jueves, 20 de julio de 2017

Jorge Luis Borges: LAS ÚLTIMAS COMEDIAS DE SHAW.Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.

(En la gráfica en el orden usual: Victoria Ocampo fundadora de la Revista Sur,Leonor Rita Acevedo Suárez de Borges fue la madre del escritor, y Jorge Luis Borges). 
LAS ÚLTIMAS COMEDIAS DE SHAW

Bernard Shaw ha reunido en dos tomos —Demasiado cierto para ser bueno el uno, El bobalicón de las Islas Inesperadas el otro— sus últimas comedias. Reseñaré los dos; empiezo (cronológicamente) por el primero.

Demasiado cierto para ser bueno

En algún renglón de alguna página de las casi infinitas y ciertamente inagotables 1001 Noches se puede leer que la decrepitud del águila es preferible a la primavera del cuervo. El repetido examen de estas penúltimas comedias de Shaw prueba absolutamente que la decrepitud del águila no es preferible a la primavera del cuervo. Esa inofensiva imagen ornitológica quiere significar que si bien esas comedias de Bernard Shaw son de algún modo superiores a las de quienes no son Bernard Shaw, no es menos cierto que son decididamente inferiores a todo lo demás de su obra —salvo, quizá, Fanny's first play y las incompetentes novelas. No recurramos a la mala palabra "decrepitud": el libro más complejo de Shaw, Vuelta a Matusalén, es de 1921, fecha que nada tiene que ver con su "primavera" fabiana. Más bien pensemos en cuestiones de gloria y comodidad. Bernard Shaw es glorioso; Bernard Shaw tiene la seguridad de ser escuchado; Bernard Shaw tiene la costumbre de pensar en forma dramática —en forma dialogística, al menos. Todo escritor especulativo debe prever continuas objeciones que interrumpen el curso del pensamiento, y que es obligatorio satisfacer; el artificio dramático encuentra en esos vaivenes y perplejidades, no ya un problema, sino un instrumento precioso. De ahí los hábitos dramáticos de Platón y de Berkeley, y aun de los apasionados monólogos de San Agustín; de ahí, tal vez, estas comedias puramente discutidoras de Bernard Shaw.

El mundo que presentan o postulan estas comedias es voluntariamente irreal. Digo "voluntariamente", porque a ello me autoriza la inclusión de ciertos personajes fantásticos: entre ellos, de un microbio indignado que se lamenta a gritos de las enfermedades atroces y sucesivas que le contagia la señorita en que vive. Ya celestiales, ya infernales, los mundos inventados por el arte quieren ser más intensos que la realidad, ya que están obligados a ser más pobres. El de Bernard Shaw —el del penúltimo Bernard Shaw— prescinde de ese anhelo. Es un mundo insípido, opaco, tirando a pesadilla lánguida, hecho de interminables conversaciones sobre temas políticos, sin otra esperanza de interrupción que la operada por algunos "recursos teatrales" conocidísimos, pero al parecer infalibles: presentar un individuo muy harapiento y después hecho un dandy, presentar dos personas que simulan amistad, pero que aprovechan cualquier descuido para agredirse a pellizcones o a puntapiés, presentar sordos o extranjeros que deforman incurablemente lo que oyen, presentar un flirt belicoso con vaivenes de cólera y de ternura, presentar elocuentes discutidores que descubren de golpe que su interlocutor ya se ha ido, presentar caballeros que para disimular un ademán imprudente fingen estar absortos en el rito de la gimnasia sueca...

Los caracteres faltan en las penúltimas comedias de Shaw, pero las situaciones también. Su interés es el de una discusión no muy interesante, puesto que en ella no participan varias personas, sino una sola —que no es del todo Shaw. La necesidad de repartirse en sus personajes, siquiera afantasmados o nominales, le impide serlo. Hay, sin embargo, una excepción. El desesperado predicador de la página 107, el hombre que ha perdido su fe, pero que sigue predicando infinitamente "aunque no tenga nada que decir", con la tenue esperanza de que el Espíritu bajará algún día a su boca, ha sido colocado por el autor para que lo identifiquemos con él. Ciertamente no incurriremos en esa descortesía. Por lo demás, esa página de espléndida retórica basta para justificar todo el libro. Digo lo mismo de cierto extraordinario diálogo prenupcial de las páginas 136-137. Hay además los prólogos, que vindican mi antigua convicción de que Bernard Shaw es uno de los primeros prosistas de Europa —no inferior a Eliot o a Valéry, sino diferente.

El bobalicón de las islas inesperadas

La pieza que da nombre a este volumen trata del Juicio Final. Siempre me ha interesado esa función, ese delicado examen inapelable de todos los destinos humanos y de cada momento de esos destinos. Shaw, en su comedia, prescinde del escénico esplendor de la institución ortodoxa y hasta de la solemnis praeparatio de orden meteorológico-legal que la anunciará. Nada de eclipses de la luna y del sol, nada de aberraciones atmosféricas, nada de las siete redomas de la ira de Dios, nada de espadas y trompetas y tronos. De todo ese copioso attirail de San Juan el Teólogo (que asimismo comprende 7 lámparas, 1 mar de vidrio semejante al cristal, 4 animales con ojos adelante y atrás y 24 ancianos postrados) Shaw apenas retiene unos ángeles. Son ángeles británicos, desde luego, ángeles asistidos de humour. (Ya Soame Jenyns, hacia 1756, pensó con reverencia que parte de la felicidad de los bienaventurados y de los ángeles, derivaría de una percepción exquisita de lo ridículo.) Para Albrecht Ritschl, la ira de Dios no es otra cosa que el olvido de Dios, vale decir la aniquilación anestésica de las almas que definitivamente rechazan la redención; para esta comedia, el Juicio Final es la inmediata desaparición o extinción de todas las personas inútiles. Claro está que una justa definición de la palabra inútil es quizá inalcanzable... (Bernard Shaw, entiendo, ensaya un criterio económico, y vindica las eliminaciones sumarias de la Cheka: "ese cuerpo de amateurs bien intencionados").

No hay quien no reconozca el ingenio de Shaw, la lucidez resplandeciente de Shaw. Otro rasgo habitual —algo menos público al parecer, ya que la crítica se abstiene de señalarlo— es la sentencia heroica, la suficiente y breve definición de un alma varonil. Es común indicar la afinidad de Shaw con Swift y con Voltaire; yo lo creo no menos consanguíneo de hombres como Lutero, como Quevedo, como Lawrence de Arabia. De hombres que no sólo han interrogado las posibilidades retóricas de la burla, sino también las del valeroso estoicismo. De hombres austeros cuya profesión de esa fe mueve mi corazón más que una trompeta, como famosamente dijo Sir Philip Sidney de una antigua balada. Shaw mismo ha declarado su afinidad con Bunyan, con Blake, con Hogarth, con Turner, con Goethe, con Shelley, con Schopenhauer, con Wagner, con Ibsen, con Tolstoi, con Morris y con Nietzsche. Yo no eliminaría de ese generoso catálogo los nombres de Nietzsche y de Bunyan.

Las comedias que forman el volumen Demasiado cierto para ser bueno son irreales de un modo lánguido; éstas lo son con buena premeditación y fervor.

Sur, Buenos Aires, Año VI, N° 24, septiembre de 1936.

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