Las ficciones de Borges
Cuando yo era estudiante, leía
con pasión a Sartre y creía a pie juntillas sus tesis sobre el compromiso del
escritor con su tiempo y su sociedad. Que las «palabras eran actos» y que,
escribiendo, un hombre podía actuar sobre la historia. Ahora, en 1987,
semejantes ideas pueden parecer ingenuas y provocar bostezos —vivimos una
ventolera escéptica sobre los poderes de la literatura y también sobre la
historia—, pero en los años cincuenta la idea de que el mundo podía ser
cambiado para mejor y que la literatura debía contribuir a ello nos parecía a
muchos persuasiva y exaltante.
El prestigio de Borges comenzaba
ya a romper el pequeño círculo de la revista Sur y de sus admiradores argentinos y en diversas ciudades
latinoamericanas surgían, en los medios literarios, devotos que se disputaban
como tesoros las rarísimas ediciones de sus libros, aprendían de memoria las
enumeraciones visionarias de sus cuentos —la de El Aleph, sobre todo, tan hermosa— y se prestaban sus tigres, sus
laberintos, sus máscaras, sus espejos y sus cuchillos, y también sus
sorprendentes adjetivos y adverbios para sus escritos. En Lima, el primer
borgiano fue Luis Loayza, un amigo y compañero de generación, con quien
compartíamos libros e ilusiones literarias. Borges era un tema inagotable en
nuestras discusiones. Para mí representaba, de manera químicamente pura, todo
aquello que Sartre me había enseñado a odiar: el artista evadido de su mundo y
de la actualidad en un universo intelectual de erudición y de fantasía; el
escritor desdeñoso de la política, de la historia y hasta de la realidad que
exhibía con impudor su escepticismo y su risueño desdén sobre todo lo que no
fuera la literatura; el intelectual que no sólo se permitía ironizar sobre los
dogmas y utopías de la izquierda sino que llevaba su iconoclasia hasta el
extremo de afiliarse al Partido Conservador con el insolente argumento de que
los caballeros se afilian de preferencia a las causas perdidas.
En nuestras discusiones yo
procuraba, con toda la malevolencia sartreana de que era capaz, demostrar que
un intelectual que escribía, decía y hacía lo que Borges era de alguna manera
corresponsable de todas las iniquidades sociales del mundo, y sus cuentos y
poemas, nada más que bibelots d’inanité
sonore (dijes de inanidad sonora) a los que la historia —esa terrible y
justiciera Historia con mayúsculas que los progresistas blanden, según les
acomode, como el hacha del verdugo, la carta marcada del tahúr o el pase mágico
del ilusionista— se encargaría de dar su merecido. Pero, agotada la discusión,
en la soledad discreta de mi cuarto o de la biblioteca, como el fanático
puritano de Lluvia, de Somerset
Maugham, que sucumbe a la tentación de aquella carne contra la que predica, el
hechizo literario borgiano me resultaba irresistible. Y yo leía sus cuentos,
poemas y ensayos con un deslumbramiento al que, además, el sentimiento adúltero
de estar traicionando a mi maestro Sartre añadía un perverso placer.
He sido bastante inconstante con
mis pasiones literarias de adolescencia; muchos de los que fueron mis modelos
ahora se me caen de las manos cuando intento releerlos, entre ellos el propio
Sartre. Pero, en cambio, Borges, esa pasión secreta y pecadora, nunca se
desdibujó; releer sus textos, algo que he hecho cada cierto tiempo, como quien cumple
un rito, ha sido siempre una aventura feliz. Ahora mismo, para preparar esta
charla, releí de corrido toda su obra y, mientras lo hacía, volví a
maravillarme, como la primera vez, por la elegancia y la limpieza de su prosa,
el refinamiento de sus historias y la perfección con que sabía construirlas. Sé
lo transeúntes que pueden ser las valoraciones artísticas; pero creo que en su
caso no es arriesgado afirmar que Borges ha sido lo más importante que le
ocurrió a la literatura en lengua española moderna y uno de los artistas
contemporáneos más memorables.
Creo, también, que la deuda que
tenemos contraída con él quienes escribimos en español es enorme. Todos,
incluso aquellos que, como yo, nunca han escrito un cuento fantástico ni
sienten una predilección especial por los fantasmas, los temas del doble y del
infinito o la metafísica de Schopenhauer.
Para el escritor latinoamericano,
Borges significó la ruptura de un cierto complejo de inferioridad que, de
manera inconsciente, por supuesto, lo inhibía de abordar ciertos asuntos y lo
encarcelaba dentro de un horizonte provinciano. Antes de él, parecía temerario
o iluso, para uno de nosotros, pasearse por la cultura universal como podía
hacerlo un europeo o un norteamericano. Cierto que lo habían hecho, antes,
algunos poetas modernistas, pero esos intentos, incluso los del más notable
entre ellos —Rubén Darío—, tenían algo de pastiche, de mariposeo superficial y
un tanto frívolo por un territorio ajeno. Ocurre que el escritor
latinoamericano había olvidado algo que, en cambio, nuestros clásicos, como el
Inca Garcilaso o Sor Juana Inés de la Cruz, jamás pusieron en duda: que era
parte constitutiva, por derecho de lengua y de historia, de la cultura
occidental. No un mero epígono ni un colonizado de esta tradición sino uno de
sus componentes legítimos desde que, cuatro siglos y medio atrás, españoles y
portugueses extendieron las fronteras de esta cultura hasta el hemisferio
austral. Con Borges esto volvió a ser una evidencia y, asimismo, una prueba de
que sentirse partícipe de esta cultura no resta al escritor latinoamericano
soberanía ni originalidad.
Pocos escritores europeos han
asumido de manera tan plena y tan cabal la herencia de Occidente como este
poeta y cuentista de la periferia. ¿Quién, entre sus contemporáneos, se movió
con igual desenvoltura por los mitos escandinavos, la poesía anglosajona, la
filosofía alemana, la literatura del Siglo de Oro, los poetas ingleses, Dante,
Homero, y los mitos y leyendas del Medio y el Extremo Oriente que Europa tradujo
y divulgó? Pero esto no hizo de Borges un «europeo». Yo recuerdo la sorpresa de
mis alumnos, en el Queen Mary College de la Universidad de Londres, en los años
sesenta, con quienes leíamos Ficciones
y El Aleph, cuando les dije que en
América Latina acusaban a Borges de «europeísta», de ser poco menos que un
escritor inglés. No podían entenderlo. A ellos, ese escritor en cuyos relatos
se mezclaban tantos países, épocas, temas y referencias culturales disímiles
les resultaba tan exótico como el chachachá (de moda entonces). No se
equivocaban. Borges no era un escritor prisionero por los barrotes de una
tradición nacional, como puede serlo a menudo el escritor europeo, y eso
facilitaba sus desplazamientos por el espacio cultural, en el que se movía con
desenvoltura gracias a las muchas lenguas que dominaba. Su cosmopolitismo, esa
avidez por adueñarse de un ámbito cultural tan vasto, de inventarse un pasado
propio con lo ajeno, es una manera profunda de ser argentino, es decir,
latinoamericano. Pero en su caso, aquel intenso comercio con la literatura
europea fue, también, un modo de configurar una geografía personal, una manera
de ser Borges. Sus curiosidades y demonios íntimos fueron enhebrando un tejido
cultural propio de gran originalidad, hecho de extrañas combinaciones, en el
que la prosa de Stevenson y Las mil y una
noches (traducidas por ingleses y franceses) se codeaban con los gauchos
del Martín Fierro y con personajes de
las sagas islandesas, y en el que dos compadritos de un Buenos Aires más
fantaseado que evocado intercambiaban cuchilladas en una disputa que parecía
prolongar la que, en la Alta Edad Media, llevó a dos teólogos cristianos a
morir en el fuego. En el insólito escenario borgiano desfilan, como en «El
Aleph» del sótano de Carlos Argentino, las más heterogéneas criaturas y
asuntos. Pero, a diferencia de lo que ocurre en esa pantalla pasiva que se
limita a reproducir caóticamente los ingredientes del universo, en la obra de
Borges todos ellos están reconciliados y valorizados por un punto de vista y
una expresión verbal que les dan un perfil autónomo.
Éste es otro dominio en el que el
escritor latinoamericano debe mucho al ejemplo de Borges. No sólo nos mostró
que un argentino podía hablar con solvencia sobre Shakespeare o concebir
persuasivas historias situadas en Aberdeen, sino, también, revolucionar su
tradición estilística. Atención: he dicho ejemplo, que no es lo mismo que
influencia. La prosa de Borges, por su furiosa originalidad, ha causado
estragos en incontables admiradores a los que el uso de ciertos verbos o
imágenes o maneras de adjetivar que él inauguró volvió meras parodias. Es la
«influencia» que se detecta más rápido, porque Borges es uno de los escritores
de nuestra lengua que llegó a crear un modo de expresión tan suyo, una música
verbal (para decirlo con sus palabras) tan propia, como los más ilustres
clásicos: Quevedo (a quien él tanto admiró) o Góngora (que nunca le gustó
demasiado). La prosa de Borges se reconoce al oído, a veces basta una frase e
incluso un simple verbo (conjeturar,
por ejemplo, o fatigar como
transitivo) para saber que se trata de él.
Borges perturbó la prosa
literaria española de una manera tan profunda como lo hizo, antes, en la
poesía, Rubén Darío. La diferencia entre ambos es que Darío introdujo unas maneras
y unos temas —que importó de Francia, adaptándolos a su idiosincrasia y a su
mundo— que de algún modo expresaban los sentimientos (el esnobismo, a veces) de
una época y de un medio social. Por eso pudieron ser utilizados por muchos
otros sin que por ello los discípulos perdieran su propia voz. La revolución de
Borges es unipersonal; lo representa a él solo; y de una manera muy indirecta y
tenue al ambiente en el que se formó y que ayudó decisivamente a formar (el de
la revista Sur). En cualquier otro que
no sea él, por eso, su estilo suena a caricatura.
Pero ello, claro está, no
disminuye su importancia ni rebaja en lo más mínimo el placer que da leer su
prosa, una prosa que se paladea, palabra a palabra, como un manjar. Lo
revolucionario de ella es que en la prosa de Borges hay casi tantas ideas como
palabras, pues su precisión y su concisión son absolutas, algo que no es
infrecuente en la literatura inglesa e incluso en la francesa, pero que, en
cambio, en la lengua española tiene escasos precedentes. Un personaje borgiano,
la pintora Marta Pizarro (de «El duelo»), lee a Lugones y a Ortega y Gasset y
estas lecturas, dice el texto, confirman «su sospecha de que la lengua a la que
estaba predestinada es menos apta para la expresión del pensamiento o de las
pasiones que para la vanidad palabrera». Bromas aparte, y si se suprime en ella
lo de «pasiones», la sentencia tiene algo de cierto. El español, como el
italiano o el portugués, es un idioma palabrero, abundante, pirotécnico, de una
formidable expresividad emocional, pero, por lo mismo, conceptualmente
impreciso. Las obras de nuestros grandes prosistas, empezando por la de
Cervantes, aparecen como fuegos de artificio en los que cada idea desfila
precedida, rodeada y seguida de una suntuosa corte de mayordomos, galanes y
pajes cuya función es decorativa. El color, la temperatura y la música importan
tanto en nuestra prosa como las ideas, y en algunos casos —Lezama Lima, por
ejemplo— más. No hay en los excesos retóricos típicos del español nada de
censurable: ellos expresan la idiosincrasia profunda de un pueblo, una manera
de ser en la que lo emotivo y lo concreto prevalecen sobre lo intelectual y lo
abstracto. Es ésa fundamentalmente la razón de que un Valle-Inclán, un Alfonso
Reyes, un Alejo Carpentier o un Camilo José Cela —para citar a cuatro
magníficos prosistas— sean tan numerosos (como decía Gabriel Ferrater) a la
hora de escribir. La inflación de su prosa no los hace ni menos inteligentes ni
más superficiales que un Valéry o un T. S. Eliot. Son, simplemente, distintos,
como lo son los pueblos iberoamericanos del pueblo inglés y del francés. Las
ideas se formulan y se captan mejor, entre nosotros, encarnadas en sensaciones
y emociones, o incorporadas de algún modo a lo concreto, a lo directamente vivido,
que en un discurso lógico. (Ésa es la razón, tal vez, de que tengamos en
español una literatura tan rica y una filosofía tan pobre, y de que el más
ilustre pensador moderno de nuestro idioma, José Ortega y Gasset, sea sobre
todo un literato.)
Dentro de esta tradición, la
prosa literaria creada por Borges es una anomalía, pues desobedece íntimamente
la predisposición natural de la lengua española hacia el exceso, optando por la
más estricta parquedad. Decir que con Borges el español se vuelve «inteligente»
puede parecer ofensivo para los demás escritores de la lengua, pero no lo es.
Pues lo que trato de decir (de esa manera «numerosa» que acabo de describir) es
que, en sus textos, hay siempre un plano conceptual y lógico que prevalece
sobre todos los otros y del que los demás son siempre servidores. El suyo es un
mundo de ideas, descontaminadas y claras —también insólitas—, a las que las
palabras expresan con una pureza y un rigor extremados, a las que nunca
traicionan ni relegan a segundo plano. No lo era al principio, cuando escribió
los ensayos de Inquisiciones y El tamaño de mi esperanza. Él mismo
confesó que debe a Alfonso Reyes, a su prosa, el haber aprendido a ser «claro y
directo», en vez del prosista enrevesado y barroco que es en sus primeros libros.
«No hay placer más complejo que el pensamiento y a él nos entregamos», dice el
narrador de El inmortal, con frases
que retratan a Borges de cuerpo entero: el cuento es una alegoría de su mundo
ficticio, en el que lo intelectual devora y deshace siempre lo físico.
Al forjar un estilo de esta
índole, que representaba tan genuinamente sus gustos y su formación, Borges
innovó de manera radical nuestra tradición estilística. Y, al depurarlo,
intelectualizarlo y colorearlo del modo tan personal como lo hizo, demostró que
el español —idioma con el que solía ser tan severo, a veces, como su personaje
Marta Pizarro— era potencialmente mucho más rico y flexible de lo que aquella
tradición parecía indicar, pues, a condición de que un escritor de su genio lo
intentara, era capaz de volverse tan lúcido y lógico como el francés y tan
riguroso y matizado como el inglés. Ninguna obra como la de Borges para
enseñarnos que, en materia de lengua literaria, nada está definitivamente hecho
y dicho, sino siempre por hacer.
El más intelectual y abstracto de
nuestros escritores fue, al mismo tiempo, un cuentista eximio, la mayoría de
cuyos relatos se lee con interés hipnótico, como historias policiales, género
que él cultivó impregnándolo de metafísica. Tuvo, en cambio, una actitud
desdeñosa hacia la novela, en la que, previsiblemente, le molestaba la
inclinación realista, el ser un género que, malgré
Henry James y alguna que otra ilustre excepción, está como condenado a
confundirse con la totalidad de la experiencia humana —las ideas y los
instintos, el individuo y la sociedad, lo vivido y lo soñado— y que se resiste
a ser confinado en lo puramente especulativo y artístico. Esta imperfección
congénita del género novelesco —su dependencia del barro humano— era
intolerable para él. Por eso escribió, en 1941, en el prólogo a El jardín de senderos que se bifurcan:
«Desvarío laborioso y empobrecedor el de componer vastos libros; el de explayar
en quinientas páginas una idea cuya perfecta exposición oral cabe en pocos
minutos». La frase presupone que todo libro es una disquisición intelectual, el
desarrollo de un argumento o tesis. Si eso fuera cierto, los pormenores de una
ficción serían, apenas, la superflua indumentaria de un puñado de conceptos
susceptibles de ser aislados y extraídos como la perla que anida en la concha.
¿Son reductibles a una o a unas cuantas ideas el Quijote, Moby Dick, La cartuja de Parma, Los demonios? La frase no
sirve como definición de la novela pero es, sí, indicio elocuente de lo que son
las ficciones de Borges: conjeturas, especulaciones, teorías, doctrinas,
sofismas.
El cuento, por su brevedad y
condensación, era el género que más convenía a aquellos asuntos que a él lo
incitaban a crear y que, gracias a su dominio del artificio literario, perdían
vaguedad y abstracción y se cargaban de atractivo e, incluso, de dramatismo: el
tiempo, la identidad, el sueño, el juego, la naturaleza de lo real, el doble,
la eternidad. Estas preocupaciones aparecen hechas historias que suelen
comenzar, astutamente, con detalles de gran precisión realista y notas, a
veces, de color local, para luego, de manera insensible o brusca, mudar hacia
lo fantástico o desvanecerse en una especulación de índole filosófica o
teológica. En ellas los hechos no son nunca lo más importante, lo verdaderamente
original, sino las teorías que los explican, las interpretaciones a que dan
origen. Para Borges, como para su fantasmal personaje de Utopía de un hombre que está cansado, los hechos «Son meros puntos
de partida para la invención y el razonamiento». Lo real y lo irreal están
integrados por el estilo y la naturalidad con que el narrador circula por
ellos, haciendo gala, por lo general, de una erudición burlona y apabullante y
de un escepticismo soterrado que rebaja lo que podía haber en aquel conocimiento
de excesivo.
En escritor tan sensible —y en
persona tan civil y frágil como fue, sobre todo desde que la creciente ceguera
hizo de él poco menos que un inválido— sorprenderá a algunos la cantidad de
sangre y de violencia que hay en sus cuentos. Pero no debería; la literatura es
una realidad compensatoria y está llena de casos como el suyo. Cuchillos,
crímenes, torturas atestan sus páginas; pero esas crueldades están distanciadas
por la fina ironía que, como un halo, suele circundarlas y por el glacial
racionalismo de su prosa, que jamás se abandona a lo efectista, a lo emotivo.
Esto confiere al horror físico una cualidad estatuaria, de hecho artístico, de
realidad desrealizada.
Sus ancestros fueron militares,
algunos, héroes, y una vez confesó que se sentía inhibido, acomplejado, de no
ser como ellos un hombre de acción sino un sedentario rodeado de libros. No fue
un hombre de acción en la vida real pero compensó esa carencia con exceso,
poblando sus cuentos de desplantes, matonerías, desafíos, duelos y otras
brutalidades. Siempre estuvo fascinado por la mitología y los estereotipos del malevo del arrabal o el cuchillero de la pampa, esos hombres
físicos, de bestialidad inocente e instintos sueltos, que eran sus antípodas.
Con ellos pobló muchos de sus relatos, confiriéndoles una dignidad borgiana, es
decir estética e intelectual. Es evidente que todos esos matones, hombres de
mano y asesinos truculentos que inventó, son tan literarios —tan irreales— como
sus personajes fantásticos. Que lleven poncho a veces, o hablen de un modo que
finge ser el de los compadritos criollos o el de los gauchos de la provincia,
no los hace más realistas que los heresiarcas, los magos, los inmortales y los
eruditos de todos los confines del mundo de hoy o del remoto pasado que
protagonizan sus historias. Todos ellos proceden no de la vida sino de la
literatura. Son, ante y sobre todo, ideas, mágicamente corporizadas gracias a
las sabias combinaciones de palabras de un gran prestidigitador literario.
Cada uno de sus cuentos es una
joya artística y algunos de ellos —como
Tlön, Uqbar, Orbis Tertius, Las
ruinas circulares, Los teólogos, El Aleph—, obras maestras del género. A
lo inesperado y sutil de los temas se suma siempre una arquitectura impecable,
de estricta funcionalidad. La economía de recursos es maniática: nunca sobra ni
un dato ni una palabra, aunque, a menudo, han sido escamoteados algunos
ingredientes para hacer trabajar a la inteligencia del lector. El exotismo es
un elemento indispensable: los sucesos ocurren en lugares distantes en el
espacio o en el tiempo a los que esa lejanía vuelve pintorescos o en unos
arrabales porteños cargados de mitología. En uno de sus famosos prólogos,
Borges dice de un personaje: «El sujeto de la crónica era turco; lo hice
italiano para intuirlo con más facilidad». En verdad, lo que acostumbraba a
hacer era lo inverso; mientras más distanciados de él y de sus lectores, podía
manipularlos mejor atribuyéndoles las maravillosas propiedades de que están
dotados o hacer más convincentes sus a menudo inconcebibles experiencias. Pero,
atención, el exotismo y el color local de los cuentos de Borges son muy
diferentes de los que caracterizan a la literatura regionalista, en escritores
como Ricardo Güiraldes o Ciro Alegría, por ejemplo. En éstos, el exotismo es
involuntario, resulta de una visión excesivamente provinciana y localista del
paisaje y las costumbres de un medio al que el escritor regionalista identifica
con el mundo. En Borges, el exotismo es una coartada para escapar de manera
rápida e insensible del mundo real, con el consentimiento —o, al menos, la
inadvertencia— del lector, hacia aquella irrealidad que, para Borges, como cree
el héroe de «El milagro secreto», «es la condición del arte».
Complemento inseparable del
exotismo es, en sus cuentos, la erudición, algún saber especializado, casi
siempre literario, pero también filológico, histórico, filosófico o teológico.
Este saber se exhibe con desenfado y aun insolencia, hasta los límites mismos
de la pedantería, pero sin pasar nunca de allí. La cultura de Borges era
inmensa, pero la razón de la presencia de la erudición en sus relatos no es,
claro está, hacérselo saber al lector. Se trata, también, de un recurso clave
de su estrategia creativa, muy semejante al de los lugares o personajes
exóticos: infundir a las historias una cierta coloración, dotarlas de una
atmósfera sui generis. En otras
palabras, cumple una función exclusivamente literaria que desnaturaliza lo que
esa erudición tiene como conocimiento específico de algo, reemplazando éste o
subordinándolo a la tarea que cumple dentro del relato: decorativa, a veces, y,
a veces, simbólica. Así, en los cuentos de Borges, la teología, la filosofía,
la lingüística y todo lo que en ellos aparece como saber especializado se
vuelve literatura, pierde su esencia y adquiere la de la ficción, torna a ser
parte y contenido de una fantasía literaria.
«Estoy podrido de literatura», le
dijo Borges a Luis Harss, el autor de Los
nuestros. No sólo él: también el mundo ficticio que inventó está impregnado
hasta el tuétano de literatura. Es uno de los mundos más literarios que haya
creado escritor alguno, porque en él los personajes, los mitos y las palabras
fraguados por otros escritores a lo largo del tiempo comparecen de manera
multitudinaria y continua, y de forma tan vívida que han usurpado en cierta
forma a aquel contexto de toda obra literaria que suele ser el mundo objetivo.
El referente de la ficción borgiana es la literatura. «Pocas cosas me han
ocurrido y muchas he leído. Mejor dicho: pocas cosas me han ocurrido más dignas
de memoria que el pensamiento de Schopenhauer o la música verbal de
Inglaterra», escribió con coquetería en el epílogo de El hacedor. La frase no debe ser tomada al pie de la letra, pues
toda vida humana real, por apacible que haya sido, esconde más riqueza y
misterio que el más profundo poema o el sistema de pensamiento más complejo.
Pero ella nos dice una insidiosa verdad sobre la naturaleza del arte de Borges,
que resulta, más que ningún otro que haya producido la literatura moderna, de
metabolizar, imprimiéndole una marca propia, la literatura universal. Esa obra
narrativa, relativamente breve, está repleta de resonancias y pistas que
conducen hacia los cuatro puntos cardinales de la geografía literaria. Y a ello
se debe, sin duda, el entusiasmo que suele despertar entre los practicantes de
la crítica heurística, que pueden eternizarse en el rastreo e identificación de
las infinitas fuentes borgianas. Trabajo arduo, sin duda, y además inútil
porque lo que da grandeza y originalidad a esos cuentos no son los materiales
que él usó sino aquello en que los transformó: un pequeño universo ficticio,
poblado de tigres y lectores de alta cultura, saturado de violencia y de
extrañas sectas, de cobardías y heroísmos laboriosos, donde el verbo y el sueño
hacen las veces de realidad objetiva y donde el quehacer intelectual de razonar
fantasías prevalece sobre todas las otras manifestaciones de la vida.
Es un mundo fantástico, pero sólo
en este sentido: que en él hay seres sobrenaturales y ocurrencias prodigiosas.
No en el sentido en el que Borges, en una de esas provocaciones a las que
estaba acostumbrado desde su juventud ultraísta y a las que nunca renunció del
todo, empleaba a veces el apelativo de mundo irresponsable, lúdico, divorciado
de lo histórico e incluso de lo humano. Aunque sin duda hay en su obra mucho de
juego y más dudas que certidumbres sobre las cuestiones esenciales de la vida y
la muerte, el destino humano y el más allá, no es un mundo desasido de la vida
y de la experiencia cotidiana, sin raíz social. Está tan asentado sobre los
avatares de la existencia, ese fondo común de la especie, como todas las obras
literarias que han perdurado. ¿Acaso podría ser de otra manera? Ninguna ficción
que rehúya la vida y que sea incapaz de iluminar o de redimir al lector sobre
algún aspecto de ella ha alcanzado permanencia. La singularidad del mundo
borgiano consiste en que, en él, lo existencial, lo histórico, el sexo, la
psicología, los sentimientos, el instinto, etcétera, han sido disueltos y
reducidos a una dimensión exclusivamente intelectual. Y la vida, ese hirviente
y caótico tumulto, llega al lector sublimada y conceptualizada, mudada en mito
literario por el filtro borgiano, un filtro de una pulcritud lógica tan acabada
y perfecta que parece, a veces, no quintaesenciar la vida sino abolirla.
Poesía, cuento y ensayo se
complementan en la obra de Borges y a veces es difícil saber a cuál de los
géneros pertenecen sus textos. Algunos de sus poemas cuentan historias y muchos
de los relatos (los más breves, sobre todo) tienen la compacta condensación y
la delicada estructura de poemas en prosa. Pero son, sobre todo, el ensayo y el
cuento los géneros que intercambian más elementos en el texto borgiano, hasta
disolver sus fronteras y confundirse en una sola entidad. La aparición de Pale Fire, de Nabokov, novela donde
ocurre algo similar —una ficción que adopta la apariencia de edición crítica de
un poema—, fue saludada por la crítica en Occidente como una hazaña. Lo es,
desde luego. Pero lo cierto era que Borges venía haciendo ilusionismos
parecidos hacía años y con idéntica maestría. Algunos de sus relatos más
elaborados, como El acercamiento a
Almotásim, Pierre Menard, autor del
Quijote y Examen de la obra de
Herbert Quain, fingen ser reseñas bio-bibliográficas. Y en la mayoría de
sus cuentos, la invención, la forja de una realidad ficticia, sigue una senda
sinuosa que se disfraza de evocación histórica o de disquisición filosófica o
teológica. Como la sustentación intelectual de estas acrobacias es muy sólida,
ya que Borges sabe siempre lo que dice, la naturaleza de lo ficticio es en esos
cuentos ambigua, de verdad mentirosa o de mentira verdadera, y ése es uno de
los rasgos más típicos del mundo borgiano. Y lo inverso puede decirse de muchos
de sus ensayos, como Historia de la
eternidad o su Manual de zoología
fantástica, en los que por entre los resquicios del firme conocimiento en
el que se fundan se filtra, como sustancia mágica, un elemento añadido de
fantasía e irrealidad, de invención pura, que los muda en ficciones.
Ninguna obra literaria, por rica
y acabada que sea, carece de sombras. En el caso de Borges, su obra adolece,
por momentos, de etnocentrismo cultural. El negro, el indio, el primitivo en
general aparecen a menudo en sus cuentos como seres ontológicamente inferiores,
sumidos en una barbarie que no se diría histórica o socialmente
circunstanciada, sino connatural a una raza o condición. Ellos representan una
infra-humanidad, cerrada a lo que para Borges es lo humano por excelencia: el
intelecto y la cultura literaria. Nada de esto está explícitamente afirmado ni
es, sin duda, consciente; se trasluce, despunta al sesgo de una frase o es el
supuesto de determinados comportamientos. Como para T. S. Eliot, Papini o Pío
Baroja, para Borges la civilización sólo podía ser occidental, urbana y casi
casi blanca. El Oriente se salvaba, pero como apéndice, filtrado por las
versiones europeas de lo chino, lo persa, lo japonés o lo árabe. Otras
culturas, que forman también parte de la realidad latinoamericana —como la
india y la africana—, acaso por su débil presencia en la sociedad argentina en
la que vivió la mayor parte de su vida, figuran en su obra más como un
contraste que como otras variantes de lo humano. Es ésta una limitación que no
empobrece los demás admirables valores de la obra de Borges, pero que conviene
no soslayar dentro de una apreciación de conjunto de lo que ella significa. Una
limitación que, acaso, sea otro indicio de su humanidad, ya que, como se ha
repetido hasta el cansancio, la perfección absoluta no parece de este mundo, ni
siquiera en obras artísticas de creadores que, como Borges, estuvieron más
cerca de lograrla.
Marbella, 15 de octubre de 1987
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