Capítulo
XX
De la fuerza de imaginación
Fortis imaginatio generat
casum[1],
dicen las gentes disertas. Yo soy de aquellos a quienes, la imaginación
avasalla: todos ante su impulso se tambalean, mas algunos dan en -60- tierra. La impresión de mi fantasía me
afecta, y pongo todo esmero y cuidado en huirla, por carecer de fuerzas para resistir
su influjo. De buen grado pasaría mi vida rodeado sólo de gentes sanas y
alegres, pues la vista de las angustias del prójimo angustíame materialmente, y
con frecuencia usurpo las sensaciones de un tercero. El oír una tos continuada
irrita mis pulmones y mi garganta; peor de mi grado visito a los enfermos cuya
salud deseo, que aquellos cuyo estado no me interesa tanto: en fin, yo me
apodero del mal que veo y lo guardo dentro de mi. No me parece maravilla que la
sola imaginación produzca las fiebres y la muerte de los que no saben
contenerla. Hallándome en una ocasión en Tolosa en casa de un viejo pulmoníaco,
de abundante fortuna, el médico que le asistía, Simón Thomas, facultativo
acreditado, trataba con el enfermo de los medios que podían ponerse en práctica
para curarle y le propuso darme ocasión para que yo gustase de su compañía; que
fijara sus ojos en la frescura de mi semblante y su pensamiento en el vigor y
alegría en que mi adolescencia rebosaba, y que llenase todos sus sentidos de
tan floreciente estado; así decía el médico al enfermo que su situación podría
cambiar, pero olvidábase de añadir que el mal podría comunicarse a mi persona.
Galo Vibio aplicó tan bien su alma a la comprensión de la esencia y variaciones
de la locura que perdió el juicio; de tal suerte que fue imposible volverle a
la razón. Pudo, pues, vanagloriarse de haber llegado a la demencia por un
exceso de juicio. Hay algunos condenados a muerte en quienes el horror hace
inútil la tarea del verdugo; y muchos se han visto también que al descubrirles
los ojos para leerles la gracia murieron en el cadalso por no poder soportarla
impresión. Sudamos, temblamos, palidecemos y enrojecemos ante las sacudidas de
nuestra imaginación, y tendidos sobre blanda pluma sentimos nuestro cuerpo agitado
por sí mismo algunas veces hasta morir; la hirviente juventud arde con ímpetu
tal, que satisface en sueños sus amorosos deseos:
Ut, quasi
transactis saepe, omnibu, rebu, profundant
fluminis
ingentes fluctus, vestemque cruentent.[2]
Aunque
no sea cosa desusada ver que le salen cuernos por la noche a quien al acostarse
no los tenía, el sucedido de Cipo, rey de Italia, es por demás memorable. Había
éste asistido el día anterior con interés grande, a una lucha de toros, y toda
la noche soñó que tenía cuernos en la cabeza; y efectivamente, el calor de su
fantasía hizo que le salieran. La pasión comunicó al hijo de Creso la palabra,
de que la naturaleza lo había privado. Antíoco tuvo recias calenturas a causa
de la belleza de Stratonice, cuya hermosura -61-
habíase sellado profundamente en su alma. Refiere Plinio haber
visto cambiarse a Lucio Cosicio de hombre en mujer el mismo día de sus bodas.
Pontano y otros autores, cuentan análogas metamorfosis ocurridas en Italia en
los siglos últimos. Y por vehemente deseo, propio y de su madre,
Vota puer
solvit, quae femina voverat, Iphis.[3]
En
el Vitry, francés vi a un sujeto a quien el obispo de Soissons había confirmado
con el nombre de Germán; todas las personas de la localidad le conocieron como
mujer hasta la edad de ventidós años, y le llamaban María. Era, cuando yo le
conocí, viejo, bien barbado y soltero, y contaba que, habiendo hecho un
esfuerzo al saltar, aparecieron sus miembros viriles. Aun hoy hay costumbre
entre las muchachas del Vitry de cantar unos versos que advierten el peligro de
dar grandes brincos, que podría exponerlas a verse en la situación de
María-Germán. No es maravilla encontrar con frecuencia el accidente referido,
pues si la imaginación ofrece poder en cosas tales, está además tan de continuo
y tan fuertemente identificada con ellas, que para no volver al mismo
pensamiento y vivo deseo, procede mejor la fantasía al incorporar de una vez
para siempre la parte viril en las jóvenes.
A
la fuerza de imaginación atribuyen algunos las cicatrices del rey Dagoberto y
las llagas de san Francisco. Otros el que los cuerpos se leven de la tierra.
Refiere Celso que un sacerdote levantaba su alma en éxtasis tan grande, que su
cuerpo permanecía largo espacio sin respiración ni sensibilidad. San Agustín
habla de otro a quien bastaba sólo oír gritos lastimeros, para ser trasportado
instantáneamente tan fuera de sí, que era del todo inútil alborotarle,
gritarle, achicharrarle y pincharle hasta que recobraba de nuevo los sentidos.
Entonces declaraba haber oído voces, que al parecer sonaban a lo lejos, y
echaba de ver sus heridas y quemaduras. Que el accidente no era fingido sino
natural, probábalo el hecho de que mientras era presa de él, la víctima no
tenía pulso ni alentaba.
Verosímil
es que el crédito que se concede a las visiones, encantamientos y otras cosas
extraordinarias provenga sólo del poder de la fantasía; la cual obra más que en
las otras en las almas del vulgo, por ser más blandas e impresionables. Tan
firmemente arraigan en ellas las creencias, que creen ver lo que no ven.
Casi
estoy por creer que esos burlones maleficios con que algunas personas suelen
verse trabadas (y no se oye hablar de otra cosa) reconocen por causa la aprensión
y el miedo. Por experiencia sé que cierta persona de quien puedo dar -62- fe como de mí mismo, en la cual no podía
haber sospecha alguna, de debilidad ni encantamiento, habiendo oído relatar un
amigo suyo el suceso de una extraordinaria debilidad en que el del cuento había
caído cuando más necesitado se hallaba el vigor y fortaleza, el horror del caso
asaltó de pronto la imaginación del oyente o hízole atravesar situación
análoga. De entonces en adelante experimentó repetidas veces tan desagradable accidente,
porque el importuno recuerdo de la historia le agobiaba y tiranizaba
constantemente. Pero encontró algún remedio a la ilusión de que era víctima con
otra parecida, y fue que declarando de antemano la calamidad que le amarraba,
ensanchose la contención de su alma, pues considerando el mal como esperado y
casi irremediable, pesábale menos la preocupación. Cuando tuvo ocasión,
libremente (encontrándose su pensamiento despejado y a sus anchas, y su cuerpo
en la situación normal), de comunicar y sorprender el entendimiento ajeno,
quedo curado por completo. La desdicha de que hablo no debe temerse sino en los
casos en que nuestra alma se encuentre extraordinariamente embargada por el
deseo y el respeto, y también allí donde todo lo allanó la facilidad y la
urgencia precisa. Yo sé de alguien a quien procuró medio el satisfacerse en
otra parta para calmar los ardores de su furor, y que por la edad se encuentra
menos impotente precisamente por ser menos potente; y de otro, a quien ha sido
de utilidad grandísima el que un amigo le haya asegurado que se encuentra,
provisto de una contrabatería de encantamientos, seguros a preservarle. Pero
mejor será que refiera el caso menudadamente.
Un
conde de alcurnia distinguida, de quien yo era amigo íntimo, casó con una
hermosa dama que antes había sido muy solicitada y requerida por uno de los que
asistían a la bodas. El desposado hizo entrar en cuidado a sus amigos,
principalmente a una dama de edad, parienta suya, en cuya casa tenía lugar la
ceremonia, y que la presidía, mujer humorosa de estas brujerías, quien así me
lo confesó. Por casualidad guardaba yo en mi cofre una piececita de oro
delgada, que tenía grabadas algunas figuras celestes, y que era remedio eficaz
contra las insolaciones y el dolor de cabeza, colocándola, en la sutura del
cráneo; para que la medallita pudiera llevarse estaba sujeta a un cordón
suficientemente largo que podía rodear la cara, y anudarlo junto a la garganta;
ensueño es este idéntico al de que voy hablando. Santiago Pelletier[4],
viviendo en mi casa, me había hecho tan singular presente. Ocurriome sacar de
él algún partido, y dije al conde que también él podía correr peligro de
impotencia a causa del encantamiento de algún rival, añadiendo -63- que se acostara en seguida, que yo me
encargaba de prestarle un servicio de amigo, y que ponía a su disposición un
milagro, cuyo poder de realizarlo residía en mis manos, siempre y cuando que
por su honor me jurase guardar, el más profundo secreto, y que le recomendaba
únicamente que durante la noche, cuando fuéramos a llevarlos la colación al
lecho, si las cosas no habían ido a medida de sus deseos, me hiciera una señal,
convenida previamente. Había tenido el alma tan intranquila y los oídos le
chillaron tanto por mis palabras, que sufrió los efectos de su imaginación y me
hizo la señal a la hora prescrita. Yo le dije entonces, sin que nadie nos oyera,
que se levantara con el pretexto de echarnos de la alcoba, y que, como jugando,
se apoderase de mi bata (éramos de estatura casi idéntica) y se cubriera con
ella mientras practicaba la recomendación que le hiciera, lo cual ejecutó;
añadí que cuando nos marcháramos saliera a orinar, recitara tres veces ciertas
oraciones y ejecutara ciertos movimientos; que cada una de esas tres voces se
ciñera el cordón que yo lo daba en la cintura y se aplicara la medalla que con
él iba sujeta a los riñones, teniendo el cuerpo en determinada posición; y por
último, que, después de haber practicado escrupulosamente todas mis
instrucciones sujetara bien el cordón, a fin de que no pudiera desatarse ni
moverse del lugar en que lo tenía, y que se dirigiese con tranquilidad completa
a su labor, sin olvidarse de tender mi traje sobre la cama, de modo que los
cubriera a los dos. Todas estas patrañas constituyen lo principal del efecto;
nuestra mente no puede rechazar el que medios tan extraños no procedan de
alguna ciencia abstrusa; su insignificancia misma los reviste de autoridad, y
hace que se respeten. En conclusión; es lo cierto que los signos de la medalla
se mostraron más venéreos que solares, más activos que prohibitivos. Fue un
capricho repentino Y malicioso lo que me invitó a tal acción, alejado por lo
demás de mi naturaleza. Soy enemigo de las acciones sutiles y fingidas; odio
las finezas, no sólo las recreativas, sino también las provechosas. Si el acto
en sí mismo no es vicioso, en cambio el procedimiento sí lo es.
Amasis,
rey de Egipto, casó con Laodice, hermosísima joven griega. Mas el soberano, que
se había mostrado vigoroso con las demás mujeres, no acertó a disfrutar de
Laodice, y la amenazó con darla muerte, creyendo que la causa de su debilidad
fuera cosa de brujería. Para remediar la desdicha recomendole la dama la
práctica de actos devotos, y habiendo ofrecido a Venus ciertas promesas,
encontrose divinamente fuerte la noche que siguió a las oblaciones y
sacrificios. Hacen mal las mujeres en adoptar continente melindroso de
contrariedad; todo eso nos debilita y acalora. Decía la suegra de Pitágoras que
la mujer que se acuesta con un hombre debe con su chambra dejar -64- también la vergüenza y tomarla de nuevo
con las enaguas. El alma del varón, intranquila por alarmas diversas, piérdese
fácilmente; aquel a quien la imaginación hizo sufrir una vez tal percance (no
acontece esto sino en los primeros ayuntamientos, por lo mismo que son más
hirvientes y rulos; y también por el temor de que no salga el disparo, recelo
que la vez primera es mucho más grande el sobrecogimiento). Y cuando se
principia mal, el espíritu se altera y despecha del accidente, que persiste en
las ocasiones sucesivas.
Los
casados, como tienen por suyo todo el tiempo, no deben buscar ni apresurar el
acto si no están en disposición de realizarlo. Preferible es incurrir en falta
en el estreno de la cópula nupcial, llena de agitación y fiebre, y aguardar
ocasión más propicia y menos revuelta, a caer en una perpetua miseria por la
desesperación que acarrea el primer fracaso. Antes de la posesión debe el
paciente de cuando en cuando hacer ensayos sin acalorarse ni extremarse para
asegurarse así de sus fuerzas. Y los que son en este punto de naturaleza fácil,
procuren por imaginación contenerse.
Con
razón se ha advertido la indócil rebeldía de este órgano, que se subleva
importunamente, cuando de ello no hemos menester, y se aplaca, más
importunamente todavía, cuando tenemos necesidad de lo contrario. Tan
imperiosamente se opone a nuestra voluntad, que rechaza con altivez y
obstinación indomables lo mismo nuestras solicitaciones mentales que las
manuales. Sin embargo de que se censura su rebelión y por ello se la condena,
si estuviese yo encargado de defender su proceder, acaso hiciera cómplices a los
otros miembros, sus compañeros, de haberle motejado por pura envidia de la
importancia y dulzura de sus funciones; de haber todos juntos conspirado contra
él y de hacerle cargar con la responsabilidad de una culpa común. Considerad,
si no, si hay siquiera una sola parte de nuestro cuerpo que no se oponga con
frecuencia más que sobrada a la determinación de nuestra voluntad. Cada cual
tiene sus pasiones propias que la despiertan o adormecen sin nuestro con
sentimiento. ¡Cuántas veces declara nuestro rostro los pensamientos que
guardamos secretos y nos traiciona ante las personas que nos rodean! La causa
misma que vivifica el órgano de que hablo anima también, sin que nos demos
cuenta de ello, el corazón, el pulmón y el pulso; la vista de un objeto grato
esparce imperceptiblemente en nosotros la llama de una emoción febril. ¿Acaso
son sólo los músculos y las venas los que se aplacan o ponen rígidos, sin
licencia, no ya sólo de nuestra voluntad, sino tampoco de nuestro pensamiento
cabe? No ordenamos o nuestros cabellos que se ericen, ni a nuestras carnes que
tiemblen por el deseo o el temor; la mano se dirige con frecuencia donde
nosotros no la ordenamos -65- que
vaya; la lengua enmudece y la voz se apaga cuando se las antoja; en ocasión en
que no tenemos viandas ni agua a nuestro alcance prohibiríamos de buen grado a
nuestro apetito la excitación y haríamos que nuestra sed se aplacara, pero no
alcanza a tanto nuestro poder; nos ocurre lo mismo que con el otro apetito de
que antes hablé; las ganas de comer nos abandonan cuando se les antoja. Los
órganos que sirven a descargar el entre se dilatan o contraen por sí mismos, e
igualmente los que desocupan los riñones. Lo que san Agustín escribe para
demostrar el poderío de nuestra voluntad de alguien que ordenaba a su trasero
expeler tantos pedos como quería, y que Vives, glosador del santo, apoya con
otro ejemplo de su época, diciendo que algunos tienen la facultad de expeler
vientos musicales, que concuerdan con el tono de voz que se les impone, no
supone ninguna obediencia del trasero, pues en general, puede decirse que no
hay órgano más impertinente y tumultuario. Sé de uno tan turbulento y rebelde,
que lleva ya cuarenta años obligando a su dueño a peer constante e
incesantemente y que le llevará así al sepulcro. Y a, Dios pluguiera que
hubiese tenido noticia por las historias de semejante monstruosidad.
¡Cuantísimas veces, por oponernos a la salida de un solo pedo, nuestro vientre
nos coloca en el dintel de una muerte angustiosísima! El emperador que nos dio
libertad absoluta de peer[5]
en todas partes, no nos hubiera podido otorgar lo mismo la facultad de hacerlo
cuando lo tuviéramos por conveniente. Pero nuestra voluntad, a que acusamos de
impotencia en este particular, podríamos igualmente censurarla de rebelión y
sedición en otros puntos por su desorden y desobediencia. ¿Quiere en toda
ocasión lo que desearíamos que quisiera? ¿No sucede muchas veces que anhela
aquello que la prohibimos, precisamente lo que nos daña? ¿Acaso se deja
conducir por los principios de nuestra razón? En conclusión diré, en beneficio
de mi defendido[6]que
me place considerar que su causa está inseparable e indistintamente unida a la
de un consocio; y sin embargo, aquél sólo carga con los vidrios rotos, y por
argumentos y cargos tales, vista la condición de las partes, no pueden en modo
alguno pertenecer ni concernir a dicho consocio, pues el fin de éste es a veces
invitar a destiempo, pero nunca oponerse, y también invitar sin esfuerzo, todo
o cual es prueba palmaria de la animosidad e ilegalidad de los acusadores. De
todos modos, protestando que los abogados y jueces pierden el tiempo al emitir
quejas y formular sentencias, la naturaleza seguirá la marcha que le acomode y
habrá obrado acertadamente aun cuando haya dotado a este miembro de algún
privilegio particular, como -66-
autora de la única obra inmortal entre los mortales. Por eso consideraba
Sócrates la generación como acto divino, y el amor como deseo de inmortalidad y
espíritu inmortal.
Hay
quien a causa del efecto de su imaginación deja aquí las escrófulas[7]que
su compañero llevará a España. Por eso, para tales casos acostumbraba a
recomendarse que el espíritu se encontrara en buena disposición. Por idéntica
razón preparan los médicos de antemano la fe de sus pacientes en los
medicamentos, con tantas promesas falsas de curación, a fin de que el efecto de
la fantasía supla la inutilidad de sus pócimas. Saben bien que uno de los
maestros de su arte les dejó escrito que hubo personas a quienes hizo el efecto
sólo la vista de la medicina. Hame venido lo apuntado a la memoria recordando
la relación que me hizo un boticario que estaba al servicio de mi difunto
padre, hombre sencillo, suizo de nación, que es un pueblo nada charlatán ni
embustero. Contome haber tratado largo tiempo en Tolosa a un comerciante
enfermizo, sujeto al mal de piedra, que tenía con suma frecuencia necesidad de
darse lavativas y se las hacía preparar por los médicos, según las alternativas
del mal; luego que le presentaban el líquido con todos los adminículos veía si
estaba demasiado caliente, y héteme aquí a nuestro enfermo tendido boca abajo,
con todos los preparativos admirablemente dispuestos, pero que en fin de
cuentas no tomaba lavativa alguna. Alejado el médico de la alcoba, el paciente
se instalaba como si realmente se hubiese aplicado el remedio y experimentaba
efecto igual al que sienten los que le practican. Y si el facultativo
consideraba que no se había puesto bastantes, recomdábale dos o tres más en
forma idéntica. Jura mi testigo que para economizar el gasto, pues el enfermo
pagaba como si las hubiera recibido, la mujer de éste le presentó varias veces
sólo agua tibia; el efecto nulo descubrió el engaño, y por haber encontrado
inútiles las últimas, fue necesario volver a las preparadas por la farmacopea.
Una
mujer que creía haber tragado un alfiler con el pan que comía, gritaba y se
atormentaba como si sintiera en la garganta un dolor insoportable, donde, a su
entender, teníalo detenido; pero como no había hinchazón ni alteración en la
parte exterior, una persona hábil que estaba junto a ella consideró que la cosa
no era más que aprensión, que obedecía a algún pedacito de pan que la había
arañado al pretender tragarlo; hizo vomitar a la mujer y puso a escondidas en
lo que arrojó un alfiler torcido. La paciente, creyendo en realidad haberlo
expulsado, sintiose de pronto libre de todo mal y dolor. Sé que un caballero
-67- que había dado un banquete a
varías personas de la buena sociedad se vanagloriaba, por pura broma, pues, la
cosa no era cierta, de haber hecho comer a sus invitados un pastel de gato; una
señorita de las convidadas se horrorizó tanto al saberlo que cayó enferma con
calenturas, perdió el estómago y fue imposible salvarla. Los animales mismos
vense como nosotros sujetos al influjo de la imaginación; acredítanlo los
perros que se dejan sucumbir de dolor a causa, de la muerte de sus amos;
vémoslos ladrar y agitarse en sueños, y a los caballos relinchar y
desasosegarse. Todo lo cual puede explicarse por la estrecha unión de la
materia y el espíritu, que se comunican entre sí sus estados mutuos; por eso la
imaginación actúa a veces, no ya contra el propio cuerpo, sino también contra
el ajeno. De la misma suerte que un cuerpo comunica el mal a su vecino, como se
ve en a epidemias, en las bubas y en los males de los ojos, que pasan de unos
en otros:
Dum
spectan oculi laesos, laeduntur et ipsi;
multaque
corporibus transitione nocent[8],
así
la imaginación, vehemente sacudida, lanza dardos que alcalizan a otro cuerpo
que no es el suyo. La antigüedad creía que ciertas mujeres de Escitia, cuando
tenían a alguien mala voluntad, podían matarle con la mirada. Las tortugas y
los avestruces incuban sus huevos con la vista sola, prueba evidente de que
poseen alguna virtud ocular. Dícese que los brujos tienen dañina la mirada:
Nescio
quis teneros oculus mihi fascinat agnos[9];
pero
yo no doy crédito a la ciencia de mágicos y adivinos. Por experiencia vemos que
las mujeres producen en el cuerpo de las criaturas que paren los signos de sus
caprichos, como la que parió un moro. A Carlos, emperador rey de Bohemia, fue
presentada una muchacha cubierta de pelos erizados, cuya madre decía haber sido
así concebida a causa de una imagen de san Juan Bautista que tenía colgada
junto al lecho.
Lo
propio acontece a los animales, como vemos por las ovejas de Jacob y por las
perdices que la nieve blanquea en las montañas. Poco ha viose en mi casa un
gato que acechaba a un pájaro colocado en lo alto de un árbol; los ojos del uno
estuvieron clavados en los del otro un corto espacio y luego el pájaro se dejó
caer como muerto entre las patas del gato, bien trastornado por su propia
imaginación, bien atraído por alguna fuerza peculiar del felino. Los amantes de
la caza de halconería conocen el cuento del -68-
halconero, que, fijando obstinadamente su mirada en la de un
milano que volaba, apostaba que le hacía dar en tierra por virtud de la sola
fuerza de su mirada, y ganaba la apuesta, según cuentan; pues debo advertir que
las historias que traigo aquí a colación déjolas sobre la conciencia de
aquellos en quienes las encontré. Mías son las reflexiones, que pueden
demostrarse por la razón, sin echar mano de casos particulares. Cada cual puede
acomodar a la doctrina sus ejemplos, y quien no los tenga, que no sea incrédulo,
en atención a número y variedad de los fenómenos de la naturaleza. Si me sirvo
de ejemplos que no cuadran exactamente con los asuntos de que hablo, que otro
los acomode más pertinentes. De manera que, en el estudio que aquí hago de
nuestras costumbres y transportes, los testimonios fabulosos, siempre y cuando
que sean verosímiles, me sirven como si fuesen auténticos. Acontecido o no, en
Roma o en París, a Juan o a Pedro, siempre será la cosa un rasgo de la humana
capacidad que yo utilizo. Léolo y aprovécholo igualmente en sombra que en
cuerpo; en los casos diversos que las historias citan me sirvo de los que son
más raros y dignos de memoria. Hay autores cuyo único fin es relatar los
acontecimientos; el mío, si a él acertara a tocar, sería escribir, no lo acontecido,
sino lo que puede acontecer. Lícito es en las discusiones de filosofía
atestiguar con cosas verosímiles cuando no existen las reales; yo no voy tan
allá, sin embargo; y sobrepaso en escrupulosidad a las historias mismas. En los
ejemplos que saco de lo que he leído, oído, hecho o dicho tengo por sistema no
alterar ni modificar siquiera las más inútiles circunstancias: mi conciencia no
falsifica ni una coma; de mi falta de ciencia no puedo responder lo mismo.
Creo
yo que la ocupación de escribir la historia conviene bien a un teólogo o a un
filósofo, y en general a los hombres prudentes, de conciencia exacta y
exquisita. Sólo ellos, pueden deslindar su fe de las creencias del pueblo,
responder de las ideas de personas desconocidas y mostrar sus conjeturas como
moneda corriente. De las acciones que pasan ante su vista y que se prestan a
interpretaciones varias opondríanse a prestar juramento ante un juez, y por
íntimo trato que tuvieran con un hombre rechazarían igualmente el responder con
plenitud de sus intenciones. Tengo por menos aventurado escribir sobre las
cosas pasadas que sobre las presentes, entre otras razones porque en las
primeras el escritor no tiene que dar cuenta sino de una verdad prestada.
Me
invitan algunos a relatar los sucesos de mi tiempo, considerando que los veo
con ojos menos desapacibles que los demás, y más de cerca, por la proximidad en
que la fortuna me ha puesto de los jefes de los distintos partidos. Pero no
saben aquéllos que por alcanzar la gloria de Salustio -69- no me procuraría ningún mal rato, como
enemigo jurado que soy de toda obligación asidua y constante; ni que nada hay
tan contrario a mi estilo como una narración dilatada. Falto de alientos,
deténgome a cada momento. Ignoro más que una criatura los vocablos y frases que
se aplican a las cosas más comunes; por eso he tomado a mi cargo el escribir
sólo sobre aquellas materias que se acomodan a mis fuerzas. Si me impusiera un
asunto determinado, mi medida podría faltar a la suya, y como la libertad mía
es tan grande, emitiría juicios que, en mi sentir mismo y conforme a las luces
de la razón, serían injustos y censurables.
Plutarco
nos diría seguramente que en sus obras no es él responsable si todos sus
ejemplos no son enteramente auténticos; que fueran útiles a la posteridad y
estuvieran presentados de modo que nos encaminaran a la virtud, fue lo que
procuro. No ocurre lo mismo que con las medicinas con los cuentos antiguos: en
éstos es indiferente que la cosa pasara así, o de otro modo diferente.
[1] Una imaginación robusta engendra por sí misma
los acontecimientos. (N. del T.)
[2] El texto de Montaigne parafrasea estos dos
versos de LUCRECIO (IV, 1029), en las dos líneas que los preceden. (N. del
T.)
[3] Ifis pagó siendo muchacho las promesas que
hizo cuando doncella. OVIDIO, Met., IX 793. (N. del T.)
[4] Véase nota 791. (N. del T.)
[5] Claudio, emperador romano. (N. del T.)
[6] Montaigne parodia en este pasaje la forma de
una oración forense. (N. del T.)
[7] Es fama que los antiguos reyes de Francia
tenían el privilegio de curar. (N. del T.)
[8] Mirando los ojos de una persona que los tiene
malos el mal se comunica a la que los mira, y las enfermedades pasan a veces de
unos cuerpos a otros. OVIDIO, de Remedio amoris, V. 015. (N. del T.)
[9] No sé quién fascina mis tiernos corderillos
con su mirada maligna. VIRGILIO, Églog., III. 103. (N. del T.)