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jueves, 22 de septiembre de 2016

DESGRACIA NOVELA. FRAGMENTO. J. M. COETZEE.



DESGRACIA
NOVELA.
FRAGMENTO.
 J. M. COETZEE

J. M. Coetzee nació en Ciudad del Cabo en 1940 y se crió en Sudáfrica y Estados Unidos. Es profesor de literatura en la Universidad de Ciudad del Cabo, traductor, lingüista, crítico literario y, sin duda, uno de los escritores más importantes que ha dado estos últimos años Sudáfrica.
En 1974 publicó su primera novela, Dusklands. Le siguieron In the Heart of the Country (1977), con la que ganó el CNA, el primer premio literario de las letras su-dafricanas; Esperando a los bárbaros (1980), también premiada con el CNA; Vida y época de Michael K. (1983), que le reportó su primer Booker Prize y el Prix Étranger Femina; Foe (1986); Age of Iron (1990); El maestro de Petersburgo (1994) e Infancia (1997, y que Mondadori publica ahora en esta misma colección). También le han si-do concedidos el Jerusalem Prize y The Irish Times International Fiction Prize.
De este escritor «de brillante maestría, tensión y elegancia», en palabras de Nadi-ne Gordimer, nos llega ahora su última novela, Desgracia, con la cual ha sido pre-miado, por segunda vez en su carrera, con el Booker Prize, el premio más prestigioso de la literatura inglesa.

1
Para ser un hombre de su edad, cincuenta y dos años y di-vorciado, a su juicio ha resuelto bastante bien el problema del sexo. Los jueves por la tarde coge el coche y va hasta Green Point. A las dos en punto toca el timbre de la puerta de Windsor Mansions, da su nombre y entra. En la puer-ta del número 113 le está esperando Soraya. Pasa directa-mente hasta el dormitorio, que huele de manera agradable y está tenuemente iluminado, y allí se desnuda. Soraya sale del cuarto de baño, deja caer su bata y se desliza en la cama a su lado.
-¿Me has echado de menos? -pregunta ella.
-Te echo de menos a todas horas -responde. Acaricia su cuerpo moreno como la miel, donde no ha dejado rastro el sol; lo extiende, lo abre, le besa los pechos; hacen el amor.
Soraya es alta y esbelta; tiene el cabello largo y negro, los ojos oscuros, líquidos. Técnicamente, él tiene edad más que suficiente para ser su padre; técnicamente, sin embargo, cualquiera puede ser padre a los doce años. Lleva más de un año en su agenda y en su libro de cuentas; él la encuentra completamente satisfactoria. En el desierto de la semana, el jueves ha pasado a ser un oasis de luxe et volupté.
En la cama, Soraya no es efusiva. Tiene un temperamen-to más bien apacible, apacible y dócil. Es chocante que en sus opiniones sobre asuntos de interés general tienda a ser moralista. Le parecen ofensivas las turistas que muestran sus pechos («ubres», los llama) en las playas públicas; considera que habría que hacer una redada, capturar a todos los men-digos y vagabundos y ponerlos a trabajar limpiando las calles. Él no le pregunta cómo casan sus opiniones con el trabajo mediante el cual se gana la vida.

Como ella lo complace, como el placer que le da es ina-gotable, él ha terminado por tomarle afecto. Cree que, hasta cierto punto, ese afecto es recíproco. Puede que el afecto no sea amor, pero al menos es primo hermano de este. Habida cuenta del comienzo tan poco prometedor por el que pasa-ron, los dos han tenido suerte: él por haberla encontrado, ella por haberlo encontrado a él.
Sus sentimientos, y él lo sabe, son complacientes, incluso conyugales. Sin embargo, no por eso deja de tenerlos.
Por una sesión de hora y media le paga cuatrocientos rands, la mitad de los cuales se los embolsa Acompañantes Discreción. Es una pena, o a él se lo parece, que Acompa-ñantes Discreción, se quede con tanto. Lo cierto es que el número 113 es de su propiedad, como lo son otros pisos de Windsor Mansions; en cierto sentido, también Soraya es de su propiedad, o al menos esa parte de ella, esa función.
Él ha jugueteado con la idea de pedirle que lo reciba en sus horas libres. Le gustaría pasar con ella una velada, tal vez incluso una noche entera. Pero no la mañana siguiente. Sabe demasiado de sí mismo para someterla a la mañana si-guiente, al momento en que él se muestre frío, malhumo-rado, impaciente por estar a solas.
Ese es su temperamento. Su temperamento ya no va a cambiar: es demasiado viejo. Su temperamento ya está cua-jado, es inamovible. Primero el cráneo, luego el tempera-mento: las dos partes más duras del cuerpo.
Sigue el dictado de tu temperamento. No se trata de una filosofía, él no lo dignificaría con ese nombre. Es más bien una regla, como la Regla de los Benedictinos.
Goza de buena salud, tiene la cabeza despejada. Por su profesión es, o mejor dicho, ha sido un erudito, y la erudi-ción todavía ocupa, bien que de manera intermitente, el centro mismo de su ser. Vive de acuerdo con sus ingresos, de acuerdo con su temperamento, de acuerdo con sus me-dios emocionales. ¿Que si es feliz? Con arreglo a la mayoría de los criterios él diría que sí, cree que lo es. De todos mo-dos, no ha olvidado la última intervención del coro en Edi-po rey. No digáis que nadie es feliz hasta que haya muerto.
En el terreno del sexo, aunque intenso, su temperamento nunca ha sido apasionado. Si tuviera que elegir un tótem, sería la serpiente. Los encuentros sexuales entre Soraya y él deben de ser parecidos, imagina, a la cópula de dos serpien-tes: prolongada, absorta, pero un tanto abstracta, un tanto árida, incluso cuando más acalorada pueda parecer.
¿Será también la serpiente el tótem de Soraya? No cabe duda de que con otros hombres se convertirá en otra mujer: la donna é mobile. En cambio, en el orden puramente tem-peramental, la afinidad que tiene con él no puede fingirla. Imposible.
Aunque por su profesión es una mujer de vida alegre, él confía en ella, al menos dentro de un orden. Durante sus sesiones él le habla con cierta libertad, y algunas veces in-cluso llega a desahogarse. Ella conoce a grandes rasgos cómo es su vida. Le ha oído relatar la historia de sus dos matri-monios, le ha oído hablar de su hija, está al corriente de los altibajos de la hija. Sabe cuáles son sus opiniones en mu-chos terrenos.
De su vida fuera de Windsor Mansions, Soraya no suel-ta prenda. Soraya no es su verdadero nombre, él de eso está seguro. Hay síntomas de que ha tenido un hijo, puede que varios. Tal vez ni siquiera sea una profesional. Es posible que solo trabaje para la agencia una o dos tardes por sema-na, y que durante el resto de su existencia lleve una vida respetable en los suburbios, en Rylands o Athlone. Sería in-sólito en el caso de una musulmana, pero todo es posible en los tiempos que corren.

De su trabajo le cuenta poca cosa: prefiere no aburrirla. Se gana la vida en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, antes Colegio Universitario de Ciudad del Cabo. An-tiguo profesor de lenguas modernas, desde que se fusiona-ron los departamentos de Lenguas Clásicas y Modernas por la gran reforma llevada a cabo años antes, es profesor ad-junto de Comunicaciones. Como el resto del personal que ha pasado por la reforma, tiene permiso para impartir una asignatura especializada por cada curso, sin tener en cuenta el número de alumnos matriculados, pues se considera po-sitivo para la moral del personal. Este año imparte un curso sobre los poetas románticos. Durante el resto de su tiempo da clase de Comunicaciones 101, «Fundamentos de comu-nicación», y de Comunicaciones 102, «Conocimientos avan-zados de comunicación».
Si bien diariamente dedica horas y horas a su nueva dis-ciplina, la premisa elemental de esta, tal como queda enun-ciada en el manual de Comunicaciones 101, se le antoja ab-surda: «La sociedad humana ha creado el lenguaje con la finalidad de que podamos comunicarnos unos a otros nues-tros pensamientos, sentimientos e intenciones». Su opinión, por más que no la airee, es que el origen del habla radica en la canción, y el origen de la canción, en la necesidad de llenar por medio del sonido la inmensidad y el vacío del alma humana.
A lo largo de una trayectoria académica que ya abarca un cuarto de siglo en activo ha publicado tres libros, nin-guno de los cuales ha causado gran conmoción, ni tam-poco ha recibido siquiera una acogida digna de ser tenida en cuenta: el primero, sobre la ópera (Boito y la leyenda de Fausto: la génesis de Mefistófeles), el segundo sobre la visión como erotismo (La visión de Richard de Saint Victor), el ter-cero sobre Wordsworth y la historia (Wordsworth y el peso del pasado).
A lo largo de los últimos años ha acariciado la idea de escribir un libro sobre Byron. Al principio pensó que no pasaría de ser sino un libro más, otra obra de crítica. Sin embargo, todos sus empeños por comenzar a escribirlo han terminado arrinconados por el tedio. La verdad es que está hastiado de la crítica, hastiado de la prosa que se mide a tanto el metro. Lo que desea escribir es algo musical: Byron en Italia, una meditación sobre el amor entre los dos sexos en forma de ópera de cámara.
Mientras prepara sus clases de comunicación, revolotean en su cabeza frases, melodías, fragmentos de canciones de esa obra todavía no escrita. Nunca ha sido ni se ha sentido muy profesor; en esta institución del saber tan cambiada y, a su juicio, emasculada, está más fuera de lugar que nunca. Claro que, a esos mismos efectos, también lo están otros colegas de los viejos tiempos, lastrados por una educación de todo punto inapropiada para afrontar las tareas que hoy día se les exige que desempeñen; son clérigos en una época posterior a la religión.
Como no tiene ningún respeto por las materias que im-parte, no causa ninguna impresión en sus alumnos. Cuan-do les habla, lo miran sin verlo; olvidan su nombre. La in-diferencia de todos ellos lo indigna más de lo que estaría dispuesto a reconocer. No obstante, cumple al pie de la letra con las obligaciones que tiene para con ellos, con sus padres, con el estado. Mes a mes les encarga trabajos, los recoge, los lee, los devuelve anotados, corrige los errores de puntuación, la ortografía y los usos lingüísticos, cues-tiona los puntos flacos de sus argumentaciones y adjunta a cada trabajo una crítica sucinta y considerada, de su puño y letra.
Sigue dedicándose a la enseñanza porque le proporciona un medio para ganarse la vida, pero también porque así aprende la virtud de la humildad, porque así comprende con toda claridad cuál es su lugar en el mundo. No se le escapa la ironía, a saber, que el que va a enseñar aprende la lec-ción más profunda, mientras que quienes van a aprender no aprenden nada. Es uno de los rasgos de su profesión que no comenta con Soraya. Duda que exista una ironía capaz de estar a la altura de la que vive ella en la suya.
En la cocina del piso de Green Point hay un hervidor, ta-zas de plástico, un bote de café instantáneo, un cuenco lleno de bolsitas de azúcar. En la nevera hay una buena cantidad de botellas de agua mineral. En el cuarto de baño, jabón y una pila de toallas; en el armario, ropa de cama limpia y planchada.
Soraya guarda su maquillaje en un ne-ceser. Es un sitio asignado, nada más: un sitio funcional, limpio, bien organizado.
La primera vez que lo recibió, Soraya llevaba pintalabios de color bermellón y sombra de ojos muy marcada. Como no le gustaba ese maquillaje pegajoso, le pidió que se lo quitara. Ella obedeció; desde entonces, no ha vuelto a ma-quillarse. Es de esas personas que aprenden rápido, que se acomodan, se amoldan a los deseos ajenos.
A él le agrada hacerle regalos. Por Año Nuevo le regaló un brazalete esmaltado; por el festejo con que concluye el Ramadán, una pequeña garza de malaquita que le llamó la atención en el escaparate de una tienda de regalos. Él dis-fruta con la alegría de ella, una alegría sin afectación.
Le sorprende que una hora y media por semana en com-pañía de una mujer le baste para sentirse feliz, a él, que antes creía necesitar una esposa, un hogar, un matrimonio. En fin de cuentas, sus necesidades resultan ser muy sencillas, livianas y pasajeras, como las de una mariposa. No hay emociones, o no hay ninguna salvo las más difíciles de adivinar: un bajo continuo de satisfacción, como el runrún del tráfico que arrulla al habitante de la ciudad hasta que se adormece, o como el silencio de la noche para los habitantes del campo.

Piensa en Emma Bovary cuando regresa a su domicilio, saciada, con la mirada vítrea, después de una tarde de follar sin parar. ¡Así que esto es la dicha!, dice Emma maravillada al verse en el espejo. ¡Así que esta es la dicha de la que habla el poeta! En fin: si la pobre, espectral Emma llegara alguna vez a aparecer por Ciudad del Cabo, él se la llevaría de paseo uno de esos jueves por la tarde para enseñarle qué puede ser la dicha: una dicha moderada, una dicha tem-perada.

Un sábado por la mañana todo cambia. Está en el centro de la ciudad para resolver unas gestiones; va caminando por Saint George's Street cuando se fija de pronto en una es-belta figura que camina por delante de él, en medio del gentío. Es Soraya, es inconfundible, y va flanqueada por dos niños, dos chicos. Los tres llevan bolsas y paquetes; han es-tado de compras.
Titubea, decide seguirlos de lejos. Desaparecen en la Taberna del Capitán Dorego. Los chicos tienen el cabello lustroso y los ojos oscuros de Soraya. Sólo pueden ser sus hijos.
Sigue de largo, vuelve sobre sus pasos, pasa por segunda vez delante de la Taberna del Capitán Dorego. Los tres es-tán sentados a una mesa junto a la ventana. A través del cristal, por un instante, la mirada de Soraya se encuentra con la suya.
Siempre ha sido un hombre de ciudad, capaz de hallarse a sus anchas en medio de un flujo de cuerpos en el que el erotismo anda al acecho y las miradas centellean como fle-chas. Sin embargo, esa mirada entre Soraya y él es algo que lamenta en el acto.
En su cita del jueves siguiente ninguno de los dos men-ciona lo sucedido. No obstante, ese recuerdo pende incó-modo entre los dos. Él no tiene el menor deseo de alterar lo que para Soraya debe de ser una precaria doble vida. A él le parecen muy bien las dobles vidas, las triples vidas, las vi-das vividas en compartimientos estancos. Tal vez, si acaso, siente una mayor ternura por ella. Tu secreto está a salvo con-migo: eso es lo que quisiera decir.
Pese a todo, ni él ni ella pueden dejar a un lado lo ocurri-do. Los dos niños se convierten en presencias que se inter-ponen entre ellos, que se esconden como sombras quietas en un rincón de la habitación en donde copulan su madre y ese desconocido. En brazos de Soraya él pasa a ser fugaz-mente su padre: padre adoptivo, padrastro, padre en la som-bra. Después, cuando sale de la cama de ella, nota los ojos de los dos chiquillos que lo escrutan con curiosidad, a hur-tadillas.
A su pesar, centra sus pensamientos en el otro padre, en el padre de verdad. ¿Tiene acaso alguna idea, sabe siquiera por asomo en qué anda metida su mujer, o tal vez ha ele-gido la dicha de la ignorancia?

Él no tiene hijos varones. Pasó su niñez en una familia compuesta por mujeres. A medida que fueron desapare-ciendo la madre, las tías, las hermanas, a su debido tiempo fueron sustituidas por amantes, esposas, una hija. Estar en compañía de mujeres lo ha llevado a ser un amante de las mujeres y, hasta cierto punto, un mujeriego. Con su esta-tura, su buena osamenta, su tez olivácea, su cabello ondu-lado, siempre ha contado con un alto grado de magnetis-mo. Cada vez que miraba a una mujer de una determinada forma, con una intencionalidad determinada, ella siempre le devolvía la mirada; de eso podía estar seguro. Así ha vi-vido: durante años, durante décadas, esa ha sido la colum-na vertebral de su vida.
Y un buen día todo terminó. Sin previo aviso, lo aban-donaron sus poderes. Las miradas que en sus buenos tiempos sin duda hubieran respondido a la suya pasaban de largo, pasaban a través de él. De la noche a la mañana se convirtió en una presencia fantasmal. Si le apetecía una mujer, a par-tir de entonces tuvo que aprender a requebrarla; muchas ve-ces, de uno u otro modo, tuvo que comprarla.
Existió en un ansioso aluvión de promiscuidades. Tuvo líos con las esposas de algunos colegas; ligó con las turistas en los bares del paseo marítimo o en el club Italia; se acos-tó con furcias.
Conoció a Soraya en una pequeña sala de espera, en pe-numbra, ante la oficina principal de Acompañantes Discre-ción, una habitación con persianas venecianas, con plantas en los rincones y olor a tabaco rancio en el aire. En el ca-tálogo de la empresa figuraba bajo el epígrafe: «Exóticas». En la fotografía aparecía con una flor de la pasión en el ca-bello y unas sombras casi inapreciables en el rabillo del ojo. El pie decía: «Solamente tardes». Eso fue lo que lo llevó a decidirse, la promesa de una estancia con las persianas en-tornadas, sábanas frescas, horas robadas.
Desde el principio fue muy satisfactorio, justamente lo que él buscaba. Había dado en el clavo. Al cabo de un año no ha sentido ninguna necesidad de volver a la agencia.
Entonces se produjo el encuentro accidental en Saint George's Street y el extrañamiento subsiguiente. Aunque Soraya sigue sin faltar a sus citas, él percibe una frialdad cre-ciente; ella se transforma en una mujer más y él en otro cliente cualquiera.
Él tiene una idea atinada de cómo hablan entre sí las prostitutas sobre los hombres que las frecuentan, en concre-to los hombres de edad avanzada. Cuentan anécdotas, se ríen, pero también se estremecen, tal como alguien se estre-mece al ver una cucaracha en el lavabo cuando va al cuarto de baño en plena noche. No falta mucho para que con fi-nura, con malicia, también él sea fuente de estremecimien-tos parecidos. Es un destino al que no puede escapar.
El cuarto jueves después del incidente, cuando ya se dis-pone a dejar el apartamento, Soraya le hace el anuncio para el cual se ha aprestado él con todas sus fuerzas.
-Tengo a mi madre enferma. Voy a tomarme unas vaca-ciones para cuidarla. No vendré la semana que viene.
-Y la semana siguiente?
-No estoy segura. Depende de cómo evolucione. Lo me-jor sería que llamaras antes por teléfono.
-No tengo tu número.
-Llama a la agencia. Allí te informarán de mis planes.
Aguarda unos días, luego llama a la agencia. ¿Soraya? So-raya ya no sigue con nosotros, le dice el encargado. No, no podemos ponerle en contacto con ella, eso es contrario a las normas de la casa. ¿No desea que le presente a una de nuestras chicas? Tenemos muchísimas exóticas para elegir: malayas, tailandesas, chinas, lo que usted quiera.
Pasa una velada con otra Soraya -da la impresión de que Soraya se ha convertido en un nom de commerce muy habitual- en una habitación de hotel en Long Street. Esta no tiene más de dieciocho años, no tiene práctica, a su juicio es desabrida.
-Bueno, ¿y a qué te dedicas? -le pregunta ella al desnu-darse.
-Un negocio de exportación e importación -contesta.
-Hay que ver -dice ella.
En su departamento trabaja una nueva secretaria. Se la lleva a almorzar a un restaurante discretamente alejado del campus universitario y la escucha; mientras ella da cuenta de la ensalada de langostinos, le habla del colegio de sus hi-jos. Hay traficantes que incluso se pasean por el patio, le dice, y la policía no hace nada. Su marido y ella llevan ya tres años inscritos en el consulado de Nueva Zelanda, en lista de espera para obtener un permiso de emigración.
-Vosotros lo tuvisteis mucho más fácil. O sea, no me re-fiero a lo bueno y a lo malo de la situación, sino a que al menos sabíais cuál era vuestro sitio.
-¿Nosotros? -dice él-. ¿Quiénes?
-Los de tu generación. Ahora todo el mundo escoge qué leyes son las que quiere obedecer. Esto es la anarquía. ¿Cómo vas a educar a tus hijos si están rodeados por la anarquía?
Se llama Dawn. La segunda vez que la lleva a almorzar por ahí hacen una parada en casa de él y se acuestan jun-tos. Resulta un fracaso. A sacudidas, agarrándose con uñas y dientes a quién sabe qué, ella alcanza un frenesí de exci-tación que, al final, a él tan solo le repugna. Le presta un peine, la lleva en su coche al campus.
Después de ese encuentro la rehuye y pone especial em-peño en evitar la oficina en que trabaja. A cambio, ella lo mira mostrándose dolida y luego lo desaira.
Tendría que dejarlo de una vez por todas, retirarse, re-nunciar al juego. ¿A qué edad, se pregunta, se castró Orí-genes? No es la más elegante de las soluciones, desde luego, pero es que envejecer no reviste ninguna elegancia. Es mera cuestión de despejar la cubierta, para que uno al menos pueda concentrarse en hacer lo que han de hacer los viejos: prepararse para morir.
¿No cabría la posibilidad de abordar a un médico y plan-teárselo? Debe de ser una operación sumamente simple; a los animales se la practican a diario, y los animales sobreviven bastante bien si hacemos hace caso omiso de cierto poso de tristeza. Amputar, anudar: con anestesia local, una mano fir-me y un punto de flema, cualquiera incluso podría practicár-selo a sí mismo siguiendo un libro de texto. Un hombre sen-tado en una silla dándose un tajo: feo espectáculo, pero no más feo, al menos desde cierto punto de vista, que ese mis-mo hombre cuando se ejercita sobre el cuerpo de una mujer.
Sigue estando Soraya. Debería dar por cerrado ese capí-tulo. Muy al contrario, paga a una agencia de detectives para que la localicen. En cuestión de pocos días ha conseguido su verdadero nombre, su dirección, su número de teléfono. Llama a las nueve de la mañana, hora a la que su marido y sus hijos seguramente no estarán en casa.
-¿Soraya? -dice-. Soy David. ¿Cómo estás? ¿Cuándo po-demos volver a vernos?
Sigue un largo silencio antes de que ella diga algo.
-No sé quién es usted -dice-. Y está acosándome en mi propia casa. Le pido que nunca vuelva a llamarme a este número, nunca más.
Pedir. Quiere decir exigir. Esa estridencia le sorprende: hasta ese instante jamás ha dado muestras de ser capaz de algo semejante. Sin embargo, ¿qué puede esperarse del depre-dador cuando asoma como un intruso en la guarida de la zorra, en el cubil de sus cachorros?
Cuelga el teléfono. Nubla su ánimo una sombra de en-vidia del marido al que jamás ha visto.

Fuente:
MONDADORI - Barcelona, 2000 
Título original: Disgrace 
Traducción de Miguel Martínez-Lage 
Traducido de la edición original de Viking, Nueva York, 1999  
Diseño de la cubierta: Luz de la Mora 
Esta edición de 3.000 ejemplares se terminó de imprimir en 
Artes Gráficas Piscis S.R.L., Junín 845, Buenos Aires, 
en el mes de octubre de 2003.

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