viernes, 17 de octubre de 2025

FRAGMENTO H.G. WELLS OBRAS COMPLETAS.

  




H. G. Wells

 Obras completas I


 

 Prólogo

 Es imposible hacer el retrato de un espíritu de las proporciones del de Herbert George Wells sin colocarlo sobre un fondo adecuado. Si en lugar de nacer en el último tercio del siglo XIX, Wells hubiera nacido cincuenta años más tarde, su figura y sus ideas hubieran resultado anacrónicas y ahora nos harían sonreír con indulgencia. Pero aquel cerebro, que había de ser una de las influencias más poderosas de su época, vino al mundo cuando ante éste comenzaban a abrirse nuevos horizontes. Imperceptiblemente iba abriéndose una brecha en el rígido victorianismo británico, y Wells, como Bernard Shaw, James Jeans, Henry James, Sydney Webb y algunos otros, pudo lanzar sus opiniones a la caja de resonancia del mundo cuando las antiguas ideas políticas y religiosas estaban comenzando a romper sus ligaduras de siglos.

Nació Herbert G. Wells en Bromley, Kent, en la Inglaterra de 1866. Hoy uno de los suburbios londinenses, Bromley era entonces un pueblecillo rodeado de campos abiertos, de aquellos campos que años más tarde Wells habría de describir en tantas novelas suyas. Su padre, Joseph Wells, había adquirido con todos sus ahorros, y en lo que a él le parecieron buenas condiciones, una tiendecita de objetos de loza y porcelana en aquella localidad. Descubrió muy pronto, sin embargo, que el negocio no sólo no era tan floreciente como había esperado, sino que apenas les daría lo necesario para vivir. Joseph, hombre de fuerte constitución física, enamorado del aire libre y además un magnífico jugador de cricket, se dedicó a este deporte como profesional y con sus ganancias logró mantener a flote a la familia, que iba aumentando rápidamente. Así, pues, «Bertie», el menor de los cuatro hijos del matrimonio, vio la luz en el seno de una típica familia de la «clase media baja», impulsada por un lado por una tradicional respetabilidad, netamente británica, y por el otro por el espectro del hambre.

Su madre concentró todos sus esfuerzos en hacer que la Religión fuera el fundamento de su hogar. Sarah Wells llevó al altar una fe sencilla. Creía sinceramente que Dios era un padre bondadoso que cuidaría de ella y de los suyos, y en aquellos años de estrecheces halló en sus plegarias un refugio y un consuelo. Pero cuando murió su hijita Fanny, algo muy profundo se rompió para siempre en su interior, sin que acaso ni ella misma lo supiera. En su autobiografía nos dice Wells que, aunque su madre procuró inculcarle a él los mismos principios que hicieron de su hermana muerta una niña excepcionalmente piadosa, ella misma no los tenía ya arraigados en el fondo del alma, y añade que su propia falta de fe está probablemente basada en aquel hecho. Las impresiones apenas conscientes de aquellos primeros años de su vida habían de grabarse para siempre en el corazón del chiquillo, y Herbert G. Wells mantuvo hasta el fin de sus días una actitud de irónico escepticismo hacia toda exteriorización de fe religiosa.

La escuela primaria a la que asiste y el maestro que la preside, con sus cambios de humor, su crónica indigestión y sus frecuentes distracciones, están perfectamente descritos en la que muchos consideran la mejor de sus novelas, Kipps. Se trata de la típica escuela rural de la época, cuyo objetivo era preparar a los niños de la clase trabajadora, y en ella poco hubiera aprendido Wells de no haber tenido la suerte de romperse una pierna cuando tenía siete años. Aquél fue el medio de que se valió el destino para abrir los primeros tentáculos de su precoz inteligencia y sembrar en ella el ansia de saber. Porque el pequeño Herbert, instalado cómodamente en la «sala», la mejor habitación de la casa, comenzó a devorar libro tras libro, y su imaginación descubrió, asombrada, países desconocidos y lejanos, animales extraños, mundos misteriosos, fantásticas aventuras y personajes exóticos. Y cuando, ya curado, vuelve a la escuela, su espíritu, prendido sin remedio en las redes de todo lo que acaba de vislumbrar, no consigue concentrarse en las lecciones de contabilidad, rebelándose instintivamente contra lo que parece decretado que ha de ser el destino de su vida. Pero la rebelión es inútil. La realidad de su posición en el mundo es muy distinta de sus sueños y, cumplido el tiempo que sus padres han considerado necesario para completar su educación, entra de aprendiz en una tienda de tejidos, convirtiéndose de este modo en una diminuta pieza más del prosaico mecanismo del comercio. Se le asigna un puesto en la caja. Pero en aquel ambiente su imaginación inquieta se ahoga, no hace ningún esfuerzo por fijar su atención en lo que tiene entre manos, se entrega a escondidas a la lectura y vive para sus sueños. El resultado es que, distraído, no da el cambio exacto a los parroquianos y que al final del día las cuentas no cuadran. Alguien se aprovecha de aquel estado de cosas y comienza a faltar dinero. Y aunque, por haberle vigilado estrechamente, sus jefes están convencidos de su honradez, muy pronto se dan cuenta de que no es aquél el empleado que necesitan en su empresa y Herbert G. Wells es despedido.

Pasa entonces a ayudar a un pariente lejano que dirige una escuela y aquí se siente más a sus anchas. Puede dejar libre a la imaginación, puede leer, y, por no estar sujeto a horario alguno, puede seguir haciendo nuevos y fascinadores descubrimientos que van apasionándole más y más. Pero su tío es también un hombre poco práctico y un buen día se ve obligado a cerrar la escuela por motivos económicos. Wells está de nuevo en la calle. No puede pedir ayuda monetaria a su familia porque su padre se rompió una pierna años atrás, quedando inutilizado para jugar al cricket, y ahora depende totalmente de su esposa, que ha tenido que aceptar el puesto de ama de llaves en una mansión aristocrática. Lo único que Sarah Wells puede hacer por su hijo es conseguirle, por medio de una fuerte recomendación, un nuevo empleo en un almacén de paños. Pero Herbert se resiste a aceptarlo. Conoce ya por experiencia esa clase de trabajo y sabe que no podrá soportarlo mucho tiempo. Su madre insiste, suplica, llora, y el muchacho se ve por fin obligado a ceder. Después de haber probado el sabor de una relativa libertad, se encuentra convertido de la noche a la mañana en un autómata que dobla piezas de tela, traslada maniquíes, arregla escaparates, abre la puerta a los compradores y se consume de impotente ira cuando a las once de la noche se apaga la luz en el dormitorio general y no puede seguir leyendo el libro que se le brinda como un oasis salvador. Un domingo por la mañana se pone en camino de la casa donde trabaja su madre y anuncia a ésta su decisión de abandonar el almacén y marchar por su cuenta a Midhurst. Ni los ruegos ni las lágrimas de la buena mujer consiguen esta vez disuadir a Herbert, que pone inmediatamente en práctica sus planes. En Midhurst se coloca de ayudante de un boticario. Años más tarde habrá de describir esta botica en The Dream (El sueño), que, como la mayoría de sus novelas, contiene un gran número de pasajes autobiográficos.

 Wells, ya un joven de diecisiete años, se matricula en las clases de la escuela nocturna y, desde el principio, se siente atraído irresistiblemente por la ciencia. Por las noches contempla las estrellas y los cráteres de la luna, y durante el día, de pie sobre uno de los muchos altozanos de la hermosa campiña inglesa, piensa en las sucesivas eras geológicas y en los misterios de la Evolución, que ha de ser siempre el punto de apoyo de todas sus teorías. Darwin es su gran maestro, y su visión del hombre y del mundo está en el futuro. Todo lo que Herbert George Wells ha de decir en el curso de su vida sobre la gran República Laboral, el Estado Mundial, etcétera, no son sino esfuerzos por hacer avanzar más de prisa a la humanidad en su camino hacia la perfección final.

Es posible que estas ideas germinaran en su mente mientras barría la botica de Midhurst, o recorría con su traje desgastado la distancia que le separaba de la escueta nocturna. ¿Quién podría decirlo? Wells sigue estudiando sin hablar mucho, y pronto el joven empleado descuella entre sus compañeros y obtiene una beca para la Escuela Normal de Ciencia de South Kensington, con lo que se le ofrece la magnífica oportunidad de hacer un curso de Biología con T. H. Huxley. Por primera vez en su vida, Herbert G. Wells es completamente feliz.

Instalado en Londres, estudia, investiga, da lecciones y no transcurre mucho tiempo antes de que una revista científica publique su primer artículo. Su actividad es incesante. Pronto se resiente su salud, que nunca ha sido excesivamente fuerte, y aunque al principio se niega a conceder importancia al hecho, cuando, a poco de cumplir los veinte años, los médicos le dicen que tiene una importante lesión en el pulmón, se ve obligado a abandonar las clases y a ganarse la vida colaborando en revistas. Poco después publica su primera novela, La máquina del tiempo. Ésta es acogida con entusiasmo y Wells queda consagrado como escritor.

El liberalismo romántico era entonces la fe común en Inglaterra, compartida por poetas, filósofos y políticos, y Wells eligió la novela científica como medio para plasmar las imágenes y los símbolos de aquella fe popular. A La máquina del tiempo siguieron otras creaciones de argumento fantástico, de las cuales quizá la más conocida, gracias a la película que de ella se hizo con el mismo título, sea El hombre invisible. Las novelas de Wells habían sido precedidas por las de Julio Verne, que combinaba una fe infantil en la máquina con un cerebro práctico y un culto por las matemáticas. Wells siente de un modo muy distinto. También él, como su predecesor, quiere atravesar el espacio y aterrizar en la Luna, pero, lejos de dedicar páginas y páginas a la descripción minuciosa y detallada del aparato, no se anda por las ramas e inventa la «cavorita», un material refractario a la fuerza de gravedad con el que, de un plumazo, por así decirlo, resuelve el problema.

Otra fantasía wellsiana, La guerra de los mundos, dio lugar, en 1938, en Norteamérica, a una de las mayores manifestaciones de histerismo colectivo de los últimos años. El gran actor dramático Orson Welles lanzó, por las antenas de la «Columbia Broadcasting System», una versión libremente adaptada de la novela del escritor británico. Con tan extraordinario realismo se expresó imaginando ser uno de los pocos supervivientes de la catástrofe, que miles de personas en todo el país recogieron sus enseres prefiriendo huir precipitadamente antes de ser víctimas de los marcianos. Al fin, las emisoras nacionales consiguieron convencer a los ingenuos de que ningún monstruo de otro planeta había aparecido sobre la Tierra, y todo volvió a la normalidad. Once años después, en febrero de 1949, una emisora de Quito lanzó una nueva y también realista versión de la invasión de los marcianos, dando partes y boletines con nombres de ciudades ecuatorianas. Al principio, el público reaccionó como habían reaccionado los americanos del Norte, lanzándose histéricamente a la calle y pidiendo auxilio. Pero al enterarse de la verdad se negó a tomar la cosa con filosofía y a reírse de su propia credulidad, e, hirviendo de indignación, se dirigió al edificio de la emisora y le prendió fuego. Cuando apareció la policía (que, junto con los soldados, se había precipitado a repeler el ataque de los marcianos), ya nada podía hacerse. El edificio y todo su contenido había quedado destruido.

Pasan los años y el impulso romántico de H. G. Wells va consumiéndose, o, para ser exactos, va buscando un nuevo medio de expresión. Hasta entonces le había fascinado la Ciencia, sus posibilidades y el inmenso campo que ofrecía a su fantasía, casi con exclusión de todo otro tema. Ha estado tanto tiempo ocupado en soñar, que, aunque nunca llegó a olvidar del todo al hombre de la calle, no ha prestado atención a sus problemas. Ahora Wells mira a su alrededor y lo que ve le llena de indignación. Al principio se contenta con dar salida a sus emociones creando una serie de personajes al estilo de los de Dickens, figuras cómicas que llegan a ser trágicas, al luchar contra su propia ignorancia y esforzarse por salir a la superficie del abismo de prejuicios en que se hallan sumidas. Wells ha inmortalizado al habitante del suburbio, del pueblecillo, dando a su voz, a sus ideas y a su personalidad formidables dimensiones. Es en esta época cuando escribe tres deliciosas comedias, Kipps, La historia de Mr. Polly y El amor y Mr. Lewisham, y aunque sus tipos son esencialmente británicos y Victorianos, su simbolismo es universal. Esta lucha contra todo lo que hasta entonces había oprimido a la pequeña burguesía, contra los magnates del mundo de los negocios, contra las creencias religiosas tradicionales y los políticos ambiciosos, va adquiriendo poco a poco caracteres de verdadera obsesión, y su pluma se convierte en el arma ofensiva con que ataca a todos los principios establecidos. Uno de los productos característicos de esta nueva fase es la novela Cuando el durmiente despierta, que es, simplemente, una exageración de las tendencias de entonces: edificios más altos, ciudades más grandes, capitalistas más malvados y trabajadores más oprimidos que nunca.

Y, sin embargo, Wells no es comunista. Es demasiado individualista para serlo. Su teoría consiste en «el hombre para el hombre», la teoría del socialismo, en oposición a la del comunismo, que es «el hombre para el Estado», y a la del cristianismo, que es «el hombre para Dios». Es, pues, un socialista convencido, y por lo tanto se convierte en uno de los miembros más activos de la Sociedad Fabiana, a la que se empeña en considerar como la minúscula semilla de la que ha de nacer el gran Estado Mundial que describe en Una utopía moderna. Su fertilidad es asombrosa y publica libro tras libro. Gramaticalmente está lejos de ser siempre correcto y no se preocupa de pulir su prosa, porque son tantas las cosas que tiene que decir, que se apresura a terminar una obra cuanto antes para poder comenzar la siguiente. Pero su vocabulario es tan rico, su forma de expresión tan lúcida, tan grande la fuerza creadora de su imaginación, que contagia su entusiasmo al lector y éste no advierte sus defectos de forma.

Un libro que armó gran revuelo a causa de la gazmoñería hipócrita de la sociedad de entonces, fue Ana Verónica. Aquí Wells toma como argumento un importante problema social y doméstico, y lo trata con seguridad admirable. Ana Verónica es la historia de una joven que vivió en los años en que el «sufragio femenino» fue la manifestación más conspicua, aunque no la más significativa, del despertar de la mujer. La Prensa londinense vilipendió la novela al hacer ésta su aparición y hasta llegó a proponer que su autor sufriera el ostracismo social y literario. Pero muchas personalidades eminentes de la época salieron impetuosamente en su defensa, entre ellas G. K. Chesterton y Bernard Shaw. A pesar de todo esto, o quizá precisamente por ello, el libro obtuvo un gran éxito.

De pronto, como un explosivo, surge Dios en los escritos de Wells. Su aparición es muy fugaz. Es un estallido reaccionario contra la Monarquía, contra el hecho de que el poder nominal o efectivo estuviera en manos de un solo hombre. Así, pues, en su novela Dios, el Rey Invisible, nos presenta a un Rey Dios, a un jefe bélico elaborado por él, a quien muy pronto vuelve a sumir en el olvido. La mejor de sus novelas ideológicas es El fuego inmortal, basada en el libro de Job.

Más claramente propagandísticas son las obras que escribió al comenzar la segunda década del siglo, en las que se siente, más que nunca, el apóstol de lo que hoy no es otra cosa que el laborismo británico. Y llega la primera contienda mundial. Wells escribe incesantemente, actúa como corresponsal de guerra y confía en la Sociedad de las Naciones. Echa un vistazo al pasado de la humanidad y escribe su Esquema de la Historia Universal (1920), al que sigue una Breve historia del mundo (1922). Pero como historiador, a Wells le ocurre como con la política. Entiende la historia poco menos que como una actividad intelectual. El resultado es de un pesimismo atroz. Si en más de una de sus fantasías nos muestra al hombre en una instintiva entrega a las fuerzas oscuras de su origen primero, para él toda la dinámica de los hechos se reduce a un afán de destrucción, a veces superior al instinto de conservación. No ve ninguna especie de grandeza en lo que el historiador tiene como puntos decisivos del desarrollo de la civilización.

 Es curioso, sin embargo, este pesimismo suyo, porque hay en él una mezcla de comprensión y de intolerancia realmente sorprendente en un hombre que se tuvo siempre por idealista. Pero es que ese idealismo suyo es, también, una rara mixtura. Wells no cree en el hombre; cree en la Humanidad. No cree en la civilización —quizá porque, en el fondo, fuese un convencido de que no se ha logrado todavía—; cree en el progreso. En una de sus novelas más divulgadas nos ofrece una visión escalofriante de un mundo que, tras cierto período de guerras, ha vuelto a un estado de terror primitivo; es la aviación; cuyos adictos han acabado por formar una especie de hermandad, la que redime a la Humanidad embrutecida.

Es aquí donde puede verse resumida toda la actitud ideológica de Wells. El Hombre, de por sí, no es nada sin un bagaje común de ideas y de sentimientos. La superación del estado actual de la civilización debe ser obra mancomunada. Pero él, que, por un momento, aparece como máximo paladín de una inteligencia entre todos los países del orbe, se siente íntimamente desencantado con la obra de la Sociedad de Naciones y manifiesta este desencanto suyo en materia de cultura entregándose de lleno al P. E. N. Club, que intenta reunir a todos los poetas, ensayistas y novelistas libres en una misión colectiva, ya que —son palabras suyas— la labor del escritor «ha de ser considerada como una sugestión y no como una proeza. Nuestra labor es sembrar ideas, sembrarlas de cualquier manera».

Todo pensamiento nuevo halla un estímulo en la obra y en la vida de Wells. El hecho de que, por lo general, tenga mayor solidez su crítica que sus construcciones, no sirve más que para definir con mayor relieve su oficio y no comprueba menos lo esencial de su personalidad creadora. Produce un estado de ánimo que se eleva sin dificultad —y, si se quiere, sin pensamiento consciente— por encima de las barreras sociales y de la tradición histórica, y que tiende a considerar el cambio no sólo necesario, sino normal y deseable. Provoca un sueño y un anhelo; y de ambos brota la voluntad de creación.

A pesar de todo, hay que reconocerle como artista más que como creador de utopías. Desde sus diecinueve años pobló nuestro firmamento literario de estrellas deslumbrantes, y la admiración y el interés que despertaron al aparecer no puede borrarse así como así. Lo curioso es que su posición en la literatura contemporánea es tan paradójica como su concepto del idealismo: fue, y aún es, una figura popular, pero, al mismo tiempo, aislada. Con la excepción, por ejemplo, de un Bernard Shaw, entre los ingleses, no hubo escritor de su calibre que en vida consiguiese más amplia audición del hombre de la calle, y aun de la élite. Sin embargo, no parece que su influencia sobre la literatura anglosajona de nuestros días haya sido mucha. Quizá puedan señalarse algunas reminiscencias en Sinclair Lewis, en Sitwell y en Aldous Huxley; y aun en Lawrence y Joyce. Pero si es verdad que todos ellos rindieron tributo a la manera de Wells, no es menos cierto que, pronto, salieron a escape de su órbita en busca de la propia personalidad.

Wells aparece asimismo distanciado de los escritores consagrados de su propia generación —Arnold Bennett, Joseph Conrad, John Galsworthy—; y para él no existen los grandes novelistas del continente. Galsworthy hace pensar, por ejemplo, en Turgueniev; y ambos, en una ascendencia francesa común. No era, tampoco, un estilista, ni le importaba serlo. «La literatura —escribía en cierta ocasión— no es orfebrería, y su finalidad no es precisamente la de la perfección; cuanto más se piensa en cómo debe hacerse, menos se logra. Estas debilidades conducen a un camino fatal, que se aparta de todo interés natural para ir hacia el vacío de un esfuerzo técnico, un egoísmo monstruoso de artífice de que es testimonio monumental la última obra de Henry James».

Las innovaciones que Wells ha introducido en la técnica novelística son casi exclusivamente intelectuales. Sobre todo, claro está, en la novela de tipo científico —las suyas son únicas en su género—. Tal vez sean estas obras suyas las que mejor se han comprendido, por la total sumisión de su argumento a una sola idea. Pero en las novelas propiamente dichas —es decir, en las que por su carácter formal podríamos incluir en el concepto clásico de la novela—, en Tono-Bunbay, en El nuevo Maquiavelo encontramos una fuerza intelectual y una intención crítica que, en cierto modo, son rigurosamente nuevas en la literatura insular, y que han hallado innegable resonancia en las últimas generaciones. En cuanto a sus últimas producciones —son palabras de Geoffrey West, su biógrafo más conspicuo—, «representan un ensayo menos aceptable, y el resultado es un producto híbrido sin impulso renovador, porque le falta vitalidad».

Este hombre, que pensó siempre en futuro, no le pedía nada a la posteridad como escritor. Beresford dice de él que «ha confesado una profunda incredulidad hacia la obra de arte perfecta o permanente. Todo arte, toda ciencia, más exactamente, todo cuanto se escribe, no son sino ensayos. A toda obra de arte le llega el momento en que ya ha servido su propósito y no guarda el menor rastro de su significado». Realmente, no otra cosa puede deducirse de la actitud de un hombre que prefería a todas las clasificaciones la de periodista. Y no por razón de modestia, sino porque en la obra de arte valoraba más lo que encierra de lógico que de élan vital.

Pero es innegable que, a pesar de esta actitud suya y de quienes la comparten, un considerable número de sus obras seguirá siendo, durante muchos años, espolique para las ideas y fuente de emoción para los sentidos. Es evidente que parte de ellas han cumplido con su propósito inicial y, por lo tanto, han perdido todo, o casi todo, su significado. Pero Una utopía moderna, Anticipaciones, El descubrimiento del futuro, La conspiración abierta, como Boon y Primeras y últimas cosas, poseen tal interés como profesión de fe personal que no dejarán de ser leídas tan fácilmente. La visión del pasado humano a través de un solo hombre asegura la permanencia al Esquema de la Historia Universal. En cuanto a sus novelas científicas y a sus narraciones cortas, no es difícil convenir en que son demasiado pródigas en maravilla y fascinación —elementos siempre románticos por intelectuales que sean— para no sobrevivir en casi su totalidad.

Está claro que Wells tiene sus detractores. Pero ni la crítica más exigente se atrevería a negarle un valor de universalidad. Anatole France, que, como le pasase por el magín, no dejaba títere con cabeza, le describió como la fuerza intelectual más poderosa del mundo literario inglés; y el propio Wells escribía, con la mayor sinceridad, en el prólogo a sus obras completas, que «en el resumen definitivo de estos volúmenes se ve que hay en ellos algo que no se había dicho antes, y que se ha dado forma a algo que antes no se había formado». El centenar —o quizá más— de libros y ensayos que constituye el núcleo central de sus escritos, representa una actividad y un resultado difícilmente igualables; un desfile notabilísimo de investigaciones, críticas, temas y sugerencias. A estas cualidades deberán su perdurabilidad obras como El hombre invisible, La guerra de los mundos, La máquina del tiempo, Una utopía moderna, Kipps, La guerra en el aire, Tono Bungay, La historia de Mr. Polly, El nuevo Maquiavelo, El alimento de los Dioses, y una buena selección de historias breves tales como «La estrella», «La puerta del muro», «El país de los ciegos», «Bajo la cuchilla», «La historia del difunto Mr. Elvesham», «El hombre que podía hacer milagros» y «Una visión de criterio».

Trabajador incansable, hombre de inagotable vitalidad, durante los últimos tiempos de su existencia sólo sentía la preocupación de que la muerte le sorprendiese sin «darse cuenta» y, quizás en una lucha inconsciente contra aquel temor, le salía al paso pluma en ristre, escribiendo incluso cuando a los demás les parecía físicamente imposible. Hacía mucho tiempo que los médicos habían pronunciado la última sentencia cuando se dedicó a no aceptar la ayuda de nadie. En 1945, cuando ya se le daba incluso por muerto, cogió el guion de una película, The Way of the World Is Going, y trabajó en él como si tal cosa. Un atardecer de 1946, exactamente el 13 de agosto, se sentó al borde de la cama, llamó y pidió a su sirvienta que le cambiase el pijama. Se sentó de nuevo, y dijo: «Proseguid; yo ya lo tengo todo». La sirvienta desapareció por unos minutos. Cuando volvió, Herbert George Wells, el hombre que pensó siempre en el futuro, había entrado en él definitivamente.

Nellie Mansó de Zúñiga

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