H. G.
Wells
Obras completas I
Prólogo
Es
imposible hacer el retrato de un espíritu de las proporciones del de Herbert
George Wells sin colocarlo sobre un fondo adecuado. Si en lugar de nacer en el
último tercio del siglo XIX, Wells hubiera nacido cincuenta años más tarde, su
figura y sus ideas hubieran resultado anacrónicas y ahora nos harían sonreír
con indulgencia. Pero aquel cerebro, que había de ser una de las influencias
más poderosas de su época, vino al mundo cuando ante éste comenzaban a abrirse
nuevos horizontes. Imperceptiblemente iba abriéndose una brecha en el rígido
victorianismo británico, y Wells, como Bernard Shaw, James Jeans, Henry James,
Sydney Webb y algunos otros, pudo lanzar sus opiniones a la caja de resonancia
del mundo cuando las antiguas ideas políticas y religiosas estaban comenzando a
romper sus ligaduras de siglos.
Nació Herbert G. Wells en Bromley, Kent, en la Inglaterra de 1866. Hoy uno
de los suburbios londinenses, Bromley era entonces un pueblecillo rodeado de
campos abiertos, de aquellos campos que años más tarde Wells habría de
describir en tantas novelas suyas. Su padre, Joseph Wells, había adquirido con
todos sus ahorros, y en lo que a él le parecieron buenas condiciones, una
tiendecita de objetos de loza y porcelana en aquella localidad. Descubrió muy
pronto, sin embargo, que el negocio no sólo no era tan floreciente como había
esperado, sino que apenas les daría lo necesario para vivir. Joseph, hombre de
fuerte constitución física, enamorado del aire libre y además un magnífico
jugador de cricket, se dedicó a este deporte como profesional y con sus
ganancias logró mantener a flote a la familia, que iba aumentando rápidamente.
Así, pues, «Bertie», el menor de los cuatro hijos del matrimonio, vio la luz en
el seno de una típica familia de la «clase media baja», impulsada por un lado
por una tradicional respetabilidad, netamente británica, y por el otro por el
espectro del hambre.
Su madre concentró todos sus esfuerzos en hacer que la Religión fuera el
fundamento de su hogar. Sarah Wells llevó al altar una fe sencilla. Creía
sinceramente que Dios era un padre bondadoso que cuidaría de ella y de los
suyos, y en aquellos años de estrecheces halló en sus plegarias un refugio y un
consuelo. Pero cuando murió su hijita Fanny, algo muy profundo se rompió para
siempre en su interior, sin que acaso ni ella misma lo supiera. En su
autobiografía nos dice Wells que, aunque su madre procuró inculcarle a él los
mismos principios que hicieron de su hermana muerta una niña excepcionalmente
piadosa, ella misma no los tenía ya arraigados en el fondo del alma, y añade
que su propia falta de fe está probablemente basada en aquel hecho. Las
impresiones apenas conscientes de aquellos primeros años de su vida habían de
grabarse para siempre en el corazón del chiquillo, y Herbert G. Wells mantuvo
hasta el fin de sus días una actitud de irónico escepticismo hacia toda
exteriorización de fe religiosa.
La escuela primaria a la que asiste y el maestro que la preside, con sus
cambios de humor, su crónica indigestión y sus frecuentes distracciones, están
perfectamente descritos en la que muchos consideran la mejor de sus novelas,
Kipps. Se trata de la típica escuela rural de la época, cuyo objetivo era
preparar a los niños de la clase trabajadora, y en ella poco hubiera aprendido
Wells de no haber tenido la suerte de romperse una pierna cuando tenía siete
años. Aquél fue el medio de que se valió el destino para abrir los primeros
tentáculos de su precoz inteligencia y sembrar en ella el ansia de saber.
Porque el pequeño Herbert, instalado cómodamente en la «sala», la mejor
habitación de la casa, comenzó a devorar libro tras libro, y su imaginación
descubrió, asombrada, países desconocidos y lejanos, animales extraños, mundos
misteriosos, fantásticas aventuras y personajes exóticos. Y cuando, ya curado,
vuelve a la escuela, su espíritu, prendido sin remedio en las redes de todo lo
que acaba de vislumbrar, no consigue concentrarse en las lecciones de
contabilidad, rebelándose instintivamente contra lo que parece decretado que ha
de ser el destino de su vida. Pero la rebelión es inútil. La realidad de su
posición en el mundo es muy distinta de sus sueños y, cumplido el tiempo que
sus padres han considerado necesario para completar su educación, entra de
aprendiz en una tienda de tejidos, convirtiéndose de este modo en una diminuta
pieza más del prosaico mecanismo del comercio. Se le asigna un puesto en la
caja. Pero en aquel ambiente su imaginación inquieta se ahoga, no hace ningún
esfuerzo por fijar su atención en lo que tiene entre manos, se entrega a
escondidas a la lectura y vive para sus sueños. El resultado es que, distraído,
no da el cambio exacto a los parroquianos y que al final del día las cuentas no
cuadran. Alguien se aprovecha de aquel estado de cosas y comienza a faltar
dinero. Y aunque, por haberle vigilado estrechamente, sus jefes están
convencidos de su honradez, muy pronto se dan cuenta de que no es aquél el
empleado que necesitan en su empresa y Herbert G. Wells es despedido.
Pasa entonces a ayudar a un pariente lejano que dirige una escuela y aquí
se siente más a sus anchas. Puede dejar libre a la imaginación, puede leer, y,
por no estar sujeto a horario alguno, puede seguir haciendo nuevos y
fascinadores descubrimientos que van apasionándole más y más. Pero su tío es
también un hombre poco práctico y un buen día se ve obligado a cerrar la
escuela por motivos económicos. Wells está de nuevo en la calle. No puede pedir
ayuda monetaria a su familia porque su padre se rompió una pierna años atrás,
quedando inutilizado para jugar al cricket, y ahora depende totalmente de su esposa, que ha tenido que aceptar el
puesto de ama de llaves en una mansión aristocrática. Lo único que Sarah Wells
puede hacer por su hijo es conseguirle, por medio de una fuerte recomendación,
un nuevo empleo en un almacén de paños. Pero Herbert se resiste a aceptarlo.
Conoce ya por experiencia esa clase de trabajo y sabe que no podrá soportarlo
mucho tiempo. Su madre insiste, suplica, llora, y el muchacho se ve por fin obligado
a ceder. Después de haber probado el sabor de una relativa libertad, se
encuentra convertido de la noche a la mañana en un autómata que dobla piezas de
tela, traslada maniquíes, arregla escaparates, abre la puerta a los compradores
y se consume de impotente ira cuando a las once de la noche se apaga la luz en
el dormitorio general y no puede seguir leyendo el libro que se le brinda como
un oasis salvador. Un domingo por la mañana se pone en camino de la casa donde
trabaja su madre y anuncia a ésta su decisión de abandonar el almacén y marchar
por su cuenta a Midhurst. Ni los ruegos ni las lágrimas de la buena mujer
consiguen esta vez disuadir a Herbert, que pone inmediatamente en práctica sus
planes. En Midhurst se coloca de ayudante de un boticario. Años más tarde habrá
de describir esta botica en The Dream (El sueño), que, como la mayoría de sus novelas, contiene un gran número de pasajes
autobiográficos.
Wells,
ya un joven de diecisiete años, se matricula en las clases de la escuela
nocturna y, desde el principio, se siente atraído irresistiblemente por la
ciencia. Por las noches contempla las estrellas y los cráteres de la luna, y
durante el día, de pie sobre uno de los muchos altozanos de la hermosa campiña
inglesa, piensa en las sucesivas eras geológicas y en los misterios de la
Evolución, que ha de ser siempre el punto de apoyo de todas sus teorías. Darwin
es su gran maestro, y su visión del hombre y del mundo está en el futuro. Todo
lo que Herbert George Wells ha de decir en el curso de su vida sobre la gran
República Laboral, el Estado Mundial, etcétera, no son sino esfuerzos por hacer
avanzar más de prisa a la humanidad en su camino hacia la perfección final.
Es posible que estas ideas germinaran en su mente mientras barría la botica
de Midhurst, o recorría con su traje desgastado la distancia que le separaba de
la escueta nocturna. ¿Quién podría decirlo? Wells sigue estudiando sin hablar
mucho, y pronto el joven empleado descuella entre sus compañeros y obtiene una
beca para la Escuela Normal de Ciencia de South Kensington, con lo que se le
ofrece la magnífica oportunidad de hacer un curso de Biología con T. H. Huxley.
Por primera vez en su vida, Herbert G. Wells es completamente feliz.
Instalado en Londres, estudia, investiga, da lecciones y no transcurre
mucho tiempo antes de que una revista científica publique su primer artículo.
Su actividad es incesante. Pronto se resiente su salud, que nunca ha sido
excesivamente fuerte, y aunque al principio se niega a conceder importancia al
hecho, cuando, a poco de cumplir los veinte años, los médicos le dicen que
tiene una importante lesión en el pulmón, se ve obligado a abandonar las clases
y a ganarse la vida colaborando en revistas. Poco después publica su primera
novela, La máquina del tiempo. Ésta es acogida con entusiasmo y Wells queda
consagrado como escritor.
El liberalismo romántico era entonces la fe común en Inglaterra, compartida
por poetas, filósofos y políticos, y Wells eligió la novela científica como
medio para plasmar las imágenes y los símbolos de aquella fe popular. A La máquina del tiempo siguieron
otras creaciones de argumento fantástico, de las cuales quizá la más conocida,
gracias a la película que de ella se hizo con el mismo título, sea El
hombre invisible. Las novelas de Wells habían
sido precedidas por las de Julio Verne, que combinaba una fe infantil en la
máquina con un cerebro práctico y un culto por las matemáticas. Wells siente de
un modo muy distinto. También él, como su predecesor, quiere atravesar el
espacio y aterrizar en la Luna, pero, lejos de dedicar páginas y páginas a la
descripción minuciosa y detallada del aparato, no se anda por las ramas e
inventa la «cavorita», un material refractario a la fuerza de gravedad con el
que, de un plumazo, por así decirlo, resuelve el problema.
Otra fantasía wellsiana, La guerra de los mundos, dio lugar, en 1938, en Norteamérica, a una
de las mayores manifestaciones de histerismo colectivo de los últimos años. El
gran actor dramático Orson Welles lanzó, por las antenas de la «Columbia
Broadcasting System», una versión libremente adaptada de la novela del escritor
británico. Con tan extraordinario realismo se expresó imaginando ser uno de los
pocos supervivientes de la catástrofe, que miles de personas en todo el país
recogieron sus enseres prefiriendo huir precipitadamente antes de ser víctimas
de los marcianos. Al fin, las emisoras nacionales consiguieron convencer a los
ingenuos de que ningún monstruo de otro planeta había aparecido sobre la
Tierra, y todo volvió a la normalidad. Once años después, en febrero de 1949,
una emisora de Quito lanzó una nueva y también realista versión de la invasión
de los marcianos, dando partes y boletines con nombres de ciudades
ecuatorianas. Al principio, el público reaccionó como habían reaccionado los
americanos del Norte, lanzándose histéricamente a la calle y pidiendo auxilio.
Pero al enterarse de la verdad se negó a tomar la cosa con filosofía y a reírse
de su propia credulidad, e, hirviendo de indignación, se dirigió al edificio de
la emisora y le prendió fuego. Cuando apareció la policía (que, junto con los
soldados, se había precipitado a repeler el ataque de los marcianos), ya nada
podía hacerse. El edificio y todo su contenido había quedado destruido.
Pasan los años y el impulso romántico de H. G. Wells va consumiéndose, o,
para ser exactos, va buscando un nuevo medio de expresión. Hasta entonces le
había fascinado la Ciencia, sus posibilidades y el inmenso campo que ofrecía a
su fantasía, casi con exclusión de todo otro tema. Ha estado tanto tiempo
ocupado en soñar, que, aunque nunca llegó a olvidar del todo al hombre de la
calle, no ha prestado atención a sus problemas. Ahora Wells mira a su alrededor
y lo que ve le llena de indignación. Al principio se contenta con dar salida a
sus emociones creando una serie de personajes al estilo de los de Dickens,
figuras cómicas que llegan a ser trágicas, al luchar contra su propia
ignorancia y esforzarse por salir a la superficie del abismo de prejuicios en
que se hallan sumidas. Wells ha inmortalizado al habitante del suburbio, del
pueblecillo, dando a su voz, a sus ideas y a su personalidad formidables
dimensiones. Es en esta época cuando escribe tres deliciosas comedias, Kipps, La historia de Mr. Polly
y El amor y Mr. Lewisham, y aunque sus
tipos son esencialmente británicos y Victorianos, su simbolismo es universal.
Esta lucha contra todo lo que hasta entonces había oprimido a la pequeña
burguesía, contra los magnates del mundo de los negocios, contra las creencias
religiosas tradicionales y los políticos ambiciosos, va adquiriendo poco a poco
caracteres de verdadera obsesión, y su pluma se convierte en el arma ofensiva
con que ataca a todos los principios establecidos. Uno de los productos
característicos de esta nueva fase es la novela Cuando el durmiente
despierta, que es, simplemente, una
exageración de las tendencias de entonces: edificios más altos, ciudades más
grandes, capitalistas más malvados y trabajadores más oprimidos que nunca.
Y, sin embargo, Wells no es comunista. Es demasiado individualista para
serlo. Su teoría consiste en «el hombre para el hombre», la teoría del
socialismo, en oposición a la del comunismo, que es «el hombre para el Estado»,
y a la del cristianismo, que es «el hombre para Dios». Es, pues, un socialista
convencido, y por lo tanto se convierte en uno de los miembros más activos de
la Sociedad Fabiana, a la que se empeña en considerar como la minúscula semilla
de la que ha de nacer el gran Estado Mundial que describe en Una utopía
moderna. Su fertilidad es asombrosa y publica libro tras libro. Gramaticalmente
está lejos de ser siempre correcto y no se preocupa de pulir su prosa, porque
son tantas las cosas que tiene que decir, que se apresura a terminar una obra
cuanto antes para poder comenzar la siguiente. Pero su vocabulario es tan rico,
su forma de expresión tan lúcida, tan grande la fuerza creadora de su
imaginación, que contagia su entusiasmo al lector y éste no advierte sus
defectos de forma.
Un libro que armó gran revuelo a causa de la gazmoñería hipócrita de la
sociedad de entonces, fue Ana Verónica. Aquí Wells toma como argumento un importante
problema social y doméstico, y lo trata con seguridad admirable. Ana
Verónica es la historia de una joven que
vivió en los años en que el «sufragio femenino» fue la manifestación más
conspicua, aunque no la más significativa, del despertar de la mujer. La Prensa
londinense vilipendió la novela al hacer ésta su aparición y hasta llegó a
proponer que su autor sufriera el ostracismo social y literario. Pero muchas
personalidades eminentes de la época salieron impetuosamente en su defensa,
entre ellas G. K. Chesterton y Bernard Shaw. A pesar de todo esto, o quizá
precisamente por ello, el libro obtuvo un gran éxito.
De pronto, como un explosivo, surge Dios en los escritos de Wells. Su
aparición es muy fugaz. Es un estallido reaccionario contra la Monarquía,
contra el hecho de que el poder nominal o efectivo estuviera en manos de un
solo hombre. Así, pues, en su novela Dios, el Rey Invisible, nos presenta a un Rey Dios, a un jefe bélico
elaborado por él, a quien muy pronto vuelve a sumir en el olvido. La mejor de
sus novelas ideológicas es El fuego inmortal, basada en el libro de Job.
Más claramente propagandísticas son las obras que escribió al comenzar la
segunda década del siglo, en las que se siente, más que nunca, el apóstol de lo
que hoy no es otra cosa que el laborismo británico. Y llega la primera
contienda mundial. Wells escribe incesantemente, actúa como corresponsal de
guerra y confía en la Sociedad de las Naciones. Echa un vistazo al pasado de la
humanidad y escribe su Esquema de la Historia Universal
(1920), al que sigue una Breve
historia del mundo (1922). Pero como
historiador, a Wells le ocurre como con la política. Entiende la historia poco
menos que como una actividad intelectual. El resultado es de un pesimismo
atroz. Si en más de una de sus fantasías nos muestra al hombre en una
instintiva entrega a las fuerzas oscuras de su origen primero, para él toda la
dinámica de los hechos se reduce a un afán de destrucción, a veces superior al
instinto de conservación. No ve ninguna especie de grandeza en lo que el
historiador tiene como puntos decisivos del desarrollo de la civilización.
Es
curioso, sin embargo, este pesimismo suyo, porque hay en él una mezcla de
comprensión y de intolerancia realmente sorprendente en un hombre que se tuvo
siempre por idealista. Pero es que ese idealismo suyo es, también, una rara
mixtura. Wells no cree en el hombre; cree en la Humanidad. No cree en la
civilización —quizá porque, en el fondo, fuese un convencido de que no se ha
logrado todavía—; cree en el progreso. En una de sus novelas más divulgadas nos
ofrece una visión escalofriante de un mundo que, tras cierto período de
guerras, ha vuelto a un estado de terror primitivo; es la aviación; cuyos
adictos han acabado por formar una especie de hermandad, la que redime a la
Humanidad embrutecida.
Es aquí donde puede verse resumida toda la actitud ideológica de Wells. El
Hombre, de por sí, no es nada sin un bagaje común de ideas y de sentimientos. La
superación del estado actual de la civilización debe ser obra mancomunada. Pero
él, que, por un momento, aparece como máximo paladín de una inteligencia entre
todos los países del orbe, se siente íntimamente desencantado con la obra de la
Sociedad de Naciones y manifiesta este desencanto suyo en materia de cultura
entregándose de lleno al P. E. N. Club, que intenta reunir a todos los poetas,
ensayistas y novelistas libres en una misión colectiva, ya que —son palabras
suyas— la labor del escritor «ha de ser considerada como una sugestión y no
como una proeza. Nuestra labor es sembrar ideas, sembrarlas de cualquier
manera».
Todo pensamiento nuevo halla un estímulo en la obra y en la vida de Wells.
El hecho de que, por lo general, tenga mayor solidez su crítica que sus
construcciones, no sirve más que para definir con mayor relieve su oficio y no
comprueba menos lo esencial de su personalidad creadora. Produce un estado de
ánimo que se eleva sin dificultad —y, si se quiere, sin pensamiento consciente—
por encima de las barreras sociales y de la tradición histórica, y que tiende a
considerar el cambio no sólo necesario, sino normal y deseable. Provoca un
sueño y un anhelo; y de ambos brota la voluntad de creación.
A pesar de todo, hay que reconocerle como artista más que como creador de
utopías. Desde sus diecinueve años pobló nuestro firmamento literario de
estrellas deslumbrantes, y la admiración y el interés que despertaron al
aparecer no puede borrarse así como así. Lo curioso es que su posición en la
literatura contemporánea es tan paradójica como su concepto del idealismo: fue,
y aún es, una figura popular, pero, al mismo tiempo, aislada. Con la excepción,
por ejemplo, de un Bernard Shaw, entre los ingleses, no hubo escritor de su
calibre que en vida consiguiese más amplia audición del hombre de la calle, y
aun de la élite. Sin embargo, no parece que su influencia sobre la literatura
anglosajona de nuestros días haya sido mucha. Quizá puedan señalarse algunas
reminiscencias en Sinclair Lewis, en Sitwell y en Aldous Huxley; y aun en
Lawrence y Joyce. Pero si es verdad que todos ellos rindieron tributo a la
manera de Wells, no es menos cierto que, pronto, salieron a escape de su órbita
en busca de la propia personalidad.
Wells aparece asimismo distanciado de los escritores consagrados de su
propia generación —Arnold Bennett, Joseph Conrad, John Galsworthy—; y para él
no existen los grandes novelistas del continente. Galsworthy hace pensar, por
ejemplo, en Turgueniev; y ambos, en una ascendencia francesa común. No era,
tampoco, un estilista, ni le importaba serlo. «La literatura —escribía en
cierta ocasión— no es orfebrería, y su finalidad no es precisamente la de la
perfección; cuanto más se piensa en cómo debe hacerse, menos se logra. Estas
debilidades conducen a un camino fatal, que se aparta de todo interés natural
para ir hacia el vacío de un esfuerzo técnico, un egoísmo monstruoso de
artífice de que es testimonio monumental la última obra de Henry James».
Las innovaciones que Wells ha introducido en la técnica novelística son
casi exclusivamente intelectuales. Sobre todo, claro está, en la novela de tipo
científico —las suyas son únicas en su género—. Tal vez sean estas obras suyas
las que mejor se han comprendido, por la total sumisión de su argumento a una sola
idea. Pero en las novelas propiamente dichas —es decir, en las que por su
carácter formal podríamos incluir en el concepto clásico de la novela—, en Tono-Bunbay, en El nuevo
Maquiavelo encontramos una fuerza
intelectual y una intención crítica que, en cierto modo, son rigurosamente
nuevas en la literatura insular, y que han hallado innegable resonancia en las
últimas generaciones. En cuanto a sus últimas producciones —son palabras de
Geoffrey West, su biógrafo más conspicuo—, «representan un ensayo menos
aceptable, y el resultado es un producto híbrido sin impulso renovador, porque
le falta vitalidad».
Este hombre, que pensó siempre en futuro, no le pedía nada a la posteridad
como escritor. Beresford dice de él que «ha confesado una profunda incredulidad
hacia la obra de arte perfecta o permanente. Todo arte, toda ciencia, más
exactamente, todo cuanto se escribe, no son sino ensayos. A toda obra de arte
le llega el momento en que ya ha servido su propósito y no guarda el menor
rastro de su significado». Realmente, no otra cosa puede deducirse de la
actitud de un hombre que prefería a todas las clasificaciones la de periodista.
Y no por razón de modestia, sino porque en la obra de arte valoraba más lo que
encierra de lógico que de élan vital.
Pero es innegable que, a pesar de esta actitud suya y de quienes la
comparten, un considerable número de sus obras seguirá siendo, durante muchos
años, espolique para las ideas y fuente de emoción para los sentidos. Es
evidente que parte de ellas han cumplido con su propósito inicial y, por lo
tanto, han perdido todo, o casi todo, su significado. Pero Una utopía moderna, Anticipaciones, El descubrimiento del futuro, La
conspiración abierta, como Boon y Primeras y últimas cosas, poseen tal interés como profesión de fe personal
que no dejarán de ser leídas tan fácilmente. La visión del pasado humano a
través de un solo hombre asegura la permanencia al Esquema de la Historia
Universal. En cuanto a sus novelas científicas y a sus narraciones cortas, no
es difícil convenir en que son demasiado pródigas en maravilla y fascinación
—elementos siempre románticos por intelectuales que sean— para no sobrevivir en
casi su totalidad.
Está claro que Wells tiene sus detractores. Pero ni la crítica más exigente
se atrevería a negarle un valor de universalidad. Anatole France, que, como le
pasase por el magín, no dejaba títere con cabeza, le describió como la fuerza
intelectual más poderosa del mundo literario inglés; y el propio Wells
escribía, con la mayor sinceridad, en el prólogo a sus obras completas, que «en
el resumen definitivo de estos volúmenes se ve que hay en ellos algo que no se
había dicho antes, y que se ha dado forma a algo que antes no se había
formado». El centenar —o quizá más— de libros y ensayos que constituye el
núcleo central de sus escritos, representa una actividad y un resultado
difícilmente igualables; un desfile notabilísimo de investigaciones, críticas,
temas y sugerencias. A estas cualidades deberán su perdurabilidad obras como El hombre invisible, La guerra de los mundos, La máquina del tiempo, Una
utopía moderna, Kipps, La guerra en el aire, Tono Bungay, La historia de Mr. Polly, El nuevo Maquiavelo, El
alimento de los Dioses, y una buena
selección de historias breves tales como «La estrella», «La puerta del muro»,
«El país de los ciegos», «Bajo la cuchilla», «La historia del difunto Mr.
Elvesham», «El hombre que podía hacer milagros» y «Una visión de criterio».
Trabajador incansable, hombre de inagotable vitalidad, durante los últimos
tiempos de su existencia sólo sentía la preocupación de que la muerte le
sorprendiese sin «darse cuenta» y, quizás en una lucha inconsciente contra
aquel temor, le salía al paso pluma en ristre, escribiendo incluso cuando a los
demás les parecía físicamente imposible. Hacía mucho tiempo que los médicos
habían pronunciado la última sentencia cuando se dedicó a no aceptar la ayuda
de nadie. En 1945, cuando ya se le daba incluso por muerto, cogió el guion de
una película, The Way of the World Is Going, y trabajó en él como si tal cosa. Un
atardecer de 1946, exactamente el 13 de agosto, se sentó al borde de la cama,
llamó y pidió a su sirvienta que le cambiase el pijama. Se sentó de nuevo, y
dijo: «Proseguid; yo ya lo tengo todo». La sirvienta desapareció por unos
minutos. Cuando volvió, Herbert George Wells, el hombre que pensó siempre en el
futuro, había entrado en él definitivamente.
Nellie Mansó de Zúñiga
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