domingo, 31 de mayo de 2020

12 El milagro secreto Jorge Luis Borges



12
 El milagro secreto
 Jorge Luis Borges
De la obra de JORGE LUIS BORGES —nacido en Buenos Aires en 1899— se ha dicho que constituye una literatura aparte. En el extranjero es el autor argentino más apreciado. Entre nosotros, moviliza una corriente cada vez más amplia de comentarios, elogios y censuras. Se le ha acusado de practicar un juego erudito e intrascendente, olvidando que sus temas son los que atañen en forma permanente al destino humano: el tiempo y la eternidad, Dios, el misterio de la identidad personal, la creación literaria. También se le adjudica la obligación de interpretar el «espíritu nacional» y se le reprocha que no lo haga. Cierto nihilismo burlón, propio de muchos argentinos, constituye sin embargo un rasgo evidente de sus narraciones: la eternidad, si existe para las almas, es un dilatado período de aburrimiento; Dios, si acaso existe, es un reflejo de otro reflejo, infinitamente inalcanzable; uno mismo puede llegar a descubrir que es otro, y ese otro el enemigo más odiado; la identidad personal es quizá una ilusión; el autor del Quijote es un oscuro escritor francés de principios de este siglo; el verdadero Cristo es Judas.Sólo una actividad humana —la creación literaria— le parece digna, quizá, de la atención y la piedad de un dios. Es el tema de este espléndido relato.The story is well known of the monk who, going out into the wood to meditate, was detained there by the song of a bird for three hundred years, which to his consciousness passed as only one hour.NEWMAN: A grammar of assent, note 3 La noche del catorce de marzo de 1939, en un departamento de la Zeltnergasse de Praga, Jaromir Hladík, autor de la inconclusa tragedia Los enemigos, de una Vindicación de la eternidad y de un examen de las indirectas fuentes judías de Jakob Boehme, soñó con un largo ajedrez. No lo disputaban dos individuos sino dos familias ilustres; la partida había sido entablada hace muchos siglos; nadie era capaz de nombrar el olvidado premio, pero se murmuraba que era enorme y quizá infinito; las piezas y el tablero estaban en una torre secreta; Jaromir —en el sueño— era el primogénito de una de las familias hostiles; en los relojes resonaba la hora de la impostergable jugada; el soñador corría por las arenas de un desierto lluvioso y no lograba recordar las figuras ni las leyes del ajedrez. En ese punto, se despertó. Cesaron los estruendos de la lluvia y de los terribles relojes. Un ruido acompasado y unánime, cortado por algunas voces de mando, subía de la Zeltnergasse. Era el amanecer; las blindadas vanguardias del Tercer Reich entraban en Praga.
            El diecinueve las autoridades recibieron una denuncia; el mismo diecinueve, al atardecer, Jaromir Hladík fue arrestado. Lo condujeron a un cuartel aséptico y blanco, en la ribera opuesta del Moldau. No pudo levantar uno solo de los cargos de la Gestapo: su apellido materno era Jaroslavski, su sangre era judía, su estudio sobre Boehme era judaizante, su firma dilataba el censo final de una protesta contra el Anschlus. En 1928, había traducido el Sepher Yezirah para la editorial Hermann Barsdorf; el efusivo catálogo de esa casa había exagerado comercialmente el renombre del traductor; ese catálogo fue ojeado por Julius Rothe, uno de los jefes en cuyas manos estaba la suerte de Hladík. No hay hombre que, fuera de su especialidad, no sea crédulo; dos o tres adjetivos en letra gótica bastaron para que Julius Rothe admitiera la preeminencia de Hladík y dispusiera que lo condenaran a muerte, pour encourager les autres. Se fijó el día veintinueve de marzo, a las nueve a. m. Esa demora (cuya importancia apreciará después el lector) se debía al deseo administrativo de obrar impersonal y pausadamente, como los vegetales y los planetas.
            El primer sentimiento de Hladík fue de mero terror. Pensó que no lo hubieran arredrado la horca, la decapitación o el degüello, pero que morir fusilado era intolerable. En vano se redijo que el acto puro y general de morir era lo temible, no las circunstancias concretas. No se cansaba de imaginar esas circunstancias: absurdamente procuraba agotar todas las variaciones. Anticipaba infinitamente el proceso, desde el insomne amanecer hasta la misteriosa descarga. Antes del día prefijado por Julius Rothe, murió centenares de muertes, en patios cuyas formas y cuyos ángulos fatigaban la geometría, ametrallado por soldados variables, en número cambiante, que a veces lo ultimaban desde lejos; otras, desde muy cerca. Afrontaba con verdadero temor —quizá con verdadero coraje— esas ejecuciones imaginarias; cada simulacro duraba unos pocos segundos; cerrado el círculo, Jaromir interminablemente volvía a las trémulas vísperas de su muerte. Luego reflexionó que la realidad no suele coincidir con las previsiones; con lógica perversa infirió que prever un detalle circunstancial es impedir que este suceda. Fiel a esa débil magia, inventaba, para que no sucedieran, rasgos atroces; naturalmente, acabó por temer que esos rasgos fueran proféticos. Miserable en la noche, procuraba afirmarse de algún modo en la sustancia fugitiva del tiempo. Sabía que este se precipitaba hacia el alba del día veintinueve; razonaba en voz alta: «Ahora estoy en la noche del veintidós; mientras dure esta noche —y seis noches más— soy invulnerable, inmortal». Pensaba que las noches de sueño eran piletas hondas y oscuras en las que podía sumergirse. A veces anhelaba con impaciencia la definitiva descarga, que lo redimiría, mal o bien, de su vana tarea de imaginar. El veintiocho, cuando el último ocaso reverberaba en los altos barrotes, lo desvió de esas consideraciones abyectas la imagen de su drama Los enemigos.
            Hladík había rebasado los cuarenta años. Fuera de algunas amistades y de muchas costumbres, el problemático ejercicio de la literatura constituía su vida; como todo escritor, medía las virtudes de los otros por lo ejecutado por ellos y pedía que los otros lo midieran por lo que vislumbraba o planeaba. Todos los libros que había dado a la estampa le infundían un complejo arrepentimiento. En sus exámenes de la obra de Boehme, de Abenesra y de Fludd, había intervenido esencialmente la mera aplicación; en su traducción del Sepher Yezirah, la negligencia, la fatiga y la conjetura. Juzgaba menos deficiente, tal vez, la Vindicación de la eternidad: el primer volumen historia las diversas eternidades que han ideado los hombres, desde el inmóvil Ser de Parménides hasta el pasado modificable de Hinton; el segundo niega —con Francis Bradley— que todos los hechos del universo integran una serie temporal. Arguye que no es infinita la serie de las posibles experiencias del hombre y que basta una sola «repetición» para demostrar que el tiempo es una falacia… Desdichadamente, no son menos falaces los argumentos que demuestran esa falacia; Hladík solía recorrerlos con cierta desdeñosa perplejidad. También había redactado una serie de poemas expresionistas; estos, para confusión del poeta, figuraron en una antología de 1924 y no hubo antología posterior que no los heredara. De todo ese pasado equívoco y lánguido quería redimirse Hladík con el drama en verso Los enemigos. (Hladík preconizaba el verso, porque impide que los espectadores olviden la irrealidad, que es condición del arte).
            Este drama observaba las unidades de tiempo, de lugar y de acción; transcurría en Hradcany, en la biblioteca del barón de Roemerstadt, en una de las últimas tardes del siglo diecinueve.
            En la primera escena del primer acto, un desconocido visita a Roemerstadt. (Un reloj da las siete, una vehemencia de último sol exalta los cristales, el aire trae una apasionada y reconocible música húngara). A esta visita siguen otras; Roemerstadt no conoce las personas que lo importunan, pero tiene la incómoda impresión de haberlos visto ya, tal vez en un sueño. Todos exageradamente lo halagan, pero es notorio —primero para los espectadores del drama, luego para el mismo barón— que son enemigos secretos, conjurados para perderlo. Roemerstadt logra detener o burlar sus complejas intrigas; en el diálogo, aluden a su novia, Julia de Weidenau, y a un tal Jaroslav Kubin, que alguna vez la importunó con su amor. Este, ahora, se ha enloquecido y cree ser Roemerstadt… Los peligros arrecian; Roemerstadt, al cabo del segundo acto, se ve en la obligación de matar a un conspirador. Empieza el tercer acto, el último. Crecen gradualmente las incoherencias: vuelven actores que parecían descartados ya de la trama; vuelve, por un instante, el hombre matado por Roemerstadt. Alguien hace notar que no ha atardecido: el reloj da las siete, en los altos cristales reverbera el sol occidental, el aire trae una apasionada música húngara. Aparece el primer interlocutor y repite las palabras que pronunció en la primera escena del primer acto. Roemerstadt le habla sin asombro; el espectador entiende que Roemerstadt es el miserable Jaroslav Kubin. El drama no ha ocurrido: es el delirio circular que interminablemente vive y revive Kubin.
            Nunca se había preguntado Hladík si esa tragicomedia de errores era baladí o admirable, rigurosa o casual. En el argumento que he bosquejado intuía la invención más apta para disimular sus defectos y para ejercitar sus felicidades, la posibilidad de rescatar —de manera simbólica— lo fundamental de su vida. Había terminado ya el primer acto y alguna escena del tercero; el carácter métrico de la obra le permitía examinarla continuamente, rectificando los hexámetros, sin el manuscrito a la vista. Pensó que aún le faltaban dos actos y que muy pronto iba a morir. Habló con Dios en la oscuridad: «Si de algún modo existo, si no soy una de tus repeticiones y erratas, existo como autor de Los enemigos. Para llevar a término ese drama, que puede justificarme y justificarte, requiero un año más. Otórgame esos días, Tú de quien son los siglos y el tiempo». Era la última noche, la más atroz, pero diez minutos después el sueño lo anegó como un agua oscura.
            Hacia el alba, soñó que se había ocultado en una de las naves de la biblioteca del Clementinum. Un bibliotecario de gafas negras le preguntó: «¿Qué busca?» Hladík le replicó: «Busco a Dios». El bibliotecario le dijo: «Dios está en una de las letras de una de las páginas de uno de los cuatrocientos mil tomos del Clementinum. Mis padres y los padres de mis padres han buscado esa letra; yo me he quedado ciego buscándola». Se quitó las gafas y Hladík vio los ojos, que estaban muertos. Un lector entró a devolver un atlas. «Este atlas es inútil», dijo, y se lo dio a Hladík. Este lo abrió al azar. Vio un mapa de la India, vertiginoso. Bruscamente seguro, tocó una de las mínimas letras. Una voz ubicua le dijo: «El tiempo de tu labor ha sido otorgado. Aquí». Hladík despertó.
            Recordó que los sueños de los hombres pertenecen a Dios y que Maimónides ha escrito que son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quién las dijo. Se vistió; dos soldados entraron en la celda y le ordenaron que los siguiera.
            Del otro lado de la puerta, Hladík había previsto un laberinto de galerías, escaleras y pabellones. La realidad fue menos rica: bajaron a un traspatio por una sola escalera de fierro. Varios soldados —algunos de uniforme desabrochado— revisaban una motocicleta y la discutían. El sargento miró el reloj: eran las ocho y cuarenta y cuatro minutos. Había que esperar que dieran las nueve. Hladík, más insignificante que desdichado, se sentó en un montón de leña. Advirtió que los ojos de los soldados rehuían los suyos. Para aliviar la espera, el sargento le entregó un cigarrillo. Hladík no fumaba; lo aceptó por cortesía o por humildad. Al encenderlo, vio que le temblaban las manos. El día se nubló; los soldados hablaban en voz baja como si él ya estuviera muerto. Vanamente, procuró recordar a la mujer cuyo símbolo era Julia de Weidenau…
            El piquete se formó, se cuadró. Hladík, de pie contra la pared del cuartel, esperó la descarga. Alguien temió que la pared quedara maculada de sangre; entonces le ordenaron al reo que avanzara unos pasos. Hladík, absurdamente, recordó las vacilaciones preliminares de los fotógrafos. Una pesada gota de lluvia rozó una de las sienes de Hladík y rodó lentamente por su mejilla; el sargento vociferó la orden final.
            El universo físico se detuvo.
            Las armas convergían sobre Hladík, pero los hombres que iban a matarlo estaban inmóviles. El brazo del sargento eternizaba un ademán inconcluso. En una baldosa del patio una abeja proyectaba una sombra fija. El viento había cesado, como en un cuadro. Hladík ensayó un grito, una sílaba, la torsión de una mano. Comprendió que estaba paralizado. No le llegaba ni el más tenue rumor del impedido mundo. Pensó, «estoy en el infierno, estoy muerto». Pensó, «estoy loco». Pensó, «el tiempo se ha detenido». Luego reflexionó que en tal caso, también se hubiera detenido su pensamiento. Quiso ponerlo a prueba: repitió —sin mover los labios— la misteriosa cuarta égloga de Virgilio. Imaginó que los ya remotos soldados compartían su angustia; anheló comunicarse con ellos. Le asombró no sentir ninguna fatiga, ni siquiera el vértigo de su larga inmovilidad. Durmió, al cabo de un plazo indeterminado. Al despertar, el mundo seguía inmóvil y sordo. En su mejilla perduraba la gota de agua; en el patio, la sombra de la abeja; el humo del cigarrillo que había tirado no acababa nunca de dispersarse. Otro «día» pasó, antes que Hladík entendiera.
            Un año entero había solicitado de Dios para terminar su labor: un año le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él un milagro secreto: lo mataría el plomo germánico, en la hora determinada, pero en su mente un año transcurriría entre la orden y la ejecución de la orden. De la perplejidad pasó al estupor, del estupor a la resignación, de la resignación a la súbita gratitud.
            No disponía de otro documento que la memoria; el aprendizaje de cada hexámetro que agregaba le impuso un afortunado rigor que no sospechan quienes aventuran y olvidan párrafos interinos y vagos. No trabajó para la posteridad ni aun para Dios, de cuyas preferencias literarias poco sabía. Minucioso, inmóvil, secreto, urdió en el tiempo su alto laberinto invisible. Rehizo el tercer acto dos veces. Borró algún símbolo demasiado evidente: las repetidas campanadas, la música. Ninguna circunstancia lo importunaba. Omitió, abrevió, amplificó; en algún caso, optó por la versión primitiva. Llegó a querer el patio, el cuartel; uno de los rostros que lo enfrentaban modificó su concepción del carácter de Roemerstadt. Descubrió que las arduas cacofonías que alarmaron tanto a Flaubert son meras supersticiones visuales: debilidades y molestias de la palabra escrita, no de la palabra sonora… dio término a su drama: no le faltaba ya resolver sino un solo epíteto. Lo encontró; la gota de agua resbaló en su mejilla. Inició un grito enloquecido, movió la cara, la cuádruple descarga lo derribó.
            Jaromir Hladík murió el veintinueve de marzo, a las nueve y dos minutos de la mañana.

11 El ahorcado Ambrose Bierce. aNTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. tOMO I








11
 El ahorcado
 Ambrose Bierce
Una de las figuras más extrañas de la literatura norteamericana, AMBROSE BIERCE nació en el estado de Ohio, en 1842. Participó en la guerra de secesión, cuyos episodios evocaría más tarde en muchos de sus relatos. Cultivó el cuento de terror, con menos fantasía que Poe, pero con más refinada técnica. Se le ha reprochado cinismo, morbosidad. Se le reconoce capacidad de invención, estilo lúcido, amplio dominio de los recursos del cuento. Desapareció misteriosamente en 1913, en México convulsionado por las revoluciones.
***
I 
   Detrás de uno de los centinelas no se divisaba a nadie: las vías férreas penetraban rectamente en un bosque, en un trecho de cien yardas, y después se curvaban y desaparecían. Más lejos, seguramente, habría un puesto de avanzada. La opuesta margen del río era terreno despejado, una suave cuesta coronada por una barrera de troncos verticales, aspillerada para los fusiles, con una sola tronera por donde asomaba la boca de un cañón de bronce que dominaba el puente. En mitad de la cuesta, entre el puente y el fuerte, estaban los espectadores: una compañía de infantería de línea, en posición de descanso, las culatas de los fusiles apoyadas en el suelo, los cañones ligeramente inclinados hacia atrás contra el hombro derecho, las manos cruzadas sobre la caja. A la derecha de la formación había un teniente; la punta de su espada rayaba el suelo; su mano izquierda descansaba sobre la derecha. Salvo el grupo de cuatro hombres que ocupaban el centro del puente, nadie se movía. Los soldados miraban con fijeza el puente, pétreos e inmóviles. Los centinelas, apostados en las márgenes del río, parecían estatuas. El capitán, de brazos cruzados, silencioso, observaba la labor de sus subordinados, pero sin hacer un gesto. La muerte es un personaje que, cuando viene precedido de anuncio, deben recibir con formales manifestaciones de respeto aun aquellos que más familiarizados están con ella. En el código de la etiqueta militar, el silencio y la inmovilidad son otras tantas formas de respeto.
            El hombre cuya ocupación, en aquel instante, era hacerse ahorcar, aparentaba unos treinta y cinco años. Vestía de paisano, de hacendado, para ser más exactos. Sus rasgos eran regulares: nariz recta, boca firme, frente amplia, larga cabellera oscura peinada hacia atrás, que detrás de las orejas caía sobre el cuello de la chaqueta bien ceñida al cuerpo. Tenía bigote y barba en punta, pero no patillas; sus ojos eran grandes, de color gris oscuro, y abrigaban una expresión bondadosa, sorprendente en quien, como él, tenía la garganta ceñida por la soga. No era, evidentemente, un asesino vulgar. Pero el código militar, muy liberal en estas cosas, prevé la posibilidad de ahorcar a toda clase de gentes, sin excluir a los caballeros.
            Acabados los preparativos, los dos soldados se apartaron llevándose los tablones que les habían servido de sostén. El sargento volvióse hacia el capitán, saludó y se colocó tras él; el oficial, a su vez, dio un paso a un costado. Estos movimientos dejaron al reo y al sargento parados en los extremos del mismo tablón, que atravesaba tres durmientes. El extremo que sostenía al condenado tocaba casi un cuarto durmiente; el peso del capitán había mantenido firme el tablón; ahora lo afianzaba el del sargento. A una señal de aquel, el sargento daría un paso a un costado, se volcaría la tabla y el reo caería entre dos durmientes. El condenado debió reconocer que el procedimiento era simple y eficaz. No le habían cubierto la cara ni vendado los ojos. Contempló un instante su «inseguro apoyo»; después dejó que su mirada vagase sobre el agua del río que corría debajo. Llamóle la atención un pedazo de madera flotante que danzaba en el agua, y sus ojos lo observaron descender la corriente. ¡Con cuánta lentitud se movía! ¡Qué arroyo perezoso!
            Cerró los ojos, para fijar sus últimos pensamientos en su esposa y sus hijos. El agua dorada por el sol matinal, las melancólicas nubecillas de vapor allá lejos, junto a las márgenes del río; el fuerte, los soldados, el leño flotante, todas esas cosas lo habían distraído. Y ahora tuvo conciencia de una nueva perturbación, que desintegraba el recuerdo de sus seres amados. Era un sonido que no podía ignorar ni comprender, una percusión aguda, neta, metálica, como el golpe del martillo sobre el yunque del herrero; una sucesión de notas tintineantes. Se preguntó qué era, y si estaba lejos o cerca, pues tanto parecía lo uno como lo otro. Su ritmo era regular, pero lento como el de las campanas que tocan a difunto. Aguardaba cada toque con impaciencia y, sin saber por qué, con aprensión. Los intervalos de silencio se alargaron progresivamente; las demoras se tornaron obsesivas. A medida que se volvían más infrecuentes, los sonidos aumentaban en fuerza y agudeza. Heríanle el oído como puñaladas; sintió miedo de gritar. Lo que oía era el tictac de su reloj.
            Abrió los ojos y nuevamente vio el agua a sus pies. «Si pudiera desatarme las manos —pensó—, acaso tendría tiempo para desceñirme la soga y zambullirme en el río. Buceando, podría escapar a las balas, y nadando vigorosamente alcanzar la orilla, ganar el bosque y llegar a mi casa. Las líneas del enemigo, gracias a Dios, no han rebasado mi casa; los invasores no han llegado aún a mi esposa y mis hijos».
            Mientras el cerebro del condenado, más que elaborar estos pensamientos que hemos intentado traducir en palabras, los recibía como fugaces destellos, el capitán hizo al sargento la señal convenida. El sargento dio un paso a un costado.
II        
Peyton Farquhar era un hacendado rico, perteneciente a una antigua y respetada familia de Alabama. Siendo amo de esclavos y político, como todos los demás esclavistas, era también naturalmente secesionista de alma y ardoroso partidario de la causa sudista. Motivos de fuerza mayor, que no es menester relatar aquí, le impidieron sentar plaza en el valeroso ejército que luchó en las desastrosas campañas cuya culminación fue la caída de Corinth. La inactividad, sin embargo, acabó por enardecerlo como una afrenta. Deseaba una válvula de escape para sus energías, anhelaba la vida noble del soldado y la oportunidad de distinguirse. Y estaba seguro de que tarde o temprano se le presentaría la oportunidad, como se presenta a todos en tiempo de guerra. Entretanto, hacía lo que podía. Ningún servicio le habría parecido demasiado humilde, siempre que contribuyera a la causa del Sur; ninguna aventura demasiado peligrosa, siempre que estuviera acorde con el carácter de un paisano que, en el fondo de su corazón, era militar, y que de buena fe y sin mayor discriminación estaba de acuerdo, al menos en parte, con el aforismo que dice —con evidente infamia— que en la guerra y en el amor solo importan los medios.
            Una tarde, mientras Farquhar y su esposa estaban sentados en un banco rústico, cerca de la entrada del parque, un jinete con uniforme gris llegó al portón y pidió un vaso de agua. La señora Farquhar tuvo a honra el servirle con sus propias manos.
            Mientras iba en busca del agua, su esposo se acercó al polvoriento jinete y le preguntó con ansiedad que noticias traía del frente.
            —Los yanquis están arreglando las vías férreas —respondió el hombre—, y se preparan para otro avance. Han llegado al puente de Owl Creek. Lo repararon y alzaron una empalizada en la otra margen. El comandante publicó un bando y lo hizo clavar en todas partes. Dice que cualquier civil a quien se sorprenda dañando las vías férreas, puentes, túneles o trenes será ahorcado sumariamente. Yo mismo vi el bando.
            —¿Qué distancia hay de aquí al puente de Owl Creek?
            —Unas treinta millas.
            —Y de este lado del arroyo, ¿no hay fuerzas enemigas?
            —Sólo un puesto avanzado, a media milla de distancia, sobre el ferrocarril, y un centinela en la cabeza del puente.
            —Y si un hombre, un civil, un perito en ahorcaduras —dijo Farquhar sonriendo—, eludiera el puesto de avanzada y dominara al centinela, ¿qué podría hacer?
            El soldado reflexionó.
            —Estuve allí hace un mes —repuso—. Observé que la inundación del invierno último había acumulado una gran cantidad de leños flotantes contra la primera pila del puente. Ahora la madera está seca y arderá como estopa.
            La mujer trajo el agua, que el soldado bebió. Le agradeció ceremoniosamente, hizo una reverencia a su esposo y se marchó. Una hora después, ya entrada la noche, volvió a pasar por la plantación, rumbo al norte, de donde había venido. Era un espía federal.
III      
Al caer en línea recta entre las traviesas del puente, Peyton Farquhar perdió el sentido, y fue como si perdiera la vida. De ese estado vino a sacarle siglos después, o tal al menos le pareció el dolor de una fuerte presión en la garganta, seguido por una sensación de sofoco. Agudos, lacerantes alfilerazos irradiaban de su garganta y estremecían hasta la última fibra de su cuerpo y de sus extremidades. Esas lumbraradas de dolor parecían propagarse a lo largo de ramificaciones perfectamente definidas, y pulsar con periodicidad inconcebiblemente veloz. Eran como, pequeños torrentes de fuego palpitante que calentaban su cuerpo a una temperatura insoportable. En cuanto a su cabeza, solo experimentaba una sensación de congestión, como si fuera a estallarle. Estas impresiones estaban desligadas del pensamiento. La parte intelectual de su ser ya se había desvanecido; solo podía sentir, y sentir era el tormento. Tenía conciencia de que se estaba moviendo. Rodeado por una nube luminosa, de la que era apenas el corazón incandescente, ya sin sustancia material, se balanceaba en inconcebibles arcos de oscilación, como un vasto péndulo. De pronto, con terrible subitaneidad, la luz que lo rodeaba saltó disparada hacia arriba, y sintió el chapoteo de una zambullida. Un estruendo brutal palpitaba en sus oídos, y todo estaba frío y oscuro. Recuperó la facultad de pensar: comprendió que la soga se había cortado; había caído al arroyo. La sensación de asfixia no aumentó: el nudo que le apretaba el cuello lo sofocaba ya e impedía que el agua llegara a sus pulmones. ¡Morir estrangulado en el fondo de un río! La idea le pareció absurda. Abrió los ojos en la negrura, y vio sobre su cabeza un fulgor, pero ¡cuán distante, cuán inaccesible! Seguía hundiéndose, porque la luz se tornaba más débil, cada vez más débil, hasta convertirse en mera vislumbre. Después comenzó a crecer y abrillantarse, y adivinó que ascendía a la superficie… Lo comprendió con disgusto, pues había empezado a experimentar una sensación de bienestar. «Ahorcado y ahogado —pensó—, vaya y pase; pero no quiero que me baleen. No, no quiero que me baleen; no es justo».
            No tuvo conciencia del esfuerzo, pero un agudo dolor en las muñecas le advirtió que estaba tratando de soltar sus manos. Prestó cierta atención indiferente al forcejeo, como un curioso que observa las proezas de un juglar, sin interesarse mucho por el resultado. ¡Qué espléndido esfuerzo! ¡Qué vigor magnífico y sobrehumano! ¡Ah, valerosa empresa! ¡Bravo! La cuerda estaba rota; sus brazos se abrieron y flotaron hacia arriba; las manos tornáronse vagamente visibles a la luz que aumentaba. Con renovado interés las observó precipitarse —primero una, después la otra— sobre el nudo que le ceñía el cuello. Lo arrancaron y lo echaron ferozmente a un costado, y las ondulaciones de la soga le hicieron pensar en una culebra de agua.
            —¡Átenla otra vez! ¡Átenla otra vez!
            Creyó gritar estas palabras a sus manos. Porque a la ausencia del nudo habían sucedido las más espantosas ansias experimentadas hasta ese momento. El cuello le dolía terriblemente; el cerebro lo sentía como incendiado; el corazón, que hasta entonces había aleteado débilmente, le pareció que daba un gran salto y buscaba salírsele por la boca. Sentía todo el cuerpo atormentado y dilacerado por insoportables ramalazos. Pero sus manos rebeldes no obedecían la orden. Golpeaban vigorosamente el agua, con rápidas brazadas verticales, obligándole a salir a la superficie. Sintió emerger su cabeza; el pecho se le expandió convulsivamente, y con un supremo estremecimiento de dolor sus pulmones aspiraron una gran bocanada de aire, que expelió instantáneamente con un aullido.
            Estaba ahora en plena posesión de sus sentidos. Más aún, los sentía sobrenaturalmente aguzados y vigilantes. Algo, dentro de la terrible perturbación de su sistema orgánico, se los había exaltado y refinado a tal punto que registraban cosas jamás percibidas anteriormente. Sentía los rizos del agua, escuchaba separadamente el ruido que hacía cada uno de ellos al chocar contra su cara. Miró el bosque en la margen del arroyo, vio los árboles, las hojas, las nervaduras de cada hoja… vio los insectos que se movían en las hojas, las cigarras, las mariposas multicolores, las arañas grises que tendían sus telas entre una rama y otra. Percibió los colores prismáticos de las gotas de rocío en millones de briznas de hierba. El zumbido de los mosquitos que danzaban sobre los remansos de la corriente, el chasquido de alas de las libélulas, los golpes de las patas de las esquilas, como remos impulsando un bote… Oía con perfecta claridad todos esos sonidos. Bajo sus ojos se deslizó un pez, y oyó el ruido que hacía su cuerpo hendiendo el agua.
            Había salido a la superficie, de espaldas al puente. Un segundo más tarde el mundo visible pareció girar, pausado, tomándolo a él como centro, y entonces vio el puente, el fuerte, los soldados sobre el puente, el capitán, el sargento, los dos soldados rasos, sus verdugos. Estaban recortados en silueta contra el cielo azul. Gritaban y gesticulaban, señalándolo; el capitán había desenfundado su pistola, pero no hizo fuego; los otros estaban desarmados. Sus movimientos eran grotescos y horribles, gigantesca su estampa.
            Súbitamente oyó una detonación y algo chasqueó en el agua a pocos centímetros de su cabeza, salpicándole la cara. Luego, un segundo estampido, y vio a uno de los centinelas, fusil al hombro; una nubecita de humo brotaba del caño. El fugitivo vio el ojo de aquel hombre clavado en los suyos, detrás de la mira del fusil. Era un ojo gris, y recordó haber leído alguna vez que los ojos grises eran los más certeros, y que todos los tiradores famosos tenían ojos grises. Este, sin embargo, había errado.
            Un remolino atrapó a Farquhar y lo hizo dar media vuelta; quedó mirando nuevamente el bosque de la orilla opuesta al fuerte. Una voz clara y penetrante, que entonaba una cantilena monótona, vibraba ahora a sus espaldas y se deslizaba sobre el agua con una nitidez que perforaba y mitigaba todos los otros ruidos, inclusive el palpitar de las ondas contra su rostro. Aunque no era soldado, había frecuentado los campamentos lo bastante para comprender la significación terrible de ese canturreo deliberado, arrastrado y lento. El teniente, en la orilla, había resuelto intervenir en los acontecimientos matinales. Cuán frías e inmisericordes, con qué entonación inexpresiva y tranquila, presagiando y afianzando la serenidad de los tiradores, cuán exactamente espaciadas cayeron aquellas crueles palabras:
            —Atención, compañía… Preparen armas… Listos… Apunten… Fuego.
            Farquhar buceó, se hundió todo lo que pudo. El agua aullaba en sus oídos con la voz del Niágara, y aun así, escuchó el trueno opaco de la salva, y al ascender a la superficie halló en su camino relucientes fragmentos metálicos, singularmente achatados, que bajaban oscilando lentamente. Algunos lo tocaron en la cara y en las manos; después se desprendieron y siguieron su descenso. Uno se alojó entre el cuello de su camisa y la nuca; estaba desagradablemente tibio, y Farquhar lo arrancó de un tirón.
            Al salir jadeando a la superficie, comprendió que había estado mucho tiempo bajo el agua. La corriente lo había arrastrado en forma perceptible. Estaba cada vez más cerca de la salvación. Los soldados acababan de cargar nuevamente sus armas; las baquetas metálicas llamearon simultáneamente a la luz del sol, al salir de las bocas de los fusiles; describieron un círculo en el aire y desaparecieron en las fundas. Los dos centinelas hicieron fuego nuevamente, por separado, mas sin puntería.
            El perseguido vio todo esto por sobre el hombro; ahora nadaba vigorosamente a favor de la corriente. Su cerebro funcionaba con tanta energía como sus brazos y sus piernas. Sus pensamientos tenían la velocidad del relámpago.
            «El oficial —razonó— no repetirá ese error, típico del militar riguroso. Es tan fácil esquivar una andanada como un solo tiro. Probablemente ha ordenado ya fuego a discreción. ¡Válgame Dios, no puedo eludir todas las balas!».
            A dos pasos de distancia hubo un tremendo chapoteo, y luego un sonido penetrante y móvil, que pareció propagarse de regreso al fuerte, y culminó en una explosión que conmovió el río hasta sus profundidades. Una columna de agua descendió sobre él, cegándolo, estrangulándolo. El cañón participaba en el juego. Al asomar la cabeza en el hervor del agua convulsionada, oyó el silbido del rebote, y casi al mismo tiempo la bala tronchaba estruendosamente los arbustos del bosque cercano.
            «No volverán a equivocarse —pensó—. La próxima vez usarán metralla. No debo perder de vista ese cañón. El humo me servirá de advertencia; la detonación llega demasiado tarde, demora más que el proyectil. Es un buen cañón».
            Súbitamente sintió que giraba y giraba como un trompo. El agua, las márgenes, el puente ahora distante, el fuerte y los hombres, todo estaba mezclado y confuso. De los objetos, solo percibía el color: bandas horizontales y circulares de color. Giraba en el centro de un torbellino, y la velocidad de rotación y de avance lo enfermaba y aturdía. Pocos segundos más tarde fue lanzado sobre la grava, al pie de la margen izquierda del río —la margen meridional—, detrás de una saliente que lo ocultaba a sus enemigos. Lo volvieron a la realidad la súbita interrupción del movimiento y el escozor de una de sus manos lacerada por la arenilla. Lloró de alegría. Hundió los dedos en la arena, la derramó a puñados sobre su cabeza y la bendijo en alta voz. Era como el oro, como una lluvia de diamantes, rubíes, esmeraldas. Nada había más hermoso. Los árboles de la ribera parecían gigantescas plantas de jardín; notó en ellos un orden definido. Aspiró la fragancia de sus flores. Entre los troncos brillaba una extraña luz rosada, y el viento arrancaba de sus ramas la música de las arpas eólicas. Peyton Farquhar no sintió deseos de perfeccionar su huida; se contentaba con permanecer en ese lugar encantado hasta que volvieran a capturarlo.
            Un zumbido, y luego un repiqueteo de metralla que conmovió las altas ramas de los árboles, lo arrancaron de su ensoñación. El frustrado artillero había disparado al azar un cañonazo de despedida. Peyton Farquhar se incorporó de un salto, corrió por el declive de la ribera y se internó en el bosque.
            Anduvo todo el día, orientándose por el sol. El bosque parecía interminable; no se veía un claro, ni siquiera una picada de leñadores. Nunca había creído vivir en una comarca tan salvaje; la revelación tenía algo de pavoroso.
            Al caer la noche estaba postrado por la fatiga y el hambre, con los pies llagados. El recuerdo de su esposa y de sus hijos lo obligó a seguir. Por fin halló un camino, y comprendió que iba en la dirección propicia. Era ancho y recto como una calle de ciudad; sin embargo, parecía intransitado. Ni campos cultivados lo bordeaban, ni habitación alguna, ni el ladrido de un perro sugería la presencia humana. Los troncos negros de los grandes árboles formaban paredes verticales a ambos lados, convergiendo en un punto del horizonte, como un diagrama en una lección de perspectiva. Alzó la vista y vio fulgir grandes estrellas de oro, que le parecieron desconocidas y formaban extrañas constelaciones. Abrigó la certeza de que estaban agrupadas en un orden provisto de secreto y maligno significado. Poblaban el bosque a ambos lados extraños rumores: oyó, repetidamente, murmullos en un idioma desconocido.
            Le dolía el cuello. Al tocarlo con la mano lo notó horriblemente hinchado. Adivinó un círculo negro donde lo había ceñido la cuerda. Sentía los ojos congestionados; ya no podía cerrarlos. La sed le hinchaba la lengua: la sed y la fiebre; para mitigarla, sacó la lengua al aire fresco, entre los dientes. El césped de la intransitada alameda era como una alfombra blanda. Ya no sentía el camino bajo sus pies.
            Indudablemente, a pesar del sufrimiento, se ha quedado dormido mientras caminaba, porque ahora contempla otra escena… O quizá, simplemente, ha vuelto en sí después de un delirio. Se halla ante la reja de su propia casa. Todo está como lo dejó, todo brilla espléndido bajo el sol matinal. Seguramente ha caminado toda la noche. Abre el portón, echa a andar por la amplia vereda blanca, ve un revuelo de faldas; su mujer, fresca, bella y dulce, baja de la veranda a su encuentro. Al pie de la escalinata se queda esperando, con una sonrisa de inefable alegría, en una actitud de incomparable gracia y dignidad. ¡Cuán hermosa es! Él avanza con los brazos abiertos. Y cuando va a estrecharla, siente un golpe demoledor en la nuca; una enceguecedora luz blanca fulgura a su alrededor, oye un ruido semejante a un cañonazo… ¡Después todo es oscuridad y silencio!
            Peyton Farquhar estaba muerto. Su cadáver, con el cuello quebrado, se balanceaba suavemente entre los maderos del viejo puente de Owl Creek.

viernes, 29 de mayo de 2020

10 En la Ciudad de las Grandes Pruebas Rosa Chacel. aNTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO- TOMO I



10
 En la Ciudad de las Grandes Pruebas
 Rosa Chacel
ROSA CHACEL nació en Valladolid, España, en 1898. Cursó estudios en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando, en la época en que pasaron por ella grandes maestros como Don Ramón del Valle Inclán y Romero de Torres. Más tarde abandonó la escultura, que había practicado allí, por la literatura. Su primera novela, Estación, ida y vuelta, data de 1930. Por ese entonces colabora en la «Revista de Occidente» dirigida por Ortega y Gasset, de quien se confiesa discípula.En 1936 publica un libro de sonetos, A la Orilla de un Pozo. En 1942 se radica en Buenos Aires, donde colabora en las principales revistas literarias y publica dos nuevos libros: Memorias de Leticia Valle, novela, y Sobre el Piélago, colección de cuentos.  

           No diré el nombre ni la situación geográfica de la ciudad donde viví esta aventura: diré solamente que había ido a ella por amor. Pero no se entienda que fue alguna vicisitud amorosa lo que me llevó hasta allí. No: yo había ido a aquella ciudad por amor a ella.
            Si enumerase aquí los datos que le habían hecho alcanzar tanto prestigio en mi imaginación, podría parecer mi inclinación hacia aquella ciudad cosa perversa o insana, pues, en realidad, lo que me atraía era su renombre de lugar de perdición. Y es el caso que entre los secretos designios que durante tanto tiempo estuve abrigando, no figuraba el de arrojarme en su torbellino para dejarme perder, ni tampoco el de pasar inconmovible por entre sus tentaciones. Era otra cosa lo que deseaba: quería ver, únicamente, contemplar algo que sabía que había de darse allí. Yo había intuido, no sé por qué, que entre sus arenas y escorias encontraría de pronto un residuo brillante, estaba seguro de que la floresta de pecado que la cubría podría ser de algún modo decantada; yo sabía que los vapores, los líquenes y salitres del mal, por su misma acumulación, llegarían a adquirir en ella una dureza pétrea, llegarían a cristalizar, dejando paso a la luz a través del propio ser de su impureza. Quería, en fin, descubrir su virtud, quería, no redimirla del pecado, sino encontrar en ella la redención del pecado mismo.
            Muchas veces, en otros países, había cantado sus canciones, creyendo que al oír en mi propia voz su acento, brotaría ante mí la revelación, único espejismo que no es falaz. Pero el eco de mi voz era demasiado el eco de mi voz. Quiero decir que como respuesta solo obtenía la onda apasionada que mi voz había emitido, y, sin embargo, mi voz había seguido fielmente una melodía y un ritmo dados. Había copiado, leído un misterio que provenía de allí. En fin: era preciso ir a ver, y fui.
            Nada más llegar, comprobé que el trazado de sus avenidas, su clima, su luz, eran tal como yo los había imaginado. Es posible que haya quien sostenga que posee como otras ciudades monumentos y edificios públicos, que en su recinto hay casas con habitaciones donde se extiende un mantel blanco al mediodía, y que sobre todas estas cosas se arroja el sol, iracundo: yo todo eso lo ignoro. Yo la encontré como la esperaba, yo no vi más que la noche de sus recovas, y pude leer en ella palabras terribles e incomprensibles, escritas con letras luminosas, por las que circulaba el gas ígneo, vibrando de impaciencia. Yo me abandoné a sus puertas giratorias, cuyas hojas pasan inapelablemente y empujan y dejan del otro lado. Pasé por todas, y una vez dentro mi mente se dilató pasiva, superficial y tersa como un espejo, donde las maravillas elementales iban reflejándose, mirándose más bien, porque yo no necesitaba mirarlas: todas me eran conocidas, y cuanto más conocidas, más maravillosas las encontraba, pues solo el que ha visto más de cien veces el doble fondo de las maravillas, el que ha osado entrar en sus cavernas, el que se ha aventurado por sus gargantas, el que se ha dejado arrastrar, precipitar o sacudir por sus máquinas, siempre con éxito, esto es, con emoción, solo ese posee el verdadero conocimiento: el que hace que el saber cómo son y en qué consisten no merme en nada la dimensión de su misterio. Poseyendo este conocimiento, la inteligencia y la razón, enteramente sumisas a la fe, quedan deslumbradas por el iris de la magia, que es la más ardiente reverberación de la esperanza.
            Pero en fin, no hay por qué hablar de mis conocimientos. ¿Podría la idiosincrasia de un hombre servir de pretexto a un prodigio? Describiré someramente, algo de lo que vi al principio, antes de llegar a la ofuscación.
            No estaba excluido de allí el lado más pueril del goce, como es la calesita con música de esquilas, con flecos de cristal sobre las grupas de los caballos blancos; se podía girar en ella indefinidamente y nada más. Luego había también casetas de tiro al blanco con escopetas que disparaban proyectiles de luz. El blanco donde se apuntaba era un espejo que tenía el poder de absorber a través de la oscuridad de la noche la imagen de las aves que pasaban por el cielo. Había que apuntar bien y esperar que pasase un pájaro, y solo pasaban pájaros nocturnos que caían irremediablemente si recibían el impacto de aquella luz mortífera. Pero caían lejos y caían en el agua porque la ciudad estaba situada en la costa de un río. Entonces, del puerto mismo, descendiendo por unos rieles, partía una barquilla en la que podía uno meterse con tres o cuatro perros mecánicos insumergibles que había que poner a flotar y que derivaban por la corriente difundiendo en el aire ladridos monótonos de duración limitada. Casi nunca se llevaba a efecto la búsqueda del pájaro caído, porque otras mil peripecias desviaban el curso de la barquilla, que se perdía a veces en el laberinto de un delta, cuyas emanaciones hacían olvidar todo propósito anterior. El olor de los limos se levantaba en olas densas, desprendiéndose de las ondas oleosas del agua, que curvaban insistentemente los juncales y arrastraban pesadas plantas flotantes. Como un beleño irresistible, el cieno, quintaesenciado, hacía brotar visiones semejantes a las de la embriaguez, y entre las matas, húmedas por haber estado sepultadas bajo las ondas, se veían cabañas iluminadas y habitadas por seres que contrastaban con los rústicos techos de paja y con lo ilógico de su situación, porque eran hombres y mujeres del siglo, correctamente, refinadamente, exquisitamente vestidos. Salían y entraban, paseaban enlazados, bailaban al ritmo de una música que sonaba dentro de las cabañas y a veces desaparecían entre las matas iluminadas a trechos por luces verdes o de color grosella que dejaban, entre unas y otras, zonas de profunda sombra donde las parejas blancas —hombres admirables, mujeres fulgurantes de joyas— se abandonaban sobre lechos de césped o de oscuridad.
            Al avanzar la barquilla, el agua que desplazaba invadía aquel mundo y lo cubría totalmente, pero cuando retrocedía la onda, aparecía de nuevo sin que se hubiese apagado ni la música, ni las luces, ni el clima de los abrazos. Pero el que iba en la barquilla no podía nunca entrar allí, no podía saltar ni echarse al agua: si lo hacía, dejaba de verlo todo, revolvía el cieno y la visión se enturbiaba. Aquello solo se podía ver desde arriba, en una palabra, desde un mundo distinto.
            Con lo dicho basta para dar a entender que todo era como yo lo había soñado. No descubriré los vanos o puntos muertos que tuve que atravesar a veces para ir de un lado a otro. En algún momento desfallecí y creí que no tenía sentido continuar, pero no pude detenerme, seguí llevado por la inercia. En algún otro instante creí que iba a alcanzar la cúspide desde donde se abarca la visión cegadora, pero el instante pasó sin llegar a culminar en nada. De pronto me sentí confundido entre los demás, atropellado, llevado por una multitud que se precipitaba con torpeza por un callejón de tablas, apelotonándose en la estrechez de aquel reducto con movimientos propios de otras especies zoológicas. Acaso montándose los unos sobre los lomos de los otros… quién sabe si yo mismo, solo recuerdo los choques de aquel tropel, como un lenguaje desusado, pero no incomprensible, puesto que me persuadía, me transformaba, me adaptaba a una ansiedad irracional apenas iluminada por la preconcebida ilusión.
            Al fin, aquella multitud se desparramó buscando asiento en unos bancos inseguros, y yo entre ella logré alcanzar uno de las primeras filas, cerca del tablado. Estábamos dentro de un barracón oscuro; la lona del techo quedaba sostenida por dos mástiles plantados en medio, y las vertientes que formaba, desde el centro hasta las paredes, eran curvas, abombadas, como si soportaran un peso: la noche reposaba blandamente extensa sobre ellas.
            En el tablado había unas formas cúbicas que en la penumbra del recinto era difícil precisar. Por entre las cortinas del fondo salió una muchacha abrochándose una bata de enfermera y empezó a hablar al público. Preguntó primero si había alguien que quisiera consultar algo. Tuvo que repetir la pregunta varias veces. Al fin, dos o tres personas se removieron en los bancos y la muchacha les dijo que se acercaran. Les hicieron hueco en la primera fila. Tenían que meditar bien lo que fuesen a preguntar, porque la respuesta sería únicamente sí o no. Además, ese sí y ese no serían imperceptibles para el oído, pues la sibila no podía emitir sonido alguno: la respuesta tenía que ser formulada únicamente con el movimiento de los labios.
            Al llegar a ese punto de su explicación, la joven oprimió un conmutador eléctrico, y un foco pálido, como de luz lunar, cayó sobre el tablado; entonces se pudo ver que la forma cuadrangular que había en medio era una especie de armario esmaltado de blanco, con las esquinas redondeadas, asegurada la puerta con profusión de llaves metálicas y que de los costados partía una red de cables que llegaban a otros armarios. En ellos, a su vez, llaves, esferas con agujas movedizas, conmutadores.
            La joven reanudó su explicación: dijo que la sibila se había prestado voluntariamente a aquella prueba. El sabio que había llevado a cabo el experimento había sucumbido, víctima de las fuerzas mortíferas con que había vivificado la cabeza de la sibila, habiendo logrado hacer de ella el cerebro perenne. ¿Cómo había concebido este sabio tan grandioso propósito? Muy sencillamente… Esta frase también la repitió la muchacha dos o tres veces, paseándose de un lado a otro del tablado. Se dirigía al público de la derecha y al de la izquierda, y decía: «Muy sencillamente… Muy sencillamente…». Su voz era maquinal, mercenaria, y esto mismo demostraba que el prodigio que íbamos a ver allí era igual que los que se ven en cualquier otra ciudad, en cualquier otra barraca; todo era completamente igual, sin más que una única diferencia: la de que aquí el prodigio era verdadero.
            El sabio había concebido el propósito… Mientras hablaba, la muchacha oprimió el segundo conmutador y la puerta del armario empezó a abrirse lentamente; luego, siempre explicando, fue hacia los armarios laterales y maniobró en ellos. En contraste con la lentitud de la puerta que se abría, mil ruidos presurosos llenaron el ambiente. Sin que se viese lo que había entrado en movimiento, se oyó correr algo que sonaba, como un trencito de juguete, y al mismo tiempo por toda la escena vibraron chispas que se encendían en las conjunciones de ciertos polos, zumbando, como las alas vítreas de las moscas presas en la telaraña. Mi atención fue fascinada un momento por aquellas chispas, pero en seguida volví a mirar el armario. La puerta estaba enteramente abierta, y dentro, entre paredes de una blancura desolada como de hielo, la cabeza de una mujer aparecía con los ojos cerrados, no dormida ni muerta, sino simplemente detenida en su energía mínima. Energía que no podía percibirse más que en la tensión de las facciones que no denotaban relajamiento, peso ni flaccidez. Su quietud, como la quietud de una estatua, representaba la vida y la vida de alguien, pues, aunque sus rasgos eran muy correctos, no tenían una corrección abstracta: eran personales como los de una cabeza romana. El pelo estaba amontonado encima del cráneo, parecía que lo hubiesen recogido allí con una mano mientras con la otra la decapitaban.
            Todo esto puedo describirlo porque lo observé antes de que abriera los ojos: después abrió los ojos. Naturalmente, no volví a prestar atención a lo que decía la explicadora, pero la oía, sabía que sus palabras iban cayendo en mi oído y que alguna vez llegarían a serme comprensibles. En aquel momento solo encontraba sentido en una, aunque me pareciese convencional y tópica. No comprendía por qué al hablar de ella decía la sibila y al mismo tiempo comprendía que no podía llamarla de otro modo. Al levantar los párpados había descubierto una extensión de sabiduría por la que podían aventurarse todas las preguntas; todas las simples cuestiones de los humanos, que esperaban allí, en primera fila, el momento de acercarse a hablarle.
            Fueron subiendo al tablado uno tras otro. Hablaban tan bajo que sus voces no llegaban hasta los bancos, pero se veía la respuesta. La cabeza decía sí o no con los labios. Ni el menor aliento pasaba a través de ellos. Y todos, los que estábamos cerca como los que estaban lejos, por un aguzamiento extremo de la atención, percibíamos distintamente las dos palabras, como perciben el lenguaje los sordomudos: la boca se distendía ligeramente en la afirmación y se retraía en la negación, con movimientos leves pero irrevocables. Y los que preguntaban, bajaban del tablado después de haber obtenido la respuesta, unos abrumados, otros llenos de esperanza.
            Al fin, la muchacha de la bata blanca oprimió el conmutador y dijo: «Ha terminado». La cabeza cerró los ojos y la luz lunar se extinguió, la masa humana volvió a estrujarse en otro callejón y salió al aire libre.
            Me encontré de nuevo en un vacío áspero, casi insoportable. Los ruidos del exterior me resultaban tan colosales que mis sentidos no podían registrarlos; solo percibía mis pasos en la grava del suelo, el chisporroteo de las estrellas y el manto de claridad que algunos focos extendían a distancia. Llegar hasta ellos era empresa sobrehumana, era atravesar un océano de arena. Acaso la distancia aquella podía medirse con unos treinta pasos, pero no sé cuánto tardé en franquearla. Bebí ávidamente un vaso del alcohol más bronco, y lo sentí llegar hasta la punta de los dedos, como si se esparciese por mis venas, de donde la sangre se hubiese retirado. Esperé que la ola de calor iluminase mi inteligencia: quería comprender lo que había visto, concentrarme en la contemplación del fenómeno. Pero me ocurría que al mismo tiempo que me reconocía enteramente poseído por la impresión de lo que acababa de ver, otra imagen me acosaba, enteramente extraña a todo ello, trivial aparentemente, de procedencia insospechable. Solo discernía que era una imagen antigua, un recuerdo de una época anterior, pertenecía al mundo de donde yo había venido, acaso al tiempo en que mi deseo de venir era más loco. Y no podía comprender por qué aparecía ahora, por qué reclamaba mi atención, que estaba enteramente embargada por el presente, como si tuviera un antiguo derecho, como si quisiera interponerse entre mi pensamiento y la otra imagen.
            Bebí con tesón, como quien añade combustible a una lámpara. La imagen intrusa era tan trivial que decidí aniquilarla mediante el análisis. Era probablemente un cromo, un calendario antiguo, la estampa de uno de esos rompecabezas de dados. Era una mujer envuelta en pieles resbalando en un trineo por las estepas de Rusia… Era esto y nada más. Creí poder desecharla. Volví a concentrarme en la imagen de la mujer decapitada, recorriendo sus rasgos, sumergiéndome en su silencio: inútil, la imagen trivial reaparecía, y, lo que es más, le robaba a la otra su clima. Aquella imagen de una mujer lujosa, entre la neblina de un manto de chinchilla, con un ramo de violetas en el pecho —cada vez distinguía más detalles—, se rodeaba de un aura idéntica a la de la cabeza sin voz ni aliento.
            Salí a la puerta del bar con el vaso en la mano. Los focos proyectaban en el suelo la sombra de las hojas de los plátanos. Aquella sombra, ¡también!, también aquella sombra en el suelo tenía el mismo clima. Di algunos pasos y me paré bajo el árbol, me detuve allí como se detiene uno a hablar cuando va con alguien, y creí oír una voz grave y noble diciéndome en una lengua que no era la mía: «Este año vimos en Rusia…».
            El enigma quedó descifrado, el cromo desapareció de mi fantasía y sus valores ficticios fueron sustituidos por los del recuerdo real. El paisaje de Rusia se redujo a una palabra, el ramo de violetas a un perfume, la sombra de las hojas de los plátanos a una avenida de castaños.
            ¡Qué penoso, qué arduo me fue recordar desde el delirio la vigilia y la lucidez! Recordar lo que había sido yo, yendo por aquella avenida junto a una mujer real, que hablaba y me contaba un mero hecho de su observación, me producía terror y vértigo. Desde mi situación actual, empapado en el alcohol de un prodigio verdadero, el recuerdo de aquel paseo por una realidad llena de ignorancia, era una imagen pavorosa, y lo contemplé con terror de mi nueva comprensión que ahora podía penetrarla.
            Apoyé la espalda en el tronco del árbol y mentalmente nos seguí. Vi cómo íbamos con paso largo y lento bajo el ramaje admirable de aquel parque prestigioso, uno de los más prestigiosos del mundo, llegamos hasta un estanque que era como un lecho de agua con una cabecera arquitectónica de piedras ahumadas, entre las que se veían estatuas representando la cruenta historia de Polifemo. Nos apoyamos en la barandilla. Bajo el agua, entre los troncos de las ninfeas, pasaban lentas carpas, grises. Allí acabó mi amiga de contarme aquella historia que había empezado con las palabras: «Este año vimos en Rusia…». Lo que había visto, en un laboratorio, no era más que la cabeza cortada de un perro que unos investigadores mantenían viva indefinidamente.
            Al recordar todo esto desde allí, apoyado en el árbol, no me detuve en los detalles del relato: me hundí en la contemplación del silencio que lo siguió. Recordé cómo había sostenido un momento la mirada de mi amiga, que me dejó ver el fondo de sus ojos bajo sus cejas como dos arcos solemnes, como el dintel de una cripta, y no respondí nada, no pregunté nada: cargué con la confidencia de la soledad que descubrí en su espacio.
            Después, todo aquello había resbalado en el olvido: una estepa de olvido me había separado de aquel mundo. Su realidad, llena de ignorancia, había dormido bajo la impiedad helada de mi memoria, y de pronto germinaba, se desarrollaba como la hoja del helecho, que de una apretada voluta desenvuelve un minucioso encaje.
            Quedé al fin liberado de la obsesión intrusa y la dejé nuevamente hundirse en el olvido, pero nada más que en sus detalles reales: todo aquello del paseo y de las palabras que ella me dijo. El silencio ya entonces pertenecía al universo de ahora. A la ciudad de los misterios y las maravillas, de los grandes experimentos, de las grandes pruebas.
            «Ella se había prestado voluntariamente…». A pesar de ser por completo profano, todo me resultaba perfectamente claro, era muy sencillo, como repetía la explicadora, era una simple acumulación de energía. Había bastado amputar el cuerpo para regular infinitesimalmente la economía del cerebro. En este se guardaban todos los datos obtenidos por aquel en el transcurso de una vida adulta, pues, claro está, el experimento no se podría efectuar con individuos que no hubieran alcanzado un grado de plena madurez si no quería correr el riesgo de hacer evolucionar el cerebro sobre ciclos limitados, de hacerle desplegar una energía de pensamiento meramente funcional y pobre o defectuosa en el encadenamiento de consecuencias. Tampoco se podría experimentar con individuos que hubiesen empezado ya a descender en la curva de la tensión vital, pues en ese caso el cerebro podía haber acumulado datos impuros, efectos de una materia decadente o relajada. La prueba tenía que efectuarse con un organismo en su punto más alto de potencialidad, pues solo en ese momento es cuando el acto voluntario, acto íntegramente espiritual, involucra las fuerzas vitales y, por decirlo así, las arrastra y las lleva consigo.
            No había formulado la explicadora absolutamente nada de todo esto, pero se sobrentendía. Ella no hablaba más que de la forma en que la cabeza era activada por la energía de tres mil millones de voltios que equivalían exactamente a la fuerza sumada de trescientos mil organismos, esto es, el cerebro perenne podía ser considerado como el cerebro de trescientos mil cuerpos o más bien, como un cerebro de una potencia de trescientos mil. Potencia que permanecía en su circuito sin sufrir descarga alguna, evolucionando dentro de su unidad y manteniendo una actividad ilimitadamente generadora. Así esta fuerza encerrada en sí misma multiplicaba sin parar unidades de experiencia como se multiplican las células, creando una reserva de respuestas para todas las cuestiones posibles.
            Trato de hacer comprensible, mediante una explicación ordenada y en lo posible lógica, la enajenación a que me llevaba el comprender. Comprendía hasta la locura, veía hasta la ofuscación lo que había dentro de aquel mecanismo vivo —muy lejos de ser una máquina—, que era algo como una imprevisible floración fuera de las leyes de la naturaleza, o más bien fuera de las leyes usuales, pues sin una ley sobrenatural la armonía infinita de su secreto no seguiría desenvolviéndose. Habían sido necesarias unas circunstancias materiales, unos cuantos detalles contingentes como era el clima helado del interior del armario que impedía que la materia perdiese su integridad, como era aquella energía, implacable como el insomnio, que en todo momento podía hacerle abrir los ojos y atender, pero la ley, estaba en aquel acto que ella se había prestado a efectuar voluntariamente.
            Se había prestado: no había otro modo de decirlo, porque a pesar de su abnegación total seguía perteneciéndose. No se pertenecía para sí misma, pero se pertenecía, puesto que permanecía en su voluntad. Era su voluntad la que había llevado a aquella prisión a su memoria: su entendimiento no era más que como el azogue del espejo, copiaba con pureza lo que se le ponía delante.
            La extensión arenosa que poco antes había franqueado con esfuerzo, ahora se deslizó bajo mis pies insensiblemente: llegué con facilidad, ingrávido, hasta la barraca, pasé por el callejón, que estaba solitario, aunque algo quedaba en él de la opresión anterior, pero atravesé su oposición como cuando se va contra el viento: llegué hasta el tablado. No creo haber tenido que subir las gradas; más bien me parece recordar que venía ya en un plano que correspondía exactamente a la altura de los armarios. Sin titubear toqué la manivela que provocaba la luz lunar, las chispas presurosas y el lento abrirse de la puerta: ya ante ella, esperé que levantase los párpados.
            Abrió los ojos y en seguida vio que mi pregunta no exigiría que moviese los labios; entonces alzó los párpados con aquella amplitud desoladora que yo ya conocía de otro tiempo y me dejó contemplar la cripta de su memoria, en la que un incesante laborar renovaba formas infinitas.
            Formas… Vi dentro de sus ojos como quien ve el pasado en una esfera de cristal, nacer, morir, arder, padecer, florecer formas que eran su forma, pero no una forma que simplemente había tenido, sino una que había concebido o logrado. Una forma sublime que estaba dentro de ella y que era como si estuviese ante ella, porque ella, aun teniéndola en sí la contemplaba y aun conteniéndola no la poseía. Ella no podía poseer nada, porque se había prestado a sí misma voluntariamente, pues solo a ese precio se logra concebir la forma en que el pecado se redime, solo al precio de la abnegación, al precio del martirio se logra hacer florecer las formas salvadas.
            El espectro de su cuerpo actualizaba sin reposo todos sus instantes anteriores, los que habían sido, como los que no habían llegado a ser, pues ahora, en su mundo potencial, todos eran lo mismo. Su cuerpo estaba allí, envuelto en el satén de tonos cambiantes que la ciudad exigía; allí estaban sus manos, que se había alargado a las copas cuando sus labios, ahora cerrados, habían accedido a la sed y también se veía su voz, que había corrido por el cauce de las canciones hasta desbordar. Todo estaba allí y se repetía sin repetirse, todo giraba o rebrotaba, pero no con la paz con que en el seno de Flora se repite el proyecto del lirio. No; todo reflorecía con la singularidad de la pasión eterna.
            La ingravidez que había notado en el camino llegó a hacerme inestable como un globo sujeto por un hilo. Sentí que cabeceaba; atraído por ella; temí caer en su abismo o disiparme en su hueco. No intenté profanarla con mi contacto, eso no; pero irresistiblemente me acerqué al espacio cúbico que la contenía. Mi frente tocó apenas la zona helada, que era, no como su aliento, sino como la atmósfera de un mundo donde no es posible el aliento, y en ese momento ya no vi más: perdí el sentido.

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