sábado, 1 de julio de 2017

SEXTO PROPERCIO ELEGIAS Introducción, versión rítmica y notas de RUBÉN BONIFAZ NUÑO


SEXTO PROPERCIO
ELEGIAS
Introducción, versión rítmica y notas de
RUBÉN BONIFAZ NUÑO
UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MEXICO
1974
Primera edición: 1974
DR © 1974, Universidad Nacional Autónoma de
Ciudad Universitaria. México 20, D. F.
D ir e c c ió n Ge n e r a l de P u b l ic a c io n e s
México
Impreso y hecho en México
y sobre mi cabeza estén tus reinos siempre
(III, X, 18)
La satisfacción y la carencia
C UANDo un hombre ha envejecido sin prudencia, es a
menudo natural que añore, como si hubiera sido realmente
mejor, el tiempo pasado de su juventud. Y si se le
preguntara qué cosa es lo que de esa juventud echa —tan
dolorosamente— de menos, acaso tuviera la sabiduría
precisa o la honradez necesaria para responder —con
cuánta tristeza— que no aspira a recobrar esperanza de
frutos ciertos, o dichas completas, o siquiera placeres no
precarios, sino que codicia simplemente la facultad de volver
a sufrir necesidades; necesidades urgentes, siempre
por la mayor parte insatisfechas.
Es decir, que quiere ser joven de nuevo no para tener
más, sino para necesitar más. ¡Necesitar más! ¿Y cómo
es posible?
En efecto, la juventud parece carecer de todo, excepto,
precisamente, de necesidades. íntegro el imperio de sus
poderes orgánicos, el joven se afana por hacer de ellos
el único medio de conocimiento y, consecuentemente, de
posesión. Y entregado a esos poderes advierte su calidad
de incompleto, y al enfrentarse a lo que no puede alcanzar
con la insuficiencia de sus medios, se convierte él mismo
en el centro de un abanico circular de necesidades crecientes,
flor de sus concretísimos carecimientos. Se mira
como un necesitado núcleo de imposibles satisfactores.
Si el joven es poeta lírico, sus necesidades fatalmente
se nutrirán del amor, y encontrarán su objeto en una
mujer. En las maravilladas y torturantes imposibilidades
relacionadas con la proximidad o la lejanía de una mujer.
Y allí estará el mundo, y allí estará la prohibición insalvable
del apoderamiento del mundo.
IX
INTRODUCCIÓN
Propercio era un hombre joven, y uno de los mayores
poetas líricos que han venido a padecer en la luz y la
sombra de esta vida nuestra. Inevitablemente habría, por
eso, de someterse a las leyes terribles del principio femenino
del universo, encarnadas en el cuerpo y en el alma
de una mujer, y presididas por la muerte.
En la mujer ambicionará encontrar, enamorado, la unidad
de la cual él mismo carece; unidad que ella despreocupadamente
habrá de negarle.
En un momento determinado para él, Cintia aparecerá
como una luna en la vida de Propercio. Y, para él, inr
comprensiblemente, forzadas por su propia incompetencia,
irán tomando forma y destino las más solitarias necesidades,
las solicitudes más desamparadas: un amor
exclusivo y perpetuamente durable, una fidelidad que no
admita quebrantamiento, una compañía sin mutación,
le serían lo primordialmente exigible, a fin de edificar
más tarde sobre esas raíces el ■ árbol ordenado de una
vida perfecta. Y Cintia, según las más ciertas conjeturas,
un poco mayor que él en edad y, seguramente, mucho
mayor que él en belleza y en humana plenitud, será
llamada a soportar tales exigencias desoladas. Exigencias
de fidelidad, de amor excluyente de toda Otra relación,
de constante compañía, son dirigidas, increíblemente, a la
gloria de una meretriz.
Además, la presencia de la muerte, de quien él no
puede separar el amor, se le aparece contaminada por las
condiciones y las necesidades impuestas por éste, de tal
modo que se transforma en algo así como una piedra de
toque para establecer la certeza de la vicia por medio
del amor mismo, tan lleno de preguntas. Pero la muerte
se resiste, como siempre, a responderlas por entero.
Así pites, Propercio afronta sin remedio las consecuen-
X
INTRODUCCIÓN
cías de un fracaso inevitable. Y en medio de un dolor
donde los celos logran confundir en una sola amargura
el amor y el odio; en que el rencor acaba por suprimir
toda esperanza; en el cual el orgullo, para disimular la
humillación, se pone el traje del deseo cumplido, donde
vida y muerte se confunden; en medio de ese dolor buscará
el sustentamiento de sí mismo y del mundo.
Y su necesidad nunca saciable, crecida de la juvenil
incomprensión del amor, indagará la firmeza entre el resbalar
incontenible de todo cuanto es capaz de percibir, y
a fin de asirla querrá valerse, primero, de poderes incluidos
en ese mismo ámbito perceptible, en donde se
siente encerrado, y entonces se remitirá a dos grandezas:
la de su propia poesía, fiándose en la cual manifiesta
considerar el canto, aparte de como una puerta de acceso
a la fama, para él de deleznable importancia, a modo de
un puente abierto hacia la amada que no llega a poseer;
de un lazo con que retener junto a sí a aquella a quien
él no deja de amar. Como si alguna vez un poema pudiera
alcanzar ese objeto y ligar, así fuera por un instante,
conquistar a la amante que en su corazón ha dejado de
serlo. Como si alguna vez hubiera podido. La otra grandeza
es la de Roma; la de la comunidad que lo tiene
como parte suya reconocida. Con todo eso, ésta le será
también insuficiente.
Entonces, vencido en sus dos intentos, va a recurrir a
lo que permanece, por su esencia, fuera del mundo perceptible,
y de lo cual éste parece ser una sombra o un
reflejo. Y tratará de encontrar la justificación de su
amor, como la misma Roma ha encontrado el espinazo
de su existencia, en el mundo sobrenatural de la religión
y el mito. Mundo de valores sólidos e indestructibles, que
dan modelo y fundamento a las acciones humanas, por sí
XI
INTRODUCCIÓN
solas endebles y desarticuladas; y de donde él se esforzará
por desprender normas y explicaciones que aclaren
su temeroso interior, y lo contagien con la serena
lumbre de la eterna unidad. Los. mitos aparecen así en
sus cantos no como algo ornamental, sino como la única
posibilidad de probarse a sí mismo que su propio existir,
por absurdo que parezca, por doliente que sea, está regido,
y por tanto es parte de ellas, por las mismas leyes de
justicia que gobiernan el conjunto del universo.
XII
Biografía
A LGUNOS escritores latinos, contemporáneos o sucesores
suyos, y que son Ovidio, Estacio, Quintiliano, Plinio,
Marcial, Apuleyo y Donato, mencionan a Propercio en
algunas ocasiones, y, aparte ciertos juicios literarios concernientes
a la manera y la calidad de su obra, dan testimonios,
unos cuantos, útiles para saber quién fue él.
Unos cuantos testimonios, y de muy relativa importancia
esencial. Asi, de Ovidio (Trist,, IV, x, 45-46; 53-54)
aprendemos que Propercio estuvo ligado a él por la amistad,
y que, entre los elegiacos, sucedió en el tiempo a
Galo, y a Tibulo, y fue predecesor de él mismo. Esto da
lugar a que se pueda ■ inferir con ' alguna posibilidad
de aproximación cuál era la edad del amante de Cintia,
y añadir el nombre del autor del Arte de amar a la lista
de los amigos —Tulo, Baso, Póntico, Galo, Linceo— que
aquél menciona en sus cantos. De esta suerte, si Ovidio
nació en el año 43 a.C., no está fuera de razón suponer
que Propercio se haya lamentado por primera vez en
este mundo alrededor del año 50; Plinio, por su parte,
habla en dos lugares distintos (Epist.., VI, xv, 1 y IX,
x x n , 1) de un autor de elegías, Paseno Paulo, a quien
considera descendiente de Propercio, dato que permite la
formulación de diversas hipótesis relativas a la vida de
éste tras la desaparición de aquella a la cual debió su
gloria; pensando en ella, Apuleyo (Apol., X) dice que
la persona verdadera que' el nombre de Cintia disimulaba,
era Hostia, lo cual ha llevado a la suposición de
que su abuelo era Lucio Hostio, poeta épico que tuvo
su brillo- durante la época de los Gracos y escribió una
obra acerca de la Guerra de Iliria; por último, Donato
XIII
INTRODUCCIÓN
(Vit. Verg., XLV) se refiere al poeta llamándolo Sexto
Propercio, designándolo así con el nombre por el cual
nos es conocido hasta ahora. De esta manera queda
desechado el nombre de Nauta, atribuido a él equivocadamente
por la mala lectura de uno de sus versos (II,
xxiv, 38), y el de Aurelio, que se le quiso dar, posiblemente,
por una confusión con el del poeta cristiano
Prudencio.
A^Çp'ues, no sabemos con certeza ni siquiera cuál fue
su nombre entero. En este aspecto lo único de que podemos
tener cabal certidumbre es de que su nomen gentile
era Propercio, pues él se lo da repetidamente a sí
mismo en sus poemas. Y éstos son, en última instancia,
la sola fuente segura para conocer quién era él y cómo
era.
Ahora bien: Propercio no parece haberse preocupado
en gran manera por dar a conocer a la posteridad la historia
externa de su vida; los hechos que podrían llamarse
circundantes de su desarrollo interior, a partir del momento
en que salió de su madre. En efecto, acaso nada
más tres de sus elegías, la x x i y la x x ii del libro I, y
la i del IV, hablan de tales hechos. Y bien poco es lo
que nos hacen saber: que nació en Umbría, más exactamente,
en Asís, 110 lejos de Mevania y el hace mucho
desecado lago Umbro, junto a la llanura que se tiende
bajo Perusa (I, xxii, 9-10; IV, 1, 63-66; 131-126); que
su padre perteneció al orden ecuestre, pues que él, sin
ser noble, llevaba la bula de oro, exclusiva de los hijos
de senadores y caballeros (IV, 1, 131); que perdió prematuramente
a su padre (Ibid., 127-128), y quedó huérfano
de madre después de haber tomado la toga viril
(Ibid., 131-132); que entonces fracasó en su intento de
XIV
INTRODUCCIÓN
seguir la carrera forense, y se consagró del todo a la literaria
(Ibid., 133-134).
Fuera de esto, es lícito aseverar que dos acontecimientos
lo conmovieron durante su infancia: la distribución
de las tierras de Italia a los veteranos de Octavio y Antonio,
en 41 a.C., después de la victoria de Filipos, distribución
que parece haber afectado los bienes de su familia
(IV, i, 128-130), y la Guerra Perusina, del año
40, donde murió un pariente suyo (I, xxi, 1-10; x x i i ,
3-8). Esto es prácticamente todo cuanto conocemos de
las circunstancias de su niñez y su edad juvenil. Pero
por otra parte, sus versos iluminan los cauces de su vida
interior con el resplandor sombrío de un incendio nocturno.
El amor, suceso central de su existencia, el encuentro
despiadado con Cintia, lo obliga a ir desvistiendo
la médula de su ser, a revelar sus rincones ínfimos, a
dejar ver las alegrías y los dolores necesarios que vinieron
a estimular las oscuridades y las lumbres de su espíritu.
Y de esta suerte, aparece de sus poemas la figura
única de ese hombre que, desgarrado entre la desesperanza
y la necesidad, anheloso a ciegas de una seguridad
imposible, buscó sin tregua y sin resultados, desde su
atormentado y rabioso corazón, a partir de su incompartible
infierno terrestre, aquello que fuera poderoso a cicatrizar
las hendeduras de lo existente y crearle, de ese
modo, un mundo congruente y unitario, determinado por
un sentido capaz de hacerlo, si no donador de felicidad,
a lo menos tolerable, y susceptible de ser explicado y
comprendido.
Lo demás es insignificante: poco importan, en realidad,
los hechos de su vida antes de que conociera a Cintia;
no tiene interés alguno lo que pudiera haberle ocurrido
después que su amor por ella fue encubierto por
x v
una capa insuficiente de buscadas cenizas. Si hemos de
hacer caso del testimonio de Plinio citado más arriba,
podríamos suponer, incluso, que se casó.
INTRODUCCIÓN
XVI
La vocación por el amor
Sß a j o blandas armas sufrirás la milicia de Venus”, le
dice Horos el profeta a Propercio, al descubrirle la dirección
de su destino (IV, i, 137), y revela así esa vocación
por el amor que habrá de definir siempre la vida
del poeta, y la habrá de explicar en sus motivos profundos.
El amor, donde encuentra fuente y alimento el imperio
de sus necesidades, lo aparta de todo camino que
no sea aquel en cuyo término arde la luz mortal de una
mujer. Otros podrán ser dirigidos por la justicia que los
lleva a servir a la patria en el foro o en los campos de
batalla; él, no adecuado a la gloria de las armas, padecerá
el servicio del amor: “Que yo esta milicia sufra, los hados
quieren”, dice sin mentirse (I, vi, 30). También, entre
los poetas, unos serán llamados a cantar glorias de guerras
y héroes; Propercio, por necesidad, hará que el
amor se agite en sus versos; ese amor que de manera
recurrente identifica con el dolor (I, x, 13; xvn, 19;
x v i i i , 3, 13; II, xvi, 32; xv, 35; xxv, 1), y que lo hace
exclamar al referirse a la manera de sus cantos “No
tanto al ingenio como a servir al dolor soy forzado” (I,
vu, 7), y él refuerza la intensidad del concepto cuando
aclara, también acerca de su propia poesía: “No esto,
Calíope; no esto para mí. canta Apolo; el ingenio, a
nosotros, lo hace una niña misma” (II, i, 3-4).
Pero esta presencia femenina incontrastable que él es
obligado a amar, no sólo sustituye la actividad de los
dioses inspiradores del canto, sino que del todo se confunde
con su destino de hombre. Así, Propercio encuentra
justificado que alguien afirme, hablando ante su ser
XVII
INTRODUCCIÓN
pulcro: “Para este triste, el hado fue una muchacha
dura” (II, i, 78).
Él lo comprende: la naturaleza, con sus leyes que resulta
inútil explicar, define desde el nacimiento la manera
de ser de cada hombre, y para cada uno designa un vicio
que lo arrastre. Admitido lo cual, Propercio concluye:
“Me dio, a mí, la fortuna que siempre yo algo amara”
(II, x x n , 18).
Es, pues, amador por destino, por inspiración, por
naturaleza, por fortuna; fortuna, naturaleza, inspiración,
destino, condensados en la presencia femenina, lo inducen
a amar. Las consecuencias son coherentes y simples; él
será, por todo eso, un vencido del amor. Y de esta suerte
se pregunta: “¿Es, si amor por derecho triunfa de mí,
un prodigio?” (II, viii, 40).
Y decidido a soportar ese vencimiento que sobre él por
derecho (iure) consuma el amor, lo recibe no sólo con
sus júbilos, sino con cuanto pueda involucrar de trabajos
humillantes y tristes, y pensando en el amor y la mujer
como una unidad irrompible, claramente establece: “Nada
hay que yo no aguante; nunca la injuria me muda; yo,
sufrir a una hermosa juzgo que no es un peso” (II,
xxiv, 39-40). Porque sabe que el llamado del amor es
inexhausto, y que por él está determinado cabalmente.
No se avergüenza; antes bien, una suerte de orgullo
se transparenta en sus palabras cuando habla de sí mismo
para decir lo que ha hecho con él el amor: “Yo, a quien
tocó en los huesos el dios” (II, xxxiv, 60). Tocado por
él, le pertenece por completo; supuesto que Cintia es el
centro mismo y el ámbito del amor, y que el amor es
para él final y principio, no es extraño que escriba ese
verso que, en última instancia, podría servir de divisa a
su vida y a su poesía. Ese verso orgulloso y humilde,
XVIII
INTRODUCCIÓN
deslumbrante en su acabada pureza, y que manifiesta sin
vacilaciones la salvación que espera del amor y de la
mujer en quien mira el amor encarnado, y a quien suplica:
“Sobre mi cabeza estén tus reinos siempre” (III,
x, 18).
Dominado y sometido, -exalta eternamente por encima
de él la voluntad de la criatura de cuyos reales poderes
aspira a recibir la unidad, la certeza y el sentido del universo,
y a la cual atribuye la facultad de borrar, al satisfacerlas,
cuantas necesidades hace crecer en él su desconsiderada
juventud.
XIX
E l amor
D e n t r o de esas circunstancias de alma, las condiciones
para el surgir del sufrimiento están dadas de suyo. Y el
sufrimiento cobra todos sus filos y sus venenos cuando
Cintia aparece ante el amante por destino, y se muestra
en su sublimada realidad variable y fija.
Frente a Propercio, pues, se levanta la plenitud de una
criatura humana, a quien él va a exigir condiciones que
nunca se cumplirán. Situada en el centro del universo,
dispensadora de bienes perfectos, la mujer se va a ver
asediada por persistentes solicitudes de dádivas que ella
juzga pequeneces y que, por lo mismo, considera natural
no conceder y se inclina a negar.
Aparecerá entonces una hendedura, que se irá haciendo
cada vez más vasta, entre la realidad de Cintia y las
interiores necesidades de Propercio, quien acaso inconscientemente
pide, cada vez con mayor evidencia, lo que
esa realidad no contiene; aquello que incluso se opone
a esa realidad.
Así,, píies, colmado de la necesidad de la amada presencia
femenina, Propercio, en lugar de procurar recibirla
en su verdadera magnificencia, dirige la miseria de su
corazón hacia el encuentro de mentidas riquezas. Cintia
es, está Cintia junto a él, y tal vez lo ama. Cintia, con
su graciosa y solemne belleza (II, 11, 5-14), con su sabiduría,
con las acendradas artes de la danza, el amor y la
música (III, m , 8 ss.; I, iv, 13-14). Nadie se le puede
comparar; nada. Baste pensar en aquellos aromas que el
mismo Amor con sus manos compuso (II, xxix, 18);
aquellas hojas de rosa nadando en leche pura (II, iii, 12).
Pero cuando los tiempos iniciales del amor —tan breXX
INTRODUCCIÓN
ves— han pasado, y se han marchitado los racimos de
los compartidos deleites; cuando en ella se presentan los
primeros síntomas del desinterés y la fatiga, y en él, consecuentemente,
las crecientes exacerbaciones de una desesperada
necesidad de mantener el amor, para los dos,
con el mismo rostro que hasta ese momento había tenido,
Propercio va a mostrar hasta lo profundo la rabia vertida
por su rasgada hiel.
Así, supuesto que siente que su amor no es ya lo que
era porque Cintia lo ha cambiado, comenzará a pedir que
Cintia cambie; que sea diferente de lo que es, con la
esperanza de que de tal modo se restituya algo desaparecido
ya definitivamente; aquella participada felicidad ya
irreparable, irrevocable ya.
Entonces, en vez de admitir a la amada tal como es, se
pone a imaginar las cualidades que debiera tener a fin
de que él estuyiera en aptitud de volver a afirmar, dentro
de sí, una heredad invariable de dicha. Y sin calcular
siquiera si hay ocasión de que exista en Cintia el más
mínimo sustento real para tales cualidades, o si, en último
término, su existencia le sería ventajosa, las convierte
en la condición misma del cumplimiento de su
propia vida. Su necesidad así fomentada, al no encontrar
la satisfacción exigida, lo confirma en la desesperación
y lo lleva, de allí, a la actitud humilladá de quien carece
de todo.
Las peticiones no atendidas de Propercio se encaminan
desde a lo más externo hasta a lo más profundo de Cintia.
Él, en lo más superficial y por razones que trataré de
aclarar más adelante, necesita que Cintia se le aparezca
sin adornos, dentro del puro resplandor de los bienes
de su natural belleza (I, II, pass.)] pero el cándido
rostro de la requerida se le oculta siempre bajo un escudo
XXI
INTRODUCCIÓN
de afeites que lo rechaza y lo hace sentirse menospreciado
(I, xv, 5-6); Cintia se nos declara, a menudo,
interesada y ávida, gustadora de joyas y dispuesta a ceder
a los ofrecimientos emparentados con el dinero (II,
xvi, x x iv ); Propercio, yendo un poco más hondo, desea·
en ella el desinterés, y lo aplaude cuando supone que lo
ha descubierto (I, v i i i , 11-12; II, xx, 19-20), y jura
que la amará ininterrumpidamente en tanto que ella desprecie
los lujos (I, i i , 31-32); y más profundamente
aún, pretende hallarla siempre condescendiente a sus deseos
(I, xiv, 9-14), capaz de concordia, donadora de un
ámbito de amor apacible y propicio, y le solicita que sea
pacífica y serena (Ibid., 23-24).
Pretensión inútil, vana solicitud. Porque la mujer en
quien Propercio ha depositado la única fuente de todos
los bienes, se le muestra casi constantemente cruel (I,
ni, 18), rencorosa (I, iv, 19), áspera (I, x v i i i ,- 13),
desapacible y violenta (III, xvi, 10; v i i i , 4; IV, vn, 95).
Pero del fondo mismo de Cintia, hay algo que P ro pertio
necesita por encima de todas las cosas, desde su
más amarga médula, y en lo cual insiste con dolorida
frecuencia, demostrando en cada ocasión su pesadumbre
triste, perpetuamente alimentada por las evidencias contrarias
de la inconmovible realidad de la profesión meretricia
de la amada; lo que él pretende es la castidad de
Cintia, su fidelidad, su conducta intachable y notoria (I,
i i , 26; iv, 16; II, i, 50; vn, 19-20; xv, 27-28; x v i i i , 35;
xxiv, 36; xxvi, 41; xxvm, 39; III, xx, 9; IV, vn, 51-
53), y él sabe bien que tales bienes le son del todo
inaccesibles.
Obligado de esta manera a recibir no lo que él necesita
sino lo que la amada le concede, el amante en su pobreza
querrá engañar, incluso para sí mismo, los requerimienXXII
INTRODUCCIÓN
tos insufribles de la pasión, fingiéndose que tiene aquello
de la cual dolorosísimamente carece.
Y para hacerlo se llevará a extremadas situaciones en
que los celos y el padecimiento caminan dentro de él con
pasos iguales, y se traslucen sin remedio por entre el
aparente orgullo de sus palabras, y dejan ver la hez revuelta
de su corazón humillado.
Y se dice, como si pretendiera convencerse de que es
suyo lo que sabe bien que jamás poseerá, que él es amado,
y lucha por dar a las despreocupadas actitudes de la mujer
que no piensa en él, o que le demuestra el disgusto
que su obstinado deseo de cercanía le ocasiona, el cuerpo
y el vestido de la manifiesta inclinación amorosa; o bien
simula creer involuntarios o sin trascendencia los alejamientos
de ella (II, x x x n , 29-30), y le aconseja los caminos
por los cuales llegar hasta él, o trata de obligarla,
por medio de las virtudes que a su propio amor atribuye,
a que ella corresponda con amor semejante (II, xv, 29-
36; xvn, 17-18; xxiv, 33-34), o se rebaja a hablarle
mal de sus rivales (II, x x i, pass.) a fin de que en parangón
con ellos resalte y sea atrayente su precaria y ácida
bondad, o elogia como un mérito inapreciable su forzada
constancia (I, xi, 23; x n , 19-20; xvm, 11-12; II, xx,
14-17; 34; xxi, 19). Y sintiéndose inocente, admite ser
culpable, y suplica ser perdonado (II, xxv, 19), o ruega
a los que disfrutan de Cintia que la respeten como objeto
que es de su amor (II, xxxiv, 17), ya que ella parece
no querer dejarse respetar, o disfraza sus celos de desprecio
(I, ix, 1-2), y aparenta indiferencia a la dicha de
aquellos a quien la voluntad de la amada favorece (III,
vm, 39-40), o le echa en cara su infidelidad con quien
ni la ama ni la merece, y la risa de que lo ha hecho
objeto (I, ix, 19-22).
XXIII
INTRODUCCIÓN
En otras ocasiones se fuerza a disimular su dolor, ÿ a
humillarse callando la furia que lo muerde por dentro,
y a afirmar que ese disimulo es idóneo a suavizar duras
.actitudes de aquella a quien sobre todas las cosas sigue y
requiere (II, xviii, 3-4). Y cuando advierte que el gozo
■de los sentidos le es negado, encubre sus pretensiones
■con afectos de naturaleza muy ajena, y dice sentir por
ella las desinteresadas preocupaciones de un hijo o de un
hermano (II, xvm, 33-34).
Por todo esto, la red de falsedades que van creando
;sus afanes contradictorios acaba por encerrarlo, por dejarlo
aislado a imposibles distancias de la real relación
.a que aspira; a distancias crecientes que la vuelven de
más en más inalcanzable.
La hendedura entre la realidad y la necesidad sigue creciendo,
hasta que la realidad desaparece por completo, y
.el hombre queda a solas con su necesidad, tratando de
ver desde la monstruosa oscuridad de la desgracia.
XXIV
La vejez de Cintia
H a y un tema en los cantos amorosos de Propercio que
juzgo de particular y reveladora importancia: el de la
posibilidad de que Cintia envejezca.
En el primer incendio del amor, cuando el amante
encuentra que la paz que él se sentía poderoso a hacer
para sí mismo dentro de su tranquila soledad, se ha convertido
en una dádiva que sólo en el amor de la amada
encuentra condición de existencia; cuando esa paz se aloja
para él, como en un molde exacto, en la belleza de la
amada, y el amante nada quisiera, aunque le fuera dado,
cambiar de la perfección deslumbrante de esa apariencia,
Propercio (II, n ) pensando acaso que Cintia, 4e mayor
edad que él, podría, abrumándolo con la destrucción de
los cimientos mismo de su alma,, ser carcomida por los
abusos inmisericordes del tiempo, ruega dentro de su corazón
que ella no vaya a ser víctima de la vejez que a
veces parece ya inminente a sus temores. Y dice: “¡ Ojalá
que no quiera la senectud mudar ese rostro, aunque de la
Sibila Cumea los siglos lleve!” (Ibid., 15-16).
Habitante, del recinto inexpugnable todavía que le
construyen en torno los días primeros del amor; todavía
libre de la experiencia —siempre tan próxima— de sentir
desangrarse entre sus dientes la amarga almendra de las
solitarias noches de celos; en los momentos donde se
siente todavía capaz de la imposible posesión íntegra del
objeto de su pasión, 'suplica que los años no vengan a
meter la insidiosa mano en aquella casi divina forma de
la mujer que considera suya propia, nada más que a él
perteneciente.
Y el tiempo transcurre, pero en lugar de causar daño
XXV
INTRODUCCIÓN
en la consumada belleza en la cual encontraba el fundamento
de su paz, ataca sin compasión esa paz misma,
valiéndose, como instrumento principal, precisamente de
la belleza, inalcanzable ya, de Cintia. Sí. La amada permanece
bella sin mutación. Y su presencia llama tras ella
a la muchedumbre de los rivales, imaginados o verdaderos,
ausentes o ciertísimos; pero de continuo preferidos
a él. Y los celos le esculpen los límites implacables1 de
una soledad sin esperanzas. Y cayendo falazmente en la
cuenta de que el origen de su desdicha es la belleza a
la cual él había confiado antes la certeza de su felicidad,
va a desear desesperadamente que esa belleza sea aniquilada,
para que Cintia, envejecida, tenga que volverse a
mirarlo desde su fealdad, dispuesta a pertenecerle, o para
que él, libertado de la fascinación ejercida por aquel cúmulo
de físicas maravillas, esté en condición de dejar de
amarla.
Llevado por esta oscura convocación, ahora intentará
refugiarse en la creencia inútil de que lös años en que
Cintia lo supera, la arrojen vertiginosamente a los escombros
de la vejez. Ahora, desvergonzadamente, obligado
por los rencores a las más inadmisibles bajezas, a nombre
de su amor le insinuará a Cintia que por su misma edad
debe inclinarse a amarlo a él, enorgullecido de su dolorosa
juventud (II, n, 18).
Tomando del mundo de los mitos los ejemplos que
juzga idóneos para justificarlo, simula pensar, y de este
modo se lo quiere dar a entender,. que su pareja natural
sería un anciano, como Titón el marido de la Aurora, a
quien ella debería estar inclinada a servir. Y hace valer
como mérito incontrastable sus pocos años, y le pregunta:
“¿Qué, si mi edad encaneciera con los años canosos, y
surcadas mejillas me hiciera arruga lánguida?” (Ibid.,
x x v i
INTRODUCCIÓN
5-6). Y luego, apuntando ya claramente el sentido de sus
arruinados sentimientos: “Más tú me odias aun joven,
pérfida, aunque tú misma seas, en día no lejano, una
encorvada vieja” {Ibid., 19-20).
En seguida se vuelve hacia sí mismo, y, confesándose
que la belleza de Cintia no sólo no padece merma, sino
que, por lo contrario, se acrecienta más y más a cada
instante, como si la imposibilidad suya de conseguirla la
fuera haciendo resplandecer hasta la más extremada desnudez
de una perfección infinitadle reprocha a la amada
los cuidados que a sí misma se da tan asiduamente.
Aquí parece aclararse el porqué de tantas veces en que,
con alabanzas o quejas, le pide que no se adorne y se
muestre tal cual es, en su apariencia inerme y desprotegida.
De esta manera, se finge que Cintia aparecería vieja
y'fea, y, por tanto, necesitada' de él, y dócil por esa misma
necesidad. Después de condenar el uso que hace de los
afeites, le dice: “Por cierto, hermosa podrás parecerme;
bastante hermosa para mí, si con frecuencia vienes”
(Ibid., 29-30). Así, se miente afirmándose que Cintia, al
verse fea, buscaría su hermosura buscando a menudo el
amor que él le tiene.
Pero como además percibe que ese amor ha llegado a
ser gravoso, procura disfrazarlo con el traje de sentimientos
desinteresados. Y, rebajándose un escalón más,
hace un ofrecimiento que ella tampoco habrá de admitir:
“Como sea que tú ni hermano, ni tienes tú hijo ninguno,
yo, para ti, el hermano y el hijo solo sea” (Ibid., 33-34).
Todo es en vano ya. Cintia no habrá de envejecer, no
dejará de adornarse; crecerá, de aquí en más, en alejamiento
y en belleza. Y Propercio tendrá que sufrirlo
hasta el'final, cuando, incapaz por último de soportar la
humillación en donde se siente destruido, decidirá dejar
XXVII
INTRODUCCIÓN
de buscar a Cintia, y responder al alejamiento de ella
con el suyo propio.
Quién podría decir cuánto es el odio que se atesora
durante varios largos años de amor despreciado. Ese odio
alimentado por la humillación, crecido entre desdenes,
aconsejado por las injurias sufridas.
Y llega el tiempo, esperado siempre por el amargo corazón,.
en que parece que el amor, ha desaparecido, dejando
su lugar a un deseo sensual frenético, que el amante
piensa que es capaz de soportar.
Entonces el odio aquel insidiosamente mantenido jaita
como una fuente, y vierte, sin pudor sus licores- envenena;
dos. Y viene allí la vergüenza, y hierve el resentimiento
de la vergüenza, y se miran como errores los sometimientos
inducidos por el amor, y que antes se estimaban
gloria. Y la amada que ya no lo es se convierte en el
espejo del desprecio que el amador, tanto tiempo paciente,
siente sin remisión por sí mismo. Entre maldiciones
inútiles llora el amante, anheloso de que su corazón se
seque, esperanzado de ser poderoso a no esperar más.
Tal estado de sentimientos remueve sus abyectos fondos
en los poemas xxiv y xxv del tercer libro de las
Elegías de Propercio, donde en el límite del dolor,, traspone
los límites del desconsuelo y la furia.
Pretende que Cintia se le aparezca sustentada en una
belleza que sólo existe por lo que fueron sus miradas, y
sus elogios ilusionados; quiere hacerse, patente que las
virtudes de Cintia son sólo creación suya, y, por tanto,
fáciles de olvidar. Todo lo fingió él, para que su amor
la encontrara tal como él quería que fuera. Atado por el
cruel amor,.era obligado entre llamas a mentir para obtener
la satisfacción de su necesidad de dicha.
Y se goza pensando que puede ser verdad lo que ahora
XXVIII
INTRODUCCIÓN
dese aron toda su debilidad de despreciado: que Cintia,
perdido su amor, carezca por sí misma de todo, y recompense
con sus sufrimientos los que él fue obligado a padecer,
y que lo busque con lágrimas a fin- de que él tenga
la ocasión de rechazarla.
Sí; pretenderá hacerse creer que Cintia nada_será _sin
lo que él le ofrecía, y que todo cuanto tenía era sólo dádiva
suya.
Entonces, cuando el amor se le ha transformado en la
monstruosa esperanza de que la vejez, al desfigurar el
rostro de Cintia, lo liberte de los imperativos sensualesque
irremediablemente lo ligan; se vacía en borbotones
de hiel, y echa sobre la que ama un desolado adiós colmado
de insatisfecha necesidad y de resentimientos agobiados:
Çintia es bella sólo porque Propercio la ha mirado
bella; sin fundamento se confía en su forma (III,
xxiv, 1-2); solamente los versos de Propercio la han
hecho insigne (Ibid., 3-4); Propercio se engañó a sí
mismo, creando con sus alabanzas una hermosura que no
existía (Ibid., 5-6) ; la hermosura de Cintia, conseguida
con artificio, era considerada real sólo porque Propercio
se mentía (Ibid., 7-8). Y Propercio, ahora, renuncia a la
vesania de la pasión, y se acoge al auxilio de la diosa
Cordura (Ibid., 19-20).
Y luego le va a echar en cara el ridículo a que ella lo
sometió frente a todos (III, xxv, 1-2), y su inmerecida
y durable constancia (Ibid., 3-4), e invadido por un llanto
que querría estuviera también en Cintia (Ibid., 7-8),
retorna a su deseo desolado de que el acabamiento de la
amada lo releve de amarla, y la maldice con la vejez y
con la soledad: “ ¡ Mas te acose la grave edad con tus años
secretos, y la arruga siniestra llegue a la forma tuya!
¡ Anheles allí arrancar de raíz los albos cabellos, ah,
XXIX
INTRODUCCIÓN
cuando te eche en cara tu espejo las arrugas . . . ! (Ibid.,
11-14), y, por último, desea para ella desdenes de otros
que la hagan arrepentirse, ya vieja, de cuanto hizo al
desdeñar su amante fidelidad (Ibid., 15-16).
Pero al igual que su amor, la maldición de Propercio
ya no alcanzará a Cintia: ella no llegará a envejecer.
Joven, en el colmo de su desesperante belleza, será eternizada
así por la piadosa inmovilidad de la muerte.
XXX
La muerte
PARECE natural que la muerte como certeza, y la certeza
de la muerte como temor y esperanza, y la duda en la
vida que sigue a la certeza de la muerte, acompañen de
continuo el inexorable amor de Propercio y presidan la
lucha de su corazón.
Sí, la muerte es inevitable; en medio incluso de la mayor
esperanza, la muerte puede cerrar sus puertas sobre
los amantes (II, xv, 53-54); por muchos caminos llega
(II, xxvii, 1-10), tarde o temprano, recibe en su seno a
todos y a todo, y les arrebata belleza y fortuna (II, xxvm,
57-58) ; aun la perfección de Cintia, sus dones más deseados,
se irán con el negro día de los funerales, en un lecho
que ya no será el del amor (II, xi, 3-4) ; nadie se salva
de la muerte: aunque alguien esconda la cabeza en un
yelmo de poderosos metales, de allí lo sacará en su momento
la mano que no se conmueve (II, xvn, 23-24).
Y no sólo al hombre destruye: también las obras de
éste, salvo, triste consuelo, las nacidas del ingenio poético,
tendrán que caer: ni las pirámides, ni el templo de Júpiter
Eleo, ni el sepulcro riquísimo de Mausolo, pueden eludir
la llama o el fuego o el paso insensible de los años, instrumentos
todos de la muerte .(III, ii, 19-26). Porque
este mal es para todos. Es el orden fatal de las cosas. Su
camino ha de ser desgastado por los pasos de todo (III,
xvn, 2 1 -2 2 ).
Así, la muerte es la meta inevitable, y el pensamiento
de esa inevitabilidad se mueve sin tregua en el corazón del
hombre y lo divide y lo unifica en sentimientos opuestos
y en aspiraciones asoladas.
Y el puro hecho brutal de su muerte, lleva a Propercio
XXXI
INTRODUCCIÓN
a diferentes posiciones; por ejemplo, a imaginar cuál podrá
ser, ante tal hecho, la actitud de la amada; y las
mismas desazones que en vida le siembra Cintia en el
atormentado interior, son proyectadas hacia los momentos
que han de seguir a su fallecimiento, que él piensa que
precederá al de aquélla. De esta suerte lo invade el temor
de que Cintia lo desprecie y lo olvide (I, xvn, 11-12), y
afirma que no es la muerte lo que lo atemoriza sino el
pensamiento de que Cintia no asista piadosamente a sus
funerales (I, xix, 1-3); aún más: lo asalta el miedo de
que su tumba sea abandonada por ella, quien se entregará
a un amor nuevo (Ibid., 21-24), o de que llegue
a burlarse de su sepulcro, y a regocijarse de su tránsito,
y a pisar sus humilladas cenizas (II, vm, 17-20).
Entonces, pensando en esa misma situación, procura
cambiar su miedo en alegría de esperanza, e imagina que
la amada habrá de sufrir con su muerte.
Y llama a su corazón las lágrimas de una Cintia dolorida
y piadosa que sacrifique en su tumba el esplendor
de los cabellos, y cubra de rosas sus huesos e invoque para
ellos la ligereza de la tierra (I, xvu, 21-24), cosa que
borraría de él la amargura de la muerte (I, xix, 20); o
que, con el desnudo pecho lacerado, siga su cortejo fúnebre
y bese sus labios ya fríos (II, xm , 27-32) y lo
lamente como él, en caso análogo, habría de lamentarla
(II, xxiv, 51-52), y cuide del decoro de su sepulcro, evitando
que quede en un lugar donde pudiera ser hollado
por los pasos del vulgo.
Pero acaso el temor vuelve a ocuparlo cuando da en la
cuenta de que estas esperanzas son baldías, y el mismo
temor lo conduce a otro pensamiento del que puede asirse
para no padecer tanto: que la muerte los tome a los dos
en la misma hora. Como una manera de evitarse tras el
XXXII
INTRODUCCIÓN
morir los desdenes de Cintia, invoca como una necesidad
que la vida de ambos sea aniquilada por el mismo hierro,
al mismo tiempo, aun cuando sea de manera deshonrosa
(II, vm, 25-26), o bien codicia que su amor, constante
hasta el final, obligue a la amada a corresponderlo de tal
modo que, comprendidos dentro de la misma fidelidad,
el mismo día sea el último para ambos (II, xx, 17-18),
o que tal constancia, haciendo que él la siga siempre por
todas partes, dé ocasión a que un azar fatal los sorprenda
a la vez. Y se deleita en la visión de abandonar la vida
sobre el bienamado cuerpo de ella, en el instante preciso
en que ella la abandone también (II, xxvi, 57-58).
Pero no se reduce a esto sólo el asedio de la muerte
contagiada de amor: acaso ésta lo acaba todo. Si así fuera
tendría por eso el poder de dar término también al dolor.
Y si el amor es dolor, la muerte, que lo suprime, será
fuente de paz y, por tanto, considerada como apetecible.
De esta suerte, Propercio, alucinado por lo descomedido
del sufrimiento, desea alguna vez haber muerto cuando
niño, para haberse salvado de amar (II, xm, 43); en
otras ocasiones, la muerte se le aparece claramente como
el remedio de un mal, y amargamente lo asevera. Frente
a la traición de la amada, el procurarse él mismo el aniquilamiento
se le abre como una puerta deleitosa (II,
xvn, 13-14); además, solamente ella le dará, con el olvido
definitivo, la posibilidad de salud (III, xvu, 9-10; xxi,
33-34).
Pero cuando la pasión lo hace creer en la felicidad,
cuando el amable amor le puebla los días, llama, primero,
a la muerte, en el caso de que Cintia por alguna razón le
fuera mudada (Π, xiv, 31-32), y luego, sintiéndose amenazado
sin tregua por aquélla, la convierte de un mal
inevitable, en un estímulo de vida para mejor amar mienX
X X I I I
INTRODUCCIÓN
tras los gozos suyos lo ponen por encima de los reyes
(I, xiv, 11-14); para ser constante, así fuera a durar
siglos o a pasar por trabajos a la medida de un dios (II,
XXIV, 33-34); para amar fielmente, tanto, que habiendo
encerrado allí su vida, de la casa de Cintia tuviera que
partir su procesión funeraria (II, i, 55-56). Y al saber
que en cualquier momento llegará una noche sin término
a cerrarle los ojos con la clausura del gozoso destino,
quiere consagrarse a saciarlos, en tanto que eso ocurra,
con el amor y sus lumbres ambicionadas (II, xv, 23-24;
53-54).
En la vida de Propercio, ciertamente el amor se asocia
de tal manera con la muerte que puede atraerla de súbito,
sin causa aparente; juntos, el amor y la muerte se alian
para aniquilar al amante (II, iy, 11-14); en dar fin a la
vida de éste, encuentran su triunfo las armas del amor
(II, ix, 37-40); pero, a la vez, el. mismo amor parece
abrir una esperanza de vencer a la muerte, convirtiéndola
en un recinto donde los que se amaron podrían continuar
juntos, como antes lo habían estado.
En efecto, en ciertas ocasiones Propercio se inclina a
poner duda en la eficacia de la muerte para destruir al
hombre, consumiéndole a la vez el cuerpo y el alma, e
insinúa alguna creencia en una vida, de placer o tormentos,
iniciada en el momento del morir. Así, hablando de que
las mujeres no se ocupan en conocer el orden y la razón
del universo, plantea el problema de si habrá algo que
permanezca más allá de las ondas de la Estigia (II, xxxiv,
53), y al pensar en los estudios a que él mismo proyecta
dedicarse al salir de la juventud, dice que investigará si
existe algo después de la hora de la muerte, o si el hombre
no debe temer nada de ella, sino la pira donde su cadáver
será quemado (III, v, 39-46).
x x x iv
INTRODUCCIÓN
Ahora bien: esta creencia en que algo del hombre sobrevive
a su desaparición física, encuentra fundación y corona
en ese sentimiento del amor presidido y ligado con el de
la muerte.
En primer término, el que ama tiene por eso mismo
un poder que lo autoriza a violar las leyes que los demás
han de obedecer fatalmente. El amante sabe cuándo y
por qué ha de morir, y no debe sentir temor. Incluso
cuando ya se encuentre remando para impulsar la barca
de los muertos, bastará con que la amada lo llame para
que su alma pueda regresar a ella (II, xxvn, 11-16);
además, cuando el amor ha entrado profundamente por
los ojos del amante, será imposible de olvidar, y hará
que, las cenizas de éste —ese polvo enamorado— sigan
vivas, y que su alma cruce de vuelta las frías aguas mortales
(I, xix, 5-12). Y las manifestaciones de esta creencia
cobran una especie de acento triunfal, definitivo y sin
dudas, cuando, después del entierro de Cintia, Propercio
mira cómo el fantasma de ella, carcomido por las recientes
ceremonias fúnebres, se le aparece mientras busca el alivio
del sueño, y le habla. “Son algo los Manes” —es decir,
el alma de los muertos—, exclama el poeta; “la muerte 110
todo lo acaba, y a los vencidos rogos huye la sombra
pálida” (IV, vu, 1-2).
Ahora bien: es de anotarse que Cintia muerta demuestra
ser movida por las mismas preocupaciones que cuando
estaba viva. En efecto, en lo que le dice a Propercio vuelven
a encontrarse reproches (IV, vn, 13-14; 21-34), manifestaciones
de celos (Ibid., 39-48), memorias de los placeres
vividos (Ibid., 15-20), peticiones de castigo para los
esclavos —“Se queme a Ligdamo”, pide (Ibid., 35); en
una ocasión había dicho: “Ligdamo se venda” (IV. vm,
79-80)—, juramentos de fidelidad (IV, vn, 51-54), exXXXV
INTRODUCCIÓN
presiones de placer por los versos para ella escritos (Ibid.,
49-50; 77-78; 83-86), análogos a los que hemos leído directamente
o Propercio nos ha hecho suponer a partir
de la lectura de los poemas escritos a propósito de ella.
Cuando le asegura a Propercio un encuentro definitivo
con ella después de la muerte, promete que los huesos de
ambos se mezclarán (Ibid., 94), como en vida, ella misma
lo había dicho (Ibid., 19), se habían mezclado sus pechos.
Es decir que, desaparecidos los cuerpos, los amantes sufrirán
iguales penas y gozarán de placeres iguales a los
que los cuerpos les ocasionaban, y el amor que ocupó la
vida ocupará, de manera semejante, la muerte.
De esta manera, podremos tratar de comprender ya lo
que la muerte le significa a Propercio: sobre la vida a la
cual gobierna, el amor es capaz de atraer a la muerte que
lo aniquile, y al hacerlo, se identificará con ésta y será
sentido como una amenaza.
Pero como esa misma vida es la oportunidad del amor,
éste la transmitirá a la muerte, transformada ya en sí
mismo, y poblará a la muerte con los sufrimientos y los
júbilos de él ocasionados y conocidos.
De tal modo, el amor luce, en la necesidad de posesión
de Propercio, como un puente que une y asimila entre sí
a los dos contrarios, vida y muerte, y lo hace capaz de
comprenderlos y admitirlos como adecuados a los absurdos
impulsos de su naturaleza.
x x x v i
Transición
1 odo escritor, para expresarse y ser capaz de comunicar,
ha de someterse a las convenciones que le impone la costumbre
literaria de su tiempo y de su lugar. Pero esa
sumisión no es otra cosa que el mejor empleo de una
herramienta adecuada al mejor cumplimiento de su oficio
de hombre que revela su propio interior.
Evidentemente, por tanto, Propercio, al hacer sus poemas,
emplea a cada momento convenciones características
de escuela literaria. Pero por medio de ellas, utilizándolas
de acuerdo con las exigencias de su individualidad
original, revela siempre ésta, traspasada por inconfundibles
corrientes de miseria y de confusión y de luz y grandeza
humana.
La extinción inevitable y el afán de permanencia; el
terror de la soledad y el olvido; el júbilo desesperado
de la posesión juvenil; el dolor inexplicable de esa posesión;
la pérdida constante, de lo que se obtiene y de lo
que siempre es negado; la espuela emponzoñada de hiel
de los celos sin misericordia, la apariencia de una 'fuerza
y un valor de los cuales se carece hasta el fin; la pasión
amorosa, en breve, va colmando sus sílabas, sus palabras,
sus versos.
Si se recordara el número de las veces que Propercio
se refiere al valor supremo de la exclusividad del sentimiento
amoroso, se adelantaría .en el camino que lleva a la
comprensión de su obra, y, por lo mismo, de su espíritu
oscuro y desgarrado.
Ese imperioso y solícito deseo de una exclusividad imposible,
muestra el principio del impulso que lo mueve.
El dolor le nace al saber que Cintia no le pertenece;
XXXVII
INTRODUCCIÓN
que jamás podrá pertenecerle a él solo y por completo;
ahoga a Propercio el sufrimiento de saber que tras sus
puertas cerradas, esté a solas o acompañada, ella puede
ser feliz sin él; ella, sin él, puede ser desventurada; ella,
en suma, es suficiente por sí misma a existir sin él; sin
requerir de él para nada, en ningún momento.
Y esta misma conciencia de su superfluidad, hace que
Propercio, para combatirla, convierta a Cintia dentro de
sí en el centro mismo de cuanto existe, en la totalidad
de cuanto existe.
Y al verse frustrado en su afán de poseerla, verá abrirse
ante él un camino irreversible, como todos los de la vida,
que lo conducirá a la más desolada de las imposibilidades;
a la negación de toda dicha, de toda libertad, de toda paz.
Y sólo arderá, dentro de las entrañas sufrientes de su
alma, una llama sombría y sin extinción, que lo invadirá
paulatina y seguramente hasta convertirlo a todo él en
pábulo combustible, sin manera alguna de liberación.
Entonces, adolorido, el poeta hablará, y moverá en su
boca la insidiosa lengua de los celos; 'y los celos, disimulados
como una enfermedad vergonzosa y deformante, se
mostrarán aun a pesar suyo, y constituirán el fondo de
sus mejores palabras; las más verdaderas, las que, a través
de las convenciones expresivas, enseñarán la terrible
desnudez de su corazón.
Carcomido de celos mira a Cintia, la ajena, vivir complacida
en su cálida y hermosa y envidiada existencia. Y
trata de conmoverla para que se vuelva a mirarlo; acaso,
así, pueda llegar a sentir necesidad de él.
Y pondera por encima de todo la felicidad y la gloria
que sobrevienen naturalmente cuando el amor se concede
a un objeto único y exclusivo de todos los demás.
A veces, Cintia lo escucha y le cree y se le entrega. Él
XXXVIII
INTRODUCCIÓN
sabe que esa entrega es transitoria; que es transitoria la
dicha que él, arrebatadamente, absorbe de esa entrega. Y
una semilla de temor germina en los momentos mismos·
de su más grande ventura, y la dulzura de la belleza adquirida
en esos momentos trata de echar raíz duradera. Pero·
la raíz, como el suelo espiritual en donde se afinca, es,
en lo profundo, miserable y podrida.
X X X IX
La poesía
N o idóneo a las armas (I, λα, 29), impedido para la
carrera forense (IV, i, 134), Propercio, por el contrario,
se sabia adaptado a la poesía y con claras dotes para ejercerla.
Se sabía además a sí mismo poeta lírico y destinado,
más que nada, a la gloria sagrada de la poesía amorosa, en
la cual se juzgaba el príncipe (IV, i, 155-156; II, x n ,
21-24; xm , 3-4; xxxiv, 55-58; III, i, 1-4; 7-24; i i , 9-26;
n i, 15-24; ix, 4 3 -4 6 ...). Si alguna vez intentaba otro
género de versos, lo hacía forzado por requerimientos
externos o por los impulsos interiores de su orgullo o de
su desgracia (III, m, 1-24); pero volvía siempre a lo
esencialmente suyo: a aquella manera de poesía, la única
poesía lírica que existe, fundamentada en los sentimientos
de amor; en la pasión amorosa que encuentra su manifestación
en relación con una mujer. Siente acaso Propercio,
en el hondo de sí, que el universo se equilibra por
la presencia de una fuerza femenina que, actuando sobre las
cosas, da ocasión a qüe surjan las formas perceptibles de
la vida y, con ellas, provoca la existencia del dolor y la
muerte. Y el dolor rebaja y la muerte arrebata. Pero el
poeta lírico, no en su vida sino en su obra, puede lograr,
a través de aquel rebajamiento y aquella pérdida, el principio
del orgullo y de la permanencia. Y con el aparejamiento
de esos contrarios, está dotado para consumar lo
que ningún otro: la revelación de lo que el hombre es en
su condición abyecta y en su posibilidad de crecimiento
y de esperanza.
Ahora bien: Propercio parece esperar de su poesía una
gloria que cobra tres rostros diferentes: el de una inmortalidad
desligada de él como hombre en el alma de cuyos
XL
INTRODUCCIÓN
huesos y cuya carne alienta la facultad intrasmisible de
padecer y gozar; una inmortalidad que, sobre la duración
de los mayores monumentos construidos por el hombre,
hará vivir para siempre el nombre adquirido por su ingenio
poético, pero que él no podrá percibir (III, n, 25-26);
el de un prestigio en alguna forma superficial y alegre,
que lo convierte en el centro de la cálida cercanía de las
mujeres; en el objeto envidiable de amorosas admiraciones
femeninas (III, n, 9-10; II, xxxiv, 55-57); estos dos
rostros de la gloria se le muestran de continuo propicios,
pero no indican llegar a satisfacerlo. En efecto, ninguno
de ellos ejerce un poder que pueda ir más allá de ser
alimento propio para su vanidad o su soberbia. Gloria
inmortal o sentimental alegría de fiesta, insuficientes para
dar solidez a su mundo desgarrado y en perpetua caída.
Entonces busca el tercer rostro de la gloria, aquel cuya
presencia sería prenda cierta de su arbitrio de volverse
amable o de hacerse amar. Sus poemas cobran, frente a
sus ojos, una, función inmediata y segura, ésa sí, para
recobrar la coherencia de sí mismo y de sí mismo en
relación con el mundo exterior.
La poesía habrá de tenderse hacia la amada como un
puente por el cual ella podría caminar de regreso hacia
él; vínculo de unión, envolvente manto común.
Al principio, reciente todavía el deslumbramiento del
encuentro, la poesía le sirvió a Propercio, a lo menos así
le complace creerlo, como un medio de conquista; él, carente
de riquezas materiales, no venció a Cintia con oro
o con joyas traídas de lejos; la inclinó hacia él con el
blando obsequio de un poema (I, vm, 39-40). Y ese recuerdo,
convertido por su debilidad en certeza inolvidable,
lo hace pensar en que puede volver a lograr eso mismo
con los mismos medios, atribuyéndole así a la poesía una
XLI
INTRODUCCIÓN
facultad de la que siempre ha carecido: la de encumbrar
llama en alguien donde el amor no es ya más que cenizas
en dispersión.
Pero Propercio simula no saberlo, y trae a su memoria,
para ella, los días en que ella lo alababa por sus cantos
(II, xxiv, 21-22); ahora que han dejado de serlo, recuerda
como eran motivo de cercanía; o bien, pensando que
sus poemas guardan la fuerza que él antes pensó que tenían,
dice que han hecho qtte la amada abandone a sus
amantes ricos, y venga nuevamente a la santidad de su
pasión de los tiempos de gloria (II, xxvi, 25-26).
Propercio, empero, no desconoce la vacuidad de su esperanza,
y, como en contra de su voluntad, se lamenta:
“¡ Regalos, cuántos di, o cuáles cármenes hice! Ella, con
todo, férrea, no dijo nunca: ‘Te amo’ ” (II, vm, 11-12);
y llega a identificarse, en relación a Cintia, con la poesía, y
a decir no que Cintia se apartó de él, sino que fue separada
de sus cármenes (I, xi, 7-8).
Sin embargo, su confianza en la propiedad de atracción
de la poesía no desaparece; imagina la felicidad de que
Cintia se asombre con sus versos, y que ese asombro la
haga pensar, como en una fortuna deseable, en recibirlos,
en escucharlos antes que nadie, en conocer su voz primera,
aquella que es la verdadera e irrepetible. Si así aconteciera,
el poeta nada temería; estaría protegido contra
toda enemistad, incluso la de Júpiter (II, xm , 7; 10-16).
Pero al caer en la cuenta de que esto no ocurrirá, renuncia
a su deseo de que la poesía atraiga por su sola
capacidad —inexistente— de provocar el amor, y entonces
ofrece a la amada esa misma inmortalidad impersonal,
en la cual él mismo no encuentra atractivo bastante; confiesa
su propio dolor, y la lejanía que lo causa; y en
seguida apunta que sus libros, a pesar de todo, harán que
XLII
INTRODUCCIÓN
la fama de la belleza de Cintia se sitúe sobre la de todas
las demás (II, xxv, 1-4); o le hace ver lo afortunada
que es al ser cantada por él, cuyos versos son perennes
monumentos de gloria (III, n, 17-180).
Después, al ver que la promesa de la fama no es tampoco
idónea a conseguir lo que pretende, cambia la poesía
de instrumento de alabanza en aguijón de amenaza; Cintia
debe amarlo, si no quiere que los poemas de Propercio
conquisten a otra mujer (II, v, 5-6), o la ofendan de tal
manera que la hagan llevar para siempre una memoria
oscurecida por la vergüenza (Ibid., 27-30).
Todo es inútil: el peso de la amada es demasiado para
ser soportado por las endebles columnas del canto. Éste
acabará por callar, por irse convirtiendo en una belleza
y una revelación sin más finalidad que su verdad interior.
En objeto de salvación por sí mismo. Así, destrozado su
amor, Propercio dirá alguna vez a la que lo fue todo:
“Me avergüenza que seas insigne por mis versos” (III,
xxiv, 4).
Todo parece estar consumado. Pero hay todavía, para
el amante, una última tristeza que se le aparece bajo una
sombra teñida de terror y alegría. Cintia, ya muerta, dará
a Propercio algo de lo que le negó sin tregua, mientras
vivía. Ahora que es sólo un fantasma imposible de ser
retenido en un abrazo, viene a declarar lo que antes hubiera
creado la máxima dicha. Cintia ha sido fiel (IV, vn,
53); Cintia amó la poesía de Propercio (Ibid., 77-78);
finalmente, como si esto pudiera ya significar otra cosa
que frustrada esperanza, le dice: “En los libros tuyos
fueron mis largos reinos” (Ibid., 50). La seguridad, el
asidero que el poeta buscó en la poesía, en el resbalar
incesante de las cosas, en el precipitado cúmulo del dolor,
no fueron conseguidos nunca.
XLIII
El puente del canto no fue, en último término, más que
la nostalgia capaz tan sólo de ponerlo en comunicación
con una sombra inasible. Un puente dotado sólo de la
dureza necesaria para soportar el peso de un fantasma.
INTRODUCCIÓN
XLIV
Roma
D e s d e el desorden que su insatisfacción interior proyecta
hacia el mundo, también la grandeza de Roma se le aparece
a Propercio como un asidero acaso suficiente a interrumpir
su propia caída. Esa Roma que de orígenes
humildes llegó, máxima, a establecer su poder sobre todas
las cosas (IV, i, 1-56), a dictar leyes a las tierras sojuzgadas
(IV, IV, 11); esa Roma de armas victoriosas, tan
fuerte en la guerra como en la piedad, y que sabe suavizarse
en el triunfo, y de cuya historia se enorgullece la
fama; tierra que vence en belleza y bondad a todos los
milagros (III, x x n , 17-38), donde la libertad halla su
manifestación en el ejercicio de la palabra (III, x x i i ,
40), le resulta a primera vista a él, romano, motivo seguro
de poesía y de vida. Y se afirma: “Tus reales cantando,
poeta magno seré” (II x, 19-20); en alguna ocasión se
propone que todo cuanto sea capaz de cantar habrá de
servir a la patria (IV, i, 59-60), y hace el plan de celebrar
los ritos y los fastos de Roma, y la fuente de los nombres
de sus lugares (IV, i, 69).
Testigo de las agitaciones de su patria, de la gloria por
ella alcanzada, intenta, celebrándola, compartir ésta y,
haciéndolo, conquistar algo de la tranquila firmeza vital
de la cual se siente por completo privado.
Al poner los ojos sobre las hazañas anteriores de Roma,
dos acontecimientos se le muestran, quizá, como sobresalientes,
según se ve por el número de veces que los
menciona: las victorias de Mario (II, i, 24; III, v, 16;
XI, 46) y la derrota de los Crasos a manos de los partos
(II, x, '14; III, iv, 9; v, 48; IV, vi, 83) ; de las de su
tiempo, aparte de las guerras en Oriente en las cuales los
XLV
INTRODUCCIÓN
Crasos fueron vengados, el hecho que le merece admiración
mayor es la batalla de Aceio, que dio nacimiento al
imperio de Augusto sobre el mundo (II, i, 34; xv, 41-46;
xvi, 37-38; xxxiv, 61-62; IV, vi, 11 ss.).
Pero acaso el recuerdo de las guerras civiles donde él
fue afectado en bienes y en familia (I, x x i i , 3-8; IV, i,
129-130), le veda el alivio de unir su existencia con las
ilustres circunstancias históricas, y un elemento amargo
de experiencia personal arroja sobre la gloria común
cierto acento de desdén y desapego. Ocupado de amor γ
de muerte, Propercio resuelve en la muerte y el amor
lo que él hubiera querido que fuera bastante a superar
en su interior el amor y la muerte, y a construirle un
suelo firme y un cielo alumbrado que lo salvara de su
humillada condición de alma.
Sí, grande fue Mario, y su grandeza militar en Aquae
■Sextiae y los Raudii Campi aseguró la grandeza de la
patria; pero Mario está muerto. Y muerto ya, sus guerras,
como todas las guerras, carecen de sentido. Porque la
muerte lo iguala todo: “Será mezclado en las sombras
al par vencedor con vencidos: te sientas con el cónsul
Mario, Yugurta preso” (III, v, 15-16). ¿Qué significa,
pues, ante la muerte, el resplandor en las batallas? Y
ciertamente, César ha vengado con la fuerza de las armas
romanas la derrota de Carras, y Craso puede, si es posible
saber algo en la oscuridad de la tierra, alegrarse de que
sea lícito ya a Roma ir al lugar donde fue vencido.
Sin embargo, el amor prevalece sobre la gloria de tal
venganza, y aquel que abandona a una esposa suplicante
■ para seguir, en la guerra contra los partos, las banderas
de Augusto, merece la condenación (III, x n , 1-4), y
Propercio invoca el aniquilamiento para “cualquiera que
a un lecho fiel, prefirió las armas” (Ibid., 6 ); además,
xlvi
INTRODUCCIÓN
incapaz de intervenir directamente en algo que reprueba,
se reserva, como única comunicación con el prestigio de
las victorias romanas, el placer de aplaudir en la Vía
Sacra el paso de las procesiones triunfales (III, iv, 22),
y reivindica su derecho a adquirir la sabiduría mientras
otros, los que aman las armas, se complazcan en devolver
a Roma las banderas de Craso (III, v, 47-48).
En cuanto a la batalla de Accio, mencionada por él en,
repetidas ocasiones (II, i, 34; xvi, 37-38; xxxiv, 61-62;
IV, vi, pass.; II, xv, 41-46) recibe de Propercio una
admiración proporcionada a su significación. Allí se enfrentaron
las fuerzas del mundo; los dioses allí dieron
fuerza a la justicia; César se mostró allí sólo inferior a
los dioses (IV, vi, 19-20; 23-24; 37-54; 55-56); allí, pues,
se consolidó el poderío de Roma.
No obstante, Propercio en el fondo de sí, desde lo que
él considera justo en verdad, la condena, y coloca por
sobre la gloria militar los simples placeres nacidos del
amor y la embriaguez. Mira a Roma llorando, por el
dolor de una parte suya que la otra ha desgarrado y vencido,
y al pensar en lo que sucedería si todos, como él
lo hace, se ocuparan en beber y en amar, dice lo que en
realidad es para él aquel triunfo de Augusto: “No el hierro
cruel ni existiera la bélica nave, ni el Acciaco mar volteara
nuestros huesos, ni tantas veces combatida de propios
triunfos en torno,, de esparcir sus cabellos cansada fuera
Roma” (II, xv, 41-46).
De este modo, opacada por un lamento de vergüenza
y dolor por las contiendas civiles, suena al final la voz
patriótica de Propercio. Su voz era otra: “Amor es dios
de paz”, asevera; “veneramos la paz los amantes” (III,
v, 1 ). ¿ Cómo podría él, poseído del amor, estar de acuerdo
con la guerrera grandeza de su patria? “Al hoste buscaXLVII
INTRODUCCIÓN
mos”, se duele; sin tregua, “a las armas ligamos armas
nuevas” (Ibid., 11-12); se alegra de su soltería, porque
le impide dar hijos al ejército romano, y exclama, definitivo:
“De la sangre nuestra, no habrá ningún soldado”
(II, vil, 14).
¿Y César, César el dios, el que medita las armas hacia
reinos remotos, el todopoderoso? César también encuentra
ante sí algo que no puede derrotar. El amor levanta frente
a César un obstáculo indestructible por las armas: “ ‘Pues
magno es César’. Pero es César magno en las armas: Nada
en el amor vencidas gentes valen” (II, vu, 5-6).
Propercio el amante, el pacífico, eleva por último, para
César, el elogio mayor: el de posible padre de una paz
fomentadora del amor y de la libertad: “De César, esta
virtud, y gloria de César es ésta: con la mano con que
venció, guardó las armas” (II, xvi, 41-42).
Así pues, Propercio fracasa al buscar en la grandeza
de Roma su propia solidez. Incluso su decisión de cantar
en servicio de su patria, se ve negada por su destino. Sea
para Virgilio cantar las armas (II, xxxiv, 61-62); sus
propios reales son la composición de elegías, donde él
puede ser ejemplo para los demás escritores (IV, i,
155-156).
Tocante a la intención de fijar las fiestas y los ritos y el
origen de los nombres de los lugares de Roma (Ibid., 69-
70) su ánimo no dio tampoco para mucho. Nos quedan
sus poemas a Vertumno (IV, ii) , a Tarpeya (IV, iv),
al templo de Apolo Palatino (IV, v i), al Ara máxima
(IV, ix ), a Júpiter Feretrio (IV, x ) ; poemas que acaso
no aumentan la gloria de Propercio sino por haber servido
de inspiración a poemas posteriores. Pero ni siquiera en
esto fueron los únicos entre los suyos: la carta de Aretusa
a Licotas (IV, m ) fue inspiración también para el desaXLVIII
rrollo de un género poético que otros llevaron a mayor
extensión.
INTRODUCCIÓN
XLIX
E l mundo del mito
E l mundo de Propercio es el del amor convertido en necesidad;
el mundo de la necesidad encaminada hacia metas
inexistentes. Más allá del mundo real, el de las alcanzables
cosas posibles, Propercio sitúa el que colmaría sus requerimientos
infatigables, y lo puebla de bienes que sabe que
él nunca podrá obtener. Ese inaccesible mundo en donde
resplandecen todas las manifestaciones del placer, de la
belleza, de la felicidad, lo fuerza a advertir como miseria
las condiciones de su innegable realidad.
En ese punto, a fin de dar a esta realidad el rostro de
lo que es valioso, va a recurrir a otro aspecto de la existencia
que, al igual que el mundo creado por sus necesidades,
se encuentra más allá de su mundo concreto, y
que, además, cuenta con la garantía de la verdad indudable.
Ese aspecto de la existencia no es otro que el
ámbito del mito, el del fundamento de las creencias religiosas.
Mundo sólido y unitario, perfecto y justo. Si en
ese mundo es posible descubrir y comprobar el modelo
de sus propios dolores y de sus alegrías, si sus necesidades
encuentran en ese mundo el ejemplo que las justifique,
parece pensar Propercio, el sentido de la vida que
se le está yendo hallará su más entera firmeza, su explicación
definitiva.
Vuelve los ojos, pues, a ese ámbito sellado por la perfección,
e intenta relacionar lo que en sus lumbres existe
con la disolución sombría de aquello que siente transcurrir
y doler dentro de su vida de hombre insatisfecho.
Y llama hacia sí esa realidad iluminada, y trata de esclarecer
con ella la suya, tan oscura, para consolidar a lo
L
INTRODUCCIÓN
menos una parcela de firmeza entre tantas vaguedades
fatalmente resbaladizas.
Fuera de las invocaciones que buscan directamente el
auxilio o los castigos de los dioses, y éstos son requeridos
principalmente con objeto de prestar a la fidelidad en el
amor el prestigio de la participación en lo eterno (II,
xx, 31-32; x x i i , 19-20; xxv, 13-14; III, m , 21-22; IV,
ni, 21-22), las solicitaciones que Propercio dirige hacia
el mundo divino en relación con el humano parecen reducirse
a cuatro maneras principales: aquél puede ser
recibido por éste como modelo; en efecto, la vida de los
dioses o los seres contagiados en alguna forma por la divinidad
constituye, naturalmente, el dechado para las vacilantes
acciones humanas.
Aceptado ya el mundo divino en esta forma, lo que en
él existe puede ser tomado como prueba de la realidad
de la existencia temporal del hombre, o servir para confirmar
esa realidad, o para otorgarle Una decisiva justificación.
Modelo, prueba, confirmación, justificación de
la realidad humana. Tales son los cuatro caminos por
donde avanzan, hacia las entidades del mito, los tanteos
de Propercio en su búsqueda ciega de un núcleo firme en
torno del cual edificar o las raíces de sü dicha o las explicaciones
que den sentido a su desventura. Por tales
caminos querrá probarse que las leyes que gobiernan su
mundo son las mismas que crean los dioses en su total
libertad, y que, por lo mismo, lo que a él le ocurre por
el cumplimiento de tales leyes no puede ser sino cabalmente
justo.
Quizá la parte de la poesía de Propercio donde con
mayor claridad se manifiestan esta necesidad y esta búsqueda
—y no es raro que así sea, dadas las condiciones
de su vida— son los cantos dedicados a Cintia. RecuérLI
INTRODUCCIÓN
dese, en primer lugar, cómo su necesidad de poseerla exclusivamente
y la imposibilidad de conseguirlo, le hacía
sentir, más que nada, la calidad endeble de su propia
existencia, y será de inmediato comprensible por qué
busca en el mundo de los mitos el modelo del cual derivar
la fidelidad amorosa en el mundo de lo humano. Lo
busca, en efecto, y, aunque siempre en vano, lo propone
siempre ante Cintia y ante sí mismo, procurando de esa
manera lograr una alteración de los hechos que pudiera
darle lo que de suyo tiene por inalcanzable.
Así, aun cuando sabe que Cintia es incapaz de seguirlo,
invoca para convencerla el ejemplo de la fidelidad que
por sus amados mantuvieron Hipsipila, Alfesibea, Evadne
(I, xv, 17-20; 15-16; 21-22), y hace lo mismo con el
de la paciente constancia de Penélope, o el que nace del de
la pasión de Briseida, que encontró en su amor las fuerzas
para sostener, ella tan débil, el enorme cuerpo muerto
de Aquiles (II, ix, 3-16).
Comparando en alguna manera su situación con la de
Postumo, amado fielmente por Gala, encuentra para ésta
el modelo mitológico de Penélope, quien con su firmeza
dio sentido al deseo que movió a Ulises hacia su patria
(III, XII, 23-38), y, como si quisiera complacerlo por
último, el fantasma de la misma Cintia, al hablar con él,
le dice haber seguido el modelo de las leales Andrómeda
e Hipermnestra y evitado el de las adúlteras Clitemnestra
y Pasifae, por lo cual es conducida ahora a regiones
felices (IV, vn, 57-58).
También para inducir a Cintia a la fidelidad, toma
ahora como modelo a los héroes que engañaron a sus
amantes, y Jasón, Demofón y Ulises aparecen huyendo
de Medea, de Filis y de Calipso solas y sufrientes; ya
que fracasa en su intento de cambiar a Cintia proponién-
LI I
INTRODUCCIÓN
dole ejemplos que la muevan a la virtud, quiere aquí
hacer valer frente a ella la dureza de un modelo que,
atemorizándola, la impulsa hacia la conducta que él solicita
(II, xxi, 11-14; xxiv, 43-46). Y dado que Cintia
no cede, la guía hacia un ejemplo distinto, el de la Aurora
que amaba a Titón pese a la vejez de éste, y le pide que
lo ame a él, quien además es joven, y cuya constancia no
desaparecería aun cuando alcanzara la edad del propio
Titón o la de Néstor (II, xvm, 7-18; xxv, 9-10).
En alguno de sus momentos de dicha, Cintia se niega
a hacerla completa, y se resiste a desnudarse junto a él;
allí están, entonces, los divinos modelos de Helena y de
Diana que ella ciertamente debe seguir (II, xv, 13-16).
Por lo demás, Cintia puede amarlo, habida cuenta de que
el amor existe entre los dioses: una de las Musas no se
negó a yacer con Eagro (II, xxx, 33-36).
Y cuando, en relación con Cintia, piensa en la muerte,
y aspira en un instante a compartirla con ella, parece
preguntarse por qué tal cosa no ha de ser obtenible,
siendo que Hemón y Antigona unieron sus muertes en
una sola (II, vn, 21-24) ; pero en el caso de que tal
muerte en común no le fuera concedida, él debería morir
de inmediato o haber muerto al nacer, para evitar el
modelo de los dolores que Néstor, por su larguísima edad,
hubo de soportar.
Por otra parte, su tumba de amante, por haber sido
fiel, habría de ser más famosa que la de Aquiles, y la
propia Cintia, imitando el ejemplo de Venus, no debería
tener a mal derramar sobre ella sus lágrimas (II, xm,
45-56).
Ciertamente, la muerte lo destruye todo. Así, podría
incluso ser suficientemente poderosa para aniquilar a la
enferma Cintia. Si tal cosa aconteciera, ese aniquilamien-
LIII
INTRODUCCIÓN
to será seguido por una gloria sin término, como la que
correspondió, tras su fallecimiento, a ío, a Ino, a Andrómeda,
a Calisto (II, xxvm , 15-24). Todo lo destruye
la muerte, por cierto; podría pensarse que puede destruir
el amor. Pero el modelo divino muestra que eso no es
verdad: Protesilao siguió amando ya muerto, y pudo regresar,
aunque sólo sombra, a la morada de Laodamia su
esposa (I, xix, 7-10). Por tanto, él puede estar seguro,
de acuerdo con ese modelo, de que no perderá el amor
después de la muerte, y que su pasión será lo bastante
fuerte para atravesar de regreso las aguas infernales.
Hay ocasiones en que a Propercio parece presentársele
una duda acerca de la posibilidad de que algo de lo que
en él sucede, esté capacitado para conseguir una realidad
plena. Indaga entonces la prueba de que tal posibilidad
existe, recordando sucesos análogos desarrollados en el
ámbito del mito. Así, por ejemplo, él ama y quiere conseguir
el amor de la amada, y para ello usa de súplicas y
encomiables acciones. Pero como no está seguro de que
tales medios puedan conducirlo al fin que pretende, trata
de comprobar su validez invocando la memoria de Milanio,
quien venció con ellos la reticente actitud de Atalanta,
y fue, por fin, amado (I, i, 9-16).
Y la prueba de que la belleza no requiere de más adornos
que el pudor para ser amada, idea que Cintia parece
no compartir, la encuentra en el modo como fueron Febe
e Hilaira y Marpesa e Hípodamia (I, n, 15-21).
Para demostrar que el amante debe cuidar del objeto
de su pasión, recurre a la historia de Hércules e Hilas
arrebatado por las ninfas (I, x x ), y se siente con derecho
de concluir que el amor es incurable, porque el mundo
mítico le enseña que ni Macaón ni Quiróñ ni Asclepio,
con ser tan grandes médicos, pudieron aliviarlo (II, i,
57-64).
LIV
INTRODUCCIÓN
Temiendo que los dioses quieran combatir su amor, se
dice que tal cosa no es natural, y lo confirma con los
ejemplos de Neptuno y Bóreas, quienes moderaron su
crueldad al enamorarse, respectivamente, de Amimone y
Oritía (II, xxvi, 47-52).
Al pensar en la muerte, su espíritu vacila entre diversas
opiniones; una de ellas, que en el mundo inferior
cesan las diferencias entre los' hombres. Para afirmarse
en ésta, convoca a su memoria los nombres de Iro y de
Creso, ahora ya iguales (III, v, 17), y sabiendo que la
que todo lo acaba ha suprimido la vida del joven Marcelo,
demuestra su inevitabilidad con los recuerdos de
Nireo, Aquiles y Creso, a quien ni la belleza ni la fuerza
ni el oro fueron suficientes a liberar de su mano soberana
(II, xvm, 27-29).
Otras veces, la realidad que percibe se le aparece de
tal manera admirable o sorprendente o deseada, que para
admitirla en su maravillosa presencia necesita una suerte
de confirmación desprendida de la realidad indudable del
mundo habitado por la divinidad.
De este modo, al contemplar a Cintia dejando su fatiga
en el sueño, parece requerir, con objeto de confirmar la
existencia real de su visión, de otras imágenes análogas
que desde el mundo mítico hagan que la posibilidad de
aquélla no parezca absurda. Y las perfectas representaciones
de Ariadna abandonada en las playas, de Andrómeda,
libre ya de peligros, tendida y en sueños, de la Bacante
desfallecida tras su danza sagrada, le permiten convencerse
de que Cintia existe en la realidad, mientras él la
contempla dormir (I, m , 1-6).
La belleza de Cintia sólo le resulta creíble porque el
ámbito divino contiene bellezas equiparables; así las que
hacen resplandecer a Juno, Palas, Iscómaca, Brimo, ■ la
LV
INTRODUCCIÓN
misma Venus (II, 11, 5-13); y, aparte la belleza, Cintia
es iluminada por el dominio de prodigiosas artes, la danza
y el canto, cuya excelencia se hace indudable gracias a la
que en ellas alcanzan, a otro nivel, Ariadna y las Musas
(II, i i i , 17-20).
Cintia llora: la idea de su llanto lo hace pensar, a fin
de comprenderlo, en el llanto de Briseida o de Andrómaca,
o en las lágrimas de Niobe (II, xx, 1-10), o la
siente, soñando, a punto de ahogarse en el mar, y esa
soñada posibilidad se la confirman el caso de Hele o el
recuerdo de Glauco y las Nereidas o el del delfín que
transportó la lira de Arión (II, xxvi, 5; 13-18).
Si Propercio se alegra en su amor por Cintia, pide
que su alegría sea ratificada por la actitud de lo divino,
y, de esta manera, que Niobe y la madre de Itis puedan
dejar de dolerse (III, x, 7-10), y sigue, con igual intención,
la memoria de Agamenón triunfante de Troya
y la de Ulises al retornar a su patria, y el júbilo de Electra
al encontrarse con Orestes salvado, o el de Ariadna
al ver a Teseo victorioso del Laberinto (II, xiv, 1-10).
Y, finalmente, la creencia en que su amor puede desaparecer
queda confirmada por la desaparición de Troya
y de Tebas, caídas a pesar de su poderosa grandeza (II,
vm, 9-10).
Esta actitud de pretender del dominio del mito la confirmación
de la realidad perceptible, aunque se presenta
en Propercio principalmente a propósito dé su pasión
amorosa, suele ser tomada por él en otras situaciones.
Por ejemplo, las hazañas de los poetas míticos hacen que
él confíe en los poderes de su propia poesía (II, xm ,
5-8; III, i i , 1-10), e incluso hechos históricos como la
victoria de Accio lo hacen recurrir a la confirmación
obtenida de la aparición de los dioses (III, xi, 69; IV,
vi, 25-26; 61-62).
LVI
INTRODUCCIÓN
Por último, en muchos momentos, Propercio, al sufrir
los acontecimientos del mundo en que está contenido, y
los efectos que ellos producen en su interior, da la apariencia
de sentirse situado ante algo que para él carece
totalmente de justificación. Entonces, movido por esa situación,
y con el fin de evitar la obligación de admitirla
en su aplastante absurdidad, se dirige al sabio mundo de
lo divino inquiriendo hechos y circunstancias que por su
sola existencia en ese ámbito marcado por la perfección,
sean idóneos para justificar los del mundo humano. Si
en aquél ocurre algo, nada de injusto puede tener el que
ocurra, también en éste.
Así; plies, los jóvenes se enamoran de Cintia y causan
con ëllo guerras y conflictos en Propercio. ¿ Qué de extraño
tiene que eso acontezca, si Europa y Asia chocaron
en Troya por causa de Helena? ¿O por qué ha de maravillar
que él acometa por Cintia empresas no gloriosas,
siendo que el adivino Melampo realizó por la hermosa
Pero otras de índole semejante? (II, m, 35-40; 51-54).
Él sufre por la ligereza de Cintia, y en sus celos se
atormenta incluso por la proximidad que con ella tiene
su madre, y es dañado por la probabilidad de que un niño
todavía sin palabras tenga de ser visto por ella en su
cuna, y recela de la hermana de Cintia, y de simples
retratos que ésta pueda tener cerca. Al hacerlo, da inmediatamente
en la cuenta de que su actitud es viciosa, pero
se siente sin el poder de evitarla; invoca allí en su auxilio
la justificación del mito, y hace valer que vicios paralelos
produjeron la guerra de Troya y el combate entre Centauros
y Lapitas. No es, por tanto, condenable su vicio,
supuesto que entre seres de la esfera divina es soportado
y admitido (II, vi, 15-18).
Cintia le es infiel, y él se ve forzado, por la necesidad
LVII
INTRODUCCIÓN
que de ella ha concebido, a buscarla y pretenderla y admitirla
a pesar de tal infidelidad. Nada tiene eso de humillante
—se dice—, dado que Helena fue recibida por
Menelao después del adulterio con Paris, y Vulcano admitió
a Venus a sabiendas de que ella había sido vencida
por el capricho de Marte. Así, la infidelidad de Cintia
es un crimen pequeño, perdonable aun entre los inmortales
(II, x x x i i , 29-34).
Además, el amor único y exclusivo no se da entre los
dioses: no hay diosa que haya vivido para un solo dios,
y Júpiter pudo reducir la virtud y el encierro de Dánae, y
Pasifae se enamoró de la belleza de un toro (Ibid., 55-
60). Es natural, por lo mismo, que entre los hombres
tampoco se engendre ese amor, y que Cintia no le pertenezca
sólo a Propercio.
Nadie, debe tenerse por cierto, es fiel en amor. El
amor separa entre los hombres a los parientes y a los
amigos, provoca el adulterio. Pero esto se justifica: ocurre
también en el mundo superior, donde se dieron los casos
de Menelao y Paris, Jasón y Medea (II, xxxiv, 3-8).
Si él sufre las violencias de Cintia, Paris padecía las
de Helena (III, vm, 26-30); si la mujer es ávida de
bienes materiales, ciertamente lo fueron también Polimnéstor
y Erifila (II, x i i i , 57-60); si Cintia cede a los
consejos de una alcahueta, lo mismo hubieran tenido que
hacer Hipólito y Penélope (IV, v, 5-8).
Pero donde se muestra con evidencia mayor la actitud
persistente de justificar lo que tiene por condenable, medíante
el recurso a las situaciones en que los dioses intervienen,
es en su desolación de vencido irremediable del
amor. No hay duda: el amor triunfa sobre él de todas
suertes y en todo momento. Pero eso no debe ser causa
de admiración. Aquiles, tan superior como le era en valor
LVIII
INTRODUCCIÓN
y en fuerza, sintió sobre sí el peso del mismo dios, y fue
arrastrado por él a casos extremos (II, vm, 29-40).
Por otra parte, ¿qué hay de sorprendente en que el
amor trastorne la vida de Propercio? Hay que recordar
de nuevo a Medea y Jasón, a Pentesilea y Aquiles, a
Hércules y Onfalia. Hércules, Aquiles, Jasón, justifican
los sufrimientos amorosos de Propercio (III, xi, 1-20).
Y finalmente, lo que tengo por más demostrativo: Propercio,
engañado por Cintia, llora. Pero, engañado también,
lloró Júpiter (II, xvi, 54). Si así son las cosas,
todo está bien. No puede ser injusto que Propercio se vea
obligado a llorar, si el propio dios, fuente de toda justicia,
lo hizo por iguales causas.
La misma ley que rige al dios rige al hombre, y de
ese modo lo justifica.
LIX
El fracaso y la victoria
C on todo, el convencimiento de la justicia de su dolor
no es para Propercio, en manera alguna, equiparable con
la felicidad. Los dioses, en verdad, han sufrido como él
sufre. Pero ese conocimiento que él adquiere, tampoco lo
liberta de la necesidad de firmeza pretendida a través del
placer y la dicha.
Asi, el esfuerzo suyo de, afirmar su existencia por
medio del recurso a entidades de índole ideal; de volver
sólido con la solidez indemostrable pero creída de éstas
su vacilante ser real, lo único que tiene, lo solo tangible
e indudable, fracasa también, como fracasaron su llamado
a la grandeza de la poesía y de Roma.
Y el fracaso lo hace siempre regresar a su verdad, que
es la verdad del hombre; a su oscilación de péndulo irregularmente
movido de la desgracia o la alegría, de la
humillación al deseo de felicidad, del nacimiento al sueño,
de la vida a la resurrección.
Retorna él, de este modo, a las exigencias intratables
del amor, que lo constriñe a la dádiva entera; al renunciamiento
a todo cuanto no sea su necesidad sin satisfacción,
la que lleva en sí ' misma la negación de cuanto
pretende. Y ahora las exigencias, la dádiva, el renunciamiento,
la necesidad, han de ser admitidos como destino.
De esto habla Propercio; manifiesta en sus palabras
esa miseria de odio y amor, ese tormento. Ya es solamente
esa especie de lámpara insegura que, por un instante,
alumbra un recoveco del alma que ha padecido y
comprende. Es tan sólo esa luz en la cual todos pudieran
reconocer algo de su sombra más profunda.
LX
Tal es s^única_victoria indisputable: la revelación de
lo oculto que enriquece al Hombre, aT hacerlo reconocer
úna- parte de su pobreza.
INTRODUCCIÓN
LXI
La versión
P o c a fortuna, en verdad, ha tenido la obra de Propercio
entre los traductores de lengua española. Que yo recuerde,
sus poemas completos han sido traducidos sólo dos
veces, una por Germán Salinas y otra por Antonio Tovar
y María T. Belfiore. Ambas versiones son en prosa y
fueron realizadas en España. Ninguna, por tanto, se había
hecho antes en México.
La versión que ofrezco ahora pretende, como lo han
hecho las mías anteriores de las obras completas de Catulo
y Virgilio, apegarse lo más posible al texto en las
palabras y en los ritmos; dentro de los límites impuestos
por las reconocidas dificultades textuales, he procurado
la mayor fidelidad. No sé hasta qué punto la haya logrado.
Como lo he dicho ya en otras ocasiones, no concibo,
para traducir un clásico, otra manera ni otro objetivo
que la literalidad; para conseguirla, la versión 110 ha de
ser de sentido a sentido, porque con este sistema el autor
original queda sometido, en última instancia, a la buena
voluntad de la interpretación subjetiva de su traductor,
sino de palabra a palabra, lo que permite, principalmente
en la versión de escritores latinos al español, dadas las
relaciones estrechísimas entre ambas lenguas, un acercamiento
más verdaderamente objetivo y cierto al sentido
del original.
En efecto, las voces 3^ las construcciones latinas, al
pasar al romance, han conservado en innumerables ocasiones
su significado 3^ su sentido. Por tal razón, al traducir
literalmente las palabras, ese sentido y ese significado
pasan de modo natural a la versión, y permiten dar
una idea de lo que es la obra que sirve de modelo.
LXI I
INTRODUCCIÓN
En cuanto al ritmo: como es de todos sabido, los poemas
de Propercio están escritos en disticos elegiacos, es
decir, compuestos por un hexámetro y un pentámetro,
integrados, a su vez, por combinaciones de pies dáctilos
y espondeos; el esquema rítmico del dístico elegiaco es,
pues, el siguiente:
— ü ü “ CXD ~ ΰΟ — w w ----
—/ — - — —, Hn —; , o
Siguiendo la norma del Pinciano según la cual basta
con tomar de los latinos el número de sus sílabas y el
lugar donde ponen sus acentos para hacer nuestros sus
versos, empleé, para imitar el hexámetro en español, un
verso de medida variable entre las trece y las diecisiete
sílabas, con cesura móvil y solamente dos acentos obligatorios:
aquellos que caen sobre la primera y la cuarta
de sus últimas cinco sílabas; el pentámetro lo trasladé
con un verso dividido en dos hemistiquios, el primero de
los cuales consta de cinco, seis o siete sílabas, sin acento
obligatorio, y el segundo necesariamente de siete, con
acentos fijos en la cuarta y en la sexta.
Por haberme parecido el que más se apega a la tradición
de los manuscritos, para mi versión seguí, con algunas
modificaciones, el texto establecido por Paganelli y
publicado en París en 1961, por la Société d’édition “Les
Belles Lettres

1 comentario:

  1. Es de agradecer la intención de reproducir esta versión de Sexto Propercio en Castellano. Desgraciadamente está muy mal "presentado" este contenido, lesionando la probidad del empeño. Gracias, igual, por la iniciativa. Leo Castillo, Colombia

    ResponderEliminar

Archivo del blog

SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

Páginas