jueves, 30 de junio de 2022

Frontispicio 24 Marcel Proust. GENIOS. HAROLD BLOOM.




 [278]

Frontispicio 24

Marcel Proust

En cierto sentido, tenía razón en esto, pues si no hubiera ido al malecón

aquel día, si no la hubiera conocido, no se habrían desarrollado todas estas

ideas (ano ser que se desarrollaran con relación a otra). Me equivocaba

también, pues ese placer generador que encontramos, retrospectivamente, en

un bello rostro de mujer, viene de nuestros sentidos: era muy cierto, en efecto,

que esas páginas que yo escribiría, Albertina, sobre todo la Albertina de

entonces, no las habría entendido. Pero precisamente por esto (y es una

indicación para no vivir en una atmósfera demasiado intelectual),

precisamente porque era tan distinta a mí, me fecundó con el dolor e, incluso,

al principio, con el simple esfuerzo por imaginar lo que difiere de nosotros'9.

Cerca del final de En busca del tiempo perdido se insinúa que los años

desperdiciados que el narrador Marcel dedicó a su celosa pasión por

Albertina, que lo traicionaba incesantemente con otras mujeres, son la

fuente de su arte novelístico. Albertina “me fecundó con el dolor” , fecundo

e irónico don para el último gran novelista de Occidente, en su

antiguo y grandioso sentido.

Proust es un genio cómico, más sutil aun que James Joyce, aunque

su ambiente es deliberadamente más limitado. El Poldy de Joyce se niega

a ser devorado por los celos, aunque en cierto momento ve a Blazes Boylan

revolcándose con Molly, la más infiel de las esposas. En Joyce los celos

sexuales son un chiste sadomasoquista, “ un mejoramiento de la recompensa

de la incitación” , para usar la expresión freudiana. Ni en Proust

ni en Shakespeare es posible distinguir los celos sexuales de la imaginación

creativa. Mucho después de la muerte de Albertina y cuando ya

Marcel ha dejado de amar su recuerdo, sigue averiguando todos los

detalles de su carrera lesbiana.

En Proust uno sólo siente amor auténtico hacia su propia madre,

cosa que quizás explica el aprecio que este autor sentía por Nerval. El

amor sexual es otra forma de llamar a los celos sexuales; en contraste,

la realidad no significa nada para nosotros. Freud pensaba que uno se

enamoraba para evitar la enfermedad, mientras que Proust considera

[279]

eJ amor como el descenso al infierno de los celos. Nuestros celos sexuales,

cómicos para los demás pero trágicos para nosotros mismos, pueden

transmutarse, en retrospectiva, en algo rico y extraño.

[280]

Marcel Proust

1871 | 1922

m a r c e l p r o u s t y James Joyce, los escritores ineludibles del siglo x x

junto con Kafka y Freud, se conocieron en mayo de 1922 en una cena

parisina a la cual también asistieron Stravinski y Picasso; se acababa de

publicar la segunda parte de Sodomay Gomorra y Ulises y Proust moriría

seis meses después. Joyce había leído unas cuantas páginas de Proust y

no lo había encontrado particularmente talentoso y Proust nunca había

oído hablar de Joyce. El aristocrático Stravinski los miró a ambos por

encima del hombro mientras Picasso admiraba a las mujeres allí presentes.

Hay diferentes versiones de la conversación entre Proust y Joyce,

pero en todas Proust se quejaba por su digestión y Joyce por los dolores

de cabeza. Este es el único vínculo que conozco entre Proust y Joyce

a excepción de la breve monografía de Beckett, Proust (1931), en la cual

el discípulo más destacado de Joyce negocia una paz por separado con

el autor de En busca del tiempo perdido.

Beckett sigue siendo el crítico clásico de Proust, aunque también

recomiendo los diversos estudios de Roger Shattuck y la biografía

definitiva de William C. Cárter, Marcel Proust: A Life (2000). Proust y

En busca del tiempo perdido son el ejemplo más sobresaliente, en el siglo

que acaba de pasar, de la obra en la vida que acaba siendo la vida misma.

No es raro que los creadores de Charles Swann y Leopold Bloom

no hablaran más que de sus achaques. Si Shakespeare fuese resucitado

por un nigromante podría escribir un diálogo para Swann y Poldy, cuyo

único punto en común es que ambos son judíos -muy tenuemente, en

el caso de Poldy, aunque este hijo de padre judío también se considera

a sí mismo judío, probablemente porque Joyce, su modelo, también estaba

exilado-. Proust, quien amaba profundamente a su madre judía,

fue bautizado católico y nunca se consideró judío.

Proust admiraba enormemente a Balzac y a Flaubert pero evitó su

influencia. Las tragedias de Racine, los poemas de Baudelaire y la crítica

de arte (término inadecuado) de John Ruskin contribuyeron más a

En busca del tiempo perdido que las tradiciones de la novela francesa.

Ruskin, en particular (cuya Biblia de Amiens tradujo Proust), puede ser

[281]

considerado como el precursor primordial de Proust, y a mí me parece

que su biografía inconclusa, Praeterita, es el verdadero punto de partida

de En busca del tiempo perdido. El Ruskin de Proust es sobre todo un

sabio, y aunque la sabiduría de Proust eventualmente se rebela contra

la de Ruskin y la sobrepasa, la catálisis de Ruskin es esencial para Proust.

Las consideraciones de Beckett sobre la profètica visión del tiempo de

Proust también son un comentario involuntario pero asombroso sobre

el precursor de Ruskin, Wordsworth, a quien Proust no conocía.

El genio de Proust es vasto, casi shakespeariano, a la hora de crear

personajes diversos, si bien Beckett se muestra muy perspicaz al comparar

a Proust con Dostoievski, “ ...que presenta a sus personajes sin

explicarlos. Podría objetarse que Proust casi lo único que hace es explicar

a sus personajes, pero sus explicaciones son experimentales y no demostrativas.

Los explica de tal forma que puedan aparecer tal como son,

inexplicables. Los justifica”20. De acuerdo con mi interpretación, lo que

Beckett quiso decir fue que Proust, al igual que Dostoievski, regresa a

Shakespeare, cuyos personajes -Falstaff o Hamlet, Cleopatra y Lear,

Macbeth y Yago- son inexplicables. Proust, al igual que Dostoievski,

se acerca a Shakespeare tanto en el cómico como en el modo trágico, y

creo que lo hace deliberadamente. En su visión andrógina Proust evoca

A vuestro gusto y Noche de Epifanía, o lo queráis y a Hamlet y El rey Lear

en su trágica percepción del tiempo. Con el viejo Karamazov Dostoievski

nos regresa a Falstaff, y en Svidrigailov y en Stavrogin se insinúan aspectos

de Yago y del Edmundo de El rey Lear. Retomaré el tema de la influencia

de Shakespeare cuando llegue a Dostoievski. En este punto,

adhiriéndome a Beckett cuando considera a Proust como el escritor trágico

del tiempo, convoco a Shakespeare como el verdadero maestro de

Proust y de Dostoievski. La madre de Proust vivía empapada de Shakespeare

y le heredó a su hijo su amor por el dramaturgo, si bien él llegó a

pensar que la Fedra de Racine podía considerarse como un modelo del

intenso amor que sentía por ella.

Shakespeare, quien empezó como comediógrafo, sería el maestro

único de la tragicomedia de no ser por Proust, que ocupa el segundo

lugar. Roger Shattuck hace énfasis en la visión cómica de Proust; Samuel

Beckett, otro genio tragicómico, sigue refiriéndose a “ la tragedia de

Albertina” , queriendo decir con ello que Proust considera que todo el

amor sexual es trágico: “No hay seguramente en toda la literatura, un

estudio de ese desierto de soledad y recriminación que el hombre lia-

[282]

ma amor, presentado y desarrollado con tan diabólica falta de escrúpulos”

21. Beckett afianza este juicio severo insistiendo en el total desapego

por parte de Proust de las cuestiones morales. Beckett explica que la tragedia

proustiana es una expiación del pecado original de haber nacido:

La tragedia es la expresión de una expiación, pero no de la miserable

expiación de una violación codificada de las normas locales, que los bribones

imponen a los imbéciles22.

Beckett podría estar hablando de Hamlet o de El rey Lear. Y aunque

soy adicto a la comedia de celos sexuales en Proust, tiendo a estar de

acuerdo con Beckett más que con Shattuck: la comedia proustiana, al

igual que las “obras problemáticas” de Shakespeare, está a un paso del

abismo. Pero es Proust quien nos ocupa aquí. Shattuck sugiere que su

genio particular está en las particularidades como “ intermitencias” ,

suspensiones temporales de la soledad. Parece un planteamiento demasiado

amplio, que podría aplicarse a otros escritores. ¿Cómo aislar el esplendor

y la sabiduría que caracterizan únicamente a Proust?

Marcel el personaje difícilmente es la respuesta, al menos no hasta

que se fusiona con el narrador en las últimas páginas. Los críticos admiran

con razón al narrador como genio implícito de la perspectiva: está

ansiosamente abierto a todas las nuevas revelaciones del carácter, de

manera que está aprendiendo su oficio de novelista. El Marcel innombrado,

el protagonista, padece la agonía del amor y de los celos (indiferenciables

en la práctica) e irónicamente parece incapaz de aprender

nada, hasta que él y el narrador se convierten en uno. Proust maneja

esto con gran habilidad pero el patrón es de Dante, hasta que Dante el

peregrino y Dante el poeta se reúnen por fin en el Paraíso.

También hay que tener en cuenta lo que Walter Pater llamó “momentos

privilegiados” y Joyce, “ epifanías” , en las cuales Proust es sobresaliente.

Según Beckett los momentos cruciales -que él llamó

mordazmente “ fetiches” - son once; Shattuck los denominó moments

bienhereux. El mejor, sugiere Beckett, es “Las intermitencias del corazón”

, entre el primero y el segundo capítulos de la segunda parte de

Sodoma y Gomorra. Cansado y enfermo, el narrador llega a Balbec en

su segunda visita y se dirige a su habitación en un hotel:

[283]

Perturbación de toda mi persona. La primera noche, como sufría una

crisis de fatiga cardiaca, tratando de dominar el sufrimiento, me incliné

despacio y con prudencia para descalzarme. Pero apenas toqué el primer

botón de la bota, se me llenó el pecho de una presencia desconocida, divina,

me sacudieron los sollozos, me brotaron lágrimas de los ojos. El ser

que venía en mi ayuda, que me salvaba de la sequedad del alma, era el que,

años antes, en un momento de angustia y de soledad idénticas, en un

momento en que ya no tenía nada de mí, había entrado y me había vuelto

a mí mismo, pues era yo y más que yo (el continente, que es más que el

contenido y me lo traía). Acababa de ver, en mi memoria, inclinado sobre

mi fatiga, el rostro tierno, preocupado y decepcionado de mi abuela, como

aquella primera noche de la llegada; el semblante de mi abuela, no de la

que yo me había sorprendido y reprochado echar tan poco de menos y

que de ella sólo tenía el nombre, sino de mi verdadera abuela, cuya realidad

viva encontraba ahora por primera vez desde los Champs-Elysées,

donde sufrió el ataque. Esta realidad no existe para nosotros mientras no

ha sido recreada por nuestro pensamiento (sin esto, los hombres que han

intervenido en un combate gigantesco serían todos grandes poetas épicos);

y así, en un deseo loco de arrojarme en sus brazos, sólo en aquel momento

—más de un año después de su entierro, por ese anacronismo que con

tanta frecuencia impide la coincidencia del calendario de los hechos con

el de los sentimientos— acababa de enterarme de que había muerto. Desde

entonces, muchas veces había hablado de ella y pensado en ella, pero bajo

mis palabras y mis pensamientos de muchacho ingrato, egoísta y cruel,

no había habido nunca nada que se pareciera a mi abuela, porque, en mi

ligereza, en mi amor al placer, en mi costumbre de verla enferma, sólo en

estado virtual vivía en mí el recuerdo de lo que ella había sido. En cualquier

momento que la consideremos, nuestra alma total no tiene más que un

valor casi ficticio, pese al copioso balance de sus riquezas, pues unas veces

unas y otras veces otras están indisponibles, trátese de riquezas efectivas

o de riquezas de la imaginación, y para mí, por ejemplo, tanto como del

antiguo nombre de Guermantes, de las mucho más graves, del verdadero

recuerdo de mi abuela. Porque a las perturbaciones de la memoria están

ligadas las intermitencias del corazón. Sin duda es la existencia de nuestro

cuerpo, semejante para nosotros a un vaso en el que estuviera nuestra espiritualidad,

lo que nos induce a suponer que todos nuestros bienes interiores,

nuestros goces pasados, todos nuestros dolores están perpetuamente

en nuestra posesión. Acaso es también inexacto creer que se van o vuelven.

[284]

En todo caso, si permanecen en nosotros es, generalmente, en un dominio

desconocido donde no nos sirven de nada y donde hasta las más usuales

son repelidas por recuerdos de orden diferente y excluye toda simultaneidad

con ellas en la conciencia. Pero si volvemos a dominar el cuadro de

sensaciones donde se conservan, tienen a su vez el mismo poder de expulsar

todo lo que les es incompatible, de instalar, solo en nosotros, el yo que

las vivió. Ahora bien, como el que yo acababa súbitamente de volver a ser

no había existido desde aquella lejana noche en que mi abuela me desnudó

a mi llegada a Balbec, muy naturalmente, no después de la jornada actual,

que mi yo ignoraba, sino -como si en el tiempo hubiera series diferentes

y paralelas— sin solución de continuidad, inmediatamente después de la

primera noche de aquel tiempo, me situé en el minuto en que mi abuela

se inclinó hacia mí. El yo que yo era entonces, y que por tanto tiempo había

desaparecido, estaba de nuevo tan cerca de mí que me parecía estar oyendo

las palabras inmediatamente anteriores y que no eran, sin embargo, más

que un sueño, de la misma manera que un hombre mal despierto cree percibir

muy cerca los sonidos de su sueño que huye. Ya no era más que aquel

ser que quería refugiarse en los brazos de su abuela, borrar las huellas de

sus penas besándola, nada más que aquel ser que cuando era uno u otro

de los que se habían sucedido en mí desde hacía algún tiempo, tan difícil

me hubiera sido figurármelo como esfuerzos me costaba ahora, estériles

por lo demás, resistir los deseos y los goces de uno de los que, al menos

por un tiempo, ya no era. Recordaba que, una hora antes de que mi abuela

se inclinara así, en bata, hacia mis botas, yo, deambulando por la calle

asfixiante de calor delante de la pastelería, creía que, con la necesidad que

sentía de besarla, no podría esperar a la hora que tendría aún que pasar

sin ella. Y ahora que renacía aquella misma necesidad, sabía que podría

esperar horas y horas, que nunca más estaría junto a mí, y no hacía más

que descubrirla, porque sintiéndola, por primera vez, viva, verdadera, dilatándome

el corazón hasta romperlo, encontrándola en fin, acababa de

saber que la había perdido para siempre. Perdida para siempre; no podía

comprender, y me esforzaba por sentir el dolor de esta contradicción: por

una parte, una existencia, una ternura que sobrevivían en mí tales como

las había vivido, es decir, hechas para mí, un amor en el que todo encontraba

de tal modo en mí su complemento, su meta, su constante dirección,

que el genio de los grandes hombres, todos los genios que habían podido

existir desde los albores del mundo no hubieran valido para mi abuela lo

que uno solo de mis defectos; y por otra parte, tan pronto como reviví,

[285]

como presente, aquella felicidad, sentirla transida de certidumbre, lanzándose

como un dolor físico de repetición, de un no ser que había borrado

mi imagen de aquella ternura, que había destruido aquella existencia,

abolido retrospectivamente nuestra mutua predestinación, que había hecho

de mi abuela, cuando volví a encontrarla como en un espejo, una simple

extraña que por azar pasó unos años junto a mí, como hubiera podido

pasarlos junto a cualquier otro, mas para quien, antes y después, yo no

era nada, no sería nada23.

Ya sea que lo llame fetiche, epifanía o cualquier otra cosa, esta lectura

me ha dejado inmerso en la agonía de la culpa con los seres que amo y

que han muerto o que están muriendo. No es fácil alejarse del poder

inmediato de este largo párrafo, pero sólo el desapego que Proust nos

enseña puede convertir este oscuro dolor en un placer difícil. La abuela

del narrador ha estado muerta desde hace un año pero sólo ahora la

realidad de su ausencia permanente le hace daño. ¿Quién no ha vivido

algo parecido? ¿Quién no ha lamentado su falta de amabilidad con sus

muertos? Y sin embargo nunca me he encontrado con un texto que se

parezca a este, y no deja de sorprenderme el hecho de que un momento

que es tan tristemente un lugar común pudiera dar lugar a tan original

imaginación. El genio de Proust radica precisamente en su capacidad

para continuar con la gravedad de un “dado que los muertos sólo existen

en nosotros, es a nosotros mismos a quienes golpeamos sin descanso

cuando persistimos en recordar los azotes que les hemos propinado” .

¿Cómo categorizar este poder proustiano? Este supuesto alto sacerdote

de la religión del arte está muy lejos de serlo en realidad: es tan

primordial como Tolstoi en su universalidad y en su profunda conciencia

de la naturaleza humana, tan sabio como Shakespeare. El asunto en

cuestión no es la memoria, involuntaria o no, sino la ceguera que necesitamos

desesperadamente si queremos continuar - y cuando vemos, nos

preguntamos si nosotros somos merecedores de seguir adelante-. Una

vez más, Proust no es un moralista, no es Cristo ni Buda; no ha venido

a enseñarnos a vivir o cómo ser más amables con aquellos que amamos

cuando aún están aquí.

A medida que En busca del tiempo perdido avanza, nos tropezamos

cada vez con más frecuencia con estas iluminaciones (si es que eso es lo

que son) y no siempre se trata de los once o dieciocho momentos de la

memoria o “ resurrecciones” del espíritu. Se nos aparecen en unas cuan[

286]

tas oraciones, a veces en una sola. Se sabe que Proust pensaba que el

sufrimiento erótico no tiene límites, que las intrusiones en nuestra soledad

nos dañan el pensamiento, que la única manera de concentrarnos

en el dolor es mantenerlo a distancia, y que la amistad se ubica en algún

punto entre la fatiga y el aburrimiento. El no nos lisonjea, pero su esencia

no parece ser ni la sagacidad ni el desencanto. Su genio permite que su

lenguaje nos rodee de manera que al final los momentos privilegiados

son sencillamente aquellos en los cuales tenemos la suerte de leerlo.

miércoles, 29 de junio de 2022

Frontispicio 23 Franz Kafka. GENIOS. HAROLD BLOOM.



 [270]

Frontispicio 23

Franz Kafka

Y quizás no se trate verdaderamente de amor cuando digo que para mí

tú eres la más amada; para mí el amor consiste en que tú eres el cuchillo que

yo retuerzo en mi interior

Franz Kafka se pelea con Rainer Maria Rilke la terrible distinción

de haber sido el más exasperante genio literario masculino que una mujer

dotada pudiera amar durante todo el siglo xx. Rilke probablemente

fue el poeta más egocéntrico de toda la historia europea en tanto que

Kafka, irremediablemente alienado de sí mismo tanto como de los demás,

evadió a sus amantes hasta su relación final con Dora Dymant,

cuando estaba muriendo de tuberculosis.

Como persona y como escritor, Kafka fue una secuencia de paradojas

gigantescas. Sus obras más largas -Elproceso y El castillo- no son

comparables con En busca del tiempo perdido de Proust y Ulises de Joyce,

y ni siquiera con La montaña mágica de Mann. Y sin embargo concebimos

el siglo xx como la era de Kafka y de Freud más que como la de

Proust y Joyce. Los fragmentos, los aforismos, las historias y las parábolas

de Kafka se disputan con los ensayos sobre la cultura de Freud el

lugar principal en la espiritualidad genuina de su época. Y mi afirmación

es en sí misma una paradoja, pues Freud se habría burlado de un papel

así y Kafka huyó de él. Pero no hubo nada de lo que Kafka no huyera.

En una famosa carta a Milena Jesenká (a quien los nazis habrían de

asesinar), Kafka denuncia con elocuencia la escritura de cartas:

Escribir cartas, sin embargo, significa desnudarse ante los fantasmas,

que lo esperan ávidamente. Los besos por escrito no llegan a su destino,

se los beben por el camino los fantasmas. Con este abundante alimento

se multiplican, en efecto, enormemente. La humanidad lo percibe y lucha

por evitarlo; y para eliminar en lo posible lo fantasmal entre las personas

y lograr una comunicación natural, que es la paz de las almas, ha inventado

el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano, pero ya no sirven, son evidentemente

descubrimientos hechos en el momento del desastre, el bando

[271]

opuesto es tanto más calmo y poderoso, después del correo inventó el telégrafo,

el teléfono, la telegrafía sin hilos. Los fantasmas no se morirán

de hambre, y nosotros en cambio pereceremos12.

No es posible anular estos fantasmas que separan a los amantes;

nuestro valor como individuos, cualquiera que este sea, nos convierte

en extraños ante los otros. El genio de Kafka era el genio del aislamiento.

Nos enseñó que no tenemos nada en común con nosotros mismos, y mucho

menos con los demás.

martes, 28 de junio de 2022

Frontispicio 20 Thomas Mann. GENIOS. HAROLD BLOOM.




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Frontispicio 20

Thomas Mann

Goethe sabía que, fuerte o débil, también sonaría este“ ouf”el día de su

muerte. Se sentía como ejemplo de aquella grandeza que tanto glorifica

como oprime. La corporeizó en la figura más apacible y pacífica que podía

adoptar: en la de un gran poeta. Pero incluso en ella no fue cómoda a sus

contemporáneos, y suscitó, al lado de amor y asombro, confusión y

desprecio26.

En su reflexión sobre “La carrera de Goethe como hombre de letras”

, en 1932, un año antes de que Hitler asumiera el poder, Mann aún

era libre de considerar a su antecesor como un fenómeno estético. En

1938, Mann en el exilio dictó una conferencia sobre el Fausto de Goethe

en la Universidad de Princeton y concluyó en un tono muy diferente:

Aun cuando una “palabra pura” nos parezca ineficaz hoy en día, una

palabra de buena voluntad sea brutalmente desatendida por el acontecer

mundial que va sucediéndose sin ni fijarse en ella; nosotros queremos

creer, movidos por nuestra fe antidiabólica, que en el fondo la Humanidad

tiene un oído muy fino y que las palabras que han nacido del esfuerzo

propio le puedan ser gratas y que no sucumbirán en su corazón27.

¿Qué tan relevante es el humanismo ilustrado de Goethe y de Mann

para nosotros, dos generaciones después? En la estela de los sucesos del

11 de septiembre del 2001 hubo balidos que clamaban que “ cese la ironía”

, pero desaparecieron rápidamente. Todo es ironía en esa novísima

era de guerras religiosas y terror domesticado. En 1938 Mann quería

resaltar la utilidad de la literatura para la vida y esa utilidad trasciende el

duelo. La grandeza de Goethe tenía mucho que ver con la escala de sus

especulaciones y con su énfasis en la salvación secular que nuestro propio

impulso intelectual podría inducir. Mann, que lo sucedió, pasó de

la ambivalencia hacia el genio de su precursor y una ironía defensiva en

relación con Goethe a una certeza combativa de la labor del humanismo

en la preservación del valor y en el mantenimiento de una fe antidiabó[

224]

lica. Suelo urgir a mis estudiantes y a los lectores que vienen a las presentaciones

públicas de mis libros a que regresen a La montaña mágica en

estos momentos de conflicto. El propio genio de Mann consiste en enseñar

a aplicar “un oído muy fino” sin el cual seríamos más fácilmente

seducidos por la brutalidad.

lunes, 27 de junio de 2022

[220] Frontispicio 18 Johann Wolfgang von Goethe. GENIOS. HAROLD BLOOM.




 [220]

Frontispicio 18

Johann Wolfgang von Goethe

¡Sí! Por entero me entrego a ese designio, que esa es la última palabra

de la sabiduría; sólo merece libertad y vida quien diariamente sabe

conquistarlas. Transcurran aquí de ese modo sus activos años, cercados de

peligros, el niño, el hombre adulto y el anciano. Un gentío así querría yo ver

y hallarme en terreno libre con un libre pueblo. Decirle habría al momento:

¡Detente, eres tan bello! No es posible que la huella de mis días terrenales

vaya a perderse en los eones... En el presentimiento de tan alta dicha gozo

ya ahora del supremo momento. (Desplómase Fausto, y los Lémures lo

cogen y lo tienden en el suelo.)24.

No sólo el Fausto de Goethe muere aquí: también llega a su conclusión

toda la tradición literaria occidental desde Homero hasta Shakespeare

y Goethe, pasando por Dante. Después de la muerte de Fausto

empieza la procesión que siguió a la Ilustración y que tiene nombres

diversos —romanticismo, modernismo, posmodernismo- pero que se

trata en realidad de un solo fenómeno. Quizás hasta ahora, a comienzos

del nuevo milenio, podemos detectar señales de la decadencia de ese

fenómeno. Ya se cierne sobre nosotros una era de guerras religiosas que

posiblemente de lugar a una nueva Era Teocrática tal como lo profetizó

GiambattistaVico. Es muy incierto el futuro de la literatura secular occidental

en tiempos como estos.

Goethe es el último sabio de la antigua cultura secular occidental,

que podemos llamar humanismo, Ilustración o como quieran. Una de

las cualidades más refrescantes de Goethe es su irreverencia: la segunda

parte de Fausto es una obra maravillosamente escandalosa cuyo propósito

primordial es desplegar el genio de Goethe en toda su extensión y

complejidad.

Goethe creía en sus propios demonios que parecen haberlo dotado

de energías ocultas, incluyendo la apropiación paródica de todos sus

antecesores, desde Homero hasta Hamlet de Shakespeare. De acuerdo

con el Goethe posterior, la sabiduría es renunciación porque realizar

todos nuestros deseos es cortejar el caos.

[221]

Y sin embargo las renunciaciones de Goethe son equívocas y es difícil

reconciliar los logros de su sabiduría con sus taimados excesos. El

entierro de Fausto es una parodia de la escena del cementerio de Hamlet,

como si Goethe quisiera robarle a Hamlet un poco de su carisma para

su muy poco dramático ego. Shakespeare, una persona evidentemente

descolorida, no habría soñado en competir con Hamlet, su creación más

brillante y enigmática. Goethe opaca con creces a su Fausto, a quien no

se le permite participar del genio ejemplar de su creador.

domingo, 26 de junio de 2022

James Boswell. GENIOS. HAROLD BLOOM.




James Boswell

Durante toda esta conversación me comporté con una viril compostura

y una cortés dignidad que no podían sino infundir temor y respeto; ella

estaba pálida como la ceniza y temblaba y vacilaba. Por tres veces insistió

en que me quedara un poco más, ya que, probablemente, era la última vez

que estaría con ella. No se le ocurría nada que decir. Y yo me quedé en

silencio. Cuando me iba, ella dijo:

-Espero, señor, que me dará permiso para interesarme por su salud.

—Señora -repuse yo, con socarronería—, me parece que no será necesario

durante algunas semanas.

Ella repitió su petición. Pero como no quería que siguiese incordiándome

más, la corté diciéndole que quizá pasaría un tiempo en el campo, y me

marché. Es casi imposible que pueda ser inocente del delito de detestable

engaño. Y, sin embargo, sus rotundas aseveraciones me sorprendieron de

verdad. Con toda probabilidad, se trata de una puta falsaria de las peores.

Así concluyó mi intriga con la bella Louisa, de la que tanto me ufanaba

y de la que esperaba, al menos, un invierno de copulación sin riesgos.

Verdaderamente, es muy duro. No puedo decir, como harían los jovencitos

que se la han cogido en una casa de mala nota, que la próxima vez tendré

más cuidado. Pues lo cierto es que tuve cuidado. Sin embargo, puesto que

estoy por completo atrapado, saquémosle el mayor partido. No me la he

cogido por imprudencia. Sencillamente, son los riesgos de la guerra?3.

Así se despide James Boswell de la bella Louisa, “ de la que esperaba,

al menos, un invierno de copulación sin riesgos” . Se felicita por su

compostura y su cortesía y disfruta de su despliegue de dignidad. No

conocemos la versión de Louisa de su despedida, pero no me cabe la

menor duda de que sintió “ temor y respeto” ante la actitud de Boswell.

Pero su genio se anticipa a nuestras dudas, así que un párrafo más adelante

habla de “una puta falsaria de las peores” con la misma dramática

conciencia de sí mismo que exhibió con el doctor Johnson, conVoltaire,

con Rousseau.

Boswell es un maestro de la ironía retrospectiva: en vez de murmurar

“ ojalá hubiera dicho eso” , procede a expresar sus pensamientos

[219]

posteriores como si hubiesen sido espontáneos mientras admite sutilmente

ante el lector que todo es una reconstrucción, incluyendo la personalidad

y el carácter de James Boswell.

La Vida de Johnson es un milagro concienzudo que logra el sutil

equilibrio entre el formidable Johnson y las agudas provocaciones puestas

en escena de su biógrafo. Pero incluso el oportunismo de Boswell

tiene sus limitaciones: Boswell no es Shakespeare y el doctor Johnson

no es sir Juan Falstaff, triunfo de la imaginación dramática. Pero Boswell

respeta y ama de comienzo a fin la realidad de su asunto, aunque sin duda

le adjudica al gran crítico muchos toques shakespearianos.

sábado, 25 de junio de 2022

Lustro cuatro DOCTOR SAMUEL JOHNSON, JAMES BOSWELL, JOHANN WOLFGANG VON GOETHE, SIGMUND FREUD, THOMAS MANN



 Lustro cuatro

DOCTOR SAMUEL JOHNSON, JAMES

BOSWELL, JOHANN WOLFGANG VON

GOETHE, SIGMUND FREUD,

THOMAS MANN

En este segundo lustro de escritores sabios he querido experimentar

con la disolución de los límites y he permitido que los personajes se

mezclen entre sí, hasta tal punto que los frontispicios están juntos. Si

repitiera este procedimiento en el resto del libro estaría corriendo el

riesgo de un cierto caos, pero lo conservé deliberadamente en esta

sección porque cabalísticamente Hokmah es indivisible. Aunque el

doctor Johnson y Boswell eran cristianos moralistas (un poco

escandalosamente en el caso de Boswell) y Goethe, Freud y Mann,

laicos, se combinan entre sí con irresistible autoridad.

Freud habría protestado si yo afirmara que él confiaba en la

posibilidad de demostrar la utilidad de la literatura para la vida, como

lo hacen estos otros moralistas. Pero se podría decir que Freud se

representó equivocadamente a sí mismo como científico y como

sanador. Un ensayo como “El duelo y la melancolía” está más cerca

del doctor Johnson y de Goethe de lo que lo está incluso de Charles

Darwin. Thomas Mann, el novelista convertido en escritor sabio,

estaba mostrando con precisión a Freud cuando asoció al sabio judío

con Goethe, el más sabio de todos los hombres de letras.

[217]

Frontispicio i6

Doctor Samuel Johnson

.. .dado que el genio, como quiera que sea, es como el fuego en el

pedernal, que sólo se puede producir en colisión con el tema apropiado, es

asunto de cada hombre averiguar si sus facultades no cooperarían felizmente

con sus deseos, y teniendo en cuenta que aquellos cuya eficiencia él admira

sólo llegaron a conocer su propia fuerza por el resultado, debe aplicarse al

mismo esfuerzo, con el mismo espíritu, y puede razonablemente esperar el

mismo éxito.

Samuel Johnson, que sigue siendo el más grande de todos los críticos

literarios, nos urge a que busquemos el tema apropiado, el único que logrará

que nuestro genio se encienda. En una carta a su biógrafo, Boswell,

en 1763, amplió este principio de ambición estética e individual:

Es posible que en todos los corazones conocidos anide el deseo de

distinción que hace que un hombre se vuelva primero hacia la esperanza

y después hacia el deseo de que la Naturaleza lo haya dotado con algo

peculiar. Esta vanidad lleva a un intelecto a alimentar aversiones y a otro

a llevar a cabo sus deseos hasta que el arte los eleva muy por encima de su

estado de poder original y dado que con el tiempo la afectación se compone

tornándose hábito, al final tiranizan a aquel que al comienzo los estimuló

para que surgieran.

El costo de este engrandecimiento es la tiranía de la vanidad o pathos

del escritor fracasado. El genio exige un equilibrio peligroso entre la

fuerte emulación de los más grandiosos antecesores, como la de Alexander

Pope por parte de Johnson, y el autoengaño de tantos contemporáneos

incluidos en Vidas de poetas de Johnson porque los libreros (no

Johnson) querían que estuvieran allí. Ahora son una triste letanía de

piezas de época: Roscommon, Pomfret, Stepney, Sprat, Sheffield, Fenton,

Yalden, Tickel y muchos más: son legión. Puede resultar divertido

hacer una antología de poetas contemporáneos con los Sprats y Yaldens

de cada uno, los candidatos a la iniquidad del olvido.

viernes, 24 de junio de 2022

Frontispicio 12 y 13 Sócrates y Platón. GENIOS




 

Frontispicio 12 y 13

Sócrates y Platón

Finalmente, llegó Sócrates sin que, en contra de su costumbre, hubiera

transcurrido mucho tiempo, sino más o menos cuando estaban en la mitad de

la comida. Entonces Agatón, que estaba reclinado solo en el último extremo,

según me contó Aristodemo, dijo:

—Aquí, Sócrates, échate junto a mí, para que también yo en contacto

contigo goce de esa sabia idea que se te presentó en el portal. Pues es evidente

que la encontraste y la tienes, ya que, de otro modo, no te hubieras retirado

antes.

Sócrates se sentó y dijo:

—Estaría bien, Agatón, que la sabiduría fuera una cosa de tal

naturaleza que, al ponernos en contacto unos con otros, fluyera de lo más

lleno a lo más vacío de nosotros, como fluye el agua en las copas, a través de

un hilo de lana, de la más llena a la más vacía. Pues si la sabiduría se

comporta también así, valoro muy alto el estar reclinado junto a ti, porque

pienso que me llenaría de tu mucha y hermosa sabiduría. La mía,

seguramente, es mediocre, o incluso ilusoria como un sueño, mientras que la

tuya es brillante y capaz de mucho crecimiento, dado que desde tu juventud

ha resplandecido con tanto fulgor y se ha puesto de manifiesto anteayer en

presencia de más de treinta mil griegos como testigos1.

La ironía socrática se presenta como ignorancia, para después atraparnos

ingeniosamente con sabiduría. En cambio la ironía de Platón se

me parece a la de Chaucer, sobre la cual G.K. Chesterton dijo que era

tan grande que no la veíamos. Al meditar sobre el genio de Platón,

Emerson comentó lo siguiente sobre su extraordinario rango de especulación:

De Platón proceden todas las cosas que todavía se escriben y se discuten

entre los hombres de pensamiento. Grande estrago hace en nuestras

originalidades. Hemos alcanzado con él la montaña de donde han sido

arrancadas todas estas piedras que amontonamos8.

[179]

Parecería que Montaigne, maestro de Emerson, prefería a Sócrates

sobre Platón, mientras que el afecto de Emerson favorecía al cronista

de Sócrates: “Platón, con sus ojos de vasto alcance, proporcionó las luces

y las sombras según la índole de nuestra vida terrenal” 9.

La definición de Emerson de los platónicos es muy amplia: incluía

a Miguel Angel, a Shakespeare, a Swedenborg y a Goethe. Aunque no

estoy de acuerdo con ella, me gusta mucho la clasificación de Hamlet

como platónico que hace Emerson:

Hamlet es un platónico puro, y es sólo la magnitud del genio propio

de Shakespeare lo que le impide ser clasificado como el más eminente de

esa escuela10.

Lo que Emerson quería decir es que el impulso desalmado de Hamlet

se concentra en la trascendencia, pero ese es el Hamlet del acto v, y no

el violento y genial estudiante del comienzo de la obra. Los platónicos

son hombres y mujeres peligrosos, para ellos mismos y para los demás.

Las Leyes de Platón me resultan más inquietantes que el Deuteronomio

o que el Corán en sus facetas más feroces. Los grandes moralistas se

vuelven salvajes con facilidad y a mí me gusta cada vez menos que la

Universidad de Yale -donde estoy hace cincuenta años- haya seguido

el camino de las demás instituciones académicas del mundo de habla

inglesa y esté convirtiendo sus leyes en parodias del platonismo.

[180]

Sócrates

469 | 399 a.c.

Platón

c. 429 I 347 a.c

así como se dice de Helena de Argos que tenía tal belleza universal que

cada cual podía sentirla emparentada con la suya preferida, así Platón le

parece a un lector de la Nueva Inglaterra ser un genio americano11.

Emerson no pensaba en Sócrates como si fuese un genio americano;

los sabios de la tradición oral aparentemente pertenecen a su propia

gente: Confucio a los chinos, Jesús a los judíos, Sócrates a los atenienses.

Platón, por otra parte, tiene la universalidad de los grandes escritores:

Homero, Shakespeare, Cervantes y Montaigne, entre otros. De estos,

sólo Platón teme a su propio arte: no volverá a presentarse este fenómeno

hasta Tolstoi. La novelista Iris Murdoch escribió una admirable monografía

que se ocupa de este temor: Elfuego y el sol: por qué Platón desterró

a los artistas (1977). Murdoch es muy lúcida, como suele serlo en sus

novelas más características:

La paradoja más evidente en el problema que estamos considerando

es que Platón es un gran artista. No debiera imaginarse quizá que esta

paradoja le haya preocupado mucho. En la tierra de la posteridad los estudiosos

reúnen la obra e inventan los problemas. Platón tenía otros problemas,

muchos de ellos políticos. Sostuvo una larga batalla contra la

sofistería y la magia y, no obstante, produjo algunas de las imágenes más

memorables de la filosofía europea: la Caverna, el cochero, el astuto y desamparado

Eros, el Demiurgo que corta la Anima Mundi en tajadas y la

estira a lo ancho. Platón no dejó de insistir en la remota ausencia de imagen

del Bien; sin embargo, en su exposición siguió retrasando a los usos

más elaborados del arte. La misma forma de diálogo es artística e indirecta

y abundan en ella los recursos irónicos y el juego. Desde luego que

[181]

las declaraciones hechas por el arte se escapan hacia la libre ambigüedad

de la vida humana. El arte defrauda la vocación religiosa en el último

momento y es hostil a las categorías filosóficas. No obstante, ni la filosofía

ni la teología pueden prescindir de él.. .lI.

Suponemos que el principal acontecimiento en la vida de Platón fue

la muerte judicial de Sócrates. También parece una hipótesis válida la

de que la muy artística polémica de Platón en contra del arte es principalmente

la batalla de la supremacía cultural en contra de Homero, batalla

que Platón estaba destinado a perder. El diálogo platónico es un gran

invento, pero ni La república ni el Banquete tienen la eminencia estética

de la Ilíada. Sin duda alguna en el Reino de los cielos platónico oirían

la Ilíada.

Yo soy un crítico literario, no un filósofo o un historiador, así que

tengo capacidades limitadas para escribir sobre el genio de Platón. Pocas

obras literarias me conmueven tanto como el Banquete, así que limitaré

mis comentarios sobre Platón a ese diálogo.

El genio, o el daimón, de Sócrates es uno de los puntos de partida

de Platón. Aprendemos de Sócrates que él puede demostrar nuestra

ignorancia, pues empieza con su propia formidable “ ignorancia” . Considerar

a Sócrates un antecesor, como lo hizo Platón, me parece que

equivale a decidirnos por Homero. Sócrates -como Platón lo sugiere

invariablemente- consideraba que la Ilíada era una tragedia. Freud es

una especie de antítesis de Platón, que honra la imagen del padre; Freud

no lo hace, pero no hubo un Sócrates en su vida. La ironía socrática es

idéntica al genio socrático, y por ende la ironía platónica es muy sutil,

dado que no es principalmente retórica, como tampoco lo es la de su

maestro; o sea, no dice una cosa queriendo decir otra. Sócrates es demasiado

natural, demasiado consistente para eso, como lo repitió Montaigne

insistentemente:

Fue él quien hizo bajar del cielo, donde no hacía sino perder el tiempo,

a la sabiduría humana, para devolvérsela al hombre en el que reside

su más justa y laboriosa tarea y la más útil’3.

La ironía del propio Montaigne es evidente. Gregory Vlastos, uno

de los más importantes especialistas en Sócrates, consideró que este

mostraba “ un fracaso de amor” . ¿Qué podría ser más irónico que esto,

[182]

si Vlastos tiene razón? -recordemos que en el Banquete Sócrates declara

que él sólo es una autoridad en el amor-. Esto es lo que dice Vlastos

en “The Paradox of Sócrates” [La paradoja de Sócrates]:

Ya argüí que a él sí le importan las almas de los camaradas. Pero su

preocupación es limitada y condicional. Si se han de salvar las almas de

los hombres, deben hacerlo a su manera. Y cuando se da cuenta de que

no es posible hacerlo, los ve descender por el camino de la perdición con

pesadumbre pero sin angustia. Jesús lloró por Jerusalén. Sócrates previene

a Atenas, la exhorta, la condena. Pero no tiene lágrimas para ella. Uno se

pregunta si Platón, lleno de rabia contra Atenas, no la quería más en su

rabia y en su odio de lo que Sócrates jamás la quiso con sus reprimendas

tristes y amables. Nos parece que hay una postrera zona de frigidez en el

alma de ese gran erótico; si hubiese querido más a sus conciudadanos

difícilmente habría podido cargarlos con el peso de “lógica despótica”,

imposible de sobrellevar.

La “ lógica despótica” , de acuerdo con Vlastos, es Nietzsche sobre

Sócrates en El origen de la tragedia, uno de los primeros encuentros en

el enfrentamiento de toda una vida que Nietzsche mantuvo con Sócrates.

De alguna manera a casi todo el mundo le resulta más fastidioso

(y no estoy siendo irónico) que Sócrates no haya escrito nada que el

hecho de que Jesús y Confucio se hayan limitado a sus proverbios. Aunque

en una forma menos hostil que Nietzsche, Kierkegaard también se

mostró preocupado con el silencio de Sócrates. No sabemos dónde termina

Sócrates y dónde empieza el Sócrates de Platón y ni siquiera sabemos

si tiene sentido hacer esa distinción. Después de un profundo

análisis, Vlastos concluyó que el Sócrates de los primeros diálogos de

Platón era el Sócrates histórico y no una ficción platónica. La única alternativa

es el Sócrates de Jenofonte, y el Jenofonte de Memorabilia no

es nunca un escritor tan interesante como el de la Anábasis, un recuento

de la heroica marcha forzada de un ejército de saqueadores griegos

que se retiran de Persia hacia el mar Negro. Jenofonte era un discípulo

tan leal de Sócrates como el mismo Platón, pero era un soldado profesional

y no un filósofo dramático. Vlastos despedaza al pobre Jenofonte

-cuyo Sócrates carecía de ironía y de originalidad moral- diciendo que

el galante general habría sido el tema Victoriano por excelencia para

Lytton Strachey. Así que sólo nos queda Platón, un gran artista, que

[183]

además amó y honró a Sócrates como a un padre. El Sócrates de Platón

es obra de un dramaturgo comparable a Eurípides y (con ciertas reservas)

a Aristófanes, pero entre los lectores de Platón hubo muchos que

también habían oído a Sócrates. No todos estamos en la posición de San

Pablo y de los autores de los Evangelios, que nunca vieron ni oyeron a

Jesús.

Y sin embargo Sócrates sin Platón (o con él) sigue siendo una paradoja

o un enigma permanente. A diferencia del Platón de los últimos

tiempos, Sócrates no tenía un dogma; hubiera querido creer en la inmortalidad

del alma, pero aceptó la posibilidad de la aniquilación de la

conciencia con la muerte. En lo que respecta a la vocación o a la misión

de Sócrates, parece contradictoria en sí misma. Hace profesión de ignorancia

e instruye en la sabiduría y en el cuidado del alma, pero prácticamente

toda su actividad es esencialmente destructiva: uno plantea una

posición y él la refuta. Vlastos intenta resolver la paradoja diciendo que

Sócrates era un buscador, siempre en busca de la verdad. Sin embargo

el misionero irónico rara vez aparece sobre el ironista que busca.

Nos ocupamos de Seren Kierkegaard, escritor religioso danés del

siglo xix, en otro capítulo de este volumen. Pe;ro quiero citar aquí la disertación

académica que presentó en 1841. El libro mismo es tan irónico

que no se puede sacar de él una idea clara de la ironía socrática, pero

sigue dejándome estupefacto la tesis xm:

La ironía no es tanto apatía despojada de las sensibles emociones del

alma; es más bien como la vejación provocada por el hecho de que otros

también disfrutan lo que ella desea para sí misma.

Esto no parece socrático ni hegeliano, pero es perfectamente kierkegaardiano

y nos conduce hacia las vejaciones y ansiedades de las almas

intensamente creativas, en competencia con todas las demás. ¿Acaso la

paradoja socrática no incluye su actitud agonística, eternamente central

en la cultura ateniense? El Banquete, del que ya pronto espero ocuparme,

es sin duda una contienda, por la bebida, la oratoria, el eros, el cuidado

del alma o del yo -que finalmente es la preocupación exclusiva de Sócrates-.

Si puede encontrar la virtud en otro ser, entonces y sólo entonces

la reconocerá en sí mismo. Pero dado que representa sin duda lo

más destacado de los atenienses desde cualquier punto de vista, no tiene

otra opción que continuar con su misión. La tesis xih de Kierkegaard

[184]

es por tanto una inversión irónica de la ironía socrática, y una muy deliberada,

porque su argumento es que el Sócrates externo no es más que

una máscara, y que interiormente Sócrates era lo opuesto de lo que pretendía

ser. La ironía final consiste en que Sócrates sería el sofista más

auténtico, y no Gorgias y sus seguidores, de quienes Sócrates denigraba.

Siguiendo la estela de Vlastos, Nehamas habla de la ambivalencia de

Nietzsche hacia Sócrates, a quien denuncia por ser el buscador de una

moralidad razonable y alaba por su autenticidad dialéctica. Esto resulta

vertiginoso y aumenta la profunda comprensión de la ironía socrática

que Nehamas aporta:

Con frecuencia la ironía consiste en dejarle saber a la audiencia que

algo está pasando en nuestro interior que ellos no pueden ver. Pero además,

y en una forma más radical, deja abierta la cuestión de si nosotros

podemos verlo.

¿Lo ve Sócrates? Si estuviésemos hablando del más sublime de los

ironistas, Hamlet, que se da cuenta de todo, podríamos responder esta

pregunta. Hamlet lo ve todo, en sí mismo y en los demás. Con el Sócrates

de Platón nos encontramos en el abismo de la ironía platónica, que a

mí no me parece ni retórica ni dramática. ¿Sabe Platón más de Sócrates

que Sócrates mismo? No podemos ignorar el genio de Platón, pero él

no es Shakespeare y Sócrates nunca se oye a sí mismo como si fuera otra

persona.

Quizás aún nos deja estupefactos la expresión “amor socrático” , pero

muchos de entre nosotros creemos saber, con cierta presunción, lo que

significa “amor platónico” . En la lengua popular, nuestros diccionarios

lo definen hoy en día como el afecto que trasciende el deseo sexual y

que nos conduce hacia un reino ideal o espiritual. Esto no es exactamente

lo que defiende el Banquete, aunque no resulta fácil exponer el Banquete,

un triunfo del arte literario.

El mejor preludio para el Banquete es Greek Homosexuality (1978),

de K.J. Dover, que nos advierte alegremente que Platón podría muy bien

ser un caso especial:

Hay dos obras en especial, el Banquete y el Fedro, en donde Platón

toma el deseo homosexual y el amor homosexual como punto de partida

para desarrollar su teoría metafísica y es de particular importancia el hecho

[185]

de que él considere la filosofía no como una actividad que hay que desarrollar

en meditación solitaria y comunicar en pronunciamientos ex cathedra

del maestro a sus discípulos, sino como el progreso dialéctico que bien

podría iniciarse con la reacción de un hombre mayor al estímulo de uno

más joven... Como aristócrata ateniense que era, se movía en un círculo

de la sociedad que ciertamente consideraba normales el deseo y la emoción

homosexuales... El tratamiento que Platón dio al amor homosexual

bien pudo haber sido consecuencia de este ambiente. No obstante, debemos

dejar abierta la posibilidad de que su propia emoción homosexual

fuese excepcionalmente intensa.

Dudo que Platón fuese único excepto por su genio sobresaliente. La

acción del Banquete está ubicada en el 416 a.C., cuando Platón acababa

de cumplir 13 años. Si el simposio (que más que un banquete era una

fiesta para beber) realmente se llevó a cabo en ese momento, Sócrates

tendría 53 años y Alcibiades sería un político muy poderoso en Atenas

durante el que sería el décimo quinto año de la guerra del Peloponeso.

Es dudoso, pero no imposible, que este simposio se haya llevado a cabo.

El joven dramaturgo Agatón ofrece la fiesta para celebrar la victoria de

su primera tragedia en el festival ateniense. Además de Agatón y Sócrates

(de lejos el mayor de los presentes), se encuentra allí Aristófanes, un

soberbio escritor de farsas entre las cuales está Las nubes, una extravagante

sátira de Sócrates que ya había sido puesta en escena. Hay otros

cuatro hablantes: Alcibiades, que llega tarde, Fedro, Pausanias y Erixímaco.

Los discursos más importantes son los de Aristófanes, Sócrates

y Alcibiades, aunque el discurso de Agatón sobre el amor está entre el

de Aristófanes y el de Sócrates. Platón rompe la secuencia -no hay continuidad

entre la visión de Aristófanes y la de Sócrates-, pero Alcibiades

es la coda perfecta para toda la obra, pues se centra en el enigma de Sócrates

mismo.

Es de todos conocido el argumento de Aristófanes según el cual el

amor es el deseo y la búsqueda de la compleción, representada por una

grotesca criatura con dos cabezas, cuatro brazos y cuatro piernas. Somos

fragmentos desesperados que vamos de aquí para allá buscando a nuestra

otra mitad original. Zeus nos dividió en castigo y anhelamos convertirnos

de nuevo en “ seres humanos circulares” . Es muy posible que con

esta brillante invención Platón estuviese retribuyendo a Aristófanes por

Las nubes, pero está claro que también satiriza el amor heterosexual y

[186]

su culminación social, el matrimonio. Y sin embargo Platón le dio a Aristófanes

el mito más memorable del Banquete.

Atípicamente, Sócrates recurre a un mentor: la sabia Diotima, que

se supone ser una sacerdotisa pero que seguramente es un invento de

Platón. Ella se encarga de refutar a Aristófanes (y cuando él se dispone

a protestar Alcibiades, borracho, irrumpe en la fiesta) argumentando

astutamente que el amor no lo es ni de la mitad ni del todo, sino del Bien.

La belleza de un joven en particular en últimas conduce al amante a una

escalera que es necesario trepar. Dado que el amor resulta ser otro nombre

para la filosofía, los objetos particulares -uno u otro muchacho- se

van quedando en los escalones inferiores y el auténtico buscador asciende

hacia la revelación, hacia la Belleza extraordinaria que es además el

Bien. Todo esto nos resulta conocido gracias al platonismo, el neoplatonismo

y el platonismo cristiano, pero fue originalmente concebido por

Platón, es la evidencia de su genio, y no es probable que el Sócrates histórico

lo haya formulado. La originalidad literaria es tan sorprendente

en este caso que yo me inclino a interpretarlo como la triunfal réplica

de Platón a Homero y a los dramaturgo trágicos atenienses, pues no hay

nada en su visión de Eros que nos hubiese permitido anticipar esto, el

mayor triunfo literario de Platón en su incesante confrontación con

Homero. Hay algo de extático en la falta de precedentes de la doctrina

de Diotima, en la cual el amor se transforma en la ambición de sacar a

la luz la Belleza, a guisa de vástago. La filosofía supera a la poesía, y también

(de alguna manera) a los padres y a las madres, y logra la inmortalidad

del alma al percibir por fin, no la poesía ni la Belleza, sino la forma

de lo Bello. Lo que era una justificación pedagógica de la pederastía ha

trascendido en la victoria agonística de la filosofía sobre todos sus competidores,

cualquiera que sea el costo humano resultante.

Sócrates habla de su daimón pero a mí me parece que el Platón que

compuso el Banquete es más daimónico, no una personalidad genial,

como Sócrates, sino una nueva especie de poeta, ancestro de Dante y

de John Milton, y del romanticismo posterior, incluyendo a W.B. Yeats,

Wallace Stevens y Hart Crane, en el siglo xx. Y sin embargo Platón, fiel

al Sócrates que lo inició en la filosofía, no concluye el Banquete con su

propio triunfalismo. Con una entrada maravillosamente cómica, Alcibiades

nos devuelve con un gesto inolvidable a la paradoja de Sócrates.

De ahora en adelante Sócrates -nos dice Alcibiades- es un Sileno,

una estatua grotesca en el exterior pero llena de hermosas imágenes de

[187]

la divinidad. Sileno, demonio relacionado con el dios mimo Dionisio,

está más allá de lo humano y, por asociación, Sócrates, el primer filósofo

verdadero, también lo está. Sin embargo, irónicamente, aunque Sócrates

actúa como si estuviera enamorado -de Alcibiades o de cualquier otro

joven hermoso- él es el objeto de su deseo porque perciben en él la forma

de lo Bueno. En ello radica la perfección de la paradoja socrática. Sócrates

encarna el ideal: amarlo a él es amar la sabiduría y por ende aprender

a filosofar. Esto me hace personalmente infeliz porque no le creo a

Platón, pero estéticamente no puedo más que abdicar ante la aplastante

victoria del genio platónico en la desesperada confrontación con

Homero.

[188]


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