendrá fin. Es de hierro tu destino
  como tu juez. No aguardes la embestida
  del toro que es un hombre y cuya extraña
  forma plural da horror a la maraña
  de interminable piedra entretejida.
  No existe. Nada esperes. Ni siquiera
  en el negro crepúsculo la fiera.

  A CIERTA SOMBRA, 1940

  Que no profanen tu sagrado suelo, Inglaterra,
  el jabalí alemán y la hiena italiana.
  Isla de Shakespeare, que tus hijos te salven
  y también tus sombras gloriosas.
  En esta margen ulterior de los mares
  las invoco y acuden
  desde el innumerable pasado,
  con altas mitras y coronas de hierro,
  con Biblias, con espadas, con remos,
  con anclas y con arcos.
  Se ciernen sobre mí en la alta noche
  propicia a la retórica y a la magia
  y busco la más tenue, la deleznable,
  y le advierto: oh, amigo,
  el continente hostil se apresta con armas
  a invadir tu Inglaterra,
  como en los días que sufriste y cantaste.
  Por el mar, por la tierra y por el aire convergen los ejércitos.
  Vuelve a soñar, De Quincey.
  Teje para baluarte de tu isla
  redes de pesadillas.
  Que por sus laberintos de tiempo
  erren sin fin los que odian.
  Que su noche se mida por centurias, por eras, por pirámides,
  que las armas sean polvo, polvo las caras,
  que nos salven ahora las indescifrables arquitecturas
  que dieron horror a tu sueño.
  Hermano de la noche, bebedor de opio,
  padre de sinuosos períodos que ya son laberintos y torres,
  padre de las palabras que no se olvidan,
  ¿me oyes, amigo no mirado, me oyes
  a través de esas cosas insondables
  que son los mares y la muerte?

  LAS COSAS

  El bastón, las monedas, el llavero,
  la dócil cerradura, las tardías
  notas que no leerán los pocos días
  que me quedan, los naipes y el tablero,
  un libro y en sus páginas la ajada
  violeta, monumento de una tarde
  sin duda inolvidable y ya olvidada,
  el rojo espejo occidental en que arde
  una ilusoria aurora. ¡Cuántas cosas,
  limas, umbrales, atlas, copas, clavos,
  nos sirven como tácitos esclavos,
  ciegas y extrañamente sigilosas!
  Durarán más allá de nuestro olvido;
  no sabrán nunca que nos hemos ido.

  «RUBAIYAT»

  Torne en mi voz la métrica del persa
  a recordar que el tiempo es la diversa
  trama de sueños ávidos que somos
  y que el secreto Soñador dispersa.
  Torne a afirmar que el fuego es la ceniza,
  la carne el polvo, el río la huidiza
  imagen de tu vida y de mi vida
  que lentamente se nos va de prisa.
  Torne a afirmar que el arduo monumento
  que erige la soberbia es como el viento
  que pasa, y que a la luz inconcebible
  de Quien perdura, un siglo es un momento.
  Torne a advertir que el ruiseñor de oro
  canta una sola vez en el sonoro
  ápice de la noche y que los astros
  avaros no prodigan su tesoro.
  Torne la luna al verso que tu mano
  escribe como torna en el temprano
  azul a tu jardín. La misma luna
  de ese jardín te ha de buscar en vano.
  Sean bajo la luna de las tiernas
  tardes tu humilde ejemplo las cisternas,
  en cuyo espejo de agua se repiten
  unas pocas imágenes eternas.
  Que la luna del persa y los inciertos
  oros de los crepúsculos desiertos
  vuelvan. Hoy es ayer. Eres los otros
  cuyo rostro es el polvo. Eres los muertos.

  A ISRAEL

  ¿Quién me dirá si estás en el perdido
  laberinto de ríos seculares
  de mi sangre, Israel? ¿Quién los lugares
  que mi sangre y tu sangre han recorrido?
  No importa. Sé que estás en el sagrado
  libro que abarca el tiempo y que la historia
  del rojo Adán rescata y la memoria
  y la agonía del Crucificado.
  En ese libro estás, que es el espejo
  de cada rostro que sobre él se inclina
  y del rostro de Dios, que en su complejo
  y arduo cristal, terrible se adivina.
  Salve, Israel, que guardas la muralla
  de Dios, en la pasión de tu batalla.

  ISRAEL

  Un hombre encarcelado y hechizado,
  un hombre condenado a ser la serpiente
  que guarda un oro infame,
  un hombre condenado a ser Shylock,
  un hombre que se inclina sobre la tierra
  y que sabe que estuvo en el Paraíso,
  un hombre viejo y ciego que ha de romper
  las columnas del templo,
  un rostro condenado a ser una máscara,
  un hombre que a pesar de los hombres
  es Spinoza y el Baal Shem y los cabalistas,
  un hombre que es el Libro,
  una boca que alaba desde el abismo
  la justicia del firmamento,
  un procurador o un dentista
  que dialogó con Dios en una montaña,
  un hombre condenado a ser el escarnio,
  la abominación, el judío,
  un hombre lapidado, incendiado
  y ahogado en cámaras letales,
  un hombre que se obstina en ser inmortal
  y que ahora ha vuelto a su batalla,
  a la violenta luz de la victoria,
  hermoso como un león al mediodía.

  JUNIO, 1968

  En la tarde de oro
  o en una serenidad cuyo símbolo
  podría ser la tarde de oro,
  el hombre dispone los libros
  en los anaqueles que aguardan
  y siente el pergamino, el cuero, la tela
  y el agrado que dan
  la previsión de un hábito
  y el establecimiento de un orden.
  Stevenson y el otro escocés, Andrew Lang,
  reanudarán aquí, de manera mágica,
  la lenta discusión que interrumpieron
  los mares y la muerte
  y a Reyes no le desagradará ciertamente
  la cercanía de Virgilio.
  (Ordenar bibliotecas es ejercer,
  de un modo silencioso y modesto,
  el arte de la crítica.)
  El hombre que está ciego,
  sabe que ya no podrá descifrar
  los hermosos volúmenes que maneja
  y que no le ayudarán a escribir
  el libro que lo justificará ante los otros,
  pero la tarde que es acaso de oro
  sonríe ante el curioso destino
  y siente esa felicidad peculiar
  de las viejas cosas queridas.

  EL GUARDIÁN DE LOS LIBROS

  Ahí están los jardines, los templos y la justificación de los templos,
  la recta música y las rectas palabras,
  los sesenta y cuatro hexagramas,
  los ritos que son la única sabiduría
  que otorga el Firmamento a los hombres,
  el decoro de aquel emperador
  cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo,
  de suerte que los campos daban sus frutos
  y los torrentes respetaban sus márgenes,
  el unicornio herido que regresa para marcar el fin,
  las secretas leyes eternas,
  el concierto del orbe;
  esas cosas o su memoria están en los libros
  que custodio en la torre.
  Los tártaros vinieron del Norte
  en crinados potros pequeños;
  aniquilaron los ejércitos
  que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad,
  erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas,
  mataron al perverso y al Justo,
  mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta,
  usaron y olvidaron a las mujeres
  y siguieron al Sur,
  inocentes como animales de presa,
  crueles como cuchillos.
  En el alba dudosa
  el padre de mi padre salvó los libros.
  Aquí están en la torre donde yazgo,
  recordando los días que fueron de otros,
  los ajenos y antiguos.
  En mis ojos no hay días. Los anaqueles
  están muy altos y no los alcanzan mis años.
  Leguas de polvo y sueño cercan la torre.
  ¿A qué engañarme?
  La verdad es que nunca he sabido leer,
  pero me consuelo pensando
  que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo
  para un hombre que ha sido
  y que contempla lo que fue la ciudad
  y ahora vuelve a ser el desierto.
  ¿Qué me impide soñar que alguna vez
  descifré la sabiduría
  y dibujé con aplicada mano los símbolos?
  Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros,
  que acaso son los últimos,
  porque nada sabemos del Imperio
  y del Hijo del Cielo.
  Ahí están en los altos anaqueles,
  cercanos y lejanos a un tiempo,
  secretos y visibles como los astros.
  Ahí están los jardines, los templos.

  LOS GAUCHOS

  Quién les hubiera dicho que sus mayores vinieron por un mar, quién les hubiera dicho lo que son un mar y sus aguas.
  Mestizos de la sangre del hombre blanco, lo tuvieron en poco, mestizos de la sangre del hombre rojo, fueron sus enemigos.
  Muchos no habrán oído jamás la palabra gaucho, o la habrán oído como una injuria.
  Aprendieron los caminos de las estrellas, los hábitos del aire y del pájaro, las profecías de las nubes del Sur y de la luna con un cerco.
  Fueron pastores de la hacienda brava, firmes en el caballo del desierto que habían domado esa mañana, enlazadores, marcadores, troperos, capataces, hombres de la partida policial, alguna vez matreros; alguno, el escuchado, fue el payador.
  Cantaba sin premura, porque el alba tarda en clarear, y no alzaba la voz.
  Había peones tigreros; amparado en el poncho el brazo izquierdo, el derecho sumía el cuchillo en el vientre del animal, abalanzado y alto.
  El diálogo pausado, el mate y el naipe fueron las formas de su tiempo.
  A diferencia de otros campesinos, eran capaces de ironía.
  Eran sufridos, castos y pobres. La hospitalidad fue su fiesta.
  Alguna noche los perdió el pendenciero alcohol de los sábados.
  Morían y mataban con inocencia.
  No eran devotos, fuera de alguna oscura superstición, pero la dura vida les enseñó el culto del coraje.
  Hombres de la ciudad les fabricaron un dialecto y una poesía de metáforas rústicas.
  Ciertamente no fueron aventureros, pero un arreo los llevaba muy lejos y más lejos las guerras.
  No dieron a la historia un solo caudillo. Fueron hombres de López, de Ramírez, de Artigas, de Quiroga, de Bustos, de Pedro Campbell, de Rosas, de Urquiza, de aquel Ricardo López Jordán que hizo matar a Urquiza, de Peñaloza y de Saravia.
  No murieron por esa cosa abstracta, la patria, sino por un patrón casual, una ira o por la invitación de un peligro.
  Su ceniza está perdida en remotas regiones del continente, en repúblicas de cuya historia nada supieron, en campos de batalla, hoy famosos.
  Hilario Ascasubi los vio cantando y combatiendo.
  Vivieron su destino como en un sueño, sin saber quiénes eran o qué eran.
  Tal vez lo mismo nos ocurre a nosotros.

  ACEVEDO

  Campos de mis abuelos y que guardan
  todavía su nombre de Acevedo,
  indefinidos campos que no puedo
  del todo imaginar. Mis años tardan
  y no he mirado aún esas cansadas
  leguas de polvo y patria que mis muertos
  vieron desde el caballo, esos abiertos
  caminos, sus ponientes y alboradas.
  La llanura es ubicua. Los he visto
  en Iowa, en el Sur, en tierra hebrea,
  en aquel saucedal de Galilea
  que hollaron los humanos pies de Cristo.
  No los perdí. Son míos. Los poseo
  en el olvido, en un casual deseo.

  INVOCACIÓN A JOYCE

  Dispersos en dispersas capitales,
  solitarios y muchos,
  jugábamos a ser el primer Adán
  que dio nombre a las cosas.
  Por los vastos declives de la noche
  que lindan con la aurora,
  buscamos (lo recuerdo aún) las palabras
  de la luna, de la muerte, de la mañana
  y de los otros hábitos del hombre.
  Fuimos el imagismo, el cubismo,
  los conventículos y sectas
  que las crédulas universidades veneran.
  Inventamos la falta de puntuación,
  la omisión de mayúsculas,
  las estrofas en forma de paloma
  de los bibliotecarios de Alejandría.
  Ceniza, la labor de nuestras manos
  y un fuego ardiente nuestra fe.
  Tú, mientras tanto, forjabas
  en las ciudades del destierro,
  en aquel destierro que fue
  tu aborrecido y elegido instrumento,
  el arma de tu arte,
  erigías tus arduos laberintos,
  infinitesimales e infinitos,
  admirablemente mezquinos,
  más populosos que la historia.
  Habremos muerto sin haber divisado
  la biforme fiera o la rosa
  que son el centro de tu dédalo,
  pero la memoria tiene sus talismanes,
  sus ecos de Virgilio,
  y así en las calles de la noche perduran
  tus infiernos espléndidos,
  tantas cadencias y metáforas tuyas,
  los oros de tu sombra.
  Qué importa nuestra cobardía si hay en la tierra
  un solo hombre valiente,
  qué importa la tristeza si hubo en el tiempo
  alguien que se dijo feliz,
  qué importa mi perdida generación,
  ese vago espejo,
  si tus libros la justifican.
  Yo soy los otros. Yo soy todos aquellos
  que ha rescatado tu obstinado rigor.
  Soy los que no conoces y los que salvas.

  ISRAEL, 1969

  Temí que en Israel acecharía
  con dulzura insidiosa
  la nostalgia que las diásporas seculares
  acumularon como un triste tesoro
  en las ciudades del infiel, en las juderías,
  en los ocasos de la estepa, en los sueños,
  la nostalgia de aquellos que te anhelaron,
  Jerusalén, junto a las aguas de Babilonia.
  ¿Qué otra cosa eras, Israel, sino esa nostalgia,
  sino esa voluntad de salvar,
  entre las inconstantes formas del tiempo,
  tu viejo libro mágico, tus liturgias,
  tu soledad con Dios?
  No así. La más antigua de las naciones
  es también la más joven.
  No has tentado a los hombres con jardines,
  con el oro y su tedio
  sino con el rigor, tierra última.
  Israel les ha dicho sin palabras:
  Olvidarás quién eres.
  Olvidarás al otro que dejaste.
  Olvidarás quién fuiste en las tierras
  que te dieron sus tardes y sus mañanas
  y a las que no darás tu nostalgia.
  Olvidarás la lengua de tus padres y aprenderás la lengua del Paraíso.
  Serás un israelí, serás un soldado.
  Edificarás la patria con ciénagas; la levantarás con desiertos.
  Trabajará contigo tu hermano, cuya cara no has visto nunca.
  Una sola cosa te prometemos:
  tu puesto en la batalla.

  DOS VERSIONES DE «RITTER, TOD UND TEUFEL»

 I


  Bajo el yelmo quimérico el severo
  perfil es cruel como la cruel espada
  que aguarda. Por la selva despojada
  cabalga imperturbable el caballero.
  Torpe y furtiva, la caterva obscena
  lo ha cercado: el Demonio de serviles
  ojos, los laberínticos reptiles
  y el blanco anciano del reloj de arena.
  Caballero de hierro, quien te mira
  sabe que en ti no mora la mentira
  ni el pálido temor. Tu dura suerte
  es mandar y ultrajar. Eres valiente
  y no serás indigno ciertamente,
  alemán, del Demonio y de la Muerte.
 II


  Los caminos son dos. El de aquel hombre
  de hierro y de soberbia, y que cabalga,
  firme en su fe, por la dudosa selva
  del mundo, entre las befas y la danza
  inmóvil del Demonio y de la Muerte,
  y el otro, el breve, el mío. ¿En qué borrada
  noche o mañana antigua descubrieron
  mis ojos la fantástica epopeya,
  el perdurable sueño de Durero,
  el héroe y la caterva de sus sombras
  que me buscan, me acechan y me encuentran?
  A mí, no al paladín, exhorta el blanco
  anciano coronado de sinuosas
  serpientes. La clepsidra sucesiva
  mide mi tiempo, no su eterno ahora.
  Yo seré la ceniza y la tiniebla;
  yo, que partí después, habré alcanzado
  mi término mortal; tú, que no eres,
  tú, caballero de la recta espada
  y de la selva rígida, tu paso
  proseguirás mientras los hombres duren.
  Imperturbable, imaginario, eterno.

  BUENOS AIRES

  ¿Qué será Buenos Aires?
  Es la plaza de Mayo a la que volvieron, después de haber guerreado en el continente, hombres cansados y felices.
  Es el dédalo creciente de luces que divisamos desde el avión y bajo el cual están la azotea, la vereda, el último patio, las cosas quietas.
  Es el paredón de la Recoleta contra el cual murió, ejecutado, uno de mis mayores.
  Es un gran árbol de la calle Junín que, sin saberlo, nos depara sombra y frescura.
  Es una larga calle de casas bajas, que pierde y transfigura el poniente.
  Es la Dársena Sur de la que zarpaban el Saturno y el Cosmos.
  Es la vereda de Quintana en la que mi padre, que había estado ciego, lloró, porque veía las antiguas estrellas.
  Es una puerta numerada, detrás de la cual, en la oscuridad, pasé diez días y diez noches, inmóvil, días y noches que son en la memoria un instante.
  Es el jinete de pesado metal que proyecta desde lo alto su serie cíclica de sombras.
  Es el mismo jinete bajo la lluvia.
  Es una esquina de la calle Perú, en la que Julio César Dabove nos dijo que el peor pecado que puede cometer un hombre es engendrar un hijo y sentenciarlo a esta vida espantosa.
  Es Elvira de Alvear, escribiendo en cuidadosos cuadernos una larga novela, que al principio estaba hecha de palabras y al fin de vagos rasgos indescifrables.
  Es la mano de Norah, trazando el rostro de una amiga que es también el de un ángel.
  Es una espada que ha servido en las guerras y que es menos un arma que una memoria.
  Es una divisa descolorida o un daguerrotipo gastado, cosas que son del tiempo.
  Es el día en que dejamos a una mujer y el día en que una mujer nos dejó.
  Es aquel arco de la calle Bolívar desde el cual se divisa la Biblioteca.
  Es la habitación de la Biblioteca, en la que descubrimos, hacia 1957, la lengua de los ásperos sajones, la lengua del coraje y de la tristeza.
  Es la pieza contigua, en la que murió Paul Groussac.
  Es el último espejo que repitió la cara de mi padre.
  Es la cara de Cristo que vi en el polvo, deshecha a martillazos, en una de las naves de La Piedad.
  Es Lugones, mirando por la ventanilla del tren las formas que se pierden y pensando que ya no lo abruma el deber de traducirlas para siempre en palabras, porque este viaje será el último.
  Es, en la deshabitada noche, cierta esquina del Once en la que Macedonio Fernández, que ha muerto, sigue explicándome que la muerte es una falacia.
  No quiero proseguir; estas cosas son demasiado individuales, son demasiado lo que son, para ser también Buenos Aires.
  Buenos Aires es la otra calle, la que no pisé nunca, es el centro secreto de las manzanas, los patios últimos, es lo que las fachadas ocultan, es mi enemigo, si lo tengo, es la persona a quien le desagradan mis versos (a mí me desagradan también), es la modesta librería en que acaso entramos y que hemos olvidado, es esa racha de milonga silbada que no reconocemos y que nos toca, es lo que se ha perdido y lo que será, es lo ulterior, lo ajeno, lo lateral, el barrio que no es tuyo ni mío, lo que ignoramos y queremos.

  FRAGMENTOS DE UN EVANGELIO APÓCRIFO

   3. Desdichado el pobre en espíritu, porque bajo la tierra será lo que ahora es en la tierra.
   4. Desdichado el que llora, porque ya tiene el hábito miserable del llanto.
   5. Dichosos los que saben que el sufrimiento no es una corona de gloria.
   6. No basta ser el último para ser alguna vez el primero.
   7. Feliz el que no insiste en tener razón, porque nadie la tiene o todos la tienen.
   8. Feliz el que perdona a los otros y el que se perdona a sí mismo.
   9. Bienaventurados los mansos, porque no condescienden a la discordia.
  10. Bienaventurados los que no tienen hambre de justicia, porque saben que nuestra suerte, adversa o piadosa, es obra del azar, que es inescrutable.
  11. Bienaventurados los misericordiosos, porque su dicha está en el ejercicio de la misericordia y no en la esperanza de un premio.
  12. Bienaventurados los de limpio corazón, porque ven a Dios.
  13. Bienaventurados los que padecen persecución por causa de la justicia, porque les importa más la justicia que su destino humano.
  14. Nadie es la sal de la tierra, nadie, en algún momento de su vida, no lo es.
  15. Que la luz de una lámpara se encienda, aunque ningún hombre la vea. Dios la verá.
  16. No hay mandamiento que no pueda ser infringido, y también los que digo y los que los profetas dijeron.
  17. El que matare por la causa de la justicia, o por la causa que él cree justa, no tiene culpa.
  18. Los actos de los hombres no merecen ni el fuego ni los cielos.
  19. No odies a tu enemigo, porque si lo haces, eres de algún modo su esclavo. Tu odio nunca será mejor que tu paz.
  20. Si te ofendiere tu mano derecha, perdónala; eres tu cuerpo y eres tu alma y es arduo, o imposible, fijar la frontera que los divide…
  24. No exageres el culto de la verdad; no hay hombre que al cabo de un día, no haya mentido con razón muchas veces.
  25. No jures, porque todo juramento es un énfasis.
  26. Resiste al mal, pero sin asombro y sin ira. A quien te hiriere en la mejilla derecha, puedes volverle la otra, siempre que no te mueva el temor.
  27. Yo no hablo de venganzas ni de perdones; el olvido es la única venganza y el único perdón.
  28. Hacer el bien a tu enemigo puede ser obra de justicia y no es arduo; amarlo, tarea de ángeles y no de hombres.
  29. Hacer el bien a tu enemigo es el mejor modo de complacer tu vanidad.
  30. No acumules oro en la tierra, porque el oro es padre del ocio, y éste, de la tristeza y del tedio.
  31. Piensa que los otros son justos o lo serán, y si no es así, no es tuyo el error.
  32. Dios es más generoso que los hombres y los medirá con otra medida.
  33. Da lo santo a los perros, echa tus perlas a los puercos; lo que importa es dar.
  34. Busca por el agrado de buscar, no por el de encontrar…
  39. La puerta es la que elige, no el hombre.
  40. No juzgues al árbol por sus frutos ni al hombre por sus obras; pueden ser peores o mejores.
  41. Nada se edifica sobre la piedra, todo sobre la arena, pero nuestro deber es edificar como si fuera piedra la arena…
  47. Feliz el pobre sin amargura o el rico sin soberbia.
  48. Felices los valientes, los que aceptan con ánimo parejo la derrota o las palmas.
  49. Felices los que guardan en la memoria palabras de Virgilio o de Cristo, porque éstas darán luz a sus días.
  50. Felices los amados y los amantes y los que pueden prescindir del amor.
  51. Felices los felices.

  UN LECTOR

  Que otros se jacten de las páginas que han escrito;
  a mí me enorgullecen las que he leído.
  No habré sido un filólogo,
  no habré inquirido las declinaciones, los modos, la laboriosa
  [mutación de las letras,

  la de que se endurece en te,
  la equivalencia de la ge y de la ka,
  pero a lo largo de mis años he profesado
  la pasión del lenguaje.
  Mis noches están llenas de Virgilio;
  haber sabido y haber olvidado el latín
  es una posesión, porque el olvido
  es una de las formas de la memoria, su vago sótano,
  la otra cara secreta de la moneda.
  Cuando en mis ojos se borraron
  las vanas apariencias queridas,
  los rostros y la página,
  me di al estudio del lenguaje de hierro
  que usaron mis mayores para cantar
  espadas y soledades,
  y ahora, a través de siete siglos,
  desde la Última Thule,
  tu voz me llega, Snorri Sturluson.
  El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa
  y lo hace en pos de un conocimiento preciso;
  a mis años, toda empresa es una aventura
  que linda con la noche.
  No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,
  no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;
  la tarea que emprendo es ilimitada
  y ha de acompañarme hasta el fin,
  no menos misteriosa que el universo
  y que yo, el aprendiz.

  ELOGIO DE LA SOMBRA

  La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
  puede ser el tiempo de nuestra dicha.
  El animal ha muerto o casi ha muerto.
  Quedan el hombre y su alma.
  Vivo entre formas luminosas y vagas
  que no son aún la tiniebla.
  Buenos Aires,
  que antes se desgarraba en arrabales
  hacia la llanura incesante,
  ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
  las borrosas calles del Once
  y las precarias casas viejas
  que aún llamamos el Sur.
  Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
  Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
  el tiempo ha sido mi Demócrito.
  Esta penumbra es lenta y no duele;
  fluye por un manso declive
  y se parece a la eternidad.
  Mis amigos no tienen cara,
  las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
  las esquinas pueden ser otras,
  no hay letras en las páginas de los libros.
  Todo esto debería atemorizarme,
  pero es una dulzura, un regreso.
  De las generaciones de los textos que hay en la tierra
  sólo habré leído unos pocos,
  los que sigo leyendo en la memoria,
  leyendo y transformando.
  Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
  convergen los caminos que me han traído
  a mi secreto centro.
  Esos caminos fueron ecos y pasos,
  mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
  días y noches,
  entresueños y sueños,
  cada ínfimo instante del ayer
  y de los ayeres del mundo,
  la firme espada del danés y la luna del persa,
  los actos de los muertos,
  el compartido amor, las palabras,
  Emerson y la nieve y tantas cosas.
  Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
  a mi álgebra y mi clave,
  a mi espejo.
  Pronto sabré quién soy.
Fuente:
Editorial EMECÉ, editores. Buenos Aires, Argentina.

jueves, 29 de septiembre de 2016

MARCO EL ROMANO MIKA WALTARI


Escritor finlandés (1908-1979) nacido en Helsinki, famoso por sus novelas históricas. Su padre murió cuando tenía cinco años. Estudió Teología y Filosofía. Su primer libro, Jumalaa Paossa, apareció en 1925 y tres años más tarde su primera novela La gran Ilusión (1928). Waltari se convirtió en una de las figuras líderes del movimiento liberal llamado The Torcbearers, cuyos miembros trataron de introducir la influencia del futurismo ruso e italiano en la literatura finlandesa. Durante los años 30 el grupo fue suplantado por otro de tendencias más izquierdista, el llamado Kiila, pero para este momento Waltari ya se había transformado en un ultraconservador. En su comedia teatral Kuriton Sukupolvi (1937), ridiculiza a esta generación. Trabajó como periodista y como crítico de literatura para varios periódicos y revistas finlandesas. En la década de los treinta viajó frecuentemente por Europa, publicando Un extraño llegó a la granja (1937), la obra teatral Akhamaton (1938) y Sinuhé, el egipcio (1939), que representaba al Faraón como profeta de un único y justo dios para reemplazar al corrupto clero. Después de la Segunda Guerra Mundial se concentró en largas novelas históricas, ubicadas en el mundo mediterráneo clásico, como El etrusco (1955), o en la antigua Roma, como en Ihmiskunnan Viholliset (1964). Dentro de las novelas que tienen lugar en el imperio bizantino están Miguel, el renegado (1948), El ángel oscuro (1952), El sitio de Constantinopla (1952) y Nuori Johannes (1981), libro póstumo. Poco antes de su muerte apareció Humildad y Pasión (1978), memorias íntimas en las que revela todas sus obsesiones. Desde 1957 a 1978 fue miembro de la Academia Finlandesa. Sus obras han sido traducidas a más de 30 idiomas y está considerado como uno de los mejores escritores fineses del siglo XX. Murió en 1979 en Helsinki.

***

Marco el romano es uno de los más célebres frescos históricos que nos legó Mika Waltari. En ella se reproduce con intensidad y colorido el mundo judeorromano del siglo I, donde no podía faltar la figuar de Jesús y sus primeros seguidores. El protagonista al que alude el título es inicialmente un típico romano de la época, de vida licenciosa y costumbres disipadas, pero del contacto con los apóstoles surgirá un nuevo Marco. El recorrido de Marco por el mundo conocido de la época es una fascinante aventura por la que Waltari conduce el autor con mano maestra.

Fuente:
N.N.

MARCO EL ROMANO
MIKA WALTARI
 Primera Carta

Marco Mecencio a Tulia.

Salve Tulia, en mi carta anterior te hablé de mis viajes a lo largo del río de Egipto. Después de esperarte en vano en Alejandría hasta el comienzo de las tempestades otoñales, pasé el invierno allí. ¡Qué infantil era mi amor! ¡Aguardé la llegada de los barcos procedentes de Ostia y Brindisi con una fidelidad que ni los comerciantes más ricos o los ciudadanos más curiosos podrían superar! Pasé muchas horas en el puesto hasta el final de la temporada de navegación; por fin, los guardas, los aduaneros y los oficiales empezaron a rehuirme, temerosos de que siguiese importunándolos con mis preguntas incesantes.

Es cierto que durante esta espera mis conocimientos se acrecentaron y oí muchos relatos acerca de países lejanos; pero mis ojos se arrasaron en lágrimas de tanto mirar fijamente el mar. Finalmente, cuando arribó el último de los navíos, tuve que admitir que me habías engañado. En estos días se cumple un año de nuestro último encuentro, Tulia, y ahora me doy cuenta de que tus juramentos y promesas sólo eran mentiras para conseguir que saliese de Roma.

Me sentía triste y profundamente amargado cuando te escribí la carta en que me despedía para siempre de ti y donde juraba que partiría hacia la India para no regresar jamás. Aún hay griegos descendientes de los oficiales de Alejandro Magno, que gobiernan como reyes en ciudades extrañas. Pero ahora reconozco que al escribir de ese modo todo lo que intentaba era ocultarte la verdad. Porque lo único cierto es que no podía soportar la idea de no volver a verte, Tulia.

El hombre que ha pasado de los treinta no debería ser esclavo del amor. Ahora mi espíritu se ha apaciguado, y la llama de la pasión se ha extinguido. En Alejandría, el despecho me llevó a frecuentar compañías sospechosas y a poner en peligro mi cuerpo y mi espíritu. Pero no me arrepiento de ello, pues ningún hombre puede borrar ni cambiar las consecuencias de sus actos. Aunque sólo ha servido para demostrarme lo mucho que te amo, pues nada pudo satisfacerme. Pero te advierto, dilectísima Tulia, que llegará el día en que tu belleza se marchitará, tu rostro terso se verá surcado de arrugas, el brillo de tus ojos desaparecerá, la plata del tiempo desteñirá tus cabellos y perderás los dientes. Entonces, tal vez te arrepientas de haber preferido la ambición y el disfrute de una posición política a tu amor por mí. Porque creo que me has amado, ya que no puedo dudar de tus juramentos. Si no fuera así, ya nada tendría sentido para mí. Sé que me has querido, pero ignoro si aún me amas.

En los momentos de optimismo pienso que lo hiciste por mí, para salvarme del peligro, para evitar que perdiese mis posesiones y, tal vez, la vida; por eso me obligaste con falsas promesas a abandonar Roma. No lo habría hecho si no me hubieses jurado que te reunirías conmigo en Alejandría y allí pasaríamos juntos el invierno. Muchas otras mujeres casadas y de noble linaje han viajado antes que tú a Egipto para pasar allí el invierno sin la compañía de sus esposos, y seguirán haciéndolo en el futuro, o ya no conozco a las damas romanas.

Tú hubieras podido volver a Roma en primavera, una vez reanudada la temporada de navegación. ¡Habríamos pasado tantos meses juntos, Tulia!

En cambio, durante ese tiempo todo lo que he hecho ha sido desgastar mi cuerpo y mi espíritu. Hubo una época en que no podía dejar de pensar en ti y me dedicaba a escribir tu nombre y el mío en las piedras de los antiguos monumentos y en las columnas de los templos. En mi desesperación, llegué incluso al extremo de iniciarme en el culto secreto a Isis. Será que estoy más viejo y curtido que en aquella noche inolvidable de Bayas, en que tú y yo nos iniciamos en los misterios de Dionisio. Pero en esta ocasión no experimenté el mismo éxtasis que entonces. ¡No puedo creer lo que dicen esos sacerdotes de cabeza rapada! Lo único que lamenté más tarde, fue haber pagado un precio demasiado alto por un misterio tan insignificante.

Pero no creas que mi única compañía fueron los sacerdotes de Isis y las mujeres de sus templos. Me relacioné asimismo con actores y bardos, e incluso con gladiadores. Asistí a la representación de algunos antiguos dramas griegos, y su traducción y adaptación al latín moderno no me resultaría una empresa difícil, si quisiera dedicarme a ello. Te cuento todo esto para que sepas que no me he aburrido; Alejandría es una ciudad universal, más refinada, madura y agotadora que Roma.

Sin embargo, la mayor parte del tiempo la he pasado en el Museion, que es su biblioteca, y que se halla junto al puerto.

En realidad, se trata de varias bibliotecas. Sus edificios forman un barrio entero. Los ancianos, que viven en el pasado, se quejan constantemente del estado lamentable en que se halla la biblioteca, y me aseguraron que nunca volverá a alcanzar el esplendor que tenía en la época de Julio César, quien, hace de ello tantos años como puede vivir un hombre, incendió las naves egipcias para romper el sitio. El fuego destruyó parte de los edificios de la biblioteca, con lo cual se perdieron, de modo irreparable, cien mil rollos, legado de grandes escritores del pasado.

Aun así, transcurrieron semanas antes de que yo aprendiese a utilizar los catálogos y a dar con aquello que buscaba. Sólo los comentarios sobre la Ilíada incluyen varias decenas de miles de rollos, por no hablar de los escritos de Platón y Aristóteles, que llenan edificios enteros. Existen innumerables rollos que jamás fueron registrados en los catálogos, y creo que nadie los ha leído desde que fueron guardados en la biblioteca.

Por comprensibles razones políticas, los ancianos no se mostraban muy dispuestos a desempolvar las profecías de los antiguos ni a ayudarme a buscarlas. Tuve que interrogarlos con habilidad y ganarme su confianza con regalos y convites.

Disponen de muy escasos fondos y son pobres, como suelen serlo los sabios y como lo son siempre los hombres que aman a los libros más que a su vida y a la luz de sus ojos.

Así fue como logré extraer de los escondrijos de la biblioteca una serie considerable de profecías, famosas unas, desconocidas u olvidadas las otras. Tales profecías, tan oscuras y ambiguas en cuanto a su interpretación como las respuestas de los oráculos, han existido en todos los pueblos desde tiempo remoto. A decir verdad, más de una vez me distraje leyendo alguna fábula griega y sentí deseos de abandonar a su destino aquellas profecías y comenzar a escribir un libro, según el modelo de las fábulas, dejando volar mi imaginación. Pero, a pesar de mi origen, aún soy demasiado romano para poder escribir cosas que sólo existen en mi mente.

En esta biblioteca también hay tratados sobre el arte de amar que hubieran hecho parecer ingenuo a nuestro viejo Ovidio.

Unos son de origen griego y otros son traducciones al griego de antiguos textos egipcios y, sinceramente, no sé cuáles me parecen mejores. Sin embargo, después de leer algunos, uno acaba aborreciéndolos. A partir de la época de Augusto se han guardado estos escritos en compartimentos secretos. Nadie puede copiarlos y sólo se autoriza su lectura a los investigadores.

Pero volvamos a las profecías: las hay antiguas y modernas.

Las antiguas han sido alteradas de forma que pudieran aplicarse a Alejandro y no a Octavio Augusto, que dio la paz al mundo. Al intentar profundizar en su sentido comprendo, cada vez mejor, que la mayor tentación en que puede caer un estudioso es la de interpretar tales escritos a la luz de su época y capricho.

Sin embargo, hay una cosa de la que estoy absolutamente convencido, y tanto los sucesos de nuestro tiempo como los astros confirman esta convicción. El mundo está entrando en una nueva era, con características propias. Esto es algo tan claro y evidente que los astrólogos de Alejandría y Caldea, al igual que los de Rodas y Roma, se han pronunciado unánimemente al respecto. Es lógico y comprensible que el nacimiento del nuevo soberano universal deba producirse bajo el signo de Piscis.

Quizá se tratase del emperador Augusto(1) , que en vida fue adorado en las provincias como un dios. Pero, como ya te conté en Roma, mi padre putativo Marco Maniliol mencionó en su obra astronómica la conjunción de Saturno y Júpiter en la constelación de Piscis. Es cierto que por razones políticas omitió este punto en el volumen publicado, pero también lo es que los astrólogos de aquí recuerdan perfectamente esa conjunción. Si en verdad fue entonces cuando nació el futuro soberano del mundo, ahora debería tener treinta y siete años, y seguramente ya habríamos oído hablar de él.

1. Poeta romano, contemporáneo de Augusto y de Tiberio, autor de una obra de cinco libros y en verso titulada Astronómica. En ella, después de describir la estructura del universo, se ocupa de la influencia que los astros y los signos zodiacales ejercen en la conducta del hombre y en su destino.


Te sorprenderá el motivo para que mencione abiertamente en una carta el asunto que una madrugada, entre las rosas de Bayas, confié a tus oídos como el más profundo secreto, convencido de que nadie en el mundo jamás podría comprenderme como tú, Tulia. Pero ahora poseo mucha más experiencia que entonces y he aprendido a contemplar las profecías como un hombre maduro.

Un viejo casi ciego, que solía frecuentar la biblioteca, me dijo sarcásticamente que las profecías son para los jóvenes, y es que después de haber leído mil libros, el hombre comienza a intuir la amarga verdad. Y diez mil le vuelven incrédulo para siempre.

Te escribo con tanta claridad porque en esta época es imposible guardar un secreto. La conversación más íntima es escuchada y repetida y no hay carta que no pueda ser leída y, si es necesario, copiada. Vivimos en un tiempo de recelos y sospechas. Por eso he llegado a la conclusión de que el mejor modo de sobrevivir es hablar y escribir con toda sinceridad.

Gracias al testamento del que te hablé, soy lo suficientemente rico para satisfacer todos mis caprichos, pero no tanto como para que alguien pueda desear mi muerte. Debido a mi origen no puedo aspirar a cargos públicos, que en modo alguno deseo, aunque pudiera obtenerlos. Jamás he sentido tal ambición.

Los astros nos señalaban hacia Oriente. Para librarte de mí, Tulia, mi amada perjura, me indujiste a salir de Roma ya que mi presencia empezaba a fastidiarte. En son de desafío juré que buscaría al futuro soberano del mundo. Estaría a su lado entre los primeros y le ofrecería mis servicios para ser digno un día de convertirme en tu cuarto o quinto esposo. ¡Cómo debes haber reído a mis espaldas!

Tranquilízate. Ni siquiera por esta intención puede alguien desear mi muerte. No se ha oído ni visto señal alguna anunciadora del nacimiento del soberano universal. En Alejandría se sabría ya, puesto que aquí nos encontramos en el ombligo del mundo, es decir, en el centro de todas las habladurías, de todas las filosofías y de la intriga mundial.

Además, el mismo Tiberio estaba al corriente de la conjunción de Júpiter y Saturno hace treinta y siete años. También lo sabría todo el hombre cuyo nombre no conviene mencionar en una carta. Por todo ello, es seguro que el rey del mundo no vendrá de Oriente.

Tulia, mi bienamada, sé de sobra que el estudio de las profecías ha intentado ser un remedio para mi soledad, una evasión para pensar en otra cosa que no seas tú. Por la mañana, al despertar, tú eres mi primer pensamiento, y el último antes de dormirme. He soñado contigo y velado noches enteras por ti. Pero cómo puede un rollo de pergamino sustituir jamás a la mujer amada?

De las profecías pasé a estudiar las escrituras sagradas de los judíos. Vive y trabaja en Alejandría un filósofo judío llamado Filón que interpreta esas escrituras en sentido alegórico, tal como griegos y romanos hicieron con Homero.

Cree poder facilitar de este modo la compresión de la religión judía mediante la ayuda de la filosofía griega.

Conoces a los judíos y su religión. Incluso en Roma viven apartados de los demás y no ofrecen sacrificios a los dioses romanos. Muchos les temen por ello. En muchas familias han adoptado el séptimo día como día de descanso, de acuerdo con la costumbre judía. Pero la mayoría los desprecia, pues sólo tienen un dios y, por lo visto, ni siquiera poseen una representación de él.

De todos modos, ya desde tiempos remotos, se conserva rigurosamente en sus escritos sagrados la profecía del futuro soberano universal. Sus profetas no cesan de repetirla, por lo que es la mejor conservada de todas las profecías nacionales. A este soberano universal le dan el nombre de Mesías. Cuando llegue al poder, los judíos gobernarán el mundo. Tal desfachatez es el resultado de una ilusa ideología nacional. Este pueblo ha tenido que soportar adversidades, miserias y deshonras. La esclavitud en Egipto y en Babilonia, hasta que los persas les permitieron volver a su patria. Su templo ha sido destruido en varias ocasiones. La última vez lo incendió Pompeyo, aunque sin querer. Se diferencian también de los otros pueblos por tener un solo templo, que se alza en su ciudad sagrada:

Jerusalén. Las sinagogas esparcidas por todas las ciudades del mundo no son templos, sino lugares de reunión, donde cantan en voz alta sus escritos sagrados y los comentan entre sí.

A causa de la profecía que anuncia que entre ellos nacerá el soberano universal que les permitirá dominar el mundo, son odiados por muchos, por lo cual no hablan abiertamente y tratan de apartarse lo más posible.

Tampoco es cierto que oculten su profecía. Si encuentran a un extraño dispuesto a escucharlos, los sabios hebreos se complacen en ayudarlo a comprender sus escrituras sagradas. Al menos en Alejandría sucede así. Algunos eruditos, Filón entre ellos, interpretan la profecía del Mesías como una parábola.

Pero otros me han asegurado que se debe ser fiel a las escrituras. Yo, por mi parte, creo firmemente que, para poder creer en escrituras de tan ambigua interpretación, es indispensable haber crecido en esta religión desde la infancia. Sin embargo, debo reconocer que, en comparación con tantas profecías confusas de otros pueblos, la de los judíos es la más clara.

Los sabios judíos de Alejandría son de mentalidad abierta y, sin duda, existen entre ellos verdaderos filósofos que incluso no se niegan a comer con los extranjeros. Me hice íntimo amigo de uno de estos sabios, y juntos bebimos vino puro. Estas cosas ocurren en Alejandría. Cuando fue preso de los vapores del alcohol me habló con mucho énfasis del Mesías y de la inminente supremacía hebrea sobre el resto del mundo.

Para demostrar hasta qué punto todos los judíos creen al pie de la letra en la profecía del Mesías, me contó cómo el gran rey Herodes, pocos años antes de morir, hizo matar a los niños varones de toda una ciudad, pues unos sabios caldeos habían llegado a Judea siguiendo una estrella, y aseguraron ingenuamente que allí nacería el nuevo rey. Pero Herodes deseaba conservar el trono para su familia. Este relato parece demostrar que Herodes era tan suspicaz como cierto soberano de tiempos pasados, que, en su vejez, se retiró a una isla deshabitada.

Comprenderás fácilmente, Tulia, como este episodio brutal exaltó mi imaginación. Basándome en el año en que murió Herodes, me fue fácil calcular que la fecha de la masacre coincidió exactamente con la conjunción de Saturno y Júpiter.

El relato demuestra, por consiguiente, que la conjunción de esos astros despertó entre los sabios judíos y orientales la misma preocupación manifestada en Rodas y Roma.

-¿Crees entonces -pregunté yo- que el futuro Mesías fue asesinado mientras estaba aún en la cuna?

El joven judío, por cuya barba chorreaba vino, repuso riendo:

-¿Quién pudo matar al Mesías? Herodes estaba enfermo y su mente obnubilada.

De pronto pareció asustado de sus propias palabras, y receloso añadió:

-No creas que el Mesías nació entonces. La profecía no habla de una época precisa. Seguramente ya habríamos oído hablar de él. Además, en cada generación nace un falso Mesías que llena de inquietud a la gente sencilla de Jerusalén.

Pero era evidente que aquel pensamiento le atormentaba, ya que después de beber más vino, me confió en tono reservado:

-En tiempo de Herodes, desde Jerusalén y otros lugares, muchos huyeron a Egipto. Algunos se instalaron allí definitivamente, pero la mayoría retornó a sus hogares a la muerte del tirano.

-Quieres decir -pregunté- que llevaron a Egipto el Mesías que acababa de nacer, para protegerle de Herodes?

-Soy saduceo -respondió.

Lo dijo para demostrar que era un hombre de mundo y que por lo tanto no estaba sometido totalmente a las tradiciones judías.

-Por eso, dudo -continuó-. No creo, como los fariseos, en la inmortalidad del alma. Cuando uno muere, no existe nada. Así está escrito. Y ya que sólo vivimos una vez, es razonable tratar de encontrar un cierto goce en este mundo. Nuestros grandes reyes no se negaban ninguno, aunque el exceso de placeres entristeció el corazón del sabio Salomón. Pero hasta en el hombre más erudito se esconde en su mente un resto de ingenua superstición. Precisamente cuando se bebe vino puro, aunque esto sea pecado, se creen cosas que en estado de sobriedad parecen imposibles. Por ello te contaré una historia que me explicaron al cumplir los doce años, al inicio de la pubertad. Durante el día de descanso está prohibido el trabajo manual. En tiempos del rey Herodes, un viejo artesano huyó de Belén a Judea con su joven mujer, llevando consigo un niño recién nacido. Al llegar a Egipto, se establecieron en un huerto fragante. El hombre mantenía a la familia con el trabajo de sus manos, y nadie hubiera podido murmurar en contra de ellos. Pero un sábado, cuando el niño tenía tres años, fue sorprendido por otros judíos del pueblo modelando golondrinas de barro. Mandaron llamar a su madre, ya que el niño había desobedecido la ley. Pero entonces el pequeñuelo sopló sobre los pájaros de barro, que se elevaron en el cielo como golondrinas vivas. Poco después, la familia desapareció del pueblo.

-¿Quieres decir -pregunté turbado, pues tenía a mi amigo por hombre muy equilibrado-, quieres decir que debo creer esa fábula pueril?

Mi interlocutor sacudió la cabeza y, con sus saltones ojos judíos, miró fijamente a un punto indeterminado. Era un hombre agraciado y orgulloso, como muchos judíos de rancia estirpe.

-No quiero decir eso -respondió-. Esta pueril fábula, como tú la llamas, indica simplemente que en tiempos de Herodes una familia particularmente humilde y piadosa huyó a Egipto. Una explicación razonable del origen de esta leyenda pudiera ser que la madre del pequeño infractor del sábado, lo defendió citando las escrituras con tal acierto que hizo callar a los acusadores. O también pudiera ser que la explicación fuese tan complicada que se haya perdido. Con la ayuda de nuestras escrituras es posible demostrar, desde luego, cualquier cosa. Cuando la familia desapareció tan misteriosamente como había aparecido, la gente ideó una explicación del acontecimiento para que pudieran comprenderlo las mentes más simples.

El sabio concluyó observando:

-¡Quién pudiera tener aún la mentalidad de un niño y pudiera creer, como ellos, en las escrituras! Sería mejor que permanecer vacilando entre dos mundos. Jamás seré completamente griego, y en el fondo de mi corazón tampoco soy hijo de Abraham.

Al día siguiente la cabeza me daba vueltas y me sentí enfermo.

No era la primera vez que me ocurría aquello en Alejandría.

Pasé el día en las termas. Después del baño, el masaje, la gimnasia y una buena comida me sumergí en un extraño sopor, como si me hubiera alejado del mundo real y mi propio cuerpo se hubiese convertido en una sombra. Tal sensación me era ya conocida y proviene de mi origen. Por algo me llamo Mecencio(2). En este estado, el hombre se torna más sensible para percibir los augurios, si bien siempre es difícil distinguir los falsos de los verdaderos.

2. Del verbo griego meziemi: abandonar, soltar lastre.

En cuanto abandoné el fresco ambiente de las termas, el calor de la calle me sofocó y el fulgor del sol cegó mis ojos. El estado de mi espíritu era el mismo. Recorrí sin rumbo fijo las calles repletas de gente. Mientras vagaba absorto, envuelto y abrumado por el sol de la tarde, un guía me tomó por forastero en Alejandría, se aferró a mis ropas y me propuso con tono petulante una visita a las casas de placer de Canopo, al Faro o al templo del buey Apis. Era un hombre testarudo y no pude librarme de él, hasta que de pronto un grito interrumpió su elocuencia. Señaló con un dedo sucio, a quien había gritado y, echándose a reír, dijo:

-¡Mira al judío!

En la esquina del mercado de verduras había un hombre vestido con pieles. Tenía la barba y el cabello hirsutos, la cara enflaquecida por el ayuno y los pies agrietados. Pregonaba sin cesar en arameo, siempre la misma frase monótona; evidentemente era un mensaje. El guía me dijo:

-No creo que puedas entender lo que dice.

Pero como ya sabes, pasé mi juventud en Antioquia, y hablo y entiendo el arameo. Incluso entonces examiné en serio la posibilidad de hacer carrera como secretario al servicio de un procónsul en Oriente, hasta que al ingresar en la escuela de Rodas supe de verdad lo que deseo de la vida.

Así, pues, comprendí las palabras predicadas. Había llegado del desierto y no cesaba de gritar con voz áspera:

-Quien tenga oídos, que oiga. El reino ya se aproxima.

Preparad el camino.

El guía comentó:

-Anuncia la llegada del rey de los judíos. Estos perturbados vienen como enjambres del desierto a la ciudad, y son tantos, que la policía no puede azotarlos a todos. Además, es una buena política hacer que los judíos peleen entre sí. Mientras se pegan con bastones, a nosotros nos dejan en paz. No existe nación más sanguinaria que la de los judíos. Por suerte, sus sectas se odian entre sí más de lo que nos odian a nosotros, a quienes nos llaman descreídos.

Mientras, la voz afónica no se cansaba de repetir las mismas palabras, de tal modo que quedaron grabadas en mi mente.

Anunciaba la proximidad del reino, y en el estado mental en que me hallaba sólo pude interpretar este mensaje como un presagio. Era como si de pronto las profecías que había estudiado durante el largo invierno hubieran perdido su oscuridad y se resumieran en una única frase: «El reino se aproxima».

El guía, siempre cogido a mis ropas, continuó diciendo:

-Se acerca la Pascua de los judíos -afirmó-. Las últimas caravanas y los últimos navíos están ya a punto de partir llevando peregrinos a Jerusalén. Veremos qué jaleo se arma allí este año.

-Me gustaría visitar la ciudad santa de los judíos -dije distraídamente.

Mis palabras entusiasmaron tanto al guía, que comenzó a gritar:

-¡Es una sabia decisión, la tuya, pues el templo de Herodes es una de las maravillas del mundo! Quien no lo ha visto en sus viajes, no ha visto nada. Y en cuanto a desórdenes y tumultos no tienes por que temer, te lo aseguro. Lo que he dicho antes era una broma. Los caminos de Judea son seguros, y en Jerusalén impera la ley y el orden romanos. Hay una legión completa para mantener la paz. Si te dignas acompañarme unos pocos pasos, estoy seguro de que gracias a mis buenas relaciones podré conseguirte una plaza en un barco directo a Jaffa y Cesárea. Por supuesto, en principio te dirán que todas las plazas están agotadas siendo, como es, la víspera de la Pascua, pero tú déjame hablar a mí. Sería una vergüenza que un noble romano como tú no consiguiera plaza en un barco de pasajeros.

Tiró con tal entusiasmo de mi túnica que casi sin querer lo seguí hasta la oficina de un armador sirio, situada a pocos pasos del mercado de verduras. No tardé en enterarme de que yo no era el único forastero que deseaba viajar a Jerusalén para Pascua. Junto a los judíos, llegados de todas las partes del mundo, había otros viajeros simplemente deseosos de ver nuevas tierras.

Después que el guía hubo contratado para mí, con el acaloramiento como sólo un griego puede negociar con un sirio, me enteré de que había adquirido el derecho a una litera a bordo de una nave de peregrinos que partiría rumbo a la costa de Judea. Me aseguraron que aquel era el último barco que zarpaba de Alejandría para aquella Pascua. El retraso se debía a que el barco era nuevo y le faltaban aún algunos trabajos de acabado para poder emprender por la mañana su primer viaje, así que no tenía por qué temer la mugre habitual y los parásitos, que suelen hacer penoso un viaje por estas costas.

El guía me robó cinco dracmas por sus buenos oficios, pero se las di gustoso, ya que gracias a él, había tenido un presentimiento y mi decisión era irrevocable. El hombre quedó muy satisfecho, porque también consiguió una comisión del representante del armador. Antes de anochecer, solicité a mi banquero que me extendiera un pagaré a cobrar en Jerusalén, pues poseo la experiencia suficiente como para no llevar conmigo fuertes sumas de dinero en efectivo cuando parto de viaje. Saldé mi cuenta en la posada, así como mis otras deudas, y por la noche me despedí de algunas amistades a las que no podía dejar de saludar. Para evitar que se burlaran de mí no les dije adónde me dirigía; me limité a contar que emprendía un viaje y que a más tardar regresaría durante el otoño próximo.

Aquella noche permanecí despierto hasta muy tarde, y sentí más intensamente que nunca que el abrasador invierno de Alejandría había agotado mi mente y mi cuerpo. Con la belleza de sus paisajes y monumentos, Alejandría es sin duda una de las maravillas del mundo. Pero tenía la impresión de que había llegado el momento de abandonarla. De haberme quedado, habría sucumbido a la fiebre que devora a esa ciudad, sedienta de placeres y ahíta de cultura griega. Un hombre abúlico como yo, podría llegar a un total estado de abandono, del que jamás le sería posible salir.

Por eso pensé que un viaje por mar y un recorrido por los caminos romanos de Judea sentarían bien a mi cuerpo y a mi espíritu. Pero, cuando a la mañana siguiente me despertaron muy temprano para embarcar, sin apenas haber dormido, estallé en insultos a mí mismo, por abandonar las comodidades de una vida refinada y dirigirme a la tierra extraña y hostil de los judíos en pos de una ilusión, creada en mi mente por oscuras profecías.

Al llegar al puerto comprobé que me habían engañado con más descaro del que pueda imaginarse. Me costó mucho encontrar el barco, pues al principio me negué a admitir que aquel cascarón podrido y asqueroso pudiera ser la nave, nueva y flamante, dispuesta para su primer viaje, de que el sirio había hablado.

Indudablemente le faltaban trabajos de acabado, pues no hubiera podido mantenerse a flote sin taparle todos los agujeros que tenía y calafatearla bien. El vaho que desprendía trajo a mi memoria el recuerdo de las casas de placer de Canopo, pues el armador había hecho encender en un rincón incienso barato para sofocar de algún modo los repugnantes olores que envolvían la cubierta. Telas de colores cubrían las podridas maderas de los costados y un cargamento de flores marchitas intentaba dar un tono festivo a la salida del barco.

En una palabra, aquella indigna tinaja, a duras penas acondicionada para que pudiera mantenerse a flote, hacía pensar en una vieja prostituta del puerto que no se aventura a salir a la luz del sol sin emperifollarse de los pies a la cabeza con trajes de colorines, sin disimular con una espesa capa de maquillaje las arrugas de sus mejillas y sin bañarse con perfume barato. Me pareció ver una mirada fría y astuta en los ojos del administrador de la nave cuando al recibirme, me aseguró que no había ningún otro barco y me señaló mi litera, en medio de una barahúnda de gritos, lágrimas y despedidas en las lenguas más diversas.

Al ver aquello no tuve más remedio que echarme a reír, olvidando mi enojo. A fin de cuentas, yo me lo había buscado.

Por otro lado, quien ve peligros por todas partes termina por convertir su vida en algo insoportable. Las enseñanzas de muchos filósofos a quienes he tenido ocasión de escuchar me han afirmado en la convicción de que el hombre, haga lo que haga, no podrá prolongar ni un ápice los días que el destino le haya asegurado.

Es verdad que todavía hoy existen hombres ricos y supersticiosos, los cuales, infringiendo la ley romana, hacen sacrificar un esclavo joven a la diosa de las tres cabezas, creyendo que los años de vida robados al infeliz prolongarán la suya. En cualquier importante ciudad oriental es posible encontrar a un brujo o a un sacerdote renegado que conozca las palabras mágicas y esté dispuesto a realizar un sacrificio similar a cambio de una buena compensación. Pero, en mi opinión, es una cruel equivocación, ya que lo único que se consigue de este modo es engañarse a sí mismo. Cierto es que el género humano posee una capacidad desmedida para autoengañarse y creer en la realidad de sus deseos y sueños.

Aunque dudo de que ni siquiera en mi vejez tema tanto a la muerte como para dejarme arrastrar por tales supersticiones.

En tan ridícula situación me consoló saber que el barco navegaría a lo largo de la costa, y por fortuna soy un buen nadador. En el fondo la aventura me divertía por lo que una despreocupada jovialidad se apoderó de mí. Decidí gozar plenamente de mi viaje para poder contar en el futuro alguna anécdota divertida, exagerando los sufrimientos e incomodidades que había tenido que soportar.

No bien levaron el ancla, los remos empezaron a agitarse desacompasadamente, la popa se separó del muelle y el capitán vertió por la borda una copa en honor de la diosa Fortuna. ¡No hubiera podido elegir mejor al destinatario de su sacrificio!

Sabía muy bien que necesitaríamos muy buena suerte para llegar a destino. Los viajeros judíos elevaron los brazos al cielo e imploraron en su idioma sagrado la ayuda de su Dios. En el puente de proa, una muchacha coronada con flores empezó a tañer la lira, mientras un muchacho la acompañaba con una flauta. Al son de los instrumentos reconocimos la melodía de la última canción de moda en Alejandría. Los peregrinos judíos descubrieron horrorizados que en el barco también viajaba un grupo de cómicos ambulantes, pero era demasiado tarde para lamentarse. Para colmo de males la mayor parte de los viajeros eran de otra raza y, por tanto, impuros según el concepto judío. Así que tuvieron que resignarse con nuestra presencia, contentándose con lavar constantemente los recipientes destinados a su comida.

Hoy en día la soledad es el más raro de los lujos. Por esto, jamás soporté verme rodeado de esclavos que vigilaran todos mis pasos y gestos, por lo cual compadezco a quienes por su posición se ven obligados a rodearse de esclavos las veinticuatro horas del día. Pero durante el viaje tuve que prescindir de este lujo, y compartir el camarote con tipos de la más variada índole. Afortunadamente los pasajeros judíos tenían camarotes reservados, y la posibilidad de encender fuego en una caja de arena donde cocinaban sus propios alimentos. De otro modo, habrían desembarcado en la costa de Judea tan contaminados por nuestras inmundas personas, que de ningún modo hubieran osado continuar el viaje hasta su ciudad sagrada, ya que sus leyes y normas de purificación son en extremo severas.

Si no hubiera sido por la ayuda de un suave viento de popa y de una vela, creo que jamás habríamos llegado a nuestro destino, pues los remeros eran todos pobres viejos, inválidos, torpes y asmáticos; en pocas palabras, verdaderas ruinas humanas. No todos eran esclavos, sino chusma del puerto, más barata todavía, que por falta de otro trabajo se habían alistado como esclavos. Hubieran servido de miserable coro para una comedia satírica. Incluso el cómitre, que les marcaba el compás desde lo alto de una plataforma, se doblaba de risa viendo cómo los remos chocaban entre sí y cómo los remeros se quedaban dormidos bajo sus bancos. Creo que sólo usaba la fusta por no perder la costumbre, pues era imposible sacar más provecho de aquellos despojos humanos.

Del viaje en sí mismo puedo decir simplemente que era el menos apropiado para inducirme a la religiosidad o preparar mi espíritu para entrar a la ciudad sagrada de las profecías. Era necesaria la devoción judía y el respeto por su templo para poder orar con los brazos en alto, por la mañana, la tarde y la noche, y cantar salmos gozosos o tristes en honor de su Dios. El resto del día se oía, desde la cubierta de proa, a los artistas ensayando cantos populares griegos, y cuando los remeros acudían a los remos, se elevaba desde abajo de la cubierta una letanía de afónicos lamentos.

La muchacha griega que inició el viaje con una guirnalda de flores en la cabeza y una lira en las manos, se llamaba Mirina(3). Era delgada, de nariz pequeña y respingona y ojos verdes, fríos y aunque era muy joven además de tañer la lira y cantar, ejecutaba con maestría danzas acrobáticas. Era un placer verla entrenarse para conservar la agilidad; pero los piadosos judíos se tapaban el rostro y clamaban ante aquel escándalo.

(3) Mirina es nombre de amazona. Según la mitología griega, era la reina de las amazonas. Al frente de su gente luchó contra los atlantes y se alió después con ellos contra las Gorgonas. Conquistó la mayor parte de Libia y Egipto y fue muerta por el rey Mopso de Tracia. Mencionada en la Ilíada, su nombre «humano» es Batiea, si bien reina una gran confusión por las variadas leyendas protagonizadas por esta heroína.

Me explicó cándidamente que le habían puesto este nombre por ser muy delgada y carecer de pechos y que había trabajado en Judea y al otro lado del Jordán, en las ciudades griegas de Perea. Me contó también que en Jerusalén hay un teatro construido por Herodes, pero que tenían pocas esperanzas de ser contratados para trabajar en él, ya que en vista del miserable estado del pueblo raras veces daban representaciones.

Los judíos odian el teatro, así como todo cuanto procede de la civilización griega, incluidos los acueductos, y la nobleza no es suficientemente numerosa como para llenarlo. Por este motivo, actuarían al otro lado del Jordán, donde los romanos habían construido un centro de reposo para la duodécima legión, donde el público, aunque algo rudo, era muy entusiasta. También esperaban poder trabajar en la ciudad de Tiberiades, a orillas del mar de Galilea, donde estaba la residencia del gobernador, y en el viaje de regreso quizá probarían dando alguna representación extra en la Cesárea de los romanos, sobre la costa de Judea.

Después de esta amable conversación, por la noche, Mirina se acercó con mucho sigilo a mi litera y me susurró que la haría muy feliz con un par de monedas de plata, pues ella y su compañero eran muy pobres y tenían serias dificultades para comprar el vestuario y el calzado apropiados para la actuación. De no ser por esto, no se hubiera dirigido a mí con semejante petición, pues era una muchacha decente.

Al buscar en el fondo de mi bolsa, di con una pesada moneda de diez dracmas y se la entregué. Mirina se alegró mucho, me abrazó, me besó, y me susurró que tanta generosidad me hacía irresistible a sus ojos y que por lo tanto podía hacer con ella lo que quisiera. Cuando se percató de que yo no deseaba nada, pues es verdad que el invierno en Alejandría me ha hastiado de las mujeres, se sorprendió mucho, y me preguntó en tono inocente si prefería a su hermano, aún joven e imberbe, para compartir mi lecho. Jamás me ha tentado este vicio griego, aunque en los años de escuela en Rodas tuve un admirador platónico. Al asegurarle que me bastaba con su amistad, dedujo que, por una u otra razón, había hecho voto de castidad, y no me importunó más.

Como recompensa, comenzó a hablarme de las costumbres de los judíos, y me aseguró que los más cultos no consideran pecado el adulterio con una mujer extranjera, siempre que ésta se mantenga alejada de las mujeres judías. Para demostrar la veracidad de sus palabras, me susurró al oído, en la oscuridad del camarote, varios episodios picantes que me resultó imposible creer. El trato con los sabios judíos en Alejandría me había hecho comprender y respetar a todo su pueblo.

Cuando las primeras luces del amanecer permitieron ver, reflejadas sobre el mar, las montañas de Judea, Mirina me confió sus ilusiones como podría hacerlo una muchacha con un amigo mayor. Sabía perfectamente que la carrera de una bailarina es breve, por lo cual se proponía ahorrar dinero, para con el tiempo poner una modesta tienda de perfumes en alguna ciudad costera combinada con una tranquila casa de placeres. Me miró con ojos inocentes y manifestó que la espera se acortaría si encontraba un amante rico. Le deseé con todo mi corazón que tuviera suerte y gracias al tesón del capitán, a una afortunada casualidad o a las continuas oraciones de los peregrinos judíos, llegamos al fin, aunque devorado por los parásitos, muertos de hambre, sedientos y sucios, pero sin haber sufrido otra desgracia, al puerto de Jaffa, tres días antes de la Pascua de los judíos. Este año caía en sábado, su día de descanso, y por esto era doblemente sagrada. Los judíos estaban tan deseosos de emprender el viaje, que apenas tuvieron tiempo de purificarse y comer juntos, antes de partir, aquella misma noche, hacia Jerusalén. La noche era suave, sobre el mar centellaban innumerables estrellas, y resultaba agradable por demás caminar a la luz de la luna. El puerto estaba abarrotado de naves, entre ellas grandes buques procedentes de Italia, España y África. Entonces comprendí, mejor que nunca, que el amor de los judíos hacia su templo, supone un magnífico negocio para los armadores del mundo entero.

Ya sabes que no me siento un ser superior. Sin embargo, por la mañana evité proseguir el viaje en compañía de los comediantes griegos, aunque me lo solicitaron con insistencia, ya que querían asegurarse mi protección, pues ninguno de ellos era ciudadano romano. Deseaba terminar esta carta en Jaffa, en paz y tranquilidad, en parte para pasar el tiempo, y también para intentar comprender la caprichosa razón de mi viaje.

Busqué, pues, una habitación en una posada para descansar de las fatigas del viaje y allí he concluido esta carta. Me he dado un baño cubierto con abundantes polvos contra los parásitos, y he regalado a los pobres las prendas de vestir que usé en el viaje, ya que produjo un verdadero escándalo mi intención de quemarlas. Ahora vuelvo a sentirme el mismo de antes; he rizado mis cabellos, me he perfumado y comprado ropa nueva. No llevo mucho equipaje. Sólo he traído papiro limpio y utensilios de escribir, así como algunos recuerdos de Alejandría para obsequiar a alguien en el caso de que se presente la ocasión.

En el mercado de Jaffa se ofrecen medios de transporte para Jerusalén para ricos y pobres, indistintamente. Podría alquilar una litera con su correspondiente escolta, viajar en un carro tirado por dos bueyes, o llegar a Jerusalén en un camello con su correspondiente guía. Pero ya te he dicho que la soledad es mi mayor lujo. Al amanecer, pienso, pues, alquilar un asno, cargar en él mis pocas pertenencias, una bota de vino y el morral, y emprender el viaje a pie, como un piadoso peregrino debe hacerlo. El ejercicio corporal me será conveniente después de tantos días de inactividad vividos en Alejandría y no hay motivo para temer a ladrones. Los caminos están llenos de gente que se dirige hacia Jerusalén y las patrullas de la duodécima legión protegen el trayecto.

Quiero que sepas, mi amada Tulia, que no te he mencionado a Mirina y a las mujeres de Alejandría para herir tu corazón o despertar tus celos. ¡Ojala sufrieras un poco! ¡Ojalá sintieras un poco de aflicción por mí! Pero mucho me temo que sólo te sientas feliz por haberte librado tan astutamente de mí. Aunque desconozco tus pensamientos, es posible que alguna razón haya impedido tu viaje. El próximo otoño volveré a esperarte en Alejandría hasta el final de la temporada de navegación. He dejado allí todas mis cosas. Ni siquiera he traído un libro conmigo. Y, si no estuviese esperándote en el puerto, en el despacho de mi banquero te darán mis señas. Pero mi corazón sabe que este otoño, como el pasado, estaré una vez más en el puerto esperando en vano los barcos que arriben de Italia.

No sé si tendrás ánimo para concluir la lectura de mi carta, aunque he intentado que fuera lo más amena posible. En verdad, me encuentro mucho más abatido de lo que puedes deducir de ella.

Toda mi vida he vacilado entre Epicuro y la escuela del Pórtico, (4) entre el placer y el ascetismo. El exceso de placer de Alejandría, el sibaritismo corporal y mental han abrasado mi espíritu. Sabes, tan bien como yo, que el placer y el amor son dos cosas distintas. Uno puede entrenarse en la lujuria como en el atletismo o en la natación. Pero el mero placer llena al hombre de tristeza. En cambio, es extraordinario e increíble encontrar a la persona para la cual se ha nacido.

4. Lugar de Atenas en que Zenón (ss. II-I a.J.C.) enseñaba su filosofía. Zenón llegó a ser jefe de la escuela epicúrea. Fue maestro de Cicerón.

Yo nací para ti, Tulia, y mi insensato corazón sigue insistiendo en que también tú naciste para mí. Recuerda las noches de Bayas en el tiempo de las rosas.

Pero de ningún modo tomes demasiado en serio cuanto te he escrito acerca de las profecías. No me importa que tu bella boca sonría y diga: «Marco sigue siendo el incorregible soñador de siempre». Porque si no lo fuera, quizá tú no me querrías. Si es que aún me amas, cosa que ignoro.

Jaffa es un puerto antiquísimo, exclusivamente sirio.

¡Qué feliz he sido al escribirte, querida Tulia! No me olvides. Me llevaré la carta y la enviaré desde Jerusalén, ya que hasta pasada la Pascua de los judíos los barcos no zarpan para Brindisi.
Fuente:
Editorial Edhasa.

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