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lunes, 1 de septiembre de 2025

SEVERO SARDUY NOVELA COBRA 1972

 


Consejo Editorial de la Mansión de Pugliatti, reunido en sobremesa ritual, convoca su crítica sobre Cobra de Severo Sarduy: presentes en esta ceremonia los escritores y críticos: Byron Deford, Méndez-Limbrick, Enrico Pugliatti, Paolo Cappelli, Belfegor, Julián Casasola Brown.


🩰 Cobra como ceremonia neobarroca

La novela Cobra (1972) no se lee: se atraviesa. Sarduy, heredero de Lezama Lima y alquimista del neobarroco, nos ofrece un texto que no busca narrar sino transfigurar. Cobra, la travesti estrella del Teatro Lírico de Muñecas, desea achicar sus pies masculinos para alcanzar una metamorfosis total. Pero ese deseo es solo el detonante de una espiral de mutaciones, rituales grotescos, y una estética que se derrama como carnaval sin fin2.


🧠 Crítica de sobremesa: voces del Consejo

1. La Sibilina del Desorden (experta en sintaxis ritual):


“Sarduy no escribe, descompone. Cada frase es una trenza barroca, una jiribilla verbal que se escabulle entre moños dobles y cadenetas anodinas. Cobra no tiene argumento: tiene atmósfera, tiene rito. Es una ópera sin partitura, donde el lenguaje baila hasta la extenuación.”


2. El Golem Editorial (guardían de la estructura):


“La novela es bífida: dos secciones que se funden en un tercer cuerpo. Cobra I es prostíbulo y carnaval, Cobra II es budismo marginal y podredumbre. Sarduy no busca clímax, sino transiciones eternas. El Teatro Lírico de Muñecas es kafkiano: fachada desabrida, interior infinito.”


3. La Dama de las Mutaciones (curadora de símbolos):


“Cobra es una danza de identidades. Travestismo, budismo, erotismo, sacrificio. Cada transformación es una estación del dolor. Sarduy convierte el cuerpo en texto, y el texto en ceremonia. No hay redención, solo reverberación.”


4. El Satírico de la Pluma Rota (crítico venenoso):


“Sarduy se burla del lector. Recomienda abandonar su novela y leer a los otros latinoamericanos ‘más claros’. Cobra es una boutade, una provocación. Pero también es un testamento: el lenguaje como exceso, como resistencia, como fiesta sin música.”


🪞 Reflexión final del Consejo

Cobra no se puede resumir. Es una novela que se resiste a la claridad, que exige del lector una entrega ritual. Sarduy no busca contar, sino invocar. Cobra es una máscara que se deshace, un cuerpo que se transforma, una escritura que se pudre y florece al mismo tiempo.


 El Consejo Editorial se dispone a diseccionar la estructura de Cobra como si fuera un organismo ritual, una serpiente de dos cabezas que muda su piel en cada capítulo. Aquí va la crítica estructural, en clave de ceremonia editorial:


🧬 Estructura de Cobra: mutación, bifurcación y reencarnación

🩸 I. Primera parte: Cobra

Ambiente: Teatro Lírico de Muñecas, París, prostíbulos, clínicas de transformación. Protagonista: Cobra, travesti estrella, obsesionada con la cirugía para achicar sus pies y alcanzar una feminidad total. Estructura interna:


Fragmentos narrativos interrumpidos por escenas teatrales, descripciones barrocas, y diálogos delirantes.


El cuerpo como campo de batalla: operaciones, transformaciones, amputaciones.


El lenguaje como exceso: metáforas, enumeraciones, juegos de palabras, parodia de la novela tradicional.


Función ritual: Esta parte es la ceremonia del cuerpo, la máscara, el deseo. Cobra es símbolo de la identidad como performance.


🧘 II. Segunda parte: Teresina

Ambiente: Asia, monasterios, desiertos, rituales budistas. Protagonista: Teresina, discípula de la Madre, en búsqueda de iluminación espiritual. Estructura interna:


Narración más lineal, aunque igualmente barroca.


Introducción de elementos orientales: mandalas, reencarnación, sacrificio.


Cobra reaparece como figura espectral, transfigurada.


Función ritual: Esta parte es la ceremonia del alma, la disolución del yo, la búsqueda de vacío. Sarduy yuxtapone el carnaval occidental con la ascética oriental.


🧿 III. Estructura como mandala barroco

No hay progresión causal, sino circularidad simbólica.


Cobra y Teresina son máscaras de una misma entidad.


El texto se pliega sobre sí mismo: repite, transforma, parodia.


Sarduy propone una estructura que es más coreográfica que narrativa: cada capítulo es una escena, cada escena una mutación.


 ritualizar la estructura



🩰 El Teatro Lírico como centro del deseo.


🧘 El monasterio como eje de disolución.


🐍 Cobra como serpiente que se bifurca y se reencarna.


🪞 Fragmentos como espejos rotos del yo.


El Consejo Editorial ha abierto el códice de Cobra y selecciona fragmentos que ejemplifican la narrativa de cada parte, como si fueran reliquias de una ceremonia verbal. Aquí van los ejemplos ritualizados:


🩰 Primera parte: Cobra

Narrativa barroca, fragmentada, performativa.


“Pestañas postizas, corona, lentes de contacto amarillos, polvos en el cuerpo, arabescos en las tetas, alas de mariposas, pigmentos en el vientre y las nalgas, olores de azafrán, una palmada en el glúteo y una pastilla de librium.”


Este fragmento describe a Cobra como una figura compuesta, artificial, casi alquímica. El lenguaje no narra: invoca. Cada adjetivo es un pigmento en el lienzo de la identidad. Sarduy convierte la descripción en una ceremonia de exceso.


Otro ejemplo:


“De las uñas brotó una violeta vascular que tiraba a orquídea congelada, a manto de obispo asmático, bajo un refectorio que se derrumba, comiéndose una piña.”


Aquí, el cuerpo se descompone en metáforas. La narrativa se vuelve orgánica, grotesca, casi pictórica. Cobra no sufre: se transforma.


🧘 Segunda parte: Teresina

Narrativa más lineal, pero igualmente barroca. Introduce el budismo, la reencarnación, el ascetismo.


Aunque los fragmentos son menos accesibles en línea, se sabe que esta parte incluye escenas como:


Teresina meditando en un monasterio, rodeada de discípulos que repiten mantras y se someten a rituales de purificación.


Cobra reapareciendo como figura espectral, símbolo de la identidad disuelta.


La narrativa aquí se vuelve más contemplativa, pero no menos exuberante. Sarduy describe los rituales budistas con el mismo exceso barroco que aplicaba al maquillaje de Cobra. El lenguaje sigue siendo performativo, pero ahora busca el vacío, no el artificio.

*** 



Sarduy divierte, arrastra, provoca, asombra, seduce... El más representativo, el más dotado y también el más raro de los 'nuevos novelistas'. (F. Wagener. Le Monde.)Dos relatos entrecruzan sus voces en esta novela.El primero narra la vida de Cobra, un travesti, la transformación compulsiva de su cuerpo, su pasión que quizás compensarán sus breves apariciones de Reina, en el Teatro Lírico de Muñecas. Ritual cuya equivalencia buscaríamos en vano en Occidente y que sólo igualan la devoción y el rigor con que los actores se transforman durante días enteros en los teatros religiosos de la India, donde, una vez en posesión de sus trajes (aún fuera de escena) son venerados o temidos.La Señora, celestinesca, y Pup, enana blanca ocurrente y parlanchína (un doble miniaturizado de Cobra) auspician las metamorfosis.En el segundo relato Cobra es iniciado a lo que es quizás una banda de cuatro 'black jackets' que han adoptado nombres-fetiches (Tundra, Escorpión, Totem y Tigre) y cuyas ceremonias baratas conforman un sueño... o a una secta de lamas tibetanos que se esfuerzan, lejos de las fuentes, por dar vida a sus ritos. Aventura cuyo decorado es el de los suburbios parisienses o el de los paisajes de la pintura china. La búsqueda de todos es la del erotismo, ausencia donde surge la muerte: la de Cobra, cuyos funerales se celebran en un sótano húmedo de Amsterdam, según los ritos del Libro Tibetano de los Muertos.Finalmente, el Diario Indio -concluído en un monasterio budista de Nepal- traza la parábola de un vjaje y la culminación del diálogo que toda la novela escucha: Oriente/Occidente.Serpiente Sagrada, Cobra es un anagrama de Copenhague, Bruselas y Ámsterdam, el nombre de un grupo de pintores, el verbo cobrar... un eco de 'barroco' y de 'Córdoba'. Cobra 

 

Severo Sarduy


 
 COBRA I
 
 

 

 

 

 

TEATRO LIRICO DE MUÑECAS I Y IIENANA BLANCA I Y IIA DIOS DEDICO ESTE MAMBOLA CONVERSIÓN¿QUÉ TAL?


 TEATRO LÍRICO DE MUÑECAS

 

Los encerraba en hormas desde que amanecía, les aplicaba compresas de alumbre, los castigaba con baños sucesivos de agua fría y caliente. Los forzó con mordazas; los sometió a mecánicas groseras. Fabricó, para meterlos, armaduras de alambre cuyos hilos acortaba, retorciéndolos con alicates; después de embadurnarlos de goma arábiga los rodeó con ligaduras: eran momias, niños de medallones florentinos.Intentó curetajes.Acudió a la magia.Cayó en el determinismo ortopédico. 

Cobra. Dios mío —en el tocadiscos, como es natural, Sonny Rollins— ¿por qué me hiciste nacer si no era para ser absolutamente divina? —gemía desnuda, sobre una piel de alpaca, entre ventiladores y móviles de Calder—. ¿De qué me sirve ser reina del Teatro Lírico de Muñecas, y tener la mejor colección de juguetes mecánicos, si a la vista de mis pies huyen los hombres y vienen a treparse los gatos?Tomaba un sorbo de la “piscina” —ese jarrón en que la Señora, para compensar los rigores del verano y la práctica reductora, le servía un sirope de frambuesa con hielo frappé—, se alisaba las enmarañadas fibras de vidrio, con un cartabón milimétrico, se medía los rebeldes y atacaba otra vez el “Dios mío, por qué...”, etc.Empezaba a transformarse a las seis para el espectáculo de las doce; en ese ritual llorante había que merecer cada ornamento: las pestañas postizas y la corona, los pigmentos, que no podían tocar los profanos, los lentes de contacto amarillos —ojos de tigre—, los polvos de las grandes motas blancas.Aun fuera de la escena, una vez pintados y en posesión de sus trajes, la Reina era obedecida, y huían por los pasillos o se encerraban en las alacenas y salían embarrados de harina los criados a la bigotuda aparición de un Demonio.Rauda, desgreñada, reverso del fasto escénico, la Señora se deslizaba en pantuflas de Mono Sabio, disponiendo los paravanes que estructuraban aquel espacio décroché, aquella heterotopia —fonda, teatro ritual y/o fábrica de muñecas1, quilombo lírico— cuyos elementos sólo ella salvaba de la dispersión o el hastío. Surgía en la cocina, en el humo anaranjado de una salsa de camarones, corría por los camerinos llevando un plato de ostras, preparaba una jeringuilla o mojaba en laca un peine para retorcer un bucle recalcitrante.Iba y venía pues la Buscona, como les decía hace un párrafo, por los corredores de aquel caracol de cocinas, cámaras de vapor y camerinos, atravesando en puntillas las celdas oscuras donde dormían todo el día, presas en aparatos y gasas, inmovilizadas por hilos, lascivas, emplastadas de cremas blancas, las mutantes. Las redes de su trayecto eran concéntricas, su paso era espiral por el decorado barroco de los mosquiteros. Vigilaba la eclosión de sus capullos, la ruptura de la seda, el despliegue alado. El Museo Guggenheim, con sus rampas centrífugas, era menos mareante que éste, turbio y reducido a un solo estrato, que con su diurno deambular animaba la Alcahueta: castillo circular aplastado, “laberinto de la oreja”. Con un algodón empapado en éter calmaba a las sufrientes, daba un gin tonic a las sedientas, y a las que impacientaba la espera entre compresas de terebentina ardiendo y emplastes de hojas machucadas, su consejo predilecto: sean brechtianas.Regía trenzando moños, reduciendo con masajes de hielo aquí un vientre, allá una rodilla, alisando manazas, afinando con inhalaciones de cedro los vozarrones rebeldes, disimulando los pies irreductibles con una plataforma doble y un tacón piramidal, distribuyendo aretes y adjetivos.Cobra era su logro mejor, su “pata de conejo”. A pesar de los pies y de la sombra —cf.: capítulo V—, la prefería a todas las otras muñecas, terminadas o en proceso. Desde que amanecía escogía sus trajes, cepillaba sus pelucas, disponía sobre los sillones Victorianos casacas indias con galones de oro, gatos vivos y de peluche; ocultaba entre cojines, para que la sorprendieran a la hora de la siesta, acróbatas de cuerda y encantadores de serpiente que al ser tocados ponían en marcha un Vals sobre las olas con chirridos baritonales, de flautilla de lata. Luego se entregaba a la contemplación del retrato gigante que, enmarcado entre banderolas rojas, presidía con su ampliación en colores aquel aposento. 

Estimadas lectoras:sé que a estas alturas no os cabe la menor duda sobre la identidad del personaje allí desmesurado: claro, era Mei Lan Fang. Aparecía el octogenario impersonator de la Ópera de Pekín en su caracterización de dama joven —la coronaba una cofia de cascabeles— recibiendo el ramo de flores, la piña y la caja de tabaco del viril presidente de una delegación cubana.Ya cuando cada rizo estaba en su lugar, entonces la Madre concertaba encuentros, cumplimentando las peticiones de los más insistentes y manisueltos, espaciando los horarios de las más solicitadas, tramando coincidencias en las celdas de las menos. A estas últimas, para corregir una vez más las leyes naturales y salvar el siempre incierto equilibrio entre la oferta y la demanda, daba sus mejores consejos y descubría las debilidades de cada cliente: sabían las malhadadas quién era foot adorer y ante quién había que bailar una javanesa en traje de Mata Hari y poniéndose un lavado. 

La escritura es el arte de la elipsis: en vano señalaríamos que de todas las agendas era la de Cobra la más frondosa. La seguían la Dior en ramos de orquídeas recibidos sin remitente, la Sontag en joyas de Cartier y mesas reservadas en Maxim’s, la Cadillac en el número de horas que la habían esperado convertibles cola de pato con choferes negros vestidos de blanco y en el resto de agasajos que, antes de que envíe la tarjeta de visita, ya han presentado a un hacendado sudamericano.Lo que sí merece mención es que los fervientes de Cobra no se amotinaban más que para adorarla de cerca, para permanecer unos instantes en su muda contemplación. Un londinense, paliducho importador de té, le trajo una noche tres tamborines para que a su ritmo ella, cargada de pulseras, de címbalos, de antorchas y arcos, le impusiera los pies, como Durga al demonio convertido en búfalo.Algunos, serenos, pedían besarle las manos; otros, más turbados, lamer sus ropas; unos pocos, dialécticos, se le entregaban, suprema irrisión del yang.La Buscona acordaba citas por orden de certidumbre en el éxtasis: los contemplativos y espléndidos la obtenían para la misma noche; los practicantes y agarrados eran postergados por semanas y sólo tenían acceso al Mito cuando no había mejor postor....Caía en un sillón, de golpe, la Madre, rendida. Le echaban fresco. Aun allí seguía dirigiendo la mise-en-scène, el tráfico de tarimas y atuendos entre el espectáculo visible —donde ya cantaba la Cadillac— y el teatro generalizado en los sucesivos aposentos. 

La escritura es el arte de la digresión. Hablemos pues de un olor a hachís y a curry, de un basic english tropezante y de una musiquilla de baratijas. Esa ficha señalética es la del indio costumista, que tres horas antes de que se descorrieran los telones del show llegaba con su cajita de pinceles, sus minuciosos frascos de tinta y “la sabiduría —decía el propio enturbantado, de perfil, mostrando su único arete— de toda una vida pintando la misma flor, dedicándola al mismo dios”.Iba pues decorando las divas con sus arabescos teta por teta, que éstas, por redondas y turgentes, más fáciles eran de ornar que los pródigos vientres y nalguitas boucherianas, rosa viejo con tendencia al desparramo. Desfilaban las divinidades roncas ante el inventor de alas de mariposa y allí permanecían estáticas, el tiempo de repasar sus canciones; aplicado, el miniaturista in vivo de las heladas reinas de grandes pies iba encubriendo la desnudez con orlas plateadas, jeroglíficos de ojos, arabescos y franjas de arcoiris, que según la inserción y el aguaje las adelgazaban o no; disimulaba de cada una las desventajas con volutas negras y subrayaba los encantos rodeándolos de círculos blancos. En las manos les escribía, con azafrán y bermellón, los textos de entrada a escena, los más olvidables, y el orden en que debían recitarlos, y en los dedos, con diminutas flechas, un esquema de sus primeros desplazamientos. Dejaban al encargado de asuntos exteriores, de la cabeza a los pies hechas para el amor, tatuadas, psicodélicas todas. La Señora las revisaba, les pegaba las pestañas y una etiqueta OK a cada una y les daba una nalgada y una pastilla de librium. 

La escritura es el arte de recrear la realidad. Respetémoslo. No ha llegado el artífice himalayo, como se dijo, alhajadito y pestiferante, sino con un recién planchado y viril traje cruzado color crema —en la corbata de seda una torre Eiffel y una mujer desnuda acostada sobre el letrero Folies Cheries.No. La escritura es el arte de restituir la Historia.El orfebre dérmico luchó en la corte de un marajá, cerca de Cachemira. Era maestro en llaves y en muecas —que desmoralizan al enemigo— ; podía, esbozando una vuelta camera, caer sobre las manos y derribar con un doble puntapié en el vientre a un agresor que embiste, o haciéndolo girar sobre sí mismo, hundirle en la nuca el puñal con que ataca.Agitando un pañolón de madras con la mano derecha le encajaba a un tigre camboyiano una jabalina en el costado izquierdo.Creía en la sugestión, en la técnica del asombro y en que la victoria es irrevocable si logramos asustar al adversario al aparecer; se desfiguraba con parches y postizos, surgía ante los contrincantes boquiabiertos con dos narices o con una trompa de elefante roja como un pimiento, suspendida a la frente por un muelle. Aprendió de sus cotidianas encarnaciones en demonio, el arte del tatuaje y las coartadas ventrílocuas, que hacen volverse al rival.Había escapado de la revolución cachemira con lina maleta de joyas que dilapidó en barcas floridas —los burdeles lacustres del norte— con enchapadas de colorete, y en torneos fallados de antemano —lo aclamaron Invencible— contra los campeones llegados de Calcuta; había animado una escuela de lucha en Benares, y en Ceilán un despacho de infusiones en cuyos entablados, que se imbricaban en espiral como los de una torre, venían a acostarse al anochecer, entre saquitos de té, obesas matronas pintarrajeadas.Fue concesionario de especias en Colombo. Huyó una noche, después de perder un pugilato. Las llamas fueron ganando, desde las cuerdas que la afianzaban a la tierra, la carpa del circo que albergaba a los vencedores.Su última proeza fue una fanfarronada en un pancracio de Esmirna: sin concederse entreactos redujo a tullidos a seis campeones turcos. Tan erguido, tan imperturbable permaneció cuando le asestaron un golpe, cuando trepando de un salto sobre su vientre le tiraron los gigantes del pelo, como quien escala un farallón asiendo lianas, y luego fue tal su acometida en el lupanar en que, pasando por la piedra eunucos y mujerangas, celebró sus trofeos, que la matrona —un griego obeso, montado en tacones y con una flor en la cabeza—, ganada por la comezón filológica y para evocar a la vez su verticalidad en la arena y su embiste licencioso, lo apodó Eustaquio.Pasó pues a Occidente con ese nombre, lo único que conservó de sus andanzas gimnásticas.Encubría bajo un delito benigno —traficante de apio—, su verdadera infracción.Fue contrabandista de marfil en los rastros ju —dios de Copenhague, Bruselas y Amsterdam; cultivó hasta la manía un inglés clásico y unos cabellos negros y brillantes que, sobresaliendo de un bonete de gamuza verde, se continuaban con una barba oficialmente oriental, peinada y lacia.Un espejo abombado y otros doce más pequeños que lo rodeaban multiplicaron su imagen cuando entró con una sirvienta mofletuda en una casa de muros y puertas blancos que cerraban aldabones negros.Por las ventanas ojivales rondeles de vidrio opaco filtraban un día gris y húmedo. De un baúl sienés sobresalía un tapiz flamenco. Colgaban de las vigas arenques ahumados y racimos plateados de ajo. En una mesa había una balanza y una biblia abierta cuyas iniciales eran hipogrifos mordiéndose la cola, sirenas y harpías; entre las letras saltaban liebres. Junto al libro un reloj de arena. Reflejo de un vaso de vino, temblaba sobre el mantel una línea transparente y roja.En un estante, tras unos frascos de cereza en aguardiente, la sirvienta escondió una bolsa de florines. 

 

La escritura es el arte de descomponer un orden y componer un desorden.La Señora había descubierto al indio entre los vapores de un baño turco, en los suburbios de Marsella. Quedó tan estupefacta cuando, a pesar del vaho reinante, distinguió las proporciones con que Vishnú lo había agraciado que, sin saber por qué —con estos jeroglíficos, y sin revelarnos que lo son, nos asombra el destino— pensó en Ganecha, el dios elefante.Aprovechemos esos vapores para ir disolviendo la escena. La siguiente se va precisando. En ella vemos al pugilista en plena posesión de su pericia escriptural, “que vela sin vestir y orna sin ocultar”, aprestando para el espectáculo a las modelos del Teatro Lírico de Muñecas.Con tanto capullo en flor, tanta guedeja de oro y tanta nalguita rubensiana a su alrededor, está el cifrador que ya no sabe dónde dar el cabezazo; intenta una pincelada y da un pellizco, termina una flor entre los bordes que más dignos son de custodiarla y luego la borra con la lengua para pintar otra con más estambres y pistilos y cambiantes corolas. Se arremolinaban a su alrededor las Spaventosas y con la abertura de las tintas comenzaba el correteo. A medio vestir, bostezantes y empapadas, lo esperaban las hadas con nuez echando ansiosas partidas de tute y tomando cerveza en lata. Era tal la cumbiamba que reinaba en los vericuetos del Templete que la Señora ya no sabía cómo intimidar a las meninas para que no perdieran el self-control según aparecía Eustaquio el Sabrosón.Llegaron a organizar batallas navales en la bañera, que eran chapaleteos y sumergidas introducciones; las “guerras floridas” arruinaron el mobiliario art nouveau de la Matrona.Hasta un día.Apareció la Señora, con una escoba de yarey en la mano y tan amarilla de ira que parecía una azafata asiática. Tres juguetones, en paños menores, se habían envuelto en un cubrecama rojo: “a pachanga de amor felpa de vino” —jaraneaba Eustaquio—. La Cadillac, que repasaba su lección de bel canto en medio del retozo, no se dio por enterada: apretó el timbre de alarma y siguió vocalizando.Acometió la biliosa contra el envoltorio espasmódico como si fuera a apagar un fuego; arremetía con la devoción de quien flagela un penitente blandiendo una disciplina de perdigones en las puntas.Oyó una saeta. Sintió en la boca un esponjazo de vinagre. Con una mano abierta se golpeó la frente. 

 Iba / descalza, arrastrando incensarios, / virriajada con cruces de aceite negro, / en hábitos carmelitas, de saco, un cordón amarillo a la cintura, / envuelta en damascos y paños blancos, con un sombrero de alas anchas y una vara, / desnuda y llagada, bajo un capirote. Atravesaba / corredores encalados, con barcos de madera suspendidos al techo y lámparas de plata en forma de barco, / capillas octogonales de altas cúpulas, torbellinos de ángeles de yeso cuyas paredes soportaban estantes cargados de coronas, brazos y corazones de oro, cabezas que se abrían mostrando una hostia, tubillos de cristal con ceniza. En una custodia brillaba un amuleto funerario en cuyo círculo central, protegidos por dos cristales tallados, rodeados de cuentas de ámbar, se apilaban huesecillos porosos —dientes de niño, cartílagos de pájaro—, de bordes afilados, que ataba un cintillo de seda con iniciales góticas y nombres alemanes en tinta negra. En la sacristía los monaguillos jugaban a las barajas. Sobre una despensa de madera, entre opacos jarrones y panes envueltos en servilletas blancas, relucían tres vasos de plata. 

Se encontró en una plaza.El suelo estaba inclinado. Sobre un arco de piedra, águilas de oro, yugos, haces de flechas, intrincados nudos.La rodeaban en trance los devotos, orando, fustigándose a sí mismos, sonando matracas. 

 

MÚSICA SEVILLANA 

La Señora —encerrada en paño crudo, autosacramental, torquemadesca—: ¡Mal convertidos! —y un escobazo— ¡Posesos! —se persignó tres veces, escupió el envoltorio de pana roja, se dio un golpe de pecho—. ¡Sabandijas emponzoñadas! —roció con aguardiente la trinidad encapuchada: no encontró alcohol—. ¡Ardan, cuerpos hirvientes de gusanos!El capirote de tres picos:................... 

Cuando volvió en sí la Señora, dejó salir del envoltorio a tres tumefactos avergonzados: el indio, of course, Zaza y Cobra: —A partir de esta noche— logró articular jadeante, dirigiéndose a la Cadillac, que interrumpió entonces sus gorgoritos —, usted será reina del Teatro Lírico de Muñecas. Ha demostrado con su ejemplo que en arte, si se quiere llegar a algo, hay que trabajar aunque no estén reunidas las condiciones óptimas.Y usted —se limitó a ordenar al indio—, vístase y váyase. Dios mío —añadió sollozando—, a esta casa la ha perdido la trompa de Eustaquio. 

Lo cual no impidió que unos días más tarde ya comunicara otra vez a las muñecas, el perverso, su nirvana: penetraba entre florales contornos, las contemplaba retozar frente a un espejo veneciano, rociándolas de jenjibre las despatarraba sobre una piel de bisonte, desnudas pero coronadas por torres de plumas —ja eso nos llevará la decadencia de Occidente!—, y se acostaba él boca arriba sobre la bestia, las caderas flanqueadas por los cuernos, haciéndose de rogar, oliéndolas, prolongando los preámbulos. Lento, parsimonioso, con alambicadas cortesías las atraía sobre sí: mientras penetraba el cuerno medio los laterales iban rasgando. No se sabía de qué gemían, ni cuando pedían más, qué darles. 

Del techo colgaba, toda desvencijada, una red de alambre y de cables en cuyos extremos pendían zócalos, círculos rojos de papel celofán y un bombillo roto y chispeante. 

La escritura es el arte del remiendo. De lo que precede se infiere que:si el indio es tan priápico y gozador como habéis oído, nunca terminará de encubrir con sus signos la desnudez de las coristas ni las mismas podrán someterse impasibles a la torturante contemplación de sus dones, que lo es mucho más si se tiene en cuenta el desabotonamiento que impera en la farándula 

AHORA BIEN:1. sin pintura corporal no puede tener lugar el espectáculo; éste, y aun sobornándolos con crecientes gratificaciones, es el atuendo mínimo que exigen los agentes de la “mundana”; de nada valdría recurrir a los otros, a nadie le interesan;2. sin “cuadros plásticos” no hay clientes, ni sin ellos puede mantenerse la fábrica de muñecas, que sólo de subsidios, si bien interesados generosos, vive;3. sin fábrica de muñecas, su tema —la Señora: Ah, porque la literatura aún necesita temas... Yo (que estoy en el público): Cállese o la saco del capítulo— no puede continuar este relato. 

ERGO:El indio tiene que ser como en su primera versión. Y de hecho así es.¡Sólo un tarado pudo tragarse la a todas luces apócrifa historieta del pugilista que, de buenas a primeras, aparece en un cuadro flamenco y renuncia a su fuerza de macho de pelo en pecho nada menos que para encasquetarse un bonete verde y ponerse a traficar florines! ¡Vamos hombre!Es cierto que Eustaquio amenizó la corte de un marajá, pero, como era de esperarse, en tanto que bailarina desnuda y coreógrafo ritual; es cierto que peina “seda de caballo”: la guarnece de claveles —que se pega con scotch tape— para bailar bulerías.Tampoco nos faltan datos de su periplo occidental. Consignaré sólo uno: se le identificó a bordo de “La Neutral”, una casa de gomas y trucos del Barrio Chino de Barcelona. Cataba preservativos y bulbos para cánulas; fabricaba, en caucho pintado, vómitos, excrementos y lombrices que saltan de un habano. El emblema de ese expendio, como ella cacofónico, pudo ser el de su vida: MARAVILLAS DE ASCO CÓMICO.Si se pasea impunemente entre las bambolonas es porque, como suele suceder, ha puesto entre paréntesis sus vehículos somáticos. Aunque para el placer bastan los bordes —Lacan se lo explicó un día—, poco disfruta de los suyos el as del ramillete. 

Restablecido el orden en el departamento de pictogramas, el indio acaba de cubrir a las coristas de pistilos plateados, alas de mariposas melanesias, ramas de almuérdago, plumas de pavo real, monogramas dorados, renacuajos y libélulas, y a Cobra —que es otra vez reina— de pájaros del trópico asiático irisando la frase “Sono Assoluta” en indi, bengali, tamil, inglés, kannala y urdú.Ensaya nuevos tintes en su propia cara, se alarga los ojos, para ser más oriental que nature; un rubí en la frente, sombra en los párpados, perfume, sí, se perfuma con Chanel Eustaquio y se desvanece, danzante, por el pasillo.Un timbre.Ábrense los telones del show.Que luego tornaré a contaros. II 

 

Anclas planas la fijaban a la tierra: dejaban que desear los pies de Cobra, “eran su infierno”. Los encerraba en hormas desde que amanecía, les aplicaba compresas de alumbre, los castigaba con baños sucesivos de agua fria y caliente. Fabricó, para meterlos, armaduras de alambre cuyos hilos acortaba, retorciéndolos con alicates; los forzó con mordazas; los sometió a mecánicas groseras; después de embadurnarlos de goma arábiga los rodeó con ligaduras: eran momias, niños de medallones florentinos.Intentó curetajes.Acudió a la magia.Cayó en el determinismo ortopédico.Un mediodía en que, vencidas las cambreras, indagaba en los ficheros de la Biblioteca Nacional, creyó encontrar la solución en el “Méthode de réduction de testes des sauvages d’Amérique selon l’a veue Messire de Champignole serviteur du roy”. En el burlesco se corría que había fletado un comando para investigar el procedimiento in situ, sobornado etnólogos, hipotecado su alma; se aventuró que todo lo pagaba la CIA y no era más que una maquinación de su doble —la Cadillac— para arruinarla por la base y sustituirla definitivamente en el Teatro Lírico de Muñecas. 

Un vaho verdoso, de alcanfor, emanaba del tugurio de Cobra, arabesco que se iba ensanchando hasta abrirse en una banda espiral, nebulosa, en un caracol que se expandía, de menta. Encerrados en frascos transparentes por todas partes retoñaban cepos, hojas anchas y granulosas, retorciéndose, pestilentes arbustos enanos, flores enfermas cuyos pétalos roían larvas diminutas y brillantes, heléchos estrujados que en los pliegues albergaban huevecillos translúcidos, en multiplicación constante. De lo estilizado vegetal art nouveau el cubículo había pasado a la anarquía yerbera —buscaba sin tregua los zumos, el elixir de la reducción, el jugo que achica—. En las gavetas de una consola y sobre un diván turco se abrían robustas alcachofas que iba ganando una vellosidad blanca; en vasos de Lalique el formol conservaba raíces machacadas y cogollos, bagazos en que habían quedado prendidas grandes hormigas rojas. Búcaros y globos de lámparas, al revés, protegían de la luz la germinación de los cotiledones; una motera de nácar conservaba semillas en alcohol, otras, de carey, manteca de majá, resina de caoba y nuez vómica.El cuarto de baño abastecía ese laboratorio. En palanganas de porcelana, donde ya la generación espontánea había prodigado gusarapos, renacuajos y —la Naturaleza es fanfarrona en sus milagros— hasta sapos, proliferaba un berro negro, de gajos espesos, verdolaga sensible que cerraba sus hojas al menor contacto y cuyos ramilletes ya iban cubriendo el bidet, un sillón blanco de la Knoll —regalo de Eero Saarinen— y la jabonera.La bañera: un campo de caña fístula, un Nilo floreado y cóncavo. Bajo el lavabo, en un plato mozárabe fermentaban granadas, habas que ya tenían hijuelos y unos granos rayados en espiral, frisados como almendras, cuya leche, al agriarse, iba tapizando los polígonos estrellados de una pelambre amarillenta.Invadidos por la sarna vegetal los timbres de la puerta y el teléfono filtraban toda señal del exterior, toda llamada al orden.Por la noche se oía un murmullo continuo: era el movimiento vibratorio de los gusarapos.—¡Pronto habrá cocodrilos! —exclamó la Señora (se tapaba la nariz con un algodón embebido en Diorissimo) y huyó por el pasillo cuya alfombra ya amenazaba el verdín de la jungla.La acusaron de bruja,de yerbera,de criar en su cuarto un jabalí.No le importó. Pasaba el día descifrando herbarios; la noche hirviendo cuescos. Había iniciado a la Señora y la alquimia verde no les daba tregua: vivían entre latinazos, exprimiendo raíces y co —riendo gajos; del extracto diario, en rigurosas cataplasmas— seguras de poseer el jugo que achica —, padecían los pies de Cobra. Al levantarse los descubrían con la cautela de quien desentierra un juguete etrusco. Según las quebraduras del emplasto y la configuración astral regente— que la Señora calculaba con una efemérides cuya bóveda celeste presentaba amagos de hongos —decidían el próximo menjurje. Neptuno en Piscis, había declarado una noche la Señora, auspicia el decrecimiento, la contracción de la base, el despegue.Por la vía astral iban pues sobre ruedas. Pero la impaciencia es mala consejera. Una mañana se oyeron gritos en la célula de Cobra. El maquillista —un indio ex campeón de lucha grecolatina— derribó la puerta de un empujón. Acudió la Señora. Lo que vieron los dejó anonadados. Se había suspendido la reina, al techo, por los pies, ahorcado al revés: cadenas de cimarrón la colgaban por los tobillos al zócalo de una lámpara. Era un murciélago albino entre globos de vidrio opalescente y cálices de cuarzo. Formando meandros, sus cabellos caían entre los tallos de cerámica, quemándose en los gladiolos transparentes de las pantallas. El tintineo del colgajo era el de un móvil japonés a la salida de un monasterio en llamas.—¡Hija de Popea! —fue cuanto atinó a exclamar, ulcerada, la Señora.—El flujo linfático —contestó acezante el ángel volcado—, invariable si permanecemos de pie, alimenta y fortalece los tobillos, endurece la esponja del tarso, circula por las falanges y termina desarrollando las uñas, robusteciendo los dedos, afianzando el arco y aumentando por consiguiente la superficie cuadrada de la planta y cúbica de la extremidad entera.Cuando lograron desprenderla de aquel andamio floral, estaba, la infeliz, que daba grima. Había perdido el sentido del equilibrio y, al parecer, también el equilibrio de los sentidos.Como a toda revolución, sucedió a ésta un régiMEN de sinapismos draconianos. Poco cedieron los pies: con hinchazones respondían a ungüentos, a fricciones con roncheras y eczemas. Trabajosamente se desplazaba Cobra en escena. Es verdad que el papel de reina era más bien estático. Sudaba la gota gorda el ángel caído. Le retumbaban sus propios pasos hasta la cabeza. Las planchas eran tamboras sobre las que caían garzas muertas.La picazón la roía —"lepra perniciosa”— ; según estallaba el disco de aplausos corría tras los bastidores —a esos abismos terapéuticos había llegado— a chapaletear en una palangana de hielo. Calzaba otra vez los coturnos imperiales y volvía al tablado, más fresca que una lechuga. A las sorpresas térmicas respondieron los invasores con grandes maniobras: de las uñas brotó un violeta vascular que tiraba a orquídea congelada, a manto de obispo asmático, bajo un refectorio que se derrumba, comiéndose una piña.A ese morado lezamesco sucedieron grietas en el tobillo, urticaria y luego abscesos subiendo de entre los dedos, llagas verdinegras en la planta. Una mañana, al renovar la cataplasma nocturna, la Señora arrancó postillas. Entonces los dejaron al aire libre, a sol y sereno, a la propia gravedad de sus texturas. Viendo que así no empeoraban volvieron a creer en la Naturaleza y proscribieron su perversión y mezquindad: la Ciencia. Quemaron los tractatus, botaron semillas y yerbas fétidas, lavaron los búcaros, rasparon la bañera, dieron lejía a los muebles.Abrieron las ventanas.Hicieron de cada comida “un banquete de legumbres frescas” —Helena Rubinstein— ; evitaron café y ajenjo.Tomaban al día seis vasos de agua. 

Pronto comprendieron su presunción. El mal carcomía por dentro. Los invadió una erupción blanca, una escarcha que iba ascendiendo, sarna arborescente que formaba en los tobillos dibujos coptos. Flores palúdicas, naves perforadas: los pies de Cobra iban al caos.La Señora se escondía en los baúles de ropa sucia, huía del salón, con la cara tiznada, y se sentaba en el bidet a llorar durante horas. Lloraban las dos por turno; se iban decolorando, consumiendo, lagartos en salmuera, lirios en biblia.Se daban ánimo:—Dios aprieta pero no ahoga —Cobra.Y la Matrona, muy décontractée: —¿Has visto, querida, qué amor de calcañar derecho?Pero sabían que mentían, que el morbo corría, que las pústulas proliferaban a cada noche.Los dioses no escatiman su ironía: mientras más se deterioraban, mientras más se pudrían los cimientos de Cobra, más bello era el resto de su cuerpo. La palidez la transformaba. Sus crespos rubísimos, de cáñamo, caían —espirales prerrafaelistas— descubriendo sólo una mitad de la cara, un ojo que agrandaban líneas azules, moradas, diminutas perlas. 

Capitularon.Se dieron finalmente, las dos, a la resistencia pasiva. Practicaban la no intervención, el wouwei. Para ello, como los antiguos soberanos chinos, adoptaron grandes sombreros de los cuales caía una cortina de perlas destinada a cubrirles los ojos. Llevaban orejeras. Obturando esas aberturas se cerraban al deseo. No tocaron más a los enfermos ni los nombraron; los exilaban con perífrasis barrocas: fueron el Nilo —por sus crecidas periódicas—, el Ocupante, el Insumergible. Imperturbables ante los nuevos síntomas, se acercaban cada vez más a la ataraxia por medio de la alquimia interior y la respiración embrionaria.Cuando liberaban los sentidos era para entregarse al estudio de las tablas de correspondencia. Si Cobra se alimentaba de rocío y emanaciones etéreas del cosmos, si se tapaba la nariz con un algodón formolado entre el mediodía y la medianoche, fosa del aire muerto, era para desalojar al demonio cadavérico que se había apoderado de su tercer campo de cinabrio —bajo el ombligo y cerca del Mar del Aliento—, ser maléfico, apostado en los pies, que la vaciaba de esencia y médula, le desecaba los huesos y blanqueaba la sangre.El error que habían cometido estaba previsto por la higiene taoísta: el “gusano” se alimentaba precisamente de plantas de olor fuerte.Por la noche, mientras la Madre dormía, Cobra “paseaba al homúnculo”. Así había visualizado, siguiendo los consejos de la Materia Médica, al soplo de los Nueve Cielos. Entraba por la nariz el enano y, conducido por la visión interior, que no sólo ve sino ilumina, recorría todo el cuerpo, deteniéndose largamente en los pies para reforzar los espíritus guardianes; luego se retiraba por el Palacio del Cerebro.Viendo que empalidecía, la Señora la rodeó de drogas superiores. Alrededor del sofá circular en que yacía, blanca como una grulla, dispuso platillos de esmalte rojo con bermellón, oro, plata, los cinco hongos, jade, mica, perlas y oropimente. En una tableta de bambú, que luego dividieron en dos, redactaron un contrato con los dioses: prometían respetar la gimnasia, la higiene sexual y la dietética; exigían en cambio la cura y reducción inmediatas. Con esa escritura como talismán, la Señora subiría a la montaña; parado sobre una tortuga y surgiendo entre jinjoleros, un Inmortal le entregaría en un cofre de laca el producto de la novena sublimación; éste, debidamente aplicado, operaría el milagro.Los Innombrables no fueron del todo insensibles a esa mística. Se hicieron húmedos, mansos, porosos. Sudaban un líquido incoloro, agua de lluvia que al secarse dejaba un sedimento verde. En él aparecieron islotes más densos, colonias espesas, respirantes conglomerados de algas. Los poros se dilataron. La transpiración cesó. Cobra tuvo fiebre. 

Una noche, obturados los sentidos, cerrada a la distracción exterior pero alerta al espacio de su cuerpo, Cobra sintió que los pies le temblaban; unos días después, que algo se le rompía en los huesos; la piel se dilataba. 

Abandonaron sombreros y orejeras.Pasaron la noche observándolos. 

Al amanecer brotaron flores. 

domingo, 29 de enero de 2023

Eliseo Alberto Caracol Beach FRAGMENTO.

 


Es un sábado del mes de junio, y Beto Milanés, emigrante de origen cubano, sale a buscar a alguien que lo mate. Al frente de la comisaría está un sargento calvo y obeso, que ha decidido pedirle perdón a su único hijo, Mandy, un travestí que vive con un modista armenio. El fantasma de una pianista vuela de un lado a otro, como una mariposa nocturna, tratando de salvar a su hija. Un oscuro profesor de literatura se pasa la noche en un bar, conversando con la mujer más linda del mundo. Los orishas africanos descienden del Olimpo y acuden a la cita son sus tambores. Tres muchachos han ido por cerveza a un supermercado, para seguir la fiesta, y se cruzan en la autopista con el cubano que quiere una tumba. Ha estado lloviendo, hay luna, alguien ha descerebrado a un perro contra un muro.

 


 

Eliseo Alberto

 Caracol Beach

 

 

 

 

 

 


Título original: Caracol Beach

Eliseo Alberto, 1998

Imagen de cubierta: Juan Pablo Rada

Editor digital: Meddle

ePub base r1.2

 

 


 La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.

PAPÁ

 

El día del fin del mundo será limpio y ordenado, como el cuaderno del mejor alumno.

JORGE TEILLER

 

 

 

 


 Advertencia y dedicatoria

 

 

En el verano de 1989, Gabriel García Márquez impartió un taller de guión a diez alumnos de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, Cuba. Yo fui su asistente. Entre las mil y una historias que nos contamos estaba la seductora pesadilla de cuatro jóvenes puertorriqueños que habían sido acosados toda una noche por un asaltante de caminos, sin más detalles. Ante la carencia de datos precisos, los talleristas aportamos nuestras propias soluciones. Alguien dijo que el personaje debía ser un asesino nato; otro sugirió que fuese alcohólico. Mejor, mudo. Drogadicto. O quizás armenio. «¿Y no sería oportuno incluir en algún episodio el acoso de un tigre de Bengala?», comentó un estudiante de Nueva Delhi durante una animada sobremesa. Gabriel propuso que fuese un sicópata de guerra y que llevara tatuados en el brazo izquierdo los nombres de sus muertos particulares. Yo consideré que debía encarnar a un suicida. Un pobre diablo. Casi un inocente. El loco quedó en el aire. Un año después supe de un marine de La Florida que había secuestrado en Port-au-Prince a una prostituta dominicana y, a cambio de la liberación de la rehén, sólo exigía que lo mataran en el intento de rescate. Le cumplieron con seis impactos de bala. Luego, en Madrid, me contaron de un gallego que, en la cruda de una borrachera, se ahorcó con la corbata porque estaba convencido de que era responsable de la muerte de sus dos mejores amigos —que no habían fallecido, todavía. A la mañana siguiente, por esas casualidades de este mundo, los susodichos perecieron en un absurdo accidente de tránsito, camino al entierro del ahorcado. En 1994, en México, García Márquez me pidió que escribiera algunas de aquellas embrionarias ficciones del taller, y como tuve vía libre, el asaltante de caminos pasó a ser un veterano de California en la guerra de Vietnam, un marinero argentino en la guerra de las Malvinas, un combatiente sandinista en la guerrilla nicaragüense, un terrorista palestino en la guerra del Medio Oriente, un artillero soviético en la guerra de Afganistán, un piloto inglés en la guerra de Irak, un miliciano croata en la guerra de Bosnia, hasta que terminó convertido en un soldado cubano en la guerra de Angola, 1975-1985. Guerras no faltan. La posible película nunca se realizó. Por último, hace dos años volví a leer un cuento de Gabriel que empieza con esta frase que es, en sí misma, una joya narrativa: «Como es domingo y ha dejado de llover, voy a llevar un ramo de flores a mi tumba». Entonces me senté a escribir esta novela sobre el miedo, la locura, la inocencia, el perdón y la muerte.

Dedico Caracol Beach a Gabriel García Márquez, mi querido maestro; a los amigos que me cuentan mentiras y a los alumnos que me las creen; y a los muchachos: María José, Ismael, José Adrián, Laurita, Sergio Efigenio, Cristian, María Fernanda, Andrés Palma, Hari, Sidarta, Jasai, Eli y Memo. Mi tropa.

 


 Tarde del sábado

 

 

Lo despertó un estrépito que interpretó como un disparo contra un búho.

ADOLFO BIOY CASARES

 

 


 Capítulo 1

 

 

Clemencia es una palabra que se usa poco. La noche anterior el soldado había vuelto a soñar con el tigre de Bengala y se levantó de un salto, con un sabor a carne podrida en la boca. Escupió sangre. Los nervios le habían destruido las encías y por mucho que se lavara los dientes con sales de bicarbonato, y aunque bebiera mil tazas de café para fumarse mil cigarrillos Camel sin filtro, el ácido de la infección seguía drenando gota a gota. Se arropó bajo la manta. Desde el calvario de la guerra en Ibondá de Akú, dieciocho años atrás, tenía la precaución de dormir con los botines puestos, costumbre que terminó por desbaratarle los pies con hongos impertinentes. Quiso refugiarse en algún buen recuerdo de su vida y escapar allí de la encerrona. No pudo. Por la rendija de los párpados vio entrar al tigre. Un tigre. El tigre. Ése. El amarillo. De Bengala. Su presencia le cortó el aliento. Aparecía sin previo aviso en cualquier confusión de sueños y ya no lo dejaba en paz un instante. Antes de descubrirlo bajo la mesa jugando con una rata de basurero había percibido su olor a crema de amapolas rancias flotando en el aire del amanecer, como cosmético de puta, y despertó angustiado. Escuchó en la distancia el canto de los gallos mañaneros, los motores de los coches por la autopista, el rumor de un mar que él sabía demasiado lejos, pero sólo al ver un aro de siete moscardones posado en la lámpara del techo, un ruido de rama que se quiebra le dijo que el demonio estaba cerca. Los insectos se avisparon y movieron el aire con las aspas de sus alas. Cada vez que sufría esa pesadilla la brújula de la conciencia trocaba los polos y lo hacía tomar por callejones sin salida. El tigre babeaba. Tenía sed. O quizás hambre. No le bastaba la rata. Quería otra. Lo quería a él.

—¡Virgen de Regla! ¡Por lo que más tú quieras dile que se vaya! Luz y Progreso para ti —rogó. La oración fue a dar contra los cerros. El eco vino de rebote entre humos turbulentos.

Desde que aceptó el trabajo de velador nocturno en el deshuesadero de coches de Caracol Beach, vivía en un trailer que alguna vez fue transporte de un circo. Aún podían leerse los créditos en un arco de vistosa caligrafía, algo desdibujados por los azotes de la intemperie: «Arena Cinco Estrellas. Rodeo Ambulante. Atracciones y Adivinos. Gitanos. Animales Inteligentes. Cunas y Camerinos». Las láminas laterales estaban pintadas con imágenes de leones, mujeres barbudas y equilibristas. El vagón contaba en su interior con el equipamiento necesario para hacer de él un calabozo habitable: el catre ajustado con bisagras a la pared del fondo, dos parrillas eléctricas por cocineta y un diminuto retrete donde apenas cabía una persona, pero diseñado con la funcionalidad de los camarotes de tren, de manera que los servicios estuviesen al alcance de la mano: desde la taza del inodoro se podía abrir cómodamente la llave de la jofaina y darse una ducha siempre sentado. La cinta de bombillas rojas, azules y amarillas que rodeaba el trailer por los cuatro puntos cardinales era el único lujo que el solitario huésped se permitía mantener en perfectas condiciones técnicas. Le gustaba encender el sistema de alumbrado y contemplar desde la autopista cómo brillaba su nave de hojalata en el centro de aquel cementerio de coches destrozados.

Cuando salió afuera, aturdido por los ecos del sueño, el tigre rondaba el techo del trailer. A la luz del amanecer reparó en la extravagancia de que traía alas, articuladas al cuerpo con armonía. Alas de cisne o de ángel. Dos abanicos de plumaje blanco, sedoso, bien peinado. Llegaba de algún sitio donde había estado lloviendo porque en el filo de las plumas brillaban gotas de agua como perdigones de mercurio. Había que verlo. Saltaba del techo a las nubes con soltura y de nube en nube, por el prado de cúmulos pisando suave, y desde allí se dejaba caer en pronunciada curva hasta el deshuesadero, sin batir las alas, y se perdía de vista entre los montes de hierros torcidos. No dejaba de ser un espectáculo hermoso. El soldado encendió un cigarro y la picadura le supo a cianuro. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre», gritó.

Strike Two se asomó en la ventanilla del Oldsmobile. El juego de escondidos se repetía con teatral puntualidad. Primero dejaba ver las orejas puntiagudas, luego los ojos, el hocico, la lengua, el cuello, hasta sacar medio cuerpo y asumir públicamente pose de gran mastín. Era un cachorro. Un vagabundo. Un buscapleitos. Había llegado al deshuesadero durante la Navidad anterior y por varios días prefirió acampar al aire libre, bajo los coches. El soldado tampoco hizo mucho por acercársele. Se tenían mutua desconfianza. A veces el cachorro ladraba cuando venía un cliente, atribuyéndose un rol de centinela que nadie le había encargado. Se entretenía persiguiendo inalcanzables mariposas por los corredores del cementerio o mordiéndose la cola en graciosos remolinos. El agua la bebía de los charcos. Ninguno de los dos claudicaba en sus posiciones. Eran tercos. Muy tercos. La noche del 31 de diciembre, sin embargo, el animalito entró en el trailer y saltó a las piernas del soldado justo en el momento en que él iba a cortarse las venas con una bayoneta de campaña. La irrupción del perro impidió el suicidio. El soldado le puso un nombre que le recordaba sus tiempos de beisbolista: Strike Two. El One era él. A partir del Año Nuevo, el perro durmió siempre en el Oldsmobile, un engendro construido con partes y piezas de otros vehículos, como un Frankenstein mecánico. Cada mañana, hombre y mascota repetían el juego de los escondidos. El amo debía fingir que lo buscaba por los patios. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre.» Tres o cuatro gritos después, el cachorro iba asomando orejas, ojos, hocico, lengua y cuello con estudiada complicidad. Pero ese sábado de lluvia el soldado lo recibió con un puntapié. Strike atravesó el cementerio barriga en tierra y llegó a la autopista decidido a marcharse. Se echó en la cuneta. Jadeaba. Se puso a ver. Por la pista de asfalto corrían manadas de camiones carnívoros, jaurías de coches rabiosos, rebaños de ómnibus monteses, piaras de automóviles jíbaros. Strike regresó al cementerio y se tumbó en la escalerilla del trailer. En la selva de los humanos hay caminos intransitables.

El miedo es una camisa de fuerza. La primera vez que se enfrentó al tigre fue aquella tarde que perdió la razón en Ibondá de Akú. El soldado llevaba varias jornadas deambulando, desquiciado por una culpa que no se permitía compartir con nadie, ni siquiera con el jefe de su escuadra de infantería, el otro sobreviviente de la emboscada. El oficial era un negro terco que se negaba a morir a pesar de traer el pulmón izquierdo deshecho por una ventosa de esquirlas. De milagro habían roto el cerco enemigo, con lo cual consiguieron una semana de esperanza. El soldado cargó al negro en hombros. Un último resquicio de cordura lo obligaba a asistirle. Se querían. La maniobra se hacía imposible por los delirios de ambos: el soldado disparataba por los escalofríos de la demencia, el jefe por la infección que le invadía las arterias. No dejaba de rezar su propio canto funerario: Yemayá Awoyó. Yemayá Asesú. Yemayá. Durante tres días y cuatro noches el loco lo llevó a cuestas, amarrado a la espalda con bejucos; al amanecer del quinto día el negro dejó de cantar y despertó con los ojos abiertos, la mandíbula descolgada y un insecto dorado en la boca, pero él no prestó atención a las evidencias clarísimas de la muerte y a pesar de la frialdad de la carne y de la rigidez de las extremidades y de la peste que a la sexta mañana hacía irrespirable el aire en un radio de veinte metros a la redonda, seguía arrastrándolo por los pies o los brazos, que entonces no eran brazos sino barras de cemento. Para un hombre en su sano juicio habría sido más lógico enterrarlo en algún claro del monte, pero los locos siempre están en otra parte, nadie sabe dónde con certeza. Poco recordaría de esas jornadas salvo al leopardo africano que apareció de pronto entre los arbustos y comenzó a destripar el torso del negro con la misma curiosidad con la que un gato araña una almohada. Por muy leopardo que sea un leopardo hay rivales que lo superan porque no le temen. Eran tantas las hormigas carniceras que ya daban cuenta del fiambre que la fiera renunció a su tajada de intestinos, después de algunos mordiscos superficiales. Ante un leopardo la fuerza de una hormiga radica precisamente en su insignificancia. El verdadero animal es el hormiguero en su conjunto. El leopardo puede arrasar con cientos de hormigas de un lengüetazo pero el cuerpo del hormiguero reparará las bajas en breves segundos. Las hormigas, entretanto, tocan fondo en los charcos de saliva y pican laboriosas la lengua del leopardo. El loco subió a un árbol y buscó con la mirada una tabla de salvación, mas no encontró nada mejor que el anillo de moscardones trabado entre el follaje. Una escudería de dípteros parásitos con cabezas rojas, como cascos de aviador. Los recuerdos se le escapaban del cuerpo, lo vaciaban. Desde esa tarde remota hasta aquel tercer sábado de junio, la fiera se escondió en la espesura del pasado a la espera de invadir sus pesadillas. El siquiatra que llevaría el caso en un hospital militar de Lisboa llegó a pensar en una recuperación: «Los medicamentos han empezado a dar los efectos esperados. No curamos su locura pero al menos le borramos el miedo de la cabeza. Podemos darle de alta», dictaminó el doctor sin saber que el animal aguardaba a que su presa quedara tirada a la suerte en un cementerio de coches para reanudar la caza a sol y sombra. El miedo es una camisa de fuerza.

El rayo inicial de la tormenta rajó una palma y rompió a diluviar. El aguacero borró el paisaje. La tierra tamboreaba. Un fuerte olor a carne quemada inundó Caracol Beach confundiendo a las aves de rapiña que empezaron a sobrevolar la zona, saboreando el banquete que les esperaba en el matadero de los hombres. Las aguas lavaron los metales de los vehículos, muelles de tapicería, tubos de radiadores, baterías cargadas de moho, y los óxidos se mezclaron con los ríos del fango. Las alimañas pataleaban en los charcos contaminados por aquella amalgama de lodo y astillas ferrosas. El Camel se apagó entre los dedos del soldado. Ese sábado tendría que deshacerse del tigre de la única manera en que aún era posible el duelo con el pasado: liquidándose a sí mismo. Alguien le dijo un día que el miedo era una camisa de fuerza. Pero no recordaba quién. Nada. Que lo único cierto era la palma ardiendo. Los bombazos de los truenos. Un perro echado en la puerta de un trailer de circo. Las aves de rapiña. Y ese segundo rayo, certera estocada de Dios, que se enterró en un hierro del cementerio, forjándolo al rojo vivo —el mismo hierro donde habría de morir un muchacho llamado Tom Chávez unas veinte horas después.

—¡Vaya desgracia la mía, carajo: estoy jodido, qué cosa tan grande! —dijo el soldado. Guardaba bajo el colchón una soga para la horca. Sería más fácil que anudarse una corbata. Y echó a correr, ansioso por matarse. Strike Two confundió la urgencia de su amo con el inicio de los juegos, ese día pospuestos por las figuraciones de la locura: lo seguía guerrero y saltarín y le clavaba los colmillos en los calcetines, le mordía los bajos del overol, le zafaba los cordones de las botas, reclamando un poco de atención. «¡Babalú Ayé: no me eches más animales detrás!», dijo al entrar en el trailer con el cachorrito a cuestas, como un grillete de peluche con cascabel.

jueves, 7 de enero de 2021

Fuera del juego Heberto Padilla. (Fragmento).

 

 
 

 



Fuera del juego

Heberto Padilla

Edición íntegraPremio de Poesía Julián del Casal, 1968
DICTAMEN DEL JURADO DEL PREMIO DE POESÍA “JULIÁN DEL CASAL” 1968

Los miembros del jurado del género Poesía que hemos actuado en el concurso UNEAC de 1968, acordamos unánimemente conceder el Premio «Julián del Casal» al libro intitulado Fuera del Juego, de Heberto Padilla. Puesto que ningún otro libro, a nuestro juicio, tuvo méritos suficientes para disputarle el premio al que resultó vencedor, acordamos, además, no otorgar menciones honoríficas.

Consideramos que, entre los libros que concursaron, Fuera del Juego se destaca por su calidad formal y revela la presencia de un poeta en posesión plena de sus recursos expresivos.

Por otra parte, en lo que respecta al contenido, hallamos en este libro una intensa mirada sobre problemas fundamentales de nuestra época y una actitud crítica ante la historia. Heberto Padilla se enfrenta con vehemencia a los mecanismos que mueven la sociedad contemporánea y su visión del hombre dentro de la historia es dramática y, por lo mismo, agónica (en el sentido que daba Unamuno a esta expresión, es decir, de lucha). Padilla reconoce que, en el seno de los conflictos a que los somete la época, el hombre actual tiene que situarse, adoptar una actitud, contraer un compromiso ideológico y vital al mismo tiempo, y en Fuera del Juego se sitúa del lado de la Revolución, se compromete con la Revolución y adopta la actitud que es esencial al poeta y al revolucionario: la del inconforme, la del que aspira a más porque su deseo lo lanza más allá de la realidad vigente.

Aquellos poemas, cuatro o cinco a lo sumo, que fueron objetados, habían sido publicados en prestigiosas revistas cubanas del actual momento revolucionario. Así, por ejemplo, el poema En tiempos difíciles había sido publicado en la revista Casa de las Américas, bajo el rótulo «Veinte poemas hablan desde la Revolución», sin que en el momento de su publicación se engendrara ningún comentario desfavorable. Otros poemas habían sido publicados en la revista del Consejo Nacional de Cultura y de la UNEAC así como en revistas extranjeras que muestran un apasionado entusiasmo por nuestra Revolución.

La fuerza y lo que le da sentido revolucionario a este libro es, precisamente, el hecho de no ser apologético, sino crítico, polémico, y estar esencialmente vinculado a la idea de la Revolución como la única solución posible para los problemas que obsesionan a su autor, que son los de la época que nos ha tocado vivir.

J. M. COHEN

CÉSAR CALVO

JOSÉ LEZAMA LIMA

JOSÉ Z. TALLET

MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ

 
DECLARACIÓN DE LA U.N.E.A.C.

EL DÍA 28 de octubre de este año se reunieron en sesión conjunta el comité director de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y los jurados extranjeros y nacionales designados por ella en el concurso literario que, como en años anteriores, tuvo lugar en éste. El fin de dicha reunión era el de examinar juntos los premios otorgados a dos obras: en poesía, la titulada Fuera del Juego, de Heberto Padilla, y en teatro, Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat. Ambas ofrecían puntos conflictivos en un orden político, los cuales no habían sido tomados en consideración al dictarse el fallo, según el parecer del comité director de la Unión. Luego de un amplísimo debate, que duró varias horas, en el que cada asistente se expresó con entera independencia, se tomaron los siguientes acuerdos, por unanimidad: 1. Publicar las obras premiadas de Heberto Padilla en poesía y Antón Arrufat en teatro.

2. El comité director insertará una nota en ambos libros expresando su desacuerdo con los mismos por entender que son ideológicamente contrarios a nuestra Revolución.

3. Se incluirán los votos de los jurados sobre las obras discutidas, así como la expresión de las discrepancias mantenidas por algunos de dichos jurados con el comité ejecutivo de la UNEAC.

En cumplimiento, pues, de lo anterior, el comité director de la UNEAC hace constar por este medio su total desacuerdo con los premios concedidos a las obras de poesía y teatro que, con sus autores, han sido mencionados al comienzo de este escrito. La dirección de la UNEAC no renuncia al derecho ni al deber de velar por el mantenimiento de los principios que informan nuestra Revolución, uno de los cuales es sin duda la defensa de ésta, así de los enemigos declarados y abiertos como —y son los más peligrosos— de aquellos otros que utilizan medios más arteros y sutiles para actuar.

El IV Concurso Literario de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, tuvo lugar en momentos en que alcanzaban en nuestro país singular intensidad ciertos fenómenos típicos de la lucha ideológica, presentes en toda revolución social profunda. Corrientes de ideas, posiciones y actitudes cuya raíz se nutre siempre de la sociedad abolida por la Revolución, se desarrollaron y crecieron, plegándose sutilmente a los cambios y variaciones que imponía un proceso revolucionario sin acomodamientos ni transigencias.

El respeto de la revolución cubana por la libertad de expresión, demostrable en los hechos, no puede ser puesto en duda. Y la Unión de Escritores y Artistas, considerando que aquellos fenómenos desaparecerían progresivamente, barridos por un desarrollo económico y social que se reflejaría en la superestructura, autorizó la publicación en sus ediciones de textos literarios cuya ideología, en la superficie o subyacente, andaba a veces muy lejos o se enfrentaba a los fines de nuestra revolución.

Esta tolerancia, que buscaba la unión de todos los creadores literarios y artísticos, fue al parecer interpretada como un signo de debilidad, favorable a la intensificación de una lucha cuyo objetivo último no podía ser otro que el intento de socavar la indestructible firmeza ideológica de los revolucionarios.

En los últimos meses hemos publicado varios libros, en los que en dimensión mayor o menor y por caminos diversos, se perseguía idéntico fin. Era evidente que la decisión de respetar la libertad de expresión hasta el mismo límite en que ésta comienza a ser libertad para la expresión contrarrevolucionaria, estaba siendo considerada como el surgimiento de un clima de liberalismo sin orillas, producto siempre del abandono de los principios. Y esta interpretación es inadmisible, ya que nadie ignora, en Cuba o fuera de ella, que la característica más profunda y más hermosa de la revolución cubana, es precisamente su respeto y su irrenunciable fidelidad a los principios que son la raíz profunda de su vida.

Como dijimos en dos de los seis géneros literarios concursantes, Poesía y Teatro, la Dirección de la Unión encontró que los premios habían recaído en obras construidas sobre elementos ideológicos francamente opuestos al pensamiento de la Revolución.

En el caso del libro de poesía, desde su título: Fuera del Juego, juzgado dentro del contexto general de la obra, deja explícita la autoexclusión de su autor de la vida cubana.

Padilla mantiene en sus páginas una ambigüedad mediante la cual pretende situar, en ocasiones, su discurso en otra latitud. A veces es una dedicatoria a un poeta griego, a veces una alusión a otro país. Gracias a este expediente demasiado burdo cualquier descripción que siga no es aplicable a Cuba, y las comparaciones sólo podrán establecerse en la conciencia sucia del que haga los paralelos. Es un recurso utilizado en la lucha revolucionaria que el autor quiere aplicar ahora precisamente, contra las fuerzas revolucionarias. Exonerado de sospechas, Padilla puede lanzarse a atacar la revolución cubana amparado en una referencia geográfica.

Aparte de la ambigüedad ya mencionada, el autor mantiene dos actitudes básicas: una criticista y otra antihistórica. Su criticismo se ejerce desde un distanciamiento que no es el compromiso activo que caracteriza a los revolucionarios. Este criticismo se ejerce además prescindiendo de todo juicio de valor sobre los objetivos finales de la Revolución y efectuando transposiciones de problemas que no encajan dentro de nuestra realidad. Su antihistoricismo se expresa por medio de la exaltación del individualismo frente a las demandas colectivas del pueblo en desarrollo histórico y manifestando su idea del tiempo como un círculo que se repite y no como una línea ascendente. Ambas actitudes han sido siempre típicas del pensamiento de derecha, y han servido tradicionalmente de instrumento de la contrarrevolución.

En estos textos se realiza una defensa del individualismo frente a las necesidades de una sociedad que construye el futuro y significan una resistencia del hombre a convertirse en combustible social. Cuando Padilla expresa que se le arrancan sus órganos vitales y se le demanda que eche a andar, es la Revolución, exigente en los deberes colectivos quien desmembra al individuo y le pide que funcione socialmente. En la realidad cubana de hoy, el despegue económico que nos extraerá del subdesarrollo exige sacrificios personales y una contribución cotidiana de tareas para la sociedad. Esta defensa del aislamiento equivale a una resistencia a entregarse en los objetivos comunes, además de ser una defensa de superadas concepciones de la ideología liberal burguesa.

Sin embargo para el que permanece al margen de la sociedad, fuera de juego, Padilla reserva sus homenajes. Dentro de la concepción general de este libro el que acepta la sociedad revolucionaria es el conformista, el obediente. El desobediente, el que se abstiene, es el visionario que asume una actitud digna. En la conciencia de Padilla, el revolucionario baila como le piden que sea el baile y asiente incesantemente a todo lo que le ordenan, es el acomodado, el conformista que habla de los milagros que ocurren. Padilla, por otra parte, resucita el viejo temor orteguiano de las minorías selectas a ser sobrepasadas por una masividad en creciente desarrollo. Esto tiene, llevado a sus naturales consecuencias, un nombre en la nomenclatura política: fascismo.

El autor realiza un trasplante mecánico de la actitud típica del intelectual liberal dentro del capitalismo, sea ésta de escepticismo o de rechazo crítico. Pero si al efectuar la transposición, aquel intelectual honesto y rebelde que se opone a la inhumanidad de la llamada cultura de masas y a la cosificación de la sociedad de consumo, mantiene su misma actitud dentro de un impetuoso desarrollo revolucionario, se convierte objetivamente en un reaccionario. Y esto es difícil de entender para el escritor contemporáneo que se abraza desesperadamente a su papel anticonformista y de conciencia colectiva, pues es ése el que le otorga su función social y cree —erróneamente—, que al desaparecer ese papel también será barrido como intelectual. No es el caso del autor que por haber vivido en ambas sociedades conoce el valor de una y otra actitud y selecciona deliberadamente.

La revolución cubana no propone eliminar la crítica ni exige que se le hagan loas ni cantos apologéticos. No pretende que los intelectuales sean corifeos sin criterio. La obra de la Revolución es su mejor defensora ante la historia, pero el intelectual que se sitúa críticamente frente a la sociedad, debe saber que, moralmente, está obligado a contribuir también a la edificación revolucionaria.

Al enfocar analíticamente la sociedad contemporánea, hay que tener en cuenta que los problemas de nuestra época no son abstractos, tienen apellido y están localizados muy concretamente. Debe definirse contra qué se lucha y en nombre de qué se combate. No es lo mismo el colonialismo que las luchas de liberación nacional; no es lo mismo el imperialismo que los países subyugados económicamente; no es lo mismo Cuba que Estados Unidos; no es lo mismo el fascismo que el comunismo, ni la dictadura del proletariado es similar en lo absoluto a las dictaduras castrenses latinoamericanas.

Al hablar de la historia “como el golpe que debes aprender a resistir”, al afirmar que “ya tengo el horror  y hasta el remordimiento de pasado mañana” y en otro texto: “sabemos que en el día de hoy está el error  que alguien habrá de condenar mañana”, ve a la historia como un enemigo, como un juez que va a castigar. Un revolucionario no teme a la historia, la ve, por el contrario, como la confirmación de su confianza en la transformación de la vida.

Pero Padilla apuesta sobre el error presente —sin contribuir a su enmienda—, y su escepticismo se abre paso ya sin límites, cerrando todos los caminos: el individuo se disuelve en un presente sin objetivos y no tiene absolución posible en la historia. Sólo queda para el que vive en la revolución abjurar de su personalidad y de sus opiniones para convertirse en una cifra dentro de la muchedumbre para disolverse en la masa despersonalizada. Es la vieja concepción burguesa de la sociedad comunista.

En otros textos Padilla trata de justificar, en un ejercicio de ficción y de enmascaramiento, su notorio ausentismo de su patria en los momentos difíciles en que ésta se ha enfrentado al imperialismo; y su inexistente militancia personal; convierte la dialéctica de la lucha de clases en la lucha de sexos; sugiere persecuciones y climas represivos en una revolución como la nuestra que se ha caracterizado por su generosidad y su apertura, identifica lo revolucionario con la ineficiencia y la torpeza; se conmueve con los contrarrevolucionarios que se marchan del país y con los que son fusilados por sus crímenes contra el pueblo y sugiere complejas emboscadas contra sí que no pueden ser índice más que de un arrogante delirio de grandeza o de un profundo resentimiento. Resulta igualmente hiriente para nuestra sensibilidad que la Revolución de Octubre sea encasillada en acusaciones como “el puñetazo en plena cara y el empujón a medianoche”, el terror que no puede ocultarse en el viento de la torre Spaskaya, las fronteras llenas de cárceles, el poeta “culto en los más oscuros crímenes de Stalin”, los cincuenta años que constituyen un “círculo vicioso de lucha y de terror”, el millón de cabezas cada noche, el verdugo con tareas de poeta, los viejos maestros duchos en el terror de nuestra época, etcétera.

Si en definitiva en el proceso de la revolución soviética se cometieron errores, no es menos cierto que los logros —no mencionados en El abedul de hierro—, son más numerosos, y que resulta francamente chocante que a los revolucionarios bolcheviques, hombres de pureza intachable, verdaderos poetas de la transformación social, se les sitúe con falta de objetividad histórica, irrespetuosidad hacia sus actos y desconsideración de sus sacrificios.

Sobre los demás poemas y sobre estos mencionados, dejemos el juicio definitivo a la conciencia revolucionaria del lector que sabrá captar qué mensaje se oculta entre tantas sugerencias, alusiones, rodeos, ambigüedades e insinuaciones.

Igualmente entendemos nuestro deber señalar que estimamos una falta ética matizada de oportunismo que el autor en un texto publicado hace algunos meses, acusara a la UNEAC con calificativos denigrantes, y que en un breve lapso y sin que mediara una rectificación se sometiera al fallo de un concurso que esta institución convoca.

También entendemos como una adhesión al enemigo, la defensa pública que el autor hizo del tránsfuga Guillermo Cabrera Infante, quien se declaró públicamente traidor a la Revolución.

En última instancia concurren en el autor de este libro todo un conjunto de actitudes, opiniones, comentarios y provocaciones que lo caracterizan y sitúan políticamente en términos acordes a los criterios aquí expresados por la UNEAC, hechos que no eran del conocimiento de todos los jurados y que alargarían innecesariamente este prólogo de ser expuestos aquí.

En cuanto a la obra de Antón Arrufat, Los siete contra Tebas, no es preciso ser un lector extremadamente suspicaz, para establecer aproximaciones más o menos sutiles entre la realidad fingida que plantea la obra, y la realidad no menos fingida que la propaganda imperialista difunde por el mundo, proclamando que se trata de la realidad de Cuba revolucionaria. Es por esos caminos como se identifica a la “ciudad sitiada” de esta versión de Esquilo con la “isla cautiva” de que hablara John F. Kennedy. Todos los elementos que el imperialismo yanqui quisiera que fuesen realidades cubanas, están en esta obra, desde el pueblo aterrado ante el invasor que se acerca (los mercenarios de Playa Girón estaban convencidos que iban a encontrar ese terror popular abriéndoles todos los caminos), hasta la angustia por la guerra que los habitantes de la ciudad (el Coro), describen como la suma del horror posible, dándonos implícito el pensamiento de que lo mejor sería evitar ese horror de una lucha fratricida, de una guerra entre hermanos. Aquí también hay una realidad fingida: los que abandonan su patria y van a guarecerse en la casa de los enemigos, a conspirar contra ella y prepararse para atacarla, dejan de ser hermanos para convertirse en traidores. Sobre el turbio fondo de un pueblo aterrado, Etéocles y Polinice dialogan a un mismo nivel de fraterna dignidad.

Ahora bien: ¿a quién o a quiénes sirven estos libros? ¿Sirven a nuestra revolución, calumniada en esa forma, herida a traición por tales medios?

Evidentemente, no. Nuestra convicción revolucionaria nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba. Prueba de ello son los comentarios que esta situación está mereciendo de cierta prensa yanqui y europea occidental, y la defensa, abierta unas veces y entreabierta otras, que en esa prensa ha comenzado a suscitar. Está en el juego, no fuera de él, ya lo sabemos, pero es útil repetirlo, es necesario no olvidarlo.

En definitiva, se trata de una batalla ideológica, un enfrentamiento político en medio de una revolución en marcha, a la que nadie podrá detener. En ella tomarán parte no sólo los creadores ya conocidos por su oficio, sino también los jóvenes talentos que surgen en nuestra isla, y sin duda los que trabajan en otros campos de la producción y cuyo juicio es imprescindible, en una sociedad integral.

En resumen: la dirección de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba rechaza el contenido ideológico del libro de poemas y de la obra teatral premiados.

Es posible que tal medida pueda señalarse por nuestros enemigos declarados o encubiertos y por nuestros amigos confundidos, como un signo de endurecimiento. Por el contrario, entendemos que ella será altamente saludable para la Revolución, porque significa su profundización y su fortalecimiento al plantear abiertamente la lucha ideológica.

Comité Director de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba

La Habana, 15 de noviembre de 1968

“Año del Guerrillero Heroico”

 
 
 I. FUERA DEL JUEGO
 
EN TIEMPOS DIFÍCILES

A aquel hombre le pidieron su tiempo

para que lo juntara al tiempo de la Historia.

Le pidieron las manos,

porque para una época difícil

nada hay mejor que un par de buenas manos.

Le pidieron los ojos

que alguna vez tuvieron lágrimas

para que contemplara el lado claro

(especialmente el lado claro de la vida)

porque para el horror basta un ojo de asombro.

Le pidieron sus labios resecos y cuarteados para afirmar, para erigir, con cada afirmación, un sueño (el-alto-sueño);

le pidieron las piernas,

duras y nudosas,

(sus viejas piernas andariegas) porque en tiempos difíciles ¿algo hay mejor que un par de piernas para la construcción o la trinchera?

Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño, con su árbol obediente.

Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.

Le dijeron

que eso era estrictamente necesario.

Le explicaron después

que toda esta donación resultaría inútil

sin entregar la lengua,

porque en tiempos difíciles

nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.

Y finalmente le rogaron

que, por favor, echase a andar,

porque en tiempos difíciles

esta es, sin duda, la prueba decisiva.

 
EL DISCURSO DEL MÉTODO

Si después que termina el bombardeo,

andando sobre la hierba que puede crecer lo mismo

entre las ruinas que en el sombrero de tu Obispo, eres capaz de imaginar que no estás viendo lo que se va a plantar irremediablemente delante de tus ojos, o que no estás oyendo

lo que tendrás que oír durante mucho tiempo todavía; o (lo que es peor)

piensas que será suficiente la astucia o el buen juicio para evitar que un día, al entrar en tu casa, sólo encuentres un sillón destruido, con un montón de libros rotos,

yo te aconsejo que corras enseguida, que busques un pasaporte, alguna contraseña,

un hijo enclenque, cualquier cosa que puedan justificarte ante una policía por el momento torpe (porque ahora está formada de campesinos y peones)

y que te largues de una vez y para siempre.

Huye por la escalera del jardín (que no te vea nadie).

No cojas nada.

No servirán de nada

ni un abrigo, ni un guante, ni un apellido, ni un lingote de oro, ni un título borroso.

No pierdas tiempo

enterrando joyas en las paredes (las van a descubrir de cualquier modo).

No te pongas a guardar escrituras en los sótanos (las localizarán después los milicianos).

Ten desconfianza de la mejor criada.

No le entregues las llaves al chofer, no le confíes la perra al jardinero.

No te ilusiones con las noticias de onda corta.

Párate ante el espejo más alto de la sala, tranquilamente, y contempla tu vida,

y contémplate ahora como eres

porque ésta será la última vez.

Ya están quitando las barricadas de los parques.

Ya los asaltadores del poder están subiendo a la tribuna.

Ya el perro, el jardinero, el chofer, la criada están allí aplaudiendo.

 
ORACIÓN PARA EL FIN DE SIGLO

Nosotros que hemos mirado siempre con ironía e indulgencia los objetos abigarrados del fin de siglo: las construcciones trabadas en oscuras levitas. Nosotros para quienes el fin de siglo fue a lo sumo un grabado y una oración francesa.

Nosotros que creíamos que al final de cien años sólo había un pájaro negro que levantaba la cofia de una abuela.

Nosotros que hemos visto el derrumbe de los parlamentos y el culo remendado del liberalismo.

Nosotros que aprendimos a desconfiar de los mitos ilustres y a quienes nos parece absolutamente imposible (inhabitable)

una sala de candelabros,

una cortina y una silla Luis XV.

Nosotros, hijos y nietos ya de terroristas melancólicos y de científicos supersticiosos,

que sabemos que en el día de hoy está el error que alguien habrá de condenar mañana.

Nosotros, que estamos viviendo los últimos años de este siglo,

deambulamos, incapaces de improvisar un movimiento que no haya sido concertado;

gesticulamos en un espacio más restringido que el de las líneas de un grabado;

 
nos ponemos las oscuras levitas

como si fuéramos a asistir a un parlamento,

mientras los candelabros saltan por la cornisa

y los pájaros negros

rompen la cofia de esta muchacha de voz ronca.

 
LOS POETAS CUBANOS YA NO SUEÑAN

Los poetas cubanos ya no sueñan

(ni siquiera en la noche).

Van a cerrar la puerta para escribir a solas cuando cruje, de pronto, la madera; el viento los empuja al garete;

unas manos los cogen por los hombros, los voltean,

los ponen frente a frente a otras caras (hundidas en pantanos, ardiendo en el napalm) y el mundo encima de sus bocas fluye y está obligado el ojo a ver, a ver, a ver.

 
CADA VEZ QUE REGRESO DE ALGÚN VIAJE

Cada vez que regreso de algún viaje

me advierten mis amigos que a mi lado se oye un gran [estruendo.

Y no es porque declare con aire soñador

lo hermoso que es el mundo

o gesticule como si anduviera

aún bajo el acueducto romano de Segovia.

Puede ocurrir que llegue

sin agujero en los zapatos,

que mi corbata tenga otro color,

que mi pelo encanezca,

que todas las muchachas recostadas en mi hombro

dejen en mi pecho su temblor,

que esté pegando gritos o se hayan vuelto

definitivamente sordos mis amigos.

 
EL HOMBRE AL MARGEN

Él no es el hombre que salta la barrera

sintiéndose ya cogido por su tiempo, ni el fugitivo

oculto en el vagón que jadea

o que huye entre los terroristas, ni el pobre

hombre del pasaporte cancelado que está siempre acechando una frontera.

Él vive más acá del heroísmo

(en esa parte oscura);

pero no se perturba; no se extraña.

No quiere ser un héroe,

ni siquiera el romántico alrededor de quien pudiera tejerse una leyenda;

pero está condenado a esta vida y, lo que más le aterra, fatalmente condenado a su época.

Es un decapitado en la alta noche, que va de un cuarto al otro, como un enorme viento que apenas sobrevive con el viento de [afuera.

Cada mañana recomienza

(a la manera de los actores italianos).

Se para en seco como si alguien le arrebatara el personaje.

Ningún espejo

se atrevería a copiar

este labio caído, esta sabiduría en bancarrota.

 
PARA ACONSEJAR A UNA DAMA

¿Y si empezara por aceptar algunos hechos como ha aceptado —es un ejemplo— a ese negro becado que mea desafiante en su jardín?

Ah, mi señora: por más que baje las cortinas; por más que oculte la cara solterona; por más que llene de perras y de gatas esa recalcitrante soledad; por más que corte los hilos del teléfono

que resuena espantoso en la casa vacía; por más que sueñe y rabie

no podrá usted borrar la realidad.

Atrévase.

Abra las ventanas de par en par. Quítese el maquillaje y la bata de dormir y quédese en cueros como vino usted al mundo.

Échese ahí, gata de la penumbra, recelosa, a esperar.

Aúlle con todos los pulmones.

La cerca es corta; es fácil de saltar, y en los albergues duermen los estudiantes.

Despiértelos.

Quémese en el proceso, gata o alción; no importa.

Meta a un becado en la cama.

Que sus muslos ilustren la lucha de contrarios.

Que su lengua sea más hábil que toda la dialéctica. Salga usted vencedora de esta lucha de clases.

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FIGARI PEDRO EL CHILLIDO

   El chillido   Me presentaron a don León Cabrera, hombrazo de voz agu da, y a su hermana Úrsula, hermosa, de mirada querendona y de labio...

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