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martes, 10 de enero de 2023

A la plata Tomás Carrasquilla . RELATO.

 



A la plata

 

Tomás Carrasquilla

 

 

 

 

 
 Publicado: 1901

 

 

 

 

 

 

 

         Aquel enjambre humano debía presentar a vuelo de pájaro el aspecto de un basurero. Los sombreros mugrientos, los forros encarnados de las ruanas, los pañolones oscuros y sebosos, los paraguas apabullados, tantos pañuelos y trapajos retumbantes, eran el guardarropa de un Arlequín. Animadísima estaba la feria: era primer domingo de mes y el vecindario todo había acudido a renovación. Destellaba un sol de justicia; en las tasajeras de carne, de esa carne que se acarroñaba al resistero, buscaban las moscas donde incubar sus larvas; en los tendidos de cachivaches se agrupaban las muchachas campesinas, sudorosas y sofocadas, atraídas por la baratija, mientras las magnatas sudaban el quilo, a regateo limpio, entre los puestos de granos, legumbres y panela. Ese olor de despensa, de carnicería, de transpiración de gentes, de guiñapos sucios mezclado al olor del polvo y al de tanta plebe y negrería, formaban sumados, la hediondez genuina, paladinamente manifestada, de la humanidad. Los altercados, los diálogos, las carcajadas, el chillido, la rebatiña vertiginosa de la venduta, componían, sumados también, el balandro de la bestia. Llenaba todo el ámbito del lugarón.

         Sonó la campana, y cátate al animal aplacado. Se oyó el silencio, silencio que parecía un asueto, una frescura, que traía como ráfagas de limpieza… hasta religioso sería ese silencio. Rompiólo el curita con su voz gangosa; contestóle la muchedumbre, y, acabada la prez, reanudóse aquello. Pero por un instante solamente, porque de pronto sintióse el pánico, y la palabra: "¡Encierro!" vibró en el aire como preludio de juicio final. Encierro era en toda regla. Los veinte soldados del piquete, que inopinada y repentinamente acababan de invadir el pueblo, habíanse repartido por las cuatro esquinas de la plaza, a bayoneta calada. Fué como un ciclón. Desencajados, trémulos, abandonándolo todo, se dispararon los hombres y hasta hembras también, a los zaguanes y a la iglesia. ¡Pobre gente! Todo en vano, porque, como la amada de Lulio, "ni en la casa de Dios está segura".

         De allí sacaron unas decenas. Cayó entre los casados el Caratejo Longas. Lo que no lloró su mujer, la señá Rufa, llorólo a moco tendido María Eduvigis, su hija. Fuese ésta con súplicas al alcalde. A buen puerto arrimaba: cabalmente que al Caratejo no había riesgo de largarlo. ¡Figúrense! El mayordomo de Perucho Arcila, el rojo más recalcitrante y más urdemales en cien lenguas a la redonda: ¡un pícaro, un bandido! Antes no era tanto para todo lo rojo que era el tal Arcila.

         Ya desahuciado y en el cuartel, llamó el Caratejo a conferencia a su mujer y a su hija, y habló así: "A lo hecho, pecho, Corazón con Dios, y peganos del manto de María Santísima. A yo, lo que es matame, no me matan. Allá verán que ni an mal me va. Ello más bien es maluco dejalas como dos ánimas; pero ai les dejo maíz pa mucho tiempo. Pa desgusanar el ganao del patrón, y pa mantener esas mangas bien limpias, vustedes los saben hacer mejor que yo. Sigan con el balance de la güerta y de los quesitos, y métanle a estas placeñas y a las amasadoras los güevos hasta las cachas, y allá verán cómo enredamos la pita. Mirá, Rufa: si aquellos muchachos acaban de pagar la condena antes que yo güelva, no los almitás en la casa, de mantenidos. Que se larguen a trabajar, o a jalale a la vigüela y a las décimas si les da la gana. ¡Y no s'infusquen por eso!… ultimadamente, el Gobierno siempre paga".

         Y su voz selvática, encadenada en gruñidos, con inflexiones y finales dejativos, ese acento característico de los campesinos de nuestra región oriental, los acompañaba el orador con mil visajes y mímicas de convencimiento, y un aire de socarronería y unos manoteos y paradas de dedo de una elocuencia verdaderamente salvaje. Ayudábale el carate. Por aquella cara larga, y por cuanto mostraba de aquel cuerpo langaruto y cartilaginoso, lucía el jaspe, con vetas de carey, con placas esmeriladas y nacarinas. Pintoresco forro el de aquella armazón.

         Ensartando y ensartando dirigióse al fin a la hija, y, con un tono y un gesto allá, que encerraban un embuchado de cosas, le dice, dándole una palmadita en el hombro: "Y vos, no te metás de filática con el patrón: ¡es muy abierto!".

         ¡Culebra brava la tal Eduvigis! Sazonado por el sol y el viento de la montaña era aquel cuerpo, en que no intervinieron ni artificio ni deformación civilizadores; obra premiada de naturaleza. Las caderas, el busto bien alto, la proclamaban futura madre de la titanería laboradora. El cabello, negro, de un negro profundo, se le alborotaba, indomable como una pasión; y en esos ojos había unas promesas, unos rechazos y un misterio, que hicieron empalidecer a más de un rostro masculino. Un toche habría picado aquellos labios como pulpa de guayaba madura; de perro faldero eran los dientes, por entre los cuales asomaba tal cual vez, como para lamer tanto almíbar, una puntita roja y nerviosa. Por este asomo lingüístico de ingénito coquetismo, la regañaba el cura a cada confesión, pero no le valía. Así y todo, mostrábase tan brava y retrechera, que un cierto galancete hubo de llevarse, en alguna memorable ocasión, un sopapo que ni un trancazo; fuera de que el Caratejo la celaba a su modo. Él tenía su idea. Tanto que, apenas separado de la muchacha se dijo, hablado y todo y con parado de dedo: "Verán cómo el patrón le quebranta agora los agallones".

         Y pocos días después partió el Caratejo para la guerra.

         Rufa, que se entregó en poco tiempo y por completo al vicio de la separación, cuando los dos hijos partieron a presidio, bien podría ahora arrostrar esta otra ausencia, por más que pareciera cosa de viudez. ¡Y tánto como pudo! Ni las más leves nostalgias conyugales, ni asomos de temor por la vida del marido, ni quebraderos de cabeza porque volara el tiempo y le tornase el bien ausente, ni nada, vino a interrumpir aquel viento de cristiana filosófica indolencia. A vela henchida, gallarda y serenísima, surcaba y surcaba por esos mares de leche. Y eso que en la casa ocurrió algo, y aun algos, por aquellos días. Pero no: sus altas atribuciones de vaquera labradora y mayordoma de finca, en que dio rumbo a sus actividades y empleo a la potencia judaica que hervía en su carácter, no le daban tiempo ni lugar para embelecos y enredos de otro orden. ¡Lo que es tener oficio!…

         Hembra de canela e inventora de dineros era la tal Rufa Chaverra. Arcila declarólo luego espejo de administradoras. Ella se iba por esas mangas, y, a güinchazo limpio, extirpaba cuanta malecilla o yerbajo intruso asomase la cabeza. Con sapientísima oportunidad salaba y ponía el fierro a aquel ganado, cuyo idioma parecía conocer, y a quien hacía los más expresivos reclamos, bien fuese colectiva o individualmente, ya con bramido bronco igual que una vaca, si era a res mayor, ahora melindroso, si se trataba de parvulillos; y siempre con el nombre de pila, sin que la "Chapola" se le confundiese con la "Cachipanda", ni el "Careperro" con el "Mancoreto". Hasta medio albéitara resultaba, en ocasiones. Mano de ángel poseía para desgusanar, hacer los untos y sobaduras y gran experiencia y fortuna en aplicar menjurjes por dentro y por fuera. La vaca más descastada y botacrías no se la jugaba a Rufa; que ella, juzgando por el volumen y otras apariencias, de la proximidad del asunto, ponía a la taimada, en el corral, por la noche; y, si alguna vez se necesitaba un poco de obstetricia, allí estaba ella para el caso. En punto a echar argollas a los cerdos más bravíos, y de hacer de un ternero algo menos ofensivo, allá se las habría con cualquier itagüiseño del oficio. Iniciada estaba en los misterios del harem, y cuando al rebuzno del pachá respondían eróticos relinchos, ella sabía si eran del caso o no eran idilios a puerta cerrada, y cuál la odalisca que debía ir al tálamo. Porque sí o porque no, nunca dejaba de apostrofar al progenitor aquél con algo así: "¡Ah taita, como no tenés más oficio que jartar, siempre estás dispuesto pa la vagamundería!".

         Si tan facultativa y habilidosa era para manejar lo ajeno, cuánto y más no sería para lo propio. Ni se diga de los gajes con la leche que le correspondía, ni de los productos del gallinero, ni de esa huerta donde los mafafales alternaban con la hachira, los repollos con las pepineras, las vitorias con las auyamas.

         Pues resultó que todo estuvo a pique de perderse. Del huracán que ahora corre, llegaron ráfagas hasta la montañesa. Supo que unas amigas y comadres mazamorreaban orillas de La Cristalina, riachuelo que corre obra de dos millas de la casa de Arcila. Lo mismo fué saber que embelecarse. So pretexto de buscar un cerdo que dizque se le había remontado, fuése a las lavadoras de oro, y con la labia y el disimulo del mundo, les sonsacó todas las mañas y particularidades del oficio. Ese mismo día se hizo a batea, y viérais a la rolliza campesina, con las sayas anudadas a guisa de bragas, zambullida hasta el muslo, garridamente repechada, haciéndole bailar a la batea la danza del oro con la siniestra mano, mientras que con la diestra iba chorreando el agua sobre la fina arena, donde asomaban los ruedos oscuros de la jagua. Al domingo siguiente cambió el oro, y cuál se le ensancharía el cuajo cuando tuvo amarrados, a pico de pañuelo, treinta y seis reales de un boleo.

         Dada a la minería pasara su vida entera, a no ser por un cólico que la retuvo en cama varios días, y que le repitió más violento al volver al oficio. Mas no cedió en su propósito; mandó entonces a la Eduvigis, a quien le sentaron muy bien las aguas de La Cristalina. Mientras la hija pasaba de sol a sol en la mazamorrería, la madre cargaba con todo el brete de la finca. ¡Y tan campantes y satisfechas!…

         Más rastro deja en un espejo la imagen reflejada, que en el ánimo de Rufa las noticias sobre la guerra, que oía en el pueblo los domingos y los dos días de semana en que iba a sus ventas. Lo que fué del Caratejo, no llegó a preocuparse hasta el grado de indagar por el lugar de su paradero. Bien confirmaba esta esposa que las ternuras y blandicies de alma son necesidades de los blancos de la ciudad, y un lujo superfluo para el pobre campesino.

         Envueltos en la niebla, arrebujados y borrosos, mostrábanse riscos y praderas; la casa de la finca semejaba un esbozo de paisaje a dos tintas; a trechos se percibían los vallados y chambas de la huerta, las aristas del techo, el alto andamio del gallinero; sólo alcanzaban a destacarse con alguna precisión los cuernos del ganado, rígidos y oscuros, rompiendo esas vaguedades, cual la noción del diablo la bruma de una mente infantil. A la quejumbrosa melodía de los recentales, acorralados y ateridos, contestaban desde afuera los bajos profundos y cariñosos de las madres, mientras que Rufa y Eduvigis renegaban, si Dios tenía qué, en las bregas y afanes del ordeño. Eduvigis, en cuclillas, remangada hasta las axilas, cubierta la cabeza con enorme pañuelo de pintajos, hacía saltar de una ubre al cuenco amarillento de la cuyabra, el chorro humeante y cadencioso. Un hálito de vida, de salud se exhalaba de aquel fondo espumoso. Casi colmaba la vasija, cuando un grito agudo, prolongado adrede, rasgó la densidad de esa atmósfera. La moza se suspende; el grito se repite más agudo todavía. "¡Mi taita!", exclama la Eduvigis, y sin pensar en leches ni en ordeños, corre alebrestada chamba abajo.

         No se engañaba. Buen amigo, que sí lo era en efecto, descolgóse a saltos, lengua afuera, la cola en alboroto. Impasible, la señá Rufa permaneció en su puesto. A poco llegóse el Caratejo con el perro, que quería encaramársele a los hombros. Marido y mujer se avistaron. Nada de culto externo ni de perrerías en aquel saludo. Dijérase que acababan de separarse.

         - Y, ¿qué es lo que hay pal viejo? -dice Longas por toda efusión.

         Y Rufa, plantificada, totuma en mano, con soberano desentendimiento, contesta:

         - Y eso, ¿qué contiene, pues?

         - Pues que anoche llegamos al sitio, y que el fefe me dio licencia pa venir a velas, porque mañana go esta tarde seguimos pa la Villa.

         Facha peregrina la de este hijo de Marte. El sombrero hiperbólico de caña abigarrada, el vestido mugriento de coleta, los golpes rojos y desteñidos del cuello y de los puños, los pantalones holgados y caídos por las posas y que más parecían de seminarista, dignos eran de cubrir aquel cuerpo largo y desgavilado. Ni las escaseces, ni las intemperies, ni las fatigas de campaña, habían alterado en lo mínimo al mayordomo de Arcila. Tan feo volvía y tan Caratejo como se fue. Por morral llevaba una jícara algo más que preñada; por faja una chuspa oculta y no vacía.

         Rufa sigue ordeñando. Toma Lonjas la palabra.

         - Pues, pa que lo viás. Ya lo ves que nada me sucedió. Los que no murieron de bala, se templaron de tanta plaga y de tanta mortecina de cristiano, y yo… ai con mi carate: ¡la cáscara guarda el palo!

         Y aquí siguió un relato bélico autobiográfico, con algo más de largas que de cortas, como es usanzas en tales casos. Rufa parecía un tanto cohibida y preocupada.

         - ¿Y ontá la Eduvigis? - dice de pronto el marido, cortando la narración.

         - Pes ella… pes ella… puai cogió chamba abajo, izque porque la vas a matar.

         - ¿A matala? ¿Y por qué gracia?

         - ¿Pes… ella… no salió, pues, con un embeleco de muchacho?…

         -¿De muchacho? -prorrumpe el conscripto, abriendo tamaños ojos, ojos donde pareció asomar un fulgor de triunfo-. ¿Conque, muchacho? ¿Y pu'eso s'esconde esa pendeja? ¿Y ontá el muchacho?

         - ¿Ai no'stá, pues en la maca?

         - Andá llámame a esa boba.

         Y, tirando corredor adentro, se coló al cuartucho. Debajo de la cama pendiente de unos rejos, oscilaba la batea. Envuelto en pingajos de colores verdosos y alterados, dormía el angelito. No pudo resistir el abuelo a la fuerza de la sangre, ni menos al empuje de un orgullo repentino que le borbotó en las entrañas. Sacó de la batea la criatura, que al despertar y ver aquella cara tan fea y tan extraña, puso el grito en el cielo. Era José Dolores Longas un rollete de manteca, mofletudo y cariacontecido; las manos unas manoplas; las muñecas, como estranguladas con cuerda, a modo de morcilla; las piernas, tronchas y exuberantes, más huevos de arracacha que carne humana: una figura eclesiástica, casi episcopal. Iba a quebrarse con los berríos que lanzaba: ¡cuidado si había pulmones! El soldado lo cogió en los brazos, haciéndole zarandeos, por vía de arrullo. Abrazaba su fortuna: en aquel vástago veía el Caratejo horizontes azules y rosados, de dicha y prosperidad: el predio cercano, su sueño dorado, era suyo; suyas unas decenas de vacas; suyo el par de muletos y los aparejos de la arriería: y ¿quién sabe si la casa, esa casa tan amplia y espaciosa, no sería suya pasado corto tiempo? ¡El patrón era tan abierto!… Calmóse un tanto el monigote. Escrutólo el Caratejo de una ojeada, y se dijo: "¡Igualito al taita!".

         Entre tanto Rufa gritaba desde la manga: "¡Que vengás a tu taita que no está nada bravo! !Que no sias caraja! !Subí, Eduvigis, que siempre lo habís de ver!".

         La muchacha, más muerta que viva, a pesar de la promesa, subía por la chamba, minutos después. Pálida por el susto, parecía más hermosa y escultural. Levantó la mirada hacia la casa, y vió a su padre en el corredor, con el niño en brazos. A paso receloso llégase a él; arrodíllase a las plantas y murmura:

         -¡Sacramento del altar, taita!

         Y con la diestra carateja, le rayó la bendición el padre, no sin sus miajas de unción y de solemnidad. Mandóla luego la madre a la cocina a preparar el agasajo para el viajero, y Rufa que ya en ese momento había terminado sus faenas perentorias, tomó al nieto en su regazo y se preparó al interrogatorio que se le venía encima.

         - Bueno -principia el marido-, y el patrón siempre le habrá dejao a la muchacha… por lo menos sus tres vacas, y le habrá dao mucha plata pa los gastos?

         -¡Eh! -replica Rufa-. ¿Usté por qué ha determinao que fué don Perucho?

         -¿Que no fué el patrón? -salta el Caratejo desfigurándose.

         -¡Si fue Simplicio, el hijo de la dijunta Jerónima!…

         -¡Ese tuntuniento!… -vocifera el deshonrado padre-. ¡Un muerto dihambre que no tiene un Cristo en qué morir!… Y vos, so almártaga, ¿pa qué consentites esos enredos?

         La cara se le desencajó; le temblaban los labios como si tuviera tercianas. "Yo mato a esa arrastrada, a esa sinvergüenza". Y, atontado y frenético, se lanza a la cocina, agarra una astilla de leña, y cada golpe escupe sobre la hija un insulto, una desvergüenza, una bajeza. Cuando la infeliz yacía por tierra, convulsa y sollozante, arrimóle Longas formidable puntapié, y exclamó tartajoso: "¡Te largás… ahora mismo… con tu muchacho… que yo no voy a mantener aquí vagamundas!".

         Y salió disparado, camino del pueblo, como huyendo de su propia deshonra.

jueves, 11 de noviembre de 2021

PEDRO JOSÉ POSADA GÓMEZ. LÓGICA DIALÉCTICA Y RETÓRICA (EN ARISTÓTELES Y LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN)

 




LÓGICA DIALÉCTICA Y RETÓRICA

(EN ARISTÓTELES Y LAS TEORÍAS DE LA ARGUMENTACIÓN)

PEDRO JOSÉ POSADA GÓMEZ

Colección Ciencias Sociales

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título: Lógica, dialéctica y retórica (en Aristóteles y las teorías de la argumentación)

Autores: Pedro José Posada Gómez

Colección: Ciencias Sociales

Primera edición

Rector de la Universidad del Valle: Iván Enrique Ramos Calderón

Vicerrectora de Investigaciones: Angela María Franco Calderón

Director del Programa Editorial: Francisco Ramírez Potes

© Universidad del Valle

© Pedro José Posada Gómez

Diagramación y corrección de estilo: G&G Editores - Cali. Tel.: 371 25 62

Universidad del Valle

Ciudad Universitaria, Meléndez

A.A. 025360

Cali, Colombia

Teléfono: (+57) (2) 321 2227 - Telefax: (+57) (2) 330 88 77

editorial(S?uni valle. edu. co

Cali, Colombia - Agosto de 2015

AGRADECIMIENTOS

Al profesor Adolfo León Gómez, PhD. (Universidad del Valle), quien

discutió conmigo los borradores de este trabajo y me recomendó abundante

bibliografía.

CONTENIDO

Presentación 11

I. Dialéctica, Lógica y Retórica en Aristóteles 19

1. El concepto de ‘razonamiento’ en los Tópicos

y en las Refutaciones sofísticas 21

2. La concepción aristotélica de la lógica y sus relaciones

con la dialéctica 53

2.1. El orden cronológico de los libros del Órganon 53

2.2. Algunas pesquisas terminológicas 57

2.3. La versión aristotélica de la lógica 60

2.3.1. El carácter ontológico de la lógica aristotélica 64

2.3.2. La noción aristotélica de la verdad 66

2.4. La lógica en los Analíticos 68

2.5. Los primeros principios del razonamiento y de la demostración 70

2.6. Los vínculos entre Dialéctica y Analítica 77

2.7. Consideraciones finales sobre la lógica aristotélica

(la diferencia entre el silogismo válido y el demostrativo) 80

3. La retórica como antistrofa de la dialéctica 85

3.1. Sobre los inicios de la reflexión sobre la Retórica hasta Platón 85

3. 2. La Retórica de Aristóteles 100

II. La influencia del canon aristotélico en las teorías

de la argumentación (Perelman, Toulmin, Van Eemeren,

Habermas) 125

4. Valoración del canon aristotélico en la obra

de Perelman-Olbrechts 127

4.1. Nueva Retórica como continuación crítica de la tradición

aristotélica de la retórica y la dialéctica 128

4.2. Una postura crítica frente al racionalismo moderno

(desde Descartes hasta el positivismo lógico) apoyado en

el modelo analítico deductivo de la razón y el razonamiento 131

4.3. Las “pruebas retóricas” y las “pruebas analíticas” 134

4.4. Diferencias entre la argumentación en el lenguaje cotidiano

y la demostración en un sistema lógico 135

4.5. Algunas observaciones generales sobre la relación de la N ueva

Retórica con la lógica, la dialéctica y la retórica aristotélicas 141

5. S. E. Toulmin frente a la lógica formal 157

5.1. El objetivo de The uses o f argument 158

5.2. Toulmin frente a Aristóteles y a la lógica formal 162

5.3. La forma de los argumentos (El esquema de Toulmin) 175

5.4. Críticas al esquema de Toulmin 182

6. El modelo pragma-dialéctico de análisis de la argumentación 191

6.1. Orígenes, desarrollo y presupuestos teóricos

de la pragma-dialéctica 191

6.2. Sinopsis general del modelo pragma-dialéctico para

el análisis de la argumentación 200

6. 2. 1. Un punto de partida dialéctico: Puntos de vista

y diferencias de opinión 200

6.2.2. Argumentación y actos de habla 202

6.2.3. El óptimo pragmático y el mínimo lógico 209

6.3. Dialéctica, lógica y retórica en la teoría pragma-dialéctica 223

7. Teoría de la argumentación como acción comunicativa

(Habermas) 237

7.1. La argumentación como un tipo especial de acción

comunicativa 237

7.2. Los aspectos lógicos, dialécticos y retóricos del habla

argumentativa 250

7.3. Un modelo para la argumentación en el discurso

de la racionalidad práctica 259

7.4. Conclusiones provisionales sobre la propuesta de Habermas 267

8. Conclusiones 273

9. Bibliografía 291

PRESENTACIÓN

Después de más de medio siglo de su surgimiento, la teoría de la argumentación

se ha constituido en un sólido campo de investigación, enmarcable

en el llamado giro lingüístico y pragmático de la filosofía del lenguaje.

Desde la teoría de la acción comunicativa, Habermas ha planteado un reto

a los teóricos de la argumentación: el de dar cuenta de los aspectos lógicos,

dialécticos y retóricos del habla argumentativa. El trabajo que aquí se presenta

surgió como un intento de sopesar la viabilidad y pertinencia de esa

idea habermasiana.

Para ese propósito, se dividió el trabajo en dos partes. En la primera se

hace un repaso de las nociones aristotélicas de dialéctica, lógica y retórica,

y de sus posibles conexiones; en la segunda se analiza la influencia de las

tres disciplinas aristotélicas en cuatro teorías de la argumentación, las elaboradas

por Perelman-Olbrechts, S. E. Toulmin, F. van Eemeren y la del

mismo Habermas.

I. La revisión de los textos de A ristóteles estuvo guiada por un hecho ya

establecido y aceptado por los estudiosos: la prioridad de la Tópica sobre

la Analítica. Es decir, el reconocimiento de que la teoría dialéctica aristotélica

es anterior y fundadora de su teoría lógica. Este dato, ya señalado por

Pierre Aubenque, me permitió encontrar en los Tópicos y las Refutaciones

sofísticas, no solo los elementos de la dialéctica aristotélica sino también la

noción clave de su lógica analítica: el silogismo demostrativo (y la noción

correlativa de argumento didáctico). Aún más, la clasificación de los tipos

de razonamiento en esta obra seminal del estagirita se convirtió en la guía

para vislumbrar las conexiones entre las tres disciplinas aristotélicas. Comparando

la lista de razonamientos (ouXXoytopó^ en los Tópicos 100a 25)

y la lista de argumentos (Xóyrov yévn en las Refutaciones sofísticas, 165b)

se tiene una correspondencia entre los razonamientos demostrativos y los

argumentos didácticos, por un lado, y entre los razonamientos dialécticos

y los argumentos dialécticos y críticos, por el otro. Tal distinción entre el

campo de la demostración y el del razonamiento de lo verosímil volverá a

aparecer en los Analíticos y en la Re tórica.

Y no es solo que la lógica aristotélica (es decir, su teoría sobre el silogismo

apodíctico y analítico) es una extensión o derivación de sus categorías

de “razonamiento demostrativo” y “argumento didáctico”, sino que la posterior

división de los razonamientos dialécticos en “ silogismos” y “comprobaciones”

(tradicionalmente llamados deducciones e inducciones) incluye

al razonamiento demostrativo como un caso de la argumentación dialéctica

y permite ver el enfoque dialéctico que Aristóteles le dio a su teoría analítica.

Aún más, los razonamientos silogísticos y comprobativos reaparecerán

como elementos integrantes de la retórica aristotélica.

Resumiendo:

1. El desarrollo de la teoría lógica aristotélica se deriva de su reflexión

sobre el diálogo y la dialéctica, como un caso especial de ella, aquel de

los razonamientos demostrativos y científicos, que parten de premisas

verdaderas y aplican las formas correctas de razonar.

2. Los argumentos dialécticos no se distinguen de los demostrativos por

su aspecto formal, sino por la calidad epistémica de sus premisas (el ser

verdaderas o el ser plausibles).

Este segundo aspecto es importante, pues parece ir en contra de una interpretación

(presente aún en la lectura que de Aristóteles hace Ch. Perelman)

que ve en la dialéctica aristotélica un enfoque opuesto y radicalmente

diferenciado de su lógica. La idea que se quiere resaltar aparece también en

esta observación con la que concluye Tricot su introducción a la traducción

francesa de los Tópicos.

En contra de la opinión de la mayoría de los intérpretes antiguos, la lógica de

lo probable (plausible) no sería ya un complemento de la lógica de lo necesario;

ella no sería una segunda lógica aplicable al dominio en el que la verdad

científica no sería alcanzable. Ella aparece más bien como una especie de

ejercicio preparatorio para la teoría de la demostración y de la ciencia, teoría

que, en la mente de Aristóteles, debería completar la dialéctica tradicional,

tal como Platón, los Sofistas y él mismo la habían practicado. (Tricot, 2004,

pp. 8-9)

Mi revisión de la lógica aristotélica permitió aclarar otros aspectos (además

de la génesis y el tratamiento dialécticos de la teoría analítica):

• Que para Aristóteles la lógica o analítica no es una ciencia, sino un

instrumento o propedéutica de la ciencia. Es decir, de la demostración

de los primeros principios de la ciencia que realiza el científico

ante su auditorio de aprendices. Primeros principios que son obtenidos

en el intercambio dialéctico.

• Que la “lógica”, “ analítica” o “apodíctica” aristotélica surge como

una ampliación o especificación del estudio del razonamiento iniciado

en los Tópicos; es decir, en la dialéctica aristotélica.

• Que Aristóteles mantiene una perspectiva dialéctica a lo largo de su

presentación del razonamiento analítico.

• Que cuando descubre el silogismo apodíctico, Aristóteles lo considera

como un instrumento aplicable a todo tipo de razonamiento, sea

este dialéctico, demostrativo o retórico.

El repaso de la lógica aristotélica permitió también constatar que Aristóteles

es menos formalista de lo que generalmente se ha entendido y que su

presentación de la lógica asume la forma de un sistema de reglas de inferencia

y no aquel de leyes o tautologías al que lo redujo Jean Lukasiewicz.

Esta primera parte concluye con la relectura de la Retórica aristotélica,

cuyo punto de partida es la conocida afirmación: “La retórica es una

antistrofa de la dialéctica, ya que ambas tratan de aquellas cuestiones que

permiten tener conocimientos en cierto modo comunes a todos y que no

pertenecen a ninguna ciencia determinada” (1354a 1-5).

El sentido de esta relación entre la dialéctica y la retórica se comprende

mejor a partir de la distinción de los tipos de “pruebas” que utiliza la retórica.

Después de su definición de la retórica como “ ...la facultad de teorizar

lo que es adecuado en cada caso para convencer” (1355b 25), Aristóteles

presenta los dos tipos de “pruebas por persuasión” (t c í o t s i^): las propias del

arte (s v t s x v o í ) y las ajenas al arte (axsxvoí):

Llamo ajenas al arte a cuantas no se obtienen por nosotros, sino que existían

de antemano, como los testigos, las confesiones bajo suplicio, los documentos

y otras semejantes; y propias del arte, las que pueden prepararse con

método y por nosotros mismos, de modo que las primeras hay que utilizarlas

y las segundas inventarlas (1355b 35).

El esfuerzo aristotélico por presentar una retórica filosófica (que se separe

del tratamiento de ella por los sofistas) le llevará a enfatizar la importancia

del componente lógico y dialéctico de la retórica, en sus tipos de pruebas

y en su tratamiento del tema.

Es ampliamente conocida la clasificación aristotélica de las pruebas por

persuasión que se obtienen mediante el discurso:

De entre las pruebas por persuasión, las que pueden obtenerse mediante el

discurso son de tres especies: unas residen en el talante del que habla, otras

en el disponer al oyente de alguna manera y, las últimas, en el discurso mismo,

merced a lo que éste demuestra o parece demostrar. (1356a)

Dice el filósofo que los tratadistas se han centrado o bien en las pruebas

ajenas al arte, o en las que se refieren al ^9o^ del orador y al ná9o^ del auditorio;

de allí su afán por destacar las pruebas basadas en el discurso mismo,

en el Xóyo^. La aplicación en la retórica de estas distinciones aristotélicas

ha dado lugar a innumerables debates. Me limito aquí a presentar una interpretación

que considero plausible para la tesis de que hay una conexión

sistemática entre la dialéctica, la lógica y la retórica aristotélicas.

Aristóteles describe el componente lógico de la retórica en analogía con

la dialéctica:

(...) en lo que toca a la demostración y la demostración aparente, de igual

manera que en la dialéctica se dan la inducción, el silogismo y el silogismo

aparente, aquí (en la retórica) acontece también de modo similar. En efecto,

por una parte, el ejemplo es una inducción; y, por otra parte, el entimema es

un silogismo; y, por otra parte, en fin, el entimema aparente es un silogismo

aparente. Llamo pues, entimema al silogismo retórico y ejemplo a la inducción

retórica. (1356b)

Mi conclusión en esta parte es que Aristóteles construye su versión de

la retórica teniendo como marco de referencia los tipos de razonamiento

que había estudiado en la dialéctica (Tópicos y Refutaciones sofísticas),

por lo cual su retórica no es opuesta al razonamiento dialéctico (y lógico)

sino que muestra un uso persuasivo de los razonamientos analizados en sus

obras previas. En este sentido, la retórica es homóloga de la dialéctica, un

“esqueje” de ella, y contiene un componente estrictamente racional en las

“pruebas” (tcíotsi^) propias del arte, que son los entimemas y ejemplos (los

primeros enfocados a la pretensión de validez universalizante del silogismo

y los segundos al uso retórico del caso particular).

II. En la segunda parte de este trabajo se presentan los elementos centrales

de cuatro teorías contemporáneas sobre la argumentación y, como ya

se dijo, en ella se analiza la influencia de las tres disciplinas aristotélicas en

la Nueva Retórica de Perelman-Olbrechts, en la teoría sobre la noción de

argumento de S. E. Toulmin, en la pragma-dialéctica o Nueva Dialéctica de

F. van Eemeren y Rob Grootendorst y en la teoría de la acción comunicativa

de J. Habermas. Se hace un resumen de las conclusiones de esta segunda

parte:

1. Perelman-Olbrechts presentan su teoría a partir de la distinción aristotélica

entre los razonamientos necesarios (demostrativos y analíticos) y

los razonamientos dialécticos (plausibles o verosímiles): “Nuestro análisis

se refiere a las pruebas que Aristóteles llama dialécticas, que examina

en los Tópicos y cuyo empleo muestra en la Retórica” (Perelman

y Olbrechts, 1958/1994, p. 35)1. Este énfasis en un elemento común a la

dialéctica y a la retórica aristotélicas explica que los autores consideren

que su teoría podría ser denominada tanto ‘Nueva R etórica’ como ‘Nueva

Dialéctica’.

Para Perelman-Olbrechts la noción de retórica ha estado ligada desde

sus inicios a la búsqueda de la adhesión, por lo que el concepto de auditorio

siempre ha sido central en ella: “Nuestro acercamiento (a la retórica)

pretende subrayar el hecho de que toda argumentación se desarrolla en

fu n c ió n de un auditorio” y agregan: “Dentro de este marco, el estudio de lo

opinable, en los Tópicos, podrá encontrar su lugar” (Perelman y Olbrechts,

1958/1994, p. 36). Así, partiendo de que tanto la retórica como la dialéctica

se ocupan de lo opinable, Perelman-Olbrechts consideran que la dialéctica

de los Tópicos puede quedar inserta en su Nueva Retórica.

El papel de la lógica y su valoración en la Nueva Retórica de Perelman-

Olbrechts, pasó por varias etapas: 1) una de oposición, que se puede ver en

el libro Logique et Rhétorique (1950), 2) otra de complementariedad, como

se expresa en algunos pasajes del Tratado (1958), y 3) una de inclusión de

la lógica en la retórica, como lo aclara L. Olbrechts-Tyteca en una nota al

pie del artículo de 1963: Rencontre avec la rhétorique: “Creo que, en este

momento, nuestras investigaciones tenderían más a hacer de la lógica una

parte de la retórica” (p. 17). Esto se entiende si se recuerda que en un primer

momento la Nueva Retórica se opone al intento de reducir el razonamiento

humano al cálculo lógico-matemático; en el segundo, la Nueva Retórica se

presenta como organón de la razón práctica, complementario del dominio

del pensamiento lógico formalizable; y en el tercer momento, la N ueva R e tórica

subsume al lenguaje lógico-formal como un caso especial suyo, aquel

en el cual la reducción de las diferencias y la estandarización del lenguaje y

las reglas de inferencia permiten el proceso lógico-deductivo.

A pesar de ello, la teoría de la argumentación de Perelman-Olbrechts

parece haberse desarrollado principalmente con la idea de oposición y complementariedad

entre análisis lógico y análisis argumentativo (o “retórico”).

1 Por el análisis previo se puede recordar que en los Tópicos y las Refutaciones también se analizan

los argumentos demostrativos y erísticos, y que ellos, además de los dialécticos, son empleados

en la lógica y la retórica de Aristóteles.

Como queda reflejado 1) en el hecho de que tanto en el Tratado (1958)

como en el Imperio (1978) casi todos los capítulos comienzan con la distinción

tajante entre esos dos tipos de ‘p ruebas’, 2) en la afirmación enfática

de que la Nueva Retórica abarca “ el campo inmenso del pensamiento no

formalizado” (Imperio Retórico, p. 211), y 3) en la eliminación del criterio

de validez lógico-formal para la valoración de los argumentos denominados

“cuasilógicos” .

2. En el quinto capítulo se examina la propuesta de Toulmin para el análisis

de los argumentos. Que no fue planteada en principio como una teo ría

de la retórica o de la argumentación sino como una revisión crítica

del desarrollo de la lógica hacia el formalismo y su alejamiento de la

argumentación cotidiana. A pesar de ello, el análisis que hace Toulmin

de la estructura de los argumentos se ha constituido en un modelo de

análisis argumentativo.

Contra la absolutización del criterio de validez lógico-formal (la configuración),

Toulmin propone evaluar los argumentos en términos del p ro cedimiento

que los hace posibles. Para él, la congruencia y la coherencia

(lógicas) son apenas “prerrequisitos de la evaluación racional” o, dicho en

otros términos: “las consideraciones lógicas no son sino consideraciones

formales” (Toulmin, 1958/2007, p. 223), es decir, son consideraciones que

tienen que ver con las formalidades preliminares de la expresión de un argumento

y no con los méritos reales de argumento o proposición alguna.

No obstante sus valiosas críticas al modelo lógico analítico y sus intentos

por encontrar un análisis más amplio de los argumentos cotidianos, no podríamos

pedirle a la teoría de Toulmin una reinterpretación de la retórica o

la dialéctica antiguas. El esquema del argumento desarrollado por Toulmin

deja poco o nulo espacio para los aspectos vinculados con el ^ 00^ del orador

(o de los dialogantes) y con el ná0o^ del auditorio. Su aplicabilidad inmediata

parece restringida a una ampliación del análisis lógico de la estructura

de los argumentos, y en un análisis más ambicioso de la argumentación

tendrá que ser complementado con otros modelos teóricos.

3. En el capítulo 6 se revisa el modelo pragma-dialéctico de análisis de

la argumentación. Un ambicioso programa de investigación que se encuentra

en desarrollo. Los principales logros de este modelo, a nuestro

juicio, son: 1) un enfoque dialéctico de la argumentación como intento

de resolver una diferencia de opinión, 2) un decálogo de reglas que

permiten evaluar de manera racional el procedimiento dialéctico de la

disputa y que, a la vez, 3) permiten sistematizar de una forma novedosa

el tema de las falacias que se presentan en las argumentaciones.

El modelo pragma-dialéctico intenta incluir los aspectos lógicos y retóricos

de la argumentación. Los primeros, incluyendo la “corrección lógica”

como una de las reglas de la disputa racional, y los segundos, incorporando

el tema de las “maniobras estratégicas” en el modelo de análisis. Ambos

elementos, sin embargo, no parecen haber sido desarrollados de forma satisfactoria

en la pragma-dialéctica: El aspecto lógico, porque los autores

pretenden escapar a lo que llaman el “deductivismo” lógico-formal, pero

sin haber aportado una alternativa clara a él. Y el aspecto retórico, porque

los autores mantienen una concepción de la retórica como “maniobras” que

se agregan como elementos adicionales al proceso dialéctico, con el único

objeto de ganar la disputa a toda costa. En su momento se dijo que esta concepción

de la retórica parece coincidir mejor con lo que Aristóteles llamaba

la erística, en su teoría dialéctica.

En este capítulo se concluye que el modelo habermasiano posee dos características

que lo distinguen de otras teorías de la argumentación: su intento

de integrar las perspectivas de la lógica, la dialéctica y la retórica, y

su carácter de modelo ideal o formal. La primera característica parece darle

una ventaja en relación con otras teorías que (como la de Toulmin o la de

Perelman) se han construido sobre la separación del aspecto lógico respecto

de los aspectos retóricos y dialécticos. Esta separación, inspirada en la distinción

aristotélica entre los razonamientos apodícticos y los dialécticos,

tiende a olvidar que para Aristóteles era posible y necesario percibir el carácter

lógico de ambos tipos de razonamiento. En esta separación se asume,

primero, la reducción positivista de la lógica a su forma de cálculo axiomatizado

de leyes, y se la opone a la dialéctica y la retórica. Si se tuviera en

mente la presentación de la lógica como un sistema de reglas de inferencia,

se vería mejor el carácter complementario de la lógica, en relación con las

otras dos esferas. No debe olvidarse que por su génesis y por su función

de herramienta de análisis de la validez y coherencia de los argumentos, el

sistema de reglas de inferencia posee una tradición que desborda su forma

meramente calculística.

El segundo aspecto de la propuesta habermasiana, su énfasis en los presupuestos

ideales que deben satisfacer las argumentaciones — especialmente

en los aspectos del procedimiento dialéctico y el proceso retórico— , puede

ser justificado si se piensa en una teoría que tendría esencialmente una

función crítica o evaluativa de los argumentos reales; sería una especie de

ideal regulativo de la argumentación. Pero, si se pretende una teoría que

además pueda describir la argumentación cotidiana, se tendría que avanzar

en la reconstrucción, no solo de los presupuestos formales de la argumentación

sino, además, de las desviaciones y patologías argumentativas. Esto

permitiría refinar los criterios para evaluar la fuerza de los argumentos (eficacia

y validez), y para distinguir el modo como la persuasión de auditorios

particulares puede pretender (explícita o implícitamente) el convencimiento

de un auditorio universal mediante sus pretensiones de validez; es decir,

el modo como “una opinión puede transformarse en saber” . La distinción

habermasiana entre ‘discurso’ y ‘crítica’ refleja esta tensión entre los aspectos

universalistas y particularistas de la argumentación.

Finalmente, y ya en las conclusiones del trabajo, se presentan algunas

ideas sobre cómo se podría enriquecer la propuesta habermasiana para el

análisis de la argumentación, retomando aportes de las otras teorías consideradas.

A este modelo de análisis propongo llamarlo “dinámica de la acción

argumentativa” , pues vista como una actividad, la argumentación presenta

un aspecto dinámico que se podría descomponer en tres momentos:

el momento del pre-acuerdo epistemo-lógico; el momento del desenlace

dialéctico del desacuerdo y el debate, y el momento de la evaluación “retórica”

del acuerdo logrado.

Esta p ropuesta tiene aún varios problemas por resolver: ¿qué concepción

de la lógica y qué herramientas formales son más adecuadas para el análisis

de los argumentos en general, académicos y cotidianos?, ¿cómo distinguir

los procedimientos dialécticos enfocados en el acuerdo cooperativamente

alcanzado de aquellos realizados de forma competitiva, agonística o erística?,

y, sobre todo, ¿qué criterios orientan el “proceso retórico” al momento

de evaluar las pretensiones de validez de cada argumentación y su posible

universalización? Por el momento solo tengo respuestas parciales y aproximadas

a estos interrogantes.

miércoles, 7 de enero de 2015

Jorge Franco. Premio Alfaguara de novela 2014.


Medellín (Colombia), 1962
Hizo estudios de dirección y realización de cine en The London International Film School, en el Reino Unido. Fue miembro del Taller Literario de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, que dirigió Manuel Mejía Vallejo, y del Taller de Escritores de la Universidad Central, y realizó estudios de Literatura en la Universidad Javeriana. Con su libro de cuentos Maldito amor ganó el Concurso Nacional de Narrativa `Pedro Gómez Valderrama`, y con la novela Mala noche obtuvo el primer premio en el XIV Concurso Nacional de Novela `Ciudad de Pereira` y fue finalista del Premio Nacional de Novela de Colcultura. Rosario Tijeras es su última novela, ampliamente editada en Hispanoamérica y traducida a varios idiomas. Destaca también Paraíso Travel (2002)..


Premio Alfaguara de Novela 2014. «Todas las tardes voy hasta el lindero por si sale de nuevo y la espero hasta las seis a ver si ella sube al bosque. Pero ni siquiera la he vuelto a ver asomada a la ventana. A veces me silban de algún lado y me emociono porque creo que es una seña de ella, pero el silbido se pierde entre los árboles y cambia de un lugar a otro.» Isolda vive encerrada en un castillo extraño y fascinante al mismo tiempo, tan ajeno a la ciudad de Medellín en la que se sitúa como singulares son sus habitantes y la vida que llevan. La atmósfera de irrealidad que se respira resulta opresiva para la adolescente, que encuentra en el bosque que lo rodea la única tregua posible a su soledad. Pero las amenazas invisibles del mundo de afuera se cuelan silenciosamente entre las ramas de los árboles cercanos al castillo. Con un perfecto manejo de la tensión, Jorge Franco construye en esta novela un cuento de hadas con tintes tenebrosos que acaba convirtiéndose en la historia desquiciada de un secuestro. Dentro y fuera de la fortaleza, el amor, ese monstruo indomable, se muestra como una obsesión que aliena y embrutece, que pretende someter, que despierta deseos de venganza y del que solo parece posible escapar aceptando la muerte como destino.

viernes, 10 de octubre de 2014

ELEGÍA Y SÁTIRA EN LA POESÍA DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA. (Literatura de rescate).


ELEGÍA Y SÁTIRA EN LA POESÍA DE JOSÉ ASUNCIÓN SILVA

José Olivio Jiménez.

(Ponencia de la Sesión Especial en conmemoración del primer centenario de la muerte de José Asunción Silva, XXXIV Congreso Anual del CCP)

         
Los años que se sitúan hacia la mitad de la década de 1890 fueron pródigos, dentro de las letras hispanoamericanas, en muertes prematuras, y por ello más lamentables aún: las de cuatro fundadores de la renovación modernista, anteriores a Rubén Darío. En 1893 muere Julián del Casal, a los 30 años de edad; en el mismo 1895, dos de ellos: Manuel Gutiérrez Nájera, a los 36, y José Martí, a los 42. En 1896, antes de cumplir 31, José Asunción Silva.

            La muerte no alcanzó por sorpresa al poeta colombiano ni se incubó lentamente en su cuerpo; él la buscó voluntariamente, por suicidio, el 23 de mayo de 1896. Mucho se ha escrito sobre las posibles causas de este final imprevisto, cuyo misterio sigue acuciándonos como el secreto mayor de un poeta en sí secreto y oculto en sus propios versos, nada inmediatamente confesionales por lo general. Esto sí: varias hipótesis sobre su muerte han barajado los biografistas de turno. Se le han atribuido a los sucesivos y múltiples descalabros financieros de Silva en la administración de los negocios heredados por él, único varón de la familia, de su padre; a la muerte, también prematura, de su más querida hermana, (Elvira, a quien se sabe inspiradora del famoso “Nocturno”); a los desajustes e inadaptación de aquél a la pacata y estrecha sociedad bogotana de su tiempo: una sociedad que, a la sensibilidad artística y a la vocación cosmopolita del poeta, le correspondía burlonamente llamándole “José Presunción”.

            En pocas líneas Gabriel García Márquez ha objetivado certeramente las razones de ese rechazo general de aquellas gentes ante el hombre Silva. Recontando brevemente su vida, escribe García Márquez: “Viajó [Silva] a Europa, a los diecinueve años para un viaje de estudios de once meses, y cuando regresó parecía que había sido una década. Era un hombre hecho y derecho, y el hombre mejor educado, el más culto, el mejor vestido, el más serio y puntual, trabajador tenaz y excelente amigo”[1]. Eran demasiadas buenas prendas personales para que los mediocres del cotarro se las pudieran perdonar.

            No fue muy extensa la obra poética dejada por Silva ni, en conjunto, su labor literaria. Toda ésta, además, quedó menguada por el naufragio del Amérique, el buque que desde Venezuela le devolvía a su país natal, donde –otra de las adversidades de su vida– perdió, según sus propias palabras, “lo mejor de mi obra”. Unos treinta poemas, integrantes de la colección que él mismo ordenó y tituló: “El libro de versos”; otras composiciones, menores en número y calidad, conocidas como “Gotas amargas”; y algunas más que se añaden bajo el rótulo de “Versos varios” en la edición que seguimos[2]. Esto, en verso. En prosa se conservan unos pocos textos, más bien breves. Entre ellos sobresalen sus “Transposiciones” (“Al carbón” y “Al pastel”), que son un magnífico ensayo de interpretación artística (entre la palabra y la pintura), donde Silva hacía suyo el dictamen suscrito por Martí en 1881: “El escritor debe pintar, como el pintor”, y sobre todo, una muy peculiar e interesante novela-diario, De sobremesa, en la cual, a su protagonista, José Fernández, se le ha querido ver como un alter-ego del propio autor (pero advirtiendo que más en sus inclinaciones espirituales y artísticas que en sus peripecias biográficas). “Una novela desconocida del modernismo”, como la llamara Juan Loveluck[3] , en los últimos tiempos De sobremesa ha conocido de una justa revalorización crítica y ya se la va estimando como lo que realmente es: una obra indispensable para penetrar en las entretelas más sutiles de la época modernista.

            Algunas composiciones que circularon en copias manuscritas, o en efímeras publicaciones periódicas, le dieron ya a Silva alguna fama y popularidad en vida. Sin embargo, el conjunto de su prosa no se publicó por primera vez sino póstumamente: en Barcelona (1908), habiendo sido aquélla una edición poco fiable, aunque prologada por su fervoroso admirador Miguel de Unamuno. Debo hacer notar, de entrada, que la exposición que sigue no se atiene, en is comentarios en torno a algunos de sus poemas, al orden rigurosamente cronológico de la escritura o redacción de los mismos. Lo que aquí trataré –y anuncio así específicamente mi tema– es algo así como el diseño de la estructuración interior de la poesía de Silva; y esto en base a observar cómo funcionan en ella sus dos pivotes centrales. A saber: la mirada elegíaca del poeta, y el subrayado satírico a que, ocasional o intencionalmente, accede ese mismo poeta elegíaco. De todos modos, se me imponen algunas conceptualizaciones previas para que luego mis versiones de los poemas (o de los fragmentos) escogidos, queden clarificadas a partir del marco general en que pretendo encuadrarlas.

            La unión de la elegía y la sátira en un mismo autor, aunque a simple vista parezca una formulación extravagante, no es infrecuente y está, como veremos, condicionada y ajustada entre sí de un modo casi fatal. No es infrecuente, digo, y nuestra propia tradición hispana lo constata. Quevedo, poeta metafísico y poeta satírico; Valle Inclán, simbolista purísimo en sus Sonatas y fustigador sarcástico de lo humano (forma extrema de la sátira) en sus esperpentos; el Neruda expresionista que contempla “Solo la muerte” en sus Residencias y quien luego satirizará dolidamente las que él entendía, en su Canto general, como debilidades y deformaciones de nuestra historia; Salvador Novo, delicado poeta elegíaco del amor y afilada lengua corrosiva en un libro que titulará con la expresa palabra Sátira. Y tantos otros. La elegía y la sátira pueden ocupar regiones sucesivas y vecinas en la evolución o trayectoria de un escritor, como ocurre en los casos que acabo de citar. No obstante, pueden coincidir en un mismo texto, en un mismo poema –y esto es lo que, en algunas de sus piezas, torga a Silva un lugar original en el tratamiento de ambas tensiones estructurales de su mundo poético.

            Voy a expresar, ceñidamente, cómo creo que opera ese acuerdo, ese ajuste, que he calificado de fatal, entre la elegía y la sátira. La elegía, una de las manifestaciones primeras de la lírica, es el canto –más bien el planto, el llanto– por la muerte de alguien o de algo. De alguien: digamos, del ser amado, de una persona querida o estimable; de algo: el mismo amor cuando se extingue, la vida oda cuando la sentimos irse, una etapa histórica cuando concluye. En términos generales, muerte equivale, brutal o pausadamente, a pérdida, extinción, destrucción. Y los tonos emocionales que por modo natural acompañan a la elegía son, graduándolos desde los más suaves a los más desgarrados: la tristeza, la nostalgia, el dolor sin paliativo, la ansiedad, la angustia, la desesperación.

            Por otro lado (con una salvedad: me refiero ahora a los creyentes o sostenidos por una fuerte fe religiosa), morir es desembocar en la nada final. Y aun para el creyente, esa fe en la posibilidad de trascender a la vida supramundana del espíritu, supone borrar, en el ámbito de la existencia empírica ya consumada, todo rastro, todo hecho que, en esta ladera, hemos sentido, erróneamente, como signos de verdad y permanencia. Recortadas sobre esta nihilista convicción, sobre esa nada existencial, las acciones del cotidiano vivir (especialmente las más torturadoras y preocupantes) sólo podrán verse como ademanes inútiles y vacíos, chispas momentáneas, inquietudes temporales; incluso, hasta gestos grotescos. Esto es: como materia propicia para la sátira. De este modo, acaso el mismo: que proyectados sobre el telón de fondo de la muerte, los agobios y pesares efímeros de la vida sólo admiten ser contemplados, si los analizamos por vía de la estricta razón, en términos de rasgos satíricos. Regodearnos en lo que indefectiblemente ha de pasar y desaparecer, en lo que en nuestras vidas sólo tiene unos pocos minutos de duración, impele a descreer y por tanto a satirizar ese emocional pero estéril regodeo nuestro. Y los recursos de la mirada satírica son también los esperables: la ironía, el prosaísmo, el humor negro, la burla, la caricatura, la parodia, el sarcasmo (aunque todo ello se vuelva sobre el ser que somos, o creemos ser).

            Silva no fue siempre elegíaco y satírico a la vez; sólo lo logró en momentos excepcionales, que serán los que más nos interesen y a los cuales llegaremos, lógicamente, al término de nuestro recorrido. En una zona ampliamente mayoritaria de su obra, fue la elegía el espolón más asiduo, la motivación más constante. Y por aquí comenzamos.

***

            La cosmovisión elegíaca es, por definición, de naturaleza profundamente temporalista. Y de las tres extensiones de ésta, la temporalidad (o sea, el tiempo vivido y vivible), el pasado, aunque ya periclitado, es la única que nos ofrece, por el ejercicio de la memoria, alguna garantía de permanencia. El presente es sólo una línea ilusoria e inestable que va separando, instante tras instante, etapa tras etapa, lo que ya ha sido de lo que enseguida vendrá. Y el futuro será, pero también podrá no ser. El pasado es, así, el único haber que ya nadie nos podrá quitar. Si bien para el poeta vitalista es el presente el tiempo lírico por excelencia, el poeta elegíaco, en cambio y por su necesidad de exorcizar la muerte, encontrará su refugio en la infancia: esa etapa de nuestra vida donde para el niño no existe el tiempo. El niño es, de ese modo, el único ser inmortal dentro de los tantos y múltiples mortales que habitan en cada hombre, en cada mujer.

            En “Los maderos de San Juan” (6-7) se recrea aquel antiquísimo juego infantil de “¡Aserrín aserrán! Los maderos de San Juan”. Una abuela sostiene y mece al nieto en sus rodillas, aún duras y fuertes, y le canta aquella cancioncilla que funciona como un ritornelo del poema. Pero, ¿qué interrumpe su canto, el cual al principio ha de ser dulce y tranquilizador? Lo interrumpe la reflexión, el caldo de cultivo de la ironía, que proyecta aquel momento de plenitud atemporal hacia el porvenir incierto del niño, ya que a la Abuela le acompaña un temor extraño/ por lo que en el futuro de angustia y desengaño/ los días ignorados del nieto guardarán. Y aún más: antes de que el poema se cierre asistiremos a la premonición de la muerte de la propia Abuela:

            Mañana cuando duerma la Anciana, yerta y muda,

            Lejos del mundo vivo, bajo la oscura tierra,

            donde otros, en la sombra, desde hace tiempo están…

            Irrupción, así, como intuición y anuncio de la muerte: irrupción de la elegía. Y una escena que comenzó siendo una estampa de vocación suave y plácida conduce, por las ráfagas de tiempo que la atraviesan, a un sorpresivo modo de elegía anticipada.

            Otro poema nos servirá para comprobar cómo se alían, en el elegíaco colombiano, esa tensión romántica de exaltación del pasado con un tratamiento estilístico de sello simbolista. Y es que fue su impregnación de la estética del simbolismo, quien marcó los momentos poéticos más altos y penetradores de su obra y le hizo el simbolista más puro del modernismo hispanoamericano (del que por ello se sintieron tan cercanos Unamuno y Juan Ramón Jiménez). Este poema se titula, precisamente, “Vejeces”. Son las cosas viejas las que de sí, en versos de clara filiación simbolista, desprenden

            extrañas

            voces de agonizante [que] dicen, paso,

            casi al oído, alguna rara historia

            que tiene oscuridad de telarañas,

            son de laúd y suavidad de raso. (23)

            Y en una larga estrofa emprende el autor una enumeración de las antiguallas que dan cuerpo al poema. Es muy extensa para reproducirla íntegramente. Sólo quiero insistir en cómo la adjetivación (esto es, adjetivos aislados u oraciones subordinadas con función adjetival) va deshaciendo o desintegrando, por vía simbólica, la misma realidad material de que están hechas las cosas enumeradas. Véanse algunas instancias: “carta borrosa”; “tabla en que se deshace la pintura”; “alacena […] donde anida la polilla sola”; “batista tenue”; “seda que te deshaces en la trama”; “arpa olvidada”… No es todavía la muerte lo que aquí se documenta; pero la adjetivación simbólica va trazando el camino seguro hacia ella. Estamos aún, pues, en los predios del mirar elegíaco.

            Y la suma de este mirar suyo la alcanza Silva en sus tres poemas conocidos como “Nocturnos” (aunque parece que el autor mismo no les diera a todos ellos ese título). No obstante, podemos aceptarlo pues los tres tienen como ámbito la noche: el reino de las sombras donde todas las manifestaciones vivas de la Creación parecen detenerse, callar, estar ya selladas por la muerte. En breve: el ámbito más natural para la elegía. Apenas cabe demorarse en ellos pues son los más conocidos poemas de Silva; y porque la capacidad de sugerencia y delicadeza de su voz lírica se eleva aquí a un punto que hace difícil tratar de reducirlos a una sumaria paráfrasis crítica o hermenéutica. Algo diré, de todos modos, sobre los dos más difundidos de estos nocturnos.

            El segundo, identificado por su primer verso Poeta, di paso…, se desarrolla en tres estrofas que van narrando líricamente una historia de amor que culmina en la muerte. Cada una de esas estrofas va encabezada por el mismo estribillo o leit motiv donde una levísima variación en el adjetivo, ya nos anuncia con precisión el escenario y contenido de la escena respectiva. Se dice la primera vez: ¡Poeta, di paso/ los furtivos besos!; en la segunda: ¡Poeta, di paso/ los íntimos besos!; en la tercera: ¡Poeta, di paso/ el último beso! Repasemos los adjetivos que constituyen un sobrio ejercicio de matización. Furtivos, robados fugazmente bajo la fronda sombría del follaje, en plena naturaleza; íntimos, los besos pasionales entregados ya en la plenitud de la alcoba nupcial; último, el beso ya de despedida final a la amada muerta, colocada en su ataúd. Leamos, al menos, esta estrofa, climática y anticlimática a la vez:

            ¡Poeta, si paso

            el último beso!

            ¡Ah, de la noche trágica me acuerdo todavía!

            El ataúd heráldico en el salón yacía,

            ¡mi oído fatigado por vigilias y excesos,

            sintió como a distancia los monótonos rezos!

            Tú, mustia, yerta y pálida entre la negra seda,

            la llama de los cirios temblaba y se moría,

            perfumaba la atmósfera un olor de reseda,

            un crucifijo pálido los brazos extendía

            ¡y estaba helada y cárdena tu boca que fue mía!

            Esta escena nos lleva ya de la mano al más famoso de los nocturnos de Silva, el que comienza así: Una noche,/ una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de alas… Por decisión unánime de lectores y críticos, se trata del más hermoso de los poemas amatorios y elegíacos de la literatura hispánica. Su musicalidad, penetradora y a la vez como en sordina, es lo que de modo más inmediato nos envuelve y nos tiene prendidos a los versos hasta su final.

            Y me permito introducir aquí una declaración del propio Silva, que encierra una travesura literaria de su parte, y la cual tiene algo (o mucho) que ver con la celebrada musicalidad del poema. Todo, en su dicción, parece natural, fluido, como susurrados sin esfuerzo. Sin embargo, el análisis métrico descubre la preconcebida andadura interior de los versos. Todos estos han sido construidos sobre la base de un pie métrico de cuatro sílabas, con acento forzado en la tercera de cada pie: (_ _ 1). Es un rescate muy modernista (Darío fue un maestro en ello) de la versificación latina, donde ese pie recibía el nombre de peán de tercera. Léanse los versos silabeando (destruyendo, eso sí, su fluidez) y se comprobará. Pues bien: Silva rebeló a su amigo Baldomero Sanín Cano, en una confidencia personal, cómo le había venido la voluntad de valerse de este recurso. Narra éste, pero habla Silva: “¡Si supieras –me decía– de dónde he sacado la idea de usar este metro!” Nada menos que de aquella fábula de Iriarte cuyo principio dice: A una mona/ muy taimada, dijo un día, cierta urraca[4]. La diferencia está en que Silva, en vez de colocar los pies formando una unidad debajo de otra, los hizo discurrir sucesivamente a lo largo de un mismo verso, engarzándolos sintácticamente a veces, y alargando o cortando la extensión de las líneas según la correspondiente necesidad expresiva. De todos modos, en manos de un artista tosco, el truco rítmico se hubiera notado al punto. Y en el “Nocturno”, por el contrario, la sabiduría del poeta, con la deslizante continuidad de los versos y el léxico de tan suave tensión de belleza, pudo domeñar por completo lo que de otro modo hubiera chocado en nuestros oídos como un mecánico sonsonete. Si limito mis consideraciones sobre el “Nocturno” es, también, por otra razón. En el título general de estas páginas he prometido alguna atención a la práctica de la sátira por Silva. Y ésta no ha aparecido hasta ahora. Detengámonos, pues –y este es el nivel adonde me proponía llegar desde el principio– en un poema donde coinciden abruptamente la sugestión dolorosa de la elegía y el punzón sarcástico de la sátira: “Día de difuntos”. No se trata aquí de una elegía personal, sino universal: una elegía a todos los muertos, a todos “los fieles difuntos” (como en algunos países nuestros se les llama) a quienes la iglesia dedica el 2 de noviembre. El pasaje inicial es uno de los de más acentuada matización simbolista en toda la poesía de Silva. No aparece allí ninguna imagen visual, plástica o colorista que diese animación y vida al escenario; sí, en cambio, un aluvión de sordas imágenes acústicas procedentes de la lluvia y los campanarios, los cuales subrayan el ambiente sombrío y melancólico propio de ese día. Es éste:

                        La luz vaga… opaco el día,

                        la llovizna cae y moja

            con sus hilos penetrantes la ciudad desierta y fría.

            Por el aire tenebroso ignorada mano arroja

un oscuro velo opaco de letal melancolía,

            y no hay nadie que en lo íntimo, no se quiete y se recoja

            al mirar las nieblas grises de la atmósfera sombría,

                        y al oír en las alturas

                        melancólicas y oscuras

                        los acentos dejativos

                        y tristísimos e inciertos

                        con que suenan las campanas

            ¡las campanas plañideras que les hablan de los vivos de los muertos! (39-40)

            Luego continúa el extenso poema que recrea, como en contrapunto, un vivaz diálogo entre esas plañideras campanas funerales de las iglesias y otra campana de timbre opuesto: la campana de la vida, la del reloj que va marcando los fastos y las desgracias del diario existir. Por aquí por allá, a lo largo de la composición, se va calificando el sentido de esta intrusa campana de la vida. Se habla de su incierto e inarmónico sonido de sus sutiles ironías, de la nota escéptica y burlona que su tic-tac opone al letal concierto de las campanas de bronce. Un tono realista, y nada serio, se va introduciendo en los versos hasta encarnar en una figura humana, en sí respetable y aún dolorosa, pero cuya sencilla mención provoca cierta sorpresa en el campo del lenguaje intrínsicamente poético: el viudo. Y se lo presenta en un momento apto para el tratamiento satírico. El poeta viene refiriéndose a ella, la indiferente campana de la vida, y continúa narrando sus irónicas “hazañas”:

            ella que ha marcado la hora en que el viudo

            habló del suicidio y pidió el arsénico,

            cuando aún en la alcoba recién perfumada

            flotaba el aroma del ácido fénico

            y ha marcado la hora en que, mudo,

            por las emociones con que el goce agobia,

            para que lo unieran consagrado nudo,

            a la misma iglesia fue con otra novia. (42)

            Más que ironía, el sarcasmo y la sátira se hacen aquí visibles, tangibles, mediante un discurso planamente narrativo (nada lírico) y, sobre todo, por el apoyo de las rimas insólitas, construidas a base de palabras prosaicas y chocantes como arsénico y ácido fénico. Se trata de un recurso desacralizador de lo poético –en sí, antipoético desde la estética tradicional– que, manejado ya en Francia con rigor por Jules Laforgue, alcanzará la categoría de instrumento frecuente en algunos poetas hispanoamericanos de las generaciones modernistas siguientes (Lugones, Herrera y Reissig, López Velarde). Fueron estos poetas quienes de ese modo quisieron barrenar, preparando así la vanguardia, aquella plenitud de arte y belleza de que hizo gala el modernismo en su momento cenital. Pero –¿quién lo diría?– el delicado autor del “Nocturno” se les adelanta aquí en más de quince años. El poema concluirá con una coda que es, en sí, un retorno a su funeral comienzo. Pero por vía de la anécdota sarcástica ha dejado ya inscrita la pulverización satírica del mismo (y efímero) dolor de los vivos ante los muertos. Y se vuelve a comprobar que tras el fondo de la muerte, los hechos humanos son gestos vacíos, movimientos de una pavana caricaturesca que reclama la puntualización jocosería de la sátira. A ésta, propiamente, el hondo poeta elegíaco de Colombia dedicó toda una serie de textos, como ya se indicó: sus Gotas amargas. No pensó nunca en publicarlas; y habría que recibirlas como el desahogo de su sensibilidad dolida ante las hipocresías del mundo y la indiferencia de su mundo. Leeré una sola de esas piezas porque parecería resumir la reacción generalizada del positivismo científico frente a aquellos ingredientes enfermizos de que hizo acopia la sensibilidad decadente. Recuérdese, porque viene al caso, que si bien el modernismo intentó una superación espiritualizadota del limitado canon racional del racionalismo positivista, éste no desapareció del todo y siguió batallando contra el idealismo y el esteticismo de románticos, simbolistas y modernistas. A la suma de aquellas actitudes, racionalmente negativas, de la espiritualidad decimonónica, se dio en llamar “el mal del siglo”: un extraño compuesto de tedio, esplín, abulia, humor melancólico, parálisis de la voluntad… Y Silva tituló así su parodia satírica de aquella endémica postración del ánimo que marcara la época.

            EL MAL DEL SIGLO

            El paciente:

            –Doctor, un desaliento de la vida

            que en lo íntimo de mí se arraiga y nace:

            el mal del siglo… el mismo mal de Werther,

            de Rolla, de Manfredo y de Leopardo.

            Un cansancio de todo, un absoluto

            desprecio por lo humano…; un incesante

            renegar de lo vil de la existencia,

            digno de mi maestro Shropenhauer;

            un malestar profundo que se aumenta

            con todas las torturas del análisis…

            El médico:

            –Eso es cuestión de régimen: camine,

            de mañanita, duerma largo; báñese;

            beba bien; coma bien; cuídese mucho;

            ¡lo que usted tiene es hambre!...

            Pero no es el de Gotas amargas el Silva mayor, el poeta que tanto admiramos y que respetan aún los más distantes del arte modernista. Ese poeta mayor es el de “Nocturno”, el que escribió aquellos versos memorables:

                        Una noche,

            una noche toda llena de murmullos de perfumes y de

            música de alas,

            una noche en que ardían en la sombra nupcial y

            húmeda las luciérnagas fantásticas…

            Este sí es el gran poeta de Colombia: uno de los mayores del modernismo hispánico.

José Olivio Jiménez (1926 -2003). ExPresidente Nacional del CCP. Fue profesor de la Universidad de Villanueva (Cuba) y de City University of New York. Logró amplio prestigio por su excelente crítica sobre la poesía contemporánea española e hispanoamericana. Se le reconoce como el más distinguido exégeta de la poesía modernista. Entre sus numerosas obras se encuentran La raíz y el ala. Aproximaciones críticas a la obra literaria de José Martí (1993) y Poetas contemporáneos de España y América (1998).

Este trabajo fue publicado originalmente en Círculo: Revista de Cultura, Vol. XXVI, 1997, páginas 117-126


[1] García Márquez: “En busca del Silva perdido”, prólogo a José Asunción Silva, De sobremesa (Madrid: Hiparión, 1996), p. 16.

[2] José Asunción Silva: Obra completa, Prólogo de Eduardo Camacho Guizado; Edición, Notas y Cronología de Eduardo Camacho Guizado y Gustavo Mejía (Caracas: Biblioteca Ayacucho, 1977). Tras los poemas y pasajes indicamos, entre paréntesis, el número de páginas correspondientes en esta edición.

[3] La última reproducción de este importante estudio del crítico chileno Juan Loveluck se encuentra en José Asunción Silva. Vida y creación, compilación de Fernando Charry Lara (Bogotá: Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura, 1985), pp. 485-502

[4]  Sanin Cano: “Notas sobre la obra de Silva”, en el libro citado

martes, 2 de septiembre de 2014

Antonio Caballero. Novela: Sin remedio.


Antonio Caballero.
Columnista y caricaturista de varios diarios y revistas colombianos y extranjeros, una de las más conocidas es su columna en la revista Semana.

Caballero nació en Bogotá el 15 de mayo de 1945, pasó su niñez en España y regresó a Colombia en 1957. Realizó cursos de ciencias políticas en la década de los 60, en París. Aficionado a la tauromaquia, escribió el ensayo Toros, toreros y público (1992).


Ganó el premio de Periodismo Planeta en 1999 con su obra No es por aguar la fiesta, libro que agrupó sus diferentes notas políticas publicadas. También escribió, junto con Juan Carlos Iragorri, el libro Patadas de ahorcado (2002).

***

Una novela sobre lo difícil que es escribir poesía` publicado en 1984 luego de doce años de trabajos quizás forzados para terminarla. Según todos los chismes de la época se trata de un libro que celebra y denigra de sus compañeros de viaje en la revista Alternativa, pero lo cierto es que es una suerte de retrato de época, y de la vida de un poeta nada frustrado, que sin duda admira en el fondo de su alma a un solo escritor, el autor de la Divina Comedia y a su sosías Don Honorato de Balzac, que redactó una comedia tan humana como esta Sin remedio del nieto de ex presidentes e ínclito hermano del mejor pintor colombiano de todos los tiempos Luís Caballero Holguín.


«No se escoge la muerte: a ella se llega acorralado por la propia vida.»

Poeta frustrado, incapaz de vencer el tedio de los días y hacer algo con su vida, Ignacio Escobar, el protagonista de esta alucinada historia, recorre la ciudad como un observador inclemente que destroza con su crítica mordaz y despiadada todo lo que encuentra a su paso.

Agobiado por la realidad de un mundo que no logran entender, Escobar no consigue encontrar un lugar entre la revejida clase alta bogotana que representa su familia, y los jóvenes acomodados de su generación, obnubilados con los discursos de izquierda, y para quienes ser calificados de pequeño-burgueses es un conflicto existencial.

Antonio Caballero logra retratar en esta novela emblemática, construida con el humor agudo y la sátira inteligente que lo caracterizan, la tediosa y provinciana Bogotá de los años setenta.

Sin remedio, una novela que seguirá cautivando a muchas generaciones.

.****



SIN REMEDIO

Antonio Caballero


 El autor

Detesta escribir por la mañana porque se siente bajo de forma. Dice que piensa mal, escribe mal, lee mal y hace todo mal.
 Recorta comentarios o noticias de los periódicos y guarda papelitos que le han de servir de ideas para sus artículos, pero generalmente nada de lo archivado aparece... por el desorden en que se mantiene.
 La primera frase, el primer párrafo, son su mayor dolor de cabeza, pero una vez logrados... la columna va saliendo por sí sola, sin que al sentarse haya tenido la idea plena, la estructura completa del trabajo.
 Lo que le inquieta de su artículo periodístico es que tenga claridad absoluta, evitar toda confusión o ambigüedad, que sea contundente, hecho que también forma parte de la claridad.
 Encuentra ideal escribir sobre una mesa grande y bien iluminada, pero no le importa estar sentado en medio del bullicio de la redacción de un periódico.

 Presentación

 El antihéroe de la novela «Sin remedio», de Antonio Caballero, Ignacio Escobar, un indolente poeta de cuna aristocrática que vive de los fajos de billetes nuevos que su madre de 73 años le da cada vez que la visita (cuando se le agotan), empieza invocando a Rimbaud con una equivocaeión garrafal. Unas páginas después, al recurrir a la enciclopedia, como hace todo el tiempo, se da cuenta de que Rimbaud no murió a los 31 años -la edad que él tiene ahora y que lo abochorna- sino a los 38, de gangrena, en un hospital de Marsella, y 19 años después de haber escrito el primer gran poema moderno.
 Se basa, pues, Escobar en una anécdota oída o mal digerida en la lectura, que principia a revelar, aparte de su ignorancia, que la lección poética de Rimbaud no lo ha afectado en nada. Escobar tampoco sabe que hay por lo menos media docena de grandes poetas que murieron antes de llegar a su edad.
 Es un personaje detestable, fatuo, bilioso, pedante, esquizofrénico, libresco, narcisista, escatológico, cobarde... y masoquista. Le encanta registrar todas las cosas desagradables que le dicen las mujeres que se pegan a él como moscas. Su poesía es un frío y culterano ejercicio retórico, fabricado con ayuda de diccionarios de rimas. Como poeta Escobar está en Babia. Tampoco es político. Desprecia a los poetas comprometidos y una de las mayores ironías voluntarias del libro, que leí en un manuscrito lleno de tachones y con muy pocos añadidos, es un verso de su «Opus magnum», que escribe en su apartamento totalmente saqueado por los ladrones, un largo poema puro de fenomenal frialdad, que se convierte cuando llega a manos del coronel Aureliano Buendía, jefe de la policía secreta, en una consigna revolucionaria que a la postre significca su muerte a manos de los sicarios de la tiranía.
 Escobar es el personaje en el que el brillante periodista ha escogido encarnar gran parte de su personalidad. Es en cierta manera un libro autobiográfico, pero no en el sentido en que la vida del personaje de la novela coincida en los hechos con la del autor. Habrá mujeres y hombres que se sientan pintados y ridiculizados por Caballero, pero pueden estar tranquilos; el libro nada tiene que ver ni con las personas de carne y hueso ni con la ciudad y el país que pretende describir.
 No tiene nada que ver porque no hay distancia entre el autor y su autocaricatura. Y este es el fracaso fundamental de un libro en partes muy cómico pero con pasajes de insoportable pedantería, con páginas rellenas de repeticiones y listas de palabras y poemas, que demuestran el virtuosismo literario del escritor, pero que no revelan sino que soslayan los problemas que se propone denunciar: la injusticia, la mediocridad y, ante todo, la retórica colombiana.
 Este hombre, al que le parecen carencias esenciales el mal olor, la suciedad, los teléfonos dañados, la escasez de taxis, no es el hombre que puede cambiar, por obra y gracia de su distorsionada visión de las cosas, la imagen real de un país y un pueblo. No estamos ante Jorge Zalamea o inclusive ante el Daniel Samper de sus vitriólicos cuentos secretos, pero sí en la misma vena caricaturesca que ha esquematizado Botero en la pintura. «Sin remedio» es la visión de un poeta chapineruno de delicado olfato que se molesta con las fritangas y la grasa de los churros. Es un Juan Gustavo Cobo de la prosa, otro ejemplar de esa escuela rola, que de golpe se puede tomar el mundo a punta de flojona quejumbrosidad, pero no de realismo, ni de conocimiento, ni de pasión auténtica.

 Es tal vez un libro más mamagallista que cualquier libro escrito por un costeño, pero no recuerdo a ningún costeño escritor que no conozca la diferencia entre el mamagallismo y la realidad. Lo que es fundamental para hacer a un novelista. Un escritor en el que uno puede ver cómo pasaron o son las cosas en su totalidad, algo que uno no obtiene leyendo a los historiadores, los ideólogos o los cultores de la palabra, como Escobar.
 Todo en la novela está visto a través de su lente deformante. En las últimas cincuenta páginas matan a dos poetas el domingo en que se disputaron la Presidencia Alfonso López Michelsen y Alvaro Gómez. Primero, en la calle 19, al poeta comprometido con el que Escobar se trabó a golpes y creyó haberlo matado en el baño de un cabaret, y luego a Escobar, tres días después. Pero antes, el mismo domingo de elecciones, secuestran y asesinan a don Foción Urdaneta de Brigard, tío de Escobar, y motivo por el que el gobierno esa noche declara el toque de queda.
 En Colombia a los poetas no los matan, son tal vez los únicos que no vale la pena eliminar. Los conformistas mueren de viejos y en olor de alabanzas, y los rebeldes de hambre. Y sólo corren el riesgo de que los aplaste una buseta o les caiga encima un ladrillo, no como la antigua Colección Básica de Colcultura. No los asesinan y mucho menos en día de elecciones, cuando precisamente no pasa nada.
 Pero miremos a Escobar más de cerca. Es un personaje que muestra en cada página su naturaleza doble. Sus pensamientos, la corriente poética que lo invade en todo momento es mucho más rica que lo que expresa o reproduce en los diálogos, como aquel, en la cama con Henna, una voraz bailarina de ballet que va en busca de su amiga Fina, la amante que acaba de abandonar a Escobar por su egoísmo, se acuesta con él tres o cuatro veces en un día, y luego se aparece con dos maletas y se instala.
 Esto piensa Escobar, saciado de sexo, un mes después: «Cómo explicarle, Henna, para que entienda: mi organismo necesita un mínimo vital de 14 horas de absoluto reposo. Y, además, cómo decírselo: cuando duermo por lo menos no veo el ojo velludo de su vientre insaciable que me acecha, anémona carnívora que agita filamentos en el fondo del mar, que me arroja al sexo a cada paso, húmedo y negro, rosado de mucosas palpitantes, media luna dentada que se ajusta a mi miembro como las fauces de la trampa a la pata del oso...». Y esto es lo que escribe que dijo al mismo tiempo o un instante después de haber pensado la significativa retahíla: «Henna, uno no puede hacer el amor sin parar, de día y de noche. Los dinosaurios, sin ir más lejos, se extinguieron del todo porque no hacían más que eso. Está probado. Es un hecho científico».
 «Pero hacer el amor es lo más lindo que hay», dice Henna. Y él piensa: Eso es tan subjetivo, con Fina, en otra época, nos despertábamos en medio de la noche y hacíamos el amor de repente, abrazados el uno al otro, como náufragos. Pero dice esto: «Eso es tan relativo... fíjese en los monjes budistas: no hacen el amor, y sublimarlo es el primer escalón hacia el Nirvana. Y fíjese en los padres de la Iglesia: no hacer el amor y ofrecérselo a Dios es el primer escalón hacia la santidad». ¡El Nirvana! ¡Los dinosaurios! ¡El intelectual entra en acción, amo impotente de la historia y del mundo!

 ¿Y la ciudad? Parece un perenne 9 de abril. Un viaje al mercado para llenar su nevera de libidinoso hombre de libros sin hembra, se presta para una buñuelesca escena en la que a una señora un raponero le roba un zarcillo, circunstancia que aprovecha otra dama para llevarse un jamón de su carrito de mercado. Un mendigo sin manos se lleva media docena de latas de melocotones en almíbar, perdiendo en la fuga su certificado de leproso. Un celador aprovecha para robarse una lata de galletas, que se mete bajo la ruana. Todo esto viene después de que Escobar, en la puerta de su edificio, presencia cómo una señora coge a golpes con sus zapatos de punta los testículos de un ladrón caído en el asfalto. Escobar se burla de los poetas comprometidos y de la poesía en general, pero cuando un grupo guerrillero maoísta lo conmina a escribir para el pueblo, emprende un poema épico, «La Bogoteida», del que caben citar estos versos y el comentario que los acompaña:

 «Ciudad arriñonada que se extiende,
 de norte a sur quemando la pradera,
 devorando el paisaje: cual se tiende
 negra morcilla en verde ensaladera...».

 Pero ese no era el tono épico: arriñonada, ensaladera. «Imágenes grotescas y prosaicas. ¿Pero qué puede ser más prosaico y grotesco que la ciudad de Bogotá? Una ciudad renegrida, reblandecida, informe, pululante de gente, como una gruesa morcilla purpúrea cubierta de insectos, bruñida de grasa, goteante, rellena de sabe Dios qué porquerías, sí: de sangre putrefacta. Ciudad hedionda a manteca recocinada de fritangas de esquina, manando humores turbios, rezumando coágulos de podredumbre sobre el espejo verde y tierno de la sabana, envenenándola».
 Abundan pasajes como este que recuerdan a Céline y son la obvia visión escatológica de un hombre obsesionado por el hecho de orinar y que continuamente revela una solapada y violenta misoginia.
 Las mejores partes del libro son las que tratan sobre la familia de Escobar, «que se confunde con la historia del país». Sobre todo las delirantes reuniones presididas por la madre, doña Leonorcita -Escobar se preocupa si su tensión baja heredada de ella es lo que hace indiferente y por lo tanto cínico- en las que participan, además del tío Foción, los infaltables aduladores de la anciana, monseñor Boterito Jaramillo, con su cáncer en la lengua -en el ano tal vez habría sido más apropiado, dadas sus inclinaciones sexuales-, el sirvientero Ernestico Espinosa -que termina de amante de Henna- y Ricardito Patiño, autor de un soneto al Partenón y perfumado ejemplar de la poesía oficial -los comprometidos son todos mantecos.
 Este libro amargo, chistoso en muchas partes, bien escrito, dará mucho de qué hablar por su terrorismo verbal, pero no es la novela bogotana -la capital todavía espera a su novelista- y ni siquiera es una buena novela. La parte literaria es verbosa, los diálogos sosos y repetitivos y no siempre divertidos. Es un libro que hubiera sido mucho más fuerte con menos palabras, es decir, un libro que cae en lo que más critica, en la retórica. Y el odio que destila, a veces es sólo un asco pequeño burgués. Estamos ante un émulo de Vargas Vila... y ante una novela fallida que se desinfla bajo su propio peso a medida que avanza su lectura.

 Escobar es simplemente otro «hombre-libro» latinoamericano, un Oblomov criollo que nada quiere hacer, un nihilista cuya cultura llena de huecos lo lleva a deformar la realidad, a favor de una visión amarillista y expresionista de la vida, pero ni siquiera él merece la muerte por equivocación que le depara el sanguinario coronel Buendía, un desigual duelo de generosas y justas proyecciones literarias que tal vez redime la novela para muchos. Ojalá que así sea y que yo me equivoque, que esto no sea una desigual ensalada localista, de difícil comprensión para los extraños y tal vez irritante para los nativos, que el autor condena en su totalidad a un infierno vulgar y maloliente. El público, como siempre, ¡tiene la palabra!
 Nicolás Suescún


 «Sin remedio» relata la paradójica trayectoria de un hombre de treinta y un años, vástago de una de esas familias rectoras de los destinos del país, que cree -partiendo de una equivocación- que Rimbaud a la misma edad ya había muerto en un hospital en Marsella. El, Ignacio Escobar, también quiere ser escritor, quiere perpetuarse en las letras rápidamente, pero se debate entre su madre -una mujer viuda rodeada de calanchines de toda naturaleza-, el sexo de sus amigas y conocidas -no puede ver unas faldas porque se arrastra tras ellas- y sus amigos -pequeño-burgueses radicalizados- como él los llama.
 Contada con un verismo brutal, termina por dejar a un lado el lenguaje literario -tal vez nunca lo tuvo- y opta por el descarnado y procaz de la vida cotidiana, el lenguaje degradado de quien redujo su expresión a unos cuantos calificativos, a unas pocas expresiones vulgares, a mínimas fórmulas de un lenguaje artrítico de izquierda. Y este lenguaje va creando paulatinamente un ambiente enrarecido, denso, en el que se mueven todos los personajes con bastante fluidez. Un lenguaje pobre, que termina negándose a sí mismo en su miseria, como ocurre con cada uno de los protagonistas, incluido el mismo Ignacio Escobar.
 Historia lineal, sin sobresaltos de ninguna naturaleza, Caballero renuncia también a la elaboración literaria pues ésta se sucede día a día, agobiados todos los personajes, pero especialmente Escobar, por las mismas angustias, idénticos sinsabores y frustraciones similares.
 Solitario incomprendido, el protagonista se perfila, a medida que avanza la narración, en un consolador de mujeres, en un confesor, un paño de lágrimas, cuya retribución es la seducción. «Cuénteme», así se inician todos esos episodios que aparecen varias veces en una repetición incesante de un mismo acontecer, de una misma circunstancia, donde apenas se altera un poco el escenario, pero los personajes son los mismos. Porque, además desde un comienzo se puede prever cada uno de esos episodios. Y en ese sentido, la novela pierde un poco de fuerza e interés, pues a semejanza de ciertos géneros literarios, los episodios intermedios son fácilmente predecibles. Al menos en lo que concierne a las relaciones íntimas del protagonista. No ocurre, sin embargo, lo mismo con los derroteros que asumirá la trayectoria de Escobar que va deslizándose, paulatinamente, hacia un corredor sin salida.
 Pero esta historia es aprovechada por el autor para presentar un retrato esperpéntico de Bogotá, de Santa Fe gris y lluviosa que se disuelve en su propia mezquindad. En varias oportunidades Escobar se pregunta si no es posible que exista un mundo sin Bogotá, pero la terca realidad se niega a retirarse, se empecina en estar ahí y servir de escenario y, a veces, de protagonista de los acontecimientos relatados.
 Indudablemente una atmósfera como la retratada por estas páginas se encuentra a diario en esta lúgubre ciudad y son muchos, muchísimos -tal vez- los habitantes que pueden verse en esos espejos que Antonio Caballero pone ante los lectores.
 Parece ser, entonces, que, ante el empecinamiento de ciertos autores, una corriente se abre camino en nuestro mínimo escenario literario: escribir no acerca de un personaje de ficción, resultado de un elaborado proceso creativo, sino de una figura extraída del acontecer diario, con el cual -seguramente- se ha compartido mucho, y endilgarle a este unos cuantos vicios, algunos parientes y amigos, varios acontecimientos, y hacer de eso un libro. Y si la vida no puede consistir en eso, «en fabricar pedazos de poemas de pedazos de vida», seguramente la literatura tampoco.
 Conrado Zuluaga

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