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domingo, 29 de enero de 2023

Eliseo Alberto Caracol Beach FRAGMENTO.

 


Es un sábado del mes de junio, y Beto Milanés, emigrante de origen cubano, sale a buscar a alguien que lo mate. Al frente de la comisaría está un sargento calvo y obeso, que ha decidido pedirle perdón a su único hijo, Mandy, un travestí que vive con un modista armenio. El fantasma de una pianista vuela de un lado a otro, como una mariposa nocturna, tratando de salvar a su hija. Un oscuro profesor de literatura se pasa la noche en un bar, conversando con la mujer más linda del mundo. Los orishas africanos descienden del Olimpo y acuden a la cita son sus tambores. Tres muchachos han ido por cerveza a un supermercado, para seguir la fiesta, y se cruzan en la autopista con el cubano que quiere una tumba. Ha estado lloviendo, hay luna, alguien ha descerebrado a un perro contra un muro.

 


 

Eliseo Alberto

 Caracol Beach

 

 

 

 

 

 


Título original: Caracol Beach

Eliseo Alberto, 1998

Imagen de cubierta: Juan Pablo Rada

Editor digital: Meddle

ePub base r1.2

 

 


 La muerte es ese amigo que aparece en las fotografías de la familia, discretamente a un lado, y al que nadie acertó nunca a reconocer.

PAPÁ

 

El día del fin del mundo será limpio y ordenado, como el cuaderno del mejor alumno.

JORGE TEILLER

 

 

 

 


 Advertencia y dedicatoria

 

 

En el verano de 1989, Gabriel García Márquez impartió un taller de guión a diez alumnos de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de Los Baños, Cuba. Yo fui su asistente. Entre las mil y una historias que nos contamos estaba la seductora pesadilla de cuatro jóvenes puertorriqueños que habían sido acosados toda una noche por un asaltante de caminos, sin más detalles. Ante la carencia de datos precisos, los talleristas aportamos nuestras propias soluciones. Alguien dijo que el personaje debía ser un asesino nato; otro sugirió que fuese alcohólico. Mejor, mudo. Drogadicto. O quizás armenio. «¿Y no sería oportuno incluir en algún episodio el acoso de un tigre de Bengala?», comentó un estudiante de Nueva Delhi durante una animada sobremesa. Gabriel propuso que fuese un sicópata de guerra y que llevara tatuados en el brazo izquierdo los nombres de sus muertos particulares. Yo consideré que debía encarnar a un suicida. Un pobre diablo. Casi un inocente. El loco quedó en el aire. Un año después supe de un marine de La Florida que había secuestrado en Port-au-Prince a una prostituta dominicana y, a cambio de la liberación de la rehén, sólo exigía que lo mataran en el intento de rescate. Le cumplieron con seis impactos de bala. Luego, en Madrid, me contaron de un gallego que, en la cruda de una borrachera, se ahorcó con la corbata porque estaba convencido de que era responsable de la muerte de sus dos mejores amigos —que no habían fallecido, todavía. A la mañana siguiente, por esas casualidades de este mundo, los susodichos perecieron en un absurdo accidente de tránsito, camino al entierro del ahorcado. En 1994, en México, García Márquez me pidió que escribiera algunas de aquellas embrionarias ficciones del taller, y como tuve vía libre, el asaltante de caminos pasó a ser un veterano de California en la guerra de Vietnam, un marinero argentino en la guerra de las Malvinas, un combatiente sandinista en la guerrilla nicaragüense, un terrorista palestino en la guerra del Medio Oriente, un artillero soviético en la guerra de Afganistán, un piloto inglés en la guerra de Irak, un miliciano croata en la guerra de Bosnia, hasta que terminó convertido en un soldado cubano en la guerra de Angola, 1975-1985. Guerras no faltan. La posible película nunca se realizó. Por último, hace dos años volví a leer un cuento de Gabriel que empieza con esta frase que es, en sí misma, una joya narrativa: «Como es domingo y ha dejado de llover, voy a llevar un ramo de flores a mi tumba». Entonces me senté a escribir esta novela sobre el miedo, la locura, la inocencia, el perdón y la muerte.

Dedico Caracol Beach a Gabriel García Márquez, mi querido maestro; a los amigos que me cuentan mentiras y a los alumnos que me las creen; y a los muchachos: María José, Ismael, José Adrián, Laurita, Sergio Efigenio, Cristian, María Fernanda, Andrés Palma, Hari, Sidarta, Jasai, Eli y Memo. Mi tropa.

 


 Tarde del sábado

 

 

Lo despertó un estrépito que interpretó como un disparo contra un búho.

ADOLFO BIOY CASARES

 

 


 Capítulo 1

 

 

Clemencia es una palabra que se usa poco. La noche anterior el soldado había vuelto a soñar con el tigre de Bengala y se levantó de un salto, con un sabor a carne podrida en la boca. Escupió sangre. Los nervios le habían destruido las encías y por mucho que se lavara los dientes con sales de bicarbonato, y aunque bebiera mil tazas de café para fumarse mil cigarrillos Camel sin filtro, el ácido de la infección seguía drenando gota a gota. Se arropó bajo la manta. Desde el calvario de la guerra en Ibondá de Akú, dieciocho años atrás, tenía la precaución de dormir con los botines puestos, costumbre que terminó por desbaratarle los pies con hongos impertinentes. Quiso refugiarse en algún buen recuerdo de su vida y escapar allí de la encerrona. No pudo. Por la rendija de los párpados vio entrar al tigre. Un tigre. El tigre. Ése. El amarillo. De Bengala. Su presencia le cortó el aliento. Aparecía sin previo aviso en cualquier confusión de sueños y ya no lo dejaba en paz un instante. Antes de descubrirlo bajo la mesa jugando con una rata de basurero había percibido su olor a crema de amapolas rancias flotando en el aire del amanecer, como cosmético de puta, y despertó angustiado. Escuchó en la distancia el canto de los gallos mañaneros, los motores de los coches por la autopista, el rumor de un mar que él sabía demasiado lejos, pero sólo al ver un aro de siete moscardones posado en la lámpara del techo, un ruido de rama que se quiebra le dijo que el demonio estaba cerca. Los insectos se avisparon y movieron el aire con las aspas de sus alas. Cada vez que sufría esa pesadilla la brújula de la conciencia trocaba los polos y lo hacía tomar por callejones sin salida. El tigre babeaba. Tenía sed. O quizás hambre. No le bastaba la rata. Quería otra. Lo quería a él.

—¡Virgen de Regla! ¡Por lo que más tú quieras dile que se vaya! Luz y Progreso para ti —rogó. La oración fue a dar contra los cerros. El eco vino de rebote entre humos turbulentos.

Desde que aceptó el trabajo de velador nocturno en el deshuesadero de coches de Caracol Beach, vivía en un trailer que alguna vez fue transporte de un circo. Aún podían leerse los créditos en un arco de vistosa caligrafía, algo desdibujados por los azotes de la intemperie: «Arena Cinco Estrellas. Rodeo Ambulante. Atracciones y Adivinos. Gitanos. Animales Inteligentes. Cunas y Camerinos». Las láminas laterales estaban pintadas con imágenes de leones, mujeres barbudas y equilibristas. El vagón contaba en su interior con el equipamiento necesario para hacer de él un calabozo habitable: el catre ajustado con bisagras a la pared del fondo, dos parrillas eléctricas por cocineta y un diminuto retrete donde apenas cabía una persona, pero diseñado con la funcionalidad de los camarotes de tren, de manera que los servicios estuviesen al alcance de la mano: desde la taza del inodoro se podía abrir cómodamente la llave de la jofaina y darse una ducha siempre sentado. La cinta de bombillas rojas, azules y amarillas que rodeaba el trailer por los cuatro puntos cardinales era el único lujo que el solitario huésped se permitía mantener en perfectas condiciones técnicas. Le gustaba encender el sistema de alumbrado y contemplar desde la autopista cómo brillaba su nave de hojalata en el centro de aquel cementerio de coches destrozados.

Cuando salió afuera, aturdido por los ecos del sueño, el tigre rondaba el techo del trailer. A la luz del amanecer reparó en la extravagancia de que traía alas, articuladas al cuerpo con armonía. Alas de cisne o de ángel. Dos abanicos de plumaje blanco, sedoso, bien peinado. Llegaba de algún sitio donde había estado lloviendo porque en el filo de las plumas brillaban gotas de agua como perdigones de mercurio. Había que verlo. Saltaba del techo a las nubes con soltura y de nube en nube, por el prado de cúmulos pisando suave, y desde allí se dejaba caer en pronunciada curva hasta el deshuesadero, sin batir las alas, y se perdía de vista entre los montes de hierros torcidos. No dejaba de ser un espectáculo hermoso. El soldado encendió un cigarro y la picadura le supo a cianuro. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre», gritó.

Strike Two se asomó en la ventanilla del Oldsmobile. El juego de escondidos se repetía con teatral puntualidad. Primero dejaba ver las orejas puntiagudas, luego los ojos, el hocico, la lengua, el cuello, hasta sacar medio cuerpo y asumir públicamente pose de gran mastín. Era un cachorro. Un vagabundo. Un buscapleitos. Había llegado al deshuesadero durante la Navidad anterior y por varios días prefirió acampar al aire libre, bajo los coches. El soldado tampoco hizo mucho por acercársele. Se tenían mutua desconfianza. A veces el cachorro ladraba cuando venía un cliente, atribuyéndose un rol de centinela que nadie le había encargado. Se entretenía persiguiendo inalcanzables mariposas por los corredores del cementerio o mordiéndose la cola en graciosos remolinos. El agua la bebía de los charcos. Ninguno de los dos claudicaba en sus posiciones. Eran tercos. Muy tercos. La noche del 31 de diciembre, sin embargo, el animalito entró en el trailer y saltó a las piernas del soldado justo en el momento en que él iba a cortarse las venas con una bayoneta de campaña. La irrupción del perro impidió el suicidio. El soldado le puso un nombre que le recordaba sus tiempos de beisbolista: Strike Two. El One era él. A partir del Año Nuevo, el perro durmió siempre en el Oldsmobile, un engendro construido con partes y piezas de otros vehículos, como un Frankenstein mecánico. Cada mañana, hombre y mascota repetían el juego de los escondidos. El amo debía fingir que lo buscaba por los patios. «Strike, Strike Two, ¿dónde estás, hijo de tu perra madre.» Tres o cuatro gritos después, el cachorro iba asomando orejas, ojos, hocico, lengua y cuello con estudiada complicidad. Pero ese sábado de lluvia el soldado lo recibió con un puntapié. Strike atravesó el cementerio barriga en tierra y llegó a la autopista decidido a marcharse. Se echó en la cuneta. Jadeaba. Se puso a ver. Por la pista de asfalto corrían manadas de camiones carnívoros, jaurías de coches rabiosos, rebaños de ómnibus monteses, piaras de automóviles jíbaros. Strike regresó al cementerio y se tumbó en la escalerilla del trailer. En la selva de los humanos hay caminos intransitables.

El miedo es una camisa de fuerza. La primera vez que se enfrentó al tigre fue aquella tarde que perdió la razón en Ibondá de Akú. El soldado llevaba varias jornadas deambulando, desquiciado por una culpa que no se permitía compartir con nadie, ni siquiera con el jefe de su escuadra de infantería, el otro sobreviviente de la emboscada. El oficial era un negro terco que se negaba a morir a pesar de traer el pulmón izquierdo deshecho por una ventosa de esquirlas. De milagro habían roto el cerco enemigo, con lo cual consiguieron una semana de esperanza. El soldado cargó al negro en hombros. Un último resquicio de cordura lo obligaba a asistirle. Se querían. La maniobra se hacía imposible por los delirios de ambos: el soldado disparataba por los escalofríos de la demencia, el jefe por la infección que le invadía las arterias. No dejaba de rezar su propio canto funerario: Yemayá Awoyó. Yemayá Asesú. Yemayá. Durante tres días y cuatro noches el loco lo llevó a cuestas, amarrado a la espalda con bejucos; al amanecer del quinto día el negro dejó de cantar y despertó con los ojos abiertos, la mandíbula descolgada y un insecto dorado en la boca, pero él no prestó atención a las evidencias clarísimas de la muerte y a pesar de la frialdad de la carne y de la rigidez de las extremidades y de la peste que a la sexta mañana hacía irrespirable el aire en un radio de veinte metros a la redonda, seguía arrastrándolo por los pies o los brazos, que entonces no eran brazos sino barras de cemento. Para un hombre en su sano juicio habría sido más lógico enterrarlo en algún claro del monte, pero los locos siempre están en otra parte, nadie sabe dónde con certeza. Poco recordaría de esas jornadas salvo al leopardo africano que apareció de pronto entre los arbustos y comenzó a destripar el torso del negro con la misma curiosidad con la que un gato araña una almohada. Por muy leopardo que sea un leopardo hay rivales que lo superan porque no le temen. Eran tantas las hormigas carniceras que ya daban cuenta del fiambre que la fiera renunció a su tajada de intestinos, después de algunos mordiscos superficiales. Ante un leopardo la fuerza de una hormiga radica precisamente en su insignificancia. El verdadero animal es el hormiguero en su conjunto. El leopardo puede arrasar con cientos de hormigas de un lengüetazo pero el cuerpo del hormiguero reparará las bajas en breves segundos. Las hormigas, entretanto, tocan fondo en los charcos de saliva y pican laboriosas la lengua del leopardo. El loco subió a un árbol y buscó con la mirada una tabla de salvación, mas no encontró nada mejor que el anillo de moscardones trabado entre el follaje. Una escudería de dípteros parásitos con cabezas rojas, como cascos de aviador. Los recuerdos se le escapaban del cuerpo, lo vaciaban. Desde esa tarde remota hasta aquel tercer sábado de junio, la fiera se escondió en la espesura del pasado a la espera de invadir sus pesadillas. El siquiatra que llevaría el caso en un hospital militar de Lisboa llegó a pensar en una recuperación: «Los medicamentos han empezado a dar los efectos esperados. No curamos su locura pero al menos le borramos el miedo de la cabeza. Podemos darle de alta», dictaminó el doctor sin saber que el animal aguardaba a que su presa quedara tirada a la suerte en un cementerio de coches para reanudar la caza a sol y sombra. El miedo es una camisa de fuerza.

El rayo inicial de la tormenta rajó una palma y rompió a diluviar. El aguacero borró el paisaje. La tierra tamboreaba. Un fuerte olor a carne quemada inundó Caracol Beach confundiendo a las aves de rapiña que empezaron a sobrevolar la zona, saboreando el banquete que les esperaba en el matadero de los hombres. Las aguas lavaron los metales de los vehículos, muelles de tapicería, tubos de radiadores, baterías cargadas de moho, y los óxidos se mezclaron con los ríos del fango. Las alimañas pataleaban en los charcos contaminados por aquella amalgama de lodo y astillas ferrosas. El Camel se apagó entre los dedos del soldado. Ese sábado tendría que deshacerse del tigre de la única manera en que aún era posible el duelo con el pasado: liquidándose a sí mismo. Alguien le dijo un día que el miedo era una camisa de fuerza. Pero no recordaba quién. Nada. Que lo único cierto era la palma ardiendo. Los bombazos de los truenos. Un perro echado en la puerta de un trailer de circo. Las aves de rapiña. Y ese segundo rayo, certera estocada de Dios, que se enterró en un hierro del cementerio, forjándolo al rojo vivo —el mismo hierro donde habría de morir un muchacho llamado Tom Chávez unas veinte horas después.

—¡Vaya desgracia la mía, carajo: estoy jodido, qué cosa tan grande! —dijo el soldado. Guardaba bajo el colchón una soga para la horca. Sería más fácil que anudarse una corbata. Y echó a correr, ansioso por matarse. Strike Two confundió la urgencia de su amo con el inicio de los juegos, ese día pospuestos por las figuraciones de la locura: lo seguía guerrero y saltarín y le clavaba los colmillos en los calcetines, le mordía los bajos del overol, le zafaba los cordones de las botas, reclamando un poco de atención. «¡Babalú Ayé: no me eches más animales detrás!», dijo al entrar en el trailer con el cachorrito a cuestas, como un grillete de peluche con cascabel.

jueves, 7 de enero de 2021

Fuera del juego Heberto Padilla. (Fragmento).

 

 
 

 



Fuera del juego

Heberto Padilla

Edición íntegraPremio de Poesía Julián del Casal, 1968
DICTAMEN DEL JURADO DEL PREMIO DE POESÍA “JULIÁN DEL CASAL” 1968

Los miembros del jurado del género Poesía que hemos actuado en el concurso UNEAC de 1968, acordamos unánimemente conceder el Premio «Julián del Casal» al libro intitulado Fuera del Juego, de Heberto Padilla. Puesto que ningún otro libro, a nuestro juicio, tuvo méritos suficientes para disputarle el premio al que resultó vencedor, acordamos, además, no otorgar menciones honoríficas.

Consideramos que, entre los libros que concursaron, Fuera del Juego se destaca por su calidad formal y revela la presencia de un poeta en posesión plena de sus recursos expresivos.

Por otra parte, en lo que respecta al contenido, hallamos en este libro una intensa mirada sobre problemas fundamentales de nuestra época y una actitud crítica ante la historia. Heberto Padilla se enfrenta con vehemencia a los mecanismos que mueven la sociedad contemporánea y su visión del hombre dentro de la historia es dramática y, por lo mismo, agónica (en el sentido que daba Unamuno a esta expresión, es decir, de lucha). Padilla reconoce que, en el seno de los conflictos a que los somete la época, el hombre actual tiene que situarse, adoptar una actitud, contraer un compromiso ideológico y vital al mismo tiempo, y en Fuera del Juego se sitúa del lado de la Revolución, se compromete con la Revolución y adopta la actitud que es esencial al poeta y al revolucionario: la del inconforme, la del que aspira a más porque su deseo lo lanza más allá de la realidad vigente.

Aquellos poemas, cuatro o cinco a lo sumo, que fueron objetados, habían sido publicados en prestigiosas revistas cubanas del actual momento revolucionario. Así, por ejemplo, el poema En tiempos difíciles había sido publicado en la revista Casa de las Américas, bajo el rótulo «Veinte poemas hablan desde la Revolución», sin que en el momento de su publicación se engendrara ningún comentario desfavorable. Otros poemas habían sido publicados en la revista del Consejo Nacional de Cultura y de la UNEAC así como en revistas extranjeras que muestran un apasionado entusiasmo por nuestra Revolución.

La fuerza y lo que le da sentido revolucionario a este libro es, precisamente, el hecho de no ser apologético, sino crítico, polémico, y estar esencialmente vinculado a la idea de la Revolución como la única solución posible para los problemas que obsesionan a su autor, que son los de la época que nos ha tocado vivir.

J. M. COHEN

CÉSAR CALVO

JOSÉ LEZAMA LIMA

JOSÉ Z. TALLET

MANUEL DÍAZ MARTÍNEZ

 
DECLARACIÓN DE LA U.N.E.A.C.

EL DÍA 28 de octubre de este año se reunieron en sesión conjunta el comité director de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) y los jurados extranjeros y nacionales designados por ella en el concurso literario que, como en años anteriores, tuvo lugar en éste. El fin de dicha reunión era el de examinar juntos los premios otorgados a dos obras: en poesía, la titulada Fuera del Juego, de Heberto Padilla, y en teatro, Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat. Ambas ofrecían puntos conflictivos en un orden político, los cuales no habían sido tomados en consideración al dictarse el fallo, según el parecer del comité director de la Unión. Luego de un amplísimo debate, que duró varias horas, en el que cada asistente se expresó con entera independencia, se tomaron los siguientes acuerdos, por unanimidad: 1. Publicar las obras premiadas de Heberto Padilla en poesía y Antón Arrufat en teatro.

2. El comité director insertará una nota en ambos libros expresando su desacuerdo con los mismos por entender que son ideológicamente contrarios a nuestra Revolución.

3. Se incluirán los votos de los jurados sobre las obras discutidas, así como la expresión de las discrepancias mantenidas por algunos de dichos jurados con el comité ejecutivo de la UNEAC.

En cumplimiento, pues, de lo anterior, el comité director de la UNEAC hace constar por este medio su total desacuerdo con los premios concedidos a las obras de poesía y teatro que, con sus autores, han sido mencionados al comienzo de este escrito. La dirección de la UNEAC no renuncia al derecho ni al deber de velar por el mantenimiento de los principios que informan nuestra Revolución, uno de los cuales es sin duda la defensa de ésta, así de los enemigos declarados y abiertos como —y son los más peligrosos— de aquellos otros que utilizan medios más arteros y sutiles para actuar.

El IV Concurso Literario de la Unión Nacional de Escritores y Artistas de Cuba, tuvo lugar en momentos en que alcanzaban en nuestro país singular intensidad ciertos fenómenos típicos de la lucha ideológica, presentes en toda revolución social profunda. Corrientes de ideas, posiciones y actitudes cuya raíz se nutre siempre de la sociedad abolida por la Revolución, se desarrollaron y crecieron, plegándose sutilmente a los cambios y variaciones que imponía un proceso revolucionario sin acomodamientos ni transigencias.

El respeto de la revolución cubana por la libertad de expresión, demostrable en los hechos, no puede ser puesto en duda. Y la Unión de Escritores y Artistas, considerando que aquellos fenómenos desaparecerían progresivamente, barridos por un desarrollo económico y social que se reflejaría en la superestructura, autorizó la publicación en sus ediciones de textos literarios cuya ideología, en la superficie o subyacente, andaba a veces muy lejos o se enfrentaba a los fines de nuestra revolución.

Esta tolerancia, que buscaba la unión de todos los creadores literarios y artísticos, fue al parecer interpretada como un signo de debilidad, favorable a la intensificación de una lucha cuyo objetivo último no podía ser otro que el intento de socavar la indestructible firmeza ideológica de los revolucionarios.

En los últimos meses hemos publicado varios libros, en los que en dimensión mayor o menor y por caminos diversos, se perseguía idéntico fin. Era evidente que la decisión de respetar la libertad de expresión hasta el mismo límite en que ésta comienza a ser libertad para la expresión contrarrevolucionaria, estaba siendo considerada como el surgimiento de un clima de liberalismo sin orillas, producto siempre del abandono de los principios. Y esta interpretación es inadmisible, ya que nadie ignora, en Cuba o fuera de ella, que la característica más profunda y más hermosa de la revolución cubana, es precisamente su respeto y su irrenunciable fidelidad a los principios que son la raíz profunda de su vida.

Como dijimos en dos de los seis géneros literarios concursantes, Poesía y Teatro, la Dirección de la Unión encontró que los premios habían recaído en obras construidas sobre elementos ideológicos francamente opuestos al pensamiento de la Revolución.

En el caso del libro de poesía, desde su título: Fuera del Juego, juzgado dentro del contexto general de la obra, deja explícita la autoexclusión de su autor de la vida cubana.

Padilla mantiene en sus páginas una ambigüedad mediante la cual pretende situar, en ocasiones, su discurso en otra latitud. A veces es una dedicatoria a un poeta griego, a veces una alusión a otro país. Gracias a este expediente demasiado burdo cualquier descripción que siga no es aplicable a Cuba, y las comparaciones sólo podrán establecerse en la conciencia sucia del que haga los paralelos. Es un recurso utilizado en la lucha revolucionaria que el autor quiere aplicar ahora precisamente, contra las fuerzas revolucionarias. Exonerado de sospechas, Padilla puede lanzarse a atacar la revolución cubana amparado en una referencia geográfica.

Aparte de la ambigüedad ya mencionada, el autor mantiene dos actitudes básicas: una criticista y otra antihistórica. Su criticismo se ejerce desde un distanciamiento que no es el compromiso activo que caracteriza a los revolucionarios. Este criticismo se ejerce además prescindiendo de todo juicio de valor sobre los objetivos finales de la Revolución y efectuando transposiciones de problemas que no encajan dentro de nuestra realidad. Su antihistoricismo se expresa por medio de la exaltación del individualismo frente a las demandas colectivas del pueblo en desarrollo histórico y manifestando su idea del tiempo como un círculo que se repite y no como una línea ascendente. Ambas actitudes han sido siempre típicas del pensamiento de derecha, y han servido tradicionalmente de instrumento de la contrarrevolución.

En estos textos se realiza una defensa del individualismo frente a las necesidades de una sociedad que construye el futuro y significan una resistencia del hombre a convertirse en combustible social. Cuando Padilla expresa que se le arrancan sus órganos vitales y se le demanda que eche a andar, es la Revolución, exigente en los deberes colectivos quien desmembra al individuo y le pide que funcione socialmente. En la realidad cubana de hoy, el despegue económico que nos extraerá del subdesarrollo exige sacrificios personales y una contribución cotidiana de tareas para la sociedad. Esta defensa del aislamiento equivale a una resistencia a entregarse en los objetivos comunes, además de ser una defensa de superadas concepciones de la ideología liberal burguesa.

Sin embargo para el que permanece al margen de la sociedad, fuera de juego, Padilla reserva sus homenajes. Dentro de la concepción general de este libro el que acepta la sociedad revolucionaria es el conformista, el obediente. El desobediente, el que se abstiene, es el visionario que asume una actitud digna. En la conciencia de Padilla, el revolucionario baila como le piden que sea el baile y asiente incesantemente a todo lo que le ordenan, es el acomodado, el conformista que habla de los milagros que ocurren. Padilla, por otra parte, resucita el viejo temor orteguiano de las minorías selectas a ser sobrepasadas por una masividad en creciente desarrollo. Esto tiene, llevado a sus naturales consecuencias, un nombre en la nomenclatura política: fascismo.

El autor realiza un trasplante mecánico de la actitud típica del intelectual liberal dentro del capitalismo, sea ésta de escepticismo o de rechazo crítico. Pero si al efectuar la transposición, aquel intelectual honesto y rebelde que se opone a la inhumanidad de la llamada cultura de masas y a la cosificación de la sociedad de consumo, mantiene su misma actitud dentro de un impetuoso desarrollo revolucionario, se convierte objetivamente en un reaccionario. Y esto es difícil de entender para el escritor contemporáneo que se abraza desesperadamente a su papel anticonformista y de conciencia colectiva, pues es ése el que le otorga su función social y cree —erróneamente—, que al desaparecer ese papel también será barrido como intelectual. No es el caso del autor que por haber vivido en ambas sociedades conoce el valor de una y otra actitud y selecciona deliberadamente.

La revolución cubana no propone eliminar la crítica ni exige que se le hagan loas ni cantos apologéticos. No pretende que los intelectuales sean corifeos sin criterio. La obra de la Revolución es su mejor defensora ante la historia, pero el intelectual que se sitúa críticamente frente a la sociedad, debe saber que, moralmente, está obligado a contribuir también a la edificación revolucionaria.

Al enfocar analíticamente la sociedad contemporánea, hay que tener en cuenta que los problemas de nuestra época no son abstractos, tienen apellido y están localizados muy concretamente. Debe definirse contra qué se lucha y en nombre de qué se combate. No es lo mismo el colonialismo que las luchas de liberación nacional; no es lo mismo el imperialismo que los países subyugados económicamente; no es lo mismo Cuba que Estados Unidos; no es lo mismo el fascismo que el comunismo, ni la dictadura del proletariado es similar en lo absoluto a las dictaduras castrenses latinoamericanas.

Al hablar de la historia “como el golpe que debes aprender a resistir”, al afirmar que “ya tengo el horror  y hasta el remordimiento de pasado mañana” y en otro texto: “sabemos que en el día de hoy está el error  que alguien habrá de condenar mañana”, ve a la historia como un enemigo, como un juez que va a castigar. Un revolucionario no teme a la historia, la ve, por el contrario, como la confirmación de su confianza en la transformación de la vida.

Pero Padilla apuesta sobre el error presente —sin contribuir a su enmienda—, y su escepticismo se abre paso ya sin límites, cerrando todos los caminos: el individuo se disuelve en un presente sin objetivos y no tiene absolución posible en la historia. Sólo queda para el que vive en la revolución abjurar de su personalidad y de sus opiniones para convertirse en una cifra dentro de la muchedumbre para disolverse en la masa despersonalizada. Es la vieja concepción burguesa de la sociedad comunista.

En otros textos Padilla trata de justificar, en un ejercicio de ficción y de enmascaramiento, su notorio ausentismo de su patria en los momentos difíciles en que ésta se ha enfrentado al imperialismo; y su inexistente militancia personal; convierte la dialéctica de la lucha de clases en la lucha de sexos; sugiere persecuciones y climas represivos en una revolución como la nuestra que se ha caracterizado por su generosidad y su apertura, identifica lo revolucionario con la ineficiencia y la torpeza; se conmueve con los contrarrevolucionarios que se marchan del país y con los que son fusilados por sus crímenes contra el pueblo y sugiere complejas emboscadas contra sí que no pueden ser índice más que de un arrogante delirio de grandeza o de un profundo resentimiento. Resulta igualmente hiriente para nuestra sensibilidad que la Revolución de Octubre sea encasillada en acusaciones como “el puñetazo en plena cara y el empujón a medianoche”, el terror que no puede ocultarse en el viento de la torre Spaskaya, las fronteras llenas de cárceles, el poeta “culto en los más oscuros crímenes de Stalin”, los cincuenta años que constituyen un “círculo vicioso de lucha y de terror”, el millón de cabezas cada noche, el verdugo con tareas de poeta, los viejos maestros duchos en el terror de nuestra época, etcétera.

Si en definitiva en el proceso de la revolución soviética se cometieron errores, no es menos cierto que los logros —no mencionados en El abedul de hierro—, son más numerosos, y que resulta francamente chocante que a los revolucionarios bolcheviques, hombres de pureza intachable, verdaderos poetas de la transformación social, se les sitúe con falta de objetividad histórica, irrespetuosidad hacia sus actos y desconsideración de sus sacrificios.

Sobre los demás poemas y sobre estos mencionados, dejemos el juicio definitivo a la conciencia revolucionaria del lector que sabrá captar qué mensaje se oculta entre tantas sugerencias, alusiones, rodeos, ambigüedades e insinuaciones.

Igualmente entendemos nuestro deber señalar que estimamos una falta ética matizada de oportunismo que el autor en un texto publicado hace algunos meses, acusara a la UNEAC con calificativos denigrantes, y que en un breve lapso y sin que mediara una rectificación se sometiera al fallo de un concurso que esta institución convoca.

También entendemos como una adhesión al enemigo, la defensa pública que el autor hizo del tránsfuga Guillermo Cabrera Infante, quien se declaró públicamente traidor a la Revolución.

En última instancia concurren en el autor de este libro todo un conjunto de actitudes, opiniones, comentarios y provocaciones que lo caracterizan y sitúan políticamente en términos acordes a los criterios aquí expresados por la UNEAC, hechos que no eran del conocimiento de todos los jurados y que alargarían innecesariamente este prólogo de ser expuestos aquí.

En cuanto a la obra de Antón Arrufat, Los siete contra Tebas, no es preciso ser un lector extremadamente suspicaz, para establecer aproximaciones más o menos sutiles entre la realidad fingida que plantea la obra, y la realidad no menos fingida que la propaganda imperialista difunde por el mundo, proclamando que se trata de la realidad de Cuba revolucionaria. Es por esos caminos como se identifica a la “ciudad sitiada” de esta versión de Esquilo con la “isla cautiva” de que hablara John F. Kennedy. Todos los elementos que el imperialismo yanqui quisiera que fuesen realidades cubanas, están en esta obra, desde el pueblo aterrado ante el invasor que se acerca (los mercenarios de Playa Girón estaban convencidos que iban a encontrar ese terror popular abriéndoles todos los caminos), hasta la angustia por la guerra que los habitantes de la ciudad (el Coro), describen como la suma del horror posible, dándonos implícito el pensamiento de que lo mejor sería evitar ese horror de una lucha fratricida, de una guerra entre hermanos. Aquí también hay una realidad fingida: los que abandonan su patria y van a guarecerse en la casa de los enemigos, a conspirar contra ella y prepararse para atacarla, dejan de ser hermanos para convertirse en traidores. Sobre el turbio fondo de un pueblo aterrado, Etéocles y Polinice dialogan a un mismo nivel de fraterna dignidad.

Ahora bien: ¿a quién o a quiénes sirven estos libros? ¿Sirven a nuestra revolución, calumniada en esa forma, herida a traición por tales medios?

Evidentemente, no. Nuestra convicción revolucionaria nos permite señalar que esa poesía y ese teatro sirven a nuestros enemigos, y sus autores son los artistas que ellos necesitan para alimentar su caballo de Troya a la hora en que el imperialismo se decida a poner en práctica su política de agresión bélica frontal contra Cuba. Prueba de ello son los comentarios que esta situación está mereciendo de cierta prensa yanqui y europea occidental, y la defensa, abierta unas veces y entreabierta otras, que en esa prensa ha comenzado a suscitar. Está en el juego, no fuera de él, ya lo sabemos, pero es útil repetirlo, es necesario no olvidarlo.

En definitiva, se trata de una batalla ideológica, un enfrentamiento político en medio de una revolución en marcha, a la que nadie podrá detener. En ella tomarán parte no sólo los creadores ya conocidos por su oficio, sino también los jóvenes talentos que surgen en nuestra isla, y sin duda los que trabajan en otros campos de la producción y cuyo juicio es imprescindible, en una sociedad integral.

En resumen: la dirección de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba rechaza el contenido ideológico del libro de poemas y de la obra teatral premiados.

Es posible que tal medida pueda señalarse por nuestros enemigos declarados o encubiertos y por nuestros amigos confundidos, como un signo de endurecimiento. Por el contrario, entendemos que ella será altamente saludable para la Revolución, porque significa su profundización y su fortalecimiento al plantear abiertamente la lucha ideológica.

Comité Director de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba

La Habana, 15 de noviembre de 1968

“Año del Guerrillero Heroico”

 
 
 I. FUERA DEL JUEGO
 
EN TIEMPOS DIFÍCILES

A aquel hombre le pidieron su tiempo

para que lo juntara al tiempo de la Historia.

Le pidieron las manos,

porque para una época difícil

nada hay mejor que un par de buenas manos.

Le pidieron los ojos

que alguna vez tuvieron lágrimas

para que contemplara el lado claro

(especialmente el lado claro de la vida)

porque para el horror basta un ojo de asombro.

Le pidieron sus labios resecos y cuarteados para afirmar, para erigir, con cada afirmación, un sueño (el-alto-sueño);

le pidieron las piernas,

duras y nudosas,

(sus viejas piernas andariegas) porque en tiempos difíciles ¿algo hay mejor que un par de piernas para la construcción o la trinchera?

Le pidieron el bosque que lo nutrió de niño, con su árbol obediente.

Le pidieron el pecho, el corazón, los hombros.

Le dijeron

que eso era estrictamente necesario.

Le explicaron después

que toda esta donación resultaría inútil

sin entregar la lengua,

porque en tiempos difíciles

nada es tan útil para atajar el odio o la mentira.

Y finalmente le rogaron

que, por favor, echase a andar,

porque en tiempos difíciles

esta es, sin duda, la prueba decisiva.

 
EL DISCURSO DEL MÉTODO

Si después que termina el bombardeo,

andando sobre la hierba que puede crecer lo mismo

entre las ruinas que en el sombrero de tu Obispo, eres capaz de imaginar que no estás viendo lo que se va a plantar irremediablemente delante de tus ojos, o que no estás oyendo

lo que tendrás que oír durante mucho tiempo todavía; o (lo que es peor)

piensas que será suficiente la astucia o el buen juicio para evitar que un día, al entrar en tu casa, sólo encuentres un sillón destruido, con un montón de libros rotos,

yo te aconsejo que corras enseguida, que busques un pasaporte, alguna contraseña,

un hijo enclenque, cualquier cosa que puedan justificarte ante una policía por el momento torpe (porque ahora está formada de campesinos y peones)

y que te largues de una vez y para siempre.

Huye por la escalera del jardín (que no te vea nadie).

No cojas nada.

No servirán de nada

ni un abrigo, ni un guante, ni un apellido, ni un lingote de oro, ni un título borroso.

No pierdas tiempo

enterrando joyas en las paredes (las van a descubrir de cualquier modo).

No te pongas a guardar escrituras en los sótanos (las localizarán después los milicianos).

Ten desconfianza de la mejor criada.

No le entregues las llaves al chofer, no le confíes la perra al jardinero.

No te ilusiones con las noticias de onda corta.

Párate ante el espejo más alto de la sala, tranquilamente, y contempla tu vida,

y contémplate ahora como eres

porque ésta será la última vez.

Ya están quitando las barricadas de los parques.

Ya los asaltadores del poder están subiendo a la tribuna.

Ya el perro, el jardinero, el chofer, la criada están allí aplaudiendo.

 
ORACIÓN PARA EL FIN DE SIGLO

Nosotros que hemos mirado siempre con ironía e indulgencia los objetos abigarrados del fin de siglo: las construcciones trabadas en oscuras levitas. Nosotros para quienes el fin de siglo fue a lo sumo un grabado y una oración francesa.

Nosotros que creíamos que al final de cien años sólo había un pájaro negro que levantaba la cofia de una abuela.

Nosotros que hemos visto el derrumbe de los parlamentos y el culo remendado del liberalismo.

Nosotros que aprendimos a desconfiar de los mitos ilustres y a quienes nos parece absolutamente imposible (inhabitable)

una sala de candelabros,

una cortina y una silla Luis XV.

Nosotros, hijos y nietos ya de terroristas melancólicos y de científicos supersticiosos,

que sabemos que en el día de hoy está el error que alguien habrá de condenar mañana.

Nosotros, que estamos viviendo los últimos años de este siglo,

deambulamos, incapaces de improvisar un movimiento que no haya sido concertado;

gesticulamos en un espacio más restringido que el de las líneas de un grabado;

 
nos ponemos las oscuras levitas

como si fuéramos a asistir a un parlamento,

mientras los candelabros saltan por la cornisa

y los pájaros negros

rompen la cofia de esta muchacha de voz ronca.

 
LOS POETAS CUBANOS YA NO SUEÑAN

Los poetas cubanos ya no sueñan

(ni siquiera en la noche).

Van a cerrar la puerta para escribir a solas cuando cruje, de pronto, la madera; el viento los empuja al garete;

unas manos los cogen por los hombros, los voltean,

los ponen frente a frente a otras caras (hundidas en pantanos, ardiendo en el napalm) y el mundo encima de sus bocas fluye y está obligado el ojo a ver, a ver, a ver.

 
CADA VEZ QUE REGRESO DE ALGÚN VIAJE

Cada vez que regreso de algún viaje

me advierten mis amigos que a mi lado se oye un gran [estruendo.

Y no es porque declare con aire soñador

lo hermoso que es el mundo

o gesticule como si anduviera

aún bajo el acueducto romano de Segovia.

Puede ocurrir que llegue

sin agujero en los zapatos,

que mi corbata tenga otro color,

que mi pelo encanezca,

que todas las muchachas recostadas en mi hombro

dejen en mi pecho su temblor,

que esté pegando gritos o se hayan vuelto

definitivamente sordos mis amigos.

 
EL HOMBRE AL MARGEN

Él no es el hombre que salta la barrera

sintiéndose ya cogido por su tiempo, ni el fugitivo

oculto en el vagón que jadea

o que huye entre los terroristas, ni el pobre

hombre del pasaporte cancelado que está siempre acechando una frontera.

Él vive más acá del heroísmo

(en esa parte oscura);

pero no se perturba; no se extraña.

No quiere ser un héroe,

ni siquiera el romántico alrededor de quien pudiera tejerse una leyenda;

pero está condenado a esta vida y, lo que más le aterra, fatalmente condenado a su época.

Es un decapitado en la alta noche, que va de un cuarto al otro, como un enorme viento que apenas sobrevive con el viento de [afuera.

Cada mañana recomienza

(a la manera de los actores italianos).

Se para en seco como si alguien le arrebatara el personaje.

Ningún espejo

se atrevería a copiar

este labio caído, esta sabiduría en bancarrota.

 
PARA ACONSEJAR A UNA DAMA

¿Y si empezara por aceptar algunos hechos como ha aceptado —es un ejemplo— a ese negro becado que mea desafiante en su jardín?

Ah, mi señora: por más que baje las cortinas; por más que oculte la cara solterona; por más que llene de perras y de gatas esa recalcitrante soledad; por más que corte los hilos del teléfono

que resuena espantoso en la casa vacía; por más que sueñe y rabie

no podrá usted borrar la realidad.

Atrévase.

Abra las ventanas de par en par. Quítese el maquillaje y la bata de dormir y quédese en cueros como vino usted al mundo.

Échese ahí, gata de la penumbra, recelosa, a esperar.

Aúlle con todos los pulmones.

La cerca es corta; es fácil de saltar, y en los albergues duermen los estudiantes.

Despiértelos.

Quémese en el proceso, gata o alción; no importa.

Meta a un becado en la cama.

Que sus muslos ilustren la lucha de contrarios.

Que su lengua sea más hábil que toda la dialéctica. Salga usted vencedora de esta lucha de clases.

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