miércoles, 31 de marzo de 2021

El viaje en globo. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 El viaje en globo

Creía haber leído todos los libros de Jorge Luis Borges —algunos, varias veces—, pero hace poco encontré en una librería de lance uno que desconocía: Atlas, escrito en colaboración con María Kodama y publicado por Sudamericana en 1984. Es un libro de fotos y notas de viaje y en la portada aparece la pareja dando un paseo en globo sobre los viñedos de Napa Valley, en California.

Las notas, acompañadas de fotografías, fueron escritas, la gran mayoría al menos, en los dos o tres años anteriores a la publicación. Son muy breves, primero memorizadas y luego dictadas, como los poemas que escribió Borges en su última época. Siempre precisas e inteligentes, están plagadas de citas y referencias literarias, y hay en ellas sabiduría, ironía y una cultura tan vasta como la geografía de tres o cuatro continentes que el autor y la fotógrafa visitan en ese período (bajan y suben a los aviones, trenes y barcos sin cesar). Pero en ellas hay también —y esto no es nada frecuente en Borges— alegría, exaltación, contento de la vida. Son las notas de un hombre enamorado. Las escribió entre los ochenta y tres y los ochenta y cinco años, después de haber perdido la vista hacía varias décadas y, por lo tanto, cuando era incapaz de ver con los ojos los lugares que visitaba: sólo podía hacerlo ya con la imaginación.

Nadie diría que quien las escribe es un octogenario invidente, porque ellas transpiran un entusiasmo febril y juvenil por todo aquello que toca y que pisa, y su autor se permite a veces los disfuerzos y gracejerías de un muchachito al que la chica del barrio, de quien estaba prendado, acaba de darle el sí. La explicación es que María Kodama, la frágil, discreta y misteriosa muchacha argentino-japonesa, su exalumna de anglosajón y de las sagas nórdicas, por fin lo ha aceptado y el anciano escribidor goza, por primera vez en la vida sin duda, de un amor correspondido.

Esto puede parecer chismografía morbosa, pero no lo es; la vida sentimental de Borges, a juzgar por las cuatro biografías que he leído de él —las de Rodríguez Monegal, María Esther Vázquez, Horacio Salas y, sobre todo, la de Edwin Williamson, la más completa—, fue un puro desastre, una frustración tras otra. Se enamoraba por lo general de mujeres cultas e inteligentes, como Norah Lange y su hermana Haydée, Estela Canto, Cecilia Ingenieros, Margarita Guerrero y algunas otras, que lo aceptaban como amigo pero, apenas descubrían su amor, lo mantenían a distancia y, más pronto o más tarde, lo largaban. Sólo Estela Canto estuvo dispuesta a llevar las cosas a una intimidad mayor pero, en ese caso, fue Borges el que escurrió el bulto. Se diría que era el juego de sombras lo que le atraía en el amor: amagarlo, no concretarlo. Sólo en sus años finales, gracias a María Kodama, tuvo una relación sentimental que parece haber sido estable, intensa, formal, de compenetración intelectual recíproca, algo que a Borges le hizo descubrir un aspecto de la vida del que hasta entonces, según su terminología, había sido privado.

Alguna vez escribió: «Muchas cosas he leído y pocas he vivido». Aunque no lo hubiera dicho, lo habríamos sabido leyendo sus cuentos y ensayos, de prosa hechicera, sutil inteligencia y soberbia cultura. Pero de una estremecedora falta de vitalidad, un mundo riquísimo en ideas y fantasías en el que los seres humanos parecen abstracciones, símbolos, alegorías, y en el que los sentidos, apetitos y toda forma de sensualidad han sido poco menos que abolidos; si el amor comparece, es intelectual y literario, casi siempre asexuado.

Las razones de esta privación pueden haber sido muchas. Williamson subraya como un hecho traumático en su vida una experiencia sexual que le impuso a Borges su padre, en Ginebra, enviándolo donde una prostituta para que conociera el amor físico. Él tenía ya diecinueve años y aquel intento fue un fiasco, algo que, según su biógrafo, repercutió gravemente sobre su vida futura. Desde entonces todo lo relacionado con el sexo habría sido para él algo inquietante, peligroso e incomprensible, un territorio que tuvo a distancia de lo que escribía. Y es verdad que en sus cuentos y poemas el sexo es una ausencia más que una presencia y que, cuando asoma, suele acompañarlo cierta angustia e incluso horror («Los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres»). Sólo a partir de Atlas (1984) y Los conjurados (1985), una colección de poemas («De usted es este libro, María Kodama», «En este libro están las cosas que siempre fueron suyas»), el amor físico aparece como una experiencia gozosa, enriquecedora de la vida.

Los psicoanalistas tienen un buen material —ya han abusado bastante de él— para analizar las relaciones de Borges con su madre, la temible doña Leonor Acevedo, descendiente de próceres, que —como cuenta en un libro autobiográfico Estela Canto, una de las novias frustradas de Borges— ejercía una vigilancia estrictísima sobre las relaciones sentimentales de su hijo, acabando con ellas de modo implacable si la dama en cuestión no se ajustaba a sus severísimas exigencias. Esta madre castradora habría anulado o, por lo menos, frenado la vida sexual del hijo adorado. Doña Leonor fue factor decisivo en el matrimonio de Borges con doña Elsa Astete Millán en 1967, que duró sólo tres años y fue un martirio de principio a fin para Borges, al extremo de inducirlo a terminar huyendo, como en las letras truculentas de un tango, de su cónyuge.

Todo eso cambió en la última época de su vida, gracias a María Kodama. Muchos amigos y parientes de Borges la han atacado, acusándola de calculadora e interesada. ¡Qué injusticia! Yo creo que gracias a ella —basta para saber leer el precioso testimonio que es Atlas— Borges, octogenario, vivió unos años espléndidos, gozando no sólo con los libros, la poesía y las ideas, también con la cercanía de una mujer joven, bella y culta, con la que podía hablar de todo aquello que lo apasionaba y que, además, le hizo descubrir que la vida y los sentidos podían ser tanto o más excitantes que las aporías de Zenón, la filosofía de Schopenhauer, la máquina de pensar de Raimundo Lulio o la poesía de William Blake. Nunca hubiera podido escribir las notas de este libro sin haber vivido las maravillosas experiencias de que da cuenta Atlas.

Maravillosas y disparatadas, por cierto, como levantarse a las cuatro de la madrugada para treparse a un globo y pasear hora y media entre las nubes, a la intemperie, azotado por las corrientes de aire californianas, sin ver nada, o recorrer medio mundo para llegar a Egipto, coger un puñado de arena, aventarlo lejos y poder escribir: «Estoy modificando el Sahara». La pareja salta de Irlanda a Venecia, de Atenas a Ginebra, de Chile a Alemania, de Estambul a Nara, de Reikiavik a Deyá, y llega al laberinto de Creta, donde, además de recordar al Minotauro, tiene la suerte de extraviarse, lo que permite a Borges citar una vez más a su dama: «En cuya red de piedra se perdieron tantas generaciones como María Kodama y yo nos perdimos en aquella mañana y seguimos perdidos en el tiempo, ese otro laberinto». Cuando están recorriendo las islas del Tigre, en una de las cuales se suicidó Leopoldo Lugones, Borges recuerda «con una suerte de agridulce melancolía que todas las cosas del mundo me llevan a una cita o a un libro». Eso era cierto, antes. En los últimos tiempos todo lo que hace, toca e imagina en este raudo, frenético trajín lo acerca, a la vez que a la literatura, a su joven compañera. El rico mundo inventado por los grandes maestros de la palabra escrita se ha llenado para él, en el umbral de la muerte, de animación, ternura, buen humor y hasta pasión.

No mucho después, en 1986, en Ginebra, cuando Borges, ya muy enfermo, sintió que se moría, dijo a María Kodama que, después de todo, no era imposible que hubiera algo, más allá del final físico de una persona. Ella, muy práctica, le preguntó si quería que le llamara a un sacerdote. Él asintió, con una condición: que fueran dos, uno católico, en recuerdo de su madre, y un pastor protestante, en homenaje a su abuela inglesa y anglicana. Literatura y humor, hasta el último instante.

París, septiembre de 2014

sábado, 27 de marzo de 2021

Borges entre señoras. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 Borges entre señoras

Entre 1936 y 1939 Borges tuvo a su cargo la sección de libros y autores extranjeros de El Hogar, un semanario bonaerense dedicado principalmente a las amas de casa y la familia. Emir Rodríguez Monegal y Enrique Sacerio-Garí reunieron una amplia antología de estos textos que publicó Tusquets en 1986 con el título Textos cautivos. Ensayos y reseñas en «El Hogar» (1936-1939).

No conocía este libro y acabo de leerlo, en Mallorca, donde Borges, en cierto modo, hizo su vela de armas literaria poco después de terminar sus estudios escolares en Ginebra. Aquí escribió versos vanguardistas, firmó manifiestos, se vinculó a un grupo de poetas y escritores jóvenes de la isla, en una actividad intelectual intensa pero que poco dejaba adivinar de la trayectoria que tomaría su obra posterior. No sé por qué me había hecho la idea de que sus notas y artículos en El Hogar serían, como aquellos escritos mallorquines de su juventud, testimonios de una prehistoria literaria sin mayor vuelo, meros antecedentes de la futura obra genial.

Me llevé una gran sorpresa. Son mucho más que eso. No sé si la selección, que parece haber sido hecha sobre todo por Sacerio-Garí —el libro apareció cuando Rodríguez Monegal había fallecido—, eliminó todos los textos de mera circunstancia y poca significación, pero la verdad es que esta antología es soberbia. Revela a un escritor dueño de un estilo cuajado y propio, enormemente culto, con un punto de vista que le permite opinar sobre poesía, novela, filosofía, historia, religión, autores clásicos y modernos y libros escritos en diversos idiomas, con absoluta desenvoltura y, a menudo, notable originalidad. Un colaborador que semanalmente comentara la actualidad literaria mundial con la lucidez, el rigor, la información y la elegancia con que lo hacía Borges en El Hogar hubiera dado un gran prestigio a las más exigentes publicaciones intelectuales de los considerados entonces los ejes culturales de la época, como París, Londres y Nueva York. Que estos textos aparecieran en una revista porteña dedicada a las amas de casa dice mucho sobre la probidad con que su autor encaraba su vocación, y, también, desde luego, sobre los altos niveles culturales que lucía la Argentina de aquellos años.

Una de las rarezas de estos textos es que Borges se ha leído de principio a fin los textos que reseña, se trate de la voluminosa traducción de Las mil y una noches de sir Richard Burton, los ensayos sobre la mitología primitiva de sir James George Frazer o las novelas de Faulkner, Hemingway, Huxley, Wells y Virginia Woolf. Todo lo analiza y comenta con la seguridad que sólo confiere el conocimiento. Cuando la oscuridad del libro es más fuerte que él, como le ocurre con el Finnegans Wake de James Joyce, lo confiesa y explica las posibles razones de su fracaso de lector. No hay uno solo de estos comentarios que dé la impresión de haber sido elaborado de cualquier manera, para cumplir, sin dar mayor importancia a un trabajo que sabía pasajero, superficial y olvidable. Nada de eso. Incluso las pequeñas notitas de pocas frases que aparecían a veces al pie de su página bajo el rubro «De la vida literaria» son una delicia de leer, por su ironía, su gracia y su inteligencia.

En los años en que colabora en El Hogar Borges publica ya un libro importante, Historia universal de la infamia, pero todavía no ha escrito ninguno de sus grandes cuentos, poemas o ensayos a los que deberá luego su fama. Sin embargo, ya había en él un talento fuera de lo común para leer y opinar sobre lo que leía, y una visión del mundo, de la cultura, de la condición humana, del arte de inventar ficciones y de escribirlas que dan a todos estos textos un denominador común, de partes de un todo compacto. Lo primero que resalta en ellos es la curiosidad universal que guía sus lecturas, la de un lector que es ciudadano del mundo, pues se mueve con la misma soltura leyendo a Paul Valéry en francés, a Benedetto Croce en italiano, a Alfred Döblin en alemán y a T. S. Eliot en inglés. Y, lo segundo, la claridad y la fuerza persuasiva de una prosa donde hay casi tantas ideas como palabras y un esfuerzo permanente para no decir nada que no sea absolutamente indispensable respecto a lo que se propone decir. Cuentan que Raimundo Lida, en sus clases de Harvard, recordaba siempre a sus alumnos: «Los adjetivos se han hecho para no usarlos». Borges es famoso por sus adverbios y adjetivos («Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche»), pero, justamente, lo es porque nunca abusa de ellos, porque estallan de pronto en sus frases como una aparición insólita y espectacular, que redondea una idea, abre una inesperada dimensión a la anécdota, trastorna y desbarajusta lo que hasta entonces parecía la dirección de un argumento. La riqueza de estas reseñas, comentarios o microbiografías está en la precisión y concisión con que fueron escritas: nunca parece faltar ni sobrar nada en ellas, todas gozan de aquella autosuficiencia que tienen los buenos poemas y las mejores novelas.

A veces, un párrafo de pocas frases le basta a Borges para resumir el juicio que le merece toda la vasta obra de un autor, como Samuel Taylor Coleridge: «Más de quinientas apretadas páginas llenan su obra poética; de ese fárrago sólo es perdurable (pero gloriosamente) el casi milagroso Ancient Mariner. Lo demás es intratable, ilegible. Algo similar acontece con los muchos volúmenes de su prosa. Forman un caos de intuiciones geniales, de platitudes, de sofismas, de moralidades ingenuas, de inepcias y de plagios». La opinión es muy severa y acaso injusta. Pero, no hay duda, quien la formula de ese modo sabe lo que dice y por qué lo dice.

A veces, en los perfiles biográficos, hay verdaderas maravillas descriptivas, como este boceto físico del historiador Lytton Strachey: «Era alto, demacrado, casi abstracto, con el fino rostro emboscado detrás de los atentos anteojos y de la rojiza barba rabínica. Para mayor recato, era afónico». No es raro que un elogio vaya acompañado de un mandoble letal, como en esta frase en la que, luego de alabar dos novelas de Lion Feuchtwanger —El judío Süss y La duquesa fea—, añade: «Son novelas históricas, pero nada tienen que ver con el laborioso arcaísmo y con el opresivo bric-à-brac que hace intolerable ese género».

No hay en el Borges que escribe estos sueltos y artículos la menor concesión hacia el público de una revista que no era ni especializado en literatura ni, en su gran mayoría, lo suficientemente culto como para poder apreciar en todo su valor las opiniones y elogios o admoniciones de que estaban impregnados sus artículos. Escribe como si se dirigiera a los más exquisitos y refinados lectores de la tierra, dando por supuesto que todos lo entenderían y aprobarían o desaprobarían sus juicios de igual a igual. Y, pese a ello, no hay en estas páginas arrogancia ni pedantería, esos desplantes detrás de los cuales se disimulan casi siempre la ignorancia y la vanidad. Son textos en los que, a pesar de su brevedad, el autor se juega a fondo, desnudándose de cuerpo entero, mostrando sus manías, fobias, filias, anhelos íntimos. Los autores que frecuentará toda su vida con admiración y lealtad desfilan por sus páginas, Schopenhauer, Chesterton, Stevenson, Kipling, Poe, los cuentos de Las mil y una noches, así como su debilidad por el género policial, a muchos de cuyos cultores, Chesterton, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers y Georges Simenon, dedica artículos. Temas recurrentes de sus ficciones y ensayos, como el tiempo y la eternidad, asoman en las observaciones que consagra a la obra de teatro de J. B. Priestley El tiempo y los Conway y a Un experimento con el tiempo de J. W. Dunne, a quien dedicaría también en otra ocasión un largo ensayo. Y, por supuesto, la fascinación que ejerció siempre sobre él la literatura oriental está presente en los comentarios a libros chinos como A la orilla del agua, una antología de cuentos fantásticos y folklóricos de ese país hecha por Wolfram Eberhard, y la japonesa The Tale of Genji de Shikibu Murasaki.

Textos cautivos constituye un magnífico panorama de lo que era la actualidad literaria de fines de los años treinta en el mundo occidental, época de una fulgurante creatividad en todos los géneros, la de Eliot, Joyce, Breton, Faulkner, Woolf, Mann, en la que la experimentación formal, la revisión del pasado reciente y clásico, las polémicas sociopolíticas y culturales trazaban una frontera entre dos épocas. Es fascinante que acaso nadie dejara un testimonio más agudo y sutil de toda la efervescencia de ideas, formas y creaciones literarias de aquellos años, que un (todavía) oscuro escribidor de los confines del mundo, en la página semanal que llenaba en una revista de amenidades concebida para hacer más llevadera la rutina de las amas de casa.

Mallorca, agosto de 2011

viernes, 26 de marzo de 2021

Onetti y Borges. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 Onetti y Borges

Hablemos ahora de la presencia de Jorge Luis Borges en la obra de Juan Carlos Onetti. A simple vista, la distancia entre ambos autores es muy grande. La erudición y las referencias culturales y literarias que impregnan no sólo los ensayos, también los cuentos y poemas de Borges, brillan por su ausencia en Onetti, una de cuyas coqueterías fue siempre despreciar el intelectualismo y la ostentación libresca, esos desplantes a los que Borges convirtió en una astuta, irónica y deliciosa manera de crear un mundo literario propio. Los temas abstractos, como el tiempo, la eternidad y la irrealidad, que fascinaban a Borges, a Onetti lo dejaban indiferente. En éste los elementos fantásticos e imaginarios, que aparecen en su obra, no son nunca abstractos, están embebidos del aquí y el ahora y de carnalidad.

También los usos de la palabra de Borges y Onetti están a años luz uno del otro. El estilo de Borges es escueto y preciso, claro y exacto, sostenido por una inteligencia luminosa y escéptica, que juega con todo —la filosofía, la teología, la geografía, la historia y, sobre todo, la literatura— para construir un mundo de conceptos y espejismos intelectuales, desasido de los apetitos materiales, las pasiones y los instintos de la animalidad humana. El de Onetti, en cambio, es un estilo laberíntico y tortuoso, cargado de esa psicología que Borges se jactaba de haber erradicado de sus historias y hunde sus raíces en las profundidades del sexo y de la carne, los impulsos destructivos y autodestructivos, una exploración incesante de la pasión y de las relaciones, violencias y tensiones que el amor y los excesos —el alcohol, el vicio, la prostitución, la venganza, el odio, el celestinaje— provocan en la vida de hombres y mujeres.

Por todo ello, la presencia de Borges en Onetti se ha mencionado apenas por la crítica, pese a que la influencia de Borges sobre él fue esencial, en el sentido literal de la palabra, pues concierne a la esencia misma del mundo que Onetti creó. El hecho que define a este mundo, columna vertebral de La vida breve, su obra maestra, es el viaje de los personajes, hartos del mundo real, a un mundo imaginario, la ciudad de Santa María. Este viaje, simbólico a veces, se corporiza en la novela cuando Brausen lleva a Ernesto, el asesino de la Queca, a refugiarse en ese lugar, saltando de este modo de la realidad a la ficción (de la verdad a la mentira), y, luego, regresando él mismo, ahora acompañado por personajes ficticios, de Santa María a Buenos Aires.

La ficción incorporada a la vida en una operación mágica o fantástica es tema central de Borges, desarrollado de manera diversa en los extraordinarios cuentos que empezó a publicar en Buenos Aires en la década de los cuarenta, justamente en los años en que Onetti vivía en la capital argentina (residió allí de 1941 a 1959). Aunque Hombre de las orillas apareció en 1933 —se transformaría luego en «Hombre de la esquina rosada», en Historia universal de la infamia (1935)—, los cuentos fantásticos, empezando por el más original y sorprendente, Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, salen a la luz en la década siguiente, sobre todo en la revista Sur y en el diario La Nación. En Sur aparecen Tlön, Uqbar, Orbis Tertius (n.º 68, 1940), Las ruinas circulares (n.º 75, 1940), La lotería de Babilonia (1941), Examen de la obra de Herbert Quain (1941), La muerte y la brújula (1942), La biblioteca de Babel (1942), El jardín de senderos que se bifurcan (1942), El milagro secreto (1943), Tema del traidor y del héroe (1944), Tres versiones de Judas (1944), El Aleph (1945), Deutsches Requiem (1946) y, en La Nación, Funes el memorioso (1942) y La forma de la espada (1942). La primera recopilación en libro, El jardín de senderos que se bifurcan, es de 1942 y Ficciones, de 1944 (ambos publicados por la editorial Sur), El Aleph aparecerá en la Editorial Losada en 1952.

Onetti no estuvo vinculado a Victoria Ocampo y al grupo de escritores de Sur, pero, según confesión propia, era lector asiduo de la revista y de las ediciones de libros que hacía, como él mismo cuenta en el artículo que escribió sobre su maestro Faulkner, al recordar que fue en una vitrina de Sur donde descubrió por primera vez la obra del norteamericano. Y, aunque no fue nunca un seguidor beato de Borges, en el que había aspectos que lo irritaban, lo leyó con profundidad y, acaso sin advertirlo del todo, con provecho, pues el argentino lo ayudó a descubrir una proclividad íntima de su vocación literaria. Tlön, Uqbar, Orbis Tertius narra la secreta conspiración de un grupo de eruditos para inventar un mundo e interpolarlo secretamente en la realidad, como hace Brausen con Santa María, y Las ruinas circulares fantasea el descubrimiento que realiza un mago, empeñado también en una empresa parecida —inventar un hombre y contrabandearlo en el mundo real—, de que la realidad que él creía objetiva es también ficción, un sueño de otro mago-creador como él mismo.

Onetti no fue probablemente del todo consciente de la deuda que contrajo con Borges al concebir en Santa María su propia Tlön, porque, aunque leía a Borges con interés, no lo admiraba. Rodríguez Monegal cuenta que él los presentó y que el encuentro, en una cervecería de la calle Florida, de Buenos Aires, no fue feliz. Onetti, hosco y lúgubre, estuvo poco comunicativo y provocó a Borges y al anfitrión preguntándoles: «¿Pero qué ven ustedes en Henry James?», uno de los autores favoritos de Borges[1].

La poca simpatía personal de Onetti por Borges fue recíproca. En 1981 Borges fue jurado del Premio Cervantes, en España, y en la votación final, entre Octavio Paz y Onetti, votó por el mexicano. Entrevistado por Rubén Loza Aguerrebere, explicó así su decisión: «¿Cuál era su reparo a la obra de Onetti?». «Bueno, el hecho de que no me interesaba. Una novela o un cuento se escriben para el agrado, si no no se escriben… Ahora, a mí me parece que la defensa que hizo de él Gerardo Diego era un poco absurda. Dijo que Onetti era un hombre que había hecho experimentos con la lengua castellana. Y yo no creo que los haya hecho. Lo que pasa es que Gerardo Diego cree que Góngora agota el ideal en literatura, y entonces supone que toda obra literaria tiene que tener su valor y tiene que ser importante léxicamente, lo cual es absurdo. Ahora, si Gerardo Diego cree que lo importante es escribir con un lenguaje admirable, eso tampoco se da en Onetti»[2]. Mi pálpito es que Borges nunca leyó a Onetti y probablemente la sola idea que guardaba de él tenía que ver con aquel frustrado encuentro en una cervecería porteña y las provocaciones antijamesianas del escritor uruguayo.

Sin embargo, aunque Onetti nunca lo reconociera, acaso ni advirtiera, Borges fue tan importante para la creación de Santa María como Faulkner o Céline. De otro lado, aunque haya una cercanía esencial, el mundo fantástico de Borges y el de Onetti tienen diferencias cruciales. Este último, por lo pronto, disimula su carácter fantástico, envolviendo lo que hay en él de milagroso o mágico —de imposible— con un realismo empecinado en los pormenores y detalles, en los atuendos, las apariencias y las costumbres y el habla de los personajes, y las ocurrencias y peripecias, que, a diferencia de los que pueblan los cuentos de Borges, rehúyen lo vistoso, insólito, exótico, el pasado histórico y las situaciones fabulosas, y se aferran, más bien, ávidamente, a lo manido, cotidiano y previsible. Por eso, el mundo literario de Onetti nos parece realista, a diferencia del de Borges. Porque, aunque Santa María sea, por su gestación, un puro producto de la imaginación, en todo lo demás —su gente, su historia doméstica, sus intrigas y costumbres, su paisaje— constituye una realidad que finge estar calcada de la realidad más objetiva y reconocible.

Madrid, 2018

jueves, 25 de marzo de 2021

Borges, político. BORGES POLÍTICO. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


Borges, político

Como Borges escribió casi siempre textos cortos, existe la errada creencia de que su obra es muy breve. En realidad, es enorme; se comprueba ahora con las recopilaciones póstumas, que, cada año, cada mes, llueven abrumadoramente sobre sus crecientes y justificados admiradores. Buen número de esos libros son forzados e interesados, pues constan de artículos o notas que se editan en contra de la voluntad de su autor, quien no los consideró dignos de esa relativa perennidad que significa el libro. Pero algunos de ellos deben ser bienvenidos, pues rescatan textos interesantes que nos enriquecen el mundo de Borges.

Es el caso de Borges en «Sur» (1931-1980) (Buenos Aires, Emecé, 1999), en el que Sara Luisa del Carril y Mercedes Rubio de Socchi han reunido todos los textos de Borges publicados en Sur «que permanecían fuera del alcance del público». El volumen, aunque compuesto de notas, reseñas de libros y películas, cartas, discursos, cuestionarios y otros textos de compromiso, se lee con el placer que deparan los ensayos o incluso los relatos que el propio Borges reunió en libros. Porque casi todos ellos están escritos en el estilo que creó, prodigio de precisión e inteligencia, de ironía (que podía ser mortal en las polémicas, como en su respuesta a Ezequiel Martínez Estrella, que lo había llamado «turiferario a sueldo» de la dictadura militar), humor y de una inmensa cultura literaria. Gide cuenta en su Diario que él y sus compañeros de redacción se empeñaron en que la parte más creativa y rigurosa de La Nouvelle Revue Française fuera la habitualmente menos considerada, es decir, la de las notas y reseñas, por lo general meras cuñas o rellenos, y que a este material debió la publicación su prestigio, tanto como a las colaboraciones importantes. Algo parecido podría decirse de Sur, donde, en casi todos los números, Borges se encargaba de escribir pequeños textos de circunstancias. Leyendo esta compilación comprobamos que ellos fueron el alma de la gran revista argentina que fundó y dirigió Victoria Ocampo. La fundó y dirigió, sí, prestando con ello un impagable servicio a su país, a América Latina y a la lengua española, pero quien le imprimió una personalidad y un carácter, una orientación —unas manías y unas fobias—, un rigor intelectual y ciertas coordenadas morales fue Borges. Estos textos delatan ese magisterio, en cada página, en cada frase: la curiosidad universal que abarca todas las lenguas, todas las culturas (pero, de preferencia, la inglesa), el rechazo frontal del costumbrismo y el regionalismo literarios, de la literatura al servicio de la religión o de la ideología, del nacionalismo y el patrioterismo como coartadas culturales, y un exigente buen gusto.

Los textos sirven también para hacerse una idea bastante clara de las opiniones y actitudes políticas de Borges, tema sobre el que todavía existe mucha confusión, y más estereotipos y caricaturas que conocimiento. Es verdad que Borges tenía un desinterés desdeñoso por la política, pero eso no da credenciales de apolítico: despreciar la política es una toma de posición tan política como adorarla. En verdad, ese desdén era consecuencia de su escepticismo, de su incapacidad para abrazar cualquier fe, religiosa o ideológica. ¿Cómo hubiera podido hacer suyo un entusiasmo político, no se diga una militancia, ese agnóstico que llegó a tomarse bastante en serio el idealismo del obispo Berkeley, quien postuló que la realidad no existía, que sólo existía ese espejismo, o ficción cósmica, nuestras ideas o fantasías de la realidad? Jugaba con ese tema, desde luego, pero el juego de proclamar la esencial inexistencia del mundo material, de la historia y de lo objetivo, y del sueño y la ficción como la sola realidad, se convirtió en una creencia seria y no sólo dio a su obra un tema recurrente y original: llegó a transubstanciarse en su concepción de la realidad.

Sin embargo, este escéptico y agnóstico, incapaz de creer en Dios y alérgico a todo entusiasmo partidista en materia política, manifestó en muchas ocasiones, como se advierte en estos textos, preferencias y rechazos políticos perfectamente claros. Se declaró alguna vez un «anarquista spenceriano», algo que no quiere decir gran cosa. En verdad, fue un individualista recalcitrante, constitutivamente alérgico a ceder un ápice de su independencia y a disolverla en lo gregario, lo que, de hecho, lo convertía en un enemigo declarado de toda doctrina y formación política colectivista, como el fascismo, el nazismo o el comunismo, de los que fue adversario sistemático y pugnaz toda su vida.

Para serlo, en la Argentina de los años treinta y cuarenta, hacía falta convicción y coraje. La viscosa que es el peronismo se ha encargado de que no se recuerde ahora que en aquellos años Perón y su régimen eran pronazis, simpatizantes del Eje durante la guerra, al que prestaron innumerables servicios (algunos descubiertos y muchos encubiertos), y que tanto en el campo intelectual como en el político, la dictadura peronista estuvo más cerca de Hitler y Mussolini que de los Aliados, a los que terminó por plegarse de manera oportunista sólo cuando la victoria era inminente. Aunque con típica coquetería, declaraba carecer «de toda vocación de heroísmo, de toda facultad política», Borges no cesó en esos años de denunciar en sus textos la «pedagogía del odio» y el racismo de los nazis, de defender a los judíos y manifestar su solidaridad con la causa de los Aliados en la guerra contra Alemania. («Mentalmente, el nazismo no es otra cosa que la exacerbación de un prejuicio del que adolecen todos los hombres: la certidumbre de la superioridad de su patria, de su idioma, de su religión, de su sangre».) Por «ser partidario de los Aliados» fue penalizado por el gobierno de Perón, que lo degradó, removiéndolo del modesto cargo que ocupaba —auxiliar tercero en una biblioteca municipal de Barrio Sur—, a «inspector de aves de corral» (es decir, de gallineros).

Con lucidez, Borges vio en el nazismo la excrecencia de un mal mayor y más extendido: el nacionalismo. Lo denunció siempre, en la cultura y en la política, de una manera explícita y con esas cáusticas sentencias de su invención que, a la vez que sintetizaban en pocas frases un complejo argumento, demolían de antemano toda posible refutación. A menudo se burlaba de esos «turbios sentimientos patrióticos» que servían para justificar la mediocridad artística: «Idolatrar un adefesio porque es autóctono, dormir por la patria, agradecer el tedio cuando es de elaboración nacional me parece un absurdo». Nada le provocaba tanta indignación como que lo acusaran a él, a Victoria Ocampo, o a Sur de «falta de argentinidad». Esa acusación, escribió luminosamente, «la hacen quienes se llaman nacionalistas, es decir, quienes por un lado ponderan lo nacional, lo argentino y al mismo tiempo tienen tan pobre idea de lo argentino que creen que los argentinos estamos condenados a lo meramente vernáculo y somos indignos de tratar de considerar el universo».

Por eso, el Borges que declaraba «yo abomino del nacionalismo que es un mal de época» defendió con consecuencia lógica la opción contraria —«sentir todo el mundo como nuestra patria»—, una opción tan írrita a la izquierda como a la derecha, adversarios en muchas cosas pero con frecuencia atizadores del «sentimiento nacional» y a menudo del patrioterismo demagógico. En un homenaje póstumo a Victoria Ocampo, Borges fue muy explícito en su vocación de ciudadano del mundo: «Ser cosmopolita no significa ser indiferente a un país, y ser sensible a otros, no. Significa la generosa ambición de querer ser sensible a todos los países y a todas las épocas, el deseo de eternidad…».

No eran aspavientos retóricos. Mostró la seriedad de sus convicciones antinacionalistas durante la guerra de las Malvinas —«la pelea de dos calvos por un peine», se burló—, a la que se opuso, escribiendo un poema. Lo había hecho también en contra de un conflicto con Chile, firmando un manifiesto de protesta contra la acción del gobierno militar en el que lo acompañaron apenas un puñadito de intelectuales argentinos. Su horror al nacionalismo explica, en parte, su hostilidad a la dictadura de Perón, consistente y sin fallas los doce años que duró («años de oprobio y soberbia», los llamó). El «dictador encarnó el mal», dijo, y muchas veces recordó luego «la felicidad que sentí, una mañana de septiembre, cuando triunfó la revolución» que depuso a Perón.

En todo esto hay una coherencia que, sin embargo, se rompe con brusquedad con el apoyo franco que Borges prestó a dos de las dictaduras militares argentinas, la que derrocó a Perón (la de Aramburu y Rojas) y la que puso fin al gobierno de Isabelita Perón (la de Videla). Es un apoyo que no congenia para nada con su identificación con la causa aliada contra los nazis en la Segunda Guerra Mundial, y con su descripción tan exacta, en un discurso de agosto de 1946, del fenómeno autoritario: «Las dictaduras fomentan la opresión, las dictaduras fomentan el servilismo, las dictaduras fomentan la crueldad; más abominable es el hecho de que fomentan la idiotez».

¿Cómo explicar esta contradicción? Por razones circunstanciales, ante todo. El levantamiento militar de Aramburu acabó con la ominosa tiranía populista y nacionalista de Perón, que, además de cancelar la democracia argentina, se las había arreglado para volver subdesarrollado y pobre a un país que tres décadas antes era uno de los países más modernos y prósperos del mundo. La ilusión de que el final del peronismo trajera consigo la democracia pudo explicar el inicial entusiasmo de Borges con el régimen militar. ¿Pero y después, cuando fue evidente que no era la democracia sino otra dictadura, y no menos oprobiosa que la peronista, aunque de distinto signo ideológico, la que reprimía, censuraba, encarcelaba y mataba? Ya no resulta fácil explicar como un mero espejismo la simpatía de Borges por el régimen militar, del que, además, aceptó nombramientos y distinciones sin la menor reticencia.

Todavía más difícil de comprender es su entusiasmo inicial con la dictadura del general Videla, que acabó con el relativamente corto renacimiento de la democracia en Argentina, cuando ésta, es verdad, había tocado fondo en lo que se refiere a caos y violencia con los desafueros de Isabelita y su siniestro consejero López Rega. Pero esa dictadura militar fue una de las más desalmadas y sanguinarias que haya padecido América Latina, una dictadura que torturó, asesinó, censuró y reprimió con más ferocidad y falta de escrúpulos que todas las que le habían precedido. Es verdad que, cuando Borges llamó «caballeros» a los miembros de la junta militar, y fue a tomar el té con ellos a la Casa Rosada, era todavía en los comienzos, antes de que la represión alcanzara las dimensiones vertiginosas que tendría luego. Más tarde, sobre todo a partir de la diferencia de Argentina con Chile sobre el Beagle, tomó distancia con el régimen militar y lo censuró acremente, pero esta toma de distancia fue tardía, y no lo bastante diáfana como para borrar la desazón tremenda que causaron no sólo en sus enemigos, sino también en sus más entusiastas admiradores (como el que esto escribe), sus largos años de adhesión pública a regímenes autoritarios y manchados de sangre. ¿Cómo se explica esta ceguera política y ética en quien, respecto al peronismo, al nazismo, al marxismo, al nacionalismo, se había mostrado tan lúcido?

Tal vez porque su adhesión a la democracia fue no sólo cauta sino lastrada por el escepticismo que le merecían su país y América Latina. Bromeaba sólo a medias cuando dijo que la democracia era un abuso de las estadísticas, o cuando se preguntaba si alguna vez los argentinos, los latinoamericanos, «merecerían» el sistema democrático. En su secreta intimidad es obvio que se respondía que no, que la democracia era un don de aquellos países antiguos y lejanos, que él amaba tanto, como Inglaterra y Suiza, pero difícilmente aclimatable en estos países a medio hacer como el que descubrió —el suyo— al volver a América Latina hacia 1921: «Un territorio insípido, que no era, ya, la pintoresca barbarie y que aún no era la cultura». Esta cita es de 1952. Leyendo la colección de textos reunidos en Borges en «Sur», se tiene la certeza de que, hasta el fin de sus días (que, de manera simbólica, fue a terminar a Suiza, donde había pasado su juventud), siguió creyendo lo mismo: su país y América Latina habían dejado atrás, tal vez, el puro salvajismo, pero les faltaba mucho para alcanzar la civilización (el territorio de la democracia y la cultura). Esa pobre consideración del continente explica, tal vez, que este exigente fantaseador, que jamás hubiera aceptado dar la mano a Franco, a Stalin o a Hitler, aceptara ser recibido y condecorado por el general Pinochet.

Una de las ausencias literarias más notorias en este libro es, precisamente, América Latina. A excepción de su admirado Alfonso Reyes, la literatura latinoamericana sólo aparece encarnada en una antología de poetas traducidos al inglés, para ser zaherida sin piedad: «La culpa de los Huidobro, de los Peralta, de los Carrera Andrade, no es el abuso de metáforas deslumbrantes: es la circunstancia banal de que infatigablemente las buscan y de que infatigablemente no las encuentran». Ese desprecio era parte de otro, más amplio, por la «indigencia tradicional de las literaturas cuyo instrumento es el español». Cuando Borges, en uno de esos espléndidos relatos de Historia universal de la infamia, describió el prontuario de Bill Harrigan, o Billy the Kid, como el de alguien que «debía a la justicia de los hombres veintiuna muertes —“sin contar mexicanos”» no sólo hacía una de sus espléndidas boutades; escondida en ella iba una sospecha que, me temo, lo acompañaría hasta el último de sus días: América Latina no existía. Mejor dicho, existía sólo a medias y donde no importaba tanto, fuera de la civilización, es decir, de la literatura.

No es verdad que la obra de un escritor pueda abstraerse por completo de sus ideas políticas, de sus creencias, de sus fobias y filias éticas y sociales. Por el contrario, todo esto forma parte del barro con que su fantasía y su palabra modelan sus ficciones. Borges es acaso el más grande escritor que ha dado la lengua española después de los clásicos, de un Cervantes o un Quevedo, pero eso no impide que su genio, como en el caso de este último, a quien él tanto admiraba, adolezca, pese o acaso debido a su impoluta perfección, de una cierta inhumanidad, de ese fuego vital que, en cambio, humaniza tanto la de un Cervantes. Esa limitación no estaba en la impecable factura de su prosa o en la exquisita originalidad de su invención; estaba en su manera de ver y entender la vida de los otros, la vida suya enredada con la de los demás, en esa cosa tan despreciada por él y, a menudo, tan justamente despreciable: la política.

Washington D. C., octubre de 1999

lunes, 15 de marzo de 2021

Borges en París.MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


Borges en París

Francia ha celebrado el centenario de Borges (1899-1999) por todo lo alto: números monográficos de revistas y suplementos literarios, lluvia de artículos, reediciones de sus libros y, suprema gloria para un escribidor, su ingreso a la Pléiade, la Biblioteca de los Inmortales, con dos compactos volúmenes y un álbum especial con imágenes de toda su biografía. En la Academia de Bellas Artes, transformada en laberinto, una vasta exposición preparada por María Kodama y la Fundación Borges documenta cada paso que dio desde su nacimiento hasta su muerte, los libros que leyó y los que escribió, los viajes que hizo y las infinitas condecoraciones y diplomas que le infligieron. El día de la inauguración rutilaban, en el atestado local, luminarias intelectuales y políticas —créanlo o no— y unas lindas muchachas vestían polos blancos y negros estampados con el nombre de Borges.

Ningún país ha desarrollado mejor que Francia el arte de detectar el genio artístico foráneo y, entronizándolo e irradiándolo, apropiárselo. Viendo la exuberancia y felicidad con que los franceses celebran los cien años del autor de Ficciones, he tenido en estos días la extraña sensación de que Borges hubiera sido paisano no de Sarmiento y Bioy Casares, sino de Saint-John Perse y Valéry. Ahora bien, aunque no lo fuera, es de justicia reconocer que sin el entusiasmo de Francia por su obra, acaso ésta no hubiera alcanzado —no tan pronto— el reconocimiento que, a partir de los años sesenta, hizo de él uno de los autores más traducidos, admirados e imitados en todas las lenguas cultas del planeta.

Tengo la coquetería de creer que yo fui testigo del coup de foudre o amor a primera vista de los franceses por Borges, el año 1963. Vino a París a participar en un homenaje a Shakespeare organizado por la Unesco, y la intervención de este anciano precoz y semiinválido, a quien Roger Caillois presentó con efervescencia retórica, sorprendió a todo el mundo. Antes que él había hablado el ingenioso Lawrence Durrell, comparando al Bardo con Hollywood, y después Giuseppe Ungaretti, quien leyó, con talento histriónico, sus traducciones al italiano de algunos sonetos de Shakespeare. Pero la exposición de Borges, en un francés acicalado, fantaseando por qué ciertos creadores se tornan símbolos de una cultura —Dante, la italiana; Cervantes, la española; Goethe, la alemana— y cómo Shakespeare se eclipsó para que sus personajes fueran más nítidos y libres, sedujo por su originalidad y sutileza. Días después, su conferencia en el Instituto de América Latina, además de estar de bote a bote, atrajo un abanico de escritores de moda, Roland Barthes entre ellos. Es una de las charlas más deslumbrantes que me ha tocado escuchar. El tema era la literatura fantástica y consistía en ilustrar con breves resúmenes de cuentos y novelas —de diversas lenguas y épocas— los recursos más frecuentes de que este género se vale para «fingir la irrealidad». Inmóvil detrás de su pupitre, con una voz intimidada, como pidiendo excusas, pero, en verdad, con soberbia desenvoltura, el conferenciante parecía llevar en la memoria la literatura universal y desenvolvía su argumentación con tanta elegancia como astucia. «¿Seguro que este escritor viene del país de los gauchos?», exclamó un maravillado espectador, mientras aplaudía rabiosamente (Borges había puesto punto final a su charla con una pregunta efectista: «Y, ahora, decidan ustedes si pertenecen a la literatura realista o a la fantástica»).

Sí, venía del país de los gauchos, pero no tenía nada de exótico ni de primitivo y su obra no alardeaba de color local. Ya había escrito varias obras maestras, pero todavía era conocido sólo por pequeñas capillas de devotos, incluso en su país, y sus cuentos y ensayos circulaban en ediciones poco menos que familiares. Francia lo sacó de la catacumba en que languidecía, a partir de aquella visita. La revista L’Herne le dedicó un número memorable y Michel Foucault inició el libro de filosofía más influyente de la década —Les mots et les choses— con un comentario borgiano. El entusiasmo fue ecuménico: de Le Figaro a Le Nouvel Observateur, de Les Temps Modernes, de Sartre, a Les Lettres françaises, de Aragon. Y, como todavía en esos años, en asuntos de cultura, cuando Francia legislaba el resto del mundo obedecía, los latinoamericanos, los españoles, los estadounidenses, los italianos, los alemanes, etcétera, empezaron, a la zaga de los franceses, a leer a Borges. Así comenzó la historia que culmina, ahora, en la trompetería y los fastos del centenario.

Aquel Borges que, en aquella visita a París, se resignó a conceder una entrevista (una de mil) al oscuro periodista de la radio-televisión francesa que era este escriba no era aún ese Borges público, esa Persona de gestos, dichos y desplantes algo estereotipados en que luego se convertiría, obligado por la fama y para defenderse de sus estragos. Era, todavía, un sencillo y tímido intelectual porteño pegado a las faldas de su madre, que no acababa de entender la creciente curiosidad y admiración que despertaba, sinceramente abrumado por el chaparrón de premios, elogios, estudios, homenajes que le caían encima, incómodo con la proliferación de discípulos e imitadores que encontraba por donde iba. Es difícil saber si llegó a acostumbrarse a ese papel. Tal vez sí, a juzgar por el desfile vertiginoso de fotos de la exposición de Beaux-Arts en las que se lo ve recibiendo medallas y doctorados, y subiendo a todos los estrados a dar charlas y recitales.

Pero las apariencias son engañosas. Ese Borges de las fotos no era él, sino, como el Shakespeare de su ensayo, una ilusión, un simulador, alguien que iba por el mundo representando a Borges y diciendo las cosas que se esperaba que Borges dijera sobre los laberintos, los tigres, los compadritos, los cuchillos, la rosa del futuro de Wells, el marinero ciego de Stevenson y Las mil y una noches. La primera vez que hablé con él, en aquella entrevista de 1963, estoy seguro de que, por lo menos en algún momento, de verdad hablé, conecté con él. Nunca más volví a tener esa sensación en los años siguientes. Lo vi muchas veces, en Londres, Buenos Aires, Nueva York, Lima, y volví a entrevistarlo, y hasta lo tuve en mi casa varias horas la última vez. Pero en ninguna de aquellas ocasiones sentí que hablábamos. Ya sólo tenía oyentes, no interlocutores, y acaso un solo mismo oyente —que cambiaba de cara, nombre y lugar— ante el cual iba deshilvanando un curioso, interminable monólogo, detrás del cual se había recluido o enterrado para huir de los demás y hasta de la realidad, como uno de sus personajes. Era el hombre más agasajado del mundo y daba una tremenda impresión de soledad.

¿Lo hicieron más feliz, o menos infeliz, los franceses volviéndolo famoso? No hay manera de saberlo, desde luego. Pero todo indica que, contrariamente a lo que podían sugerir los desplantes de su Persona pública, carecía de vanidades terrenales, tenía dudas genuinas sobre la perennidad de su propia obra, y era demasiado lúcido para sentirse colmado con reconocimientos oficiales. Probablemente sólo gozó leyendo, pensando y escribiendo; lo demás fue secundario, y se prestó a ello, gracias a la buena crianza recibida, guardando muy bien las formas, aunque sin mucha convicción. Por eso, aquella famosa frase que escribió (fue, entre otras cosas, el mejor escritor de frases de su tiempo) —«Muchas cosas he leído y pocas he vivido»— lo retrata de cuerpo entero.

Es seguro que, pese a haber pasado los últimos veinte años de su vida en olor de multitudes, nunca llegó a tener conciencia cabal de la enorme influencia de su obra en la literatura de su tiempo, y menos de la revolución que su manera de escribir significó en la lengua castellana. El estilo de Borges es inteligente y límpido, de una concisión matemática, de audaces adjetivos e insólitas ideas, en el que, como no sobra ni falta nada, rozamos a cada paso ese inquietante misterio que es la perfección. En contra de algunas afirmaciones suyas pesimistas sobre una supuesta incapacidad del español para la precisión y el matiz, el estilo que fraguó demuestra que la lengua española puede ser tan exacta y delicada como la francesa, tan flexible e innovadora como el inglés. El estilo borgiano es uno de los milagros estéticos del siglo que termina, un estilo que desinfló la lengua española de la elefantiasis retórica, del énfasis y la reiteración que la asfixiaban, que la depuró hasta casi la anorexia y obligó a ser luminosamente inteligente. (Para encontrar otro prosista tan inteligente como él, hay que retroceder hasta Quevedo, escritor que Borges amó, y del que hizo una preciosa antología comentada.)

Ahora bien, en la prosa de Borges, por exceso de razón y de ideas, de contención intelectual, hay también, como en la de Quevedo, algo inhumano. Es una prosa que le sirvió maravillosamente para escribir sus fulgurantes relatos fantásticos, la orfebrería de sus ensayos que trasmutaban en literatura toda la existencia, y sus razonados poemas. Pero con esa prosa hubiera sido tan imposible escribir novelas como con la de T. S. Eliot, otro extraordinario estilista al que el exceso de inteligencia también recortó la aprehensión de la vida. Porque la novela es el territorio de la experiencia humana totalizada, de la vida integral, de la imperfección. En ella se mezclan el intelecto y las pasiones, el conocimiento y el instinto, la sensación y la intuición, materia desigual y poliédrica que las ideas, por sí solas, no bastan para expresar. Por eso, los grandes novelistas no son nunca prosistas perfectos. Ésa es la razón, sin duda, de la antipatía pertinaz que mereció a Borges el género novelesco, al que definió, en otra de sus célebres frases, como «Desvarío laborioso y empobrecedor».

El juego y el humor rondaron siempre sus textos y sus declaraciones y causaron incontables malentendidos. Quien carece de sentido del humor no entiende a Borges. Había sido en su juventud un esteta provocador y, aunque luego se retractó de la «equivocación ultraísta» de sus años mozos, nunca dejó de llevar consigo, escondido, al insolente vanguardista que se divertía soltando impertinencias. Me extraña que entre los infinitos libros que han salido sobre él no haya aparecido aún el que reúna una buena colección de las que dijo. Como llamar a Lorca «un andaluz profesional», hablar del «polvoroso Machado», trastrocar el título de una novela de Mallea («Todo lector perecerá») y homenajear a Sabato diciendo que «su obra puede ser puesta en manos de cualquiera sin ningún peligro». Durante la guerra de las Malvinas dijo otra, más arriesgada y no menos divertida: «Ésta es la disputa de dos calvos por un peine». Son chispazos de humor que se agradecen, que revelan que en el interior de ese ser «podrido de literatura» había picardía, malicia, vida.

París, mayo de 1999

sábado, 13 de marzo de 2021

Las ficciones de Borges. MEDIO SIGLO CON BORGES. VARGAS LLOSA.

 


 Las ficciones de Borges

Cuando yo era estudiante, leía con pasión a Sartre y creía a pie juntillas sus tesis sobre el compromiso del escritor con su tiempo y su sociedad. Que las «palabras eran actos» y que, escribiendo, un hombre podía actuar sobre la historia. Ahora, en 1987, semejantes ideas pueden parecer ingenuas y provocar bostezos —vivimos una ventolera escéptica sobre los poderes de la literatura y también sobre la historia—, pero en los años cincuenta la idea de que el mundo podía ser cambiado para mejor y que la literatura debía contribuir a ello nos parecía a muchos persuasiva y exaltante.

El prestigio de Borges comenzaba ya a romper el pequeño círculo de la revista Sur y de sus admiradores argentinos y en diversas ciudades latinoamericanas surgían, en los medios literarios, devotos que se disputaban como tesoros las rarísimas ediciones de sus libros, aprendían de memoria las enumeraciones visionarias de sus cuentos —la de El Aleph, sobre todo, tan hermosa— y se prestaban sus tigres, sus laberintos, sus máscaras, sus espejos y sus cuchillos, y también sus sorprendentes adjetivos y adverbios para sus escritos. En Lima, el primer borgiano fue Luis Loayza, un amigo y compañero de generación, con quien compartíamos libros e ilusiones literarias. Borges era un tema inagotable en nuestras discusiones. Para mí representaba, de manera químicamente pura, todo aquello que Sartre me había enseñado a odiar: el artista evadido de su mundo y de la actualidad en un universo intelectual de erudición y de fantasía; el escritor desdeñoso de la política, de la historia y hasta de la realidad que exhibía con impudor su escepticismo y su risueño desdén sobre todo lo que no fuera la literatura; el intelectual que no sólo se permitía ironizar sobre los dogmas y utopías de la izquierda sino que llevaba su iconoclasia hasta el extremo de afiliarse al Partido Conservador con el insolente argumento de que los caballeros se afilian de preferencia a las causas perdidas.

En nuestras discusiones yo procuraba, con toda la malevolencia sartreana de que era capaz, demostrar que un intelectual que escribía, decía y hacía lo que Borges era de alguna manera corresponsable de todas las iniquidades sociales del mundo, y sus cuentos y poemas, nada más que bibelots d’inanité sonore (dijes de inanidad sonora) a los que la historia —esa terrible y justiciera Historia con mayúsculas que los progresistas blanden, según les acomode, como el hacha del verdugo, la carta marcada del tahúr o el pase mágico del ilusionista— se encargaría de dar su merecido. Pero, agotada la discusión, en la soledad discreta de mi cuarto o de la biblioteca, como el fanático puritano de Lluvia, de Somerset Maugham, que sucumbe a la tentación de aquella carne contra la que predica, el hechizo literario borgiano me resultaba irresistible. Y yo leía sus cuentos, poemas y ensayos con un deslumbramiento al que, además, el sentimiento adúltero de estar traicionando a mi maestro Sartre añadía un perverso placer.

He sido bastante inconstante con mis pasiones literarias de adolescencia; muchos de los que fueron mis modelos ahora se me caen de las manos cuando intento releerlos, entre ellos el propio Sartre. Pero, en cambio, Borges, esa pasión secreta y pecadora, nunca se desdibujó; releer sus textos, algo que he hecho cada cierto tiempo, como quien cumple un rito, ha sido siempre una aventura feliz. Ahora mismo, para preparar esta charla, releí de corrido toda su obra y, mientras lo hacía, volví a maravillarme, como la primera vez, por la elegancia y la limpieza de su prosa, el refinamiento de sus historias y la perfección con que sabía construirlas. Sé lo transeúntes que pueden ser las valoraciones artísticas; pero creo que en su caso no es arriesgado afirmar que Borges ha sido lo más importante que le ocurrió a la literatura en lengua española moderna y uno de los artistas contemporáneos más memorables.

Creo, también, que la deuda que tenemos contraída con él quienes escribimos en español es enorme. Todos, incluso aquellos que, como yo, nunca han escrito un cuento fantástico ni sienten una predilección especial por los fantasmas, los temas del doble y del infinito o la metafísica de Schopenhauer.

Para el escritor latinoamericano, Borges significó la ruptura de un cierto complejo de inferioridad que, de manera inconsciente, por supuesto, lo inhibía de abordar ciertos asuntos y lo encarcelaba dentro de un horizonte provinciano. Antes de él, parecía temerario o iluso, para uno de nosotros, pasearse por la cultura universal como podía hacerlo un europeo o un norteamericano. Cierto que lo habían hecho, antes, algunos poetas modernistas, pero esos intentos, incluso los del más notable entre ellos —Rubén Darío—, tenían algo de pastiche, de mariposeo superficial y un tanto frívolo por un territorio ajeno. Ocurre que el escritor latinoamericano había olvidado algo que, en cambio, nuestros clásicos, como el Inca Garcilaso o Sor Juana Inés de la Cruz, jamás pusieron en duda: que era parte constitutiva, por derecho de lengua y de historia, de la cultura occidental. No un mero epígono ni un colonizado de esta tradición sino uno de sus componentes legítimos desde que, cuatro siglos y medio atrás, españoles y portugueses extendieron las fronteras de esta cultura hasta el hemisferio austral. Con Borges esto volvió a ser una evidencia y, asimismo, una prueba de que sentirse partícipe de esta cultura no resta al escritor latinoamericano soberanía ni originalidad.

Pocos escritores europeos han asumido de manera tan plena y tan cabal la herencia de Occidente como este poeta y cuentista de la periferia. ¿Quién, entre sus contemporáneos, se movió con igual desenvoltura por los mitos escandinavos, la poesía anglosajona, la filosofía alemana, la literatura del Siglo de Oro, los poetas ingleses, Dante, Homero, y los mitos y leyendas del Medio y el Extremo Oriente que Europa tradujo y divulgó? Pero esto no hizo de Borges un «europeo». Yo recuerdo la sorpresa de mis alumnos, en el Queen Mary College de la Universidad de Londres, en los años sesenta, con quienes leíamos Ficciones y El Aleph, cuando les dije que en América Latina acusaban a Borges de «europeísta», de ser poco menos que un escritor inglés. No podían entenderlo. A ellos, ese escritor en cuyos relatos se mezclaban tantos países, épocas, temas y referencias culturales disímiles les resultaba tan exótico como el chachachá (de moda entonces). No se equivocaban. Borges no era un escritor prisionero por los barrotes de una tradición nacional, como puede serlo a menudo el escritor europeo, y eso facilitaba sus desplazamientos por el espacio cultural, en el que se movía con desenvoltura gracias a las muchas lenguas que dominaba. Su cosmopolitismo, esa avidez por adueñarse de un ámbito cultural tan vasto, de inventarse un pasado propio con lo ajeno, es una manera profunda de ser argentino, es decir, latinoamericano. Pero en su caso, aquel intenso comercio con la literatura europea fue, también, un modo de configurar una geografía personal, una manera de ser Borges. Sus curiosidades y demonios íntimos fueron enhebrando un tejido cultural propio de gran originalidad, hecho de extrañas combinaciones, en el que la prosa de Stevenson y Las mil y una noches (traducidas por ingleses y franceses) se codeaban con los gauchos del Martín Fierro y con personajes de las sagas islandesas, y en el que dos compadritos de un Buenos Aires más fantaseado que evocado intercambiaban cuchilladas en una disputa que parecía prolongar la que, en la Alta Edad Media, llevó a dos teólogos cristianos a morir en el fuego. En el insólito escenario borgiano desfilan, como en «El Aleph» del sótano de Carlos Argentino, las más heterogéneas criaturas y asuntos. Pero, a diferencia de lo que ocurre en esa pantalla pasiva que se limita a reproducir caóticamente los ingredientes del universo, en la obra de Borges todos ellos están reconciliados y valorizados por un punto de vista y una expresión verbal que les dan un perfil autónomo.

Éste es otro dominio en el que el escritor latinoamericano debe mucho al ejemplo de Borges. No sólo nos mostró que un argentino podía hablar con solvencia sobre Shakespeare o concebir persuasivas historias situadas en Aberdeen, sino, también, revolucionar su tradición estilística. Atención: he dicho ejemplo, que no es lo mismo que influencia. La prosa de Borges, por su furiosa originalidad, ha causado estragos en incontables admiradores a los que el uso de ciertos verbos o imágenes o maneras de adjetivar que él inauguró volvió meras parodias. Es la «influencia» que se detecta más rápido, porque Borges es uno de los escritores de nuestra lengua que llegó a crear un modo de expresión tan suyo, una música verbal (para decirlo con sus palabras) tan propia, como los más ilustres clásicos: Quevedo (a quien él tanto admiró) o Góngora (que nunca le gustó demasiado). La prosa de Borges se reconoce al oído, a veces basta una frase e incluso un simple verbo (conjeturar, por ejemplo, o fatigar como transitivo) para saber que se trata de él.

Borges perturbó la prosa literaria española de una manera tan profunda como lo hizo, antes, en la poesía, Rubén Darío. La diferencia entre ambos es que Darío introdujo unas maneras y unos temas —que importó de Francia, adaptándolos a su idiosincrasia y a su mundo— que de algún modo expresaban los sentimientos (el esnobismo, a veces) de una época y de un medio social. Por eso pudieron ser utilizados por muchos otros sin que por ello los discípulos perdieran su propia voz. La revolución de Borges es unipersonal; lo representa a él solo; y de una manera muy indirecta y tenue al ambiente en el que se formó y que ayudó decisivamente a formar (el de la revista Sur). En cualquier otro que no sea él, por eso, su estilo suena a caricatura.

Pero ello, claro está, no disminuye su importancia ni rebaja en lo más mínimo el placer que da leer su prosa, una prosa que se paladea, palabra a palabra, como un manjar. Lo revolucionario de ella es que en la prosa de Borges hay casi tantas ideas como palabras, pues su precisión y su concisión son absolutas, algo que no es infrecuente en la literatura inglesa e incluso en la francesa, pero que, en cambio, en la lengua española tiene escasos precedentes. Un personaje borgiano, la pintora Marta Pizarro (de «El duelo»), lee a Lugones y a Ortega y Gasset y estas lecturas, dice el texto, confirman «su sospecha de que la lengua a la que estaba predestinada es menos apta para la expresión del pensamiento o de las pasiones que para la vanidad palabrera». Bromas aparte, y si se suprime en ella lo de «pasiones», la sentencia tiene algo de cierto. El español, como el italiano o el portugués, es un idioma palabrero, abundante, pirotécnico, de una formidable expresividad emocional, pero, por lo mismo, conceptualmente impreciso. Las obras de nuestros grandes prosistas, empezando por la de Cervantes, aparecen como fuegos de artificio en los que cada idea desfila precedida, rodeada y seguida de una suntuosa corte de mayordomos, galanes y pajes cuya función es decorativa. El color, la temperatura y la música importan tanto en nuestra prosa como las ideas, y en algunos casos —Lezama Lima, por ejemplo— más. No hay en los excesos retóricos típicos del español nada de censurable: ellos expresan la idiosincrasia profunda de un pueblo, una manera de ser en la que lo emotivo y lo concreto prevalecen sobre lo intelectual y lo abstracto. Es ésa fundamentalmente la razón de que un Valle-Inclán, un Alfonso Reyes, un Alejo Carpentier o un Camilo José Cela —para citar a cuatro magníficos prosistas— sean tan numerosos (como decía Gabriel Ferrater) a la hora de escribir. La inflación de su prosa no los hace ni menos inteligentes ni más superficiales que un Valéry o un T. S. Eliot. Son, simplemente, distintos, como lo son los pueblos iberoamericanos del pueblo inglés y del francés. Las ideas se formulan y se captan mejor, entre nosotros, encarnadas en sensaciones y emociones, o incorporadas de algún modo a lo concreto, a lo directamente vivido, que en un discurso lógico. (Ésa es la razón, tal vez, de que tengamos en español una literatura tan rica y una filosofía tan pobre, y de que el más ilustre pensador moderno de nuestro idioma, José Ortega y Gasset, sea sobre todo un literato.)

Dentro de esta tradición, la prosa literaria creada por Borges es una anomalía, pues desobedece íntimamente la predisposición natural de la lengua española hacia el exceso, optando por la más estricta parquedad. Decir que con Borges el español se vuelve «inteligente» puede parecer ofensivo para los demás escritores de la lengua, pero no lo es. Pues lo que trato de decir (de esa manera «numerosa» que acabo de describir) es que, en sus textos, hay siempre un plano conceptual y lógico que prevalece sobre todos los otros y del que los demás son siempre servidores. El suyo es un mundo de ideas, descontaminadas y claras —también insólitas—, a las que las palabras expresan con una pureza y un rigor extremados, a las que nunca traicionan ni relegan a segundo plano. No lo era al principio, cuando escribió los ensayos de Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza. Él mismo confesó que debe a Alfonso Reyes, a su prosa, el haber aprendido a ser «claro y directo», en vez del prosista enrevesado y barroco que es en sus primeros libros. «No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregamos», dice el narrador de El inmortal, con frases que retratan a Borges de cuerpo entero: el cuento es una alegoría de su mundo ficticio, en el que lo intelectual devora y deshace siempre lo físico.

Al forjar un estilo de esta índole, que representaba tan genuinamente sus gustos y su formación, Borges innovó de manera radical nuestra tradición estilística. Y, al depurarlo, intelectualizarlo y colorearlo del modo tan personal como lo hizo, demostró que el español —idioma con el que solía ser tan severo, a veces, como su personaje Marta Pizarro— era potencialmente mucho más rico y flexible de lo que aquella tradición parecía indicar, pues, a condición de que un escritor de su genio lo intentara, era capaz de volverse tan lúcido y lógico como el francés y tan riguroso y matizado como el inglés. Ninguna obra como la de Borges para enseñarnos que, en materia de lengua literaria, nada está definitivamente hecho y dicho, sino siempre por hacer.

El más intelectual y abstracto de nuestros escritores fue, al mismo tiempo, un cuentista eximio, la mayoría de cuyos relatos se lee con interés hipnótico, como historias policiales, género que él cultivó impregnándolo de metafísica. Tuvo, en cambio, una actitud desdeñosa hacia la novela, en la que, previsiblemente, le molestaba la inclinación realista, el ser un género que, malgré Henry James y alguna que otra ilustre excepción, está como condenado a confundirse con la totalidad de la experiencia humana —las ideas y los instintos, el individuo y la sociedad, lo vivido y lo soñado— y que se resiste a ser confinado en lo puramente especulativo y artístico. Esta imperfección congénita del género novelesco —su dependencia del barro humano— era intolerable para él. Por eso escribió, en 1941, en el prólogo a El jardín de senderos que se bifurcan: «Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos minutos». La frase presupone que todo libro es una disquisición intelectual, el desarrollo de un argumento o tesis. Si eso fuera cierto, los pormenores de una ficción serían, apenas, la superflua indumentaria de un puñado de conceptos susceptibles de ser aislados y extraídos como la perla que anida en la concha. ¿Son reductibles a una o a unas cuantas ideas el Quijote, Moby Dick, La cartuja de Parma, Los demonios? La frase no sirve como definición de la novela pero es, sí, indicio elocuente de lo que son las ficciones de Borges: conjeturas, especulaciones, teorías, doctrinas, sofismas.

El cuento, por su brevedad y condensación, era el género que más convenía a aquellos asuntos que a él lo incitaban a crear y que, gracias a su dominio del artificio literario, perdían vaguedad y abstracción y se cargaban de atractivo e, incluso, de dramatismo: el tiempo, la identidad, el sueño, el juego, la naturaleza de lo real, el doble, la eternidad. Estas preocupaciones aparecen hechas historias que suelen comenzar, astutamente, con detalles de gran precisión realista y notas, a veces, de color local, para luego, de manera insensible o brusca, mudar hacia lo fantástico o desvanecerse en una especulación de índole filosófica o teológica. En ellas los hechos no son nunca lo más importante, lo verdaderamente original, sino las teorías que los explican, las interpretaciones a que dan origen. Para Borges, como para su fantasmal personaje de Utopía de un hombre que está cansado, los hechos «Son meros puntos de partida para la invención y el razonamiento». Lo real y lo irreal están integrados por el estilo y la naturalidad con que el narrador circula por ellos, haciendo gala, por lo general, de una erudición burlona y apabullante y de un escepticismo soterrado que rebaja lo que podía haber en aquel conocimiento de excesivo.

En escritor tan sensible —y en persona tan civil y frágil como fue, sobre todo desde que la creciente ceguera hizo de él poco menos que un inválido— sorprenderá a algunos la cantidad de sangre y de violencia que hay en sus cuentos. Pero no debería; la literatura es una realidad compensatoria y está llena de casos como el suyo. Cuchillos, crímenes, torturas atestan sus páginas; pero esas crueldades están distanciadas por la fina ironía que, como un halo, suele circundarlas y por el glacial racionalismo de su prosa, que jamás se abandona a lo efectista, a lo emotivo. Esto confiere al horror físico una cualidad estatuaria, de hecho artístico, de realidad desrealizada.

Sus ancestros fueron militares, algunos, héroes, y una vez confesó que se sentía inhibido, acomplejado, de no ser como ellos un hombre de acción sino un sedentario rodeado de libros. No fue un hombre de acción en la vida real pero compensó esa carencia con exceso, poblando sus cuentos de desplantes, matonerías, desafíos, duelos y otras brutalidades. Siempre estuvo fascinado por la mitología y los estereotipos del malevo del arrabal o el cuchillero de la pampa, esos hombres físicos, de bestialidad inocente e instintos sueltos, que eran sus antípodas. Con ellos pobló muchos de sus relatos, confiriéndoles una dignidad borgiana, es decir estética e intelectual. Es evidente que todos esos matones, hombres de mano y asesinos truculentos que inventó, son tan literarios —tan irreales— como sus personajes fantásticos. Que lleven poncho a veces, o hablen de un modo que finge ser el de los compadritos criollos o el de los gauchos de la provincia, no los hace más realistas que los heresiarcas, los magos, los inmortales y los eruditos de todos los confines del mundo de hoy o del remoto pasado que protagonizan sus historias. Todos ellos proceden no de la vida sino de la literatura. Son, ante y sobre todo, ideas, mágicamente corporizadas gracias a las sabias combinaciones de palabras de un gran prestidigitador literario.

Cada uno de sus cuentos es una joya artística y algunos de ellos —como Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Las ruinas circulares, Los teólogos, El Aleph—, obras maestras del género. A lo inesperado y sutil de los temas se suma siempre una arquitectura impecable, de estricta funcionalidad. La economía de recursos es maniática: nunca sobra ni un dato ni una palabra, aunque, a menudo, han sido escamoteados algunos ingredientes para hacer trabajar a la inteligencia del lector. El exotismo es un elemento indispensable: los sucesos ocurren en lugares distantes en el espacio o en el tiempo a los que esa lejanía vuelve pintorescos o en unos arrabales porteños cargados de mitología. En uno de sus famosos prólogos, Borges dice de un personaje: «El sujeto de la crónica era turco; lo hice italiano para intuirlo con más facilidad». En verdad, lo que acostumbraba a hacer era lo inverso; mientras más distanciados de él y de sus lectores, podía manipularlos mejor atribuyéndoles las maravillosas propiedades de que están dotados o hacer más convincentes sus a menudo inconcebibles experiencias. Pero, atención, el exotismo y el color local de los cuentos de Borges son muy diferentes de los que caracterizan a la literatura regionalista, en escritores como Ricardo Güiraldes o Ciro Alegría, por ejemplo. En éstos, el exotismo es involuntario, resulta de una visión excesivamente provinciana y localista del paisaje y las costumbres de un medio al que el escritor regionalista identifica con el mundo. En Borges, el exotismo es una coartada para escapar de manera rápida e insensible del mundo real, con el consentimiento —o, al menos, la inadvertencia— del lector, hacia aquella irrealidad que, para Borges, como cree el héroe de «El milagro secreto», «es la condición del arte».

Complemento inseparable del exotismo es, en sus cuentos, la erudición, algún saber especializado, casi siempre literario, pero también filológico, histórico, filosófico o teológico. Este saber se exhibe con desenfado y aun insolencia, hasta los límites mismos de la pedantería, pero sin pasar nunca de allí. La cultura de Borges era inmensa, pero la razón de la presencia de la erudición en sus relatos no es, claro está, hacérselo saber al lector. Se trata, también, de un recurso clave de su estrategia creativa, muy semejante al de los lugares o personajes exóticos: infundir a las historias una cierta coloración, dotarlas de una atmósfera sui generis. En otras palabras, cumple una función exclusivamente literaria que desnaturaliza lo que esa erudición tiene como conocimiento específico de algo, reemplazando éste o subordinándolo a la tarea que cumple dentro del relato: decorativa, a veces, y, a veces, simbólica. Así, en los cuentos de Borges, la teología, la filosofía, la lingüística y todo lo que en ellos aparece como saber especializado se vuelve literatura, pierde su esencia y adquiere la de la ficción, torna a ser parte y contenido de una fantasía literaria.

«Estoy podrido de literatura», le dijo Borges a Luis Harss, el autor de Los nuestros. No sólo él: también el mundo ficticio que inventó está impregnado hasta el tuétano de literatura. Es uno de los mundos más literarios que haya creado escritor alguno, porque en él los personajes, los mitos y las palabras fraguados por otros escritores a lo largo del tiempo comparecen de manera multitudinaria y continua, y de forma tan vívida que han usurpado en cierta forma a aquel contexto de toda obra literaria que suele ser el mundo objetivo. El referente de la ficción borgiana es la literatura. «Pocas cosas me han ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de Inglaterra», escribió con coquetería en el epílogo de El hacedor. La frase no debe ser tomada al pie de la letra, pues toda vida humana real, por apacible que haya sido, esconde más riqueza y misterio que el más profundo poema o el sistema de pensamiento más complejo. Pero ella nos dice una insidiosa verdad sobre la naturaleza del arte de Borges, que resulta, más que ningún otro que haya producido la literatura moderna, de metabolizar, imprimiéndole una marca propia, la literatura universal. Esa obra narrativa, relativamente breve, está repleta de resonancias y pistas que conducen hacia los cuatro puntos cardinales de la geografía literaria. Y a ello se debe, sin duda, el entusiasmo que suele despertar entre los practicantes de la crítica heurística, que pueden eternizarse en el rastreo e identificación de las infinitas fuentes borgianas. Trabajo arduo, sin duda, y además inútil porque lo que da grandeza y originalidad a esos cuentos no son los materiales que él usó sino aquello en que los transformó: un pequeño universo ficticio, poblado de tigres y lectores de alta cultura, saturado de violencia y de extrañas sectas, de cobardías y heroísmos laboriosos, donde el verbo y el sueño hacen las veces de realidad objetiva y donde el quehacer intelectual de razonar fantasías prevalece sobre todas las otras manifestaciones de la vida.

Es un mundo fantástico, pero sólo en este sentido: que en él hay seres sobrenaturales y ocurrencias prodigiosas. No en el sentido en el que Borges, en una de esas provocaciones a las que estaba acostumbrado desde su juventud ultraísta y a las que nunca renunció del todo, empleaba a veces el apelativo de mundo irresponsable, lúdico, divorciado de lo histórico e incluso de lo humano. Aunque sin duda hay en su obra mucho de juego y más dudas que certidumbres sobre las cuestiones esenciales de la vida y la muerte, el destino humano y el más allá, no es un mundo desasido de la vida y de la experiencia cotidiana, sin raíz social. Está tan asentado sobre los avatares de la existencia, ese fondo común de la especie, como todas las obras literarias que han perdurado. ¿Acaso podría ser de otra manera? Ninguna ficción que rehúya la vida y que sea incapaz de iluminar o de redimir al lector sobre algún aspecto de ella ha alcanzado permanencia. La singularidad del mundo borgiano consiste en que, en él, lo existencial, lo histórico, el sexo, la psicología, los sentimientos, el instinto, etcétera, han sido disueltos y reducidos a una dimensión exclusivamente intelectual. Y la vida, ese hirviente y caótico tumulto, llega al lector sublimada y conceptualizada, mudada en mito literario por el filtro borgiano, un filtro de una pulcritud lógica tan acabada y perfecta que parece, a veces, no quintaesenciar la vida sino abolirla.

Poesía, cuento y ensayo se complementan en la obra de Borges y a veces es difícil saber a cuál de los géneros pertenecen sus textos. Algunos de sus poemas cuentan historias y muchos de los relatos (los más breves, sobre todo) tienen la compacta condensación y la delicada estructura de poemas en prosa. Pero son, sobre todo, el ensayo y el cuento los géneros que intercambian más elementos en el texto borgiano, hasta disolver sus fronteras y confundirse en una sola entidad. La aparición de Pale Fire, de Nabokov, novela donde ocurre algo similar —una ficción que adopta la apariencia de edición crítica de un poema—, fue saludada por la crítica en Occidente como una hazaña. Lo es, desde luego. Pero lo cierto era que Borges venía haciendo ilusionismos parecidos hacía años y con idéntica maestría. Algunos de sus relatos más elaborados, como El acercamiento a Almotásim, Pierre Menard, autor del Quijote y Examen de la obra de Herbert Quain, fingen ser reseñas bio-bibliográficas. Y en la mayoría de sus cuentos, la invención, la forja de una realidad ficticia, sigue una senda sinuosa que se disfraza de evocación histórica o de disquisición filosófica o teológica. Como la sustentación intelectual de estas acrobacias es muy sólida, ya que Borges sabe siempre lo que dice, la naturaleza de lo ficticio es en esos cuentos ambigua, de verdad mentirosa o de mentira verdadera, y ése es uno de los rasgos más típicos del mundo borgiano. Y lo inverso puede decirse de muchos de sus ensayos, como Historia de la eternidad o su Manual de zoología fantástica, en los que por entre los resquicios del firme conocimiento en el que se fundan se filtra, como sustancia mágica, un elemento añadido de fantasía e irrealidad, de invención pura, que los muda en ficciones.

Ninguna obra literaria, por rica y acabada que sea, carece de sombras. En el caso de Borges, su obra adolece, por momentos, de etnocentrismo cultural. El negro, el indio, el primitivo en general aparecen a menudo en sus cuentos como seres ontológicamente inferiores, sumidos en una barbarie que no se diría histórica o socialmente circunstanciada, sino connatural a una raza o condición. Ellos representan una infra-humanidad, cerrada a lo que para Borges es lo humano por excelencia: el intelecto y la cultura literaria. Nada de esto está explícitamente afirmado ni es, sin duda, consciente; se trasluce, despunta al sesgo de una frase o es el supuesto de determinados comportamientos. Como para T. S. Eliot, Papini o Pío Baroja, para Borges la civilización sólo podía ser occidental, urbana y casi casi blanca. El Oriente se salvaba, pero como apéndice, filtrado por las versiones europeas de lo chino, lo persa, lo japonés o lo árabe. Otras culturas, que forman también parte de la realidad latinoamericana —como la india y la africana—, acaso por su débil presencia en la sociedad argentina en la que vivió la mayor parte de su vida, figuran en su obra más como un contraste que como otras variantes de lo humano. Es ésta una limitación que no empobrece los demás admirables valores de la obra de Borges, pero que conviene no soslayar dentro de una apreciación de conjunto de lo que ella significa. Una limitación que, acaso, sea otro indicio de su humanidad, ya que, como se ha repetido hasta el cansancio, la perfección absoluta no parece de este mundo, ni siquiera en obras artísticas de creadores que, como Borges, estuvieron más cerca de lograrla.

Marbella, 15 de octubre de 1987

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