Prólogo
I
Apenas había alcanzado la medianía de su edad este siglo
pródigo en tribulaciones, cuando dos nuevos cuentistas,
jaliscienses ambos, se encaramaron, por decirlo así, de un solo
libro, a la cima de la cucaña literaria —posición tan eminente
como expuesta—. En 1953, Juan Rulfo publicó El llano en
llamas; un año antes, Juan José Arreóla puso en circulación
Confabularlo, que Varia invención había anticipado en 1949.
Estos dos volúmenes cambiaron el curso de nuestras
letras; uno y otro sirvieron para abanderar, sin culpa de los
autores, dos conceptos diversos del arte de narrar. Sus apresura
dos enemigos dijeron que las historias de Rulfo tenían el mérito
de ocuparse de los asuntos de la tierra, y que sería fantástico que
el autor aprendiera a escribir; de Arreóla aceptaron que sabía
escribir, aunque lamentablemente, en su opinión, lo hacía pues
to de espaldas a la realidad del país. La controversia veía en los
temas de Rulfo su más alta virtud y en su aparente falta de cuidado
el mayor de sus defectos; admiraba en Arreóla la fiesta del lengua
je, y le reprochaba el gusto por la fantasía, lo que llamaba su
extranjería y el exceso de estímulos literarios.
En 1954, Emmanuel Carballo dejó zanjada la cuestión. En el
número de marzo de ese año de Universidad de México, en un
ensayo titulado “Arreóla y Rulfo cuentistas”, el crítico, jalisciense
para variar, dejó en claro que Rulfo escribía mejor de lo que sus
detractores creían, que Arreóla tenía bastante más qué ver con la
realidad nacional de lo que se había supuesto, y que uno y otro
confluían allí donde realmente importa, en la calidad de los textos.
Sus libros eran piedra de escándalo, fe de aciertos, y marcaban por
igual “un momento modificante en la historia de nuestras letras”.
“Ahora veo —escribió Antonio Alatorre en su presentación a la
revista Pan para la edición facsimilar que el Fondo de Cultura
Económica hizo en 1985— que muy probablemente ese artículo me
ayudó, sin darme cuenta, a ‘objetivar’ (a desubjetivizar) lo que desde
1945 sentí: que tan ‘auténtico’ es Arreóla como Rulfo; que tan limada
prosa’ es la de Rulfo como la de Arreóla; que ‘El converso’ y ‘Nos han
dado la tierra’ pertenecen a una sola estirpe: la de lo bien hecho.”
Ahora, medio siglo después, el acierto de Carballo se ha
vuelto una perogrullada.
Rulfo y Arreóla se han afianzado, a la
vista de propios y extraños, en el alto y arriesgado cabo que les
corresponde —no poco mérito en un medio donde hay otros
grandes cuentistas, como Revueltas, Onetti, Cortázar y Fuentes,
por ejemplo—. Las mejores de sus obras se mantienen frescas y
vigorosas, y continúan cautivando a los lectores. Algo los separa,
sin embargo, y no con justicia. Rulfo ha sido mucho más leído y
estudiado que Arreóla. A los ojos de esos extranjeros que no
conocen Jalisco y creen indios a los personajes de Rulfo, su
literatura tiene un aire exótico que le gana puntos en las univer
sidades y en los congresos internacionales.
Estoy seguro de que esta edición de la narrativa de
Arreóla ayudará a corregir esa diferencia, contribuirá a que sus
escritos sean más ampliamente conocidos y estudiados, y permi
tirá que muchos nuevos lectores disfruten su deslumbrante
malicia.
II
Malicia, dije, y ahora lo repito, porque las muchas virtudes de
Arreóla están coronadas por el taimado arte de sacarle ventaja
al lector; de administrar a voluntad lo que se dice y lo que se
calla; de avanzar con el paso justo y la palabra precisa. Dueño
del oficio, conocedor profundo de los mecanismos del cuento,
Arreóla es un prodigio de economía, de no decir sino lo esencial.
A Varia invención (1949) y Confabulario (1952) siguie
ron, como obras de narrativa, Bestiario (1958), que incluye
las series Cantos de mal dolor y Prosodia, La feria (1963) y
Palíndroma (1971), que recoge las series Variaciones sintácticas
y Doxografías. En esta edición aparece, además, un texto hasta
ahora inédito, que relata un día de filmación en compañía de
Alejandro Jodorowsky. Con la excepción de La feria, a la que
volveré abajo, en los textos de estos libros Arreóla explora
cuestiones éticas, problemas intelectuales, sofismas y ejemplos
paradójicos, las perplejidades de un creyente de buena fe y las
complejidades abisales de la convivencia.
Aunque Arreóla llamó a su género —híbrido del poema
en prosa, el cuento y el ensayo— “varia invención”, una amplia
parte de lo que ha escrito cabe cómodamente en los límites de la
fábula, si bien sus apólogos, mochos de moraleja, poco tienen
que ver con la usual intención de adoctrinar al lector.
Como lo señalaron sus censores, a la menor provocación
Arreóla está dispuesto a dejar ver en su prosa, como si fueran las
veladuras de un cuadro minuciosamente trabajado, las huellas de
las lecturas acumuladas, muchas veces estímulo para-sus obras.
Sin embargo, junto con la experiencia de la lectura, que es parte
de la vida, podemos descubrir los trazos, igualmente vigorosos,
que dejan en la carne al espíritu los trances de estar vivo. Arreóla
ha expresado, fragmentariamente, el drama que significa estar en
el mundo; la complejidad misteriosa del ser.
Un epígrafe de Pellicer no deja dudas sobre la proceden
cia de “El prodigioso miligramo”; pero en la construcción de la
historia advertimos al escritor dentro del hormiguero. La dedica
toria del “Monólogo del insumiso” nos lleva frente a Manuel
Acuña, pero ¿cómo distinguir al poeta coahuilense del narrador
de Jalisco, que aprovecha la anécdota del otro para desnudarse?
Lo mismo puede decirse de “Parturient montes”, “El lay de
Aristóteles”, “In memoriam” y “Pablo”. Las Vidas imaginarias,
de Marcel Schwob son la segura raíz de “Nabónides”, “Baltasar
Gérard”, “Sinesio de Rodas” y “El condenado”, pero sería miope
creer que la deuda es exclusivamente con el cuentista belga. En
cada una de estas deliciosas biografías apócrifas hay carne y
sangre de Arreóla, y cada una de ellas puede remitirse a las
peripecias de su vida.
En estas fuentes literarias, que van de la Antigüedad
clásica y la Biblia a la Edad Media, al Renacimiento, a los cronistas
de Indias, a Rilke, Papini, Baudelaire, a tratados de ciencias
naturales y física atómica, se fundan los cargos de extranjería
levantados contra Arreóla. Pero esto es una torpeza: Arreóla no
necesita parecer mexicano. Su mexicanidad es una fatal manera
de ser. Su mexicanidad no reside en los personajes ni en la
anécdota, sino en la manera de sentir y de construir la narración.
Arreóla es un maestro para administrar, a lo largo de los
textos, la sorpresa, el misterio, el sentido del humor.
Asimismo lo
es para ir de lo creíble a lo increíble sin perder verosimilitud. Sus
personajes van de ida y vuelta entre la realidad y lo fantástico sin
pasar aduanas. Mediante la ironía —de lo tierno a lo brutal—, el
absurdo dócil y la lógica, la mezcla de los datos documentados
con la ficción, y una subversión constante de lo real tangible, en
favor de una objetividad y un sentido común que descansan en el
disparate, Arreóla ha creado un nuevo tipo de cuento, un mundo
donde la palabra hace festiva y profundamente inútil el afán de
distinguir entre la realidad positiva y los entes de la imaginación.
Lo más importante, sin embargo, es que toda la pirotecnia verbal
de Arreóla, la nutrida teoría de personajes y situaciones que nos
presenta, constituyen un intento repetido y feliz de profundizar
en su propio drama.
La feria (1963), la única novela de Arreóla, cuenta la vida
de Zapotlán el Grande, desde su fundación, con la llegada del
conquistador Alonso de Ávalos y del primer fraile, Juan de
Padilla, hasta el tiempo en que la obra fue escrita. La narración
está compuesta por una larga serie de fragmentos de muy
dispareja extensión, en boca de diversos narradores, que forman,
en palabras de Saúl Yurkiévich, “una estructura calidoscópica”, en
la que no se presenta a los personajes ni se sitúan los lugares ni
el tiempo en que ocurren los hechos, a la manera de Rulfo en
Pedro Páramo (1955), y de Cortázar en Rayuela, que apareció
también en 1963.
Dos temas le dan unidad: la feria anual en honor de San
José, santo patrono de Zapotlán el Grande, y en un vasto pano
rama histórico, el reiterado litigio por sus tierras que sostienen,
desde el siglo xvi, los naturales de la región.
Algunos de los fragmentos van configurando, por una
adición a saltos que puede llegar a parecer casi aleatoria, las
historias de unos cuantos de los treinta mil habitantes del pueblo,
como la de Concha Fierro y su himen infranqueable; la del
aprendiz de impresor, atormentado por el despertar del sexo; la
de don Salva, el solterón dueño de la tienda de ropa, tímido
enamorado de Chayo, una de sus dependientas; o la del presi
dente del Ateneo pueblerino, don Alfonso.
Otros son personajes
colectivos, como los indios tlayacanques, que hablan siempre al
unísono. Otros más, que corresponden a voces y situaciones
anónimas, son como esos pedazos de diálogo y esos rostros que
alcanzan a percibirse cuando uno pasa caminando por una plaza
llena de gente. Todos juntos arman la historia del pueblo donde
nació Arreóla. Una historia que incluye a seres de otros tiempos,
que intervienen al conjuro del recuerdo y de la callada voz de los
documentos. Esta percepción fragmentaria cumple admirable
mente la intención de hacer de Zapotlán el Grande el personaje
central de La feria.
Por sus temas, sus hablas, su estilo, La feria resume la
obra completa de Arreóla. Personajes y obsesiones de sus cuen
tos reaparecen en la novela. Aquí Arreóla conjuga la nobleza de
la adolescencia, constante motivo de nostalgia, y el mordaz
escepticismo de la madurez. El buen oído, la gracia, la ternura, la
elegancia, la inteligencia, la malicia del narrador resplandecen
en La feria, teñidas por el amor al terruño, sin que eso mengüe
su visión irónica. Por lo menos en cuatro textos anteriores
Arreóla se había acercado a su pueblo: de manera fallida en “El
cuervero”, que peca de fácil costumbrismo; de manera magistral
en “Hizo el bien mientras vivió”, “Pueblerina” y “Corrido”.
La feria desvela el afán de Arreóla por no dejar morir el
mundo lingüístico de su infancia. Para componer la novela, pidió
a muchos de sus paisanos que escribieran; se sirvió de cartas y de
trozos del periódico local; de documentos antiguos, pasajes
bíblicos y de los evangelios apócrifos. Con esto, Arreóla consi
guió acumular una diversidad de tonos —macabros, festivos,
bailables, sentimentales, poéticos— y dar una muestra de su
virtuosismo para dominar diversas jergas.
III
En una entrevista sobresaliente, recogida en Protagonistas de la
literatura mexicana (cuarta edición, Porrúa, México, 1994) Juan
José Arreóla confió a Emmanuel Carballo que, “debajo del litera
to aparente”, ha sido siempre “el payo jalisciense, el niño que
fui y que pasó su vida en el campo viendo el desarrollo de las
labores agrícolas y escuchando los dichos y las canciones de
los campesinos, el niño afligido por el drama de la conciencia y
del erotismo”.
Esta dualidad encarnó en un cuento divertido y conmo
vedor, “Tres días y un cenicero”, que forma parte de Palindroma.
Muy pocos escritores, bajo cualquier cielo, han sido capaces de
brindar la' clave de su vida en una alegoría tan eficaz.
Un día que e^tá de cacería con unos amigos y parientes,
cerca de Zapotlán, el narrador y protagonista entra a una laguna
para cobrar una garza que mató su sobrino. Bajo el agua, siente
con los pies “algo vivo, duro y rendido”, que resulta ser una
escultura, griega en apariencia. Los cazadores la envuelven en
unos petates y el narrador consigue llevarla bajo su cama, oculta
a la codicia de los compañeros, al sentido común de la madre
y a la lujuria del padre. ¿De dónde llegó la Venus de mármol? En
un clima de fiebre, el narrador repasa las posibilidades y...
No
voy a revelar el resto de la historia porque el lector la encontrará
unas páginas abajo y la delicia de leerla no merece ser estropeada
con anticipaciones, pero sí quiero llamar la atención sobre la
forma en que este relato resume el encuentro vitalicio del mucha
cho de Zapotlán el Grande con la cultura clásica. Toda la vida
cultural de Arreóla está puesta aquí en una clave transparente,
transida de astucia, ternura y devoción.
Para Juan José Arreóla, nacido en Zapotlán el Grande,
Jalisco, el 21 de septiembre de 1918, la literatura fue una adqui
sición infantil. Durante los únicos cuatro años que cursó de
instrucción primaria tuvo la fortuna de tropezar con maestros
que lo inclinaron a la literatura porque ellos la amaban. Tres
caminos sirvieron a estos profesores admirables para cumplir su
tarea de seducción: redactar composiciones, leer y aprender
versos de memoria.
Arreóla recuerda como el cimiento de su formación
literaria “El Cristo de Temaca”, una poesía del padre Alfredo R.
Placencia.
Memorizó el poema antes de aprender a leer y de estar
inscrito en la escuela, porque acompañaba a sus hermanos
mayores. Lo aprendió sin comprenderlo, escuchando a los mu
chachos de quinto año, que estaban repitiéndolo. Se sintió
deslumbrado por la armonía de las palabras, por aquel lenguaje
distinto al que oía en las calles. Un día, en su casa, arrebatado por
el entusiasmo, se subió a una silla y comenzó a recitarlo. Desde
entonces adquirió el amor por las palabras y la manía de memo-
rizar los pasajes que le gustan.
A los once o doce años, Arreóla comenzó a representar
obras de teatro y a recitar. Una de sus tías declamaba en público.
Cuando la edad comenzó a sitiarla, delegó en su sobrino la tarea
de ir a las veladas literario-musicales, a las fiestas civiles y a las
religiosas.
Cuando tenía quince años, Arreóla pasó dos en Guadala-
jara, donde adquirió su primer libro: el Gog, de Giovanni Papini, que
para él es el más grande prosista italiano de este siglo y una de las
más poderosas influencias en su prosa. En 1936, regresó a Zapotlán
y por un tiempo trabajó como dependiente en tiendas de abarrotes y
de ropa, papelerías, molinos de café, chocolaterías. Tras el mostra
dor, comenzó a escribir, en el papel de envoltura, versos, nombres
extraños y sus primeros “gérmenes imaginativos”.
A fines de ese año, vendió una máquina de escribir
Oliver, que le había regalado su padre, y una escopeta que había
adquirido por su cuenta: le dieron 13 pesos por la escopeta y 18
por la máquina de escribir. Compró un boleto a México, y llegó
con casi 13 pesos en la bolsa. En la capital, trató a varios escritores
que lo aproximaron a la literatura por medio de su ejemplo:
Usigli, Villaurrutia, José Luis Martínez, Alí Chumacero y algunos
otros escritores. Su primer maestro de teatro, el que le enseñó
definitivamente a decir versos y a leer en voz alta, fue Fernando
Wagner. Entre otros grandes poetas, le reveló a Rilke.
En 1939 y 1940, metido en el teatro hasta el cuello, Arreóla
escribió sus primeros textos realmente literarios: tres farsas en un
acto: La sombra de la sombra, Rojo y negro, inspirada en Stendhal,
y Tierras de Dios. Previamente a las farsas, incursionó en la poesía.
A principios de 1940, tras un descalabro económico y una
frustración sentimental, volvió a Zapotlán. Esta vez trabajó como
maestro de secundaria, y se dedicó a leer con avidez. Escribió
también su primer cuento, “Sueño de Navidad”, que se publicó
en un periódico local, El Vigía, la Navidad de 1940.
Tres años más tarde, en Guadalajara, en el primer número
de Eos—julio de 1943— una revista editada por Arturo Rivas Sáiz
y por Arreóla, éste publicó su primera obra maestra: “Hizo el bien
mientras vivió”. Un texto redondo, de sobresaliente arquitectura,
tono mesurado y excelente dibujo de personajes. Algunos críti
cos han dicho que este cuento es cursi, y Arreóla lo ha repetido
—“Es un relato de la vida provinciana que me salió del corazón.
Está lleno de cursilería pueblerina. Fue un producto natural de mi
nobleza dolescente, de mi creencia en la vida y el amor.”— Sin
embargo, creo que el juicio es erróneo. Los protagonistas de esta
historia ciertamente son cursis, pero la sobriedad del relato, su
justa medida, la astucia para informar al lector de lo que va
sucediendo, aunque los personajes no se atrevan a nombrarlo, le
dan una profundidad que lo aparta de lo cursi. La cursilería,
insisto, corresponde a los caracteres, no a la narración.
Además de “Hizo el bien mientras vivió”, en tres de los
cuatro números que Eos sobrevivió, Arreóla publicó dos reseñas
—El gesticulador, de Rodolfo Usigli y El luto humano, de José
Revueltas—, más unas décimas de las cuales transcribo aquí la
última, por curiosidad:
Gracias por esta ventura
nacida de tu presencia,
y gracias por la dolencia
que tu falta me procura.
Gracias en fin porque dura
sobre mi ser tu substancia,
gracias por esta fragancia
que de tu vida se vierte;
gracias en fin por la muerte
que siento por tu distancia.
En Guadalajara, Arreóla conoció al actor francés Louis
Jouvet. Con su patrocinio viajó a París, en 1944, para estudiar arte
dramático, y llegó a pisar el escenario de la Comedia Francesa. A
su regreso, hubo otra revista tapatía, Pan, que fundó junto con
Antonio Alatorre; publicó siete números de junio de 1945 a enero-
febrero de 1946. En el primero, Arreóla publicó dos “Fragmentos
de una novela” que no terminó nunca y que hasta ahora no han
sido recogidos; en el 3, “El converso”; y en el 6 un “Soneto” y “Carta
a un zapatero que compuso mal unos zapatos”. (Rulfo publicó
“Nos han dado la tierra” en el número 2, y “Macario” en el 6.)
Guadalajara ya le quedaba estrecha y el escritor se mudó
a México donde ingresó, por mediación de Alatorre al Fondo de
Cultura Económica, para trabajar, y a El Colegio de México, para
estudiar filología. (Allí reincidiría en las tareas editoriales: fundó
y dirigió la colección Los Presentes, editó Libros y Cuadernos del
Unicornio, la revista Mester y las ediciones del mismo nombre.)
Hace un cuarto de siglo que Juan José Arreóla ha dejado
la escritura, aunque no la palabra. Su presencia en numerosos
foros y en la televisión, para hablar en vivo, es una nota peculiar
de la cultura mexicana en este tiempo. Quizá sea cierto, como
dicen algunos, que su presencia repetida semanalmente, cuando
se ha hecho cargo de programas fijos, puede restarle capacidad
de sorpresa. También es verdad que, al través de este medio,
Arreóla ha llevado la fiesta de la palabra a un público muchísi
mo más amplio que el alcanzado por sus libros. ¡Qué fuerza de
contagio tiene verlo regodearse en público con palabras que le
llenan la boca y le abrillantan la mirada! En la televisión y en sus
numerosas apariciones en público, Arreóla le ha devuelto a la
palabra su antigua libertad, su antigua independencia del texto.
IV
“Quien llegue a saber —escribió Carballo— qué significa la
mujer a lo largo de la obra de Arreóla podrá decir quién es Juan
José Arreóla y qué significa su obra.” No hay ningún tema más
obsesivamente explorado por Arreóla que la mujer, el amor, la
rencorosa imposibilidad de la compañía.
Una constante en su obra es la imagen del parto —en
“Informe de Liberia” los niños se niegan a nacer—.
Arreóla se
siente expulsado; necesita ser depositado en la tierra y ve en el
amor un símbolo de ese regreso al seno de la gran madre.
Considera que al amar a una mujer nos insertamos en la tierra, y
que el deseo supremo, más allá del impulso de la vida, es el deseo
de desaparecer, de dejar de ser individuo, de regresar al todo
original.
No hay compañía posible. Esa radical amargura la ha
vertido contra la mujer, aunque al mismo tiempo reconoce que
siempre vuelve a venerarla de rodillas. Arreóla está convencido
de que la soledad radical brota de la separación primaria de ese
ser platónico que contenía, en una sola masa biológica, al
hombre y la mujer: “Padezco la nostalgia de esa separación y he
tratado de expresarla en textos que pueden ser erróneamente
interpretados como una crítica antifeminista. Desde la infancia
he sido un ser ávido que busca completarse en la mujer.” La
separación original ha intoxicado de rencor a uno y otro. Bioló
gicamente, dice Arreóla, la mujer lleva una carga mayor que el
hombre; el hombre parece haberse quedado con el espíritu, con
la materia que vuela.
En una serie de textos, recurrentemente, Arreóla examina
los diversos matices de la relación entre hombres y mujeres. En
“Teoría de Dulcinea”, el hombre rechaza a la mujer concreta, que
está a su alcance, por perseguir un ideal, y en “Dama de pensa
mientos” no hay sino el ideal, siempre más cómodo que una
mujer concreta. En “In memoriam”, el marido, derrotado por
su mujer, se refugia en el estudio de las relaciones sexuales al
través de la historia para protegerse de ella. En “Insectiada”, la
mujer devoradora, como la mantis religiosa, confirma que,
dice Arreóla, la actitud natural de toda mujer es absorber al
hombre. En “Luna de miel” y en “Interview”, la mujer es una
trampa; el hombre enamorado se diluye en ella. “El rinoceronte”
ilustra el caso de un hombre que aniquila totalmente a su mujer
y después sufre el aniquilamiento total a manos de otra mujer. En
“La mígala”, un hombre sufre de pánico porque ha soltado en su
casa una bestezuela amenazante.
“La vida privada”, “Pueblerina”, “El faro”, “Parábola
del trueque”, “Corrido” examinan las posibilidades del trián
gulo y las paradojas de la fidelidad, desde una especie de
tolerancia hacia el engaño, hasta ,el, rencor desbordado en
la violencia de los machetes y la sangre.
Más complejo es el
triángulo que plantea “Una mujer amaestrada”, donde un
triste saltimbanqui exhibe en la calle a una mujer, sujeta con
una cadena tan frágil que es virtualmente ilusoria, para que
realice ante el público, por unas monedas, suertes bastante
elementales. El narrador culmina la escena acompañando a
bailar a la mujer y cayendo de rodillas ante ella para poner
punto final a la función.
En una historia deliciosa que viene de la Edad Media, “La
canción de Peronelle”, Arreóla concluye una vez más que el amor
es un ideal del espíritu. Un poeta viejo y tuerto y una jovencita
enamorada de sus poesías van juntos en peregrinación, acompa
ñados poruña sirvienta, a la feria de San Dionisio. En el momento
de la despedida “Peronelle otorgó al poeta su más grande favor.
Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del
maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta
la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por
medio entre su beso.”
V
Arreóla, todos lo hemos escuchado, habla como escribe; no
distingue entre la imaginación y la realidad; se siente igualmente
agobiado por las pequeñeces y por los problemas metafísicos. En
vivo, como por escrito, Arreóla es el triunfo del verbo, de lo
preciso sobre lo confuso, de la forma sobre la materia. Un sol
cenital alumbra su voz.
Autodidacto de memoria prodigiosa e
imaginación febril, es ante todo un artista. De las muchas veces
que Arreóla ha hablado, hay dos especialmente memorables: la
entrevista que le hizo Emmanuel Carballo y que puede leerse en
Protagonistas de la literatura mexicana, y la serie de pláticas
que Fernando del Paso convirtió en el libro Memoria y olvido
(Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994).
Entresaco de estas fuentes, casi textualmente, algunos trozos que
dejo, por así decirlo, en voz del propio Arreóla.
* El arte de escribir consiste en violentar las
palabras, ponerlas en predicamento para que expre
sen más de lo que expresan. El arte literario se reduce
a la ordenación de las palabras. Las palabras bien
acomodadas producen una significación mayor de la
que tienen aisladamente. De allí que palabras vul
gares, desgastadas por el uso, vuelvan a relucir como
nuevas. Las palabras son inertes de por sí, y de pronto
la pasión las anima, las levanta, las incluye en el
arrebato del espíritu. El problema del arte consiste en
untar el espíritu en la materia; en tratar de detener el
espíritu en cualquier forma material.
* El poema, como la escultura y la pintura, son
imposibilidades absolutas. El gran artista comete
aproximaciones.
* Creo en la materia animada por el espíritu. He
llegado a creer que Dios se cumple en su creación.
No puedo pensar que Dios exista antes de la crea
ción. Dios es porque nosotros somos. El hombre es
capaz de intuir y concebir a Dios; es la criatura
indispensable.
* La frase bella brota de una instancia espiritual
inconsciente, y por ella aparece poblada. Tal ocurre
en la poesía: no sabemos cómo anida en cada estruc
tura armoniosa una entidad mágica y metafísica, y es
que esa estructura ha nacido como una tentativa
formal del espíritu.
El espíritu tiene una necesidad
inagotable de manifestarse y lo hace a veces emplean
do la razón, pero siempre en los casos verdaderos, a
pesar de la razón o haciendo caso omiso de ella.
* Para mí, toda belleza es formal. Lo que yo quiero
hacer es fijar mi percepción; mi más humilde y
profunda percepción del mundo externo, de los
demás y de mí mismo.
* Cuando soy barroco y elegante en el sentido
tradicional, lo soy desde un punto de vista irónico.
Detrás de esas bellezas ornamentales conscientes, se
puede ver la sorna agazapada. Aspiro al lenguaje
absoluto, al lenguaje puro que da un rendimiento
mayor que el lenguaje frondoso porque es fértil,
porque es puro tronco.
* Admiro a Ramón López Velarde, que fue un
revolucionario auténtico de la poesía. En mi obra se
nota el influjo de Amado Ñervo, Mariano SilvayAceves,
Julio Torri, Francisco Monterde, Ada Negri, Marcel
Schwob. Mis influencias más profundas, Rilke, Kafka,
Proust, las he vivido novsólo como mexicano, sino
como payo, como pueblerino mexicano. Viví literal
mente en una alacena de compotas. Procedo de una
raza de cocineras y de grandes asadores de carneros.
Soy un gran gozador de manjares; los quesos que más
me gustan son los cotijas, los tapalpas y los chiapas.
Soy un producto absolutamente mestizo.
* El arte es conocimiento y al esclarecerme a mí
mismo podré justificar a otros. Mi obra más importante
es la que no he escrito. En mi obra escrita hay una
especie de desencanto previo a la realización. Existe
una gran distancia entre lo que uno siente como
posibilidad y lo que uno obtiene como resultado.
* Ha habido personas que han sido famosas por
una capacidad verbal que ha perjudicado su obra.
Yo soy una de ellas. Uno de esos escritores que, por
tener el don de la palabra, estamos en una gravísima
desventaja: porque me ha sido dada la palabra, me
pierdo en palabras y no puedo hallar la palabra
que realmente me defina. En el fondo, no sé quién
soy. Me escondo tras una muralla de palabras. Me
oculto, como el calamar, en su mancha de tinta.
* No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero
he dedicado todas las horas posibles para amarla.
Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a
los que mediante la palabra han manifestado el espí
ritu, desde Isaías a Franz Kafka. Vivo rodeado por
sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño
de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la
nueva literatura mexicana: en ellos delego la tarea que
no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos
los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi
boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo
instante, a través de la zarza ardiendo.
F elipe G arrido