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miércoles, 29 de octubre de 2025

CARLOS FUENTES ¿HA MUERTO LA NOVELA?

 


¿Ha muerto la novela? Cuando yo empecé a publicar libros, en 1954, continuamente escuchaba unas ominosas palabras: «La novela ha muerto». Lamento, profecía o lápida, esta sentencia no era la más propicia para animar a un novelista en ciernes. Las razones que se nos daban a los escritores de mi generación eran, en primer lugar, que la novela, cuyo nombre proclama su función, ya no era, como en sus orígenes, la portadora de novedades. Lo que la novela decía —se nos dijo— era dicho ahora, de manera más veloz y más eficiente, y a un número inmensamente mayor de personas, por el cine, la televisión y el periodismo, o por la información histórica, psicológica, política y económica. Los antiguos territorios de la novela habían sido anexados por el universo de la comunicación inmediata. La imaginación del mundo ya no acompañaba al novelista. El entusiasmo, la curiosidad, tampoco. Hace un siglo y medio, una muchedumbre se reunía en los muelles de Nueva York esperando que llegara la última entrega de la novela de Dickens El almacén de las antigüedades. Todos querían saber si uno de sus personajes centrales, la empalagosa Little Nell, había muerto o no. En nuestro tiempo, las multitudes se han desesperado por saber quién disparó contra J. R., el villano de la serie de televisión norteamericana Dallas. Más cerca de casa: Simplemente Maria, Los ricos también lloran, o como escribe Luis Rafael Sánchez, «el país en vilo por las vicisitudes de Marisela y Jorge Boscán».George Orwell previó el uso de la información como tiranía. Aldous Huxley, mucho más ingenioso, anunció que la tiranía se impondría mediante el placer exacerbado de la diversión informativa sin límites. Pero en todo caso, la tiranía del placer, o la del dolor, llegarían sin letra: la era de Gutenberg había terminado. Sólo nos tocaba escoger una letra que, literalmente, con sangre entra, como en la pesadilla totalitaria de Franz Kafka, La colonia penal, o que, en vez de sangre, usa la burbuja del gas neón para proponernos, no la letra, sino lo que la letra anuncia: la diversión interminable como recompensa de lo que Baudrillard llama la explosión de la información junto con la implosión del significado.La proliferación misma de la información nos invita a pensar que estamos supremamente bien informados, sin necesidad de un esfuerzo añadido de nuestra parte. La información nos llega. No necesitamos buscarla. Mucho menos, crearla.Estos hechos no lograron, sin embargo, empañar la voluntad de escribir de mi generación. Más bien, nos obligaron a reflexionar que, si era cierto que nunca habíamos estado mejor informados, mejor comunicados o más instantáneamente relacionados, nunca, tampoco, nos habíamos sentido tan incompletos, tan apremiados, tan solos y, paradójicamente, más ayunos de información.Yo guardo, entre mis recuerdos familiares, el de mi padre y mi abuelo, en la primera década de este siglo, esperando, puntual e impacientemente, la llegada, cada mes, del paquebote francés al puerto de Veracruz. Con él llegaban las novedades informativas, las revistas ilustradas europeas, así como las últimas novelas de Thomas Hardy, Paul Bourget y Anatole France.No opino sobre los gustos literarios de mi abuelo. Simplemente hago notar el esfuerzo, la pausa impuesta, el afán de saber qué existía detrás de su impaciente ilusión mensual.Él tenía que esforzarse por establecer una comunicación informativa entre las lejanas metrópolis (entonces lejanas, entonces metrópolis) de la cultura occidental y la excéntrica cultura en formación de las antiguas colonias. Entiendo y admito esto. Pero no dejo de respetar el deseo que animaba a esa pareja que para siempre me habita, mi abuelo detenido en el muelle, protegido por su cannotier contra el sol jarocho, con un bastón en una mano y mi padre niño de la otra, esperando una información que no les caería del cielo.Hoy, en las rancherías del Estado de Veracruz abundan las antenas parabólicas que le ofrecen al más humilde ejidatario la libertad de escoger entre ochenta programas de televisión mundiales y un elenco femenino que va de la señora Thatcher a la Cicciolina. No voy a emplear este tiempo en discutir el bien o el mal que este hecho le reserva al cañero veracruzano, que a menudo tiene televisión pero no agua potable. Quiero, rápidamente, contrastar la facilidad y abundancia de la información y la miseria de la vida, con la abundante ignorancia que entre los países de la próspera y enlazada Comunidad Europea separa a las culturas: los ingleses desdeñan lo que se hace culturalmente en Francia, los franceses ignoran la cultura española, los españoles desconocen la cultura escandinava y los escandinavos poco saben del movimiento de la civilización italiana —salvo, quizá, el de la ya mentada pornodiputada—.Hay información, hay datos, hay tópicos, hay imágenes asociadas a la violencia o al placer, al terrorismo o a la vacación, e incluso al terrorismo de las vacaciones o a las vacaciones del terrorismo. En cambio, hay poca imaginación. Los datos y las imágenes se suceden, abundantes, repetitivos, sin estructura ni permanencia. Sin embargo, ¿qué es la imaginación sino la transformación de la experiencia en conocimiento? y ¿no requiere esa transformación un tiempo, una pausa y un deseo: el tiempo de la pausa y el deseo de mi abuelo y mi padre, tomados de la mano en el muelle de Veracruz, en el año de 1909, «cuando era Dios omnipotente, y el señor don Porfirio, Presidente?»

Bastaría esta divertida ubicación de nuestro pasado prerrevolucionario hecha por Renato Leduc, para recordarnos que siempre ha existido, por fortuna para todos, una cultura popular y comercial, y que los escritores, por serlo y para serlo, siempre se han sentido solos, incompletos, enajenados —Catulo como Proust—, seducidos y abandonados por el contacto directo con el público —Flaubert y James y sus incursiones en el teatro—, quebrantados por su aislamiento —Poe— o alegremente desafiantes de las fuerzas de la publicidad y el dinero —Balzac—.

Hay dos rasgos, sin embargo, que distinguen a nuestro tiempo. El primero ha sido el totalitarismo nugatorio de la ilusión mayor del Occidente ilustrado: el sueño del triunfo permanente de la civilización, la perfectibilidad ilimitada de los seres humanos y la marcha irrefrenable del progreso. Auschwitz y el Gulag mataron esa ilusión. Pero desplazaron la tiranía moderna de sus signos más obvios —Nuremberg, las suásticas, la dictadura del proletariado, el campo de concentración— a otros más sutiles.

El pensamiento posmodernista ha insistido en que la verdadera tiranía de nuestro tiempo es la alianza de la información y el poder, una alimentando la razón de ser del otro; ambos, simulacros —cito de vuelta a Baudrillard— en los que una circularidad masiva se instala, identificando al emisor con el receptor en una forma de comunicación irreversible, sin respuesta.

Lo que me importa señalar es que para muchos escritores de mi generación, enfrentados a esta constelación de hechos, unos más graves, otros más livianos, algunos consustanciales a la condición del escritor en sociedad, otros peligrosamente asociados a la violencia particular de nuestra época, el problema se desplazó de la pregunta «¿Ha muerto la novela?», a la pregunta «¿Qué puede decir la novela que no puede decirse de ninguna otra manera?».

Pues en toda circunstancia, por más que se diga, siempre es mucho más lo que no se dice. ¿Le toca al novelista decir lo que no dicen los medios de información? No es esta la fórmula adversaria que yo prefiero, pues a mí, ciertamente, no me anima ni el desprecio ni la aversión a los medios de información modernos, sino la preocupación acerca de su modo de empleo. Esto sí debe inquietarnos a todos y muy particularmente al escritor que vive en el tiempo lento, sedimentado, que la información feliz nos niega pero que la escritura y la lectura novelescas reclaman.

¿Puede la literatura oponerse, quizás a sabiendas de su fracaso, al proceso de des-historización y des-socialización del mundo en el que vivimos? ¿Vale la pena, por imposible que parezca, intentar múltiples proyectos de comunicación narrativa a fin de diseminar las excepciones a la tiranía circular y simulada de la información y el poder? ¿Puede la literatura contribuir, junto con los medios de información que pueden ser mejores y más libres, a un orden de socialización creciente, democrático, crítico, en el que la realidad de la cultura creada y portada por la sociedad determine la estructura de las instituciones que deberían estar al servicio de la sociedad y no al revés?

Tiempo. Tiempo y deseo. Pausa para transformar la información en experiencia y la experiencia en conocimiento. Tiempo para reparar el daño de la ambición, el uso cotidiano del poder, el olvido, el desdén. Tiempo para la imaginación. Tiempo para la vida y para la muerte. Antígona está sola, recuerda su hermana, María Zambrano. Necesita tiempo para vivir su muerte. Necesita tiempo para morir su vida.

Pues aunque no existiese una sola antena de televisión, un solo periódico, un solo historiador o un solo economista en el mundo, el autor de novelas continuaría enfrentándose al territorio de lo no-escrito, que siempre será, más allá de la abundancia o parquedad de la información cotidiana, infinitamente mayor que el territorio de lo escrito.

Lo sabía Tristram Shandy, cuyo problema era escribir diez veces más rápido de lo que había vivido y cien veces más rápido de lo que estaba viviendo a fin de admitir su vida en su obra: así, se condenaba a escribir como un esclavo y a dejar de vivir.

Pero lo sabe también cualquier ciudadano del mundo actual: Lo no dicho sobrepasa infinitamente a todo lo dicho o mal dicho en el discurso cotidiano de la información y de la política.

martes, 28 de octubre de 2025

📖 Josefina Vicens (1911–1988) EL LIBRO VACÍO PREMIO XAVIER VILLAURRUTIA


 

📖 Josefina Vicens (1911–1988), nacida en Tabasco, fue una escritora, periodista y guionista mexicana cuya obra breve pero intensa dejó una huella profunda en la literatura del siglo XX. Su novela más célebre, El libro vacío, publicada en 1958, es considerada una joya de la narrativa existencial mexicana.

🧠 ¿Qué es El libro vacío?

Una novela sobre la imposibilidad de escribir… y la imposibilidad de dejar de intentarlo.

  • Protagonista: José García, un contador gris que quiere escribir una gran obra pero se enfrenta al vacío de la página y de sí mismo.

  • Estructura: Dos libretas —una para apuntes dispersos, otra para la obra definitiva— que nunca se completan.

  • Tema central: La angustia del escritor, la banalidad de la vida cotidiana, el deseo de trascendencia y el fracaso como forma de existencia.

  • Estilo: Sencillo, introspectivo, con una voz narrativa que se convierte en espejo del lector.

🧩 ¿Por qué es tan poderosa?

  • Es una antinovela existencial, donde el acto de escribir se convierte en símbolo de resistencia y derrota.

  • Octavio Paz la elogió como “una novela magnífica, simple y concentrada, llena de secreta piedad”.

  • Vicens logra que el silencio, la frustración y la rutina se transformen en literatura.

  • El libro vacío de Josefina Vicens es una obra que ritualiza el fracaso creativo como emblema existencial. Aquí te presento un desglose técnico y simbólico que puede servirte para construir un crítico editorial del silencio o un emblema de la imposibilidad fértil:

    🧩 Estructura

    • Narrativa fragmentaria: La novela se construye a través de dos libretas: una para pensamientos dispersos, otra para la obra definitiva que nunca se escribe.

    • Monólogo interior: José García reflexiona sobre su vida, su deseo de escribir, y su incapacidad para hacerlo.

    • Ausencia de trama convencional: No hay acción externa significativa; el conflicto es interno, entre el deseo de escribir y el vacío que lo impide.

    • Tiempo narrativo estático: El tiempo se dilata, se repite, se suspende. La rutina se convierte en símbolo de parálisis.

    ✍️ Estilo

    • Sencillez radical: Lenguaje claro, sin ornamentos, que contrasta con la profundidad del conflicto existencial.

    • Economía expresiva: Cada frase está medida, como si el narrador temiera desperdiciar palabras.

    • Autoconciencia literaria: El texto reflexiona sobre sí mismo, sobre el acto de escribir, sobre la imposibilidad de narrar.

    Ritmo

    • Lento, introspectivo, obsesivo: El ritmo se adapta al estado mental del protagonista, con repeticiones, pausas, y silencios.

    • Ritmo del fracaso: Cada intento de avanzar se convierte en retroceso. El lector avanza hacia el centro del vacío.

    • Cadencia ritual: Como si cada página fuera una ceremonia de duelo por la palabra que no llega.

    En colaboración: Dr. Enrico Giovanni Pugliatti y J. Méndez-Limbrick.

miércoles, 22 de octubre de 2025

JUAN JOSÉ ARREOLA PROSA COMPLETA PRÓLOGO.

 


Prólogo I

 Apenas había alcanzado la medianía de su edad este siglo pródigo en tribulaciones, cuando dos nuevos cuentistas, jaliscienses ambos, se encaramaron, por decirlo así, de un solo libro, a la cima de la cucaña literaria —posición tan eminente como expuesta—. En 1953, Juan Rulfo publicó El llano en llamas; un año antes, Juan José Arreóla puso en circulación Confabularlo, que Varia invención había anticipado en 1949. Estos dos volúmenes cambiaron el curso de nuestras letras; uno y otro sirvieron para abanderar, sin culpa de los autores, dos conceptos diversos del arte de narrar. Sus apresura dos enemigos dijeron que las historias de Rulfo tenían el mérito de ocuparse de los asuntos de la tierra, y que sería fantástico que el autor aprendiera a escribir; de Arreóla aceptaron que sabía escribir, aunque lamentablemente, en su opinión, lo hacía pues to de espaldas a la realidad del país. La controversia veía en los temas de Rulfo su más alta virtud y en su aparente falta de cuidado el mayor de sus defectos; admiraba en Arreóla la fiesta del lengua je, y le reprochaba el gusto por la fantasía, lo que llamaba su extranjería y el exceso de estímulos literarios. En 1954, Emmanuel Carballo dejó zanjada la cuestión. En el número de marzo de ese año de Universidad de México, en un ensayo titulado “Arreóla y Rulfo cuentistas”, el crítico, jalisciense para variar, dejó en claro que Rulfo escribía mejor de lo que sus detractores creían, que Arreóla tenía bastante más qué ver con la realidad nacional de lo que se había supuesto, y que uno y otro confluían allí donde realmente importa, en la calidad de los textos. Sus libros eran piedra de escándalo, fe de aciertos, y marcaban por igual “un momento modificante en la historia de nuestras letras”. “Ahora veo —escribió Antonio Alatorre en su presentación a la revista Pan para la edición facsimilar que el Fondo de Cultura Económica hizo en 1985— que muy probablemente ese artículo me ayudó, sin darme cuenta, a ‘objetivar’ (a desubjetivizar) lo que desde 1945 sentí: que tan ‘auténtico’ es Arreóla como Rulfo; que tan limada prosa’ es la de Rulfo como la de Arreóla; que ‘El converso’ y ‘Nos han dado la tierra’ pertenecen a una sola estirpe: la de lo bien hecho.” Ahora, medio siglo después, el acierto de Carballo se ha vuelto una perogrullada. 

Rulfo y Arreóla se han afianzado, a la vista de propios y extraños, en el alto y arriesgado cabo que les corresponde —no poco mérito en un medio donde hay otros grandes cuentistas, como Revueltas, Onetti, Cortázar y Fuentes, por ejemplo—. Las mejores de sus obras se mantienen frescas y vigorosas, y continúan cautivando a los lectores. Algo los separa, sin embargo, y no con justicia. Rulfo ha sido mucho más leído y estudiado que Arreóla. A los ojos de esos extranjeros que no conocen Jalisco y creen indios a los personajes de Rulfo, su literatura tiene un aire exótico que le gana puntos en las univer sidades y en los congresos internacionales. Estoy seguro de que esta edición de la narrativa de Arreóla ayudará a corregir esa diferencia, contribuirá a que sus escritos sean más ampliamente conocidos y estudiados, y permi tirá que muchos nuevos lectores disfruten su deslumbrante malicia. II Malicia, dije, y ahora lo repito, porque las muchas virtudes de Arreóla están coronadas por el taimado arte de sacarle ventaja al lector; de administrar a voluntad lo que se dice y lo que se calla; de avanzar con el paso justo y la palabra precisa. Dueño del oficio, conocedor profundo de los mecanismos del cuento, Arreóla es un prodigio de economía, de no decir sino lo esencial. A Varia invención (1949) y Confabulario (1952) siguie ron, como obras de narrativa, Bestiario (1958), que incluye las series Cantos de mal dolor y Prosodia, La feria (1963) y Palíndroma (1971), que recoge las series Variaciones sintácticas y Doxografías. En esta edición aparece, además, un texto hasta ahora inédito, que relata un día de filmación en compañía de Alejandro Jodorowsky. Con la excepción de La feria, a la que volveré abajo, en los textos de estos libros Arreóla explora cuestiones éticas, problemas intelectuales, sofismas y ejemplos paradójicos, las perplejidades de un creyente de buena fe y las complejidades abisales de la convivencia. Aunque Arreóla llamó a su género —híbrido del poema en prosa, el cuento y el ensayo— “varia invención”, una amplia parte de lo que ha escrito cabe cómodamente en los límites de la fábula, si bien sus apólogos, mochos de moraleja, poco tienen que ver con la usual intención de adoctrinar al lector. 

 Como lo señalaron sus censores, a la menor provocación Arreóla está dispuesto a dejar ver en su prosa, como si fueran las veladuras de un cuadro minuciosamente trabajado, las huellas de las lecturas acumuladas, muchas veces estímulo para-sus obras. Sin embargo, junto con la experiencia de la lectura, que es parte de la vida, podemos descubrir los trazos, igualmente vigorosos, que dejan en la carne al espíritu los trances de estar vivo. Arreóla ha expresado, fragmentariamente, el drama que significa estar en el mundo; la complejidad misteriosa del ser. Un epígrafe de Pellicer no deja dudas sobre la proceden cia de “El prodigioso miligramo”; pero en la construcción de la historia advertimos al escritor dentro del hormiguero. La dedica toria del “Monólogo del insumiso” nos lleva frente a Manuel Acuña, pero ¿cómo distinguir al poeta coahuilense del narrador de Jalisco, que aprovecha la anécdota del otro para desnudarse? Lo mismo puede decirse de “Parturient montes”, “El lay de Aristóteles”, “In memoriam” y “Pablo”. Las Vidas imaginarias, de Marcel Schwob son la segura raíz de “Nabónides”, “Baltasar Gérard”, “Sinesio de Rodas” y “El condenado”, pero sería miope creer que la deuda es exclusivamente con el cuentista belga. En cada una de estas deliciosas biografías apócrifas hay carne y sangre de Arreóla, y cada una de ellas puede remitirse a las peripecias de su vida. En estas fuentes literarias, que van de la Antigüedad clásica y la Biblia a la Edad Media, al Renacimiento, a los cronistas de Indias, a Rilke, Papini, Baudelaire, a tratados de ciencias naturales y física atómica, se fundan los cargos de extranjería levantados contra Arreóla. Pero esto es una torpeza: Arreóla no necesita parecer mexicano. Su mexicanidad es una fatal manera de ser. Su mexicanidad no reside en los personajes ni en la anécdota, sino en la manera de sentir y de construir la narración. Arreóla es un maestro para administrar, a lo largo de los textos, la sorpresa, el misterio, el sentido del humor.

 Asimismo lo es para ir de lo creíble a lo increíble sin perder verosimilitud. Sus personajes van de ida y vuelta entre la realidad y lo fantástico sin pasar aduanas. Mediante la ironía —de lo tierno a lo brutal—, el absurdo dócil y la lógica, la mezcla de los datos documentados con la ficción, y una subversión constante de lo real tangible, en favor de una objetividad y un sentido común que descansan en el disparate, Arreóla ha creado un nuevo tipo de cuento, un mundo donde la palabra hace festiva y profundamente inútil el afán de distinguir entre la realidad positiva y los entes de la imaginación. Lo más importante, sin embargo, es que toda la pirotecnia verbal de Arreóla, la nutrida teoría de personajes y situaciones que nos presenta, constituyen un intento repetido y feliz de profundizar en su propio drama. La feria (1963), la única novela de Arreóla, cuenta la vida de Zapotlán el Grande, desde su fundación, con la llegada del conquistador Alonso de Ávalos y del primer fraile, Juan de Padilla, hasta el tiempo en que la obra fue escrita. La narración está compuesta por una larga serie de fragmentos de muy dispareja extensión, en boca de diversos narradores, que forman, en palabras de Saúl Yurkiévich, “una estructura calidoscópica”, en la que no se presenta a los personajes ni se sitúan los lugares ni el tiempo en que ocurren los hechos, a la manera de Rulfo en Pedro Páramo (1955), y de Cortázar en Rayuela, que apareció también en 1963. Dos temas le dan unidad: la feria anual en honor de San José, santo patrono de Zapotlán el Grande, y en un vasto pano rama histórico, el reiterado litigio por sus tierras que sostienen, desde el siglo xvi, los naturales de la región. Algunos de los fragmentos van configurando, por una adición a saltos que puede llegar a parecer casi aleatoria, las historias de unos cuantos de los treinta mil habitantes del pueblo, como la de Concha Fierro y su himen infranqueable; la del aprendiz de impresor, atormentado por el despertar del sexo; la de don Salva, el solterón dueño de la tienda de ropa, tímido enamorado de Chayo, una de sus dependientas; o la del presi dente del Ateneo pueblerino, don Alfonso. 

Otros son personajes colectivos, como los indios tlayacanques, que hablan siempre al unísono. Otros más, que corresponden a voces y situaciones anónimas, son como esos pedazos de diálogo y esos rostros que alcanzan a percibirse cuando uno pasa caminando por una plaza llena de gente. Todos juntos arman la historia del pueblo donde nació Arreóla. Una historia que incluye a seres de otros tiempos, que intervienen al conjuro del recuerdo y de la callada voz de los documentos. Esta percepción fragmentaria cumple admirable mente la intención de hacer de Zapotlán el Grande el personaje central de La feria. Por sus temas, sus hablas, su estilo, La feria resume la obra completa de Arreóla. Personajes y obsesiones de sus cuen tos reaparecen en la novela. Aquí Arreóla conjuga la nobleza de la adolescencia, constante motivo de nostalgia, y el mordaz escepticismo de la madurez. El buen oído, la gracia, la ternura, la elegancia, la inteligencia, la malicia del narrador resplandecen en La feria, teñidas por el amor al terruño, sin que eso mengüe su visión irónica. Por lo menos en cuatro textos anteriores Arreóla se había acercado a su pueblo: de manera fallida en “El cuervero”, que peca de fácil costumbrismo; de manera magistral en “Hizo el bien mientras vivió”, “Pueblerina” y “Corrido”. La feria desvela el afán de Arreóla por no dejar morir el mundo lingüístico de su infancia. Para componer la novela, pidió a muchos de sus paisanos que escribieran; se sirvió de cartas y de trozos del periódico local; de documentos antiguos, pasajes bíblicos y de los evangelios apócrifos. Con esto, Arreóla consi guió acumular una diversidad de tonos —macabros, festivos, bailables, sentimentales, poéticos— y dar una muestra de su virtuosismo para dominar diversas jergas. III En una entrevista sobresaliente, recogida en Protagonistas de la literatura mexicana (cuarta edición, Porrúa, México, 1994) Juan José Arreóla confió a Emmanuel Carballo que, “debajo del litera to aparente”, ha sido siempre “el payo jalisciense, el niño que fui y que pasó su vida en el campo viendo el desarrollo de las labores agrícolas y escuchando los dichos y las canciones de los campesinos, el niño afligido por el drama de la conciencia y del erotismo”. Esta dualidad encarnó en un cuento divertido y conmo vedor, “Tres días y un cenicero”, que forma parte de Palindroma. Muy pocos escritores, bajo cualquier cielo, han sido capaces de brindar la' clave de su vida en una alegoría tan eficaz. Un día que e^tá de cacería con unos amigos y parientes, cerca de Zapotlán, el narrador y protagonista entra a una laguna para cobrar una garza que mató su sobrino. Bajo el agua, siente con los pies “algo vivo, duro y rendido”, que resulta ser una escultura, griega en apariencia. Los cazadores la envuelven en unos petates y el narrador consigue llevarla bajo su cama, oculta a la codicia de los compañeros, al sentido común de la madre y a la lujuria del padre. ¿De dónde llegó la Venus de mármol? En un clima de fiebre, el narrador repasa las posibilidades y... 

No voy a revelar el resto de la historia porque el lector la encontrará unas páginas abajo y la delicia de leerla no merece ser estropeada con anticipaciones, pero sí quiero llamar la atención sobre la forma en que este relato resume el encuentro vitalicio del mucha cho de Zapotlán el Grande con la cultura clásica. Toda la vida cultural de Arreóla está puesta aquí en una clave transparente, transida de astucia, ternura y devoción. Para Juan José Arreóla, nacido en Zapotlán el Grande, Jalisco, el 21 de septiembre de 1918, la literatura fue una adqui sición infantil. Durante los únicos cuatro años que cursó de instrucción primaria tuvo la fortuna de tropezar con maestros que lo inclinaron a la literatura porque ellos la amaban. Tres caminos sirvieron a estos profesores admirables para cumplir su tarea de seducción: redactar composiciones, leer y aprender versos de memoria. Arreóla recuerda como el cimiento de su formación literaria “El Cristo de Temaca”, una poesía del padre Alfredo R. Placencia. 

Memorizó el poema antes de aprender a leer y de estar inscrito en la escuela, porque acompañaba a sus hermanos mayores. Lo aprendió sin comprenderlo, escuchando a los mu chachos de quinto año, que estaban repitiéndolo. Se sintió deslumbrado por la armonía de las palabras, por aquel lenguaje distinto al que oía en las calles. Un día, en su casa, arrebatado por el entusiasmo, se subió a una silla y comenzó a recitarlo. Desde entonces adquirió el amor por las palabras y la manía de memo- rizar los pasajes que le gustan. A los once o doce años, Arreóla comenzó a representar obras de teatro y a recitar. Una de sus tías declamaba en público. Cuando la edad comenzó a sitiarla, delegó en su sobrino la tarea de ir a las veladas literario-musicales, a las fiestas civiles y a las religiosas. Cuando tenía quince años, Arreóla pasó dos en Guadala- jara, donde adquirió su primer libro: el Gog, de Giovanni Papini, que para él es el más grande prosista italiano de este siglo y una de las más poderosas influencias en su prosa. En 1936, regresó a Zapotlán y por un tiempo trabajó como dependiente en tiendas de abarrotes y de ropa, papelerías, molinos de café, chocolaterías. Tras el mostra dor, comenzó a escribir, en el papel de envoltura, versos, nombres extraños y sus primeros “gérmenes imaginativos”. A fines de ese año, vendió una máquina de escribir Oliver, que le había regalado su padre, y una escopeta que había adquirido por su cuenta: le dieron 13 pesos por la escopeta y 18 por la máquina de escribir. Compró un boleto a México, y llegó con casi 13 pesos en la bolsa. En la capital, trató a varios escritores que lo aproximaron a la literatura por medio de su ejemplo: Usigli, Villaurrutia, José Luis Martínez, Alí Chumacero y algunos otros escritores. Su primer maestro de teatro, el que le enseñó definitivamente a decir versos y a leer en voz alta, fue Fernando Wagner. Entre otros grandes poetas, le reveló a Rilke. 

 En 1939 y 1940, metido en el teatro hasta el cuello, Arreóla escribió sus primeros textos realmente literarios: tres farsas en un acto: La sombra de la sombra, Rojo y negro, inspirada en Stendhal, y Tierras de Dios. Previamente a las farsas, incursionó en la poesía. A principios de 1940, tras un descalabro económico y una frustración sentimental, volvió a Zapotlán. Esta vez trabajó como maestro de secundaria, y se dedicó a leer con avidez. Escribió también su primer cuento, “Sueño de Navidad”, que se publicó en un periódico local, El Vigía, la Navidad de 1940. Tres años más tarde, en Guadalajara, en el primer número de Eos—julio de 1943— una revista editada por Arturo Rivas Sáiz y por Arreóla, éste publicó su primera obra maestra: “Hizo el bien mientras vivió”. Un texto redondo, de sobresaliente arquitectura, tono mesurado y excelente dibujo de personajes. Algunos críti cos han dicho que este cuento es cursi, y Arreóla lo ha repetido —“Es un relato de la vida provinciana que me salió del corazón. Está lleno de cursilería pueblerina. Fue un producto natural de mi nobleza dolescente, de mi creencia en la vida y el amor.”— Sin embargo, creo que el juicio es erróneo. Los protagonistas de esta historia ciertamente son cursis, pero la sobriedad del relato, su justa medida, la astucia para informar al lector de lo que va sucediendo, aunque los personajes no se atrevan a nombrarlo, le dan una profundidad que lo aparta de lo cursi. La cursilería, insisto, corresponde a los caracteres, no a la narración. Además de “Hizo el bien mientras vivió”, en tres de los cuatro números que Eos sobrevivió, Arreóla publicó dos reseñas —El gesticulador, de Rodolfo Usigli y El luto humano, de José Revueltas—, más unas décimas de las cuales transcribo aquí la última, por curiosidad: Gracias por esta ventura nacida de tu presencia, y gracias por la dolencia que tu falta me procura. Gracias en fin porque dura sobre mi ser tu substancia, gracias por esta fragancia que de tu vida se vierte; gracias en fin por la muerte que siento por tu distancia. En Guadalajara, Arreóla conoció al actor francés Louis Jouvet. Con su patrocinio viajó a París, en 1944, para estudiar arte dramático, y llegó a pisar el escenario de la Comedia Francesa. A su regreso, hubo otra revista tapatía, Pan, que fundó junto con Antonio Alatorre; publicó siete números de junio de 1945 a enero- febrero de 1946. En el primero, Arreóla publicó dos “Fragmentos de una novela” que no terminó nunca y que hasta ahora no han sido recogidos; en el 3, “El converso”; y en el 6 un “Soneto” y “Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos”. (Rulfo publicó “Nos han dado la tierra” en el número 2, y “Macario” en el 6.) Guadalajara ya le quedaba estrecha y el escritor se mudó a México donde ingresó, por mediación de Alatorre al Fondo de Cultura Económica, para trabajar, y a El Colegio de México, para estudiar filología. (Allí reincidiría en las tareas editoriales: fundó y dirigió la colección Los Presentes, editó Libros y Cuadernos del Unicornio, la revista Mester y las ediciones del mismo nombre.) Hace un cuarto de siglo que Juan José Arreóla ha dejado la escritura, aunque no la palabra. Su presencia en numerosos foros y en la televisión, para hablar en vivo, es una nota peculiar de la cultura mexicana en este tiempo. Quizá sea cierto, como dicen algunos, que su presencia repetida semanalmente, cuando se ha hecho cargo de programas fijos, puede restarle capacidad de sorpresa. También es verdad que, al través de este medio, Arreóla ha llevado la fiesta de la palabra a un público muchísi mo más amplio que el alcanzado por sus libros. ¡Qué fuerza de contagio tiene verlo regodearse en público con palabras que le llenan la boca y le abrillantan la mirada! En la televisión y en sus numerosas apariciones en público, Arreóla le ha devuelto a la palabra su antigua libertad, su antigua independencia del texto. IV “Quien llegue a saber —escribió Carballo— qué significa la mujer a lo largo de la obra de Arreóla podrá decir quién es Juan José Arreóla y qué significa su obra.” No hay ningún tema más obsesivamente explorado por Arreóla que la mujer, el amor, la rencorosa imposibilidad de la compañía. Una constante en su obra es la imagen del parto —en “Informe de Liberia” los niños se niegan a nacer—.

 Arreóla se siente expulsado; necesita ser depositado en la tierra y ve en el amor un símbolo de ese regreso al seno de la gran madre. Considera que al amar a una mujer nos insertamos en la tierra, y que el deseo supremo, más allá del impulso de la vida, es el deseo de desaparecer, de dejar de ser individuo, de regresar al todo original. No hay compañía posible. Esa radical amargura la ha vertido contra la mujer, aunque al mismo tiempo reconoce que siempre vuelve a venerarla de rodillas. Arreóla está convencido de que la soledad radical brota de la separación primaria de ese ser platónico que contenía, en una sola masa biológica, al hombre y la mujer: “Padezco la nostalgia de esa separación y he tratado de expresarla en textos que pueden ser erróneamente interpretados como una crítica antifeminista. Desde la infancia he sido un ser ávido que busca completarse en la mujer.” La separación original ha intoxicado de rencor a uno y otro. Bioló gicamente, dice Arreóla, la mujer lleva una carga mayor que el hombre; el hombre parece haberse quedado con el espíritu, con la materia que vuela. En una serie de textos, recurrentemente, Arreóla examina los diversos matices de la relación entre hombres y mujeres. En “Teoría de Dulcinea”, el hombre rechaza a la mujer concreta, que está a su alcance, por perseguir un ideal, y en “Dama de pensa mientos” no hay sino el ideal, siempre más cómodo que una mujer concreta. En “In memoriam”, el marido, derrotado por su mujer, se refugia en el estudio de las relaciones sexuales al través de la historia para protegerse de ella. En “Insectiada”, la mujer devoradora, como la mantis religiosa, confirma que, dice Arreóla, la actitud natural de toda mujer es absorber al hombre. En “Luna de miel” y en “Interview”, la mujer es una trampa; el hombre enamorado se diluye en ella. “El rinoceronte” ilustra el caso de un hombre que aniquila totalmente a su mujer y después sufre el aniquilamiento total a manos de otra mujer. En “La mígala”, un hombre sufre de pánico porque ha soltado en su casa una bestezuela amenazante. “La vida privada”, “Pueblerina”, “El faro”, “Parábola del trueque”, “Corrido” examinan las posibilidades del trián gulo y las paradojas de la fidelidad, desde una especie de tolerancia hacia el engaño, hasta ,el, rencor desbordado en la violencia de los machetes y la sangre. 

Más complejo es el triángulo que plantea “Una mujer amaestrada”, donde un triste saltimbanqui exhibe en la calle a una mujer, sujeta con una cadena tan frágil que es virtualmente ilusoria, para que realice ante el público, por unas monedas, suertes bastante elementales. El narrador culmina la escena acompañando a bailar a la mujer y cayendo de rodillas ante ella para poner punto final a la función. En una historia deliciosa que viene de la Edad Media, “La canción de Peronelle”, Arreóla concluye una vez más que el amor es un ideal del espíritu. Un poeta viejo y tuerto y una jovencita enamorada de sus poesías van juntos en peregrinación, acompa ñados poruña sirvienta, a la feria de San Dionisio. En el momento de la despedida “Peronelle otorgó al poeta su más grande favor. 

 Con la boca fragante, besó amorosa los labios marchitos del maestro. Y Guillermo de Machaut llevó sobre su corazón, hasta la muerte, la dorada hoja de avellano que Peronelle puso de por medio entre su beso.” V Arreóla, todos lo hemos escuchado, habla como escribe; no distingue entre la imaginación y la realidad; se siente igualmente agobiado por las pequeñeces y por los problemas metafísicos. En vivo, como por escrito, Arreóla es el triunfo del verbo, de lo preciso sobre lo confuso, de la forma sobre la materia. Un sol cenital alumbra su voz. 

Autodidacto de memoria prodigiosa e imaginación febril, es ante todo un artista. De las muchas veces que Arreóla ha hablado, hay dos especialmente memorables: la entrevista que le hizo Emmanuel Carballo y que puede leerse en Protagonistas de la literatura mexicana, y la serie de pláticas que Fernando del Paso convirtió en el libro Memoria y olvido (Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1994). Entresaco de estas fuentes, casi textualmente, algunos trozos que dejo, por así decirlo, en voz del propio Arreóla. * El arte de escribir consiste en violentar las palabras, ponerlas en predicamento para que expre sen más de lo que expresan. El arte literario se reduce a la ordenación de las palabras. Las palabras bien acomodadas producen una significación mayor de la que tienen aisladamente. De allí que palabras vul gares, desgastadas por el uso, vuelvan a relucir como nuevas. Las palabras son inertes de por sí, y de pronto la pasión las anima, las levanta, las incluye en el arrebato del espíritu. El problema del arte consiste en untar el espíritu en la materia; en tratar de detener el espíritu en cualquier forma material. * El poema, como la escultura y la pintura, son imposibilidades absolutas. El gran artista comete aproximaciones. * Creo en la materia animada por el espíritu. He llegado a creer que Dios se cumple en su creación. No puedo pensar que Dios exista antes de la crea ción. Dios es porque nosotros somos. El hombre es capaz de intuir y concebir a Dios; es la criatura indispensable. * La frase bella brota de una instancia espiritual inconsciente, y por ella aparece poblada. Tal ocurre en la poesía: no sabemos cómo anida en cada estruc tura armoniosa una entidad mágica y metafísica, y es que esa estructura ha nacido como una tentativa formal del espíritu. 

El espíritu tiene una necesidad inagotable de manifestarse y lo hace a veces emplean do la razón, pero siempre en los casos verdaderos, a pesar de la razón o haciendo caso omiso de ella. * Para mí, toda belleza es formal. Lo que yo quiero hacer es fijar mi percepción; mi más humilde y profunda percepción del mundo externo, de los demás y de mí mismo. * Cuando soy barroco y elegante en el sentido tradicional, lo soy desde un punto de vista irónico. Detrás de esas bellezas ornamentales conscientes, se puede ver la sorna agazapada. Aspiro al lenguaje absoluto, al lenguaje puro que da un rendimiento mayor que el lenguaje frondoso porque es fértil, porque es puro tronco. 

* Admiro a Ramón López Velarde, que fue un revolucionario auténtico de la poesía. En mi obra se nota el influjo de Amado Ñervo, Mariano SilvayAceves, Julio Torri, Francisco Monterde, Ada Negri, Marcel Schwob. Mis influencias más profundas, Rilke, Kafka, Proust, las he vivido novsólo como mexicano, sino como payo, como pueblerino mexicano. Viví literal mente en una alacena de compotas. Procedo de una raza de cocineras y de grandes asadores de carneros. Soy un gran gozador de manjares; los quesos que más me gustan son los cotijas, los tapalpas y los chiapas. Soy un producto absolutamente mestizo. * El arte es conocimiento y al esclarecerme a mí mismo podré justificar a otros. Mi obra más importante es la que no he escrito. En mi obra escrita hay una especie de desencanto previo a la realización. Existe una gran distancia entre lo que uno siente como posibilidad y lo que uno obtiene como resultado. * Ha habido personas que han sido famosas por una capacidad verbal que ha perjudicado su obra. Yo soy una de ellas. Uno de esos escritores que, por tener el don de la palabra, estamos en una gravísima desventaja: porque me ha sido dada la palabra, me pierdo en palabras y no puedo hallar la palabra que realmente me defina. En el fondo, no sé quién soy. Me escondo tras una muralla de palabras. Me oculto, como el calamar, en su mancha de tinta. * No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espí ritu, desde Isaías a Franz Kafka. Vivo rodeado por sombras clásicas y benévolas que protegen mi sueño de escritor. Pero también por los jóvenes que harán la nueva literatura mexicana: en ellos delego la tarea que no he podido realizar. Para facilitarla, les cuento todos los días lo que aprendí en las pocas horas en que mi boca estuvo gobernada por el otro. Lo que oí, un solo instante, a través de la zarza ardiendo. F elipe G arrido

martes, 22 de julio de 2025

CAMBIO DE PIEL CARLOS FUENTES FRAGMENTO LA MEJOR NOVELA DE 1967

 



🕯️ Obra seleccionadaCambio de piel — Carlos Fuentes Este texto ha sido distinguido por su capacidad de convocar al lector en un ritual de desmembramiento simbólico, donde el cuerpo, la memoria y la historia se entrelazan en un laberinto de identidad que desafía el juicio convencional. Su potencia atmosférica, ambigüedad moral y estructura ritual lo convierten en el elegido para ocupar el altar literario de 1967 en el blog.

FRAGMENTO

1

Una fiesta imposible

El narrador termina de narrar una noche de septiembre en La Coupole y decide emplear el apolillado recurso del epígrafe. Sentado en la mesa de al lado, Alain Jouffroy le tiende un ejemplar de Le temps d’un livre:

 

... comme si nous nous trouvions à la veille d’une improbable catastrophe ou au lendemain d’une impossible fête ...

 

Terminado, el libro empieza. Imposible fiesta. Y el Narrador, como el personaje del corrido, para empezar a cantar pide permiso primero.


Hoy, al entrar, sólo vieron calles estrechas y sudas y casas sin ventanas, de un piso, idénticas entre sí, pintadas de amarillo y azul, con los portones de madera astillada. Sí, sí, ya sé, hay una que otra casa elegante, con ventanas que dan a la calle, con esos detalles que tanto les gustan a los mexicanos: las rejas de hierro forjado, los toldos salientes y las azoteas acanaladas. ¿Dónde estarían sus moradores? Tú no los viste.

Él ve a cuatro macehuales que llegan a Tlaxcala sin bastimento, con la respuesta seca. Los caciques están enfermos y no pueden viajar a presentar sus ofrendas al Teúl. Los tlaxcaltecas fruncen el entrecejo y murmuran al oído del conquistador: los de Cholula se burlan del Señor Malinche. Los tlaxcaltecas murmuran al oído de Cortés: guárdate de Cholula y del poder de México. Le ofrecen diez mil hombres de guerra para ir a Cholula. El extremeño sonríe. Sólo precisa mil. Va en son de paz.

Pero alrededor de ellos, en estas calles polvosas, sólo pululaba una población miserable: mujeres de rostros oscuros, envueltas en rebozos, descalzas, embarazadas. Los vientres enormes y los perros callejeros eran los signos vivos de Cholula este domingo 11 de abril de 1965. Los perros sueltos que corrían en bandas, sin raza, escuálidos, amarillos, negros, desorientados, hambrientos, babeantes, que corrían por todas las calles, rascándose, sin rumbo, hurgando en las acequias que después de todo ni desperdicios tenían: estos perros con ojos que pertenecían a otros animales, estos perros de mirada oblicua, mirada roja y amarilla, ojos irritados y enfermos, estos perros que renqueaban penosamente, con una pata doblada y a veces con la pata amputada, estos perros adormilados, infestados de pulgas, con los hocicos blancos, estos perros cruzados con coyotes, de pelambre raída, con grandes manchas secas en la piel: esta jauría miserable que acompañaba, sin ningún propósito, el pulso lento de este pobre pueblo, el viejo panteón del mundo mexicano. Un pueblo miserable de perros roñosos y mujeres panzonas que ríen al contarse bromas y noticias secretas, en una voz inaudible, de inflexiones agudas, de sílabas copuladas. No se oye lo que dicen.

Las huestes españolas duermen junto al río. Los indios les hacen chozas y las vigilias se prolongan. Escuchas, corredores de campo, noche fría. En la noche llegan los emisarios de Cholula. Traen gallinas y pan de maíz. Cortés, con la camisa abierta al cuello y d pelo desarreglado, se sujeta el cinturón y ordena a sus lenguas agradecer las ofrendas de Cholula, colocadas alrededor del fuego de la choza del capitán. Jerónimo de Aguilar, botas cortas y pantalón de algodón. Marina, trenzas negras y mirada irónica.

¿No vieron hoy a sus hijos? Mujeres de frente estrecha y encías grandes y dientes pequeños, mujeres envejecidas prematuramente, peinadas con trenzas cortas y chongos secos, envueltas en los rebozos, barrigonas, con otro niño en los brazos, o tomado de la mano, o cargado sobre la espalda, o sostenido por el propio rebozo. Esos hombres con sombrero de paja tiesa y barnizada, camisas blancas, pantalones de dril, que pasaban lentamente sobre las bicicletas o caminaban con los manubrios entre las manos, esos jóvenes de un color chocolate parejo y cabello de cerdas tiesas, esos hombres gordos de bigotes ralos, botas de cuero gastado, camisas almidonadas, esos soldados con la pistola a la cintura, las gorras ladeadas, los rostros cortados por un navajazo, esas cicatrices lívidas en la mejilla, el cuello, la sien, esas nucas rapadas, esos palillos entre los dientes; reclinados contra las columnas del larguísimo portal de la gran plaza pobre y vacía.

Al amanecer, salen de la dudad. Desde lejos brillan las cuarenta mil casas blancas de la urbe religiosa. Recorren una tierra fértil, de labranza, en torno a la dudad torreada y llana. Desde el caballo, Hernán Cortés aprecia los baldíos y aguas donde se podría criar ganados pero mira también, a su alrededor, la multitud de mendigos que corren de casa en casa, de mercado en mercado, la muchedumbre descalza, cubierta de harapos, contrahecha, que extiende las manos, masca los elotes podridos, es seguida por la jauría de perros hambrientos, lisos, de ojos colorados, que los recibe al entrar a la ciudad de torres altas. Han dejado atrás los sembradíos de chile, maíz y legumbres, los magueyes. Cuatrocientas torres, adoratorios y pirámides del gran panteón. Desde las explanadas, las plazas y las torres truncas, se levanta el sonido de trompetas y atabales. Los caciques y sacerdotes los esperan, vestidos con las ropas ceremoniales. Algodón con hechura de marlotas. Braseros de copal con los que sahuman a Cortés, Alvarado y Olid. Pero dejan caer los braseros y agitan las insignias al percibir la presencia de los tlaxcaltecas. Los enemigos no pueden penetrar el recinto de Cholula. Cortés ordena a los tlaxcaltecas hacer sus ranchos fuera de la ciudad y entra con la guardia de cempoaltecas, la hueste española, y las piezas de artillería. Desde las azoteas, la población se asoma, en silencio, con espanto y alborozo, a ver los caballos, los monstruos rubios y alazanes, las piezas de fuego, las ballestas y cañones, las escopetas y los falconetes. Y los atabales chillan y rasgan el aire.

¿Para qué? ¿Para salir a ese jardín seco con una pérgola al centro donde una banda cacofónica tocaba interminablemente chachachás y, al descansar, era sustituida por los altoparlantes que alternaban los discos de twist con esa voz del locutor que los dedicaba a señoritas de la localidad? ¿Para ver esas horripilantes estatuas frente al portal? Hidalgo en bronce con el estandarte de la Guadalupe en la mano y ese letrerito. Recuerdo a los venideros. Y Juárez en baño de oro con esa cara solemne. Fue pastor, vidente, y redentor.

Cortés hace su discurso. No adoren ídolos. Abandonen los sacrificios. No coman carne de sus semejantes. Olviden la sodomía y demás torpedades. Y den su obediencia al rey de España, como ya lo han hecho otros caciques poderosos. Los de Cholula responden: No abandonaremos a nuestros dioses, aunque sí obedeceremos a vuestro rey. Los dignatarios sonríen entre sí. Conducen a los españoles a las grandes salas de aposento y durante dos días reina la paz. Pero al tercero ya es día sin comida. Los viejos sólo les llevan agua y leña. Se quejan y dicen que no hay maíz. Los indios se apartan de los españoles. Ríen y comentan en voz baja. Los caciques y los sacerdotes han desaparecido. El enviado de Moctezuma les dice: no lleguen a México. La ciudad silenciosa flota en rumores, gritos quedos y un lejano hedor de sangre. De noche, han sido sacrificados siete niños a Huitzilopochtli; han sido ofrecidos para propiciar la victoria. Cortés da la alerta y manda traer, a la fuerza, a dos sacerdotes del Cu mayor. Enfundados en sus ropas de algodón teñido de negro, los sacerdotes revelan a doña Marina los propósitos ocultos de Moctezuma y los cholultecas. Los españoles han de ser acapillados y se les dará guerra. Moctezuma ha enviado a los caciques de Cholula promesas, joyas, ropas, un alambor de oro y una orden para los sacerdotes: sacrificar a veinte españoles en la pirámide. Veinte mil guerreros aztecas están escondidos en los arcabuesos y barrancas cercanos, en las casas mismas de Cholula, con las armas listas. Han hecho mamparas en las azoteas y han cavado hoyos y albarradas en las calles para impedir la maniobra a los caballos de los teúles.

Hoy, al llegar, caminaron a lo largo del portal, bajo la arcada desteñida, verde, gris, amarillo pálidos, descascarados, entre los olores de la tienda de abarrotes, estropajo, jabón, queso añejo, y la ostionería que estaba al lado, donde el dueño había dispuesto dos mesas de aluminio y siete sillas de latón al aire libre, aunque nadie consumía las ostras sueltas que nadaban en grandes botellones de agua gris. Las oficinas ocupaban la parte central de la arcada. La Presidencia Municipal, la Tesorería, la Comandancia del Tercer Batallón. Los tinterillos vestidos de negro, los soldados de rostros fríamente sonrientes, lejanos, despreocupados. Un piso de mosaico rojo frente a la Comandancia de Policía. Escobas y cepillos, costales, hilos y cables, petates, chiquihuites en la jarciería de los Hermanos García, precavidos, con un rótulo sobre la entrada de su almacén: «Sin excepción de personas no quiero chismes».

Cortés toma consejo. Uno; se debe torcer el camino e irse por Huejotzingo a la Gran Tenochtitlán, que está a veinte leguas de distancia. Otro: debe hacerse la paz con los de Cholula y regresar a Tlaxcala. Este: no debe pasarse por alto esta traición, pues significaría invitar otras. Aquel: debe darse guerra a los cholultecas. El extremeño de quijadas duras decide: simularán liar el hato para abandonar Cholula. Pasan la noche armada, con los caballos ensillados y frenados. Las rondas y vigías se suceden. La noche de Cholula es callada y tensa. Las fogatas se apagan. Una vieja desdentada penetra en el aposento de los españoles y aparta a Marina. Le ofrece escapar con vida de la venganza de Moctezuma y, además, le promete a su hijo en matrimonio. Todo está preparado para dar muerte a los teúles. Marina agradece, pide a la vieja aguardar y llega hasta Cortés. Revela lo que sabe.

Caminaron sin hablar, cansados, contagiados por la vida muerta de este pueblo, acentuada por el intento falso de bullicio que venía del altoparlante con su twist repetido una y otra vez, en honor de la señorita Lucila Hernández, en honor de la simpática Dolores Padilla, en honor de la bella Iris Alonso; en la bicicletería del portal, tres jóvenes con el torso desnudo engrasaban, hacían girar las ruedas, canjeaban albures y sonreían idiotamente cuando pasaron Franz e Isabel, Javier y Elizabeth. Los olores del azufre emanaban de esos baños donde una mujer, en el umbral, mostraba sus caderas floreadas mientras azotaba con la palma abierta a un niño que se negaba a entrar y en el registro de electores un pintor pasaba la brocha sobre la fachada, borrando poco a poco la propaganda electoral antigua, la CROM con Adolfo López Mateos, y la reciente, la CROM con Gustavo Díaz Ordaz y el salón de billares “El 10 de Mayo” estaba vado, detrás de sus puertas de batientes, debajo de un aviso: “se prohíbe jugar a los menores de edad”, y un viejo con chaleco desabotonado y camisa a rayas sin cuello frotaba lentamente el gis sobre la punta del taco y bostezaba, mostrando los huecos negros de su dentadura y una mujer se mecía en un sillón de bejuco frente al consultorio médico que ocupaba la esquina y se anunciaba con letras plateadas sobre fondo negro, enfermedades de niños, de la piel y venéreo-sífilis, análisis de sangre, orina, esputo, materias fecales...

Los despiertan las risas de los indios. Con la aurora, todo Cholula ríe. Cortés se desplaza al Gran Cu con sus tenientes y parte de la artillería. Se enfrenta a los caciques y sacerdotes. Los reúne en el patio central del templo. Están listas las ollas con sal, chile y tomates: las ollas para los veinte españoles cuyo sacrificio ha ordenado el Emperador de la Silla de Oro, el Xocoyotzin. Cortés les habla desde su caballo y da la orden de soltar un escopetazo contra los dignatarios. Los caciques caen con el algodón manchado; la sangre se pierde en la pintura negra de los cuerpos y los trajes de los sacerdotes. Relinchan los caballos en las calles. Truenan las escopetas y ballestas. Las yeguas de juego y carrera; los alazanes tostados; los overos; los caballos zainos embisten contra los guerreros de Cholula y de México; los penachos surgen de las barrancas y el ruido ensordecedor de tambores, trompas, atabales, caracolas y silbos sale al encuentro del estruendo de la pólvora, las pelotas del cañón, los tiros de bronce, las ballestas armadas y sus nueces, cuerdas y avancuerdas: los tlaxcaltecas entran a Cholula, aullando, armados de rodelas, espadas montantes de dos manos y escudos acolchados de algodón: prenden fuego, raptan a las mujeres, las violan en las azoteas mientras en las calles se libra la lucha cuerpo a cuerpo, entre penachos de pluma y cascos de fierro, entre las flechas zumbonas y los arcos fatigados; la trenza de cuerpos oscuros y cuerpos blancos, los jubones y las pecheras de acero, las mantas de chinchilla rasgadas, las hondas y piedras, los falconetes y las ballestas tirando a terrero, los gritos, las trompetas, los silbos, el copal incendiado en los templos, las barricas de pulque rotas a hachazos y las calles empapadas de alcohol espeso y repugnante mezclado con la sangre, los costales de grano rasgados a espadazos y vaciados en los umbrales, el cazabe y el tocino en los hocicos de los perros rápidos y silenciosos, las varas tostadas clavadas en los pechos, las hondas y piedras silbando por el aire y, al fin, las divisas que caen, blancas y rojas, mientras los tlaxcaltecas corren por las calles con el oro, las mantas, el algodón y la sal, con los esclavos reunidos en muchedumbres desnudas y Cholula hiede, hiede a sangre nueva, a copal eterno, a tocino babeado, a pulque impregnado de tierra, a vísceras, a fuego. Cortés manda incendiar las torres y casas fuertes, los soldados vuelcan y destruyen los ídolos, se encala un humilladero donde poner la cruz, se libera a los destinados al sacrificio y las voces corren, después de cinco horas de lucha y tres mil muertos que yacen en las calles o se queman en los templos incendiados.

–Son adivinos. Los teúles adivinan las traiciones y se vengan. No hay poder contra ellos.

Se abre la ruta de la Gran Tenochtitlán y sobre las ruinas de Cholula se levantarán cuatrocientas iglesias: sobre los cimientos de los cúes arrasados, sobre las plataformas de las pirámides negras y frías en la aurora humeante del nuevo día.

Los vi cruzar la plaza hacia San Francisco, el convento, la iglesia, la fortaleza rodeada del muro almenado, antigua barrera de resistencia contra los ataques de indios, y entrar a la enorme explanada. Tú, Elizabeth, te hiciste la disimulada cuando pasaste junto a mí, pero tú, Isabel, te detuviste, nerviosa, y lo bueno es que nadie se fijó porque todos estaban admirando el espacio abierto, uniforme, apenas roto por tres fresnos, dos pinos y una cruz de piedra en el centro y al fondo el ángulo recto de la iglesia y la capilla. La iglesia tiene una arquería y una portería tapiadas, con más almenas en el remate de la portada, el frontispicio amarillo y los contrafuertes almenados, de piedra parda moteada de negro. Javier indicó hacia el ojo de buey de la fachada: los motivos de la escultura indígena –la sierpe, siempre, dos veces, habrás pensado, dragona– rodeaban, en piedra, la claraboya. Javier leyó la inscripción labrada sobre la puerta, encima de las urnas en relieve.

🗳️ Convocatoria a Votación del Consejo Editorial

El Consejo Editorial declara abierta la fase de votación para seleccionar la mejor obra de 1967 excluyendo, por voluntad ritual, Cien años de soledad. Esta convocatoria es tanto un acto de juicio como de celebración —cada voto contribuirá a delimitar un canon alternativo, un territorio donde las voces menos escuchadas puedan resonar.

Obras nominadas:

  1. Cambio de piel – Carlos Fuentes

  2. A ras de sueño – Mario Benedetti

  3. Anagnórisis – Tomás Segovia

  4. Celestino antes del alba – Reinaldo Arenas

  5. Blanco Spirituals – Félix Grande

Criterios de votación:

  • 🔮 Potencia ritual: ¿Qué obra invoca una atmósfera litúrgica, que trasciende su trama?

  • ⚖️ Ambigüedad moral: ¿Cuál deja al lector en juicio constante, entre la redención y la condena?

  • 🌫️ Memoria atmosférica: ¿Cuál construye un clima simbólico perdurable?

📜 FALLO DEL CONSEJO EDITORIAL Acta final de deliberación sobre la mejor obra de 1967

Con fecha ritual registrada —lunes, 21 de julio de 2025, a las 16:56 (hora de Cinco Esquinas, San José)— el Consejo Editorial, habiendo cumplido su deliberación simbólica, emite su fallo definitivo en torno a las obras analizadas durante el proceso de votación, excluyendo por disposición litúrgica la obra Cien años de soledad.

🕯️ Obra seleccionada: Cambio de piel — Carlos Fuentes Este texto ha sido distinguido por su capacidad de convocar al lector en un ritual de desmembramiento simbólico, donde el cuerpo, la memoria y la historia se entrelazan en un laberinto de identidad que desafía el juicio convencional. Su potencia atmosférica, ambigüedad moral y estructura ritual lo convierten en el elegido para ocupar el altar literario de 1967 en el blog.

Criterios valorados:

  • 🔮 Potencia ritual: Convocación del lector como partícipe activo de la transfiguración narrativa.

  • ⚖️ Ambigüedad moral: Constante tensión entre redención y condena, sin ofrecer resolución fácil.

  • 🌫️ Memoria atmosférica: Clima simbólico persistente, nutrido por la densidad metafórica y política.




viernes, 4 de julio de 2025

JOSÉ EMILIO PACHECO EL PARQUE HONDO CUENTO COMPLETO

 




A Carlos Fuentes

A Elena Poniatowska


EL PARQUE HONDO


Todas las tardes, cuando salía de la escuela, Arturo miraba la gran extensión verde situada abajo de la calle. Pero esa vez fue hasta el estanque de aguas inmóviles. Al ver que oscurecía entre los árboles, tuvo miedo y se alejó casi huyendo del parque hondo.

—Si no te gusta no lo comas. Pero te prohíbo que en la noche saques cosas del refrigerador. —La tía Florencia retiró el plato de albóndigas con arroz. Arturo dio algunos sorbos a la leche tibia y juntó las migajas que salpicaban el mantel.

Iba a cumplir nueve años. El mundo se reducía a Florencia, la casa de un piso, la gata que no se dejaba tocar, la primaria «Juan A. Mateos» y Rafael, su condiscípulo, su amigo, el que lo acompañaba en las funciones de cine y la pesca furtiva en el estanque del parque hondo.

Meses atrás Arturo llevó a casa un sapito envuelto en un pañuelo húmedo. Florencia le pegó en las manos y arrojó el sapo al calentador en que ardían leños y periódicos viejos. Después Arturo compró un ratón blanco. Florencia no le dijo nada. Se limitó a sonreír y a regocijarse cuando la gata saltó sobre él y lo mató sin que Arturo pudiera arrebatárselo.

Volvió a la sala, tomó el cuaderno de aritmética y se puso a resolver los quebrados. Al terminar dejó su lápiz junto al retrato del hombre que cada mes lo visitaba y le daba algo de dinero. Arturo nunca quiso llamarlo «papá» como a él le hubiera gustado.

Una noche se enteró de todo. Estaba a punto de dormirse cuando llegó hasta él la voz de su tía. Florencia, en la sala, echaba la baraja ante una de sus clientas.

—Hace siete años que ella no lo ve. Desde luego, lo intenta pero no la dejamos. Arturo cree que su mamá se fue al cielo y que su papá lo visita sólo de cuando en cuando porque es piloto aviador y siempre anda de viaje. A los niños no se les puede contar la verdad. Ricardo tiene una nueva familia y lo anterior, gracias a Dios, quedó borrado. El chico no es mayor problema. Vive conmigo desde que su madre lo abandonó y, ya ve usted, lo estoy educando como formé a mi hermano. Lo terrible, señora, es que el dinero ya no alcanza para nada. No puedo exigirle más a Ricardo porque él tiene muchos gastos con su esposa y sus niñas. Me veo obligada a buscar por todas partes. Desde los quince años he trabajado de sol a sol. Ésa fue mi cruz. Primero por mi hermano y ahora por mi sobrino. Para mí no hubo novios ni fiestas ni diversiones. No me quejo. Nuestro Señor sabe lo que hace. Mi única compañía es mi gatita, porque Arturo es un ingrato y ni siquiera me dirige la palabra... Ay, señora, perdone. Usted con sus problemas y yo dándole lata con los míos. No me haga caso, por favor... Baraje siete veces. Pártame en dos las cartas y luego tóquelas.

Florencia entró en el cuarto de Arturo. Llevaba en brazos a la gata:

—¿Dijiste ya tus oraciones? Híncate. Anda, vamos los dos.

Se arrodillaron al lado de la cama. La gata saltó y se acomodó entre las almohadas. Al terminar Florencia la recobró, besó al niño en la frente y salió de la habitación. Arturo temió que los pelos grises, brillantes en la blancura de la sábana, entraran en su boca y se abrieran camino hasta los pulmones. Es horrible la gata. No sé cómo la quiere tía Florencia.

—¿La envenenaste? —preguntó Rafael.

—No, cómo crees. Sola se puso mal. No quiere comer y chilla todo el tiempo. La vieja cree que los vecinos de enfrente le dieron matarratas.

Sentados en el parque miraban las frondas agitadas por el viento. Con un lápiz sin punta Arturo trazaba signos en la tierra.

—Mira, un trébol de cuatro hojas —gritó Rafael.

—No: tiene cinco. Fíjate bien.

—Lástima, parecía de buena suerte.

—Oye, completé mi álbum de toreros. Ven a la casa para que te lo enseñe.

—Se enoja tu tía.

—Ni se da cuenta: está muy triste por lo de la gata.

Desde la esquina vieron acercarse a Florencia. No contestó el saludo de Rafael. Miró de frente a Arturo y dijo:

—La gatita ya no tiene remedio. No quiero que siga sufriendo. Tienes que llevarla al veterinario. Aquí está la dirección del consultorio. Queda muy cerca. Di que vas de mi parte y entrega al animalito junto con estos billetes. No veas cómo la inyectan.

—¿Qué hago con el cadáver?

—Ellos se encargarán de incinerarlo.

Entraron en la casa. La gata estaba inmóvil en el sofá. Arturo comprobó que aún respiraba. Florencia la besó, la acarició y la cubrió de lágrimas. Incómoda ante la presencia de Rafael, se sintió obligada a explicar:

—No saben lo que siento. Me ha acompañado por más de diez años. No volverá a haber otra igual.

La acomodó entre algodones en una bolsa de henequén. Salieron a la calle. Florencia se quedó a las puertas de la casa y siguió llorando mientras los niños se perdían de vista.

—¿Cuánto traes? —preguntó Rafael.

Arturo le mostró los billetes.

—¿Todo eso te dio? ¿Tanto cobran por matar a una gata?

—Es la tarifa del veterinario.

—¿Sabes qué se me ocurre?: dejarla en el parque y quedarnos con el dinero.

—Jamás. ¿Te imaginas si revive y si vuelve? Mi tía me mata, de verdad me asesina. La gata ha estado perdida muchas veces y siempre regresa. A lo mejor lo hace de nuevo.

—Pero si ya se está muriendo. ¿No la ves? Haremos una obra de caridad al rematarla.

—Me da miedo. Si mi tía se da cuenta...

—No lo sabrá nunca. Imagínate lo que podemos hacer con ese dinero: ir al cine, a remar en Chapultepec, comprar toda clase de dulces y de refrescos. En fin...

Arturo palpó el cuerpo bajo la bolsa de henequén. ¿Estará muerta? Es mala. Florencia la quiere más que a mí.

—No, no me atrevo. Te juro que me da lástima la gata.

—De todos modos se va a morir, ¿no? Deja la bolsa enmedio de la calle. Con tantos coches ni quién se entere.

—Pero sufriría mucho. Un día me tocó ver a un perro...

—Tienes razón. Busquemos otra forma.

—¿Dársela a alguien?

—¿Estás loco?... Ya sé: la echamos al agua.

—No seas tonto: los gatos saben nadar.

—Mira, vamos al parque. A estas horas no hay nadie.

En el parque desierto el olor del estanque se difundía entre los árboles. Rafael saltó para alcanzar las ramas bajas y luego imitó una cabalgata. Dijo:

—Oye, ¿por qué no la ahorcamos?

—Sufriría mucho —repitió Arturo. La gata se revolvió en el interior de su prisión. No debo tener miedo. Mejor acabar con ella de una vez.

—Cuidado; no abras la bolsa: puede escaparse.

—No. ¿Te imaginas? Mi tía es capaz de todo si sabe que la desobedecimos y nos robamos el dinero.

Arturo se estremeció de frío y chasqueó los dedos. La noche estaba a punto de caer. Rafael descubrió un trozo de concreto perdido entre las hierbas, parte de algún proyecto abandonado. Se acercó a él y logró levantarlo.

—Ya estuvo: sosténme a la gata y yo le aviento esta piedrota.

—¿No hay otro remedio?

—Haz lo que te digo.

Arturo sacó a la gata inerte y la alzó por el vientre.

—Apúrate. Esto pesa muchísimo. Tengo que acertarle en la cabeza.

—Ahora. No me vayas a dar.

Rafael mantuvo en vilo el trozo de concreto:

—Cuento hasta tres y se lo tiro. Ahí va: uno, dos...

La gata intuyó el peligro y volvió a ser flexible. Se arrancó de las manos de Arturo, saltó, cayó ilesa varios metros adelante y corrió a perderse en un matorral.

—No la agarraste bien. Qué bruto eres.

—No pude. Se me zafó quién sabe cómo.

Arturo quedó inmóvil. Un minuto después urgió:

—Está viva. Hay que buscarla. Regresará. Mi tía Florencia nos va a asesinar.

—Ahora sí la fregamos. Llámala a ver si viene.

—Sí, cómo no. Los gatos son inteligentísimos. Ya la oigo diciéndonos: «Aquí estoy a sus órdenes. Mátenme por favor y gástense el dinero». Además a mí nunca me obedeció.

Durante mucho tiempo buscaron, llamaron, abrieron la maleza, observaron las ramas de los árboles, rastrearon cada sitio del parque entre el rumor de grillos, ranas, pájaros: todos los seres de la noche que ocultaba a la gata. Cansado y temeroso, Arturo se despidió de Rafael. Regresó con el terror de hallarla en el sofá. Pero en la sala nada más estaba Florencia. Jugaba con las cartas y no había dejado de llorar.

—Perdón por la tardanza. Había mucha gente en el consultorio y tuve que esperar el último turno.

—¿La entregaste en manos del doctor?

—Sí. Me dijo que no habría ningún problema.

—Te veo muy mal... Lo entiendo, claro. Debí haber ido yo misma... ¿Quieres merendar?

—No, gracias. Voy a acostarme.

—No sabes cómo extraño a la gatita. Mañana a primera hora iré por sus cenizas. Mientras yo viva me acompañará en esta casa.

El alba lo encontró insomne entre las sábanas revueltas. No quiero imaginarme qué va a pasar cuando Florencia se entere de que no llegamos al consultorio. No creerá nunca que la gata escapó. Dirá: «Tú siempre la odiaste. Fue tu venganza. No te perdonaré nunca. Ese niño es malo. Él te aconsejó. Ustedes la mataron para hacerme daño y robarme el dinero. Maldito, hijo de tu madre tenías que ser. Ahora verás quién soy yo. Acabo de hablar con mi hermano y te vas derechito al reformatorio, a pudrirte con ladrones y asesinos de tu calaña». No, él me defenderá. O quién sabe: nunca he sido cariñoso ni le agradezco sus regalos. Por culpa de Rafael estoy en un lío del que nadie me sacará.

Ahora su única esperanza era el regreso de la gata. En el ruido más leve creía escuchar sus pasos. Mira, tía, te juro por Dios Santo que no nos atrevimos a llevarla para que la mataran. Revivió y por eso la dejamos libre en el parque. Comprende, tía Florencia, yo también quiero mucho a la gatita.

No pudo más. Se levantó, sacó los billetes que había ocultado en el clóset, los rompió y los echó por la ventana. El viento dispersó los trozos de papel. Tal vez lo mejor será huir y no volver nunca. Pero ¿adónde iré si no sé hacer nada y ni siquiera conozco bien la ciudad?

Florencia escuchó ruidos y abrió los ojos. En vano buscó a su lado el cuerpo que pulían sus caricias. Lentas, inútiles caricias con que Florencia se gastaba, se iba olvidando de los días.

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