martes, 2 de septiembre de 2014

Antonio Caballero. Novela: Sin remedio.


Antonio Caballero.
Columnista y caricaturista de varios diarios y revistas colombianos y extranjeros, una de las más conocidas es su columna en la revista Semana.

Caballero nació en Bogotá el 15 de mayo de 1945, pasó su niñez en España y regresó a Colombia en 1957. Realizó cursos de ciencias políticas en la década de los 60, en París. Aficionado a la tauromaquia, escribió el ensayo Toros, toreros y público (1992).


Ganó el premio de Periodismo Planeta en 1999 con su obra No es por aguar la fiesta, libro que agrupó sus diferentes notas políticas publicadas. También escribió, junto con Juan Carlos Iragorri, el libro Patadas de ahorcado (2002).

***

Una novela sobre lo difícil que es escribir poesía` publicado en 1984 luego de doce años de trabajos quizás forzados para terminarla. Según todos los chismes de la época se trata de un libro que celebra y denigra de sus compañeros de viaje en la revista Alternativa, pero lo cierto es que es una suerte de retrato de época, y de la vida de un poeta nada frustrado, que sin duda admira en el fondo de su alma a un solo escritor, el autor de la Divina Comedia y a su sosías Don Honorato de Balzac, que redactó una comedia tan humana como esta Sin remedio del nieto de ex presidentes e ínclito hermano del mejor pintor colombiano de todos los tiempos Luís Caballero Holguín.


«No se escoge la muerte: a ella se llega acorralado por la propia vida.»

Poeta frustrado, incapaz de vencer el tedio de los días y hacer algo con su vida, Ignacio Escobar, el protagonista de esta alucinada historia, recorre la ciudad como un observador inclemente que destroza con su crítica mordaz y despiadada todo lo que encuentra a su paso.

Agobiado por la realidad de un mundo que no logran entender, Escobar no consigue encontrar un lugar entre la revejida clase alta bogotana que representa su familia, y los jóvenes acomodados de su generación, obnubilados con los discursos de izquierda, y para quienes ser calificados de pequeño-burgueses es un conflicto existencial.

Antonio Caballero logra retratar en esta novela emblemática, construida con el humor agudo y la sátira inteligente que lo caracterizan, la tediosa y provinciana Bogotá de los años setenta.

Sin remedio, una novela que seguirá cautivando a muchas generaciones.

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SIN REMEDIO

Antonio Caballero


 El autor

Detesta escribir por la mañana porque se siente bajo de forma. Dice que piensa mal, escribe mal, lee mal y hace todo mal.
 Recorta comentarios o noticias de los periódicos y guarda papelitos que le han de servir de ideas para sus artículos, pero generalmente nada de lo archivado aparece... por el desorden en que se mantiene.
 La primera frase, el primer párrafo, son su mayor dolor de cabeza, pero una vez logrados... la columna va saliendo por sí sola, sin que al sentarse haya tenido la idea plena, la estructura completa del trabajo.
 Lo que le inquieta de su artículo periodístico es que tenga claridad absoluta, evitar toda confusión o ambigüedad, que sea contundente, hecho que también forma parte de la claridad.
 Encuentra ideal escribir sobre una mesa grande y bien iluminada, pero no le importa estar sentado en medio del bullicio de la redacción de un periódico.

 Presentación

 El antihéroe de la novela «Sin remedio», de Antonio Caballero, Ignacio Escobar, un indolente poeta de cuna aristocrática que vive de los fajos de billetes nuevos que su madre de 73 años le da cada vez que la visita (cuando se le agotan), empieza invocando a Rimbaud con una equivocaeión garrafal. Unas páginas después, al recurrir a la enciclopedia, como hace todo el tiempo, se da cuenta de que Rimbaud no murió a los 31 años -la edad que él tiene ahora y que lo abochorna- sino a los 38, de gangrena, en un hospital de Marsella, y 19 años después de haber escrito el primer gran poema moderno.
 Se basa, pues, Escobar en una anécdota oída o mal digerida en la lectura, que principia a revelar, aparte de su ignorancia, que la lección poética de Rimbaud no lo ha afectado en nada. Escobar tampoco sabe que hay por lo menos media docena de grandes poetas que murieron antes de llegar a su edad.
 Es un personaje detestable, fatuo, bilioso, pedante, esquizofrénico, libresco, narcisista, escatológico, cobarde... y masoquista. Le encanta registrar todas las cosas desagradables que le dicen las mujeres que se pegan a él como moscas. Su poesía es un frío y culterano ejercicio retórico, fabricado con ayuda de diccionarios de rimas. Como poeta Escobar está en Babia. Tampoco es político. Desprecia a los poetas comprometidos y una de las mayores ironías voluntarias del libro, que leí en un manuscrito lleno de tachones y con muy pocos añadidos, es un verso de su «Opus magnum», que escribe en su apartamento totalmente saqueado por los ladrones, un largo poema puro de fenomenal frialdad, que se convierte cuando llega a manos del coronel Aureliano Buendía, jefe de la policía secreta, en una consigna revolucionaria que a la postre significca su muerte a manos de los sicarios de la tiranía.
 Escobar es el personaje en el que el brillante periodista ha escogido encarnar gran parte de su personalidad. Es en cierta manera un libro autobiográfico, pero no en el sentido en que la vida del personaje de la novela coincida en los hechos con la del autor. Habrá mujeres y hombres que se sientan pintados y ridiculizados por Caballero, pero pueden estar tranquilos; el libro nada tiene que ver ni con las personas de carne y hueso ni con la ciudad y el país que pretende describir.
 No tiene nada que ver porque no hay distancia entre el autor y su autocaricatura. Y este es el fracaso fundamental de un libro en partes muy cómico pero con pasajes de insoportable pedantería, con páginas rellenas de repeticiones y listas de palabras y poemas, que demuestran el virtuosismo literario del escritor, pero que no revelan sino que soslayan los problemas que se propone denunciar: la injusticia, la mediocridad y, ante todo, la retórica colombiana.
 Este hombre, al que le parecen carencias esenciales el mal olor, la suciedad, los teléfonos dañados, la escasez de taxis, no es el hombre que puede cambiar, por obra y gracia de su distorsionada visión de las cosas, la imagen real de un país y un pueblo. No estamos ante Jorge Zalamea o inclusive ante el Daniel Samper de sus vitriólicos cuentos secretos, pero sí en la misma vena caricaturesca que ha esquematizado Botero en la pintura. «Sin remedio» es la visión de un poeta chapineruno de delicado olfato que se molesta con las fritangas y la grasa de los churros. Es un Juan Gustavo Cobo de la prosa, otro ejemplar de esa escuela rola, que de golpe se puede tomar el mundo a punta de flojona quejumbrosidad, pero no de realismo, ni de conocimiento, ni de pasión auténtica.

 Es tal vez un libro más mamagallista que cualquier libro escrito por un costeño, pero no recuerdo a ningún costeño escritor que no conozca la diferencia entre el mamagallismo y la realidad. Lo que es fundamental para hacer a un novelista. Un escritor en el que uno puede ver cómo pasaron o son las cosas en su totalidad, algo que uno no obtiene leyendo a los historiadores, los ideólogos o los cultores de la palabra, como Escobar.
 Todo en la novela está visto a través de su lente deformante. En las últimas cincuenta páginas matan a dos poetas el domingo en que se disputaron la Presidencia Alfonso López Michelsen y Alvaro Gómez. Primero, en la calle 19, al poeta comprometido con el que Escobar se trabó a golpes y creyó haberlo matado en el baño de un cabaret, y luego a Escobar, tres días después. Pero antes, el mismo domingo de elecciones, secuestran y asesinan a don Foción Urdaneta de Brigard, tío de Escobar, y motivo por el que el gobierno esa noche declara el toque de queda.
 En Colombia a los poetas no los matan, son tal vez los únicos que no vale la pena eliminar. Los conformistas mueren de viejos y en olor de alabanzas, y los rebeldes de hambre. Y sólo corren el riesgo de que los aplaste una buseta o les caiga encima un ladrillo, no como la antigua Colección Básica de Colcultura. No los asesinan y mucho menos en día de elecciones, cuando precisamente no pasa nada.
 Pero miremos a Escobar más de cerca. Es un personaje que muestra en cada página su naturaleza doble. Sus pensamientos, la corriente poética que lo invade en todo momento es mucho más rica que lo que expresa o reproduce en los diálogos, como aquel, en la cama con Henna, una voraz bailarina de ballet que va en busca de su amiga Fina, la amante que acaba de abandonar a Escobar por su egoísmo, se acuesta con él tres o cuatro veces en un día, y luego se aparece con dos maletas y se instala.
 Esto piensa Escobar, saciado de sexo, un mes después: «Cómo explicarle, Henna, para que entienda: mi organismo necesita un mínimo vital de 14 horas de absoluto reposo. Y, además, cómo decírselo: cuando duermo por lo menos no veo el ojo velludo de su vientre insaciable que me acecha, anémona carnívora que agita filamentos en el fondo del mar, que me arroja al sexo a cada paso, húmedo y negro, rosado de mucosas palpitantes, media luna dentada que se ajusta a mi miembro como las fauces de la trampa a la pata del oso...». Y esto es lo que escribe que dijo al mismo tiempo o un instante después de haber pensado la significativa retahíla: «Henna, uno no puede hacer el amor sin parar, de día y de noche. Los dinosaurios, sin ir más lejos, se extinguieron del todo porque no hacían más que eso. Está probado. Es un hecho científico».
 «Pero hacer el amor es lo más lindo que hay», dice Henna. Y él piensa: Eso es tan subjetivo, con Fina, en otra época, nos despertábamos en medio de la noche y hacíamos el amor de repente, abrazados el uno al otro, como náufragos. Pero dice esto: «Eso es tan relativo... fíjese en los monjes budistas: no hacen el amor, y sublimarlo es el primer escalón hacia el Nirvana. Y fíjese en los padres de la Iglesia: no hacer el amor y ofrecérselo a Dios es el primer escalón hacia la santidad». ¡El Nirvana! ¡Los dinosaurios! ¡El intelectual entra en acción, amo impotente de la historia y del mundo!

 ¿Y la ciudad? Parece un perenne 9 de abril. Un viaje al mercado para llenar su nevera de libidinoso hombre de libros sin hembra, se presta para una buñuelesca escena en la que a una señora un raponero le roba un zarcillo, circunstancia que aprovecha otra dama para llevarse un jamón de su carrito de mercado. Un mendigo sin manos se lleva media docena de latas de melocotones en almíbar, perdiendo en la fuga su certificado de leproso. Un celador aprovecha para robarse una lata de galletas, que se mete bajo la ruana. Todo esto viene después de que Escobar, en la puerta de su edificio, presencia cómo una señora coge a golpes con sus zapatos de punta los testículos de un ladrón caído en el asfalto. Escobar se burla de los poetas comprometidos y de la poesía en general, pero cuando un grupo guerrillero maoísta lo conmina a escribir para el pueblo, emprende un poema épico, «La Bogoteida», del que caben citar estos versos y el comentario que los acompaña:

 «Ciudad arriñonada que se extiende,
 de norte a sur quemando la pradera,
 devorando el paisaje: cual se tiende
 negra morcilla en verde ensaladera...».

 Pero ese no era el tono épico: arriñonada, ensaladera. «Imágenes grotescas y prosaicas. ¿Pero qué puede ser más prosaico y grotesco que la ciudad de Bogotá? Una ciudad renegrida, reblandecida, informe, pululante de gente, como una gruesa morcilla purpúrea cubierta de insectos, bruñida de grasa, goteante, rellena de sabe Dios qué porquerías, sí: de sangre putrefacta. Ciudad hedionda a manteca recocinada de fritangas de esquina, manando humores turbios, rezumando coágulos de podredumbre sobre el espejo verde y tierno de la sabana, envenenándola».
 Abundan pasajes como este que recuerdan a Céline y son la obvia visión escatológica de un hombre obsesionado por el hecho de orinar y que continuamente revela una solapada y violenta misoginia.
 Las mejores partes del libro son las que tratan sobre la familia de Escobar, «que se confunde con la historia del país». Sobre todo las delirantes reuniones presididas por la madre, doña Leonorcita -Escobar se preocupa si su tensión baja heredada de ella es lo que hace indiferente y por lo tanto cínico- en las que participan, además del tío Foción, los infaltables aduladores de la anciana, monseñor Boterito Jaramillo, con su cáncer en la lengua -en el ano tal vez habría sido más apropiado, dadas sus inclinaciones sexuales-, el sirvientero Ernestico Espinosa -que termina de amante de Henna- y Ricardito Patiño, autor de un soneto al Partenón y perfumado ejemplar de la poesía oficial -los comprometidos son todos mantecos.
 Este libro amargo, chistoso en muchas partes, bien escrito, dará mucho de qué hablar por su terrorismo verbal, pero no es la novela bogotana -la capital todavía espera a su novelista- y ni siquiera es una buena novela. La parte literaria es verbosa, los diálogos sosos y repetitivos y no siempre divertidos. Es un libro que hubiera sido mucho más fuerte con menos palabras, es decir, un libro que cae en lo que más critica, en la retórica. Y el odio que destila, a veces es sólo un asco pequeño burgués. Estamos ante un émulo de Vargas Vila... y ante una novela fallida que se desinfla bajo su propio peso a medida que avanza su lectura.

 Escobar es simplemente otro «hombre-libro» latinoamericano, un Oblomov criollo que nada quiere hacer, un nihilista cuya cultura llena de huecos lo lleva a deformar la realidad, a favor de una visión amarillista y expresionista de la vida, pero ni siquiera él merece la muerte por equivocación que le depara el sanguinario coronel Buendía, un desigual duelo de generosas y justas proyecciones literarias que tal vez redime la novela para muchos. Ojalá que así sea y que yo me equivoque, que esto no sea una desigual ensalada localista, de difícil comprensión para los extraños y tal vez irritante para los nativos, que el autor condena en su totalidad a un infierno vulgar y maloliente. El público, como siempre, ¡tiene la palabra!
 Nicolás Suescún


 «Sin remedio» relata la paradójica trayectoria de un hombre de treinta y un años, vástago de una de esas familias rectoras de los destinos del país, que cree -partiendo de una equivocación- que Rimbaud a la misma edad ya había muerto en un hospital en Marsella. El, Ignacio Escobar, también quiere ser escritor, quiere perpetuarse en las letras rápidamente, pero se debate entre su madre -una mujer viuda rodeada de calanchines de toda naturaleza-, el sexo de sus amigas y conocidas -no puede ver unas faldas porque se arrastra tras ellas- y sus amigos -pequeño-burgueses radicalizados- como él los llama.
 Contada con un verismo brutal, termina por dejar a un lado el lenguaje literario -tal vez nunca lo tuvo- y opta por el descarnado y procaz de la vida cotidiana, el lenguaje degradado de quien redujo su expresión a unos cuantos calificativos, a unas pocas expresiones vulgares, a mínimas fórmulas de un lenguaje artrítico de izquierda. Y este lenguaje va creando paulatinamente un ambiente enrarecido, denso, en el que se mueven todos los personajes con bastante fluidez. Un lenguaje pobre, que termina negándose a sí mismo en su miseria, como ocurre con cada uno de los protagonistas, incluido el mismo Ignacio Escobar.
 Historia lineal, sin sobresaltos de ninguna naturaleza, Caballero renuncia también a la elaboración literaria pues ésta se sucede día a día, agobiados todos los personajes, pero especialmente Escobar, por las mismas angustias, idénticos sinsabores y frustraciones similares.
 Solitario incomprendido, el protagonista se perfila, a medida que avanza la narración, en un consolador de mujeres, en un confesor, un paño de lágrimas, cuya retribución es la seducción. «Cuénteme», así se inician todos esos episodios que aparecen varias veces en una repetición incesante de un mismo acontecer, de una misma circunstancia, donde apenas se altera un poco el escenario, pero los personajes son los mismos. Porque, además desde un comienzo se puede prever cada uno de esos episodios. Y en ese sentido, la novela pierde un poco de fuerza e interés, pues a semejanza de ciertos géneros literarios, los episodios intermedios son fácilmente predecibles. Al menos en lo que concierne a las relaciones íntimas del protagonista. No ocurre, sin embargo, lo mismo con los derroteros que asumirá la trayectoria de Escobar que va deslizándose, paulatinamente, hacia un corredor sin salida.
 Pero esta historia es aprovechada por el autor para presentar un retrato esperpéntico de Bogotá, de Santa Fe gris y lluviosa que se disuelve en su propia mezquindad. En varias oportunidades Escobar se pregunta si no es posible que exista un mundo sin Bogotá, pero la terca realidad se niega a retirarse, se empecina en estar ahí y servir de escenario y, a veces, de protagonista de los acontecimientos relatados.
 Indudablemente una atmósfera como la retratada por estas páginas se encuentra a diario en esta lúgubre ciudad y son muchos, muchísimos -tal vez- los habitantes que pueden verse en esos espejos que Antonio Caballero pone ante los lectores.
 Parece ser, entonces, que, ante el empecinamiento de ciertos autores, una corriente se abre camino en nuestro mínimo escenario literario: escribir no acerca de un personaje de ficción, resultado de un elaborado proceso creativo, sino de una figura extraída del acontecer diario, con el cual -seguramente- se ha compartido mucho, y endilgarle a este unos cuantos vicios, algunos parientes y amigos, varios acontecimientos, y hacer de eso un libro. Y si la vida no puede consistir en eso, «en fabricar pedazos de poemas de pedazos de vida», seguramente la literatura tampoco.
 Conrado Zuluaga

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