domingo, 30 de julio de 2017

Vladimir Nabokov.Cuento: El duende del bosque.



 El duende del bosque

 Yo trataba, pensativo, de encerrar entre mis trazos la silueta vacilante de la sombra circular del tintero. En un cuarto lejano un reloj dio la hora, mientras que yo, soñador como soy, me imaginé que alguien llamaba a mi puerta, suave al principio, luego más y más fuerte. Llamó doce veces y se detuvo expectante.
 —Sí, aquí estoy, pase...
 El pomo de la puerta crujió tímidamente, la llama de la vela ya gastada se ladeó un tanto, y él entró a saltos desde un rectángulo de sombra, jorobado, gris, cubierto con el polen de la helada noche estrellada.
 Conocía su rostro. ¡Lo conocía desde tanto tiempo atrás!
 Su ojo derecho seguía en la sombra, pero el izquierdo me escrutaba temerosamente, alargado, verde humo. ¡La pupila brillaba como si estuviera oxidada... aquel mechón gris de musgo de su sien, la ceja de pálida plata apenas visible, la cómica arruga junto a su boca sin bigote —todo ello intrigaba y molestaba un punto a mi memoria!
 Me levanté. Él dio un paso adelante.
 Su abriguito raído estaba abotonado al revés, como los de las mujeres. En la mano llevaba una gorra, no, era un fardo mal atado de color oscuro, y no había la más mínima señal de una gorra...
 Sí, claro que lo conocía, incluso le había tenido un cierto aprecio, pero sencillamente no conseguía recordar dónde ni cuándo nos habíamos conocido. Y debíamos habernos visto con frecuencia, de otra manera no tendría aquel firme recuerdo de sus labios de arándano, de aquellas orejas puntiagudas, de aquella nuez tan divertida...
 Con un murmullo de bienvenida estreché su fría mano, tan ligera, y luego la posé en el dorso de un sillón raído. Él se encaramó como un cuervo en el tocón de un árbol y empezó a hablar apresuradamente.
 —Dan tanto miedo las calles. Por eso vine. Vine a visitarte. ¿Me reconoces? En otros tiempos tú y yo solíamos retozar y jugar juntos durante días enteros. En nuestro viejo país. ¿No me dirás que te has olvidado?
 Su voz me cegó, literalmente. Me encontré turbado y aturdido: recordé la felicidad, la felicidad reverberante, interminable, irreemplazable...
 No, no puede ser. Estoy solo... es tan sólo un delirio antojadizo. Y sin embargo había alguien sentado junto a mí, un ser de carne y hueso totalmente inverosímil, con botines alemanes de largas vueltas, y su voz tintineaba, susurraba —dorada, voluptuosamente verde, familiar—, mientras que las palabras que pronunciaba eran tan sencillas, tan humanas...
 —Ya, ya te acuerdas. Sí, soy un duende del bosque, un gnomo travieso. Y aquí estoy, me han obligado a huir, como a todos los demás.
 Suspiró profundamente, y volvieron a mi mente visiones de agitados nimbos y también frondosas sierpes de arrogante follaje, y vivos destellos de corteza de abedul como salpicaduras de espuma marina, contra el fondo de un dulce zumbido perpetuo... Se inclinó hasta mí y me miró con dulzura a los ojos. «¿Recuerdas nuestro bosque, los abetos tan negros, los abedules tan blancos? Lo han talado entero. El dolor fue insoportable, vi cómo caían crepitando mis queridos abedules ¿y qué podía hacer yo? Me empujaron a los pantanos. Lloré y aullé, troné como un avetoro, luego me fui corriendo a un bosque de pinos vecino.
 »Y allí languidecía sin parar de sollozar. Apenas me había acostumbrado al mismo cuando se acabaron los pinos, ya sólo quedaban cenizas azulencas. Me vi obligado a marchar. Me encontré un bosque, un bosque maravilloso, espeso, oscuro, fresco. Pero de alguna manera no era lo mismo. En los viejos tiempos jugueteaba desde el alba hasta que el sol se ponía, silbaba con furia, aplaudía sin cesar, aterrorizaba a los paseantes. Tú te acuerdas bien, en una ocasión te perdiste en un oscuro escondrijo de mis bosques, tú y un vestidito blanco, y yo me divertí anudando los senderos, dando vueltas a los troncos de los árboles, haciendo guiños en el follaje. Me pasé toda la noche disponiendo mis engaños. Pero todo lo que hacía era para divertirme, era un puro juego, por más que me maldijerais. Pero ahora tuve que volverme serio, porque mi nueva residencia no era un lugar divertido. Noche y día crepitaban en mi entorno todo tipo de cosas extrañas. Al principio pensé que otro duende se agazapaba por allí; le llamé, escuché. Algo crepitaba junto a mí, algo había que retumbaba... Pero no, no eran los ruidos que nosotros hacemos. En una ocasión, a la caída de la tarde, salté hasta un claro del bosque ¿y qué vi allí? Gente por el suelo, algunos de espaldas, otros caídos de bruces. Bueno, pensé, los despertaré, ¡voy a ponerlos en movimiento! Y empecé a trabajar batiendo las ramas, bombardeándoles con piñas, ululando, susurrando... Trabajé así durante una hora entera, sin conseguir nada. Luego miré detenidamente y me quedé horrorizado. Un hombre tenía la cabeza separada del cuerpo y sólo los unía un frágil hilo carmesí. El otro tenía una colonia de gusanos por estómago... No pude soportarlo. Di un aullido, salté por los aires, y empecé a correr.
 »Durante mucho tiempo estuve vagando por diferentes bosques, pero no encontraba la paz. O bien era la inmovilidad completa, pura desolación, mortal aburrimiento, o un horror tal que es mejor ni pensar en ello. Finalmente me decidí a transformarme en un rústico, un mendigo con su mochila, y me fui para siempre. ¡Adiós Rusia! Y entonces un espíritu amigo, el duende de las aguas, me ayudó. El pobre tipo también andaba huyendo. No salía de su asombro, no hacía sino decir: "¡Qué tiempos nos han tocado vivir, qué calamidad!". Porque, aunque en los viejos se divirtió tendiendo trampas a las gentes, seduciéndolas hasta sus profundidades de agua (¡y vaya que si era hospitalario!), cuando las tenía allí abajo las mimaba y consentía en el fondo dorado del río. ¡Qué maravillosas canciones les cantaba para embrujarles! Ahora, dice, sólo llegan por el agua hombres muertos, flotando en grupos, muchos, y el agua del río es como la sangre, espesa, caliente, pegajosa y ya no puede respirar... Por eso me llevó consigo.
 »Fue a llamar a la puerta de un mar lejano, y me asentó en una costa nubosa. "Vete, hermano, búscate una espesura amiga." Pero no encontré nada, y acabé en esta espantosa ciudad de piedra extranjera. Y así fue que me convertí en humano, con el atuendo completo, cuello duro y botines, e incluso he aprendido a hablar como vosotros...»
 Se quedó en silencio. Sus ojos relucían como hojas húmedas, tenía los brazos cruzados, y a la luz vacilante de la vela que se ahogaba, le brillaban unos mechones pálidos peinados a la izquierda.
 «Sé que también tú languideces —su voz rielaba de nuevo—, pero tu nostalgia, comparada con la mía, tempestuosa, turbulenta, no es sino la respiración acompasada de quien duerme tranquilo. Piensa en eso: no queda nadie de nuestra tribu en Rusia. Algunos de nosotros nos fuimos en remolinos como espirales de niebla, otros se dispersaron por el mundo. Nuestros ríos maternos están melancólicos, ya no hay manos retozonas que jueguen a chapotear con los rayos de luna. Las campánulas que el azar ha querido conservar, las que han logrado escapar a la guadaña, están silenciosas, los gusli azul pálido que en tiempos servían a mi rival, el duende de los campos, para sus canciones, también permanecen en silencio. El duende del hogar, desaliñado y cariñoso ha abandonado con lágrimas en los ojos tu casa humillada y envilecida y los bosquecillos se han marchitado, aquellas arboledas patéticamente luminosas, mágicamente sombrías...
 »Rusia, nosotros éramos Rusia, ¡tu inspiración, tu belleza insondable, tu magia secular! Y nos hemos ido todos, desaparecidos, empujados al exilio por un agrimensor loco.
 »Amigo mío, moriré pronto, dime algo, dime que me quieres, a mí, un fantasma sin hogar, ven siéntate a mi lado, dame la mano...».
 La vela chisporroteó y se apagó. Unos dedos fríos me tocaron la mano. Oí la vieja risotada de melancolía, tan conocida, que repicó una vez antes de callarse.
 Cuando di la luz no había nadie en el sillón... ¡Nadie!... No quedaba nada en el cuarto sino un aroma maravillosamente sutil de abedul, de húmedo musgo...

sábado, 29 de julio de 2017

Vladimir Nabokov. Cuentos Completos.


Cuentos Completos.
A Vera
 Prólogo

 Los relatos de Nabokov fueron apareciendo individualmen-te en distintas revistas y colecciones hasta que finalmente, en vida del autor, se publicó la versión inglesa definitiva de los mismos en cuatro volúmenes que agrupan cincuenta y dos relatos: Nabokov’s Dozen (Trece relatos), A Russian Beauty and Other Stories (Una belleza rusa), Tyrants Destroyed and Other Stories y Details of a Sunset and Other Stories.
 Nabokov había manifestado hacía tiempo la intención de publicar un volumen final pero estaba indeciso sobre la posibili-dad de que existieran suficientes relatos de la calidad requerida por él para integrarse en una nueva «docena» numérica o nabokoviana. Su vida creativa era demasiado intensa y plena y se vio trun-cada tan repentinamente que le impidió realizar la selección final. Había esbozado una breve lista de los relatos que consideraba dig-nos de ser publicados, una lista que denominó el «fondo del ba-rril». Se refería, con ello, según me explicó, no a su calidad, sino al hecho de que, entre el material que pudo consultar en aquel mo-mento, aquellos relatos eran los únicos que merecían publicarse. Sin embargo, después de organizar y comprobar nuestro archivo por completo, Vera Nabokov y yo mismo logramos reunir un total de Trece relatos que, a nuestro modesto juicio, habrían merecido la aprobación de Nabokov frente a una eventual publicación. De ahí que la lista, el «fondo del barril», deba considerarse únicamente co-mo una lista parcial preliminar: sólo incluye ocho de los Trece relatos aquí recogidos por vez primera, y en ella aparece asimismo El hechicero, que no se incluye en esta colección pero que había sido pu-blicada en inglés como novela corta (Nueva York, Putnam, 1986; Nueva York, Vintage International, 1991). Tampoco los títulos pro-visionales se corresponden en todos los casos con los títulos que apa-recen en este libro.
 De la lista que lleva por título «Relatos escritos en inglés», Nabokov omitió «Primer amor» (publicada originalmente en The New Yorker con el título de «Colette»), lo cual pudo deberse a un puro descuido o quizá a su transformación en uno de los capítulos de Habla, memoria (originalmente titulado Conclusive Evidence). Algu-nas notas e instrucciones —en ruso— en el extremo superior iz-quierdo del documento sugieren que esta lista era la copia defini-tiva que pensaba pasar a máquina y que incluso pensaba publicar, aunque no en Trece relatos, pues este libro (1958) es anterior a la lista (que contiene «Las hermanas Vane», escrita en 1959).
 Los cuatro volúmenes «definitivos» mencionados más arriba fueron preparados y organizados por Nabokov tomando como ba-se varios criterios —tema, época, ambiente, uniformidad y variedad—. Parece justo que cada uno de ellos conserve su carácter e identidad como parte de un volumen concreto en lo que se refiere a la futura publicación de los mismos. Los Trece relatos publicados en Francia e Italia, con los respectivos títulos de La Vénitienne y La veneziana, se han ganado probablemente el derecho a aparecer como volúmenes separados en la correspondiente versión inglesa. Estos Trece relatos han tenido asimismo otros estrenos, tanto individuales como colectivos, en otras partes de Europa y las «docenas» previas han visto la luz en todo el mundo, a veces formando constelaciones distintas como es el caso del reciente volumen Russkaya Dyuzbena («Docena rusa») en Israel. No me referiré a lo publicado en la Rusia posperestroika, porque hasta el momento y con honrosas excepciones ha sido una historia de pirateo editorial de derechos de autor a gran escala, aunque hay que decir que se apuntan ya en el horizonte una serie de mejoras.
 La colección completa que ahora presentamos, aunque no trata de eclipsar a las anteriores, sigue deliberadamente un orden cronológico, o la máxima aproximación al mismo. Para ello, el or-den seguido en colecciones anteriores ha tenido que ser alterado en ocasiones, y los relatos que aparecen recogidos aquí por vez prime-ra han sido integrados en su lugar correspondiente. Nuestro crite-rio ha sido la fecha de composición de los mismos. Cuando ésta no estaba disponible o era confusa, hemos apelado a la fecha de publi-cación o a la primera mención de la misma. Once de los Trece relatos nuevos vieron en esta colección su primera traducción al inglés. Cinco de ellos aún no habían sido publicados hasta la reciente apa-rición de los «nuevos» trece en varias lenguas europeas. Se encon-trarán más detalles bibliográficos junto con otra información inte-resante al final del libro.
 Una ventaja evidente de la ordenación que aquí se ha se-guido es que nos permite tener una estimable visión general del desarrollo de Nabokov como escritor de ficción. También es inte-resante comprobar que los vectores no son siempre lineales, y que un relato sorprendentemente maduro se cuela de repente entre una serie de relatos más sencillos de juventud. Aunque es cierto que iluminan la evolución de su proceso creativo y que nos proporcio-nan inestimables claves acerca de los temas y los métodos que uti-lizaría más tarde, los relatos de Vladimir Nabokov constituyen no obstante su obra más accesible. Incluso aquellos que están íntima-mente ligados a alguna de las novelas, tienen entidad y consistencia propia. Y aunque admiten diversos niveles de lectura, no requie-ren demasiado bagaje literario previo. Ofrecen una gratificación inmediata al lector independientemente de que éste se haya aven-turado en la más compleja y procelosa escritura nabokoviana o en la historia personal del autor.
 La responsabilidad de la traducción al inglés de los trece «nuevos» relatos es estrictamente mía. La traducción al inglés de la mayoría de los relatos previamente publicados en ruso fue fruto de una colaboración sin fisuras entre padre e hijo, en la que el pa-dre gozaba, como autor, de licencia para alterar sus propios textos en la traducción en la forma y manera que él considerara conve-niente. Y es concebible que lo hubiera hecho también en los rela-tos que aquí traduje por primera vez al inglés. Ni que decir tiene que, como traductor en solitario, la única libertad que me he per-mitido ha sido la corrección de un error ocasional o errata tipográ-fica, y la rectificación de algún error de bulto editorial; el más evi-dente ha sido la omisión de la última y maravillosa página de «El ayudante de dirección», en todas las ediciones inglesas y america-nas hechas a partir de la primera en esa lengua. Por cierto, en la canción que serpentea un par de veces por el relato, el Don Cossack que arroja a su novia al Volga no es otro que Stenka Razin.
 He de confesar que, en el transcurso de la larga preparación de este volumen, me he beneficiado de los comentarios y adverten-cias de aguzados traductores y editores de colecciones similares en otras lenguas, así como de la visión escrupulosa de quienes han pu-blicado o están publicando algunos de estos relatos, individualmen-te, en inglés. Por más intensa y pedante que sea la revisión, siempre resulta inevitable algún error o desliz imperceptible. No obstante, los futuros editores y traductores deberán tomar en cuenta que es-te volumen refleja la versión más ajustada —en la fecha de su pu-blicación— de los textos ingleses, especialmente en lo que respec-ta a los Trece relatos reunidos aquí por vez primera a partir de los originales rusos (que, en ocasiones, han resultado muy difíciles de descifrar, con deslices posibles o probables de la mano del autor o del copista que han requerido a veces de difíciles decisiones, y que, en algún momento, presentan más de una variante).
 En honor a la justicia debo decir que tengo que agradecer aquí el envío espontáneo del borrador de dos relatos por parte de Charles Nicol y Gene Barabtarlo. Les agradezco a ambos su traba-jo que aprecio en lo que vale, ya que en ambos casos no dejé de en-contrar ciertas trouvailles. No obstante, y con el fin de mantener un estilo homogéneo, he conservado, por regla general, mis propias ex-presiones inglesas. Debo agradecer a Brian Boyd, Dieter Zimmer y Michael Juliar su infatigable trabajo de búsqueda bibliográfica. Y sobre todo agradezco a Vera Nabokov su sabiduría infinita, su excelente juicio y la fuerza de voluntad que le llevó, a pesar de sus problemas de vista y de la debilidad de sus manos, a pergeñar una traducción preliminar de varios pasajes de «Dioses» en los últimos días de su vida.
 Necesitaría mucho más espacio del que brinda un mero prólogo para esbozar las líneas maestras de los temas, métodos e imágenes que se entretejen y desarrollan en estos relatos, así como de los ecos de la juventud de Nabokov en Rusia, sus años universi-tarios en Inglaterra, su período de exilio en Alemania y Francia y la América que se entretenía en inventar, según decía él mismo, después de haber inventado Europa. Daré unos cuantos ejemplos escogidos al azar. «La Veneciana», con su sorprendente giro, cons-tituye un eco o réplica de la pasión de Nabokov por la pintura (a la que pensaba dedicarse cuando era niño) contra un fondo de te-nis que jugaba y describía con un encanto especial. Las otras doce constituyen un abanico que va desde la fábula («El dragón») y la intriga política («Se habla ruso») hasta una suerte de impresionis-mo poético de corte muy personal («Sonidos» y «Dioses»).
 En sus notas (que se incluyen al final de este libro) Nabokov nos ofrece una serie de revelaciones sobre los relatos previamente recogidos en distintos volúmenes. Yo sólo añadiré brevemente el fantástico tema del doble espacio-temporal (en «Terra Incógnita» y «La visita al museo») que prefigura el ambiente de Ada o el ar-dor, Pálido fuego y hasta cierto punto el de Cosas transparentes y Look at the Harlequins! (¡Mirad los arlequines!) La predilección de Nabo-kov por las mariposas es un tema central de «Aureliana» y resplan-dece en otros relatos varios. Pero lo que es más extraño, la música, a la que nunca profesó un amor especial, figura prominentemente en su escritura («Sonidos», «Bachmann», «Música», «El ayudante de dirección»).
 A mí me resulta especialmente conmovedora y cercana la sublimación que lleva a cabo en «Lance» (así me lo confesó mi pa-dre) de las experiencias de mis padres en sus días de montañismo. Pero quizá el tema más profundo y más importante, constituya o no el nudo temático principal o aparezca como motivo subalterno, sea el desprecio absoluto de Nabokov por la crueldad —la cruel-dad de los humanos, la crueldad del destino—, pero con ello entra-mos en un terreno donde existen demasiados ejemplos como para que podamos permitirnos ni siquiera nombrarlos.
 DMITRI NABOKOV
 San Petersburgo (Rusia) y Montreux (Suiza), junio de 1995

viernes, 28 de julio de 2017

Jorge Luis Borges. FRAGMENTO SOBRE JOYCE. Sur, Buenos Aires, Año x, N° 77, febrero de 1941.


FRAGMENTO SOBRE JOYCE

Entre las obras que no he escrito ni escribiré (pero que de alguna manera me justifican, siquiera misteriosa y rudimental) hay un relato de unas ocho o diez páginas cuyo profuso borrador se titula Funes el memorioso y que en otras versiones más castigadas se llama Ireneo Funes. El protagonista de esa ficción dos veces quimérica es, hacia 1884, un compadrito normalmente infeliz de Fray Bentos o de Junín. Su madre es planchadora; del padre problemático se refiere que ha sido rastreador. Lo cierto es que el muchacho tiene sangre y silencio de indio. En la niñez, lo han expulsado de la escuela primaria por calcar servilmente un par de capítulos, con sus ilustraciones, mapas, viñetas, letras de molde y hasta con una errata... Muere antes de cumplir los veinte años. Es increíblemente haragán: ha pasado casi toda la vida en un catre, puestos los ojos en la higuera del fondo o en una telaraña. En su velorio, los vecinos recuerdan las pobres fechas de su historia: una visita a los corrales, otra al burdel, otra a la estancia de Fulano... Alguien facilita la explicación. El finado ha sido tal vez el único hombre lúcido de la tierra. Su percepción y su memoria eran infalibles. Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todas las hojas y racimos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que manejó una vez en la infancia. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Murió de una congestión pulmonar y su vida incomunicable ha sido la más rica del universo.

Del compadrito mágico de mi cuento cabe afirmar que es un precursor de los superhombres, un Zarathustra suburbano y parcial; lo indiscutible es que es un monstruo. Lo he recordado porque la consecutiva y recta lectura de las cuatrocientas mil palabras de Ulises exigiría monstruos análogos. (Nada aventuraré sobre los que exigiría Finnegans Wake: para mí no menos inconcebibles que la cuarta dimensión de C. H. Hinton o que la trinidad de Nicea). Nadie ignora que para los lectores desprevenidos, la vasta novela de Joyce es indescifrablemente caótica. Nadie tampoco ignora que su intérprete oficial, Stuart Gilbert, ha propalado que cada uno de los dieciocho capítulos corresponde a una hora del día, a un órgano corporal, a un arte, a un símbolo, a un color, a una técnica literaria y a una de las aventuras de Ulises hijo de Laertes, de la simiente de Zeus. La mera noticia de esas imperceptibles y laboriosas correspondencias ha bastado para que el mundo venere la severa construcción y la disciplina clásica de la obra. De esos tics voluntarios, el más alabado ha sido el más insignificante; los contactos de James Joyce con Homero, o (simplemente) con el senador por el departamento del Jura, M. Víctor Bérard.

Harto más admirable, sin duda, es la diversidad multitudinaria de estilos. Como Shakespeare, como Quevedo, como Goethe, como ningún otro escritor, Joyce es menos un literato que una literatura. Lo es, increíblemente, en el compás de un solo volumen. Su escritura es intensa; la de Goethe nunca lo fue; es delicada: Quevedo no sospechó esa virtud. Yo (como el resto del universo) no he leído el Ulises, pero leo y releo con felicidad algunas escenas: el diálogo sobre Shakespeare, la Walpurgisnacht en el lupanar, las interrogaciones y respuestas del catecismo:... They drank in jocoserious silence Epp's massproduct, the creature cocoa. Y en otra página: A dark horse riderless, bolts like aphantom past the winningpost, his mane moonfoaming, his eyeballs stars. Y en otra: Bridehed, childhed, hed of death, ghostcandled.

La plenitud y la indigencia convivieron en Joyce. A falta de la capacidad de construir (que sus dioses no le otorgaron y que debió suplir con arduas simetrías y laberintos) gozó de un don verbal, de una feliz omnipotencia de la palabra, que no es exagerado o impreciso equiparar a la de Hamlet o a la de Urn Burial... El Ulises (nadie lo ignora) es la historia de un solo día, en el perímetro de una sola ciudad. En esa voluntaria limitación es lícito percibir algo más que una elegancia aristotélica; es lícito inferir que para Joyce, todos los días fueron de algún modo secreto el día irreparable del Juicio; todos los sitios, el Infierno o el Purgatorio.

Sur, Buenos Aires, Año x, N° 77, febrero de 1941.

jueves, 27 de julio de 2017

Jorge Luis Borges.Letras hispanoamericanas LA AMORTAJADA.Sur, Buenos Aires, Año VIII, N° 47, agosto de 1938.


Letras hispanoamericanas
LA AMORTAJADA

Yo sé que un día entre los días o más bien una tarde entre las tardes, María Luisa Bombal me confió el argumento de una novela que pensaba escribir: el velorio de una mujer sobrenaturalmente lúcida que en esa visitada noche final que precede al entierro, intuye de algún modo —desde la muerte— el sentido de la vida pretérita y vanamente sabe quien ha sido ella y quienes las mujeres y los hombres que poblaron su vida. Uno a uno se inclinan sobre el cajón, hasta el alba confusa, y ella increíblemente los reconoce, los recuerda y los justifica... Yo le dije que ese argumento era de ejecución imposible y que dos riesgos lo acechaban, igualmente mortales: uno, el oscurecimiento de los hechos humanos de la novela por el gran hecho sobrehumano de la muerta sensible y meditabunda; otro, el oscurecimiento de ese gran hecho por los hechos humanos. La zona mágica de la obra invalidaría la psicología, o viceversa; en cualquier caso la obra adolecería de una parte inservible. Creo asimismo que comenté ese fallo condenatorio con una cita de H. G. Wells sobre lo conveniente de no torturar demasiado las historias maravillosas... María Luisa Bombal soportó con firmeza mis prohibiciones, alabó mi recto sentido y mi erudición y me dio unos meses después el manuscrito original de La Amortajada. Lo leí en una sola tarde y pude comprobar con admiración que en esas páginas estaban infaliblemente salvados los disyuntivos riesgos infalibles que yo previ.

Tan bien salvados que el desprevenido lector no llega a sospechar que existieron.

En nuestras desganadas repúblicas (y en España) sigue privando el melancólico parecer de aquel vindicador de Góngora, que a principios del siglo xvii dijo que la poesía "consistía en el conceptuoso y levantado estilo"—o sea en el manejo maquinal de un repertorio de inversiones y de sinónimos. Infieles a esa tibia tradición, los libros de María Luisa Bombal son esencialmente poéticos. Ignoro si esa involuntaria virtud es obra de su sangre germánica o de su amorosa frecuentación de las literaturas de Francia y de Inglaterra: lo cierto es que en este libro no faltan sentencias memorables ("flores de hueso y esqueletos humanos, maravillosamente blancos e intactos, cuyas rodillas se encogían como otrora en el vientre de la madre") ni tampoco páginas memorables (por ejemplo, el incendio furtivo del retrato; por ejemplo, el descubrimiento atroz del placer en una carne detestada) pero que vastamente las supera el conjunto del libro. Libro de triste magia, deliberadamente suranée, libro de oculta organización eficaz, libro que no olvidará nuestra América.

Sur, Buenos Aires, Año VIII, N° 47, agosto de 1938.

miércoles, 26 de julio de 2017

Jorge Luis Borges.Letras españolas INMORTALIDAD DE UNAMUNO.Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 28, enero de 1937.


Letras españolas
INMORTALIDAD DE UNAMUNO

No muere un escritor sin la discusión inmediata de dos problemas subalternos: el de conjeturar (o predecir) qué parte quedará de su obra, el de prever el fallo irrevocable de la misteriosa posteridad. El segundo es falso, porque no hay tal posteridad judicial, dedicada a emitir fallos irrevocables. El primero es generoso, ya que postula la inmortalidad de unas páginas, más allá de los hechos y del hombre que las causaron; pero también es ruin, porque parece husmear corrupciones.

Yo sospecho que el problema de la inmortalidad es de naturaleza dramática. Persiste el hombre general (nuestra imagen del hombre general) o desaparece. En el caso de Miguel de Unamuno hay el riesgo certero de que la imagen empobrezca irreparablemente la obra. No exagero ese riesgo: en muchos siglos de literatura española son pocas las personas imaginables. Quevedo es imaginable: tal vez no mueren dos atardeceres sin que yo piense en él, pero ¿los demás? ¿Cómo sería el diálogo con Cervantes? A Góngora me parece verlo y oírlo—, pero quienes mejor lo conocen, lo juzgan de la familia de Mallarmé, lo cual me desconcierta. A Unamuno... No hay quien no tenga de él una imagen inconfundible, de hombre español conocido "directamente", no a través de palabras acostadas en un papel. El riesgo de esa imagen está en razón directa de su vigor y de su facilidad. Propende a dominar, y a reducir, la obra complejísima, tan rica de posibilidades intelectuales... Jean Cassou, por ejemplo, escribe estas cosas: "Miguel de Unamuno, un luchador que lucha consigo mismo, por su pueblo y contra su pueblo; un hombre de guerra, hostil, fratricida, tribuno sin partido, predicador en el desierto, vanidoso, pesimista, paradojal, despedazado por la vida y la muerte, invencible y siempre vencido". Considerada como definición de Unamuno, esa fórmula (o rapsodia de fórmulas) de Cassou es menos capaz de iluminar al lector que de incomodarlo; considerada como un ejercicio mimético de aquellos en que el crítico fatigado rehusa la tarea interpretativa y remeda la voz y las maneras del escritor, nadie la juzgará muy sutil. Su valor está en su tipicidad. A pesar de alguna omisión verdaderamente asombrosa —no comparan a Miguel de Unamuno con Don Quijote ni con España—, esas líneas resumen lo que todo avisado hombre de letras sabe que tiene que decir, cada vez que oye la palabra "Unamuno". Mi propósito no es contradecir su verdad; no afirmo que sean falsas. Afirmo, sí, que son ejemplo de una manera singularmente inútil de enfrentarse con Unamuno. Este fue, ante todo, un inventor de espléndidas discusiones. Discutió el yo, la inmortalidad, el idioma, el culto de Cervantes, la fe, la regeneración del vocabulario y de la sintaxis, la sobra de individualidad y falta de personalidad de los españoles, el humorismo, el malhumorismo, la ética... Maravillarse de esa abundancia (de esa abundancia que no es sólo erudita) es una mera interjección; dramatizar el destino de Unamuno y sus perplejidades, no me parece menos estéril. Es correr el albur que ya señalé: el albur de que el símbolo, la figura, tape la obra.

El primer escritor de nuestro idioma acaba de morir; no sé de un homenaje mejor que proseguir las ricas discusiones iniciadas por él y que desentrañar las secretas leyes de su alma.

Sur, Buenos Aires, Año VII, N° 28, enero de 1937.

martes, 25 de julio de 2017

Jorge Luis Borges. WELLS, PREVISOR.Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936.


WELLS, PREVISOR

El autor del Hombre invisible, de los Primeros hombres en la Luna, de la Máquina del Tiempo y de la Isla del Doctor Moreau (he mencionado sus mejores novelas, que no son por cierto las últimas) ha publicado en un volumen de ciento cuarenta páginas el texto minucioso de su reciente film Lo que vendrá. ¿Lo ha hecho tal vez para desentenderse un poco del film, para que no lo juzguen responsable de todo el film? La sospecha no es ilegítima. Por lo pronto, hay un capítulo inicial de instrucciones que la justifica o tolera. Ahí está escrito que los hombres del porvenir no se disfrazarán de postes de telégrafos ni parecerán evadidos de una sala de operaciones eléctricas ni corretearán de un lugar a otro, embutidos en trajes luminosos de celofán, en recipientes de cristal o en calderas de aluminio. "Quiero que Oswald Cabal (escribe Wells) parezca un fino caballero, no un gladiador con su panoplia o un demente acolchado... Nada de jazz ni de artefactos de pesadilla. En ese mundo más organizado tiene que haber más tiempo, más dignidad. Que todo sea más amplio, más grande, pero que no sea nunca monstruoso". Desgraciadamente, el grandioso film que hemos visto —grandioso en el sentido peor de esa mala palabra— se parece muy poco a esas intenciones. Es verdad que no abundan las calderas de celofán, las corbatas de aluminio, los gladiadores acolchados y los dementes luminosos con su panoplia; pero la impresión general (harto más importante que los detalles) es "de artefacto de pesadilla". No me refiero a la primera parte, donde lo monstruoso es deliberado; me refiero a la última, cuya disciplina debería contrastar con el fárrago sangriento de la primera y que no sólo no contrasta, sino que la supera en fealdad. Wells empieza mostrándonos los terrores del futuro inmediato, visitado de plagas y bombardeos; esa exposición es eficacísima. (Recuerdo un cielo abierto que ennegrecen y ensucian los aeroplanos, obscenos y dañinos como langostas). Luego —lo diré con palabras del autor— "el film se ensancha para desplegar la visión grandiosa de un mundo reconstruido". El ensanche es poco feliz: el cielo de Alexander Korda y de Wells, como el de tantos otros escatólogos y escenógrafos, no difiere muchísimo de su infierno y es todavía menos encantador.

Otra comprobación: las líneas memorables del libro no corresponden (no pueden corresponder) a los instantes memorables del film. En la página 19, Wells habla "de un entrevero de instantáneas que muestren la confusa eficacia inadecuada de nuestro mundo". Como era de prever, el contraste de las palabras confusión y eficacia (para no mencionar el dictamen que hay en el epíteto inadecuada) no ha sido traducido en imágenes. En la página 56, Wells habla del aviador enmascarado Cabal, "destacándose contra el cielo, un alto prodigio". La frase es bella; su versión fotográfica no lo es. (Aunque lo hubiera sido, no correspondería nunca a la frase, ya que las artes del retórico y del fotógrafo, son ¡oh clásico fantasma de Efraim Lessing! del todo incomparables). Hay acertadas fotografías, en cambio, que nada deben a las indicaciones del texto.

A Wells le desagradan los tiranos pero los laboratorios le gustan; de ahí su previsión de que los hombres de laboratorio se juntarán para zurcir el mundo destrozado por los tiranos. La realidad no se parece aún a su profecía: en 1936, casi toda la fuerza de los tiranos deriva de su posesión de la tecnica. Wells venera los chauffeurs y los aviadores; la ocupación tiránica de Abisinia fue obra de los aviadores y de los cbauffeurs —y del temor, tal vez un poco mitológico, de los perversos laboratorios de Hitler.

He censurado la segunda parte del film; insisto en el elogio de la primera, de operación tan saludable en esas personas que todavía se figuran la guerra como una cabalgata romántica o una oportunidad de picnics gloriosos y de turismo gratis.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 26, noviembre de 1936.

sábado, 22 de julio de 2017

Jorge Luis Borges. LAWRENCE Y LA ODISEA.Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 25, octubre de 1936.

(En la gráfica: doña Victoria Ocampo -directora y fundadora de la Revista Sur- y Jorge Luis Borges).
LAWRENCE Y LA ODISEA

En tiempos de reforma, la esperanza ilimitada y el asco suelen imaginar una operación que linda con Dios: el incendio total de las bibliotecas. Hacia 1910, los futuristas concibieron ese propósito y aprovecharon los diversos servicios de la Unión Postal Universal para que figurase en los diarios. Hacia 1650, se discutió en el Parlamento Inglés la aniquilación de cuanto pudiera recordar el orden antiguo, empezando por los archivos depositados en la Torre de Londres. Dos siglos antes de la era cristiana, el rey de Tsin abolió el sistema feudal, asumió el título de Primer Emperador y decretó la quemazón de todos los libros anteriores a Él... Si un incendio no menos analfabeto consumiera todas las bibliotecas de Londres y no se rescataran sino las traducciones de la Odisea, yo afirmo que éstas bastarían, no a reemplazar a Bernard Shaw o a Sir Thomas Browne, pero sí a presentar la evolución, la diversa y ardiente evolución, de la literatura británica. La amistad de Inglaterra y de la Odisea es larga en el tiempo y numerosa de fatigas y glorias. Hay la efusión isabelina de Chapman, hay el glacial y reluciente edificio de Pope, hay la rapsodia miltónica de Cowper, hay la "saga" de Morris, hay la Authorized Versión de Andrew Lang, hay la novela de costumbres burguesas de Samuel Butler, hay veintiocho versiones. Hay la más reciente de todas ellas, la de Lawrence de Arabia: muerto hace poco en Inglaterra, pero que no necesitó de la muerte para ser mitológico. Fue ejecutada en 1928, en Miramshah, "en un fortín de adobe, cercado por las tribus del Uaziristán". Una edición barata acaba de aparecer en New York (Oxford University Press).

Inútil agregar que la prensa ha abundado en elogios. El New York Herald Tribune ensayó el epigrama y dijo que se trataba de la versión más interesante del más interesante libro del mundo. Harper's declaró con algún candor que la versión de Lawrence era más fiel que la de Chapman —que data de 1614, fecha que ni buscó ni sospechó las virtudes de la precisión literal. La naturaleza homérica del traductor no pasó inadvertida: todos sintieron que una Odisea traducida al inglés por el coronel T. E. Lawrence era no menos prodigiosa que una Odisea traducida al inglés por el hábil Ulises, hijo de Laertes, rey de Itaca, de la simiente de Zeus. El mismo Lawrence alegó en un catálogo conmovedor sus muchas aptitudes. "He cazado jabalíes", dijo, "he acechado leones, he navegado 1 Mar Egeo, he doblado arcos, he vivido con pueblos astoriles, he urdido redes, he construido botes y he muerto a muchos hombres." En esa enumeración de capacidades, nótese el buen contacto de hechos tranquilos y de echos de violencia y de sangre; es rasgo que demuestra la osesión de la aptitud retórica, quizá no menos conveniente en un traductor que las de orden textil, naviero, sagitario, marítimo, leonino y homicida. Por lo demás, la destreza verbal del historiador de Revolt in the Desert —otra coalición eficaz de una palabra tumultuosa y poblada y otra vacía— es harto célebre.

¿Qué juzgar de la novísima Odisea de Lawrence, hombre sin duda heroico y gran escritor? Digo que es admirable, pero —y el pero es alarmante— no es superior a la que suministraron Butcher y Lang, hombres de letras sedentarios del siglo diecinueve. Daré algunos ejemplos, cuya forzada brevedad, lo prometo, no encierra una perfidia.

No hay ser humano que haya alcanzado el Hades en uno de nuestros barcos negros (Lawrence, página 149).

Ningún hombre, hasta ahora, ha navegado hasta el infierno en un barco negro (Lang, pág. 169).

Con el tiempo, esas yeguas fueron su muerte, porque lo enfrentaron con aquel supremo hombre de acción: Herakles, hijo valeroso de Zeus (Lawrence, página 281).

Esas yeguas le trajeron la muerte y destino en el fin postrero, cuando llegó al hijo de Zeus, valeroso de corazón, el hombre Hércules, que sabía de grandes aventuras (Lang, página 344).

Una cabeza obscena, con tres hileras de poblados colmillos negramente cargados de muerte (Lawrence, página 171).

Una terrible cabeza y en la cabeza tres hileras de dientes apretados, llenas de negra muerte (Lang, página 195).

En medio del vinoso mar está Creta, una hermosa isla rica poblada más allá del cálculo, con noventa ciudades de habla mezclada, donde coexisten varios idiomas (Lawrence, página 260).

Hay una tierra que se llama Creta en el medio del mar vinoso, una tierra fértil y placentera, rodeada de agua, y en ella hay muchos hombres innumerables y noventa ciudades. Y todas no hablan el mismo idioma, sino que hay confusión de lenguas (Lang, página 316).

A través de mi traducción de esas traducciones, algunos rasgos de Andrew Lang se adivinan: el manejo un poco sonriente de modos de decir de la Biblia —confusión de lenguas...—, la preservación graciosa o conmovedora de los pleonasmos y torpezas del griego. Creo que no es menos sensible el método irregular de Lawrence, o su falta de método: el vaivén de locuciones familiares (con el tiempo, esas yeguas fueron su muerte... aquel supremo hombre de acción) y de los epítetos clásicos: el vinoso mar. Lo anterior no quiere decir que no haya en la Odisea de Lawrence, pasajes resueltos ejemplarmente; los hay y muchos. Verbigracia, la apasionada invocación liminar; verbigracia, la breve escena cavernario-amorosa del quinto libro y las altas palabras que la preceden; verbigracia, la ran matanza de los reyes, del libro XXII.

Puestos a imaginar la epopeya, Lawrence —con el caudal de "vivencias" que conocemos— lo supera infinitamente a Andrew Lang. Puestos a traducirla, el sedentario helenista de Oxford no vale mucho menos que el héroe que guerreó en el desierto. Lo cual nos restituye a la casi escandalosa comprobación: La literatura es arte verbal, es rte de palabras.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 25, octubre de 1936.

jueves, 20 de julio de 2017

Jorge Luis Borges: LAS ÚLTIMAS COMEDIAS DE SHAW.Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.

(En la gráfica en el orden usual: Victoria Ocampo fundadora de la Revista Sur,Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges fue la madre del escritor, y Jorge Luis Borges). 
LAS ÚLTIMAS COMEDIAS DE SHAW

Bernard Shaw ha reunido en dos tomos —Demasiado cierto para ser bueno el uno, El bobalicón de las Islas Inesperadas el otro— sus últimas comedias. Reseñaré los dos; empiezo (cronológicamente) por el primero.

Demasiado cierto para ser bueno

En algún renglón de alguna página de las casi infinitas y ciertamente inagotables 1001 Noches se puede leer que la decrepitud del águila es preferible a la primavera del cuervo. El repetido examen de estas penúltimas comedias de Shaw prueba absolutamente que la decrepitud del águila no es preferible a la primavera del cuervo. Esa inofensiva imagen ornitológica quiere significar que si bien esas comedias de Bernard Shaw son de algún modo superiores a las de quienes no son Bernard Shaw, no es menos cierto que son decididamente inferiores a todo lo demás de su obra —salvo, quizá, Fanny's first play y las incompetentes novelas. No recurramos a la mala palabra "decrepitud": el libro más complejo de Shaw, Vuelta a Matusalén, es de 1921, fecha que nada tiene que ver con su "primavera" fabiana. Más bien pensemos en cuestiones de gloria y comodidad. Bernard Shaw es glorioso; Bernard Shaw tiene la seguridad de ser escuchado; Bernard Shaw tiene la costumbre de pensar en forma dramática —en forma dialogística, al menos. Todo escritor especulativo debe prever continuas objeciones que interrumpen el curso del pensamiento, y que es obligatorio satisfacer; el artificio dramático encuentra en esos vaivenes y perplejidades, no ya un problema, sino un instrumento precioso. De ahí los hábitos dramáticos de Platón y de Berkeley, y aun de los apasionados monólogos de San Agustín; de ahí, tal vez, estas comedias puramente discutidoras de Bernard Shaw.

El mundo que presentan o postulan estas comedias es voluntariamente irreal. Digo "voluntariamente", porque a ello me autoriza la inclusión de ciertos personajes fantásticos: entre ellos, de un microbio indignado que se lamenta a gritos de las enfermedades atroces y sucesivas que le contagia la señorita en que vive. Ya celestiales, ya infernales, los mundos inventados por el arte quieren ser más intensos que la realidad, ya que están obligados a ser más pobres. El de Bernard Shaw —el del penúltimo Bernard Shaw— prescinde de ese anhelo. Es un mundo insípido, opaco, tirando a pesadilla lánguida, hecho de interminables conversaciones sobre temas políticos, sin otra esperanza de interrupción que la operada por algunos "recursos teatrales" conocidísimos, pero al parecer infalibles: presentar un individuo muy harapiento y después hecho un dandy, presentar dos personas que simulan amistad, pero que aprovechan cualquier descuido para agredirse a pellizcones o a puntapiés, presentar sordos o extranjeros que deforman incurablemente lo que oyen, presentar un flirt belicoso con vaivenes de cólera y de ternura, presentar elocuentes discutidores que descubren de golpe que su interlocutor ya se ha ido, presentar caballeros que para disimular un ademán imprudente fingen estar absortos en el rito de la gimnasia sueca...

Los caracteres faltan en las penúltimas comedias de Shaw, pero las situaciones también. Su interés es el de una discusión no muy interesante, puesto que en ella no participan varias personas, sino una sola —que no es del todo Shaw. La necesidad de repartirse en sus personajes, siquiera afantasmados o nominales, le impide serlo. Hay, sin embargo, una excepción. El desesperado predicador de la página 107, el hombre que ha perdido su fe, pero que sigue predicando infinitamente "aunque no tenga nada que decir", con la tenue esperanza de que el Espíritu bajará algún día a su boca, ha sido colocado por el autor para que lo identifiquemos con él. Ciertamente no incurriremos en esa descortesía. Por lo demás, esa página de espléndida retórica basta para justificar todo el libro. Digo lo mismo de cierto extraordinario diálogo prenupcial de las páginas 136-137. Hay además los prólogos, que vindican mi antigua convicción de que Bernard Shaw es uno de los primeros prosistas de Europa —no inferior a Eliot o a Valéry, sino diferente.

El bobalicón de las islas inesperadas

La pieza que da nombre a este volumen trata del Juicio Final. Siempre me ha interesado esa función, ese delicado examen inapelable de todos los destinos humanos y de cada momento de esos destinos. Shaw, en su comedia, prescinde del escénico esplendor de la institución ortodoxa y hasta de la solemnis praeparatio de orden meteorológico-legal que la anunciará. Nada de eclipses de la luna y del sol, nada de aberraciones atmosféricas, nada de las siete redomas de la ira de Dios, nada de espadas y trompetas y tronos. De todo ese copioso attirail de San Juan el Teólogo (que asimismo comprende 7 lámparas, 1 mar de vidrio semejante al cristal, 4 animales con ojos adelante y atrás y 24 ancianos postrados) Shaw apenas retiene unos ángeles. Son ángeles británicos, desde luego, ángeles asistidos de humour. (Ya Soame Jenyns, hacia 1756, pensó con reverencia que parte de la felicidad de los bienaventurados y de los ángeles, derivaría de una percepción exquisita de lo ridículo.) Para Albrecht Ritschl, la ira de Dios no es otra cosa que el olvido de Dios, vale decir la aniquilación anestésica de las almas que definitivamente rechazan la redención; para esta comedia, el Juicio Final es la inmediata desaparición o extinción de todas las personas inútiles. Claro está que una justa definición de la palabra inútil es quizá inalcanzable... (Bernard Shaw, entiendo, ensaya un criterio económico, y vindica las eliminaciones sumarias de la Cheka: "ese cuerpo de amateurs bien intencionados").

No hay quien no reconozca el ingenio de Shaw, la lucidez resplandeciente de Shaw. Otro rasgo habitual —algo menos público al parecer, ya que la crítica se abstiene de señalarlo— es la sentencia heroica, la suficiente y breve definición de un alma varonil. Es común indicar la afinidad de Shaw con Swift y con Voltaire; yo lo creo no menos consanguíneo de hombres como Lutero, como Quevedo, como Lawrence de Arabia. De hombres que no sólo han interrogado las posibilidades retóricas de la burla, sino también las del valeroso estoicismo. De hombres austeros cuya profesión de esa fe mueve mi corazón más que una trompeta, como famosamente dijo Sir Philip Sidney de una antigua balada. Shaw mismo ha declarado su afinidad con Bunyan, con Blake, con Hogarth, con Turner, con Goethe, con Shelley, con Schopenhauer, con Wagner, con Ibsen, con Tolstoi, con Morris y con Nietzsche. Yo no eliminaría de ese generoso catálogo los nombres de Nietzsche y de Bunyan.

Las comedias que forman el volumen Demasiado cierto para ser bueno son irreales de un modo lánguido; éstas lo son con buena premeditación y fervor.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.

lunes, 17 de julio de 2017

Élmer Mendoza nació en Culiacán, México, en 1949. BESAR AL DETECTIIVE.


Élmer Mendoza nació en Culiacán, México, en 1949.
BESAR AL DETECTIIVE.
Los pobres resultados de la investigación sobre el sangriento homicidio de un adivinador, obligan al Zurdo Mendieta a echar mano de sus contactos dentro del oscuro mundo del narcotráfico. Pero, como todos los favores, ninguno es gratuito. Esta búsqueda lo pone de nuevo en la mira y al reencuentro de su vieja amiga Samantha Valdés, jefa del Cártel del Pacífico, quien tras sufrir un atentado se halla convaleciente en un hospital, rodeada de inútiles agentes especiales y un desconfiado ejército mexicano.
Como pago por la información sobre el homicida del adivino, al Zurdo no le queda más remedio que ayudar a la jefa a escapar. Lo consiguen mediante un plan descabellado y mucha adrenalina, aunque el rostro del detective es identificado y su misión queda truncada.
En la clandestinidad y con un futuro incierto, el Zurdo revive un traumático evento que remueve su miedo y lo regresa a la calle: su hijo ha sido secuestrado en Los Ángeles. Con ayuda del cártel viaja a Estados Unidos, donde descubre una enmarañada situación en la que reina la confusión operada por el FBI, que esconde intereses de gran alcance que Mendieta no alcanza a vislumbrar.

Éste es el regreso del Zurdo Mendieta, en una vibrante novela que explora el entramado de traiciones, pactos y conspiraciones de una sociedad en la que el crimen organizado forma parte indisoluble de la realidad cotidiana. Una vez más, de la mano del Zurdo y su inconfundible carácter, el lector se enfrentará a un complejo rompecabezas donde la frontera que divide la ley del crimen pierde su definición.

Fuente:

Compilador Dr: Enrico Pugliatti.

***

BESAR AL DETECTIVE.
(Fragmento).
  Título original: Besar al detective

  Élmer Mendoza, 2015

  Editor digital: orhi-Meddle

  ePub base r1.2

 


  Para Leonor



    Así se abre la puerta de las versiones.
  LUIS JORGE BOONE,
  Por boca de las sombras

  La venganza es un plato que se come frío.
  Dicho popular


  1


  Nadie se lo aconsejó. Simplemente decidió que había que reunirse en Tijuana y pidió a Max Garcés que hiciera los arreglos. Sólo a los del norte, Max, necesitamos reforzar algunos puntos y en Tijuana siempre hay un clima acogedor. A Garcés le extrañó pero igual telefoneó a los implicados, pensó que quizá quería ver a su hijo que por esas fechas cumplía once años, o ir de compras en algunas tiendas que le gustaban. La Hiena Wong se opuso de inmediato. Max, Tijuana no es confiable, es un pinche hervidero, mejor en Mexicali, aquí tenemos todo bajo control. Se lo comentaré; por lo pronto, prepárate, ya la conoces. En Tijuana, Frank Monge se tardó en responder: ¿estás seguro? Para mí que el lugar más apropiado para ella es Culiacán, si recuerdas, su padre jamás se movió más allá de Bachigualato. Son otros tiempos, Frank, ni modo, además es nuestro territorio, o qué, ¿tan jodidos estamos que no podemos encerrar al chamuco unas cuantas horas para tener una reunión tranquila? Aquí es difícil saberlo, mejor manda gente de confianza; como dices tú, tiempos traen tiempos y más vale prevenir que lamentar. Los de San Luis Río Colorado, Nogales y Agua Prieta no hicieron comentarios. Los de San Francisco, Los Ángeles, San diego y Phoenix, tampoco. Hacía más de un año que había terminado la guerra contra el narco y el negocio marchaba como cuchillo en mantequilla, aunque la reducción de muertos era minúscula.
  El diablo Urquídez, que tenía un hijo pequeño, y el Chóper Tarriba, que salía con la más reciente miss Sinaloa, se hallaban listos para acompañar a su jefa, que apareció con un entallado traje rojo y una mascada negra. Guapísima. Si sus preocupaciones eran muchas no se le notaba. Era media tarde. Una avioneta la esperaba en una pista clandestina por el rumbo de El Salado, en las afueras de la ciudad. Cerca del golfo de Santa Clara, en el mar de Cortés, bajarían en la carretera que cruzaba el Gran desierto de Altar y de allí seguiría por tierra hasta Rosarito, donde disponía de una casa discreta. Sin embargo, alguien tenía otros planes.
  Justo en la cima del puente que se alza donde termina la Costerita para tomar la carretera libre a Mazatlán, contiguo al panteón Jardines del Humaya, los estaban esperando. Un bazucazo en el motor de la hummer negra que transportaba a la capisa los detuvo en seco. Incendio expedito. Chirridos. Frenadas. Qué onda, mi Chóper, el Diablo era el conductor. Nada, mi Diablo, hay fiesta y somos los invitados. Llamas en el frente de la camioneta. Disparos por todos lados. Es una emboscada, exclamó Samantha Valdés, adrenalizada al cien. Pásenme un fierro, plebes. El Chóper le acercó un Cuerno, a su vez bajó el cristal blindado y disparó el suyo, ella procedió igual. Señora, espere, sugirió el Diablo. Hay que salir de aquí antes de que nos llegue la lumbre. Al lado, desde una camioneta, que también acribillaron pero que no ardía, Max Garcés envió un bazucazo que voló por los aires un vehículo de los muchos que bloqueaban el paso. Ratatatat. Pum pum. Intenso tiroteo sobre la hummer en llamas. Black black. Pum. Los conductores que no tenían que ver, los que no pudieron huir, se acomodaron en el piso de sus autos transpirando y rezando. El Chóper y el Diablo pusieron pie a tierra sin dejar de disparar, resguardándose tras las portezuelas. La balacera se incrementó de tal manera que pronto los blindajes de los vehículos cedieron. Vamos, señora, gritó el Diablo abriendo la portezuela trasera. Tenemos que borrarnos. Vayan la señora y tú, yo los cubro; el Chóper Tarriba disfrutaba rafagueando el amplio campo enemigo; el Diablo miró adentro y encontró que Samantha Valdés estaba herida y se estaba ahogando en su propia sangre. Ah, cabrón, pálida y temblorosa. Hirieron a la jefa, mi Chóper, desmadejada y religiosa. Voy a sacarla de aquí. El vestido manchado. Muévele que estos están bien cabrones.
  La cargó en brazos y corrió con ella mientras la camioneta le servía de escudo. Max, que vio la acción, ordenó fuego graneado y siguió al joven pistolero con su AK vomitando lumbre. Los autos que se detuvieron detrás de ellos se veían desocupados y algunos lo estaban. Fue hasta que bajaron el puente que encontraron uno que era posible sacar de la aglomeración. Apearon al aterrado conductor y se marcharon rápido. La balacera era incesante. La jefa sangraba por nariz y boca, maldecía y no había tiempo que perder. Max consiguió el número de la clínica Virgen Purísima y hacia allá se lanzaron.
  Todavía los persiguieron dos camionetas que salieron del panteón. Para su fortuna, el carro que habían tomado era del año y pronto las perdieron. Encontraron dos patrullas de la división de narcóticos que iban tendidas al lugar de los hechos. Sabían que las balaceras de este tipo les concernían.
  Al llegar los esperaba un médico alto y pelirrojo que acompañó a la herida hasta el quirófano. ¿Cómo la ve, doctor? El Diablo lo miró acucioso. Muy grave, no la garantizo. Samantha había perdido mucha sangre, estaba desmayada, el vestido hecho un asco y sin mascada. El Diablo tuvo ganas de amenazarlo pero la premura con que el doctor conducía a la paciente no le dio tiempo. Max fue atendido de una herida leve en un hombro. ¿Cómo se llama el pelirrojo? Doctor Jiménez, es el mejor, manifestó la enfermera que le hacía el trabajo. ¿Y sus hombres? Se aferró a la posibilidad de que hubieran salido poco afectados, cuando los dejó sólo había dos muertos. Desde luego que tres asuntos ocupaban su mente, ¿por qué no envió una vanguardia?, ¿por qué su camioneta no iba delante de la señora?, ¿quién estaba detrás de esto? Más le valía a Samantha Valdés salir con bien; su hijo estaba muy pequeño para ponerse al frente del negocio y les habían enviado un aviso difícil de ignorar.
  Al rato todo el cártel tenía la información de que la jefa estaba levemente herida, recibiendo primeros auxilios, conversando tranquilamente con su madre y con el médico que la atendía. Todo muy bien, pero en el fondo Max Garcés comprendía que había cometido un error, y que ahí se vislumbraba un enemigo, que por lo que intentó, nada tenía de pequeño.
  Meditaba en la calle, recargado en una ambulancia. Frente a él, circuló despacio una patrulla de la Policía Ministerial con las luces encendidas pero sin sirena. Acarició su pistola pero ellos siguieron de largo como si nada. Más les valía largarse, aún no llegaban a un acuerdo con las nuevas autoridades y eso complicaba las cosas. ¿A quién se le ocurrió esta madre? Lo voy a colgar de los huevos al cabrón. ¿Quién tiene o puede contratar tanta gente como para bloquear un puente? No muchos. En el quirófano, Jiménez sabía que sólo tenía una oportunidad.
  En la ciudad de México, en una oficina elegante por cuya ventana se veía un jardín iluminado por el atardecer de abril, un celular y un teléfono fijo sonaron a la vez. Una mano con tres dedos eligió.

  2


  Dentro del perímetro precintado, el zurdo Mendieta y Gris Toledo observaron brevemente el cuerpo desmadejado de un hombre joven. Tenía el tiro de gracia y cocido el pecho a balazos. Rictus horrible. Debió caer como una pinche marioneta loca, reflexionó el detective. Afeitado, vestido de azul rey, ropa de marca, camisa ensangrentada. Los técnicos trabajaban en un pequeño espacio del parque ecológico al lado del Centro de Ciencias de Sinaloa, sobre el zacate, entre árboles jóvenes y a la vera de una pista de curvas caprichosas que los corredores disfrutaban. Eran las siete y treinta y cuatro de la tarde y a principios de mayo la oscuridad es leve. Varias personas de todas las edades caminaban o corrían lo más lejos posible de donde laboraba la policía. ¿Por qué matan a tipos como él?, ¿cuál fue su culpa?, ¿quién se lo echó? No les interesó ocultar su obra, ¿en qué caso un asesino hace eso? Los periodistas tomaron fotos, datos y se marcharon a escribir su nota, menos Daniel Quiroz, a quien le gustaba provocar al Zurdo con agudos cuestionamientos. ¿Crees que esto sea un indicador de que la ciudad está condenada a sufrir violencia en los próximos años? ¿Por qué no consultas mis bolas? Son de cristal y ahí está todo, papá. Dame tu teoría, pues. Cagatinta, soy placa, no soy adivino y menos político. Gris observaba la escena con sumo cuidado, rumiando, haciendo fotos y dictándole a su celular: martes, veintiocho de abril, hay pequeñas plantas pisoteadas: quizá se resistió o son las huellas del asesino. Estoy seguro de que tienes una idea. Eso sí: por la forma, tantos balazos y eso, estoy entre que fue al Capone o Escobar Gaviria. Pinche Zurdo, si no fueras mi compa te despedazaba. Y yo te metía preso, te acusaba de estupro y te entregaba a los reclusos más jariosos. Te desprestigiaría machín. Y por si te gustaba, te pondría una habitación especial para que hicieras tus cochinadas. No te la ibas a acabar con la prensa encima, ya sabes cómo nos las gastamos cuando vamos sobre algún funcionario. Interrumpió Ortega con cara de agobio. Zurdo, su cartera contiene una credencial del IFE, se llama Leopoldo Gámez, treinta y seis años, mil ochocientos pesos en billetes de doscientos, un dólar de la suerte, una tarjeta de crédito, una de ahorro y un cachito de lotería; encontramos ocho cascajos, podría ser una Sig Sauer 9 mm. ¿Estás seguro? Tanto como que el comandante es el mejor policía del mundo. Sonrieron. Deja anotar la dirección, el detective sacó una pequeña libreta azul. Esa raza que anda caminando, ¿vería algo? No creo, y si a alguien le tocó seguro se quedará callado, la gente no quiere bronca. Anotó: celular no. Tiene entre dos y tres horas de muerto, expresó Montaño acercándose, el cuerpo aún es dúctil, una bala le atravesó la cabeza y catorce le destrozaron el tórax. O sea que andaba de suerte el bato. Al menos no sufrió. ¿Encontraste ocho cascajos? Quizá le pegaron siete en algún lugar y el resto aquí. No sabía que supieras contar. Queridos amigos, los tengo que dejar, hay un capullito esperándome, en cuanto a éste ya ordené que lo lleven a la Unidad, los muchachos le harán la autopsia y si no tienen inconveniente y aparecen los familiares, en la mañana entregamos el cuerpo. Vas a morir arriba, pinche Montaño. Mientras eso llega pienso disfrutar al máximo, me quedan unos treinta y nueve años de loco placer, después tendré que administrarme; agente Toledo, como siempre fue un gusto saludarla. Igualmente, doctor. Admiro la perfección de su cuerpo, su pelo tan hermoso. Deje de decir tonterías, doctor, y como ya hizo su trabajo, puede largarse por donde vino. El forense se alejó sonriendo, pensando: Vas a caer, palomita, ya verás, y te gustará tanto que te arrepentirás del tiempo perdido. Ortega dio las últimas instrucciones y se marchó, arguyó que necesitaba un abrazo de su mujer. Quiroz hizo unas fotos y se despidió; si encontraba a Pineda, a quien perseguía desde hacía tres horas, cuando ocurrió un tiroteo en el panteón Jardines del Humaya, podría tener la de ocho. Oye, Zurdo, ¿sabes algo sobre una balacera en el puente donde termina la Costerita? Nada. Levantaron el cadáver y tres minutos después sólo quedó el precintado amarillo, un poli que cuidaría que nadie violara la zona y los agentes Terminator y Camello, que observaban sin saber cómo comportarse.
  Gris, aquí tienes la dirección, manda a Termi y al Camello que notifiquen a la familia, que lo identifiquen ahora, aunque hasta mañana podrán recoger el cuerpo en el Semefo. ¿Les damos esa tarea? Para que se despabilen esos cabrones; ¿sabes por qué los prefiero al resto? Usted dirá. Por honrados. Es cierto: los consideran tontos pero no se les sabe nada. Aunque, como dicen, quién sabe quién sea más peligroso: un honrado o un corrupto. De los pendejos no hay duda, ¿verdad? Parece que no.
  A pocos metros, el Centro de Ciencias resplandecía; al otro extremo, el jardín botánico era una mancha oscura. Gris dio la orden y tomó un taxi a Forum, quería comprar un regalo para el día de las madres y ropa íntima para ella; el zurdo subió a su Jetta, encendió el estéreo y se escuchó Have You Ever Seen the Rain? Versión de Rod Stewart. Bajó el volumen, revisó sus notas, le marcó al comandante Briseño que no respondió y restableció el sonido.
  Veinte minutos después llegó a su casa. Mientras contemplaba la reja de su cochera sin moverse, escuchando Something Stupid con Nicole Kidman y Robbie Williams, pensó que debía electrificarla, que una mano de pintura no le vendría mal; pero eso le ocurría cada noche cuando le daba flojera bajar a abrir. ¿Por qué matar a un hombre como Gámez, aparentemente correcto?, ¿había una lección que dar a alguien o algo que recordarle? Hay quienes mandan mensajes con cadáveres; también tenemos gente que mata por matar pero, ¿así, con esa saña? Asesinar es protagónico, sin duda, ¿pero a ese grado? Debe haber un engendro detrás de esto. Advirtió que se acercaba un tipo por su izquierda, sacó la Walther P99 de la guantera y se la puso entre las piernas. ¿Qué onda? Recordó a su hermano, la lejana tarde en que se encontraron en su cuarto, cuando Enrique era un jovencito y él un niño. ¿Qué haces, morro? Aquí nomás, escuchando a los Beatles. Por un pelo y lo pilla con la Playboy.
  Eh, Zurdo, ¿te acuerdas de mí? Delgado y de baja estatura, gorra de los Tomateros, playera oscura, tenis, jeans holgados. Lo observó con la leve luz de la cochera. La verdad no. Soy Ignacio Daut. El Zurdo lo miró de pies a cabeza sin conectar. Pues sigo sin completarte, qué onda. Cabrón, soy el Piojo, hijo de doña Pina, de la Séptima, pinche calle ya ni se llama así. Mendieta lo contempló y lo recordó perfectamente. Pinche Piojo, estás cabrón, ¿cómo te voy a reconocer? Vienes disfrazado de gente decente. Apagó el carro y se bajó. Es lo que soy ahora, mi Zurdo, cubro mis impuestos, voy a misa los domingos y celebro el día de la Independencia por partida doble: el cuatro de julio por donde vivo y el dieciséis de septiembre por México lindo y querido. Se abrazaron. Eso quiere decir que los milagros existen. De que existen, existen, mi zurdo, a poco no. ¿Qué onda? El Foreman Castelo me dio tus señas. ¿Ese maricón? Hace más de un año que no lo wacho. Está bien, es gente decente también, te manda saludos. Órale. Aquí vivías de niño, ¿verdad? Iz barniz, mi Piojo, es mi cantón de toda la vida. ¿Llegas de la chamba? Si le puedo llamar así. Me dijo el Foreman que eras placa, pero ya lo sabía, hace como cuatro años me encontré a tu carnal en Oakland y me contó. Ese enrique es un pinche chismoso, y tú, ¿qué onda? A Mendieta le ganó la ansiedad, la última vez que vio al Piojo vestía botas de piel de avestruz y una camisa de seda. ¿Podemos platicar? Si no es mucha molestia. Claro que no, quieres aquí en la casa o te invito con el Meño. Esa taquería ya no existe, mi Piojo. Lástima, los de perro eran insuperables. ¿Habría de otros? Francamente, no.
  Fueron a los Tacos Sonora. El zurdo ordenó tres de carne asada, Daut, cuatro, dos vampiros y una quesadilla, además de una jarra de agua de cebada para los dos.
  En el camino le contó que tenía tres días en Culiacán, que había vivido diecisiete años en Los Ángeles donde seguía su familia: esposa y dos hijos, varón y mujer. A la gringa, mi Zurdo. Preguntó si sabía por qué había desaparecido del barrio. Mendieta lo tenía presente pero lo negó. Quiso saber si recordaba al Cacarizo Long. El Zurdo sabía que estaba muerto pero dijo que no. ¿Qué clase de poli eres, pinche Zurdo? Uno bien cabrón pero muy desmemoriado. Mendieta sabía además que Daut había matado al Cacarizo porque violó a su hermana de catorce años y que por eso había perdido la tierra. El Piojo le contó varias cosas intrascendentes hasta que llegaron al restaurante.
  Me va bien allá, mi zurdo, tenemos una fábrica de tortillas; mis hijos ya crecieron, no quisieron estudiar así que le entraron al negocio. El zurdo se acordó de Jason, tenían una semana sin hablarse. Mendieta sabía que lo había buscado para algo y no quiso esperar. ¿Estás de vacaciones? No, regresé a vivir aquí, y solo; mi familia se quedó en Los Ángeles. No entiendo, si estás tan bien, ¿por qué te viniste, cabrón?, ¿acaso no te echabas tus güilos con Pamela Anderson? Daut sonrió, terminó de masticar. Pronto voy a morir, mi zurdo. Qué novedad, pensó el detective, esperó un momento y preguntó. ¿Qué padeces? Nada, estoy muy sano. ¿Entonces? Me van a dar cran, y prefiero que sea aquí, en mi tierra. Ah, cabrón, ¿y se puede saber quién? La gente del Cacarizo, han madurado y por buena fuente sé que desde el año pasado están cobrando facturas; quizá sepas que yo le di pabajo al bato antes de largarme pal otro lado. Pasó un minuto. No comprendo por qué debía yo saber lo que te espera. Bueno, siempre me caíste bien y quería contártelo. ¿Quién lo hará? Quizá su hijo, ya cumplió diecinueve y es igual de chino que su pinche padre. ¿Vive aquí? No, pero vendrá a buscarme. Te le estás poniendo de pechito, ¿verdad? No, sólo quiero que sepa que no le tengo miedo y que va a matar a un hombre. Órale. Pensó que llegado el caso se lo comentaría a Pineda, que era el jefe de narcóticos, aunque estaba seguro de que de nada serviría. Si puedes, defiéndete. Mi Zurdo, gracias por la autorización, no esperaba menos de ti. Sonrieron. ¿Dejó varios hijos? Sólo ése, las demás son morritas y ellas, mientras no se casen no pintan en este enredo, ¿te echas otros dos? Estoy bien, gracias. Daut pagó, le pidió al Zurdo que lo dejara en el templo de la Santa Cruz, quería caminar, y quedaron de verse otro día. Mendieta no terminaba de entender por qué le había confiado lo del chino Long, que había sido gente cruel y sin escrúpulos, y la amenaza del hijo. Tenían diecisiete años sin verse y sólo quería conversar, ¿sería posible? Cambió el cedé: Brown Eyed Girls con Van Morrison. Quizá sí, a veces uno necesita sacar sus trapos al tendedero para no enloquecer.
  En su casa abrió rápidamente la cochera: con una cena era suficiente. Le marcó a Jason. Respondió somnoliento. Soy Edgar, ¿cómo estás? Papá, qué tal; bien, estuve haciendo un trabajo toda la tarde y me quedé dormido. Los ángeles también duermen, eh. Me hace falta un viaje a Culiacán para cargar la pila. En vacaciones de verano le caes, tengo ganas de verte; ¿arreglaste lo del maestro que te molestaba? ¿El señor Salinger? Renunció y se mudó a Boston. No dejes que te afecte y tampoco dejes cabos sueltos; si vas a ser poli aprende eso de una vez. Estoy entrenando de nuevo para correr la milla, en dos meses estaré a punto para una competencia entre academias de policías. Pobres cabrones, van a morder el polvo machín. También estoy escuchando tu música, nada mal, eh. Los buenos gustos ayudan a tener buena vida, mijo. Algunos menos cool pero agradables. A pesar de los años resisten críticas tan severas como la tuya. Bob Dylan es otra cosa. Canta feo, pero es jefe indiscutible. Charlaron de cantantes hasta despedirse. El Zurdo quedó con una sensación reconfortante: tenía a Jason y esa emoción no la cambiaba por nada. Pinche muchacho, es más cabrón que bonito, pensó marcarle a la madre, Susana Luján, mas desistió con un ligero temblor. Pinche vieja, no vuelvo a caer en sus garras ni aunque me vuelvan a parir, año y medio antes se habían comprometido y el Zurdo se enamoró de nuevo, pero ella se esfumó sin explicar nada. Bebió su whisky de una y se sirvió otro. Pues sí, ni modo que qué: hay heridas que nunca se curan. Se recostó en la cama, encendió la tele, pasaban Notting Hill, con Hugh Grant y Julia roberts, corría la escena de la librería, cuando ella le dice que no es más que una chica pidiéndole a un chico que la ame. Qué belleza, se clavó. Pasaron dos minutos de comerciales y justo al final, cuando Grant entra a la rueda de prensa, sonó el celular con el Séptimo de caballería. No, por favor. Respondió porque era Gris Toledo. Habla rápido o calla para siempre. Jefe, Leopoldo Gámez era adivino. ¿Y? Según los muchachos, su madre y un hermano lo reconocieron y les dijeron eso, ella soltó que fue víctima de un narquillo que apodan el Gavilán. Le llamaré a Pineda por la mañana, ahora debe andar muy ocupado con la balacera del sur, ¿escuchaste algo? Dicen que estuvo macabra. Quizá fueron más los vivos que los muertos; bueno, relájate que te veo algo tensa. Buenas noches, jefe, que sueñe con los angelitos. En la tele pasaban los créditos. Se levantó, se lavó los dientes, se bebió otro whisky doble y se fue a la cama. Empezó Back to the Future, pero se quedó dormido.

domingo, 16 de julio de 2017

LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA* (Fragmento). DANTE ALIGHIERI (1265-1321)


LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA* (Fragmento).

DANTE ALIGHIERI (1265-1321)
Digo que una vida humana se divide en cuatro edades. La primera se llama adolescencia, es decir, «crecimiento de vida»; la segunda se llama juventud, o sea, «edad que puede aprovechar», esto es, dar perfección, y por eso se le llama edad perfecta —-porque nadie puede dar sino lo que tiene—-; la tercera se llama senectud; la cuarta se llama senilidad.
* Et Convite. Tratados XXrV-XXVIII
De la primera nadie duda; todos los sabios están de acuerdo en que su duración se prolonga hasta los veinticinco años, y como hasta este tiempo nuestras almas se dedican al crecimiento y embellecimiento del cuerpo, de donde se siguen muchas y grandes transformaciones en la persona, la parte racional no puede discernir con perfección. Por esto ordena la razón que antes de esa edad no pueda el hombre realizar ciertas coas sin un tutor mayor de edad.
La duración de la segunda edad, que constituye la cima de nuestra vida, es determinada de diversas maneras por muchos. Pero, dejando a un lado lo que acerca de aquella escriben los filósofos y los médicos y volviendo a la razón propia, digo que en la mayoría de los hombres capaces para formar un juicio natural esa edad dura unos veinte años. Y la razón de esta afirmación es que, si el punto más alto de nuestro arco esta en los treinta y cinco, la curva de descenso de la vida ha de ser igual a la curva de ascenso, pues estas dos curvas de subida y de bajada constituyen los apoyos del arco, en el cual se advierte poca flexión. Tenemos, por tanto, que la juventud se acaba a los cuarenta y cinco años. Y así como la adolescencia se termina con la subida a los veinticinco años que preceden a la juventud, así también el descenso, es decir, la senectud, consiste [en] un tiempo de igual duración al de la juventud, y por eso la senectud concluye a los setenta años. Sin embargo, como la adolescencia no comienza al principio de la vida, considerándole del modo dicho, sino solamente ocho meses después, y como nuestra naturaleza apresura la subida y suele frenar el descenso, porque el calor natural ha venido a menos y puede ya poco, y el húmedo, en cambio ha crecido (no en cantidad, sino en calidad, de modo que es menos vaporoso y consumible), sucede por todo esto que después de la senectud queda de nuestra vida un número de años igual a diez, poco más o menos, y este tiempo se llama senilidad. Tenemos un ejemplo de esto en Platón, del cual se puede decir que estaba óptimamente constituido, tanto por su perfección como por su fisonomía (que de él tomó Sócrates cuando por primera vez le vio), y vivió ochenta y un años, como atestigua Tulio en el De senectute 1. Y yo creo que, si Cristo no hubiese sido crucificado y hubiese vivido en el tiempo que su vida, de acuerdo con su naturaleza, podía haber tenido, a los ochenta y un años hubiese pasado de cuerpo mortal a cuerpo eternal.
En realidad, como hemos dicho antes, estas edades pueden ser más largas o más cortas según nuestro temperamento y constitución; pero, sean como fueren, en esta proporción que hemos dicho [se encuentran las edades de todos los hombres, y esto] es lo que en todos me parece procurar, es decir, hacer en cada persona las edades más o menos largas según la integridad del tiempo total de la vida natural. Durante estas diferentes edades, la nobleza de que hablamos muestra sus efectos de modo distinto en el alma ennoblecida, y este es el objeto de la parte que ahora explicamos. Acerca de esto hay que advertir que nuestra buena y recta naturaleza procede de un modo razonable en el hombre, como vemos que sucede con la naturaleza de las plantas en las diferentes edades de estas; y por eso son diferentes las costumbres y el comportamiento que según razón conviene a unas edades y a otras; costumbres con las que el alma noble procede ordenadamente por camino simple, ejercitando sus actos a su edad y a su tiempo conforme la ordenación de estos a su último fruto. Y de este parecer es Tulio en su De senectute. Y dejando a un lado la ficción de que este diverso proceso de las edades expone Virgilio en la Eneida2, y dejando también lo que el ermitaño Gil3 dice en 1a primera parte de su Regimiento de príncipes, y dejando lo que expone Tulio en el De ios oficios4 y siguiendo únicamente lo que la razón puede ver por sí misma, digo que esta primera edad es la puerta y el camino por los cuales se entra en nuestra buena vida. Y esta entrada tiene necesariamente algunas cosas que proporciona la recta naturaleza, que nunca desfallece en las cosas necesarias; de modo semejante al que tiene dando hojas a 1a vid para defensa del fruto, y vásta-gos para la defensa y sostenimiento de su debilidad, manteniendo así el peso de su fruto.
La buena naturaleza da, por tanto, a esta edad cuatro cosas necesarias para penetrar en la ciudad del buen vivir. La primera es la obediencia; la segunda, la suavidad; la tercera, el pudor; la cuarta, la belleza corporal, como dice el texto en la primera parte. Y hay que notar que de la misma manera que el que no ha estado nunca en una ciudad no sabría seguir el camino si no se lo enseña quien lo ha recorrido, así también el adolescente que entra en la selva engañosa de esta vida no sabría seguir el buen camino si sus mayores no le enseñasen. Ni bastaría la enseñanza de estos si el adolescente no fuese obediente a sus mandatos, y por esta razón es necesaria en esta edad la obediencia. Pero podría decir alguno: «¿es que acaso llamaremos igualmente obediente al que escucha los malos consejos que al que escucha los buenos?». Respondo que esto no sería obediencia, sino transgresión; porque si el rey manda un camino y el siervo manda otro, no hay que obedecer al siervo, pues esto sería desobedecer al rey, y habría, por tanto, transgresión. Y por eso dice Salomón cuando quiere corregir a su hijo (y este es su primer consejo): «Oye, hijo mío, el consejo de tu padre»5. Y a continuación le aparta inmediatamente del mal consejo y de la enseñanza mala, diciendo: «Que no te puedan echar [hechizo] con lisonjas ni deleites los pecadores para que vayas con ellos»6. Por esto, del mismo modo que el hijo, apenas nacido se cuelga al pecho de su madre, así, apenas se muestra en el joven algún destello de razón, debe atender a la corrección de su padre, y debe el padre, por su parte, enseñarle. Y guárdese de darle ejemplo contrario con sus obras a las palabras con que le corrige, porque, naturalmente, los hijos miran más las pisadas de los pies paternos que las huellas de los demás. Y por eso dice y prescribe la ley7, de acuerdo con esta tendencia, que la persona del padre debe mostrarse siempre a sus hijos santa y proba. Y así aparece la necesidad de la obediencia en esta edad. Y por eso escribe Salomón en los Proverbios que aquel que con humildad y obediencia recibe las justas [correcciones y] represiones del que corrige, «será glorificado»8; y dice «será» para dar a entender que habla al adolescente, que en la primera edad no puede ser glorificado. Y si alguno objeta: «Lo que se ha dicho se refiere al padre solamente y no a los demás», le respondo que al padre se debe reducir toda otra obediencia. Por lo cual dice el Apóstol a los colosenses: «Hijos, obedeced a vuestros padres en todo, que esto es grato a Dios»9. Y, si el padre ha muerto, debe prestarse la obediencia a quien el padre designó en su Última voluntad; y, si el padre muere intestado, debe prestarse obediencia al tutor a quien la razón encomienda el gobierno del menor. Y además deben ser obedecidos los maestros y mayores, [quienes] en cierto modo han recibido una delegación del padre o de quien hace las veces de padre. Pero como el capítulo presente ha resultado largo por las útiles digresiones que contiene, en otro capítulo explicaremos los restantes puntos.

Fuente:
LAS CUATRO EDADES DE LA VIDA HUMANA
EL CONVITE. TRATADOS XXIV-XXVIII
Editor e Impresor:
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C. Camino a Lagunillas s/n Llanos de la Fragua 36220, Guanajuato, Gto., México.
Primera Edición 2012 ISBN en trámite Código Fundación: 73
Fundación de Estudios Tradicionales, A. C.

sábado, 15 de julio de 2017

William Shakespeare Macbeth Comentarista: Carol Chillington Rutter



William Shakespeare
 Macbeth

Comentarista: Carol Chillington Rutter

INTRODUCCIÓN

¿Qué clase de sensación es el miedo? ¿Un estimulante, como la adrenalina, o un sedante, un anestésico que embota nuestra conciencia? ¿Nos salva del desastre o nos empuja a la locura? ¿O simplemente se interpone en el camino de nuestras ambiciones? El miedo puede ser la bandera roja que nos dice «¡No sigas adelante!», como Laertes cuando le advierte a su hermana que el amor del príncipe Hamlet es peligroso: «Témelo, Ofelia, témelo» [I.3.33]. O puede ser la pluma blanca que nos dice que somos unos gallinas, demasiado asustados para aceptar el desafío, cualquier reto, como Hamlet, cuando, con «el hígado de una paloma», se zafa de la orden de «¡venganza!» [II.2.574]. De modo absurdo, cuando no tenemos nada que temer, los seres humanos nos inventamos miedos. Creamos terrores a partir de naderías y nos damos un susto de muerte con ellas, un síndrome que Teseo diagnostica (y del que se burla) en Sueño de noche de verano: «en la noche imaginando un miedo bobo, | ¡qué fácil una zarza se convierte en lobo!» [V.1.21-22]. Sin embargo, transformar lobos en zarzas a plena luz del día puede ser un primer síntoma de paranoia.
Estas especulaciones son muy pertinentes en el caso de Macbeth. En esta obra nos familiarizamos con el miedo, aprendemos a oírlo, saborearlo, verlo y notarlo en nuestra nuca, en la punta de nuestros dedos y en el centro de nuestro cerebro. Y es que Macbeth es el drama más terrible de Shakespeare, su anatomía del miedo. La palabra aparece en esta obra más a menudo que en ninguna otra, y junto a ella su sinónimo del siglo XVII, la «duda», ahora redundante, que no solo significa «estar inseguro», «vacilar en creer o confiar», sino también «temer, recelar, tener miedo». En Macbeth los soldados temen a sus camaradas más próximos; los súbditos a su rey; las mujeres a sus maridos, temiendo su miedo. Los niños temen a monstruos de juguete y demonios pintados; los pájaros temen la red. Todos temen el rumor y lo que no saben. Los sonámbulos temen los ruidos: pisadas sobre la piedra, el graznido del búho, alguien llamando a la puerta. Los ojos temen mirar lo que han hecho las manos, y la memoria teme recordar lo que ninguna medicina conocida puede extraer de mentes dañadas, de cerebros infestados por los escorpiones. (Sin embargo, una vez iniciadas, las manos se endurecen ante el miedo y las lenguas se acostumbran a su sabor rancio en la boca). Los anfitriones temen a los huéspedes a quienes no se espera que aparezcan en el banquete al que no obstante asisten. Despiertos, los hombres temen las alucinaciones de las pesadillas; dormidos, «la aflicción» de los «terribles sueños» que «la noche nos agitan» [III.2.18-19]. Los criados dudan de la cercanía del peligro. Sus amos dudan de los equívocos. Todos los que confían en el lenguaje aprenden a dudar de su duplicidad. ¿Por qué «te asustas y temer pareces | cosa que tan bien suena?», pregunta Banquo cuando Macbeth retrocede ante los saludos proféticos de las fatídicas hermanas en [1.3.50-51]. El resto de la obra trabaja para contestar esa pregunta, una respuesta aún más dificultada por el hecho de que fear y fair, tan distintos a los oídos de los anglófonos actuales como opuestos, son gemelos acústicos a los oídos jacobinos. Fear, «temer» y fair, «hermoso» se pronunciaban igual en la época de Shakespeare. Y el propio Macbeth es el «hermoso» original a quien la obra enseña a «temer».
En un resumen esquemático, Macbeth es la historia de un hombre que libera sus miedos en el mundo. Es un soldado avezado en la batalla que comete un asesinato, que mata a un hombre dormido en su casa. Y después del asesinato, aprende lo que significa hacerlo al sufrir sus consecuencias.
Macbeth no mata de forma impulsiva. En realidad, es el héroe trágico de Shakespeare que más reflexiona y premedita. (Vale la pena recordar que los protagonistas trágicos de Shakespeare —Hamlet, Lear, Otelo, Tito, Bruto, Antonio, Romeo, Coriolano— no son hombres con grandes defectos, sino que cometen grandes errores). Macbeth no actúa de forma involuntaria, no se deja llevar por sus impulsos, no es torpe ni está confundido. No puede afirmar con el rey Lear «Contra mí | se ha pecado más de lo que pequé» [III.2.59-60]. Ni con Romeo «Lo hice con la mejor intención» [III.1.104]. No racionaliza el homicidio dándole otro significado: venganza, por ejemplo, tal como hace Hamlet, o piedad, tal como hace Tito. Ni es para él el homicidio la ejecución de la justicia, un sacrificio terrible pero necesario, como le ocurre a Otelo, convencido de que Desdémona «morir debe o engañará a otros hombres» [V.2.6]. Macbeth, en cambio, sabe que lo que está contemplando es un asesinato y que matar a Duncan está mal. Lo llama «condena en firme», «horrenda acción» [I.7.20, 24]. Conoce incluso la mejor razón para no matar. El asesino es un suicida; enseña una «lección sangrienta, que, aprendida, torna en daño | de su inventor»; «ofrece los fármacos» de la «copa emponzoñada» a sus «propios labios» [9-12].
Es el que más piensa, y también el más infame de los grandes «equivocados», el único que «por los peores medios» persigue «lo peor» [III.4.134]. Macbeth es un regicida, un asesino de reyes. Matar a un rey constituye un crimen político, pero también contra la familia, dinástico. Tal como Macbeth nos permite entender, es un crimen en última instancia contra el universo, cuyo horror solo encuentra una expresión adecuada en la imaginería universal, orgánica y religiosa, pues el rey, vivo, expresa la vivacidad del reino, su fertilidad, su crecimiento y continuidad. «He empezado a sembrarte», le dice Duncan a Macbeth, abrazando al héroe-guerrero que ha salvado su trono del derrocamiento por parte de los rebeldes, «y labraré de modo | que estés de mieses bien colmado» [I.4.29-30]; «nuestros deberes […] a tu estado y trono», observa Macbeth, son «hijos y criados, | que no hacen más que deben al hacerlo todo | a vuestro amor y vuestra honra» [25-8]. Matar a un rey es burlarse del amor, rescindir el contrato del deber, desgarrar el vínculo de la naturaleza, talar el árbol de la vida. Duncan, asesinado, es el «templo ungido del Señor» forzado y saqueado; «sus hondas llagas» parecen «como brecha de natura | para entrada de la ruina» [II.3.65, 110-111]. En Macbeth no es posible ocultar en modo alguno esta doble ruptura terrible, del cuerpo natural del rey y de su cuerpo simbólico. El cosmos, asqueado, llegará a extremos extravagantes para dar a conocer el crimen. Extrañas alianzas entre cosas físicas y psíquicas, naturales y sobrenaturales, crearán aterradores mecanismos de revelación: los ángeles pregonarán la verdad, apostándose alrededor del mundo sobre el lomo ciego de la tormenta del escándalo, y «piedad, como un desnudo crío recién nacido | a lomos de la tromba […] hará estallar la horrenda acción en todo ojo, | tanto que el llanto anegue el viento» [I.7.21-5]. Los hombres sabrán interpretar estas señales cósmicas cuando vean por sí mismos la naturaleza vuelta del revés, cuando haya oscuridad en la tierra en lugar de luz; cuando el halcón sea «preso y muerto» por un búho «ratonero»; cuando los caballos de Duncan se vuelvan «en bravío», quiebren sus establos y se devoren uno a otro [II.4.13, 16].
Pero Macbeth es aún peor que un asesino de reyes; también es un infanticida. En esta obra los cadáveres de niños, como el del rey, tienen un doble papel. Cumplen funciones tanto reales como simbólicas, lo que hace doblemente significativo que, a diferencia de Duncan, Banquo, Macduff y Siguardo (todos los hombres adultos de la obra), Macbeth no tenga hijos. Sin hijos, su esterilidad se mofa de su proyecto dinástico, vaciándolo de todo significado futuro más allá de su propia ambición de llevar la corona. Cuando reflexiona acerca del asesinato antes de cometerlo, Macbeth se centra en sus posibilidades de salir bien parado, calculando si «el asesinato | echara red a las consecuencias, y atrapara | su logro en su remate» [I.7.2-4]. No entiende hasta más tarde que hizo un mal cálculo, que no es «atrapar» —conseguir un fin, matar a Duncan— lo que proporciona el «remate», sino la «sucesión». No puede haber «remate» sin «sucesión» (un heredero, descendencia, alguien que le suceda). No tener hijos representa la muerte de la ambición: como a Macbeth le faltan los hijos, su futuro fracasa. Y si eso sucede tiene razón lady Macbeth: «Nada se tiene, todo se ha gastado» [III.2.4]. Macbeth lleva una «corona estéril» y sostiene un «infecundo cetro» [III.1.60-61]. Ha «vertido enconos en la copa de [su] paz» y ha dado su «joya eterna» al «común contrario de los hombres», su alma a Satán, para hacerlos «a ellos reyes», a los hijos de «Banquo, reyes» [66-69]. Para interrumpir el futuro, Macbeth debe detener a los niños asesinándolos. Pero la falta de hijos, aunque resulte traumáticamente frustrante para Macbeth, es algo que solo ve en términos dinásticos. Significa mucho, mucho más para Macduff. Es la única explicación que Macduff puede dar para el crimen de Macbeth cuando se entera de que el «gavilán de infierno» [IV.3.217] ha asaltado su castillo y ha acabado con toda su familia: «Madre, niños, siervos, todo | lo que hallarse pudo»; «Él no tiene hijos», dice Macduff en respuesta, sin poder reaccionar ni decir otra cosa [211-12, 215]. Parece muy poco que decir, dado el caso. Casi nada. Pero eso en sí mismo denota el intento de Macduff de expresar lo que para él es inefable: ¿cómo puede un hombre que no tiene hijos entender lo que significa matar a un niño? Un infanticida no solo tala el árbol de la vida. Derrama los «gérmenes de natura», derriba las semillas de la vida y las convierte en despilfarro arruinado, haciendo «que la destrucción enferme» [IV.1.58-9].
Dado lo espantoso de la historia, ¿por qué al final de la obra vemos invertidos los papeles de víctima y verdugo, y a Macbeth como el perjudicado de la tragedia? ¿Por qué no es ya un lobo o un gavilán del infierno sino un oso atado a una estaca, atacado salvajemente por los perros? ¿Por qué no es ya el matarife de todos los niños, sino el marido apenado y despojado de «lo que a la vieja edad acompañar debía», «honra, amor, respeto, multitud de amigos» [V.3.24-5]? ¿Por qué no es ya el «pariente sin igual», sino un «pobre actor» cuya vida es «un cuento | contado por un idiota […] y sin ningún sentido» [I.4.59; V.5.24, 26-8]? ¿Por qué al final no sentimos satisfacción, sino pesar? O, planteando la pregunta de otro modo, ¿por qué Macbeth acaba como tragedia y no como melodrama? ¿Y están todas estas preguntas relacionadas de algún modo con las que plantea Macbeth en su escena inicial a esas «adivinas a medias» [I.3.69], las fatídicas hermanas, que le dicen el futuro pero no se quedan a contestar su interrogatorio? «¿Qué sois?», exige saber de las «ajadas» mujeres que interrumpen su primera entrada, cerrándole el paso al materializarse de repente en la tormenta, en el páramo sacudido por la batalla, que «no se parecen a vecinos de la tierra, | y con todo, en ella están» [38-46]:
[…] decid de dónde
sacáis tan raros acertijos, o por qué
en este páramo os cruzáis a nuestro paso
con saludo agorador. [74-7]
¿Qué? ¿De dónde? ¿Por qué? («¿por qué?» es algo nunca contestado en la tragedia; en realidad es la pregunta sin respuesta que nos hace saber que estamos en una tragedia). En el teatro, y en el texto, sabemos más que Macbeth en este momento. Sabemos que está de camino a una cita en el páramo que ignoraba que hubiese concertado. Sabemos que, fuera de la zona de peligro de la batalla, mientras se dirige hacia la seguridad del hogar, se le ofrece al guerrero que se ha visto detenido por un encuentro casual con unas extrañas una «solicitación» [133] que le cambiará la vida. Porque sabemos que Macbeth está conversando con brujas, y es la presencia material de estas, esas «adivinas a medias», el suceso original en la obra de Macbeth que marca toda la diferencia para el futuro que predicen.
 TEXTOS HISTÓRICOS / TEXTOS TEATRALES

Shakespeare encontró a Macbeth, Duncan y las fatídicas hermanas en el segundo volumen de las Crónicas de Raphael Holinshed (1587). Este vol. II le proporcionó dos documentos del pasado remoto de Escocia —¿leyenda o historia?— de los que obtener material. En la primera historia Donwald, el «capitán del castillo» del rey Duff, suplica por las vidas de ciertos parientes que han sido sentenciados por traidores. Su crimen fue capital, pero ellos fueron unos crédulos incautos, «persuadidos» por el «consejo fraudulento de diversas personas malvadas»: fueron títeres de unas brujas. Por eso, cuando Duff niega su perdón, Donwald se siente indignado. Con el rencor «hirviendo en su estómago», cede a la persuasión de su esposa cuando ella le muestra cómo podrían «cortar en secreto» a Duff «el cuello mientras yace durmiendo, sin alboroto alguno».
La última historia, más completa, se sitúa en el reino del rey Duncan, un hombre «de naturaleza tan suave y apacible», tan «descuidado» al «castigar a los delincuentes» que «muchas personas mal gobernadas» aprovechan la «oportunidad para perturbar la paz y el sosiego del Estado» con «sedicioso tumulto». Primero Macdowald se rebela contra el «blandengue», reclutando en Irlanda «un buen número de kernes y galloglasses» que luchan «con la esperanza del botín». A continuación Sueno de Noruega invade el reino. Después de él, ataca una flota danesa. En todos estos disturbios nada intimida al «valiente Macbeth»: es tan duro como blando es el rey, su primo (de quien es el pariente más cercano). Le envía la cabeza de Macdowald a Duncan en una pica; sorprende y acaba con el ejército dormido de Sueno; obliga a los daneses a retroceder hasta la costa; y luego, con Banquo, se dirige hacia Forres. Pero un prodigio extraño y grosero les detiene: «tres mujeres ataviadas de forma extraña y salvaje, que parecen criaturas del mundo antiguo», «llaman» a Macbeth «barón de Glamis» y «de Cáudor», «en adelante […] rey de Escocia». Desafiadas por Banquo, le «prometen mayores beneficios»: no reinará «de obra», pero engendrará a quienes lo harán. Luego desaparecen. Macbeth y Banquo se toman a risa la «ilusión fantástica» y la califican de «broma». Pero «después la opinión común fue que esas mujeres eran las fatídicas hermanas, es decir (como diría usted), las diosas del destino, o bien unas ninfas o hadas dotadas del conocimiento de la profecía por su ciencia nigromante, porque todo acabó pasando tal como habían dicho».
Sin embargo, transcurre algún tiempo hasta que Macbeth da el paso para «usurpar el reino por la fuerza». Recuerda las «palabras de las tres hermanas», pero, de forma aún más decisiva, escucha a su esposa, que «le insiste para que lo intente» porque ardía en «deseos insaciables de llevar el nombre de una reina». En Holinshed, Macbeth tiene una «justa contienda» contra Duncan, y la muerte de este no es el asesinato en secreto de un rey dormido. Consigue la ayuda de «amigos fieles» —el principal de ellos, Banquo— y mata a Duncan en una batalla. A continuación reina como un gobernante modélico durante una década.
Pero este rey ejemplar es en realidad «una falsificación» que vive en constante «miedo», irritado por las predicciones de las brujas. Los «remordimientos de conciencia» acaban sacando a la luz al verdadero Macbeth. Banquo sufre una emboscada, Fleancio huye, se producen asesinatos indiscriminados. Toda Escocia sospecha, teme, mientras Macbeth se vuelve temerario en sus atrocidades, seguro de que es invulnerable hasta que el bosque de Bírnam ascienda la colina hasta Dunsinane o hasta que se encuentre con un hombre no «nacido de mujer alguna». Macduff cabalga hasta Inglaterra para reclutar a la resistencia. Macbeth envía soldados a Fife para acabar con su familia. Pero se moviliza el ejército de Malcolm. Macbeth se retira. El bosque de Bírnam camina. El tirano se enfrenta a su último enemigo, se burla de él con la inmunidad de las brujas y oye a Macduff responder: «Soy él mismo», no «fui parido por mi madre, me arrancaron de su vientre». El resto de la historia de Macbeth se cuenta en tan solo cinco frases. Clavan su cabeza en una pica, como la de Macdowald años atrás. Y la Crónica termina con pocas palabras: Macbeth «realizó muchos actos dignos», pero «por ilusión del diablo» —la primera vez que oímos hablar de él en toda esta historia— «difamó» su reino «con muy terrible crueldad». «Fue muerto en el año del Señor 1057, y en el 16.º año del reinado del rey Eduardo sobre los ingleses».
Al leer a Holinshed es fácil imaginar la mente de Shakespeare pasando sobre la Crónica como un imán que recogiese limaduras de hierro: imágenes, intercambios, comentarios casuales que se enganchan a la memoria. Mientras trabaja en este «texto histórico», el dramaturgo resume el tiempo y condensa la historia, y, al encontrar miedo en abundancia en Holinshed, dispone un universo moral en el que la línea entre «lo Bueno» y «lo Malo» parece estar dibujada con firmeza. Todas las grandes ideas están ahí. ¿Qué constituye al «buen» gobernante? ¿Qué son las «gracias que en un rey bien caen» [IV.3.91]? (El material con el que Shakespeare escribe la escena 3 del acto IV, que transcurre en Inglaterra, lo saca directamente de Holinshed). ¿Hasta qué punto es responsable el hombre traicionado de construir al traidor? ¿Cuáles son los usos —y los límites— de la violencia en una cultura en la que la «humana ley» no ha «purgado aún el goce» [III.4.75]? ¿Qué poder ejercen los «ministros de las tinieblas» [I.3.123] en la vida humana? ¿Deberían los hombres escuchar a sus mujeres o a las brujas? ¿Cómo puede Escocia, con sus irlandeses renegados, los guerreros que apestan a sangre, sus tribus enfrentadas, sus «fatídicas hermanas», su paisaje arruinado y desolado, ser un modo de reflexionar sobre Inglaterra?
Tampoco tenemos una fecha segura para la escritura original o primera representación de Macbeth, pero hay muchas buenas razones por las que Shakespeare podía haber querido producir una «obra escocesa» en 1605 o 1606. Jacobo Estuardo, un escocés, el sexto de esa casa en reinar en Escocia en una dinastía que se remontaba hasta Banquo, heredó el trono inglés cuando la última Tudor, Isabel, murió en 1603. Uno de los primeros pasos fue tomar la compañía dramática de Shakespeare bajo su mecenazgo personal, convirtiendo Los Hombres del lord Chambelán en Los Hombres del Rey. Macbeth pudo ser la reacción de Shakespeare a la nueva organización; desde luego, la obra retomó temas que el rey encontraba absorbentes.
A Jacobo le interesaban las teorías sobre el gobierno. En 1598, durante una enfermedad a la que temió no sobrevivir, escribió su testamento político, un manual de instrucciones para la monarquía, Basilicon Doron («El don real»), dirigido a su hijo de cuatro años, Enrique. El libro, dividido en tres capítulos, exponía el deber del rey hacia Dios, su cargo y él mismo, y ofrecía instrucciones sobre todos los aspectos, desde administrar justicia, seleccionar a los consejeros y elegir buenos libros hasta manejar a los clérigos, la economía, el matrimonio, su pelo y sus modales en la mesa. El Basilicon Doron circuló ampliamente en Inglaterra a partir de 1603, y los ingleses lo estudiaban como si fuese una especie de clave que descifrase la incógnita (además, extranjera) que era su nuevo rey. Shakespeare pudo haber leído a Jacobo cuando habla de la diferencia entre el buen rey y el tirano: «uno reconoce haber sido dispuesto para su pueblo, haber recibido de Dios una carga de gobierno de la que debe rendir cuentas; el otro cree que su pueblo está dispuesto para él, que es una presa para sus apetitos». Pudo haberse detenido en sus comentarios sobre la conciencia enfermiza, la «conciencia cauterizada» que se vuelve «inconsciente del pecado, durmiendo en una seguridad despreocupada».
Al poner por escrito su teoría sobre la estabilidad política, Jacobo revelaba su considerable experiencia sobre sus alternativas, las cuales Shakespeare explora en Macbeth. La traición era una forma habitual de regular la política en Escocia, y Jacobo, que llegó al trono de Escocia siendo un bebé, había sobrevivido a varias conspiraciones en su contra, incluyendo la última, el complot de asesinato de Gowrie en agosto de 1600. Su padre había sido asesinado, y en 1587 había visto desde la barrera cómo su madre, María, era ejecutada por la reina Isabel por conspirar para usurpar su trono: como Macbeth, María era la pariente más cercana de su prima real, cuyo reino además quería, pero, a diferencia de Duncan, Isabel no era ninguna «blandengue». En 1605 Jacobo volvió a ser objetivo de unos terroristas: los londinenses se quedaron impresionados ante la traición descubierta en el interior, la «conspiración de la pólvora», un complot procatólico encabezado por Guy Fawkes que pretendía hacer estallar el Parlamento y al rey, cuando este llegase para la inauguración estatal del 5 de noviembre. En marzo siguieron la lectura de cargos y el juicio de los conspiradores (mientras el rey asistía también a las vistas, de incógnito y en privado). Entre los conspiradores se hallaba el jesuita Henry Garnet, quien alegó en su defensa, como es sabido, la doctrina del «equívoco», según la cual se podía mentir bajo juramento y seguir teniendo la conciencia tranquila. Sin embargo, Garnet fue ejecutado de todas formas. (Su doctrina se expresa en Macbeth, donde el ambiguo portero recita un monólogo cómico frente al equívoco y convencional Macbeth.)
Jacobo se interesaba también por la brujería. Demonología (1597) fue su réplica a El descubrimiento de la brujería (1584), de Reginald Scot, una obra escéptica y muy leída en la que Scot «descubría» que la brujería era fraudulenta y los acusadores que «proclamaban la brujería» eran sencillamente gente con malas intenciones. El tremendista librito de Jacobo contraatacaba hablando de «la temible abundancia en estos tiempos y en este país de esas detestables esclavas del diablo, las brujas». Para Jacobo, en 1597, la brujería era real y estaba presente en el mundo. Varios años atrás había interrogado en persona a Agnes Sampson, el acta de cuyo juicio por brujería circuló por Inglaterra en un panfleto titulado Noticias de Escocia (1591), el cual Shakespeare leyó con toda probabilidad. Los personajes de ese drama incluían a un tal David Seaton, a un tal Geillis Duncane y a alguien identificado solo como «la esposa del portero de Seaton», nombres que casualmente aparecen más tarde en Macbeth. Cuando Jacobo calificó parte de la confesión «milagrosa y extraña» de Sampson de mentiras «extremas», ella le llevó aparte y «le declaró las palabras exactas que intercambiaron» él mismo «y su reina en Oslo, Noruega, en su noche de bodas», palabras, dijo el rey, «que ni todos los demonios del infierno habrían podido descubrir». En Londres, en 1603, ordenó la reimpresión de su Demonología y promovió la promulgación de una nueva ley sobre brujería (más dura). Nunca quiso derogarla, aunque con el paso de los años se volvió escéptico sobre el tema y pasaba más tiempo sacando a la luz falsas acusaciones y revocando condenas que descubriendo brujas.
Jacobo tenía otro «interés» relacionado con Macbeth. Como el barón de Faif de Shakespeare, Jacobo «tenía una esposa» [V.1.41], Ana de Dinamarca, una mujer de gran inteligencia política cuya mera presencia modificó la dinámica de poder de la monarquía. Por primera vez desde el acceso al trono de Isabel I en 1558, la reina de Inglaterra no era una soberana sino una consorte, no era la voz del poder sino la palabra inductora en el oído del poder, y no una virgen sino una madre prolífica: tuvo ocho embarazos entre 1594, cuando nació su primer hijo, el príncipe Enrique, y 1606; solo tres de sus hijos sobrevivieron a la infancia. Ana era ferozmente, e incluso paradójica y criminalmente, maternal, alguien capaz de afirmar que los «sesos» de su bebé «estrellara», como amenaza con hacer lady Macbeth para demostrar una teoría [I.7.58]. Lo cierto es que hizo algo igual de impactante. La costumbre en Escocia era apartar a los bebés reales de su madre y dejarlos en manos de unos tutores oficiales, una práctica muy antinatural y chocante para la danesa Ana. Loca de pena cuando le arrebataron a su bebé Enrique y decidida a recuperar su custodia, apeló primero a su marido. Jacobo apoyó la costumbre. Así que Ana viajó a la residencia en la que se alojaba Enrique, se plantó en el patio de piedra y se golpeó el vientre hasta abortar al niño que llevaba entonces en su seno. Jacobo cambió de opinión y Enrique le fue devuelto. Pero su reina «rebelde» continuó mostrándose difícil. En Londres, en la noche de Reyes de 1605, escandalizó a la corte inglesa al pintarse la cara de negro junto a sus damas para interpretar a las hijas de Níger en la primera gran mascarada del nuevo reinado, planeada por la propia Ana, La mascarada de la negrura. Dos meses antes se había representado en la corte Otelo, de Shakespeare (¿inspiró su moro las hijas de Níger de Ana?), y quizá el dramaturgo recordase a la reina con el rostro pintado de negro cuando, poco después, en una obra que contenía un claro homenaje a Jacobo en el papel de César Augusto, escribió un papel soberbio para una «pendenciera» reina negra de Egipto, Cleopatra. Esta circulación de recuerdos de representaciones podría sugerir al menos que si Jacobo figuraba en la «obra escocesa» de Shakespeare también lo hacía Ana. Nadie olvidaba que su entrada en la historia escocesa estuvo marcada por las brujas: era la joven novia que viajaba en la flotilla nupcial que se hundió presuntamente debido a unas tormentas desatadas por brujas en el mar del Norte, cuando trataba de alcanzar Escocia en 1589.
Al citar estas historias no propongo leer Macbeth como una obra sobre la actualidad de su época, sino recordar que las obras de Shakespeare, sea cual sea el tiempo en la que se sitúen, están saturadas de los materiales de su presente, siempre en conversación con los acontecimientos inmediatos: la Escocia del siglo XI «conoce» el Londres jacobino. Y que el sentido original de duplicidad temporal inscrito en las obras persiste: cuando miramos una obra de Shakespeare hoy en día nos parece que lleva una doble vida. Pertenece al pasado de comienzos de la era moderna, pero también a nuestro presente posmoderno. Su representación es tanto una reposición como un estreno. Otra perspectiva es considerar cada obra de Shakespeare como una serie de textos paralelos. Uno de ellos es un objeto; el otro, un organismo. El objeto es la obra-texto, cuya primera versión fue el manuscrito del teatro llamado el «libro». Comprende las palabras de la obra, las cuales se originaron en la Inglaterra de comienzos de la era moderna y que han llegado hasta nosotros en diversas copias impresas —cuartos y folios— utilizadas por los editores para compilar nuestras ediciones modernas. Puesto que es un objeto, podemos examinar y apreciar esta primera clase de texto como un artefacto, digamos, un jarrón etrusco. Sin embargo, en el caso de una obra-texto, el «libro» es también un guión, y cualquiera de estos se caracteriza por constituir un texto incompleto. Contiene instrucciones hacia algo que nunca está escrito, la representación, es decir, la acción, caracterización, gestos, efectos visuales, vestuario, sonido: todo lo que convierte las palabras en obra, y no solo la representación «original» de Macbeth, sino también las sucesivas de la obra-texto en sus cuatrocientos años de vida en el teatro. Llamemos a este segundo texto, no registrado pero vivo y experimentado, el «texto de representación» para distinguirlo del «texto-obra», relativamente fijo. Cuando se representa, Macbeth siempre supera las palabras impresas en cualquier edición de la obra. Véase la palabra «Macbeth». Por el simple hecho de elegir a un actor u otro para el papel protagonista —Ian McKellen, Antony Sher, Jon Finch o James Frain— Macbeth cambia. Vestir a Macbeth con calzas y jubón, cuero negro, ropa de camuflaje o vaqueros altera el modo que tienen los espectadores de entender el papel y el mundo que habita. Lo mismo ocurre al situar la obra en un castillo medieval o en una urbanización de una zona urbana deprimida. Si bien la obra-texto es un ente cerrado, el texto de representación está completamente abierto y acoge muchas interpretaciones, lo que significa que Macbeth ha estado acumulando capas de nuevo significado desde su primera representación, cada vez que se presenta con nuevos actores y públicos en nuevos teatros ante nuevas generaciones.
Resulta que el primer texto que tenemos de Macbeth, la versión impresa del Primer Folio de 1623, muestra indicios que sugieren que este proceso natural estaba ya en marcha: en su superficie textual aparecen señales de representaciones sucesivas que indican la presencia de unas manos ajenas a las de Shakespeare trabajando en Macbeth. Ello equivale a decir que en el texto aparecen cosas que no escribió Shakespeare: toda la escena 5 del acto III (la de Hécate), y en la escena 1 del acto IV los versos 39-43 y 124-131 (la reaparición de Hécate con un coro de brujas que canta y baila). El director de principios del siglo XX Harley Granville Barker describió este material como «auténticas sandeces», y sabía que no era de Shakespeare, pues este, según pronunció firmemente, «no estaba de humor para sandeces cuando escribió Macbeth». Lo más probable es que las interpolaciones sean de Thomas Middleton, y lo delata el «pie para una canción» que marca cada añadidura, «Vuelve ya, ven acá, Hécate, Hécate, ven acá» en III.5.35 y «Espíritus negros y blancos» en IV.1.43. Son los primeros versos de canciones que aparecen completas en La bruja, de Middleton, una obra que, como Macbeth, era propiedad de Los Hombres del Rey y estaba interpretada por esa compañía. Pero ¿por qué se incluyeron en Macbeth las canciones de Middleton? ¿Y cuándo? El astrólogo y curandero Simon Forman vio Macbeth en el Globe en abril de 1611 y dejó un relato presencial, una sinopsis bastante buena para un espectador que veía por primera vez la obra, aunque su visión estuviese contaminada de forma evidente por sus lecturas: llama a las fatídicas hermanas «hadas o ninfas», repitiendo las palabras de Holinshed. Lo que llamó la atención de Forman fueron las conmociones y «sustos» de Macbeth: los «saludos», los prodigios que conlleva el crimen, el fantasma, el banquete arruinado, el sonambulismo y «la sangre en las manos [de Hamlet] que no podía quitarse de ningún modo». Pero Forman no hace mención alguna de Hécate o sus sensacionales «números musicales». ¿Sugiere su silencio que no aparecía en Macbeth en 1611? ¿Y cuándo se incorporó?
Sería más fácil responder esa pregunta si pudiéramos datar La bruja, de Middleton. No podemos, pero sabemos que alude al escándalo más famoso que recorrió la corte jacobina, el caso de divorcio Howard-Devereux en 1613. Ella, Frances Howard, lady Essex, quería divorciarse para poder casarse con Robert Carr, el favorito del rey. Él, Robert Devereux, el infortunado conde de Essex, se había mostrado dispuesto a renunciar a ella, pero se echó atrás cuando se supo que la dama había consultado a una «mujer sabia» —una bruja— para «acabar con su señor». A medida que el caso avanzaba —con el rey impaciente por verlo resuelto y los obispos contribuyendo a entorpecerlo—, Essex dio su consentimiento al divorcio pero se negó a admitir el único fundamento admisible (y totalmente inventado) para una anulación, la «insuficiencia» sexual, porque ello le impediría volver a casarse, lo cual le dejaría sin hijos, y a su título de conde sin heredero. Sus abogados se decidieron por el equívoco: «confesaría su insuficiencia» hacia Frances pero insistiría en que era «maleficiatus solo ad illam», es decir, impotente por brujería, pero solo hacia ella.
Middleton reflejó esta situación grotesca, el principal tema de chismorreo en Londres en abril de 1613, en una de las tramas de La bruja, en la que Antonio, el marido, es impotente con su esposa pero no muestra ninguna «insuficiencia» en la cama con su amante, una mujer de vida alegre, y en la que Hécate y su pandilla son las mágicas causantes, entre serias y cómicas, de su indisposición marital. Las brujas se muestran profundamente amenazadoras, debido a su tráfico de cadáveres de bebés bastardos, pero también escenifican un aquelarre operístico, con sus canciones y un gato volador.
Los Essex se divorciaron en octubre de 1613; en la Navidad de ese año Frances se casó como si fuesen sus primeras nupcias, «con el pelo suelto» —es decir, como una virgen— con Carr, reciente conde de Somerset. Al parecer, el rey dotó a la novia con diez mil libras esterlinas en joyas, y Thomas Middleton escribió una mascarada de boda para la ocasión. Pero dieciocho meses después la pareja de oro se estrelló. Empezaron a correr rumores sobre la muerte de sir Thomas Overbury, el brillante y ambicioso secretario de Somerset que se había opuesto en voz alta al divorcio y que murió de forma conveniente pocos días antes de que este culminara: una muerte horrible, según se dijo en el momento, causada por la sífilis. Ahora se afirmaba que había sido envenenado. Los Somerset fueron arrestados por el asesinato de Overbury en octubre de 1615, comparecieron en abril del año siguiente y llegaron al juicio profundamente implicados por la admisión despavorida de cómplices de poca monta que ya habían sido ahorcados. Anne Turner, criada e íntima de Frances (algunos crueles contemporáneos llamaban a Frances bruja y a Anne su «familiar»), confesó que años atrás habían consultado a Simon Forman acerca de la anulación y había utilizado hechizos y figuras de cera para adelantarla. (No pudo convocarse a Forman; había muerto en 1612.) «Esto por la brujería —comentó el fiscal—. Ahora por el envenenamiento.» Tanto Turner como Frances confesaron, pero Carr manifestó su inocencia. Todos fueron condenados, pero solo se ejecutó a Turner. La pareja pasó los seis años siguientes en la torre de Londres.
¿Qué implica esto para Macbeth? Si la pieza La bruja, de Middleton, fue escrita y llevada a escena en tono de sátira durante los meses que sucedieron al escandaloso divorcio, cuando la frase «maleficiatus ad illam» era un chiste verde y todo el mundo en la sala era capaz de reconocer al marido idiota, a la encantadora «Francisca» y al cómico Scot, tras las comparecencias de los acusados la situación se vio profundamente alterada. La brujería había dejado de ser un asunto de risa, y también el asesinato. Bajo mi punto de vista, La bruja fue eliminada del repertorio porque los acontecimientos habían vuelto peligroso su carácter cómico. Sin embargo, la compañía de Shakespeare, Los Hombres del Rey, tenía en reserva otra obra con brujas, en sintonía con aquellos tiempos marcados por el miedo y la imaginación y capaz de aprovechar el aumento repentino del interés popular hacia la brujería. Puede ser que, a medida que avanzaba el juicio de Frances Howard y se la tildaba de forma cada vez más escabrosa de esposa «demoníaca» y «puta, mujer, viuda, bruja» en las baladas, mientras que Carr era considerado por sus contemporáneos una mera víctima engañada —«si no hubiese conocido a semejante mujer podría haber sido un buen hombre»—, la compañía de Shakespeare recuperase Macbeth. Sus miembros adecuaron su tragedia, que había sido escrita diez años atrás, a los acontecimientos del momento recurriendo a algunas escenas de Middleton que desencadenaban una referencia y hacían que la comedia ausente apareciera en el escenario pero también utilizaron esas escenas para prolongar Macbeth justo en los puntos en que los espectadores deseosos de sensaciones podían querer más, añadiendo un material sobre brujas que, una vez reubicado, ensombreció los espectáculos de Middleton, reescribiéndolos con una nueva capacidad para perturbar al espectador. A aquellas alturas, es decir, a finales de abril de 1616, Shakespeare había muerto ya, por lo que cualquier añadidura a Macbeth tendría que realizarla otro dramaturgo.
Tal como yo lo veo, el texto de Macbeth marcado en el Folio como «de otro autor» no está «alterado» ni es un «problema»; más bien nos ofrece una oportunidad. Nos muestra un guión de trabajo que lleva indicios de su vida continua en el teatro, donde el «libro» pertenecía a los intérpretes, que lo sometían a la misma actualización que se efectuaba, por ejemplo, con Doctor Fausto, de Christopher Marlowe, o La tragedia española, de Thomas Kyd. En una época en que casi todas las obras desaparecían del repertorio activo en unas semanas, esas dos tragedias de finales de la década de 1580, muy apreciadas por el público, seguían representándose diez y hasta veinte años más tarde. Al recuperarlas, los intérpretes encargaban revisiones. Así, en 1602 William Bird y Samuel Rowley reescribieron la trama cómica paralela en Fausto, actualizando los chistes, mientras que en 1601 Ben Jonson añadió un material que desarrollaba las escenas de locura en la obra de Kyd. Como esos añadidos, las inclusiones de Middleton en Macbeth pueden interpretarse como un barniz contemporáneo, sobre todo la burla que Hécate comparte con sus compinches, «bien sabéis que los peores | enemigos del hombre son | soberbia y despreocupación» [III.5.32-3]. De un modo todavía más significativo, los añadidos de Middleton determinaron el futuro de la obra en el teatro. Cuando William Davenant recuperó Macbeth en la Restauración, fue la versión de Middleton la que adaptó al espectáculo operístico que Samuel Pepys consideró en 1667 «una de las mejores obras por […] variedad de baile y música, que he visto en mi vida», un espectáculo que nuestro teatro de hoy en día titularía sin duda Macbeth, el musical. Las brujas de Davenant no solo cantaban y bailaban; volaban. Y, lo que era aún más increíble, sobrevivían. El Macbeth que Davenant basó en la versión de Middleton se mantuvo en el repertorio teatral hasta la década de 1850. Con el paso de los años la pandilla de Hécate fue ampliándose hasta formar un corps de ballet mauvais de cincuenta miembros que interpretaba, tal como el nombre sugiere, una danza fea, un baile de arpías. Es evidente que las representaciones sucesivas de Macbeth mostraban una fascinación creciente hacia los «ministros de las tinieblas» [I.3.123] sobre la que conviene pensar.
 PRIMERAS COSAS / «PRIMICIAS»

Holinshed comienza la historia de Macbeth en su Crónica con genealogías. Shakespeare empieza con brujas:
Trueno y relámpago. Entran tres brujas. (Acotación del Folio)

Es decir, Shakespeare empieza con problemas:
PRIMERA BRUJA ¿Cuándo volvemos a vernos?
¿En lluvia? ¿En rayos? ¿En truenos?
SEGUNDA BRUJA Cuando pierdan, cuando ganen
la batalla, cuando acaben
tremolina y barahúnda.
TERCERA BRUJA Antes de que el sol se hunda.
PRIMERA BRUJA ¿Dónde el lugar?
SEGUNDA BRUJA Junto al brezal.
TERCERA BRUJA Allí con Macbeth iremos a dar.
PRIMERA BRUJA ¡Ya voy, Beche Gris!
TODAS Hermoso es lo feo y es feo lo hermoso:
volar por la niebla y el aire apestoso.
Salen.


Y luego se marchan.
Transcrita exactamente del Folio para reproducir la más temprana evidencia textual que tenemos de las instrucciones del dramaturgo respecto a la representación (o la ausencia de ellas), esta escena inicial demuestra la práctica habitual de Shakespeare consistente en utilizar las primeras escenas para crear una imaginería que, como minas, detonará a lo largo del resto de la obra. Establece un ritmo acústico o de dicción y un vocabulario específico para la obra, pero también una retórica, una forma de hablar. E introduce un campo visual, un aparato material que la representación empleará y habitará. En Macbeth comprime todo eso en solo diez líneas, un rayo de una escena inicial que cae y se desvanece antes de que los espectadores puedan hacer poca cosa más que «asustarse», como le sucederá a Macbeth más tarde. Esta escena es una iniciación a la extrañeza que se anticipa al primer encuentro de Macbeth con «tan raros acertijos» [I.3.75]. Lo que Shakespeare le hace más tarde a Macbeth, lo ensaya primero con el público. Nos ofrece un supuesto práctico preliminar sobre la duda.
Todo en esta pequeña escena dificulta la interpretación. Suena extraña. La «acústica estándar» en el escenario de Shakespeare es el pentámetro yámbico, como el primer verso de Macbeth en la obra: «Día tan malo y tan hermoso nunca he visto» [I.3.37]. Por el contrario, «¿Cuándo volvemos a vernos? | ¿En lluvia? ¿En rayos? ¿En truenos?» nos da un verso cortado, un acento invertido como un latido arrítmico o el sonido de aproximación del escualo en el clásico de Steven Spielberg, Tiburón, que acelera nuestro pulso hasta la taquicardia. Hay algo extraño en la estructura de la rima. Es como si las preguntas planteadas («¿Cuándo?», «¿Dónde?») no estuvieran abiertas sino cerradas, limitadas a respuestas predestinadas, y la rima en sí fuese una especie de voz profética. Y luego está la retórica de la escena. La obra se inicia con una pregunta: «¿Cuándo volvemos a vernos?». Y las tres escenas siguientes también: «¿Qué hombre es aquel ensangrentado?», «¿Dónde has estado, hermana?», «¿Se ha hecho ya justicia en Cáudor?». Estas preguntas producen la extraña sensación de un mundo que duda profundamente de sí mismo, necesitado de respuestas que con frecuencia no llegan, pero al mismo tiempo, de forma paradójica, un mundo en el que el futuro está ya fijo y todas las respuestas se conocen. Casi cada verso de esta apertura contiene una pregunta adicional, una paradoja o antítesis, una ambigüedad o un juego de palabras: «Cuando pierdan, cuando ganen | la batalla», «Hermoso es lo feo y es feo lo hermoso». Esta es la retórica del equívoco, del doble sentido, y resulta ser el lenguaje característico de esta obra. De acuerdo con la memorable observación de L. C. Knights sobre el «nauseabundo ritmo de vaivén» de este tipo de versos («¿Puede esta sobrenatural solicitación ser mala? No. ¿Puede ser buena? No», I.3.130], la retórica de Macbeth sugiere «la clase de juego metafísico a cara o cruz que va a disputarse entre el bien y el mal». Las ecuaciones morales que proponen tales versos son aterradoras. ¿Significa «cuando pierdan, cuando ganen | la batalla» que ganar y perder van a ser, de algún modo, lo mismo en Macbeth? Y si «hermoso es lo feo y es feo lo hermoso», ¿cómo se distingue? ¿Cómo se reconoce la condena o la gracia? ¿Cómo sabes a quién estás mirando?
La escena inicial encuentra esta última pregunta particularmente perturbadora (y continuará molestando: Duncan, en I.4.12-15, dirá del súbdito de quien nunca esperó que le traicionase: «él era un caballero en quien | fundé una entera fe». Sin embargo, nunca se sabe. Porque «No hay arte alguna | de descubrir en una cara las marañas | del pensamiento»). Utilizando todo nuestro «arte» en la escena 1 del acto I, ¿qué pensamos de «las tres»? Más tarde, Banquo las describirá como criaturas de antítesis y paradoja: «¿Vivís? ¿Sois cosa […]?», «debéis ser mujeres, | pero […]» [I.3.41, 44-5]. Las denomina «fantasías», es decir, creaciones ficticias de su propia imaginación [52]. No obstante, «por fuera» semejan ser corpóreas [53]. Pero entonces «se desvanecen», como burbujas en agua o «soplo en el viento» [78, 81]. En la escena 1 del acto I, el texto no nos ayuda demasiado para decidir quiénes o qué son «las tres». No se nombran una a otra, ni a sí mismas. Los nombres de los personajes en el Folio son «1.», «2.» y «3.». Solo en las acotaciones son «brujas», y, de forma increíble, solo una vez en la representación, en I.3.6, cuando la «piojosa culo-gordo» parece saber muy bien con quién se está negando a compartir sus castañas: «¡Arredro, bruja!», grita. Puede que esté en lo cierto, pues la propia «bruja» explica la pulla sin negarlo. En esa última escena «las tres» se llaman a sí mismas «las hermanas», y «las fatídicas hermanas» es el nombre que Macbeth conoce cuando las cita en su carta a su esposa en I.5.7, y Banquo recuerda cuando admite soñar con ellas en la escena 1 del acto II. Pero ¿qué es una «bruja» o una «fatídica hermana»?
En la escena 1 del acto I, no lo sabemos (recordemos que no oímos la palabra «bruja» en esta obra hasta I.3.6). Y si el texto no nos lo dice, tampoco lo hace la representación: los comentarios desconcertados de Banquo en la escena 3 del acto I, tal como hemos visto, solo toman la medida a las fatídicas hermanas encontrándolas incomprensibles. Son enigmas, con cuerpo («semejáis») y sin cuerpo («se desvanecen»), lo cual expone las confusiones entre lo material y lo sobrenatural que vuelven tan problemática la intervención de las fatídicas hermanas en la obra. Lo que sí sabemos en la escena 1 del acto I es que volverán y que ya han identificado a un futuro al que llaman «Macbeth». Cuando reflexionemos más tarde sobre ello, no podremos citar un momento en esta obra que preceda a la interferencia o contaminación por parte de las brujas (compárese con Hamlet o Sueño de noche de verano, que empiezan con escenas de la vida cotidiana —una guardia, preparativos de boda, una discusión familiar— antes de que los encuentros con un fantasma o con hadas vuelvan sus mundos del revés).
Resulta instructivo recordar al rey Jacobo y su manual de brujería, Demonología. Su libro nos dice cosas que necesitamos saber —y, desde luego, también Macbeth de Shakespeare— sobre los «ministros de las tinieblas». Para empezar, trabajan «con permiso de Dios». En un universo en el que Dios es omnipotente y omnisciente, ¿cómo podría ser de otro modo? No obstante, considerando las implicaciones para el ser humano, impresiona pensar que Dios da libertad a Satán para que actúe sobre Macbeth. Por otra parte (y ello pretende consolarnos), «Dios no permitirá» que Satán «engañe a los suyos, solo a los que primero se engañen a sí mismos». ¿Es eso Macbeth? ¿Alguien que se engaña a sí mismo? O, lo que es más preocupante, ¿es una víctima permitida de Satán porque nunca ha sido «suyo», o sea, de Dios, porque nunca fue uno de los elegidos para la salvación, sino alguien destinado a condenarse? Sobre la profecía y si el diablo y las brujas que le sirven conocen el futuro del hombre, Demonología afirma que solo Dios es profeta, pero el diablo, que posee «astucia mundana», es capaz de juzgar la «probabilidad de lo que ha de venir» por lo que «ha pasado antes». Así, las brujas no conocen nuestro futuro porque sean adivinas sino porque ven y han vigilado nuestro pasado. Nos han estado observando. ¡Son nuestras «familiares»! No es extraño que las fatídicas hermanas conozcan a Macbeth sin que él lo sepa. Según Demonología, el poder de las brujas de causar apariciones va unido al papel de Satán como «padre de todas las mentiras». Satán es «el imitador de Dios», un mero falsificador que elabora toscos simulacros de las verdaderas creaciones divinas. Por lo tanto, sus agentes son «imitadores del imitador» y sus apariciones son falsas. Aun así, pueden provocar males que parecen reales, como causar tormentas, matar el ganado, despojarte de tus impulsos sexuales, volverte insomne o cruzar el mar en un cedazo, afirmaciones sobre brujas reflejadas en Noticias de Escocia y repetidas en Macbeth. Pero el poder de las brujas es limitado, como muestra la historia del «marinero» en la escena 3 del acto I. Se ha ido a Samarcanda, pero no está a salvo, pues dice la primera bruja:
[…] yo en una ceranda
allá bogaré,
y allí, como rata rabona,
roeré, roeré y roeré.
La bruja promete un montón de problemas para el marino. Sin embargo, «y aunque el barco no se hunda | tumbo y tunda tremebunda» [8-10, 24-5], acaba diciendo.
De forma paradójica, las instrucciones que obtenemos del rey Jacobo hacen a las brujas de Demonología tan ambiguas como las de Macbeth: tanto irrisoriamente impotentes (pues, sobre el escenario de Dios, Satán siempre interpretará el papel secundario de un portero) y aterradoramente poderosas (se nos ocurre que nuestro papel, como mortales, es el de marineros perpetuos). Pero ¿podemos tomarnos en serio su poder? Navegar en un cedazo es un truco propio de los numeritos habituales del doctor Fausto, escenificados para entretener a sus mecenas de altos vuelos, pero no la clase de crimen contra la ley natural que provocará un caos universal (aunque, desde el punto de vista iconográfico, el cedazo es el emblema de la castidad y su apropiación por parte de las brujas resulta monstruosa). Pero ¿y si nos replanteamos el poder de las brujas con un nombre diferente, sustituyendo su impúdica «ceranda» por el sinónimo que aparece junto a ella en la confesión de brujería que tanto impresionó al rey Jacobo, y a Shakespeare, quien, parece claro, leyó Noticias de Escocia? Agnes Sampson le dijo al rey que las brujas «iban por el mar cada una en una criba o ceranda». Estos utensilios son lo mismo. Las cerandas tamizan partículas finas; las cribas separan materiales gruesos, como pueden ser la grava o la carbonilla (y el Día del Juicio Final las almas encallecidas, las conciencias calcificadas). Con sus grandes agujeros, que garantizan el hundimiento inmediato, una criba constituye una embarcación aún más desconcertante que una ceranda. Por supuesto, la palabra inglesa que significa «ceranda», riddle, tiene también el sentido de «adivinanza», un acertijo verbal que resulta ambiguo, una especie de magia ejecutada con la expresión, al mismo tiempo transparente y opaca, que pide a gritos interpretación y sin embargo la bloquea. Así pues, una criba flotante… es una adivinanza. Y esta es precisamente la clase de broma que más abunda en Macbeth: lo que diferencia a las brujas de Shakespeare de las del rey Jacobo es un sentido del humor adicto al lenguaje figurado.
Supongamos lo más lógico, o sea, que las brujas de Shakespeare gustan de los juegos de palabras y «viajan» en adivinanzas. Ello podría sugerir que su verdadero poder para perturbar sistemas reside en su capacidad de hablar en clave. Así, la tentación que ofrecen no es su «sobrenatural solicitación», su «saludo agorador», sino su adivinación «a medias», es decir, incompleta. Hablan con acertijos que Macbeth debe completar —«perfeccionar»— llenando los espacios en blanco para precisar los dudosos e inciertos términos. Eso es lo que está haciendo cuando responde por primera vez a los saludos de las fatídicas hermanas. «Sé, por muerte de Sínel —dice—, que soy barón de Glamis.» Pero luego, perplejo, pregunta: «¿cómo de Cáudor? El de Cáudor vive» [I.3.70-71]. Es decir, Macbeth oye «Cáudor» como una adivinanza. ¿Cómo, exige saber, puedo ser yo Cáudor cuando lo es otra persona? La cuestión es que Macbeth se queda perplejo ante el término incorrecto. La palabra de la adivinanza no es «Cáudor», sino «vive». Porque, como Macbeth averigua por los treinta y siete versos de Angus en la clase de enunciado que ofrece esta obra sin pestañear siquiera, haciendo de los verbos agentes de duplicidad metafísica, Cáudor está tanto vivo como muerto: «Vive aún el que era Cáudor» [108]. ¡Con cuánta malevolencia llega a nuestros oídos este nuevo eco! Que Cáudor «arrastra ya una vida | que ha merecido bien perder» [109-110] hace que «pierda y gane», una ironía intensificada por una acción escénica en la que Macbeth está deslizándose en el título que aún no está libre, suplantando a Cáudor como lo hará con el rey Duncan.
Cuando una palabra aparentemente sencilla y familiar como «vive» se vuelve dudosa, es momento de poner en duda todo enunciado. Muy pronto observaremos en Macbeth una transferencia desmandada del lenguaje, palabras que comienzan en la boca de las fatídicas hermanas y que más adelante brotan de la lengua de otros personajes. «Hermoso es lo feo» regresa como primera frase de Macbeth: «Día tan malo y tan hermoso nunca he visto» [I.3.37]; «Cuando pierdan, cuando ganen» se repite en la última frase de Duncan: «Lo que él perdió, el noble par Macbeth lo gana» [I.2.70]. Podemos observar que las palabras sencillas se convierten en acertijos, como ocurre en la primera escena de la obra. Y veremos que, de esas primeras cosas, Macbeth nunca se recupera.
 «¿CUÁNDO?» / «AHORA»

Las fatídicas hermanas le dicen a Macbeth que será rey. Le remiten «adelante en el tiempo» [I.5.7-8], pero no dicen cuándo, y «cuándo» es lo único que importa.
Su predicción vulnera el tiempo, como cualquier predicción, al eliminar la distancia entre presente y futuro. Esa transgresión les lleva a presentar sus predicciones como enigmas por resolver, y las energías que desprenden empujan al instante a Macbeth a pasar de la escucha a la acción sin poder evitarlo. Así funciona la mente, pues, como observa Teseo (en Sueño de noche de verano, otra obra que intenta racionalizar lo irracional), el hombre posee una imaginación con tales «mañas» que actúan como transmisores instantáneos entre cerebro y mano: «solo que tal vez perciba una alegría, | concibe ya algún ser que aporta esa alegría» [V.1.19-20]. No es de extrañar que al oír la profecía la imaginación de Macbeth pase de «rey» a «asesinato» en un solo instante. Tampoco resulta sorprendente que su instinto inmediato consista en parar el tiempo: «Esperad», pide [I.3.69].
Del mismo modo que Otelo está centrada en las habladurías —su primer verso es «Calla, no me hables de ello» y su última frase es «[…] haré saber tan triste caso»—, Macbeth se centra en la puntualidad y la elección del momento. «¿Cuándo?», pregunta la primera bruja al principio. «Ahora», contesta Angus casi al final [V.2.16, 18, 20]. La obra oscila entre esa pregunta y su respuesta, que acaba llegando con la declaración de Macduff «Libre está el tiempo» y la promesa final de Malcolm de que su monarquía restaurada cumplirá «en razón, lugar y tiempo» [V.6.94, 112]. Mientras tanto Escocia vive pendiente de los relojes. «Una, dos: bien, pues es hora de hacerlo», susurra lady Macbeth, prestando oídos a los ecos que suenan en su cabeza [V.1.34-5]. «Harpía nos grita “Es la hora, la hora”», dice la tercera fatídica hermana en IV.1.3. En la escena 1 del acto II, Banquo y Fleancio se hallan en el patio escudriñando el cielo vacío para saber «Por dónde va la noche», pero no pueden averiguarlo. La luna está puesta, han «apagado» las candelas y el reloj no se ha «oído» [I.2.5]. En la escena 5 del acto I, lady Macbeth se asombra de la llegada inesperada de Duncan «esta noche aquí», «Y ¿cuándo marcha?». ¿Mañana? «Ah, nunca nunca | verá sol tal mañana» [57-9]. En la escena 2 del acto II, suenan aldabonazos en el portón; es Macduff, que recibió órdenes del rey de «llamarlo con buen tiempo» y «casi» dejó «escapar la hora» (lo cierto es que llega demasiado tarde). Aun así, el portero vacila, pierde el tiempo, bromea diciendo que «harto tendría que darle vueltas a la llave» y se demora en abrir [II.3.43-4, 2].
Cada vez que un angloparlante abre la boca expresa el tiempo, pues, a diferencia del chino, por ejemplo, el inglés es un idioma cuyos tiempos verbales (del latín tempus, tiempo) ubican nuestras acciones: presente, pasado, futuro. Nos ayudan a ordenar nuestro mundo. Al escuchar cómo reacciona Macbeth ante las predicciones de las fatídicas hermanas tenemos la sensación enfermiza de una mente que pierde su concepto del tiempo real, perdiéndose en «horrendas imaginaciones». Su soliloquio en I.3.126-41 está estructurado por marcadores temporales, pero sus verbos resbalan como si se tambaleara borracho: «Dos verdades se han dicho», empieza pensativo, hablando de las predicciones. De las tres, ¡dos ya se han hecho realidad! ¡Qué rápido se convierte el futuro en el pasado! Este «prólogo feliz» ofrece «las primicias [futuro] de mi suerte | fundándose [ahora] en verdad»: «ya soy [ahora, tiempo presente] señor de Cáudor». Sin embargo, Macbeth se ve catapultado a un futuro de «horrendas imaginaciones» y «fantasma […] en sospecha» que tiene efectos reales en su cuerpo ahora: la «traza» de un asesinato que «aún» no se ha producido le eriza los cabellos y hace al «corazón batir con mis costillas». Macbeth intenta mantener a raya el futuro: «Si el sino me hace […] que el sino me corone» [143]. Lo aleja más todavía —«¡Venga lo que venga al cabo!» [146]— antes de arrojarlo al pasado: «mi cerebro boto andaba | ajetreado con asuntos olvidados» [149-150]. Pero ¿es realmente así? Las últimas palabras que le dirige a Banquo recuerdan ya «asuntos olvidados» en el futuro:
Piensa en lo que ha ocurrido, y ya con más despacio,
tras haberlo en tanto sopesado, ve que hablemos
de corazón entre nosotros […]
Pues hasta entonces, basta. [153-6]
De forma significativa, cuando Macbeth contempla el asesinato de Duncan no piensa en el poder, la política o la ambición, sino en el tiempo, angustiándose con los verbos, conjeturando la relación entre «hacer» y «hecho»:
Si quedara hecho ya cuando se hiciera, entonces
bien fuera hacerlo al punto. Si el asesinato
echara red a las consecuencias, y atrapara
su logro en su remate…, que ese golpe solo
pudiera ser el todo aquí y el fin de todo… [I.7.1-5]
Si, argumenta, un asesinato se completa cuando se lleva a cabo, más vale que lo hagas y acabes con ello. Pero quizá no. Tal vez «ese golpe» no sea «el fin de todo»; puede que sea solo el principio. Al tratar de solucionar la relación entre «cuando» y «hecho», el presente y el futuro, Macbeth está buscando en realidad la relación entre lo temporal y lo eterno, contraponiendo «esta orilla y escollos del tiempo [humano]» y «la otra vida» [6-7], es decir, la salvación o la condenación. Por supuesto, existen otros modos de imaginar la relación entre «cuando» y «hecho». Lady Macbeth, que no ve «consecuencias» en sus actos, da por supuesto que «Hecho está lo hecho» [III.2.12], aunque más tarde se entera de que no es así. Como las fatídicas hermanas, elimina el tiempo, queriendo «en el instante el porvenir» [I.5.56], aunque para ellas el futuro sucede en el presente continuo: «roeré, roeré, y roeré» [I.3.10].
El tiempo en Macbeth se acelera. Macbeth necesita tres soliloquios y dos conversaciones con su mujer a fin de mentalizarse para matar a Duncan. Con Banquo se muestra mucho más rápido, y el asesinato de la familia de Macduff es «pensado y hecho», «las primicias de mi corazón serán primicias | de mi mano» [IV.1.146-8]. Las escenas se abrevian a medida que avanza la obra para representar la aceleración del tiempo. El tiempo se acorta. Pero paradójicamente el tiempo también se detiene o repite la acción como en una cinta de vídeo en bucle. El día y la noche se vuelven borrosos y se convierten en una oscuridad sin tregua mientras Macbeth y su mujer viven en un limbo de insomnio donde el tiempo es la memoria nostálgica de un pasado en que el mundo funcionaba con arreglo a leyes conocidas. En este nuevo mundo delirante «lo hecho» vuelve a ser «hacer, hacer y hacer». Los muertos regresan. Afligido de modo casi cómico por el latoso fantasma de Banquo, Macbeth recuerda «Ya ha pasado el tiempo» en que si le reventabas la sesera a un hombre «se moría, | y fin; pero ahora se alzan otra vez […] | y nos arrojan | de nuestro asiento» [III.4.77-81].
Pero hay apariciones más terribles que los fantasmas. Están los recuerdos que asaltan la mente. Al salir de la alcoba ensangrentada Macbeth cambia con su esposa unas preguntas que revelan la descomposición de las mentes:
MACBETH Lo hice, hecho está. ¿No has oído un ruido?
LADY MACBETH Oí graznar el búho y crepitar los grillos.
Tú ¿no has hablado?
MACBETH ¿Cuándo?
LADY MACBETH Ahora.
MACBETH ¿Al ir bajando? [II.2.14-16]
Macbeth no puede dejar de volver sobre sus pasos: repite el acontecimiento, devolviéndose a sí mismo a los momentos previos a que sucediera, recordando al criado que se reía durmiendo y al otro que gritaba, despertándoles a ambos. Recuerda haberles oído rezar y decir «Amén», un «Amén» que quedó atascado en su garganta al oír otra voz que exclamaba: «¡No duermas más!: | Macbeth asesina al sueño» [35-6]. Macbeth repite de forma obsesiva «sueño» ocho veces a lo largo de estas y las siete líneas siguientes mientras su cinta de memoria se enrolla en su mente y su histeria creciente contagia a lady Macbeth, que insiste en que no piense: «No ahondes tanto en ello», «Estos | asuntos no se deben revolver de tales | maneras», «aflojas tu gran fuerza al razonar de cosas | tan enfermizamente» [II.2.30, 33-4, 45-6]. Pero el cerebro es un libro en el que las «atenciones | escritas quedan» de forma indeleble, «donde vuelvo cada día | la hoja para leerlas» [V.3.150-52]. Y nada, ninguna medicina, ni ruibarbo ni sen, puede «borrar las turbias escrituras del cerebro» [V.3.55.42].
En la escena 1 del acto V, se les proporciona a los espectadores la posibilidad de experimentar una visión aterradora del interior de un «alma herida». Al caminar dormida, lady Macbeth convierte en literales las tremendas metáforas que han estado circulando por el texto desde el momento en que Macbeth «ha muerto al sueño» [II.2.42] y representa con su sonambulismo el regreso del pasado para apropiarse del presente. No hay nada en el teatro de comienzos de la era moderna capaz de igualar esta escena, ni siquiera la locura auténtica y desesperada de Ofelia, que, en comparación, deja en muy mal lugar la «actitud extravagante» de Hamlet. Lady Macbeth realiza las terribles metáforas que Macbeth solo imagina en su mente. «Sus ojos están abiertos», «pero están cerrados a la sensación» [V.1.24-5]; ¡exactamente como le ocurre a Macbeth! Y aunque su cuerpo está presente, su mente está en otra parte, atrapada, recordando el pasado, rememorando el asesinato noche tras noche, pendiente del reloj, oliendo la sangre, obsesionada por «una mancha» y desconcertada por la abundancia de esta: «¿quién habría pensado que el viejo tenía tanta sangre en su cuerpo?» [38-9]. Lavándose y lavándose la «mano pequeña» que «todos los aromas de la Arabia no perfumarán» [48-9], nada de lo que pueda hacer ahora redimirá el futuro. Efectivamente, el futuro entero de lady Macbeth pertenece a esta única acción. Ese es el aspecto que tiene la condenación.
Mostrando un horror auténtico ante su «descubrimiento» del cadáver de Duncan, Macbeth declara: «Solo una hora hubiera muerto yo antes de esto | y feliz mi tiempo habría sido» [II.3.88-9]. Y tiene toda la razón, puesto que «desde este | momento, nada hay serio en lo mortal» [89-90]. El tiempo posterior al asesinato carece de sentido. «Mañana, y mañana, y mañana» solo producirá «ayeres» para alumbrar a los «necios, | el camino a la polvorienta muerte» [V.5.19, 22-3]. El hombre no es más que un «pobre actor» [24], y su vida resulta tan intrascendente como el transcurso de una artificial puesta en escena. Constituye un cuento «sin ningún sentido» [28]. Este vaciado del tiempo humano es el instante más nihilista de Macbeth.
Pero a estas alturas el controlador del tiempo ha llamado al portón, que ha sido abierto por quien se llama a sí mismo el «portero del demonio» [II.3.16], despertando a toda la casa. Y el «¿Cuándo?» inicial de las fatídicas hermanas recibe su respuesta aplazada de labios de Angus, que describe el «ahora» de Macbeth:
Ahora es cuando siente
pegársele a las manos sus secretos crímenes;
revueltas cada minuto le echan su fe rota
[…] Ahora siente que su título
le cuelga flojo, como manto de gigante
sobre un ladrón enano. [V.2.16-22]
Macbeth consigue matar a un rey y, a la vez, al sueño. Sin embargo, falla en su intento más audaz: no puede matar el tiempo. Cuando insistió para que las fatídicas hermanas le dijesen si la descendencia de Banquo reinaría en Escocia, ellas respondieron con un «espectáculo», una serie de reyes que parecía irse a «estirar […] hasta el tambor del Juicio», el fin de los tiempos [IV.1.116]. El último lleva un espejo en la mano, el cual multiplica la «Visión horrible» [121] que enmarca. ¿Es esta multiplicación del futuro el mejor chiste de las fatídicas hermanas, o su acertijo óptico más cruel?
 «MENTIRAS COMO VERDAD»

¿Cómo se saben las cosas? ¿Cómo se demuestran los «raros acertijos»? En Otelo se exige «prueba evidente», la cual se obtiene cuando Desdémona entra y Otelo sabe al mirarla que las fantasías pornográficas de Yago son falsas:
¡Si ella es infiel, de sí se burla el cielo,
no he de creerlo! [III.3.274-6]
En Macbeth la mirada está desacreditada (igual que falla en Otelo), pues, como sabe Duncan, «No hay arte alguna | de descubrir en una cara | las marañas del pensamiento» [I.4.12-13]. Las caras de los traidores son «máscaras» para su pensamiento [III.2.34]; es alguien que puede parecer «flor sumisa», pero ser «la sierpe bajo ella» [I.5.63-4]; que puede burlar «al tiempo con apresto alegre y grave» y cuyo «falso rostro» puede esconder «lo que en el falso corazón se sabe» [I.7.81-2]. El joven Malcolm, en Inglaterra para huir de los asesinos de Macbeth, es un veterano alumno de la escuela de la hipocresía. Buscando en el rostro de Macduff señales reveladoras de traición, se disculpa, aunque sospecha:
lo que vos seáis, no pueden nunca trastocarlo
mis pensamientos. Son los ángeles aún claros,
aunque cayó el más claro; aun cuando use el ceño
de la gracia toda cosa vil, aún la gracia
debe parecer lo que ella es. [IV.3.21-4].
Incluso las señales halagüeñas: ¿cuánto significan? Mira, dice Banquo, escudriñando el vuelo del pájaro en el cielo mientras el cortejo real permanece en el umbral del castillo de Inverness,
Ese veraniego
huésped de las iglesias, el vencejo, prueba
con su amoroso anidamiento que aquí el cielo
galanamente alienta: no hay cornisa, friso,
arbotante o nicho acogedor donde ese pájaro
no haya colgado casa y criadora cuna:
donde ellos crían más y anidan, tengo visto
que es fino el aire. [I.6.3-10]
Se vuelve y ve a una sonriente lady Macbeth que entra y saluda al real invitado.
Hamlet comprueba «raros acertijos» —«Aquel espíritu que vi | puede ser el demonio […] | Tendré que hallar más pertinentes bases»— representando una obra para poder observar las reacciones de los espectadores y sacar conclusiones de sus hipótesis: «Con que tan solo se estremezca», el espectro está en lo cierto, Claudio es un asesino, y «sé lo que debo hacer». Pero «si su culpa escondida | no asoma las orejas» Claudio es inocente y es «un fantasma maldito». En cualquier caso, Hamlet soluciona el problema de saber: «La comedia es el medio que me trazo | para tender al alma del monarca un lazo» [II.2.596-601, 595, 596; III.2.90-92; II.2.602-3].
Macbeth recoge el hábito de Hamlet de formular hipótesis, aunque sin la obra de teatro como «bases» materiales para las conclusiones de Hamlet. Al escribir sobre las historias de Shakespeare —piensa en concreto en las de Enrique IV—, John Kerrigan observa con gran acierto que estas obras «se basan en la mirada al pasado». De igual modo, las tragedias se basan en la hipótesis, pero si la mirada al pasado se ancla en la memoria (aunque el recuerdo de los ancianos vaya a la deriva), la hipótesis en Macbeth se sitúa en lo imaginario: «Si podéis ver en la semilla de los tiempos»; «Si quedara hecho ya cuando se hiciera»; «Si el asesinato»; «Y ¿si fallamos?»; «A ser así, | por la estirpe de Banquo habré manchado el alma»; «Si osarios y sepulcros nos devuelven fuera | los que enterramos»; «Como mientas»; «Si tu cuento es cierto» [I.3.57; I.7.1, 2, 59; III.1.63-4; III.4.70-71; V.5.38, 40]. A diferencia de las de Hamlet, las hipótesis de Macbeth no las demuestra por la práctica. No tienen la intención de saber «lo que debo hacer», sino que buscan a tientas, inquietas, aferrándose a la metáfora. Se imaginan cosas a partir de otras figuraciones. En los versos de la escena 7 del acto I, en los que se premedita el regicidio —«Si el asesinato | echara red a las consecuencias, y atrapara | su logro en su remate»— observamos que «el asesinato» está separado de su teórico ejecutor. La hipótesis de Macbeth le hace ausentarse del crimen. El asesinato se convierte en agente de su propia obra, capaz en sentido figurado de lanzar una red sobre las «consecuencias»: esta última palabra es neutral pero capciosa. En Hamlet entendemos metafóricamente cómo puede una obra «atrapar» una «conciencia», pero ¿cómo atrapa una «red» el «remate»? Y ese «logro en su remate», ¿cómo queda empaquetado en la misma red? ¿O es lo que elude las «consecuencias»?
Macbeth, según A. R. Braunmuller, es una obra que piensa a través de la metáfora. En su variedad más simple, la metáfora establece una mutua relación teórica entre dos cosas que la mente suele mantener separadas, de forma que un poco de cada una influye en la otra. La metáfora funciona por fricción poética. En esta obra los títulos inmerecidos son «prestada ropa», atuendo robado que «le cuelga flojo […] como manto de gigante | sobre un ladrón enano»; la cara «es libro en que los hombres | leer pueden raros temas»; la memoria lleva plantada «una arraigada pena»; «es salsa del manjar | la cortesía»; el sueño es «baño de enconadas penas» [I.3.108; V.2.21-2; I.5.60-61; V.3.41; III.4.35; II.2.38]. No obstante, lo más peligroso es que las metáforas actúan como eufemismos; pueden legitimar lo ilegítimo. Si Malcolm, ascendido a heredero forzoso, es «un peldaño» es posible «saltarlo»; si Banquo es una «serpiente» es posible «matarla»; si el hijo de Macduff es como «huevas» se le puede aplastar [I.4.49-50; III.2.13; IV.2.83]. Para lady Macbeth el crimen supone un «negocio» que llevar a cabo [I.5.66]. Estas metáforas intentan vacunar al entendimiento contra los horrores que representan. «Las primicias de mi corazón serán primicias | de mi mano», decide Macbeth [IV.1.146-7], una metáfora que explota en nuestro cerebro a medida que el discurso avanza y entendemos que las «primicias» no son solo primeros impulsos, sino hijos primogénitos. «Estoy metido en sangre | hasta tan hondo que, si no entro más al vado, | volver tan duro fuera como atravesar», observa [III.4.135-7], y nuestros sentidos están tan abrumados por lo que representa la metáfora, un vasto mar de sangre lamiendo los muslos del asesino, que nuestro intelecto tarda en ponerse en marcha y desentrañar su lógica. Si «no entro más al vado» significa «pongo fin al asesinato», ¿por qué «volver» equivale a «atravesar»? ¿Deberá Macbeth regresar matando a la tierra firme de la inocencia?
A medida que los personajes intentan entender lo incomprensible, sus metáforas se hacen más forzadas y las ideas opuestas más violentamente incompatibles. La búsqueda de analogías perturba la expresión, aunque, de modo extraño, descubre que las cosas solo pueden conocerse desconociéndolas. La metáfora elimina la noción de una cosa, hace que deje de ser ella misma, presentando alternativas que la alejan cada vez más de sí. El sueño es lana, agua, medicina, comida: «desenreda el embrollado ovillo | de las preocupaciones»; es «baño de enconadas penas»; «bálsamo del alma herida»; «dádiva segunda | de la gran Madre» [II.2.37-9]. La vida es «una andante sombra»; «un pobre actor»; «un cuento | contado por un idiota»; «sin ningún sentido» [V.5.24-8]. Duncan asesinado es una obra de arte, una «obra maestra», hecha por la «perdición». Es un «templo» profanado; una Gorgona cegadora; «la imagen del gran Juicio» [II.3.63, 65, 68-9, 75]. «¿Qué es eso que dices?», grita lady Macbeth en un momento dado cuando la expresión de su marido parece alterarse [II.2.40]. El lector tampoco entiende de forma literal unas palabras cuyas imágenes alucinantes se congregan como ejércitos de fantasmas insurgentes:
[…] sus virtudes
reclamarán como ángeles de trompetera lengua
condena en firme de su desaparición;
y piedad, como un desnudo crío recién nacido,
a lomos de la tromba, o querubín celeste,
cabalgando en las ciegas postas de los aires,
hará estallar la horrenda acción en todo ojo,
tanto que el llanto anegue el viento. [I.7.18-25]
Ven, cegadora noche,
véndale el tierno ojo al compasivo día
y con tu invisible ensangrentada mano borra
y desgarra en tiras este poderoso lazo
que me tiene pálido. La luz se espesa; el cuervo
de vuelo va al graznante bosque, y ya los bienes
del día a declinar y adormecerse empiezan,
mientras los agentes negros de la noche bullen. [III.2.46-53]
Escribir frases como estas es como si Shakespeare inventase un lenguaje para exteriorizar el interior de la mente de Macbeth, donde la razón, la conciencia, lo imaginario y la fantasía luchan por encontrar palabras, donde «el poder de obrar ahogado está en sospecha» y «solo es algo aquello que nada es» [I.3.140-41]. Y no solo la mente de Macbeth; en este mundo la metáfora parece poseer una mente propia. Solamente hay que pensar en el zigzag que dibuja la metáfora en estos versos sobre «el cruel Macdónwald»:
(digno de ser traidor como es, pues para ello
todas las vilezas pululantes de natura
hacen enjambre en él) […] [I.2.10-12]
El sargento ensangrentado está diciendo que Macdónwald, como traidor, atrae a esa vileza mayor toda vileza menor del mundo, ¿no es así? La cuestión surge porque la metáfora, hábilmente, invierte al agente y a la víctima. Asimila la vileza, convirtiéndola en algo que la naturaleza produce, un avispero o un hormiguero furioso, en lugar de un crimen que un hombre comete. Y luego vuelve a estas hordas «multiplicadoras» contra el criminal, llevándolas a transformarse en un enjambre horrible sobre el traidor acosado que se convierte en la víctima indefensa e infortunada. O pensemos en lady Macbeth, convocando «espíritus que servís a las ideas | de muerte, despojadme aquí de sexo». «Aquí en mis pechos mujeriles, | ¡trocad la leche en hiel» [I.5.38-9, 45-6]. ¿Les ordena que sustituyan su leche por hiel o les invita a mamar de ella, diciendo que su leche es hiel? De nuevo, Ross, al celebrar las atrocidades del campo de batalla, le habla a Macbeth de sus asombrosas hazañas: «te encuentra entre las recias filas de noruegos, | sin miedo alguno a cuantos alzabas tú mismo | fantasmas de la muerte» [I.3.94-6]. Pero ¿hizo Macbeth esos «fantasmas» a partir de cadáveres de noruegos o de su propio cuerpo?
Más que replegarse sobre sí mismo, el lenguaje de la metáfora, como las adivinanzas de las brujas, muestra una tendencia a emigrar. Las palabras pronunciadas en una escena se trasladan a otra, donde adquieren nuevos significados, intensificados, irónicos, horrendos. Las cosas literales se vuelven metáforas; las metáforas se convierten en literales, como la «daga trazada en aire» del «cerebro opreso de la fiebre» que se materializa extrañamente cuando, incapaz de aferrarla, saca su propia arma en sustitución de ella [III.4.61; II.1.39-41]. Tales extrañas transacciones son típicas. En la escena 2 del acto 2, Macbeth mata al rey dormido, pero presenta el acto como metáfora: «Macbeth asesina al sueño». Los asesinos se ponen ropa de dormir, fingen estar dormidos, pero de hecho «¡No duermas más!» excepto «en la aflicción de esos terribles sueños | que la noche nos agitan» [II.2.35; III.2.18-19]. En la escena 1 del acto V, esas metáforas culminan en la escena del sonambulismo. «Ponte la ropa de dormir», aconseja lady Macbeth [58], que ya se ha puesto la suya. Mientras camina y habla en ese éxtasis inquieto, burda parodia del sueño, el médico que la contempla es incapaz de aplicar el «bálsamo del alma herida» que ella anhela con nostalgia en sus últimas palabras: «A la cama, a la cama, a la cama» [II.2.39; V.1.64].
La palabra «banquete» —el ritual común y cotidiano de partir el pan que une a la familia, al clan y al Estado a través de la alimentación— experimenta un viaje similar en el transcurso de la obra. «Banquete» aparece por primera vez en la obra como metáfora. «De sus altas alabanzas [de Macbeth] me alimento:», dice Duncan, «es para mí un banquete» [I.4.56-7]. Más tarde, el sueño es un banquete —«principal manjar en el festín del mundo» [II.2.40]— que Macbeth desperdicia al matar a Duncan dormido. A continuación desperdicia su propio banquete de coronación [III.4]. «Sabéis ya vuestro rango», dice, dando la bienvenida a los señores que representan el orden de su reino, «sentíos» [I]. Pero a lo largo de las cien líneas siguientes destroza la mesa, amedrentado y aterrado ante el fantasma ensangrentado que nadie más puede ver pero que llega puntual, directamente desde la zanja donde «veinte tajos bien cavados» [26] deberían tenerle tendido, pero no. Mesa, sillas, asesinos, señores, esposa, todo ello —el mobiliario del banquete— se convierte en escudos para alzar entre el tembloroso rey y la visión que le horroriza. Sus señores se espantan; su esposa trata de encubrirle; pero la evidencia del banquete arruinado, el «trastocado […] regocijo» y «alboroto tan pasmoso» es condenatoria [108-9]. Mientras los señores se precipitan de cualquier manera hacia la salida vemos la ruina del reino en los restos del banquete. El rey y la reina se quedan en la sala, decaídos y cansados, hablando de esto y de lo otro, preguntándose qué hora es, anhelando el sueño, a sabiendas, incluso desde las profundidades de su agotamiento, que hay mucho más que hacer, que «Casi somos niños en el crimen» [143].
Por supuesto, este no es el primer banquete ni el último. Al principio de la escena 7 del acto I, las acotaciones del Folio indican: «un maestre de sala [un jefe de camareros] y diversos criados con platos y servicio […] pasan por la escena». Le llevan a Duncan el banquete que celebra el triunfo de Escocia, pero Macbeth está ausente, fuera, rumiando posibilidades: «Si quedara hecho». La actividad de su mente se superpone a las acciones del maestre de sala que tienen lugar detrás de él: el criado obediente contrasta con el anfitrión asesino, cuyos pensamientos sangrientos convierten en burla el banquete que se desarrolla en la sala adyacente. Aún más burla es el banquete que aparece en la escena 1 del acto IV. Las fatídicas hermanas se congregan alrededor de la caldera —«Doble, doble afán y brea»— para preparar un potaje tóxico a base de partes del cuerpo hervidas —entrañas, ojo, dedo del pie, lengua, pierna, hígado, nariz, labios y «dedo de bebé asfixiado» [30]— que se sirve porque a las apariciones les gusta que los cuerpos satisfagan el ansia de Macbeth, que les dice «respondedme». Esta es, metafóricamente, su última cena, y come hasta hartarse.
Al contemplar escenas así en la representación entendemos cómo nos hace una obra «pensar sensualmente» (una expresión de Robin Grove) y ver «sintiéndolo» (Gloucester en El rey Lear, IV.6.150). «Hará el piélago entero de Neptuno limpia | mi mano de esta sangre?», se pregunta Macbeth, mirándose horrorizado unas manos cubiertas con la sangre de Duncan que parecen desolladas [II.2.60-61]. La sangre es de Duncan, lo sabemos, pero nos da la impresión de que Macbeth se desangra y todas las terminaciones nerviosas de sus manos despellejadas están expuestas al dolor. Su esposa le asegura alegre que «Un poco de agua de esta acción nos limpia» [67], y levanta unas manos manchadas como las de él. Pero la sangre de Duncan sigue escurriéndose en el tejido de su ser y no la borrará ninguna cantidad de agua, pues la «mancha» que la sonámbula frotará noche tras noche, lavándose las manos y encontrándosela en la piel, se le habrá filtrado al cerebro.
Al tomar parte en escenas tan angustiosas, los espectadores aprendemos de la metáfora de Macbeth una lección todavía más dura que el dolor. Aprendemos que en un mundo que produce de manera indistinta el «hambriento tiburón» y el «vencejo», «huésped de las iglesias» [IV.1.24; I.6.4], un mundo donde el equívoco no es una anomalía sino que se halla «en el corazón de las cosas» (son, una vez más, palabras de Robin Grove), en este mundo el equívoco también va a constituir el lenguaje. El lenguaje es una simple metáfora. En el mejor de los casos, es una aproximación que trata de hacer coincidir lo que pensamos con lo que decimos. Todo lenguaje lleva a cabo una especie de actos «equilibristas», y todas las palabras, en algún nivel, «nos la juegan con ambiguo entendimiento» [V.6.58, 59]. Como «el diablo» con sus «equívocos», el lenguaje, incluso en el mejor de los momentos, «miente con verdad» [V.5.43-4].
Mientras Shakespeare escribía Macbeth, estaba leyendo la traducción inglesa de John Florio de los Ensayos de Michel de Montaigne. En su ensayo «Sobre los mentirosos» Montaigne reprueba la mentira llamándola «vicio maldito». «No somos hombres —escribe— ni estamos ligados los unos a los otros más que por la palabra.» Mentir infringe nuestra palabra, la única hacedora del contrato social. Y cuando desconcierta, la mentira multiplica una confusión que en definitiva favorece el hundimiento del gobierno, el orden y la cultura. Tenemos poca defensa contra el mentiroso: «Si como la verdad, la mentira no tuviera más que una cara, estaríamos mejor dispuestos para conocer aquella, pues tomaríamos por cierto lo opuesto a lo que dijera el embustero mas el reverso de la verdad reviste cien mil figuras y se extiende por un campo indefinido».
«No somos hombres […] más que por la palabra», y eso nos convierte en blancos fáciles. Sobre todo porque «verdad» y «mentira» no son tan distintas como propone Montaigne. Los seres humanos no solo decimos verdades o mentiras; hacemos bromas, ponemos peros, hacemos juegos de palabras y utilizamos el doble sentido, formulamos acertijos «que guardan la promesa para nuestro oído» pero «la quebrantan para nuestra esperanza» [V.10.60-61]. ¿Son estos actos de habla mentiras o formas de decir la verdad? Al final Macbeth es destruido, pero no por una extraordinaria intervención sobrenatural, sino por eso que nos hace «hombres»: las palabras. Mientras piensa frente a Macduff, invulnerable:
tengo
una hechizada vida, que ceder no debe
a nadie de mujer parido.
Macbeth aprende por fin cómo funciona el lenguaje en esta obra. «Pierde fe en tu hechizo», contesta Macduff,
y el ángel a quien has hasta hoy servido sepa
decirte que a Macduff del vientre de su madre
se le arrancó a destiempo. [V.10.51-5]
¡Ah! Como al pensar en lo de Cáudor (tanto tiempo atrás) cuando la palabra de la adivinanza era «vive», Macbeth ha apostado su futuro a «mujer». Pero la palabra que «miente con verdad» es «parido».
 «LA SEMILLA DE LOS TIEMPOS»

Cuando Ross llega a Inglaterra, llevando noticias a los exiliados, su visión de Escocia es apocalíptica:
¡Ah, pobre, pobre patria! Casi temerosa
de conocerse ya a sí misma; ya no puede
llamarse nuestra madre, sino nuestra tumba [IV.3.164-6]
Describir a los súbditos de Macbeth como los hijos de Escocia manifiesta una verdad terrible. El totalitarismo de Macbeth constituye una guerra contra el futuro y, en última instancia, contra los niños. En una obra que tiene al espectador «de horrores empachado» [V.5.13], ninguno supera los horrores imaginados y realizados con los cadáveres de niños.
Señalando el niño como «tal vez el símbolo más poderoso de la tragedia», Cleanth Brooks mostró lo arraigada que está la «niñez» en Macbeth. Los niños aparecen como personajes (el Fleancio de Banquo, las «huevas» de Macduff [IV.2.84], el niño pálido con «hígados de lila» que anuncia la llegada del ejército inglés de diez mil hombres en V.3.15). Son símbolos materiales (el «niño ensangrentado» y el «niño coronado» que surgen en forma de apariciones [IV.1.75, 85]). Figuran en las metáforas (la «piedad» es «como un desnudo crío recién nacido | a lomos de la tromba». Los «deberes» hacia el «estado y trono» de Duncan son «hijos y criados», mientras que las inspiraciones asesinas son «primicias» y la «pasión tan noble» es «hija» de la integridad). La imagen del niño une la apuesta de la obra por la historia, tanto sus ambiciones por «Mañana, y mañana, y mañana» y su nostalgia por un ayer «feliz», una época de gracia antes de que la memoria acabara figurando como erial plantado solo con penas. Desde el «¿Cuándo?» inicial de las fatídicas hermanas, Macbeth se centra en los futuros —profético, dinástico, doméstico, metafísico, eterno— y el niño es la encarnación material de todos ellos. Pero el niño representa también una nostalgia del pasado del adulto: cuando él también era inocente y su mente no estaba contaminada por ese «maldito pensamiento» [II.1.8] que hasta hombres buenos como Banquo alimentan. Es una ironía, por supuesto, que Macbeth quiera tanto poseer el futuro que las fatídicas hermanas le «dieron» como destruir el que «prometieron» a Banquo. De ello se deduce que la guerra de Macbeth contra el futuro es una guerra hacia los niños.
¿Y su propia paternidad? Lady Macbeth afirma haber «dado de mamar» y saber «qué tierno es el amor al crío que me sorbe» [I.7.54-5]. Pero la meditación de Macbeth en III.1.60-71 y el grito desolado de Macduff en IV.3.215 dejan claro que «Él no tiene hijos». Esta discrepancia puede significar mucho o nada. En el teatro, sin embargo, no puede eludirse: quien encarne a lady Macbeth debe interpretar la frase «He dado de mamar», y el actor que haga el papel de su marido debe interpretar lo que oye. Es posible, por supuesto, que la frase de lady Macbeth sea una de esas expresiones que abundan en esta obra y que «nos la juegan con ambiguo entendimiento» [V.6.59]. No obstante, sea cual sea su estatus como «historia real», su fuerza urgente en la escena 7 del acto I, es retórica y performativa.
La frase de lady Macbeth llega al final de un par de discursos cuyo objetivo es hacer un hombre de Macbeth. Él se ha decidido en contra del asesinato: «No más debemos ya seguir con este asunto» [I.7.31]. Ella contraataca con preguntas: «¿Estaba ebria | la esperanza […]?», «¿Ha dormido […]?» [35-6]. Sus regañinas agrían la esperanza hasta convertirla en el sueño de un borracho y reducen la corona a un accesorio que Macbeth quiere pero teme atrapar aunque se la arrojen sobre las rodillas. Ella le vuelve un gato, una bestia, un borracho enfermo de fantasías de ambición. Pero ¿un hombre? Lady Macbeth solo le tiene por un hombre en uno de esos hipotéticos pasados-futuros que está imaginando constantemente esta obra: «Cuando a ello te atrevías, fuiste entonces hombre» [I.7.49]. Y tras hacer malabarismos con las palabras se desliza en su asombrosa e inesperada frase sobre el «crío que me sorbe», utilizando al niño recordado para crear, mediante una sintaxis de condicionales, una imagen aterradora de lo que haría ella para conseguir la corona:
pues yo, cuando a mi cara más se sonriera,
mi pezón de sus encías blandas arrancara
y sus sesos estrellara, si jurado hubiera
tal como tú has jurado en esto. [56-9].
Para hacer un hombre de Macbeth, lady Macbeth causa la muerte de un niño.
¿Y la lánguida respuesta de él? «¡Pare solo hijos varones!» [72]. Pero el único niño parido para Macbeth son los bebés monstruosos, recomposiciones por piezas de un «bebé asfixiado», que salen a la superficie en la caldera de las brujas.
Cabe señalar que mientras que el hijo del destino, Fleancio, escapa en la oscuridad, el niño asesinado en su lugar, las pequeñas «huevas» de Macduff, sufre a la luz. Su asesinato es la única muerte de Macbeth que el dramaturgo sitúa en el centro de la escena, a plena vista, obligando a los espectadores a mirarla de cara. Cabe señalar también que, aunque Macbeth se presenta como un Herodes moderno al matar a todas las criaturas para no ser depuesto, sabe que sus esfuerzos son en vano. Los niños ganarán. Porque, como ese bebé llamado «piedad» que, a pesar de estar desnudo y acabar de nacer, es capaz de cabalgar enérgicamente a lomos de la tormenta que desata Macbeth, los niños de Macbeth son tanto enanos como gigantes, tanto frágiles huevas como poderosos bosques móviles. Son la «semilla de los tiempos» [I.3.57]. Y no hay forma de contenerlos.
 «¿MIRABA EL CIELO?»

¿Qué aprendemos de Macbeth? Para la pregunta (si hiciera falta formularla) «¿qué posibilidades tienes de que tu crimen quede sin castigo?», la respuesta: cero. De forma menos directa, reflexiones sobre la lotería de la vida, hasta qué punto la diferencia entre la dulzura de la vida de un hombre y la amargura de la de otro depende de accidentes, encuentros casuales con extraños, oportunidades ofrecidas que agarramos con ambas manos o bien descartamos o perdemos. No hay «buenos» en Macbeth. Banquo suplica: «Poderes misericordes, | cortad en mí el maldito pensamiento, a quien | natura cede en el reposo» [II.1.7-9] porque necesita que se lo corten: ha estado soñando con brujas [20]. Macduff se confiesa «Pecador» [IV.3.223]. Sabe que es culpa suya que su familia muriera: «no por sus culpas, sino por las mías | cayó el estrago en ellos» [225-6]. (Pero ¿cuál fue su pecado? Su esposa le llama traidor y cree que huyó. Pero ¿no son sus culpas más parecidas a una ingenuidad involuntaria, a una falta de «maldad», al no poder imaginar que su esposa y sus hijos están en peligro? Ningún hombre, ni siquiera un tirano, mata niños). Por su parte, Malcolm «prueba» que es un hombre honrado demostrando que es un experto mentiroso. Así pues, junto con todas sus otras «gracias que en un rey bien caen» [91], Malcolm está preparado para hacer de hipócrita. Luego está el «buen» Siguardo, que devuelve el gobierno legítimo a Escocia, él y sus diez mil soldados ingleses. Sabemos por Holinshed que Siguardo es abuelo de Malcolm, lo que significa que tiene «algunos derechos | sobre este reino, de los que hay memoria», como podría decir Fortinbrás en Hamlet [V.2.383]. Entonces, ¿son las tropas de Siguardo un ejército de liberación, o de ocupación, dando los primeros pasos hacia la anexión de Escocia a la corona inglesa? (En la historia más «auténtica», el hermano menor de Malcolm, Donalbain, que desapareció en Irlanda en el acto II, regresa para asesinar al hijo de Malcolm. Y Fleancio, a quien vimos por última vez en el acto III esquivando a los asesinos de Macbeth, huye a Gales, donde, acogido en la casa del rey, viola a la hija de su anfitrión, por lo que el rey le manda matar. Es el hijo bastardo nacido de esa violación quien, al llegar a la edad adulta como mayordomo («steward», en inglés) de la casa real, genera el primer rey Estuardo [«Steward/Stewart/Stuart», en inglés]. En este catálogo de hombres, incluso Duncan resulta dudoso. Si ha sido tan «claro» en su «alto cargo» [I.7.18], ¿por qué le atacan por tres lados? ¿Por qué es responsable de «un Gólgota segundo» [I.2.41]? Y si la bondad de Duncan es dudosa, ¿no es también dudosa la maldad de Macbeth? Macbeth tiene aún la palabra «esperanza» en su vocabulario en el acto V [6.61].
Dado el peligro en que siempre se halla la vida humana, la oración común es «No nos dejes caer en la tentación»; «No nos pongas a prueba»; o, en el caso de Banquo, «Poderes misericordes | cortad en mí». Con suerte, las oraciones serán escuchadas, los «poderes misericordes» se movilizarán, se implicarán, acudirán en nuestra ayuda. Pero ¿y si no lo hacen? ¿Somos todos Macbeth en potencia? Cuando Macduff trataba de comprender el asesinato de su familia, preguntó de pronto: «¿Miraba el cielo | y no acudió en su ayuda?» [IV.3.222-3]. Es una pregunta parecida a la de Macbeth, tanto tiempo atrás: «¿Por qué?». ¿Por qué le pararon «en este páramo […] con saludo agorador?». ¿Por qué fue él el blanco? ¿Miraba el cielo y no acudió en su ayuda? ¿Dónde estaban los poderes misericordes cuando Macbeth los necesitaba?
La desolación que aprendemos de Macbeth no solo se debe a que sabemos que Macbeth se destruye a sí mismo: escoge la oscuridad, y «cuando olvidamos el honor | nada marcha derecho; querríamos | y al mismo tiempo no» (Medida por medida, IV.4.31-2). Pero también hemos visto la actitud distante de los cielos mientras los «ministros de las tinieblas» se dedicaban a entrometerse en la vida de Macbeth para arruinársela. Sabemos que sus actos no carecieron de estímulo. En una versión del último cuadro escénico de la obra, esta tragedia reproduce la profunda ambivalencia de nuestra reacción y nos da una visión del miedo. El cuerpo del «muerto carnicero» [V.11.108] y todo el pasado oscuro que representa, yace sobre el escenario. Pero junto a él se halla el cuerpo de su última víctima, el hijo de Siguardo. Representa el futuro: el cadáver de un niño.
CAROL CHILLINGTON RUTTER


  CRONOLOGÍA APROXIMADA

DE LA OBRA DE SHAKESPEARE

 AÑO OBRA 1589-1590 Enrique VI, parte primera 1590-1591 Enrique VI, parte segunda 1590-1591 Enrique VI, parte tercera 1592-1593 Ricardo III 1592-1593 Los dos caballeros de Verona 1592-1593 Venus y Adonis 1593 La comedia de los errores 1593-1609 Sonetos y Lamento de una amante 1593-1594 La violación de Lucrecia 1593-1594 Tito Andrónico 1593-1594 La doma de la fiera 1594-1595 Trabajos de amor en vano 1594-1596 El rey Juan 1595 Ricardo II 1595-1596 Romeo y Julieta 1595-1596 Sueño de noche de verano 1596-1597 El mercader de Venecia 1596-1597 Enrique IV, parte primera 1597 Las alegres casadas de Windsor 1598 Enrique IV, parte segunda 1598-1599 Mucho ruido y pocas nueces 1599 Enrique V 1599 Julio César 1599 Como les guste 1600-1601 Hamlet 1601 El fénix y el tórtolo 1601-1602 Noche de Epifanía o Lo que queráis 1601-1602 Troilo y Crésida 1602-1603 Bien está todo lo que bien acaba 1604 Medida por medida 1604 Otelo 1605 El rey Lear 1606 Macbeth 1606 Antonio y Cleopatra 1607-1608 Coriolano 1607-1608 Timón de Atenas 1607-1608 Pericles, príncipe de Tiro 1609-1610 Cimbelino 1610-1611 Cuento de invierno 1611 La tempestad 1612-1613 Enrique VIII 1613 Dos nobles de la misma sangre
  NOTA EDITORIAL

Escrita probablemente en 1606 y representada en el Globe en abril de 1611. La única versión existente es la del Primer folio de 1623, bastante limpia de impresión y cuya brevedad hace pensar a muchos editores que se trata de una versión compuesta a partir del guión teatral, que a menudo suprimía muchos pasajes del manuscrito original.

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