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martes, 2 de abril de 2024

ADOLFO BIOY CASARES a la h o ra de e s c rib ir Edición de Esther Cross y Félix della Paciera Ensayo FRAGMENTO



ADOLFO

BIOY CASARES

a la h o ra de e s c rib ir

Edición de Esther Cross

y Félix della Paciera

Ensayo

TUSf lUETS

© Adolfo Bioy Casares, Esther Cross, Félix della Paolera, 1988

Diseño de la colección y de la cubierta: MBM

Reservados todos los derechos de esta edición para

Tusquets Editores, S.A. Iradier, 2 4 -0 8 0 1 7 Barcelona

ISBN 84 7223-852-0

Depósito legal: B. 43.127-1988

Fotocomposición: ApG - Enten^a, 218

Libergraf, S.A - Constitución, 1 9 -0 8 0 1 4 Barcelona

Impreso en España

ADOLFO BlOY CASARES nació en Buenos

Aires en 1914. Cursó estudios de

Derecho y de Literatura, carreras

que abandonó para dedicarse enteramente

a escribir. En 1940 publicó La

invención de Morel, el más célebre

y difundido de sus libros. A partir

de entonces, su reputación como

uno de los más originales y relevantes

narradores de las letras hispanoamericanas

no ha hecho más que

consolidarse. Sus obras han sido traducidas

a más de quince idiomas y

adaptadas frecuentemente al cine

y la televisión. Ha escrito también

varios libros en colaboración con Silvina

Ocampo y Jorge Luis Borges.

ESTHER CROSS (Buenos Aires, 1961)

ha cursado estudios de Letras y de

Psicología. Es narradora y poeta,

colaboradora habitual de diversos

medios de la prensa cultural argentina.

FELIX DELLA PAOLERA (Buenos Aires,

1923) cursó estudios de Filosofía.

Poeta, narrador, ensayista, crítico

literario y traductor, ha desempeñado

diversos cargos culturales en

su país. Desde 1976 coordina talleres

literarios.

Indice

Nota p re lim in a r............................................ . 9

Nota aclaratoria............................................... 11

La decisión de e s c rib ir.................................. 13

El oficio lite ra rio ............................................. 35

La ficción: materia y fo rm a ......................... 51

Preferencias, memorias, amistades ........... 93

Sumario................................................................ 131

Indice o n omástico ............................................. 133

Bibliografía.......................................................... 137

Nota preliminar

Este libro es el primero, de una serie en que los

grandes escritores contemporáneos expondrán procedimientos

inherentes a su ars literaria. Consta

de la transcripción de los diálogos mantenidos por

Adolfo Bioy Casares con los integrantes de un taller

literario* en tres reuniones celebradas en 1984,

1987 y 1988, respectivamente. La transcripción de

estas charlas fue seguida de su correspondiente

agrupamiento por temas dado que, por haber tenido

lugar en años diferentes y con distintos interlocutores,

resultaba inevitable que algunas preguntas

se repitieran o denotaran una marcada afinidad

con otras ya formuladas. De ahí que, al pie de cada

parlamento se deje constancia de la fecha en que

fue formulado. Esto permite al lector apreciar las

sutiles modificaciones que en torno a un mismo

* Los talleres literarios se difunden en la Argentina a comienzos

de la década del 70, acaso porque la enseñanza universitaria de

la literatura está principalmente dirigida a la formación de docentes,

críticos e investigadores, descuidando el aspecto propiamente

creativo del acto de escribir. Un taller literario está integrado por

grupos de cinco a diez personas cada uno, orientadas por un coordinador,

que se ejercitan en la práctica de la escritura (corrección,

estructura, estilo) y que reciben información teórica sólo en función

de la lectura de sus textos.

asunto el escritor introduce en su criterio inicial

con el correr del tiempo. Por otra parte, aunque a

veces las preguntas se repitan, las respuestas agregan

siempre nuevos elementos de juicio y, afortunadamente,

su alcance suele exceder la aclaración

esperada por quien hace la pregunta.

Mantener la forma coloquial de estos diálogos

—su necesaria oralidad— no resultó una tarea ardua,

ya que el estilo de Bioy Casares se singulariza

precisamente por un lenguaje directo y lúcido,

que excluye la solemnidad y el giro artificioso. En

este sentido, la reiteración —a lo largo de todas

las charlas— de expresiones como «puede ser»,

«creo», «pienso», «tal vez», «de algún modo», atestigua

la presencia de un intelectual genuino, adscrito

a la vitalidad de la duda antes que a la rigidez

del dogma.

El escritor W. H. Hudson contaba que muchas

veces en su vida había emprendido el estudio de

la metafísica pero que invariablemente lo interrumpía

la felicidad. Esa paradójica desdicha

—que acaso sólo justifica cierta haraganería— parece

refutada por la vasta obra de Adolfo Bioy Casares.

Como él mismo dice: «Yo le aconsejaría a la

gente que escriba, porque es como agregar un

cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar

sobre la vida, que es como seguir viviéndola.

Es duplicarla del mejor modo». Y todos sus libros

demuestran que el acto de escribir, aunque riguroso,

puede ser un ejercicio placentero y exento de

vano patetismo.

Félix della Paolera y Esther Cross

Nota aclaratoria

Las reuniones del taller literario de Félix della

Paolera se realizaron en las casas de José González

Balcarce (26 de julio de 1984) y de Sofía Deym

(4 de junio de 1987 y 19 de mayo de 1988).

Las iniciales que anteceden a las respectivas

preguntas y respuestas corresponden a:

BC: Adolfo Bioy Casares

G: Grillo*

y, en orden alfabético, a los siguientes integrantes

de los talleres:

MLB: María Luisa Bemberg

MBC: María Belén Caputo

CC: Carlos Cartolano

EC: Esther Cross

ECH: Esteban Charpentier

SD: Sofía Deym

FG: Fernando Gómez

CGG: Celeste González Garabelli

JMH: ' José María Harfuch

* Grillo es el apodo de Félix della Paolera, utilizado por Bioy Casa

res al dialogar con él.

MIH: María Inés Hernández

E de L: Elizabeth de Luca

MM: Mario Maggi

PM: Pía Magnanini

VM: Verónica Matta

HM: Hernán Morgenstern

A O'F: Andrea O'Farrell

JO: Jorge Offenhenden

RPB: Ruth Pérez Blanco

OP: Osvaldo Peusner

APL: Agustín Pereyra Lucena

ARM: Alejandro Ramos Mejía

MLSV: María Luisa Sáenz Valiente

MSB: Marcelo Suárez Bidondo

MU: Marta Uranga

LVM: Lucía Vásquez Mansilla

GW: Georgina Walker

LZ: Liliana Zirardini

La decisión de escribir

BC: Henry James se preguntó por qué escribía

Flaubert si le dolía tanto... La crítica es aparentemente

justa (sólo aparentemente, pero de

cualquier modo para este párrafo sirve). A mí me

divierte escribir, aunque muchas veces las vacilaciones

que tengo al hablar se me corren a la pluma.

Las venzo. El placer de inventar es grande;

también el de lograr una página satisfactoria.

Mis relativos aciertos me bastan para decir que

me gusta esta profesión, que me gusta inventar,

que me gusta haber inventado historias y tener

otras para escribir. [1984]

Muchos escritores olvidan que la principal ocupación

del narrador es narrar. A todos nos gusta

que nos cuenten cuentos y, desde luego, a todos los

que leen obras de ficción. Ahora hay muchas novelas

desprovistas de ficción y de trama; se las llama

novelas, pero adentro hay ensayos y pedantería.

E de L: Una vez oí que escribir es, en cierto modo,

dejar de vivir un poco...

BC: No es verdad.

E de L: ¿Usted dejó de vivir, dejó de experimentar?

BC: No, no crea. A mí me parece que ocurre lo

contrario. Me atrevo a dar el consejo de escribir,

porque es agregar un cuarto a la casa de la vida.

Está la vida y está pensar sobre la vida, que es

otra manera de recorrerla intensamente.

G: Es duplicarla.

BC: Duplicarla del mejor modo posible. Además,

escribir es un intento de pensar con precisión.

Debo admitir sin embargo que de vez en cuando

se presentan situaciones en que tenemos que elegir

dos caminos; quizá, por extraño que parezca,

entre el amor (léase matrimonio, vida familiar) y

seguir escribiendo. Es probable que esa mala

fama de la literatura, que la muestra como negación

de la vida, se daba al clamor de personas

abandonadas.

MM: ¿Bioy Casares escribe porque le gustó una

idea y quiere desarrollarla o pretende que quede

un mensaje sedimentado? ¿Busca el mensaje de

trasfondo o simplemente la buena técnica?

BC: ¡No, por favor! ¡Cómo voy a buscar solamente

la buena técnica! No, no. Yo creo que por un

lado hay que distinguir el mensaje de la idea y

por otro el mensaje, la idea y la técnica, que son

tres cosas distintas. Yo me considero narrador.

Me gustan las narraciones y estoy convencido de

que a la gente también le gustan. Soy una persona

con opiniones, convicciones, aflicciones, amores

y antipatías, como todos y, naturalmente, escribo

en favor de las cosas que me parecen bien. Pero

lo que me mueve a escribir, y lo que me movió a

escribir en un lejano día de mil novecientos veintitantos,

es el placer de las historias. Es algo que

va más allá de la técnica; es algo que tenemos en

común con los muchachos que entraban en los

cafés de El Cairo y contaban las historias que hoy

llamamos Las mil y una noches. Somos narradores,

hay mucha gente que lo es y para esa gente

hay otra que está deseando que le narren historias.

[1988]

Además, la literatura no es una imposición, es

un placer. Yo escribí un libro de ensayos al que

llamé La otra aventura porque reúne ensayos sobre

literatura, sobre libros. Una aventura es la

vida, la otra —al menos para mí— son los libros.

Creo que no se le da bastante importancia a la

suerte; indudablemente la suerte existe y la casualidad

existe, aunque la gente diga que todo sigue

un destino prefijado. Yo era un muchacho deportista

en un grupo de muchachos deportistas. Por

un golpe de suerte, que en el momento me pareció

un golpe de mala suerte, me puse a escribir.

Retrospectivamente atribuyo mi oficio a una casualidad.

Desde luego considero «azar», «casualidad

», «suerte», como palabras útiles, que evitan

disquisiciones tediosas; con ellas designamos incógnitas

que no valdría la pena, —o no podríamos—,

despejar. [1984]

■k * *

LZ: ¿Y cómo fueron sus primeros intentos? ¿Tuvo

muchas incertidumbres, tiró cuentos a la basura?

BC: Le voy a explicar: esa etapa fue larga y variada.

No es una sola etapa. Yo hubiera querido ser

jugador de fútbol o boxeador—boxeador me gustaba

más, porque me parecía más contundente—

o campeón mundial de tenis o de salto de altura.

Pero inexplicablemente, cuando sentía que

algo me conmovía, pensaba en escribir. No sé por

qué, ya que tiendo a descreer que estas cosas vengan

con uno; sospecho que todo lo recibimos y

que todo es educación en la vida. Lo cierto es que

para enamorar a una prima que no me hacía caso

pensé en escribir un libro parecido al de un autor

que le gustaba a mi prima. Así, a los seis o siete

años, intenté escribir por primera vez. Después

me gustó la idea de inventar cuentos policiales y

fantásticos, y sin que mis amigos se enteraran,

escribí una historia que se llamaba «Vanidad».

Después de eso descubrí la literatura. Y entonces

me puse a escribir y a leer. Digamos que desde

los doce hasta los treinta años leí realmente mucho.

Traté de leer toda la literatura francesa,

toda la española, toda la inglesa, la americana, la

argentina, la de otros países europeos, un poco de

la alemana, de la italiana, de la portuguesa, de la

japonesa, de la chilena, autores persas, en fin:

traté de cultivarme como esos norteamericanos

que hacen todo por programa; quise leer todo. Y,

mientras leía todo, al mismo tiempo quería escribir.

Y los libros que yo escribía desagradaban a

mis amigos. Cuando salía un libro mío, los amigos

no sabían cómo tratarme; querían disimular

y se les veía en la cara el disgusto. Yo les daba la

razón, pero creía en mi próximo libro.

LZ: Y a usted, ¿le gustaban esos libros?

BC: No, por cierto. Me repelían cuando se publicaban.

[1984]

G: ¿Cuándo decidió ser escritor?

BC: Un tiempo después. Al principio escribía porque

estaba angustiado y quería expresar mi pena,

o, porque se me había ocurrido una idea y quería

comunicarla, pero no pensaba que iba a ser escritor.

Tenía ganas de contar esa historia. Por eso escribí

mi primera historia policial y fantástica. Pero

seguía siendo un jugador de rugby, un tenista. Después

descubrí la literatura. Sentí por primera vez

la fascinación que siempre encuentro en los libros

y tuve ganas de provocarla en los demás. [1987]

Mis padres eran buenos lectores, personas

muy cultas. Querían que yo fuera abogado. Cuando

dije que iba a escribir temí que pensaran que

iba a dedicarme al ocio o que mi trabajo les pareciera

comparable al de una señora que borda almohadones;

temí que pensaran que los escritores

eran otros, no los que uno conocía. [1984]

MLV: Si al principio sentía tan poca satisfacción

con su obra, ¿cuál era su motor para seguir, para

no desesperar, para no descreer de usted mismo?

BC: Todo aquello fue bastante penoso; yo sentía

mi incapacidad de escribir libros aceptables

como una derrota de mi inteligencia. La verdad

es que producía algo que a nadie gustaba. A mí

tampoco. Me gustaba mientras escribía; después,

no. Lo que sí me gustaba era la literatura; sentía

que ésa era mi patria y que yo quería participar

de su mundo. Probablemente pensaba que no

bastaba con ser lector para entrar en la literatura.

Muchas veces me dije que, de haber sido una

persona un poco más sensible, yo hubiera dejado

de escribir, porque escribía un libro y todos mis

amigos —y después Jorge Luis Borges— me miraban

con cara de tristeza y de preocupa ción, como

pensando: «¿Qué le digo yo a éste?». Pero quizás

aprendí a escribir gracias a esos errores.

MLB: Y de no ser por su madre-y por su padre, que

de chico le leía poesía, ¿hubiera tenido ese amor

por la literatura?

BC: Creo que sí. Les agradezco lo que hicieron,

que mi madre me contara cuentos fue un estímulo

—un estímulo que no cesa— y le agradezco a

mi padre que inaugurara mi amor por la poesía,

pero creo que de cualquier modo yo hubiera llegado

a la literatura. No sé, no podría decir cuál

fue mi primer intento literario, pero sé que cuando

mi prima no me quiso me puse a escribir para

exaltar mi dolor.

Yo escribí para que me quisieran; en parte

para sobornar y, también en parte, para ser víctima

de un modo interesante; para levantar un monumento

a mi dolor y para convertirlo, por medio

de la escritura, en un reclamo persuasivo. Todo

eso precedió a los pésimos libros publicados, que

fueron seis, además de cuatro o cinco novelas inconclusas.

[1987]

BC: Borges, que ya era amigo mío, creía que yo

escribía rápidamente. Yo escribía con las mayores

precauciones, pero equivocadas. Mis recaudos

eran malos recaudos. No sabía qué debía cuidar,

ni cómo dar a mi expresión una agradable

transparencia. Mi madre decía que la voluntad lo

podía todo; yo tuve una dolorosa prueba de que

la voluntad sola podía poco. De las necesarias voluntad

y representación, la representación me fallaba,

como a muchos tontos que andan por el

mundo. Escribí así pésimos libros y frustré algunas

historias no demasiado malas que se me ocurrieron.

[19841

G: En sus lecturas iniciales, ¿qué libros fueron influyentes,

cuáles decidieron o fortalecieron su vocación

de escribir?

BC: Podría decir que hay unos cuantos libros que

para mí fueron decisivos, y que algunos de ellos

no son considerados admirables. Probablemente

Cario Collodi, con su Pinocho, me indujo a escribir

relatos fantásticos; Gyp, con libros como Mademoiselle

Lulú y Autour du mariage, me inspiraron

ganas de escribir novelas o historias de amor;

los cuentos de Sherlock Holmes, de Arthur Connan

Doyle, y El misterio del cuarto amarillo, de

Gastón Leroux, ya antes de leerlos, cuando me los

contaron, me provocaron deseos de escribir historias

policiales y de misterio.

AG: ¿Antes de leerlos?

BC: Sí, antes. E$a de Queiroz, Marcel Proust,

H. G. Wells, y tantos otros me dieron ganas de escribir

cuando tuve más discernimiento. En la

misma época, Peñas arriba, de José María Pereda,

me reveló una idea que siempre me atrae: la de

una persona que está en la ciudad y vuelve al

campo en que ha nacido (a lo mejor podría ser en

sentido inverso, del campo a la ciudad). Es el regreso

al hogar, con las desilusiones, las recompensas,

lo que sigue igual, lo que ha cambiado. La

Odisea, en fin... Aunque en Peñas arriba no esté

maravillosamente aprovechada, la idea me cautivó.

G: ¿Y qué escritores podrían haber influido en su

estilo?

BC: Tantos... Ya mencioné a E g a de Queiroz y a

Proust, y a Wells; también quiero citar a Borges,

al Doctor Johnson, a James Boswell, a David

Hume, a Michel de Montaigne, a Robert Louis

Stevenson, a Mansilla, a Arturo Cancela, a Pío Baroja

y, como todo el mundo, a Franz Kafka, a Benjamín

Constant, a Stendhal y a Paul-Jean Toulet,

si es que un poeta puede influir en un prosista.

G: Bueno, por suerte son muchos, más grave sería

depender de uno solo.

BC: Seguramente estoy callando a muchos otros.

APL: ¿Considera que Joseph Conrad pudo haber

tenido influencia en su pensamiento o en su estilo?

BC: Sí, pudo tenerla por la construcción de algunos

de sus relatos, como La línea de sombra, pero

no precisamente en el estilo. El suyo tiende a ser

ornamental. Yo no quiero escribir de un modo ornamental.

Conrad probablemente sea víctima de

la circunstancia de ser un polaco que escribe en

inglés, mejor que un inglés. Quién pudiera escribir

relatos como El corazón de las tinieblas, como

El duelo. Si entre todos los relatos del mundo tuviera

que proponer uno para que sirviera de modelo,

creo que elegiría La línea de sombra.

FG: Resulta alentador que usted se confiese lector,

porque he notado que muchas veces los escritores

son deficientes lectores.

BC: Peor para ellos.

E CH: ¿Cuándo reconoció usted que lo que escribía

era literatura o podía considerarse literatura?

BC: Mire, tal vez pueda precisar el momento... Yo

leía buscando la literatura, y escribía buscando

la literatura; cuando concluía mis cuentos, por

un tiempo creía haber hecho literatura, creía haber

acertado. Después, cuando publicaba el libro

y mis amigos lo leían, llegaba el desencanto, si antes

yo solo no lo había encontrado... Se sucedían

días y años, pero la literatura estaba siempre fuera

de mi alcance. Como advertía signos de que los

amigos no desestimaban mi inteligencia, me dije

que la ineptitud a lo mejor se limitaba a mis procedimientos.

Con La invención de Morel, una historia

que no quería malograr, llegó la gran oportunidad

de ponerme a prueba. Recordé el consejo

de mi padre de pensar en lo que uno está haciendo,

y procuré escribir con la atención bien despierta.

Antes de la publicación del libro aparecieron

capítulos iniciales en la revista Sur, las reacciones

de algunos lectores fueron las primeras buenas

noticias sobre escritos míos que recibí en la

vida. Tuve una módica sospecha del triunfo, pero

aún no me sentía seguro. Me preguntaba si los

hombres sabios no descubrirían errores y torpezas

en la novela. Con el tiempo, en un cuento que

se llama «El ídolo», se me soltó la mano. Cuando

trabajé en Emecé,* en la redacción de contratapas

y noticias biográficas, empezó a soltárseme

también la mano para escritos que no eran cuentos

o novelas. Me encargaron prólogos, que acepté

sin alegría. Escribí todo eso como quien pasa

un examen ante sí mismo. Ahora, mi modo espontáneo

de expresión es la escritura; para hablar

me siento bastante inseguro. [1988]

sábado, 10 de febrero de 2024

EL PAÍS DEL DIABLO PERLA SUEZ FRAGMENTO NOVELA PREMIO RÓMULO GALLEGOS 2020

 



EL PAÍS DEL DIABLO

PERLA SUEZ

El país del diablo, de la escritora Perla Suez, se remonta a la

relación histórica que reconstruye la guerra de los invasores al

territorio de los nativos araucanos, en el extremo sur del continente

americano, en la llamada Campaña del Desierto. Con economía de

personajes donde podemos percibir un relato seductor, trágico y

poético al mismo tiempo, su seguimiento mantiene al lector en

ascuas a través de detalles de intimidad y suspenso. El interés de

su lectura promueve expectativas que fluctúan entre lo ficticio, lo

histórico y lo ancestral, llevándonos hasta la última página con

atención absoluta.

Laura Antillano

Perla Suez es una escritora argentina cuya obra se ha centrado

en la novela y el ensayo. Obtuvo la licenciatura en Lenguas

Modernas de la Universidad de Córdoba, donde también siguió

estudios de Psicopedagogía y Cine. Investigadora becaria del

Gobierno francés (1977 −1978), realizó cursos de literatura con

Roland Barthes y Héléne Gratiot-Alphandéry. Ya en Argentina, fue

cofundadora del Centro de Difusión e Investigación de Literatura

Infantil y Juvenil, el cual dirigió de 1983 a 1990 y creó la revista

Piedra Libre especializada en literatura para niños y jóvenes.

Su obra de ficción ha recibido importantes reconocimientos,

entre los que están el Premio Internacional de Novela Grinzane

Cavour (Montevideo, 2008), por la Trilogía de Entre Ríos; el Premio

Nacional de Novela (2013), por Humo rojo; y el Premio Sor Juana

Inés de la Cruz (2015), por El país del diablo, obra que también

resultó ganadora del Premio Internacional de Novela Rómulo

Gallegos 2020. En marzo 2021 fue declarada Ciudadana Ilustre de

la ciudad de Córdoba.

VEREDICTO DE LA XX EDICIÓN DEL

PREMIO INTERNACIONAL DE

NOVELA RÓMULO GALLEGOS

El jurado de la XX edición del Premio Internacional de novela

Rómulo Gallegos, integrado por Laura Antillano (Venezuela),

Vicente Battista (Argentina) y Pablo Mon- toya (Colombia), reunidos

virtualmente por efectos de la pandemia de Covid 19 el 12 y el 13 de

noviembre de 2020, luego de leer y revisar las 214 novelas

recibidas, ha decidido seleccionar las siguientes diez novelas

finalistas:

El país del diablo (Edhasa, 2015), de Perla Suez (Argentina)

Pasolini o la noche de las luciérnagas (Nocturna, 2015), de José

García López (España)

Las aventuras de la China Iron (Random House, 2017), de

Gabriela Cabezón Cámara (Argentina)

Moronga (Random House, 2018) de Horacio Castellanos Moya

(El Salvador)

La respiración violenta del mundo (Emecé, 2018), de Ángela

Pradelli (Argentina)

Hijas de Agar (Santander, 2016), de Pilar Salamanca (España)

Seda araña (Paralelo 21, 2019), de Antolina Ortiz (México)

Hijo de la guerra (Seix Barral, 2019), de Ricardo Raphael

(México)

La ruta de los hospitales (Alfaguara, 2019), de Gloria Peirano

(Argentina)

El bosque sumergido (Emecé, 2019), de Diego Vargas Gaete

(Chile)

Luego de debatir en torno a la novela ganadora, los jurados

coincidieron en las calidades de cinco novelas (El país del diablo, La

respiración violenta del mundo, Hijo de la guerra, Seda araña y

Pasolini o la noche de las luciérnagas), para, finalmente, elegir por

unanimidad y otorgar el premio Rómulo Gallegos 2020 a El país del

diablo, de la escritora argentina Perla Suez.

El jurado destaca la fuerza de la escritura de esta novela, dura y

degarradadora, dueña de un magnífico aliento poético. El país del

diablo maneja con gran sapiencia un concentrado y a la vez

vertiginoso ritmo narrativo, y establece un equilibrio encomiable

entre el desarrollo de la trama, la construcción de los personajes y el

trasfondo histórico que la sustenta.

El jurado señala, además, la forma novedosa de El país del

diablo al tratar un conflicto (la campaña del desierto en la Argentina

del siglo XIX) que aún perdura en la memoria histórica de América

Latina. A través de la mirada de una indígena mapuche, que sufre

los estragos de militares que efectúan tal campaña, Perla Suez logra

sumergir al lector en el horror de la violencia y resarcirlo de ella a

través de su hermosa escritura.

Laura Antillano Vicente Battista Pablo Montoya

A Roberto, Luciana,

Laura y Martín

No estén tristes, no crean que voy a morir,

les digo esto para que no se sientan tristes

y sepan que yo seré machi.

Testimonio de una niña mapuche1

No sean bárbaros, alambren.

Domingo F. Sarmiento2


SUFRIMIENTO

Una vasta compañía de soldados ha sido lanzada al vacío. Hombres

blancos e indios marchan, un ejército de pulgas adiestradas.

Avanzan tan rápido que las ruedas de las carretas parecieran correr

hacia atrás. Las muías van cargadas de fusiles. Se internan en el

país del diablo.

Es un día crucial y el desierto es testigo.

UN VIAJE INICIÁTICO

Es de madrugada, aún está oscuro. La machi camina cargando

su cuerpo con pasos cortos entre los pastizales. Con la mano

izquierda, sostiene alto el tambor ritual, el cultrúm, en el que está

dibujado el universo, dividido en cuatro partes con los símbolos de la

tierra y el cielo. Con la mano derecha, lo hace sonar.

Tiene un collar de placas redondas de plata que remata en el

centro en un águila bicéfala, y una huincha alrededor de la cabeza

para sujetar el pelo negro abundante, salpicado de algunas mechas

blancas. Lleva un poncho de lana de varios colores sobre los

hombros, atado con un alfiler a la altura del cuello.

Delante de ella, camina la india que será iniciada. Tiene catorce

años. La espalda ancha de los araucanos, ojos alargados y

profundos que parecen grabados con un cuchillo. Lleva en alto una

antorcha para alumbrar el camino. Su pelo negro escapa

desordenado a la huincha, como las crines de un caballo. Sin

embargo, sus ojos son del color de la miel, y algunos rincones de su

piel delatan la palidez que intentó opacar con ayuda del sol. Viste

una camisa de lana marrón claro, atada con una faja a la cintura, no

tiene ningún adorno.

Detrás viene un grupo de hombres y mujeres de la tribu. Llevan

antorchas y son dieciséis en total. Cantan, beben chicha. Algunos

bailan dando giros y aplauden. Atraviesan el pastizal y se acercan a

una loma. La tierra está húmeda.

Llegan a un valle donde hay un tótem hecho de madera de unos

cuatro metros. Es el rehue. El lugar donde nacerá un hombre nuevo.

Está cubierto de varios vegetales, el maqui, la quila y el manzano.

En medio hay un leño tallado con siete peldaños. Los últimos dos

son una cabeza humana y un sombrero. El primer peldaño

representa la totalidad, el segundo la sabiduría, el tercero la

tradición, el cuarto el trabajo, el quinto la justicia, el sexto la libertad

y el séptimo, la cúspide, es la gente. Está orientado hacia el este,

porque marca el movimiento del día, el nacimiento del sol y el paso

de las estaciones. Es la representación del hombre de pie en un

punto del planeta.

El grupo hace un círculo y clavan las antorchas en el suelo.

Siguen cantando y bailando mientras las mujeres preparan un lecho

con algunas mantas para que la india se acueste.

La machi vieja deja a un lado el tambor. Se acerca hasta su

discípula que ya se ha quitado la camisa, y sin dejar de cantar, saca

unas bolsas pequeñas de un morral y las dispone alrededor de la

joven india. También tiene unas vasijas donde vuelca un poco de

chicha de su bolsa de cuero. Luego toma una piedra con filo y

comienza a rasparle la piel. Las demás mujeres las rodean y el

rumor de sus voces parece separarlas del resto de la noche. La

mujer vieja raspa los brazos y las piernas a la india del modo en que

lo hacían los antiguos, para que el neófito renazca con una nueva

piel después de su muerte iniciática.

La machi saca unas semillas de un sobre de cuero y las muele

en un mortero. Con el polvo arma su pipa y la enciende. La joven se

sienta sobre el lecho. La anciana da de fumar a la india, cuatro,

cinco pitadas. Su cuerpo se ablanda mientras entra en trance. La

vieja apaga la pipa.

Después, la machi se sienta en el suelo a tocar su cultrúm y a

cantar. Los demás forman un círculo alrededor del tótem y

acompañan los cantos agitando cencerros.

La india se pone de pie y comienza a danzar siguiendo el ritmo

del tambor. A medida que la música asciende, se deja llevar cada

vez más y avanza hacia la escalera. Sube los peldaños uno a uno.

Se ayuda con las manos y se para sobre la punta del rehue. Se

estira cuan largo es su cuerpo, con los brazos y la mirada hacia el

cielo simbolizando su viaje sagrado, y dice,

Yo, Lum Hué, que llevo el número cuatro en mi elemento, el

cuatro que es sagrado porque indica la división del universo, el

descanso, la lluvia, el tiempo de brotes y de abundancia, también las

divisiones de la gente en la tierra y el sol que está en la noche.

Tengo la fuerza de una laguna escondida entre otras dos y por eso

mi elemento es el agua.

Hace catorce años que estoy en esta tierra fértil y en este día

seré machi.

A partir de ahora vivirás en mí, Ngenechen, porque me has

elegido. No soy machi por mi propia decisión, sino porque me has

llamado. Dicen que cabalgas un hermoso caballo y estás rodeado

de animales, dame a mí también animales en recompensa por mi

labor.

Seré machi perfecta. No llamaré a los espíritus oscuros, no

podrán decir que hago brujería porque seré machi buena y sanaré a

los enfermos y la gente dirá ahora ya no moriremos.

La india mestiza sigue bailando y cantando. Comienza a alzar la

voz y el tambor de la machi vieja se vuelve más intenso. El cuerpo

de la joven se curva.

Está llegando al éxtasis espiritual. Se dobla cruzando los brazos

sobre su pecho y salta.

La gente hace exclamaciones, gritan y se acercan a ella. Todos

quieren tocarla. Dos hombres la alzan en brazos y la depositan

nuevamente en el lecho.

Allí, la machi cubre a la muchacha con paja y la deja dormir el

sueño donde los espíritus la visitarán para que pueda morir la joven

india y nacer la machi. El grupo ha traído un carnero que degüellan

en sacrificio. La machi ve la sangre manar, bajo el resplandor del

fuego, y una serie de imágenes se le presentan en su cabeza, cosas

que la hacen estremecerse y perder el equilibrio. Ve un rehue

quemado. Linas manos tirando una rama de foike. Una yegua

perdida. Muerte. Los ojos se le ponen blancos y escucha que el

viento le está gritando en los oídos. Le habla de su discípula. Le

enseña su destino y no hay nada que ella pueda hacer.

Tiene miedo. Una mujer le pregunta qué ha visto. La machi la

mira con dolor y niega con la cabeza. No puede decirle, no tiene

sentido. La vieja machi está apoyada en el brazo de la mujer, ésta le

dice que no se preocupe por nada, que la ceremonia ha sido un

éxito y seguirán la fiesta en la mañana. La machi le contesta que no,

que los espíritus le han enviado un mensaje. Entonces se suelta del

brazo de la mujer, alza las manos y pide a todos que la escuchen.

La gente se acerca y la anciana les dice que ha recibido

instrucciones del otro mundo. Deben dejar a la neófita sola. Hay

otras fuerzas que se ocuparán de ella y no son ellos los que deben

interferir esta vez. Les dice que ahora tienen que irse de vuelta a

sus casas y esperar. Cuando llegue la mañana sabrán cuál es el

designio de Ngenechen, eso es lo más importante y ninguno debe

desobedecer.

Los hombres y mujeres se miran desconcertados, no es esa la

costumbre. Deberían seguir festejando y hacer sus ofrendas. Es una

gran decepción. Pero la machi se muestra inflexible y todos la

respetan demasiado para insistir. Lentamente recogen sus cosas y

se encaminan de vuelta a la toldería.

La machi se acerca a la joven que descansa en un profundo

sopor y pasa sus manos en el aire sobre su cabeza y su pecho

susurrando una oración. Luego se agacha y le besa la frente. Se

demora un poco más. Le cuesta dejarla y como quien cumple con

un deber que le es impuesto, la machi respira hondo. Se levanta y

se va.

Aún no amaneció en la toldería. La vieja machi está dentro de su

casa hecha de cañas de totora, varillas de colihue y cueros. Está

haciendo arder un pequeño fuego. Por encima de éste, hacia un

costado, hay algunas varas de donde cuelgan las mazorcas. Se ven

decenas de vasijas de barro y vasos hechos de cuerno de carnero.

En diversos ángulos, hierbas que cuelgan para secarse, y en el

suelo un cuero de oveja con la piedra para moler el trigo tostado.

Hay cigarros comprados a los blancos en la frontera. Platos y

cucharas de madera. Trozos de rocas de variados colores y formas,

y otros objetos que se desdibujan en la totalidad del toldo.

Permite Ngenechen que pueda ver más allá, invoca la machi.

Ella necesita instrucción en la soledad para que el gualicho y la

gente mala no la señalen más, siente en su cuerpo y su cabeza una

luz celeste que brota de todo su ser y aunque la mayoría de nuestra

gente no puede verlo, algunos pocos de más valía, sí. Esta

muchacha vino a mí y fue como si el techo de mi ruca se hubiera

levantado de repente. Le dije al cacique que aunque en una parte de

sus venas corriera sangre huinca, es nuestra. Ella tiene una mirada

que puede ver a través de la tierra y lejos en el cielo, es valiente,

ama la música y los animales y ha aprendido con rapidez cuáles son

las plantas medicinales.

Ngenechen me la encomendaste diciéndome,

Dale su nueva identidad según nuestro mandato sagrado, dale

nuestras palabras para que sean suyas.

Fue allí que le puse el nombre de Lum Hué.

La vieja machi está perdida en sus pensamientos, mientras

aplasta en el mortero ají con semilla de cilantro y orégano. Prepara

un pedazo de carne para asar cuando escucha un revuelo. La

anciana se detiene en lo que está haciendo y se asoma.

Ya está ocurriendo, dice con voz grave.

Un hombre da la señal de alarma. Los soldados se avecinan.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

LA PESQUISA Paul Groussac



LA PESQUISA

Paul Groussac

Después de la comida, y si la tarde era bella, de cuatro vueltas dadas sobre cubierta de popa a proa, deteniéndonos a ratos para encender un cigarro a la mecha del palo mayor o para buscar en vano el fantástico rayo verde del sol poniente, solíamos sentamos en un solo grupo argentino para escuchar cuentos e historias más o menos auténticas. Una noche, como alguien refiriese no sé qué hazaña de la policía francesa, el conocido porteño, Enrique M., que había sido años anteriores comisario de sección en Buenos Aires y demostraba extraordinaria afición a sentar paradojas en equilibrio inestable, como pirámides sobre la punta, formuló esta tesis: que en la mayor parte de las pesquisas judiciales la casualidad es la que pone en la pista, basta un buen olfato para seguirla hasta dar con la presa. Y a raíz de sostener acaloradamente su aventurada opinión, que algunos combatían, nos devanó el siguiente cuento al caso, a modo de argumento irrefutable.

I

Entre mis amados oyentes no habrá quien no recuerde el suceso trágico de la Recoleta, que durante un mes tuvo aterrado al barrio del norte de Buenos Aires. En una casa-quinta aislada, donde vivía una señora anciana con una joven de veinte años, entre hija adoptiva y dama de compañía, un crimen horrible fue perpetrado durante una de las largas noches del invierno de 188…

Aunque dicho barrio, entonces menos poblado que hoy, no dependiera de mi sección, tuve que intervenir en el asunto por ausencia del comisario a quien correspondía. Avisado a las cinco de la mañana por un vigilante, acudí al lugar del suceso. Desde la puerta de calle, que daba sobre el jardincito que rodea la habitación, gotas de sangre salpicaban el suelo; un cadáver de hombre mal trazado —de la sumaria resultó italiano— estaba tendido en las gradas del vestíbulo; otro cadáver, el de la dueña de casa —destrozados los vestidos y desgreñada la blanca cabellera, con una espantosa herida en el cuello, un tajo brutal de cuchillo que cortara la traquearteria—, yacía en un dormitorio, apoyado el tronco contra el pie de la cama, en un charco de sangre. Un revólver de calibre mediano estaba tirado en la alfombra.

La joven, que declaró llamarse Elena C. y permanecía anonadada en un sillón del cuarto vecino, fue invitada a suministrar los primeros datos a la policía; después de manifestar su consentimiento con un ligero ademán, se dio principio al interrogatorio.

Era una encantadora muchacha de aspecto extranjero, con ojos claros y la suelta cabellera rubia como un trigal; alta y robusta, vestía de negro con una sencillez elegante

que hacía contraste con el desorden de la catástrofe. Se expresaba con pausa y precisión, sin buscar sus frases ni rectificar sus palabras, aunque por momentos la brusca emoción de un incidente recordado interrumpía con un sollozo la empezada narración. Por ella supimos lo siguiente, que fue completamente confirmado por la instrucción de la causa.

La señora de C., viuda de un comerciante español, después de liquidar la sucesión, había colocado en diferentes bancos el importe de su modesta fortuna, para retirarse a aquella casita-quinta de su propiedad. Elena, huérfana recogida por este matrimonio sin hijos, se había criado allí mismo y no conocía más familia.

La víctima tenía unos sesenta años. Durante la vida del marido había demostrado una inteligencia y una energía poco comunes, ayudándole en sus operaciones comerciales. Pero, desde los primeros meses de su viudez, su espíritu decayó notablemente, hasta caer en una especie de manía singular: una desconfianza general respecto de la estabilidad de las casas bancarias más acreditadas, y un terror creciente por la miseria que, según ella, la esperaba.

Se comprobó que los diferentes depósitos hechos a su nombre en tres grandes bancos de Buenos Aires, alcanzaban a la suma de cuarenta y cinco mil pesos oro. Pero, poco a poco, había ido retirando todas las cantidades depositadas, ignorándose el destino que les diera… Elena suponía que la señora de C. guardaba sus valores en una gran cartera con cerradura que había visto una o dos veces en sus manos, y que creía encerrara en un macizo y enorme baúl que se veía tras de la cama, abierto ahora, y, sin duda, fracturado por los asesinos. Estaba vacío.

Las dos mujeres vivían con estricta economía, sin más servicio que una cocinera que se retiraba después de servir la comida. La señora de C. no tenía ya renta alguna: para los gastos de la casa, salía ella misma a cambiar mensualmente un billete de cien pesos fuertes, cuyo valor se distribuía entre los treinta días del mes con un rigor matemático.

Tiempo hacía, declaró Elena, que este método de vida claustral, en un barrio aislado y distante, se había vuelto insoportable para ella, al par que la soledad inspirábale serios temores. El rumor de las grandes sumas que poseía en cartera su bienhechora había cundido por el vecindario; y ya una noche, la señora de C. —que guardaba siempre un revólver armado en su velador y lo manejaba con una destreza varonil— había hecho fuego sobre un presunto ladrón a quien sorprendió escalando la reja del jardín. Después de este suceso, que ocurrió seis meses antes y alarmó a Elena, esta insistió con tanta energía para mudar de casa que la señora parecía dispuesta a ceder y prometía siempre trasladarse en breve a otro barrio más central.

Tal fue, en compendio, la relación de la interesante Elena, que fue confirmada por la cocinera. En cuanto al drama presente, la muchacha lo explicaba del siguiente modo, y las indagaciones ulteriores parecieron corroborarlo en todas sus partes. Con todo, debo decir que uno o dos puntos obscuros no dejaron de despertar en mí una vaga desconfianza, teniendo alerta mi instinto olfateador de sabueso policial. Pero aquello fue muy pasajero, y luego todas mis sospechas se desvanecieron o adormecieron.

La víspera, a las diez de la noche, después de los rezos en común, según la invariable costumbre, Elena dejó a la señora de C. en su dormitorio, y ganó el suyo que no era contiguo sino separado por el comedor, y con ventana a los fondos de la casa.

Elena no estaba acostada aún, habiéndose quedado entretenida hasta muy tarde con la lectura de una novela. Había comenzado a desnudarse, cuando un grito de mujer, prolongado y desgarrador —un clamor que no tenía nada de humano y parecía el aullido de una fiera en agonía— rasgó el lúgubre silencio de la noche… «Di un salto, herida por un choque eléctrico, mas quedé al pronto inmóvil, como petrificada por el terror. Me era imposible dar un paso adelante, aunque hacía para ello el más intenso esfuerzo de voluntad… Aquello duró unos segundos… Retumbó entonces una detonación; percibí otro grito ahogado… un tropel de gente que lucha; el sordo desplome de un cuerpo en el suelo, y, enseguida, un lamento lastimero que fue apagándose por grados, concluyéndose en arrastrado estertor. Al fin, pude sacudir la capa de hielo que me paralizaba… Corrí al dormitorio, cuya puerta estaba abierta, así como la ventana que daba a la galería exterior… Mi madre, tendida al pie de la cama, en las últimas convulsiones de la agonía, no pudo sino reconocerme en una larga mirada, desesperada, extraviada, que la muerte empañó rápidamente». Algunos vecinos acudieron, encontrando en el vestíbulo el cadáver del presunto asesino; un médico, llamado a escape, no pudo sino hacer constar la doble muerte, producida por bala de revólver la del hombre, por arma cortante la de la mujer.

Entretanto, con el relato de Elena y el minucioso examen del escenario, yo procuraba reconstruir la tragedia reciente. Los asesinos —pues eran dos, según lo demostraban las pisadas en el jardín, todavía discernibles a pesar de las idas y venidas de los vecinos— habían quedado acechando la hora propicia en un ángulo obscuro de la casa. Entre las dos y las tres de la mañana, uno de ellos había penetrado en las habitaciones con ganzúa, mientras el otro permanecía en observación. La víctima, que dormía siempre con una lamparilla encendida y su revólver bajo la almohada, se había despertado sobresaltada al sentir la garra feroz que le tapaba la boca y, en el instante mismo en que el acero le abría la garganta, hacía fuego sobre su matador, a quemarropa… En este punto de mi escena mental, mi mirada cayó en el revólver de la alfombra; lo tomé y examiné: era un arma suiza común, de calibre 9. Tuve un sacudimiento de sorpresa ¡el

revólver estaba cargado con sus seis cartuchos intactos! ¡Patatrás! Era el ruido de mi laboriosa hipótesis que se venía al suelo…

La señora de C. no había disparado el tiro cuya bala mató al desconocido (ya no me atrevía a calificar el cadáver que yacía a pocos pasos): ello aparecía claro como la luz; pero ahora el obscuro problema se planteaba más extraño y enigmático que antes. La realidad estaba allí: el cadáver de una mujer asesinada en su cuarto, otro cadáver de un extraño, cuyo aspecto sórdido revelaba claramente sus intenciones al penetrar en lugar habitado —y, como único lazo entre los dos actos violentos, el espectáculo de los muebles abiertos y las puertas forzadas. No era dudoso que el asesino, después del crimen, había robado o pretendido robar a mansalva; habíase luego escapado por la ventana; pero ¿quién le había detenido en su fuga, quién había muerto al matador? Era inverosímil Y casi inadmisible la hipótesis de una riña instantánea entre los dos cómplices rematando en un balazo mortal. Así no proceden los criminales de oficio… Perdido en conjeturas que mi experiencia desechaba apenas formadas, recorría los cuartos y galerías. Bajaba el jardín y volvía a subir, sin poder dar con la solución probable del problema ni abandonar su enervante prosecusión. Mientras vagaba así alrededor de la casa, un detalle extraño despertó nuevamente mi sorpresa: el rastro de un hombre llegaba hasta la ventana del cuarto de Elena, y hasta parecía que hubiera saltado de su borde al jardín. La huérfana confesó que en cierto momento había oído un ruido ligero pero, como estaban cerrados los postigos, no pudo ver nada y no se atrevió a abrir.

La explicación me pareció satisfactoria. Por otra parte, ¿quién podía abrigar sospecha y pensar un instante en establecer correlación alguna entre el abominable crimen y esta fresca muchacha que sollozaba al recordar a su madre adoptiva, revelaba todos los detalles de su pasado y desarrollaba ante nosotros con imperturbable tranquilidad la trama gris de su monótona existencia?

El asesino había saqueado el cuarto. El ropero, la cómoda, el baúl habían sido fracturados: vestidos, ropa blanca y cien objetos menudos yacían en desorden por la alfombra. Sin embargo, en un pequeño cajón de doble fondo de la cómoda, se encontró un testamento ológrafo que instituía a Elena heredera universal. Una sola cláusula descubría el espíritu algo extraviado de la víctima: «Y recomiendo a mi amada Elena que no se separe nunca del medallón en forma de candado de oro que llevo en el cuello: allí está mi verdadera fortuna, si ella la sabe encontrar».

Ese medallón no fue hallado, por más que Elena demostrara vivísimo interés por él. Sin duda lo había arrancado el asesino con violencia, pues se notaba en el cuello de la

muerta una línea lívida con una ligera escoriación. Tampoco se encontraron valores: el robo, evidentemente, era el único móvil del crimen.

La instrucción no dio más resultados. El matador y probable cómplice del asesino pudo escapar a todas las pesquisas. Pocas semanas después, tuve que ausentarme por un par de meses, y a mi vuelta nadie hablaba ya de la sangrienta tragedia, que para todos quedó como un crimen vulgar, perfectamente explicable, si bien para mí era un problema tenebroso cuya solución no había sido descifrada todavía ni al parecer lo sería jamás. Supe vagamente que Elena había anunciado la venta de la casita, pero que mientras tanto vivía en ella con una sirvienta extranjera.

Los múltiples asuntos de mi cargo se sobrepusieron poco a poco a la honda impresión recibida aquella noche, y esta se hallaba casi del todo borrada en mí, cuando resurgió una mañana, al leer en un diario el siguiente aviso:

Se ha perdido un candadito de oro labrado, para medallón; representa escaso valor y sólo lo tiene para su dueño por ser un recuerdo de familia. Se pagará mil pesos fuertes a la persona que pueda devolverlo. Dirigirse a Concepción Lisagaray. Poste restante.

Lo insólito del aviso, a pesar de su forma trivial, llamó mi atención. No conocía, por supuesto, el nombre indicado. Pero la suma ofrecida por esa prenda era tan superior a su valor probable, que tuve el instinto de hallarme en la pista de algún misterio. Estuve perplejo y caviloso durante todo ese día cuando, de repente, un rayo de luz cruzó por mi cerebro: ¡El candado de oro! ¡El crimen de la Recoleta!

II

No puedo decir que formé mi plan, pues muy evidente está que necesitaba dirigirme a tientas, o, mejor dicho, dejarme llevar por los acontecimientos; pero desde ese momento tuve la vaga intuición de estar en la pista de una solución extraordinaria, inesperada, del suceso antes referido. Confieso que al interés profesional se agregaba ahora un vehemente deseo, hecho de curiosidad desinteresada, por descubrir la verdad a toda costa, para mí solo, y sin poner en juego los resortes oficiales. Felizmente, mi amistad personal con un alto empleado del Correo me permitía practicar ciertas averiguaciones sin que interviniera directamente el departamento central de policía, cuyo auxilio reservaba para un caso supremo.

No tenía sino dos jalones, pero bastaban para fijar la dirección que había de llevar: debía desde luego establecer que el aviso del diario había sido publicado por Elena C., bajo el nombre de alguna persona muy allegada; enseguida, descubrir al poseedor de la

prenda perdida, si llegaba a presentarse. Era cosa evidente que Elena no creía en un hallazgo fortuito: para ella, como para mí, el actual poseedor del relicario era el ladrón, o más probablemente un encubridor y cómplice. De todos modos, ahí estaba el nudo de la cuestión. El detalle que más enardecía mi curiosidad era la suma enorme ofrecida por esa prenda. Y entonces la extraña cláusula del testamento de la anciana señora me volvió a la memoria: «allí está mi verdadera fortuna, si la sabe encontrar».

Entre mis agentes, había un belga, antiguo empleado de la Prefectura de Bruselas, discretísimo y atrevido —un sabueso capaz de rastrear en el agua. Le di el encargo de averiguar sigilosamente el método de vida de Elena, procurando descubrir si entre sus amigas había alguna llamada Concepción Lisagaray. El resultado fue mucho más rápido de lo que era dado esperar.

Al día siguiente —recuerdo que era el 24 de diciembre, víspera de Navidad— se presentó temprano a mi despacho mi fiel agente Hymans, y allí, con su flema habitual y admirable economía de palabras, me dijo sencillamente, después de saludarme:

—Elena C. tiene una sirvienta vasca, llamada Concepción Lisagaray; viven solas, sin visitas. Hace dos meses que Elena está en posesión de su herencia, y desde entonces ha dejado de visitarla su apoderado, el único hombre que pisaba la casa. ¿Qué manda ahora el señor Comisario?

Conocía a mi hombre: no malgasté el tiempo en felicitaciones. Le ofrecí una taza de café, que rehusó, y un cigarro habano, que aceptó.

—Añora, —le dije—, se trata de no perderle pisada a la tal Concepción o a la misma Elena si saliera. Y cuando una de las dos se dirija al correo o algún buzón, probablemente al de Cinco Esquinas, me avisa usted a escape. Gastos discrecionales.

Se retiró y fui al correo: tenía, como dije, relación con el jefe de la sección Poste Restante y no hubo necesidad de recabar autorización superior.

—¿Recuerda usted haber entregado en estos días alguna carta dirigida a Concepción Lisagaray?

El empleado no vaciló: la víspera, una mujer, joven aún, vestida como sirvienta y de aspecto extranjero, había retirado una carta, exhibiendo un pasaporte español a su mismo nombre. Tuve un brusco ademán de contrariedad, pero me contuve y agregué:

—Comprenda usted de qué se trata… La policía sigue una pista: necesito que si el caso se renueva dé usted algún pretexto para retener la carta demorando a la interesada y dándome aviso inmediatamente. Le encargo la discreción.

Me retiré a mi casa, lentamente, absorto en mis reflexiones. Indudablemente había perdido la oportunidad de dar un paso definitivo. Elena había recibido contestación. ¿Quién me respondía que esa contestación no pusiera punto final a las negociaciones? A estar yo presente, hubiera seguido a la sirvienta y, de grado o por fuerza, habría sabido el nombre del corresponsal… Pero no abandonaba la partida; al cabo el famoso candado no iba en la carta, y si se indicaba alguna cita para la devolución, lo sabría por mi agente Hymans.

Me senté a comer, esforzándome para conservar mi calma entera y no excitar mis nervios con inútiles cavilaciones. Pero el candado de oro, como una fórmula de hechizamiento, zumbaba en mis oídos, relumbraba en la pared, me perseguía, me acosaba sin cesar, a manera de esas obsesiones enfermizas de la alucinación.

Eran las ocho y ya me levantaba para salir, cuando Hymans se presentó, deteniéndose en la puerta para esperar mis preguntas. Primero interrogué su fisionomía: estaba fría, impenetrable como siempre.

—¿Nada? —grité con ansiedad… Dio un paso hacia adelante: ¡Hay algo!

No pude contener un grito que, lo confieso, daba una pobre idea de mis aptitudes profesionales, en cuanto a dominio propio e impasibilidad.

—Señor, hace una hora que la tal Concepción fue a dejar una carta en el buzón de Cinco Esquinas. Luego…

—Pero ¿cómo no ha procurado usted averiguar el nombre, la dirección? ¡Ah! ¡Ira de Dios!…

Ya me lanzaba a las recriminaciones, furioso y ciego como el jabalí por entre el monte. Hymans me detuvo con un ademán y pronunció estas palabras con su calma acostumbrada:

—La carta llevaba esta dirección: Señor don Cipriano Vera, calle de la Victoria, número 158…

¡Ah! ¡Sangre meridional! Me abalancé sobre Hymans, lo abracé, lo arrojé sobre un sofá y tuteándolo por primera vez, le grité con una carcajada: ¡Bien, hijo mío: cuéntamelo todo!

El relato era corto, sobre todo en boca de aquel diablo de flamenco que hubiera despachado en tres minutos la historia del sitio de Troya.

En substancia supe lo siguiente: hacía dos días que el muy bellaco enamoraba a la sirvienta, prodigándole finos requiebros, acompañamientos al mercado, regalos de confites y otros galanteos de alto estilo. Omito muchos detalles sabrosos y pruebas de su maquiavelismo un tanto primitivo. Lo cierto es que no había tenido mucha dificultad para conseguir su propósito —me refiero al dato buscado. Aquella misma tarde, al saber que Concepción llevaba una carta, se empeñó en ahorrarle el trabajo de echarla al buzón, haciéndolo él mismo con exquisita galantería; así pudo leer rápidamente la dirección y grabarla en su memoria infalible.

Concluido el interrogatorio y apuntadas las señas que me dictó, cargué cuidadosamente mi revólver de bolsillo, y saliendo con Hymans hasta la puerta de calle, le despedí con estas palabras:

—Yo voy allá, al 11 de Septiembre: siga usted en acecho y déme aviso en la Comisaría si algo ocurre; esperaré hasta las dos… Pero amigo, ¡cuidado con el fuego! No vaya a salir cierto el cuento…

—¡No hay peligro, señor!

III

Me dirigía resueltamente al 11 de Septiembre, o sea al número 158… de la calle Victoria, que era el de la casa indicada. Así lo había combinado y deliberado de antemano. Llegado a la plaza Lorea, tomé un coche con esa intención. Repentinamente, en el momento de dar las señas al cochero, grité: «¡calle Larga de la Recoleta!». Yo creo firmemente que hay en nuestro ser mental una especie de segundo yo instintivo y vergonzante, que habitualmente cede el lugar al primero, —al yo inteligente y responsable que procede por lógica y razón demostrativa. Pero en ciertos instantes, raros para nosotros, gente vulgar, y frecuentes para el hombre de genio, el antiguo instinto desheredado, esa como conscientia spuria, que diría Schopenhauer, se lanza a la cabeza del batallón de las facultades y manda imperiosamente la maniobra.

Así pensaba yo, mientras el coche me arrastraba hacia el norte de la ciudad. Eran las nueve de la noche, y hasta en los barrios más apartados notábase cierto bullicio e inusitada algazara: recordé que era Noche Buena. Repito que no hubiera podido analizar el móvil exacto de mi cambio de resolución; pero iba instintivamente a casa de Elena, persuadido, convencido de que allí se iba a decidir la cuestión aquella misma noche.

Despedí el coche en Cinco Esquinas, y continué mi camino a pie. Era una pesada noche de verano; soplaba una virazón de tormenta que amontonaba ya los nubarrones por el sudeste. Estaba llegando yo a la casa-quinta de Elena, cuando un bulto negro se desprendió de la pared y vino hacia mí. Era Hymans. Nada había ocurrido, pero sabía que Concepción tenía licencia para asistir a la «misa del gallo». Comprendí al punto que Elena necesitaba estar sola esa noche. Di mis instrucciones a Hymans, para que en caso de acompañar a la sirvienta se hiciera substituir allí por otro agente de confianza, y llamé a la puerta.

El jardín estaba en tinieblas y una sola luz se vislumbraba por las bajadas celosías de una habitación. Pasaron algunos segundos, percibí un movimiento seco en la ventana, como si alguien inclinara la celosía para mirar. Volví a llamar con más fuerza, oí un ruido de pasos sordos en la arena, con un frú-frú de vestido, y una voz de mujer, a dos pasos de la reja, preguntó con acento vasco: ¿Quién ha llamado?

—Cipriano Vera —contesté en voz baja.

La puerta se abrió, y entré sin agregar una palabra.

IV

Noté que la sirvienta se quedaba fuera, después de volver a cerrar la puerta, como si empezara su licencia con haber introducido a un visitante esperado en la casa. Al igual del jardín, el pequeño vestíbulo, precedido de unas gradas, estaba en completa obscuridad.

En la ventana de la salita de recibo vagamente alumbrada, se divisaba la silueta negra de una mujer, espiando sin duda mi entrada. Di resueltamente unos veinte pasos por la calle enarenada, y subí la gradería del vestíbulo; entonces, en el marco de luz de la puerta entreabierta, Elena apareció murmurando con una voz que me pareció trémula de emoción:

—¿Ya estás aquí, Cipriano? No te esperaba aún…

Y se adelantó vivamente hacia mí con los brazos abiertos… De repente, arrojó un grito de sorpresa y pavor, y dio un paso atrás, en tanto que yo mismo, no menos sorprendido por lo inesperado de la situación, balbuceaba algunas palabras de saludo y confusa disculpa.

Reconocióme al punto y, con un suspiro de tristeza, entró en la salita donde la seguí. Me senté en una silla muy cerca de ella, de manera que, al ocupar el sofá, Elena recibiese de frente la luz de una lámpara puesta en la mesa central. Parecióme enflaquecida y algo marchita; vestía de luto con severa sencillez, y la larga trenza de oro que yo conocía oscilaba en su espalda con cada movimiento suyo. Quedó un rato silenciosa y con los ojos bajos; yo podía contemplar sin sonrojarla la gracia esbelta de su persona que despedía como un perfume de distinción.

Al fin hablé, buscando los términos menos hirientes para sus oídos de mujer joven y huérfana. Su exclamación reciente acababa de levantar para mí una punta del velo misterioso; pero era tan extraño lo que creía entrever, tal contraste formaba con el aspecto noble de esta desgracia, que mi voz casi temblaba al interrogada.

—Usted esperaba a Cipriano Vera, ¿no es verdad?

Me contestó con la cabeza y sin alzar la mirada.

—Elena, quisiera persuadirla de que mis palabras nacen de un interés sincero por su situación. Ese hombre posee una prenda de gran valor para usted. ¿Cómo la tiene? He comprendido que es muy amigo suyo… ¿Por qué necesita usted valerse de la publicidad para recuperarla?

Me contestó, sin que variara su actitud:

—Cipriano tomó la prenda aquí, en la noche del crimen…

Tuve un ligero estremecimiento, y casi sin atreverme a formular mi pensamiento:

—Entonces… ¿ha sido cómplice?

Levantóse bruscamente, juntó las manos y alzando los ojos por vez primera, me miró de frente y exclamó con acento vibrante:

—¡Cipriano! ¿Ha creído usted que él era un asesino?…

Se detuvo; y como sin contestarle seguía mirándola fijamente, comprendió, sin duda, la pregunta delicada que yo callaba; entonces bajó nuevamente los ojos, al tiempo que un tinte rosado subía a sus mejillas pálidas, y murmuró con acento resignado:

—Y bien, sí; la realidad es menos atroz que su sospecha. Cipriano estaba en mi cuarto, esa noche, en esa hora terrible… Voy a confesarle toda la verdad. Tal vez con sonrojarme ante usted, logre evitar la pública vergüenza…

V

Era la vieja historia, el fresco idilio que remata en drama lastimero, como en el gran poema humano de nuestro siglo. Un día él la vio salir de una iglesia y la siguió. Se cruzaron las miradas, luego se rozaron las manos trémulas después de los primeros saludos, de las primeras palabras triviales y fingidamente alegres, balbuceadas con todo el corazón estremecido y los labios secos… En fin, como siempre sucede, se amaron antes de conocerse, y cuando se conocieron parecióles que habían nacido para amarse eternamente.

Cipriano vivía con una madre pobre a quien sostenía con su trabajo: era empleado y tenía veintiséis años. Ella, huérfana, y criada sin esos besos maternos que siembran rosas en las mejillas infantiles, crecida como yedra en pared que mira al sud y no conoce al sol, dejóse arrastrar por la pendiente fascinadora. Quiso confiar a sus padres adoptivos la gran aventura que caía en su vida: pero estos, que eran egoístas y la querían para sí, helaron en sus labios el primer asomo de confesión. Y entonces, fatalmente, sucedió al poema virginal bajo la luz del cielo, el enredo cada día más encubierto de las citas clandestinas, en la plaza desierta, en la reja del jardín, y últimamente, después de la muerte del padre, en el cuarto de la joven… Cuando todas las luces de la casa se apagaban, Cipriano entraba como un ladrón por el jardín obscuro, pues la anciana señora no confiaba ni a su pupila la llave de la puerta; y una noche, el amante furtivo había oído silbar a pocas pulgadas de su cabeza la bala de un revólver. Él era el presunto ladrón a quien la viuda hiciera fuego.

La noche del drama, Cipriano entró como siempre escalando la reja de la calle, y luego dirigióse al cuarto de Elena, rodeando la casa y penetrando al interior por la ventana abierta.

Por centésima vez, se repetían en voz baja las protestas y juramentos de un amor sincero. Cipriano ya tenía el consentimiento de su madre, y no esperaba sino un anunciado y merecido ascenso en su carrera administrativa para realizar al fin su

compromiso leal. Elena hablaría clara y honradamente a su madre adoptiva: y si esta negaba su consentimiento… y bien: al cabo ¡Elena tenía veinte años!…

Acababan de dar las dos en el reloj del comedor; de repente, Elena tuvo un sobresalto; poniendo su mano en la boca de Cipriano, prestó el oído hacia el cuarto vecino: parecíale que un ruido insólito se había dejado sentir por el vestíbulo. Así quedó un instante, con la boca abierta y los ojos dilatados, sin percibir otro rumor que el viento en los follajes. El joven, risueño y confiado, la serenaba enlazándola en sus brazos, y volvía a seguir el tierno diálogo, cuando estridente clamor de la víctima herida retumbó espantosamente en el silencio nocturno. Elena se precipitó hacia dentro sin reparar en el peligro, mientras Cipriano, saltando por la ventana con revólver en mano, rodeaba la casa para entrar por el frente, como llamado de la calle al grito de auxilio. Al trepar la galería tropezó con un hombre que huía, y junto con el choque sintió un dolor agudo en el hombro izquierdo; hizo fuego a quemarropa y el hombre cayó. Un objeto metálico rodó a los pies de Cipriano que instintivamente lo recogió.

Al colocarlo en su bolsillo, parecióle que su mano estaba mojada como por agua tibia. Entonces comprendió que la tragedia había concluido y que el mayor peligro para Elena resultaba de su presencia en el sitio; huyó cubierto de sangre, procurando comprimir la que salía por la herida. Felizmente, el frío de la noche contribuyó a contenerla, y pudo tomar un coche que volvía vacío y lo dejó en su casa, casi desmayado…

Todos estos detalles no se supieron sino después. En cuanto a Elena, sola con su madre expirante, tuvo la atroz energía de componer el lugar de la catástrofe, volver a cerrar su ventana, y discurrir de antemano la explicación que pudiese salvar siquiera su honra y la de su cómplice inocente…

VI

Escuché con emoción profunda el relato de Elena. No podía ya dudar de la verdad: su explicación era limpia como sus lágrimas, convincente y clara como la luz del sol. Después de concluir, había quedado pensativa. Hubo un gran silencio, y sólo entonces reparamos en el viento que arreciaba y los truenos violentos que anunciaban la próxima tempestad.

Una reflexión postrera me asaltó, y dirigíle nuevamente esta pregunta:

—Todo lo veo y comprendo; pero no se ha encontrado valor alguno en los bolsillos del asesino; fuera del medallón, no tuvo tiempo de robar nada ¿dónde estará la fortuna de la señora?

Parecía como que mi voz la despertara de un pesado letargo; y me contestó después de breve pausa:

—Mi madre, cediendo a su manía, había ocultado sin duda su dinero en un punto de esta casa. Ignoro dónde; pero creo, estoy segura que el candado de oro nos lo revelará. Ahora sé que Cipriano lo tiene. ¡Cuánto he padecido en estos meses sin explicarme su prolongado silencio, su abandono aparente! Una carta de él, que recibí ayer, me ha revelado la verdad. Su herida tomó un aspecto alarmante: durante varios días, el médico creyó que el puñal del asesino había atravesado el pulmón. Cuando la herida empezó a cicatrizarse después de algunas semanas, no supo sino vagamente los resultados de la instrucción criminal. No podía confiar a extraños sus ansiedades. Temía por mí, recelaba de su madre, quien, ante el escándalo de la causa, me hubiera rechazado para siempre. Además, él mismo juzgó incurable su mal. A principios de la primavera tuvo un vómito de sangre; y cuando por orden del médico fue llevado a Mendoza, tuvo la persuasión de que allí iba a morir. Y entonces ¿para qué causar a la mujer que amaba y que tanto había sufrido por él este dolor supremo?… Al fin, restablecido y preparándose para volver, había leído en un diario el aviso de Elena, y le había escrito explicándoselo todo y fijándole para esta misma noche su primera entrevista después del largo padecer…

En este momento, oyóse llamar con fuerza a la puerta de calle. Nos levantamos a un tiempo: Elena me tomó la mano murmurando: «¡es Cipriano!» y su mirada suplicando me dirigía una muda interrogación:

—Ábrale, Elena —contesté suavemente: llegamos al término.

Salió y volvió pocos momentos después, precediendo a un joven de aspecto enérgico y atrayente. Aunque pálido y delgado todavía, traía en su mirada brillante la revelación del triunfo definitivo de la juventud. Me saludó, escuchó de boca de Elena algunas palabras explicativas, y tomándola de la mano cariñosamente, le dijo con una sonrisa:

—Albricias, Elena: no sólo te traigo el famoso candado sino el secreto que encierra.

Sacó de su bolsillo un medallón de oro y se lo entregó. Era un candadito redondo y liso, de oro bruñido, sin más adorno que una roseta de brillantes en su centro. La prenda valdría unos cincuenta duros, y me parecía incomprensible el alto significado

que ambos le daban. Entonces volvió Cipriano a tomarlo en su mano, apoyó tres veces con fuerza en la cabeza central y el candado se abrió como un relicario. Nos aproximamos a la luz, y leímos estas palabras grabadas en la tapa interior:

TRAS DE MI COMODA

E. L. E. N. A.

La joven dio un grito de alegría.

—¡Ya sé el secreto de la cerradura: son las cinco letras que no podía adivinar!

Rápidamente nos llevó a la pequeña cómoda del dormitorio, retirárnosla sin gran trabajo y apareció la puerta de una caja de hierro incrustada en la pared. De construcción especial, no tenía cerradura visible, sino cinco botones de acero con ancha cabeza giratoria y las letras del alfabeto en contorno.

Hacía una semana que Elena, arreglando los muebles con la sirvienta, había descubierto el singular escondrijo. Pero, desconfiando de toda intervención extraña, había preferido seguir su instinto de mujer, que le señalaba el candado de oro como la clave del enigma.

En efecto, Cipriano colocó las letras en el orden indicado, y con el primer movimiento de tracción, la puerta de abrió. Una enorme cartera de cuero de Rusia ocupaba el único estante de la caja. Contenía cuarenta mil pesos fuertes en billetes de banco.

Un mes después Cipriano y Elena se casaron y fui yo mismo…

—Manda decir el señor que tengan ustedes la bondad de hacer silencio…

Era un atento marinero que interrumpía al narrador engolfado en la preparación de su final. El simpático dictador del Orénoque, persuadido de que el fin primordial de las travesías es el bienestar de los comandantes nerviosos, hacía cumplir religiosamente la inviolable consigna.

Enrique M. esperó vanamente una propuesta de su auditorio: en sus sillones de hamaca, al resplandor de la luna que derramaba su plata líquida sobre las olas quietas, todos dormían profundamente.

jueves, 4 de febrero de 2021

BIOY CASARES. BORGES (DIARIOS ÍNTIMOS): «Como los libros de Joyce, son una idiotez pero permiten el comentario de los críticos».

 



BORGES: «Como los libros de Joyce, son una idiotez pero permiten el

comentario de los críticos». Año: 1959. PAG. 604.


***

BORGES: «Si Dubliners se presentara al concurso de La Nación lo rechazaríamos

justificadamente. Tal vez lo que pueda decirse en favor de

Joyce es que representa lo mejor de una mala causa. Hizo lo que los otros

quisieron hacer; todos quisieron ser Joyce; Supervielle lo quiso y le salió

como su cara. Joyce para la literatura, Picasso para la pintura... Lo que

demuestra que había algo mal en la mente de Joyce es que quisiera hacer

una novela con el Ulysses. Parece que en la obra de arte tiene que haber

un poco de selección; no creo que la acumulación sea el mejor método.

Salvo que se haya divertido mucho con sus recuerdos de Dublín,

que serían como nuestros recuerdos de Buenos Aires. Se divirtió poniendo

todo en ese libro...». AÑO: 1960. Pag. 653.

 

***

BORGES: «Cómo un hombre con talento puramente verbal, como

Joyce, no comprendió que lo que no debía escribir era una novela.

Ojalá que la fama de Joyce pase, porque es de veras una calamidad:

idiotiza a los escritores y aun los induce a imitaciones lamentables. Muchas

veces me es imposible dialogar, por los elogios del Ulysses y del Fin¬

negans que hacen mis interlocutores, y sobre todo por su tranquila certeza

de que comparto su entusiasmo... ¿Y por qué esas mismas personas

que admiran el Ulysses admiran esos cuentos sentimentales y estúpidos

de Dubliners?». Año: 1962. Pags 821-822.

***

BIOY: «Que

extraños esos críticos, que en serio califican ajames Joyce de novelista».

BORGES: «El Ulysses carece de todas las virtudes que requiere una novela»

Año: 1963. Pag. 908.

***

Martes, 14 de septiembre. Come en casa Borges. Dice que Portrait of

the Artist as a Young Man es una de tantas novelas autobiográficas; que nadie

la recordaría si Joyce no hubiera escrito después el Ulysses; que

prueba la incapacidad de Joyce para escribir novelas: para imaginar caracteres

y para inventar un argumento.

Año: 1965. Pag. 1080.

***

Fuente:

RESEÑA: El retrato más completo y más íntimo de Jorge Luis Borges jamás presentado a los lectores y la crónica minuciosa y deliciosa de una amistad legendaria entre Bioy Casares y Borges. Grandísimo narrador y testigo privilegiado de la vida literaria de su tiempo, Adolfo Bioy Casares preparó, poco antes de su muerte, a partir de los exhaustivos diarios que llevó durante más de medio siglo, un libro extraordinario sobre su amistad con Jorge Luis Borges, una de las más emblemáticas de la literatura contemporánea. El presente volumen -a cargo de Daniel Martino- recoge en su totalidad esa obra. Por sus páginas desfilan las ideas más asombrosas de Borges, esenciales para la comprensión de sus escritos, conjugadas con una detallada descripción de su vida cotidiana, sus amores, su angustia ante el progreso de su ceguera o sus apasionadas posiciones en la controversia literaria y política. SOBRE EL AUTOR: En el mundo literario, uno de los grandes amigos de Jorge Luis Borges fue Adolfo Bioy Casares, un escritor, traductor, periodista y editor argentino que nació el 15 de septiembre de 1914 en Buenos Aires y murió, también en esa ciudad, el 8 de marzo de 1999.

Borges (Español) Tapa dura – 1 Enero 2006

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LOS PLACERES DE LA LITERATURA LATINA PIERRE GRIMAL FRAGMENTO

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