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jueves, 29 de febrero de 2024

G. K. Chesterton George Bernard Shaw PRÓLOGO

 


 


 G. K. Chesterton

George Bernard Shaw

 

 

 

 

 


 

«La mayoría de la gente dice que está de acuerdo con Bernard Shaw o que no le entiende. Yo soy el único que le entiende, y no estoy de acuerdo con él».

G. K. CH.

 

 


 EL PROBLEMA DEL PRÓLOGO

 

UNA peculiar dificultad refrena al autor de este arriesgado estudio muy desde el principio. Son muchos los que conocen a Bernard Shaw, sobre todo como hombre capaz de escribir un larguísimo prólogo, aun para una obra muy corta. Y es cierto, ya que es realmente una persona muy dada a los prólogos. Da siempre la explicación antes que el incidente; pero, por lo que a esto se refiere, lo mismo pasa con el Evangelio de San Juan. Para Bernard Shaw, lo mismo que para los místicos, cristianos y paganos (y a Shaw se le ve mejor como a un místico pagano), la filosofía de los hechos es anterior a los hechos mismos. Oportunamente llegamos al hecho, la encarnación; pero en un principio fue el Verbo.

Esto produce en muchos espíritus la impresión de una preparación innecesaria y una especie de excitante prolijidad. Pero lo cierto es que la misma viveza de imaginación de este hombre es la que le hace parecer lento en llegar al final. No cabe duda de que, de tan agudo resulta prolijo. Una vista penetrante para las ideas puede, en realidad, hacer que un escritor tarde en alcanzar su meta, lo mismo que una fina visión para el paisaje puede obligar a un motorista a retardar su llegada a Brighton. Un hombre original tiene que hacer una pausa en cada alusión o en cada símil para explicar de nuevo los paralelos históricos, para volver a dar forma a las palabras deformadas. Cualquier escritor corriente de primera línea —permítasenos decirlo así— podría escribir rápida y fácilmente algo parecido a esto: «El elemento de la religión que existe en la rebelión puritana, si bien hostil al arte, libró sin embargo, al movimiento, de algunos de los males en que la Revolución Francesa envolvió a la moralidad». Ahora bien: un hombre como Shaw, que tiene opiniones propias sobre todas las cosas, se vería forzado a construir una frase larga y quebrada, en lugar de una breve y sencilla. Diría algo así: «El elemento de la religión, tal como yo explico la religión, que existe en la rebelión puritana (a la que vosotros tomáis en un sentido totalmente erróneo), si bien hostil al arte —es decir, a lo que yo entiendo por arte—, puede haberla librado de algunos males (recordad mi definición del mal) en que la Revolución Francesa —sobre la que tengo mi propia opinión— envolvió a la moralidad, a la que os definiré dentro de un instante». Lo peor que tiene el ser un escéptico y un filósofo verdaderamente universal, es esto: que la labor es lenta. El bosque de ideas del hombre le obstruye la salida. El hombre ha de ser ortodoxo en muchas cosas, de lo contrario, no tendrá tiempo ni de predicar su propia herejía.

Ahora bien, la misma dificultad que encierra la obra de Bernard Shaw, la tiene todo libro que de él trate. Existe la inevitable necesidad artística de poner el prólogo antes que la obra; es decir, es preciso decir algo acerca de lo que significa la experiencia de Bernard Shaw incluso antes de contar cuál fue ésta. Hemos de relatar lo que hizo, después que hayamos explicado por qué lo hizo. Considerada superficialmente, su vida se compone de incidentes bastante corrientes. Muy bien pudiera ser la vida de un empleado de Dublín, de un socialista de Manchester o de un autor londinense. Si abordo la vida del hombre antes que su obra, parecerá trivial; sin embargo, considerada en conjunto con su obra, es de lo más importante. En resumen, difícilmente podríamos saber lo que significan los actos de Shaw si no supiésemos lo que se proponía al realizarlos. Esta dificultad, en cuanto al mero orden y estructura, me ha suscitado muchas dudas. Voy a salvarlas, toscamente quizá, pero del modo que considero más sincero. Antes de escribir la más mínima indicación acerca de sus relaciones con el teatro, voy a hacerlo respecto a tres regiones o atmósferas, de las cuales surgió esa relación. Dicho de otro modo, antes de hablar de Shaw, hablaré de las tres grandes influencias que obraron sobre él. Las tres existían antes de nacer él, y, sin embargo, cada una de ellas es él mismo y su vivo retrato desde cierto punto de vista. He denominado a estas tres tradiciones: El Irlandés, El Puritano y El Progresista. No veo el modo de evitar esta teorización preliminar, pues si me limitase a decir, por ejemplo, que Bernard Shaw es irlandés, la impresión que produciría sobre el lector podría estar muy alejada de mi pensamiento y, lo que es más importante, de la idea de Shaw. Por ejemplo, la gente podría pensar que yo quería decir que es «irresponsable». Esto trastornaría todo el plan de estas páginas, pues si algo no es Shaw, es irresponsable. En él la responsabilidad vibra como el acero. De igual modo, si yo le llamase sencillamente puritano, podría entenderse algo relacionado con estatuas desnudas o «mojigatas al acecho». Y si le llamase progresista, podría suponerse que quería decir que vota por los progresistas en las elecciones del Condado, cosa que dudo mucho. No tengo más camino que éste: explicar brevemente estas cuestiones como las explicaría el propio Shaw. Habrá algunos protestones que criticarán este colocar la moraleja antes que la fábula. Otros, imaginarán en su inocencia que comprenden ya la palabra puritano o la más misteriosa todavía de irlandés. En realidad, la única persona de cuya aprobación estoy seguro es el propio Bernard Shaw, el hombre de las múltiples introducciones.

lunes, 12 de febrero de 2024

LOS VIEJOS DEL ZOO ANGUS WILSON PRÓLOGO

 



Un accidente en el zoo de Londres —la muerte infligida por una jirafa a un guardián— pone en marcha una crisis que afecta a una institución respetable y respetada, metáfora de la sociedad británica. Porque la muerte de Filson el Joven es el reflejo de las contradicciones que subyacen en la vida del Zoo, del choque entre los nostálgicos que piensan que «cualquier tiempo pasado fue mejor» y quieren repetirlo, y los renovadores que desean hacer tabla rasa y construir una nueva realidad.

«Los viejos del zoo» es una de las mejores novelas de ese gran continuador de la tradición dickensiana que es Angus Wilson. Personajes como Simon Carter, Martha, su esposa, el implacable y lúcido Lord Godmanchester, el extraño Emile Englander, el deportivo y arrogante Robert Falcon, Leacock, ajeno a todo lo que no sea su gran proyecto de renovación del Zoo, el encantador Matthew Price, capaz de dar su vida por los valores en los que cree, etc., forman una fascinante galería sobre el fondo de una Inglaterra convulsa y agobiada por sus contradicciones internas. Angus Wilson demuestra de nuevo que es uno de los mayores novelistas de nuestro tiempo, un analista lúcido e irónico de la vida contemporánea, creador de vastos frescos sociales y a la vez minucioso observador de las vidas individuales. «Los viejos del zoo» es uno de sus libros clave.

viernes, 29 de septiembre de 2023

Wilkie Collins Ioláni, o Tahití tal como era PRÓLOGO

 

 

 

Aunque William Wilkie Collins (Londres 1824-1889) no publicó su primera novela, «Antonina or the Fall of Rome», hasta 1850, llevaba años escribiendo y poniendo a punto su estilo literario. A esa época de juventud pertenece «Ioláni, o Tahití tal como era», la primera novela escrita por Wilkie Collins, cuyo manuscrito, tras innumerables subastas y peripecias, acaba de ver la luz este año, siglo y medio después de haber sido escrita. Wilkie Collins había crecido leyendo las novelas de Ann Radcliffe, gusto que compartía con su madre, y disfrutaba recitando en familia los párrafos más escabrosos de libros como «El Monje» o «Frankenstein», de modo que a los veinte años, cuando escribió «Ioláni», su imaginación se hallaba imbuida de literatura gótica, tan popular en aquel tiempo.

El autor de inolvidables novelas como «La dama de blanco» o «La piedra lunar» definió su primera obra, «Ioláni», como “una mezcla de romance gótico y aventuras en los mares del Sur, a medio camino entre Radcliffe y Stevenson”. Cabría añadir que esta novela, por su tema —una mujer es condenada y perseguida por un pérfido patriarca religioso y huye penosamente de él, poniendo a salvo su amor e independencia—, tan querido al género gótico, se emparenta con otras dos de la misma época: una anterior, «El Italiano, o el confesionario de los penitentes negros» (1797), de Ann Radcliffe, y otra posterior, «La letra escarlata» (1850), de Nathaniel Hawthorne.

 


 

 

 




Wilkie Collins

 

 Ioláni, o Tahití tal como era

 

 

 

 


Título original: Ioláni; or, Tahíti as It Was

 

Wilkie Collins, 1999

 

Traducción: Óscar Palmer & Santiago García

 

Ilustración de cubierta: Paul Gauguin “El espíritu vela” (1897)

 

Editor digital: Oxobuco

 

ePub base r1.2

 

 

 

 


 PRÓLOGO

 

Sacerdotes guerreros, brujos, guerras fratricidas, persecuciones góticas, sacrificios rituales, hombres salvajes, Tahití… Es posible que al encontrarse con todos estos elementos los aficionados a la literatura de Wilkie Collins se llamen a despiste, ya que, sin lugar a dudas, el libro que en estos momentos tienen entre las manos es uno de los más atípicos de la carrera de su autor. Entre otras cosas, porque se trata del primero que escribió.

Aunque William Wilkie Collins (Londres, 1824-1889) no publicó su primer libro, una biografía de su padre, hasta 1848, y una novela, Antonina or the Fall of Rome, hasta 1850, lo cierto es que llevaba tiempo haciendo sus pinitos literarios. Su interés por la escritura se había despertado a muy temprana edad, por una parte derivado de la lectura de sus autores favoritos, entre los que se encontraban Sir Walter Scott, Lord Byron, Cervantes o Marryatt, y por otra de la relación en primera persona con escritores como Wordsworth o Coleridge, amigos personales de sus padres y presencias habituales en la casa que la familia tenía en Hampstead. Sin embargo, no fue hasta 1851 cuando Collins conoció al autor que mayor influencia iba a ejercer sobre su vida literaria, Charles Dickens: amigo, consejero, mentor, coautor de varias de sus obras y fundador y director de Household Words, un semanario publicado ininterrumpidamente entre 1851 y 1859 en el que Collins colaboró activamente, curtiéndose como escritor de seriales. En 1859, Household Words fue sustituido por All the Year Around otro semanario dirigido por Dickens hasta su muerte en 1870, en el que vieron la luz las mejores novelas de Collins: La dama de blanco (1860), Sin Nombre (1862), Armadale (1866) y La piedra lunar (1868, «la primera, la más extensa, y la mejor de las modernas novelas inglesas de detectives», según T. S. Eliot), obras que le convirtieron en uno de los escritores más populares de su tiempo, de fama inferior únicamente a la de su maestro. Habilidoso tejedor de enrevesadas tramas y perfecto cultivador del Continuará…, Collins se benefició al máximo del ritmo impuesto por las entregas de la revista, logrando que jugara a su favor, no contra él, y consiguiendo cumplir en la mayoría de los casos con el lema que se había impuesto: «Hazles reír; hazles llorar; hazles esperar». A partir de 1870, en todo caso, su estrella empezó a declinar: el fallecimiento de Dickens le privó de uno de sus mejores amigos y, presumiblemente, del mejor crítico que había tenido su trabajo. Ninguna novela ni anterior ni posterior al periodo de su colaboración tiene la misma intensidad y garra que las escritas entre 1850 y 1870. Por otra parte, su mala salud, agravada por su adicción al láudano y por los vericuetos de su vida privada (vivía con dos amantes, aparentemente en la misma casa), repercutió negativamente en su ficción, aunque siguió escribiendo con asiduidad hasta el momento de su muerte, acumulando más de treinta voluminosas novelas, una cincuentena de cuentos, al menos 15 obras de teatro (además de participar en adaptaciones de obras suyas al escenario) y decenas de artículos periodísticos.

Collins empezó a escribir el manuscrito de Ioláni en 1844, mientras remoloneaba en la oficina de Antrobus & Company, una compañía de importadores de té para la que trabajó entre enero de 1841 y mayo de 1846 como aprendiz sin sueldo, puesto que le había conseguido su padre, el pintor William Collins, gracias a las amistades que tenía en común con el patriarca de los Antrobus, quien llegó a encargarle un retrato de sus tres hijas. Mientras permaneció allí, Wilkie dedicó el tiempo, según le dijo a su amigo Edmund Yates, a escribir «tragedias, comedias, poemas épicos y demás basura literaria invariablemente producida por los jóvenes principiantes». El 25 de enero de 1845, William Collins envió el manuscrito definitivo de Ioláni; or, Tahíti as It Was a los responsables de la editorial Longmans, quienes le propusieron editarlo a cambio de que costeara la mitad de los gastos de imprenta. Posteriormente, tras una reseña no excesivamente positiva de su lector, ampliaron sus peticiones hasta solicitarle que se hiciera cargo de la totalidad de los gastos, algo a lo que el padre de Wilkie se negó mediante una carta fechada el 8 de marzo de 1945. A continuación, envió el manuscrito a Chapman & Hall, pero éstos lo rechazaron directamente y Ioláni pasó a dormir el sueño de los justos, quizá en lo más profundo de algún cajón. La primera noticia que los lectores pudieron tener de esta primera novela fue la mención que de ella hizo Wilkie Collins en una entrevista aparecida el 3 de septiembre de 1870 en el Appleton’s Journal, en la que recordaba la obra como una mezcla de romance gótico y aventuras en los mares del Sur, a medio camino entre Radcliffe y Stevenson. A finales de 1878 o principios de 1879, Collins le entregó el manuscrito a August Daly, un empresario teatral norteamericano con el que mantenía buena relación y que se había responsabilizado de adaptar con notable éxito para los escenarios americanos algunas obras de Collins, como Man & Wife (1870) y The New Magdalen (1873), lo que contribuyó a otorgarle cierta fama al escritor británico, permitiéndole llevar a cabo un tour de lecturas por Estados Unidos. Las colaboraciones y la buena relación entre ambos continuó cimentándose a lo largo de la década, pero según Ira B. Nadel, introductor y anotador de la edición original de Ioláni, no es probable que Collins le entregase el manuscrito con anterioridad a la fecha mencionada, ya que en octubre de 1878 Daly subastó gran parte de su librería para sufragar algunas deudas, y Ioláni, evidentemente no formó parte del lote. Sí lo hizo, sin embargo, en 1900, cuando efectuó una segunda subasta de sus propiedades. Dado que visitó a Collins en su casa de Londres poco después de haber realizado la primera, es de suponer que lo recibiera de sus propias manos en aquella ocasión, quizá con vistas a una adaptación teatral. La primera noticia pública y notoria de la existencia del manuscrito de Ioláni, en todo caso, fue la mencionada subasta, celebrada en marzo de 1900. Tras ser adquirido al precio de 23 dólares por un joven agente literario, George D. Smith, quien inmediatamente lo puso en su catálogo a un precio de 100 dólares, recomendando su publicación, el manuscrito fue comprado por un coleccionista privado de Filadelfia, Howard T. Goodwin, cuyo inesperado fallecimiento en 1903 provocó que saliera una vez más a subasta. Ioláni quedó entonces en poder de un abogado de esa misma ciudad, Joseph M. Fox, junto a cuya familia encontró acomodo hasta 1991. Aquel año el manuscrito apareció en el mercado de libros raros de Nueva York, causando una conmoción en el mundillo literario, ya que muchos ignoraban su existencia y otros tantos daban la obra por perdida. Su adquisición por parte de un coleccionista anónimo añadió velos al misterio que hasta entonces había rodeado esta primera novela de Collins; velos que no han sido descubiertos hasta este mismo 1999, en el que el desconocido comprador prestó el manuscrito a la Universidad de Princeton para su publicación, calificada de inmediato por los críticos como uno de los acontecimientos literarios del año; acontecimiento que, aunque en menor medida, afectará también al número cada vez mayor de aficionados españoles a Wilkie Collins gracias a esta edición.

Al contrario de lo que suele pasar con otros textos misteriosamente recuperados, en el caso de Ioláni no cabe la menor duda acerca de la paternidad de Collins. Además de las referencias publicadas y confirmadas en vida del autor (algunas de ellas nada oscuras, ya que vienen recogidas incluso en sus dos biografías más importantes: La vida secreta de Wilkie Collins, de William M. Clarke, y The King of Inventors: A Life of Wilkie Collins de Catherine Peeters), resulta evidente al leer el texto que la mayoría de sus constantes ya están presentes en la obra pese a haberla escrito con tan sólo veinte años: el abuso de poder, la victimización de las mujeres a cargo de figuras patriarcales, la integración del suspense como elemento clave de la trama y a menudo como motor de la acción, la fascinación por la mente criminal y las contradicciones de ésta (pocas veces se encontrará el lector con un villano tan decididamente malo y a la vez tan dubitativo como este Ioláni, que además se hace con el título del libro), mujeres independientes que desafían el dominio masculino aunque eso las ponga en peligro mortal… Incluso la estructura en libros, y esas divisiones teatrales que enmascaran abruptas elipsis temporales (anticipando claramente la división por escenas utilizada en Sin Nombre) son típicas de la posterior producción de Collins. La posición del narrador, moralista, completamente implicado en la acción, entusiasta hasta la exasperación, más proclive a las descripciones que al diálogo y a la trama lineal que a la enrevesada, es lo único que desvela la bisoñez de un autor que, no obstante, desvía su atención de los personajes en apariencia principales hacia un nutrido reparto de secundarios, creando una novela casi coral que anticipa el interés por las subtramas tan elaboradas de las que posteriormente gozaron sus más celebradas novelas.

Por otra parte, el interés por lo exótico que destilan las páginas de Ioláni no resulta en absoluto ajeno a otras obras de Collins: baste recordar Antonina, su primera novela publicada, ambientada en la Roma del siglo V, las escenas de La Dama de blanco que acontecen en Honduras o el terrible asedio de Seringapatam, en la India, narrado durante el inicio de La piedra lunar. De hecho, el escritor retomó la Polinesia en un cuento de 1877, The Captain’s Last Love, en el que un capitán de barco británico se enamora, precisamente, de la hija de un sacerdote.

El interés por la Polinesia, en todo caso, se había despertado en el joven escritor a raíz de la lectura de la edición ampliada de Polynesian Researches, una obra en dos volúmenes escrita en 1829 por William Ellis y reeditada con información adicional en cuatro volúmenes aparecidos entre 1832 y 1834. Ellis había sido misionero en Tahití entre 1816 y 1822, y había recogido sus experiencias en la citada obra, dedicando capítulos a temas como el infanticidio, la brujería, y la poligamia, que sin duda encendieron la imaginación del joven Collins. De esta obra extrajo la mayor parte de la información utilizada en su novela: el paisaje, las costumbres religiosas, la heiva o la brutalidad en la guerra (aunque prescindió de los detalles más escabrosos, como la costumbre de hacer rodar las canoas hacia el agua sobre los cuerpos de los vencidos o la de hacer agujeros en los troncos de los caídos para poder pasar la cabeza a través de ellos y utilizarlos como ponchos). También los nombres de sus personajes principales comparten la misma fuente: Idía había sido en realidad la madre de Pomare, un rey tahitiano obligado a exiliarse y que regresó triunfante para retomar el poder; Aimáta era la hija única de Pomare; Mahíné fue el jefe de los clanes de Eiméo y Huahine; y Ioláni era en realidad el sobrenombre con el que se conocía a Kamehameha II, rey de las islas Sandwich fallecido durante una visita oficial a Inglaterra. Ellis hablaba en su libro incluso de la existencia de hombres salvajes, huidos de las guerras y los sacrificios, y llegaba a afirmar que había visto uno. Por otra parte, Collins tenía también en su biblioteca libros como The Island, de Byron, o Christina of the South Seas, de Mary Russel Mitford (en el que aparecía un personaje llamado Iddeah, que en inglés comparte la pronunciación de Idía), ambos inspirados por los sucesos del motín de la Bounty y probablemente origen de su curiosidad por la Polinesia.

Wilkie Collins había crecido leyendo los novelones de Ann Radcliffe (su madre era una enfebrecida seguidora de la autora de Los misterios de Udolfo), y disfrutando enormemente al recitar ante sus parientes los párrafos más escabrosos de libros como El Monje o Frankenstein. No es de extrañar, por tanto, que la literatura gótica apareciese representada, en mayor o menor medida, a lo largo de toda su carrera, y que su influencia resulte completamente evidente en esta primera novela, escrita cuando aún se hallaba inmerso en su radio de acción. Hay que tener en cuenta que el título original completo de este libro que tiene entre las manos es Ioláni; or, Tahíti as it was. A romance. La inclusión del término romance en el título, recurso utilizado a menudo por Radcliffe en obras como El Italiano; o el confesionario de los penitentes negros. Un romance (novela que comparte además con la de Collins la presencia de una mujer oprimida por los representantes de la religión que se dedica a huir del peligro), es significativa, ya que ambos autores compartían la definición de romance utilizada por Walter Scott para su entrada correspondiente en la Encyclopedia Britannica: «narrativa de ficción en prosa o verso, cuyo interés se centra en incidentes maravillosos y extraordinarios». Collins añadió el término A romance a varias de sus posteriores novelas, como Antonina, La piedra lunar, o The Two Destinies. También de Scott proviene con toda probabilidad el interés por mezclar los hechos imaginarios con otros reales, casi documentales, que otorguen verosimilitud al texto.

Sin llegar a ser una de las grandes obras de Collins, lo cierto es que Ioláni o Tahití tal como era reúne en su interior los suficientes elementos como para interesar tanto a los aficionados a la obra del escritor, quienes por fin podrán disfrutar de la evolución de uno de los mejores escritores en lengua inglesa del siglo pasado, como a los lectores habituales de novela gótica, quienes encontrarán los rasgos habituales de este género tamizados por una sensibilidad muy particular y enfocados desde una inusual perspectiva que los aleja de sus habituales escenarios, diseminados a lo largo y a lo ancho de la fría Europa, para trasladarlos hasta las cálidas y acogedoras costas de la dorada Polinesia. Disfruten del viaje.

ÓSCAR PALMER

jueves, 28 de septiembre de 2023

INTRODUCCIÓN WILKIE COLLINS

 




 INTRODUCCIÓN

 

Puede ocurrir que algunos lectores de esta historia tengan en su poder una «máscara» —o una cabeza— de escayola del rostro de Shakespeare, una de las reproducciones en vaciado del famoso busto de Stratford que se pusieron a la venta hace algún tiempo. Las circunstancias bajo las cuales se obtuvo el molde original se las oí relatar, una vez, a un amigo de quien guardo un cariñoso recuerdo y con quien estoy en deuda por el ejemplar que poseo hoy en día.

Hace algunos años, se contrató a un cantero para efectuar unos arreglos en la iglesia de Stratford-upon-Avon. Mientras se ocupaba de estas reparaciones, el cantero se las arregló —sin levantar sospechas, pensaba él— para fabricar un molde del busto de Shakespeare. Sin embargo, se descubrió lo que había hecho e, inmediatamente, las autoridades, encargadas de la custodia del busto original, lo amenazaron con penas y sanciones legales muy severas, aunque no especificaron de qué delito se le acusaba. El pobre hombre estaba tan asustado por las amenazas que rápidamente empaquetó sus herramientas y, cogiendo el molde, se marchó de Stratford. Después, el cantero expuso su caso a personas con capacidad para aconsejarle, quienes le dijeron que no debía temer ningún castigo y que, si consideraba que podría venderlos, hiciera tantos moldes del busto como quisiera y los pusiera a la venta en cualquier lugar. El cantero siguió el consejo, realizó cuidadosamente sus reproducciones del busto en bloques de mármol negro y vendió un gran número de ellas no solo en Inglaterra, sino también en América. Debe añadirse que este cantero había destacado siempre por su extraordinaria veneración a Shakespeare, que llevó a tal extremo que llegó a asegurar al amigo —de quien luego recibí esta información— que él, que era viudo, ¡se habría vuelto a casar solo si hubiera conocido a una mujer que fuera descendiente directa de William Shakespeare!

La idea inicial de las siguientes páginas procede de la anécdota que acabo de relatar. Ahora ofrezco mi librito al público, en el que he procurado narrar una trama sencilla, escrita de forma llana y familiar, o, en otras palabras, como si estuviera contándosela a unos amigos ante la chimenea de mi casa.

WILKIE COLLINS

martes, 26 de septiembre de 2023

WILLIAM M. CLARKE LA VIDA SECRETA DE WILKIE COLLINS FRAGMENTO

 




PREFACIO

 

A Wilkie Collins, autor de La dama de blanco y La piedra lunar, se le ha bautizado como «el padre de la historia detectivesca»[1] y «el novelista que inventó la sensation novel». La historia de su vida y las repercusiones de ésta tienen también un toque de misterio.

Hasta hace cuarenta años, no existía una biografía de Collins que mereciera la pena leer; el Dictionary of National Biography apuntaba únicamente a las «intimidades» de su vida, excitando así la curiosidad del lector. Su cuñada Kate, la hija de Charles Dickens, fue la primera en hablar abiertamente de una de sus amantes, Caroline. Un proyecto nacional de financiar un monumento en conmemoración de su figura en la abadía de Westminster, que contaba con el apoyo de sus amigos del mundo de las letras, se abandonó después de qué el editor del Daily Telegraph, así como el deán de St Paul, insinuaran cuán poco decorosa  era la elección, a pesar de los méritos literarios del personaje. El testamento de Collins ratificaría a buen seguro la desaprobación pública, ya que dividía su patrimonio de manera equitativa entre sus dos amantes, Caroline Graves y Martha Rudd, y reconocía sin tapujos a los tres hijos de Martha como propios. Incluso tras su muerte, las rarezas continuaron cuando, después de que Caroline fuera enterrada en el cementerio de Kensal Green en la tumba de Wilkie, Martha siguió cuidando de ésta hasta que abandonó Londres. La tumba figura aún a su nombre.

Desde entonces, el mundo literario ha hecho todo lo posible por desentrañar el misterio de la vida privada de Wilkie Collins. Un profesor americano, Clyde K. Hyder, extrajo diligentemente algunos datos de la vida de Caroline Graves de los registros de Somerset House y de ciertos directorios callejeros de Londres en los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial. Kenneth Robinson, en la que con toda seguridad es la mejor y más completa biografía del escritor, añadió más datos en 1951, pero concluyó que las medidas que Wilkie Collins tomó «sugieren que deseaba que la historia de su vida siguiera siendo un misterio para todos excepto para sus amigos». Y, aparte de las indiscreciones de Kate Dickens, los demás nunca divulgaron lo que sabían. Para dificultar aún más las cosas, sus dos amantes reconocidas y sus hijos parecieron desvanecerse del paisaje londinense. Caroline murió en 1895, seis años después que Wilkie, dejando una hija de un matrimonio anterior, Elizabeth Harriet, que se había casado con el abogado de Wilkie. Martha Rudd y sus tres hijos, Marian, Harriet Constante y William Charles, en palabras de Kenneth Robinson «pronto se perdieron entre los millones de personas sin nombre de Londres». El profesor Robert Ashley, del Ripon College de Wisconsin, aventuró que podían haber «emigrado a finales de siglo».

Dorothy Sayers también intentó resolver el misterio pero, en un fragmento de su biografía publicada a título póstumo y ahora en manos del Humanities Research Center de Texas, prácticamente admitió su fracaso debido a «la extrema oscuridad que rodea la vida privada de Collins»[2]. Incluso en fecha tan reciente como 1982, Sue Lonoff, en su excelente trabajo crítico sobre la obra de Collins, Wilkie Collins and his Victorian Readers[3], admitió con franqueza: «Sabemos poco sobre su relación con las dos mujeres más importantes de su vida, Caroline Graves y Martha Rudd». Y proseguía: «No sabemos lo que sucedió con sus hijos ilegítimos».

Kenneth Robinson encontró más información sobre los descendientes de Wilkie Collins cuando revisó su biografía en 1974; detectó tanto nietos como biznietos (de Wilkie y Martha) no lejos de Londres, pero reconoció que no sabía exactamente dónde estaban[4]. Como afirmaba entonces sir Charles Snow: «Por lo que parece, no quieren que se los reconozca. Yo de ellos estaría orgulloso de semejante ancestro, una de las figuras más extrañas, con más talento y, a decir de todos, más simpáticas de la era victoriana»[5],.

Había llegado por tanto el momento de que los descendientes del matrimonio morganático de Wilkie mordieran un cebo tan alentador e intentaran rellenar algunos vacíos. Por fin se habían puesto de acuerdo para hacerlo. Esta pequeña contribución a la saga de William Collins, está, por tanto, basada en los recuerdos y los escasos objetos dejados por sus hijos, nietos y biznietos. Dos de los nietos de Wilkie, Lionel Charles Dawson y Helen Martha («Bobbie») West, vivieron en Amersham y Harpenden hasta su muerte el año pasado y, junto con un biznieto, Anthony West, me han proporcionado recuerdos, fotografías y gran parte de su tiempo. La otra biznieta, Faith Elizabeth (Dawson), mi mujer, ha contribuido en gran medida a este esfuerzo por desentrañar el último, y tal vez el mejor, de los misterios de Wilkie Collins.

He obtenido datos adicionales sobre los gastos que tenía con Caroline y Martha, y muchos otros, de las cuentas bancarias privadas que sus banqueros, Coutts & Co., y mi mujer como su directa descendiente, me han permitido examinar en detalle.

También me he basado para escribir uno de los primeros capítulos en los diarios de los años 1835, 1836 y 1837 que Harriet, madre de Wilkie, escribió durante el viaje de la familia a Francia e Italia y su estancia en Bayswater. Lo encontré en el Victoria and Albert Museum, donde desde luego no se había «perdido», pero donde, aunque resulte extraño, biógrafos anteriores lo habían pasado por alto[6]. Me ofreció pistas esenciales para el descubrimiento del primer profesor de Wilkie Collins y la dirección de su primer colegio. También me permitió reconstruir las visitas de la familia a París, Niza, Roma, Nápoles y Sorrento, y contiene un bosquejo detallado de la enfermedad de William Collins en Sorrento, su encuentro con Wordsworth en Roma, e incluso una explicación de cómo Charley, el hermano de Wilkie, se rompió el brazo en una escaramuza infantil en la Villa Reale de Nápoles.

El inicio de estas pesquisas literarias fue la partida de nacimiento de Martha Rudd, que (junto con otros objetos sin importancia, entre ellos una silla de nodriza, un sofá, un guardapelo de oro en recordatorio de la muerte de la madre de Wilkie y un recibo de la compra de mobiliario para Martha que el escritor efectuó, a nombre de William Dawson, a comienzos de la década de 1870) recibieron sus nietos, Lionel Dawson y Bobbie West. El documento establecía su edad, los nombres de sus padres y, sobre todo, su lugar de nacimiento, Winterton. No tardaría en visitar Winterton, en la costa de Norfolk, entre la dunas y cerca de los Broads[7].

Lo que en el fondo quería saber era si había sobrevivido algún Rudd y si sus recuerdos permitirían reconstruir los orígenes de Martha. La guía telefónica local no dio resultados: no había ningún Rudd a la vista. Pero el bar del lugar, The Fisherman's Return, y el cementerio me proporcionaron Rudds vivos y muertos. El propietario del bar me indicó la manera de localizar a Walter Rudd, que vivía en una casa junto a la iglesia, un antiguo capitán de la flota del arenque de Great Yarmouth, actualmente septuagenario. No había oído hablar de Martha, pero en seguida confirmó que los padres de ésta, James y Mary Rudd, fueron sus bisabuelos, que James fue pastor, no pescador, y que su tumba estaba literalmente en la puerta de al lado, en el cementerio. También estaban allí las tumbas de las hermanas y hermanos de Martha así como de otros parientes. Esta era la iglesia que los amigos prerrafaelitas de Collins habían conocido tan bien; y no muy lejos, pasados los campos, estaba Horsey Mere, la inspiración para Hurle Mere en Armadale. Los archivos de la iglesia llenaban otros espacios vacíos.

Caroline, la otra amante de Wilkie, resultó ser desde el comienzo más esquiva. Las biografías anteriores no establecían por completo su identidad, su procedencia ni si había estado casada antes. Pero con la ayuda de una genealogista experta y entusiasta, Bridget Lakin, St Catherine's House empezó a revelar sus secretos. Caroline, quedó claro, se casó y enviudó siendo muy joven y procedía del sudoeste de Inglaterra. Una vez más, los testamentos y los certificados de nacimiento, matrimonio y defunción de St Catherine's House ofrecieron las primeras pistas: pronto se demostró que la hija de Caroline, Harriet, había tenido varias hijas y que éstas a su vez tuvieron varios hijos. Pero ¿estaban vivos? y, si lo estaban, ¿dónde vivían? Necesitaba la ayuda de una fuente central y ésta vino, de forma apropiada y discreta, del personal del Departamento de Sanidad y Seguridad Social de Newcastle que, después de verificar en el ordenador que dos descendientes de Caroline todavía vivían, envió cartas solicitando más información. Pasaron las semanas y por fin llegaron contestaciones de gran ayuda de Richmond y Mitcham. Y, finalmente, de un ajuar de Mitcham emergieron unas fotografías de Wilkie Collins, e incluso de Caroline, y muchas cosas más.

El rompecabezas empezaba a completarse. Y, de la misma manera, de nuevo por cortesía del Departamento de Sanidad y Seguridad Social, apareció finalmente en Eastbourne una vivaz y octogenaria sobrina del abogado de Wilkie Collins (que se había casado con la hija de Caroline, Harriet). Su madre hablaba a menudo de Wilkie y de Caroline y sabía lo que había pasado con su tío Henry, el abogado.

Todos estos descendientes me han dedicado buena parte de su tiempo y su colaboración me ha permitido aclarar algunas de las relaciones personales de Collins. Mientras tanto, durante la década pasada las investigaciones han ido a paso acelerado a los dos lados del Atlántico; esta actividad y las informaciones de muchos expertos de universidades, facultades, bibliotecas y otras instituciones me han sido de mucho provecho. En Londres, Peter Caracciolo (del Royal Holloway College, Universidad de Londres), Andrew Gasson (secretario de la Wilkie Collins Society), Emma Hicks (investigadora artística de la Royal Society of Arts), Jeremy Maas (de la galería Maas y autor de Victorian Painters y, sobre todo, la infatigable Bridget Lakin, me han ofrecido ánimos e indicaciones que me han sido de gran utilidad.

En Estados Unidos, un primo de mi esposa a quien ésta desconocía y que vive en San Francisco, Donald Whitton, descendiente directo de una de las tías de Wilkie, se reunió con ella gracias a una extraordinaria coincidencia digna de un argumento de Collins: a través del dentista de mi esposa en Londres, Frank Glass (también pariente de Collins). Donald no sólo ha participado en la búsqueda, sino que ha realizado su propia contribución con el libro The Grays of Salisbury (Los Gray de Salisbury). También en Norteamérica he recibido la ayuda, ofrecida con liberalidad, de Kirk Beetz (presidente de la Wilkie Collins Society), Robert Ashley (del Ripon College), Verlyn Klinkenberg (de la Pierpont Morgan Library de Nueva York) y Ellen Dunlap (antigua bibliotecaria de investigación del Humanities Research Center de la Universidad de Texas en Austin). Y en Roma y Nápoles, Pamela Holding resolvió de forma diligente y entusiasta los numerosos interrogantes italianos relacionados con artistas locales de la década de 1830 y con los desconcertantes cambios de nombre de las calles romanas.

Mi intención a lo largo de estas investigaciones y más tarde al escribir el libro ha sido simple y llanamente arrojar luz, allí donde fuera posible, sobre la vida privada de Wilkie Collins y llenar los vacíos que aún existen en todas las biografías anteriores. No me he desentendido de las obras de Collins pero, teniendo en cuenta los intensos esfuerzos que todavía hoy se realizan en el mundo literario por analizar y reevaluar la contribución de Collins a la ficción del siglo diecinueve, hubiera sido presuntuoso por mi parte sumarme a ese debate. Ésta no es, por tanto, una biografía redonda y completa que juzgue a Collins como escritor: es, sin más, una simple descripción de Collins, el hombre, y las mujeres de su vida.

 

 

W. M. C. 1989


1. EL TESTAMENTO

 

Hacia finales de septiembre de 1889, Londres ya se estaba preparando para el invierno. La nieve había caído sobre Escocia y unos chubascos fríos y húmedos barrían el Támesis. Otro cuerpo mutilado había aparecido en Whitechapel.

El teatro londinense tenía por delante una temporada animada. The Yeoman of the Guard (El alabardero de la casa real) estaba todavía en cartel en el Savoy; Marie Tempest actuaba en el Lyric y Henry Irving, Squire Bancroft y Ellen Terry en el Lyceum. Lillie Langtry ensayaba para su reaparición en Londres después de tres años de ausencia en Estados Unidos.

El repentino cambio del tiempo otoñal resultó excesivo para un hombre frágil, encorvado y prematuramente envejecido que había compartido los triunfos de muchos de los que ahora ensayaban. Wilkie Collins había estado batallando con las secuelas de un grave ataque de apoplejía desde mediados del verano. Desde que un domingo por la mañana de junio sufriera un repentino colapso mientras leía uno de sus periódicos favoritos, el Reynold News1, tanto su público como sus amigos habían asistido con creciente preocupación a sus esfuerzos por recuperarse. Un mes más tarde, a mediados de julio, The Times expresaba de nuevo sus graves temores y la reina Victoria hacía discretas averiguaciones2. Su agente literario, consciente de que la última e inacabada novela de Wilkie todavía se publicaba en el Illustrated London News, se ocupaba de desembrollar y reorganizar contratos con sus editores.

Luego, durante un breve periodo de tiempo, pareció que Wilkie podría escapar a lo inevitable. En agosto se encontraba lo bastante bien para convencer a su viejo amigo Walter Besant de que completara la que habría de ser su última novela, Blind Love y lo suficientemente entusiasmado para enviar una animada carta a sus más íntimos amigos, los Lehmann3: “Me quedo dormido y el médico prohíbe que se me despierte. El sueño es la cura, dice, y está muy optimista respecto a mí. No se fijen en los borrones, la manga de mi camisa de dormir es demasiado grande, pero mi mano todavía es firme. Adiós de momento, mis queridos y viejos amigos; esperemos la llegada de días más saludables».

Dos semanas más tarde las temperaturas descendieron y Wilkie contrajo una infección de pecho. No se encontraba en condiciones de hacer frente a las consecuencias. Confinado a su habitación del segundo piso, con vistas a Wimpole Street, le costaba digerir hasta la comida más ligera. Sentado en un sillón grande cerca del fuego, envuelto en mantas, sentía que el final se acercaba. Tenía dificultades para conseguir el único medicamento que sabía que podría serle de ayuda. El sábado 21 de septiembre garabateó su última, casi indescifrable nota a su viejo amigo y médico, Frank Beard: «Me estoy muriendo, mi viejo amigo». Y en otro pedazo de papel en el mismo pequeño sobre: «Estoy demasiado aturdido para escribir. Me están volviendo loco prohibiéndome el [láudano]. Ven, por el amor de Dios». A partir de entonces, Frank Beard apenas lo dejó solo. Y estaba con él cuando murió plácidamente la mañana del lunes siguiente4.

En seguida los periodistas se encargaron de informar sobre el resto, y el New York Herald superó a los periódicos locales en cuestión de detalles: «Se encontraba reclinado con la cabeza hundida en la almohada de la butaca. De cuando en cuando el doctor notaba el pulso agitado, con un ritmo cada vez más débil e irregular. Con menor frecuencia el moribundo abría los ojos con una conciencia vaga y adormecida de su estado, pero nada más. A las diez y media de la mañana del lunes, una leve convulsión y su cabeza se rindió pesadamente». Y continuaba, reflejando el sentimiento del momento: «Murió solo[...] No tenía ningún familiar en este mundo, aparte de una anciana tía, que se encontraba lejos, en Dorsetshire, y a quien no había visto desde hacía mucho tiempo. A su lado estaba el doctor F. Carr Beard, su amigo de toda Ha vida, y su vieja ama de llaves, que durante treinta altos se preocupó de su bienestar con la devoción y el cuidado de una esclava. Su ayuda de cámara, George, no estaba presente y fue en compañía de un solo amigo y de una criada como el hombre de tantas muertes exhaló su último suspiro».

Un relato colorista y, a pesar de todo su sentimentalismo, razonablemente acertado5. Pero, como bien sabían muchos de sus amigos más cercanos, sólo era una parte de la verdad. La vieja ama de llaves, Caroline Graves, fue su amante y vivió con él de forma irregular durante unos cuarenta arios, y la hija de ésta,  Harriet, había sido su secretaria durante la época de sus triunfos literarios. Y otra amante, Martha Rudd, la madre de sus tres hijos ilegítimos, estaba en Taunton Place, no lejos de allí.

No tuvo familia en el sentido convencional del término. Pero tampoco murió solo. Hasta el final estuvo rodeado de sus hijos y nietos, los suyos en Taunton Place y los de Caroline en Wimpole Street. Y, de vez en cuando, las dos partes se reunían.

Cuatro días más tarde, las persianas de las casas de Wimpole Street se bajaban discretamente y hacia las once y cuarto una multitud de dolientes y visitantes se congregaba frente al número 82, cerca de la esquina de Wigmore Street. Dentro, Caroline Graves y su hija Harriet, como ama de llaves y secretaria, esperaban a los principales afligidos, así como a los que acudían a presentar sus respetos a un escritor todavía popular, cuya última novela aún estaban leyendo en entregas semanales. Entre ellos se encontraban su médico, su abogado, su editor y su agente literario, así como unos cuantos viejos amigos del mundo artístico, literario y teatral.

Wilkie había pedido expresamente un funeral sencillo. No podían gastarse más de veinticinco libras, y apuntó que nadie debía llevar pañuelos, cintas en el sombrero o plumas. Así, el ataúd de roble llevaba una escueta inscripción con su nombre y las fechas de su nacimiento y muerte. Pero ni siquiera él pudo controlar la explosión espontánea de tributos florales. El ataúd salió hacia el coche funerario acristalado que aguardaba en Wimpole Street, totalmente cubierto de coronas y, desbordando del techo, una profusión de flores de todo tipo, algunas de ellas llevadas personalmente a la casa. Había una corona de geranios escarlatas, la flor favorita de Charles Dickens, de Mamie, la hija de éste; lilas y estefanotes de la Sociedad de Autores; lirios tigrados de la baronesa de Stern; y una cruz de rosas y azucenas de Blanche Roosevelt, una vieja amiga del mundo teatral.

Entre este despliegue de color sobresalía una magnífica cruz de crisantemos blancos de la señora Dawson y familia: un discreto recordatorio de su bien ocultada familia. Martha y sus tres hijos ya adultos apenas pudieron presentar sus respetos en la casa, pero casi con toda seguridad formaron parte de la multitud mientras el coche fúnebre, dos coches de luto y al menos siete carruajes particulares (algunos vacíos y enviados por amigos íntimos en señal de duelo) salían hacia el cementerio de Kensal Green.

Las multitudes de Wimpole Street y, más tarde, hacia el mediodía, de Kensal Green, se entremezclaron con personalidades muy conocidas. Ada Cavendish había representado un papel principal en uno de los mayores triunfos teatrales de Wilkie. También lo habían hecho Squire Bancroft (que estrenaba a finales de esa semana) y Arthur Pinero; y Holman Junt, Edmund Yates y Hall Caine eran amigos del mundo artístico y del mundo literario. Si alguien llegó a ver a Oscar Wilde fue algo que todavía se discutía días después. The Times afirmaba que sí estuvo en Kensal Green, mientras que Edmund Yates juró públicamente que no se encontraba ni en kilómetros a la redonda.

Las dos mujeres que habían ejercido la mayor y más profunda influencia sobre Wilkie, aparte de su madre, no se separaron de él aquella semana. El día de los funerales, Caroline y Martha todavía seguían desempeñando los papeles asignados (una, dentro, la otra, fuera), ocupándose la primera de sus asuntos domésticos, cuidando de su familia la segunda. Y, de nuevo, estuvieron en primera fila días más tarde cuando Henry Powell Bartley, el marido de la hija de Caroline, Harriet, les leyó el testamento por separado.

Wilkie Collins había concebido su testamento con el mismo celo que siempre había dedicado a sus más complejas tramas. Sabía exactamente qué quería conseguir y se dejó asesorar por sus consejeros más cercanos, su abogado (primero William Tindall, más tarde Henry Bartley) y su médico. Nunca fue un hombre acaudalado, ni tampoco le faltaron la mayoría de las comodidades de la vida. Su padre les dejó a él y a su hermano (y a su madre, mientras ésta vivió) suficiente dinero para llevar una vida modesta, y él mismo, en la cúspide de su caudal de ingresos en los años siguientes a la publicación de La dama de blanco, añadió a veces sumas de hasta 5.000 libras anuales a su renta básica. Aunque a menudo gastara el dinero tan rápido como lo ganaba y apenas obtuviera grandes cantidades de sus inversiones, y prefiriera incluso arrendar casas en lugar de comprarlas directamente, siempre fue consciente del valor potencial de su trabajo.

Desde el inicio hasta el final de su carrera literaria discutió con sus editores. Sabía lo que se merecía y estaba decidido a conseguirlo. En sus comienzos esto le acarreó largas controversias sobre descuidos en la corrección de textos de los anuncios en prensa de sus novelas, y acribilló a sus editores con minuciosas sugerencias, desde la mejor manera de vender los libros hasta el diseño detallado de un solo artículo.

A veces se le fue la mano, y sus escritos fueron rechazados o sus propuestas completamente desoídas. Más tarde se enfureció por la facilidad con que algunas editoriales piratas estadounidenses lograban imprimir sus novelas, a menudo antes de su publicación en forma de libro en Londres, sin que él recibiera nada a cambio. Un editor americano informó a un amigo suyo de que había vendido ciento veinte mil copias de La dama de blanco. “Jamás me envió ni seis peniques», gruñó Collins6. Sin embargo, de vez en cuando ganaba una escaramuza; una vez, para su alivio y sorpresa, contra una editorial holandesa, otra contra un teatro provincial inglés que inocentemente había pirateado una de sus obras.

Esta presión constante sobre el mundo editorial tuvo un resultado previsible. Hacia el final de su vida, Wilkie Collins estaba decidido a asegurarse el precio más alto posible por los derechos de autor que le quedaban. Se daba perfecta cuenta de que, como los alquileres, los derechos de autor tenían un valor decreciente. También era consciente de qué derechos eran más vendibles. Ya principios de 1882, cuando, si hay que hacer caso a sus cartas, apenas se libraba de la gota y de dolores neurálgicos de uno u otro tipo, a veces de la rodilla, otras de la espalda, casi siempre de los ojos, sus pensamientos se dirigían inevitablemente hacia su propia mortalidad, sus asuntos económicos y cómo arreglarlos de la mejor manera tras su muerte.

Tenía dos quebraderos de cabeza. ¿Cómo podía obtener beneficios de sus diferentes bienes? Y ¿cómo podía asegurar que quien fuera a recibirlos en herencia no tendría dificultades para conseguir los máximos beneficios? En segundo lugar, ¿a quién debía dejarlos? Su hermano menor, Charles, había muerto antes que él, y aunque Wilkie nunca llegó a casarse, no estaba precisamente libre de toda clase de cargas familiares. En apariencia el problema económico debía ser el más fácil de resolver. Aunque pronto decidió quiénes serían los beneficiarios de su testamento y nunca cambió de parecer, fue sólo pocos meses antes de su muerte, siete años más tarde, cuando por fin llegó a un acuerdo acerca de los derechos de autor.

El primer intento de cuantificar el valor de los derechos de autor pendientes lo hizo en 1882. Estos se pusieron por escrito y Wilkie los dictó con claridad a su secretaria, la hija de Caroline Graves, y pueden verse ahora en la Biblioteca Pública de Nueva York.

Primero, hizo una lista de las novelas cuyos derechos aún poseía. Había diecinueve, incluidas La dama de blanco y La piedra lunar. Excluyó tres cuyos derechos ya había vendido a Smith Elder and Co.: After Dark (Después de la oscuridad), Sin nombre (No Name) y Armadale. A continuación figuraban cinco obras de teatro, o dramas, como le gustaba llamarlos, y otras seis obras adaptadas de sus novelas. Wilkie tenía claro que en aquellas condiciones no valían mucho: «Con el vergonzoso estado de los derechos de autor en Inglaterra, éstos no son, en el sentido estricto del término, derechos de propiedad. Cualquier ladronzuelo bribón tiene tanto derecho a dramatizar mis novelas como yo».

Por último añadió a la lista varios relatos «guardados en un cajón de una de las "estanterías" de mi estudio», que todavía no habían sido publicados en forma de libro. Y daba un pequeño consejo a los albaceas escogidos. Aunque primero había que consultar a Chatto and Windus, «no hay que olvidar nunca que se vendieron cien mil copias del Lady Brassey's Yachting Voyage Round the World (Viaje en yate de Lady Brassey alrededor del mundo), distribuidas en forma de panfleto de seis peniques con unas cuantas ilustraciones grabadas7. ¿No debería estar el público preparado para similares ediciones baratas de La dama de blanco y La piedra lunar?».

Seis años más tarde seguía batallando por el valor de los restantes derechos y, finalmente, decidió negociar en persona su venta. A comienzos de 1888 hizo una vez más sus cuentas, no al dorso de un sobre sino en la parte posterior de un extracto bancario de Chatto and Windus. Rápidamente calculó que trece de sus novelas valían 2.000 libras (por una extensión de siete años del usufructo de sus derechos de autor), que cinco más podían alcanzar una suma adicional de 250 libras, añadiéndose a esto La dama de blanco, su novela más popular, cuyos derechos expiraban en 1902. Podía esperar, pensaba, entre 2.000 y 3.000 libras. Se había sobrevalorado a sí mismo o no había tenido la suficiente energía para conseguir el acuerdo que deseaba. Hacia abril del año siguiente, seis meses antes de morir, llegó con Chatto and Windus a un acuerdo final de mucha menor escala. Aceptó recibir 1.800 libras por todos los derechos de autor y los intereses restantes de veinticuatro novelas, incluidas La piedra lunar y La dama de blanco. Los pagos se repartirían a lo largo de seis meses.

No tuvo tantos problemas a la hora de de designar a los beneficiarios de su modesta fortuna. Siempre fue consciente de sus responsabilidades con sus mujeres y ya en 1870 había decidido dejar, tanto a Caroline como a Martha, idénticas sumas en lo que él llamó dinero en mano a su muerte8. Tan pronto como Martha le dio dos hijas, adaptó su testamento en favor de éstas, y cuando quedó embarazada por tercera vez hizo un nuevo cambio.

Dispuso unos ajustes finales tras la boda de la hija de Caroline, Harriet, con Henry Bartley, un joven abogado que reemplazó a William Tindall como su consejero legal. Con toda seguridad, Bartley apenas le asesoró en el asunto de las herencias, limitándose, como Tindall antes que él, a las complejidades del lenguaje legal, aunque estaba destinado a desempeñar un papel decisivo a la hora de frustrar, finalmente, la mayoría de sus esfuerzos.

En cualquier caso, Wilkie Collins apenas necesitaba orientación en la redacción de testamentos. Obtuvo el título de abogado en su juventud, aunque nunca llegase a ejercer. Al menos ocho de sus novelas contaban con abogados como personajes destacados y los testamentos habían sido un factor crucial en varias de sus principales obras. Un testamento complejo era central en la trama de La dama de blanco y en el testamento de Sin nombre había abordado el tema de la ilegitimidad. Ahora tenía que enfrentar se a la cuestión de sus propios hijos ilegítimos, el hijo y las dos hijas de Martha Rudd.

En su testamento final, hizo pequeños legados de 50 libras a un primo y 19 guineas a dos criados, así como anualidades de 20 libras a dos ancianas tías, a quienes ya había ayudado modestamente durante varios años. Después venían los legados significativos: a las dos mujeres de su vida.

Caroline Graves recibiría sus gemelos de oro de cuello y de muñeca, parte de su mobiliario, la suma de 200 libras y la mitad de las rentas de su patrimonio de por vida. Martha Rudd, a quien por primera vez reconoció como madre de sus tres hijos bajo el nombre de señora Dawson, recibiría su reloj y su cadena de oro, la suma de 200 libras y la otra mitad de las rentas de su patrimonio de por vida. Más adelante hacía una clara distinción entre Caroline y Martha. Mientras que Harriet, la hija de Caroline, heredaría las mismas rentas a la muerte de su madre, una vez que Harriet muriera, las rentas revertirían en los hijos de Martha. Al final iba a ser su familia ilegítima la que iba a salir más beneficiada.

A pesar de todo el celo reformista de sus últimas novelas, era un testamento típicamente victoriano que reflejaba una rígida actitud hacia la propiedad y las mujeres. Como en el caso del testamento de su padre, según el cual su madre recibió rentas del patrimonio, mientras que, posteriormente, él y su hermano Charles recibirían sumas de dinero a la muerte de su madre, Wilkie insistió en que sólo su hijo, William Charles, recibiera su parte correspondiente del dinero, cuando llegara el momento oportuno, en forma de capital. Sus hijas, Marian y Harriet Constante, recibirían una renta de por vida a la muerte de su madre.

Hizo estos planes en 1882, en un momento en que sus rentas se habían calculado en una media anual de unas 2.500 libras, derivadas de sus libros e inversiones. Vivía con holgura, mientras estas rentas se añadían lentamente al capital heredado de su madre. Pero su estilo de vida, sus gastos en bebida, comida y buena vida, el mantenimiento de dos casas, sus expediciones de navegación desde Ramsgate, todo ello bastante alejado de la crianza de tres hijos y una hija adoptada, había pasado factura claramente.

A su muerte, los periódicos no tardaron en insinuar que había dejado una fortuna de más de 20.000 libras. Una suposición razonable, considerando que Dickens había dejado 90.000 libras, George Eliot 30.000 y Trollope unas 25.000, y que tan sólo Dickens podía exigir las sumas que Wilkie recibió por un único libro. La verdad era otra. Su patrimonio se valoró dos meses después de su muerte en 10.831 libras. Ya esto se añadieron por último 1.310 libras de la venta de sus manuscritos originales (La dama de blanco alcanzó las 320 libras, Profundidades heladas, 300 y La piedra lunar, 125), 415 libras por sus cuadros y bastante menos por sus libros. Hacia 1892, tres años después de su muerte, el valor de su patrimonio se estimó en 11.414 libras.

Si, como él pretendía, este capital se hubiera invertido en valores consolidados u otro tipo de valores de interés fijo, tanto Caroline como Martha hubieran tenido que recibir entre 200 y 250 libras anuales, tampoco una suma espléndida pero sí suficiente para evitarles cualquier preocupación pecuniaria y dotarlas de un fondo fiduciario que las respaldara. Esto en lo que respecta al testamento que había planeado con tanto cuidado. La realidad fue finalmente muy distinta, ya que sus mujeres pronto pasaron apuros económicos. Caroline murió cinco años después que él, en una habitación alquilada en Newman Street, en plena zona del comercio de muebles. Harriet, su hija, se vio pronto dependiendo de la asignación anual de 200 libras de su suegra, tras la muerte de Henry Powell Bartley. Las cuatro hijas de Harriet, a pesar de su belleza y talento, se encontraron batallando constantemente entre el glamour de la escena (una acabó convirtiéndose en una Gaiety Girl) y la aventura de ganarse la vida de forma regular; todas ellas se vieron obligadas a recurrir de cuando en cuando a la caridad que a regañadientes les ofrecía la familia Bartley.

Y los hijos de Martha crecieron tanto con la perjudicial circunstancia de su nacimiento como con el creciente temor a la inseguridad económica. A la muerte de Harriet los tres empezaron a preguntarse qué había pasado con la otra mitad del dinero de Wilkie, ya que ni Martha ni ellos se habían beneficiado de él. Fueron unas consecuencias que durante muchos años amargaron los recuerdos que guardaban de todo el séquito de Collins, aunque nunca se cansaran de alabar sus muchas atenciones y su devoción como padre.

De cómo y por qué el testamento final de Wilkie Collins, que tan meticulosamente había proyectado, acabó siendo un fracaso puede hacerse ahora un juicio con razonable exactitud. Algunos de los personajes de su vida fueron tan falibles como los de su imaginación. La razón de cómo acabó rodeándose de tantos familiares a su cargo, fruto de relaciones tan poco ortodoxas, se encuentra profundamente arraigada en el pasado. Su padre, su madre y su hermano fueron elementos esenciales de esta compleja trama. Aunque también Caroline y Martha, cada una a su manera, dejarían una huella profunda. Que todo acabara conduciendo a la discordia económica fue un sinsabor que sus descendientes tuvieron que sobrellevar a lo largo de los años. Para el mismo Wilkie hubiera sido un pesar aún mayor.



[1] Ver la nota 28 del capítulo X.

[2] Citado en Hesketh Pearson Dickens Londres 1949 (p. 217). Ver también Dorothy Sayers: Wilkie Collins, A Critical and Biographical Study (ed, E. R. Gregory), The Friends of the University of Toledo Libraries, 1977. Algunos de las anotaciones de Dorothy Sayers que se encuentran en la actualidad en el Humanities Research Center de la Universidad de Texas, muestran que su búsqueda tuvo algunos éxitos (por ejemplo, al encontrar a la familia de Caroline en Toddington), pero también algunos fracasos (al intentar encontrar al “Capitán del Ejercito” primer marido de Caroline, los rastros de un matrimonio temprano de Collins en Lancashire o individuos con nombre similar en, por ejemplo, Oregón).

[3] AMS Press, Nueva York, 1952

[4] Sunday Express, 24 de noviembre de 1974

[5] Financial Times, 19 de diciembre de 1974.

[6] Sue Lonoff se refiere brevemente a estos diarios en su obra, p.158

[7] Broads: Nombre que se da a los estuarios de esa zona de la costa inglesa. (N. de dos T.)

1 Carta de la señora Bartley (Harriet Graves) al Reynold News. Recorte de prensa sin fechar en posesión de R. Iredale, Mitcham, Londres

2 The Times, 15 de julio de 1889.

3 Frederick y Nina Lehmann. Nina era la hija de Robert Chambers (de los Chambers, del Edimburgh Journal). Su tía Janet (hermana de Robert) se casó con W. H. Wills, el subdirector del Daily News, Household Words y All the Year Round. Fuentes: John Lehmann: Ancestors and Friends (Londres, 1962); R. C. Lehmann: Charles Dickens as Editor (Londres, 1912).

 

4 La secuencia de acontecimientos aquí descrita es diferente de la que, se ofrece en WiIkie Collins de Kenneth Robinson y Life of Wilkie Collins de Noel Pharr Sus descripciones parecen basadas en las informaciones del hijo de Frank Beard, Nathaniel Beard, en Some Recollections of Yesterday (Temple Bar, 1894). Las notas originales, y el sobre, que Wilkie escribió a Frank Beard están fechados el 21 de septiembre, dos días antes de su muerte. y se encuentran en la Princeton University Parrish Collection. Además, la versión de Nathaniel Beard ha alterado el texto de las notas originales.

5 El certificado de defunción confirma que el doctor Beard y la señora Caroline Graves estaban presentes a la hora de su muerte

6 Considerations of the Copyright Question Addressed to an American Friend (Trubner, Londres, 1880).

7 Lady Brassey era la autora de Voyage of the Sunbeam, un libro que según su marido, se había “traducido a las lenguas de prácticamente todos los países civilizados”,.

8 Carta a W. Tindall, 8 de. agosto de 1871, Mitchell Library Glasgow.

 

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