jueves, 19 de marzo de 2020

OLGA OROZCO. POESÍA. DEL LIBRO: DESDE LEJOS (1946).


D e s d e  l e jo s
1946
A Eduardo Jorge Bosco

LEJOS, DESDE MI COLINA

A veces sólo era un llamado de arena en las ventanas,
una hierba que de pronto temblaba en la pradera quieta,
un cuerpo transparente que cruzaba los muros con blandura
dejándome en los ojos un resplandor pesado,
o el ruido de una piedra recorriendo la in decible tiniebla de la
medianoche;
a veces, sólo el viento.
Reconocía en ellos distantes mensajeros
de un país abismado con el mundo bajo las altas sombras de
mi frente.
Yo los había amado, quizás, bajo otro cielo,
pero la soledad, las ruinas y el silencio eran siempre los mismos.
Más tarde, en la creciente noche,
miraba desde arriba la cabeza inclinada de una mujer vestida
de congoja
que marchaba a través de todas sus edades como por un jardín
antiguamente amado.
Al final del sendero, antes de comenzar la durmiente planicie,
un brillo memorable, apenas un color pálido y cruel, la despedía;
y más allá no conocía nada.
¿Quién eras tú, perdida entre el follaje como las anteriores primaveras,
como alguien que retorna desde el tiempo a repetir los llantos,
los deseos, los ademanes lentos con que antaño entreabría sus
días?
Sólo tú, alma mía.
Asomada a mi vida lo mismo que a una música remota,
para siempre envolvente,
escuchabas, suspendida quién sabe de qué muro de tierno
desamparo,
el rumor apagado de las hojas sobre la juventud adormecida,
y elegías lo triste, lo callado, lo que nace debajo del olvido.
¿En qué rincón de ti,
en qué desierto corredor resuenan los pasos clamorosos de una
alegre estación,
el murmullo del agua sobre alguna pradera que prolongaba el
cielo,
el canto esperanzado con que el amanecer corría a nuestro encuentro,
y también las palabras, sin duda tan ajenas al sitio señalado,
en las que agonizaba lo imposible?
Tú no respondes nada, porque toda respuesta de ti ha sido dada.
Acaso hayas vivido solamente
aquello que al arder no deja más que polvo de tristeza inmortal,
lo que saluda en ti, a través del recuerdo,
una eterna morada que al recibirnos se despide.
Tú no preguntas nada, nunca, porque no hay nadie ya que te responda.
Pero allá, sobre las colinas,
tu hermana, la memoria, con una rama joven aún entre las
manos,
relata una vez más la leyenda inconclusa ele un brumoso país.

***

QUIENES RONDAN LA NIEBLA

Siempre estarán aquí, junto a la niebla,
amargamente intactos en su paciente polvo que la sombra ha invadido,
recorriendo impasibles esa región de pena que se vuelve al poniente,
allá, donde el pájaro de la piedad canta sin cesar sobre la indiferencia
del que duerme,
donde el amor reposa su gastado ademán sobre las hierbas cenicientas,
y el olvido es apenas un destello invernal desde otro reino.
Son los seres que fui los que me aguardan,
los que llegan a mí como a la débil hiedra doliente y amarilla que
sostiene el verano.
Triste será el sendero para la última hoja demorada,
triste y conocido como la tiniebla.
¡Oh dulce y callada soledad temible!
¡Qué dispersos y fieles hijos de nuestra imagen
nos están conduciendo hacia el amanecer de las colinas!
Están aquí, reunidas alrededor del viento,
la niña clara y cruel de la alegría, coronada de flores polvorientas;
la niña de los sueños, con su tierno cansancio de otro cielo recién
abandonado;
la niña de la soledad, buscando entre la lluvia de las alamedas el
secreto del tiempo y del relámpago;
la niña de la pena, pálida y silenciosa,
contemplando sus manos que la muerte de un árbol oscurece;
la niña del olvido que llama, llama sin reposo sobre su corazón
adormecido,
junto a la niña eterna,
la piadosa y sombría niña de los recuerdos que contempla borrarse
una vez más,
bajo los desolados médanos,
la casa abandonada, amada por el grillo y por la enredadera;
y más cerca, como el rumor del musgo en las mejillas de aquella
incierta niña de leyenda,
la niña del espanto que escucha, como antaño junto al muro
derruido,
las lentas voces de los desaparecidos;
y allí, bajo sus pies,
las fugitivas niñas de la sombra que los atardeceres reconocen,
las mágicas amigas del matorral y de la piedra temerosa.
Yo conozco esos gestos,
esas dóciles máscaras con que la luz recubre cada día sus amargos
desiertos.
¡Tanta fatiga inútil entre un golpe de viento y un resplandor de
arena pasajera!
No es cierto, sin embargo,
que en el sitio donde el sufriente corazón restituye sus lágrimás
al destino terrestre,
palideciendo acaso,
nos espere un gran sueño, pesado, irremediable.
Esperadme, esperadme, inasibles criaturas del rodo,
porque despertaré
y hermoso será subir, bajo idéntico tiempo,
las altas graderías de la ciudad del sol y las tormentas,
y repetir aún, sin desamparo, las radiantes edades que la tierra
enamora.

***
LA ABUELA

Ella mira pasar desde su lejanía las vanas estaciones,
el ademán ligero con que idénticos días se despiden
dejando sólo el eco, el rumor de otros días apagados
bajo la gran marea de su corazón.
De todos los que amaron ciertas edades suyas, ciertos gestos,
las mismas poblaciones con olor a leyenda,
no quedan más que nombres a los que a veces vuelven como a
un sueño
cuando ella interroga con sus manos el apacible polvo de las
cosas
que antaño recobrara de un larguísimo olvido.
Sí. Ese siempre tan lejos como nunca,
esa memoria apenas alcanzada, en un último esfuerzo,
por la costumbre de la piel o por la enorme sabiduría de la sangre.
Ella recorre aún la sombra de su vida,
el afan de otro tiempo, la imposible desdicha soportada;
y regresa otra vez,
otra vez todavía, desde el fondo de las profundas ruinas,
a su tierna paciencia, al cuerpo insostenible, a su vejez,
igual que a un aposento donde sólo resuenan las pisadas de los
antiguos huéspedes
que aguardan, en la noche, el último llamado de la tierra entreabierta.
Ella nos mira ya desde la verdadera realidad de su rostro.

***

UN PUEBLO EN LAS CORNISAS

Es un pueblo disperso por áridas distancias,
por épocas que dejan una mortal sentencia entre las piedras,
aquel que se levanta, tan obstinadamente,
como si en esos gestos repetidos a lo largo de sueños y desvelos,
guardáramos, también, la esperanzada imagen de todos nuestros
gestos,
su lejano destino.
Envueltos desde siempre en el canto nostálgico del tiempo
como en una mortaja que interminablemente los irá oscureciendo,
esos pálidos seres,
apenas sostenidos por angustioso afán de la memoria,
detienen con desiertas señales aquel día que antaño los condujo
a esa gran soledad
o a esa larga velada en que de pronto se consumió la vida.
Solamente la lluvia y los transidos huéspedes del viento
-remolinos de briznas, pájaros agobiados por un ala invencible,
o errantes humaredas que abandonan una trémula aureolarodean,
vanamente,
una triste cabeza cuyo cuerpo cubrieron las paredes,
unas manos hundidas en la inmóvil corriente de largas cabelleras,
un semblante asomado a algunas flores,
a una página hueca,
a otro rostro sumido en lo imposible.
Mientras pasan y tornan nuestras cambiantes sombras,
y nuestra misma imagen se pierde en los espejos bajo aquellos
que fuimos,
cada vez más incierta,
como labrada en inasible bruma,
ellos,
testigos de ese coro de ahogadas resonancias, de confusos olores,
con el que cada casa penetra con su alien 1:0 a través de las otras,
custodian, impasibles, nuestra eterna esperanza,
con igual lejanía que la de un corazón demasiado colmado.
Porque son ese pueblo cuyo ademán paciente convocamos
como a un resto de amor,
como a un secreto que se ampara en el polvo,
como a un recuerdo único que en la sangre perdura para cumplir
la antigua, sagrada profecía:
“Tan sólo el verdadero de todos cuantos fuiste contemplará caer
la sombra de los siglos”.

***
PARA EMILIO EN SU CIELO

Aquí están tus recuerdos:
este leve polvillo de violetas
cayendo inútilmente sobre las olvidadas fechas;
tu nombre,
el persistente nombre que abandonó tu maño entre las piedras;
el árbol familiar, su rumor siempre verde contra el vidrio;
mi infancia, tan cercana,
en el mismo jardín donde la hierba canta todavía
y donde tantas veces tu cabeza reposaba de pronto junto a mí,
entre los matorrales de la sombra.
Todo siempre es igual.
Cuando otra vez llamamos como ahora en el lejano muro:
todo siempre es igual.
Aquí están tus dominios, pálido adolescente:
la húmeda llanura para tus pies furtivos,
la aspereza del cardo, la recordada escarcha del amanecer,
las antiguas leyendas,
la tierra en que nacimos con idéntica niebla sobre el llanto.
-¿Recuerdas la nevada? ¡Hace ya tanto tiempo!
¡Cómo han crecido desde entonces tus cabellos!
Sin embargo, llevas aún sus efímeras flores sobre el pecho
y tu frente se inclina bajo ese mismo cielo
tan deslumbrante y claro.
¿Por qué habrás de volver acompañado, como un dios a su
mundo,
por algún paisaje que he querido?
¿Recuerdas todavía la nevada?
¡Qué sola estará hoy, detrás de las inútiles paredes,
tu morada de hierros y de flores!
Abandonada, su juventud que tiene la forma de tu cuerpo,
extrañará ahora tus silencios demasiado obstinados,
tu piel, tan desolada como un país al que sólo visitaran cenicientos
pétalos
después de haber mirado pasar, ¡tanto tiempo!,
la paciencia inacabable de la hormiga entre sus solitarias ruinas.
Espera, espera, corazón mío:
no es el semblante frío de la temida nieve ni el del sueño reciente.
Otra vez, otra vez, corazón mío:
el roce inconfundible de la arena en la verja,
el grito de la abuela,
la misma soledad, la no mentida,
y este largo destino de mirarse las manos hasta envejecer.
***

Fuente:
Orozco, Olga
Poesía completa. - la. ed.
Buenos Aires : Adriana Hidalgo editora, 2012
502 p .; 22x14 cm. - (la lengua I poesía)
ISBN 978-987-1556-78-6
1. Poesía Argentina I. Título
CDDA861

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