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jueves, 7 de noviembre de 2024

CIORAN EMIL SOLEDAD Y DESTINO 1931.1944 FRAGMENTO




 ¿Soy yo? ¿No soy yo? Quedo perplejo ante los años, los acontecimientos y tantas palabras con o sin

sentido. ¿Cómo no sentirme contaminado por un inagotable orgullo, por la fe en mí mismo y la

victoria sobre el miedo al ridículo? Lo cierto es que creía en mí, me había arrogado un destino, y mi

tensión interior se nutría de un torbellino refinado y salvaje a la vez. Mi secreto era simple: no tenía

sentido de la mesura. He aquí, en el fondo, la clave de toda vitalidad.

EMIL CIORAN

París, 16 de julio de 1990

LA VOLUNTAD DE CREER

Las grandes ilusiones que acompañaban al movimiento religioso

contemporáneo han desaparecido en gran parte. No porque este movimiento

sea completamente artificial y surgiera artificialmente, sino porque sus

determinantes —más bien formales— han destruido la fe en la sinceridad

de la vivencia religiosa.

¿Qué sentido puede tener este movimiento para la cultura contemporánea?

Puede significar un agotamiento interior del fondo productivo de esta

última o bien una ruptura con sus presupuestos. En uno u otro caso, los

hechos son significativos en cuanto a la estructura, constitución y

posibilidades íntimas de esta cultura. El agotamiento de la cultura moderna

es un hecho harto evidente para quienes comprenden el proceso interior de

las culturas, proceso que conocemos por el carácter simbólico de los valores

que éstas producen.

La imposibilidad de producir nuevos valores, de crear de manera libre y

espontánea, la orientación hacia el perspectivismo histórico y el

eclecticismo son síntomas que nos descubren el momento final en la vida de

una cultura. La orientación religiosa en una cultura poco religiosa

manifiesta su decadencia, su aproximación a la muerte, una ruptura del

equilibrio interno, o, como decía más arriba, una ruptura con sus

presupuestos.

La cultura moderna, individualista y racionalista, está desprovista de lo

que constituye la eminencia de la sensibilidad religiosa: el espíritu

contemplativo. De esta falta de espíritu contemplativo, de la falta de

orientación hacia lo esencial, deriva igualmente la ausencia total de sentido

de la eternidad. El hombre moderno, eminentemente activo y optimista, está

integrado en el devenir, lo vive efectivamente, y por eso, probablemente, no

medita sobre él. Resulta, en todo caso, muy significativo el hecho de que en

la filosofía moderna sólo Hegel mostrase una comprensión profunda hacia

el devenir. De ahí también su especial admiración por Heráclito.

La religión, en la cultura moderna, ha sido adaptada y transfigurada de tal

forma que ha perdido su carácter específico. Así, el movimiento religioso

contemporáneo no representa un modo de vivencia orgánica, sino el

resultado de la imposibilidad de producir nuevos valores en el seno de la

cultura moderna, imposibilidad manifiesta en la orientación hacia los

valores religiosos, no porque éstos pudieran ser creados o vividos, sino

porque constituirían una región, una esfera hacia la que tendemos. La

imposibilidad de crear, de producir, ha de determinar necesariamente un

cambio de orientación. Este cambio no se realiza seguramente de manera

artificial, pero tampoco de un modo orgánico-formal.

En otras palabras, no cambia el fondo de vida, el contenido interior

propiamente dicho, sino la dirección, las tendencias generales y las

aspiraciones, lo que constituye el carácter formal y general de la vida

espiritual. El movimiento religioso contemporáneo no parte de un fondo

vital orgánico e irracional, pero tampoco es artificial, sino la expresión de

una voluntad de creer, de naturaleza formal. Esta voluntad de creer es

específica y constitutiva de los intelectuales contemporáneos orientados

hacia la religión. Hay aquí un deseo de absoluto, un deseo de abrirse a lo

ilimitado, de romper el opresivo orden de unas formas de vida estrechas, de

superar lo relativo y lo histórico.

El movimiento religioso, tal como se ha presentado en los dos últimos

decenios, está caracterizado por una reacción ante las categorías de

comprensión de la vida que la cultura moderna ha producido en su íntegro

proceso de formación. Para que esta reacción asuma la significación de una

etapa importante, debería partir de una estructura de vida irracional y

representar una fórmula orgánica. Pero precisamente esto es lo que le falta.

La voluntad de creer significa, de hecho, una separación entre los valores

y sus creadores, una escisión entre elementos que deberían estar

originariamente unificados. Los creadores de valores tienen, aquí, una

perspectiva de los mismos, pero no los viven. La voluntad de creer es la

expresión de esta orientación perspectivista, de ningún modo creadora. El

movimiento religioso contemporáneo es un intento de ruptura con una

cultura moderna que se agota, que no constituye un principio de vida

(precisamente porque, en lugar de generar valores nuevos, se orienta hacia

valores religiosos como hacia algo externo). Este carácter de exterioridad y

trascendencia de los valores hacia los que se encamina la voluntad de creer

de la conciencia contemporánea explica, para aquellos familiarizados con la

teoría de la cultura o con la axiología, la esterilidad de este movimiento. Las

ilusiones extraordinarias que lo han acompañado encuentran su justificación

en la ausencia de perspectiva de los entusiastas, que, fascinados por la

atmósfera excesivamente ruidosa en la que se ha generado, no han logrado

alcanzar una justa apreciación del mismo. Sólo la comprensión del proceso

total de una cultura puede iluminar el sentido de sus momentos

individuales.

EL INTELECTUAL RUMANO

I

Estas líneas, en las que intentaré esbozar la fisonomía espiritual del

intelectual rumano, significarán, para algunos, la destrucción de muchas de

las ilusiones en las que se complace el entusiasmo fácil e infudamentado de

nuestro público. Hay que destruir todas las ilusiones y esperanzas que no

reposan sobre datos reales. La ilusión trastoca la óptica real e intenta

sustituir la observación objetiva por un mundo cuya validez es subjetiva, ya

que parte de las exigencias de nuestra conciencia, y no de nuestra

adaptación a las realidades concretas. De ahí que mi planteamiento no

asuma ningún presupuesto referido a nuestra dignidad nacional, a nuestro

orgullo étnico. Lo que aquí propongo es un bosquejo sumario, indicaciones

generales a las que cualquiera sabrá encontrar ilustración en la vida

cotidiana si dispone de coraje y objetividad. Para la mayoría, sin embargo,

resulta imposible renunciar a unas ilusiones y a unos prejuicios que —como

ocurre al menos en nuestro país— le fueron inculcados desde la escuela, en

la que no se cultiva de manera alguna la libertad de espíritu ni la

independencia personal. Criados en un medio semejante, ¿quién osaría

mirar las realidades de frente? Muy pocos. Pues aunque todos nos jactamos

de nuestro espíritu crítico, de nuestra independencia intelectual, muy pocos

conseguimos librarnos de los viejos moldes vitales que nublan nuestra

conciencia. Nuestro individualismo no es individualismo propiamente

dicho, sino una atomización de las conciencias individuales. El verdadero

individualismo supone un estilo de vida interior profunda del que somos

incapaces. Que esto es un mal, nadie lo discute, pero que sea una realidad

que ninguna medida artificial, que ningún esfuerzo nacional puede corregir,

es un hecho que pocos estarían dispuestos a aceptar. Y esto en razón de ese

resto de ilusión del que hablaba, en virtud de una comprensión de la

necesidad, de la lógica interna de las cosas que pueden ser constatadas, pero

no corregidas.

El verdadero intelectual es un hombre que se debate, que sufre, que ha

renunciado definitivamente a la tranquilidad de una existencia burguesa. La

vida burguesa es una vida sin conflictos interiores, una vida uniforme, sin

perspectivas. En ella el intelectual es una caricatura. Lo que debe

caracterizar al intelectual es el temor al equilibrio, a la tranquilidad, el

miedo a entrar en formas y moldes inamovibles, que constituyen una

muerte prematura.

El deseo de todo hombre de vida interior es que la muerte lo encuentre

vivo, no medio muerto. Aquellos que no tienen ya nada que decir, que no

pueden rebasar las formas en las que han entrado, que se suiciden.

La base de la vida interior comporta una tragedia dolorosísima, que

consiste en el antagonismo entre las tendencias a enquistarse, a realizar y

cumplir un destino interior, que es igual a la muerte, y las aspiraciones del

hombre a renovar permanentemente el contenido de su vida espiritual, a

mantenerse en una continua fluidez, a rehuir la muerte. Esta tragedia

inherente a la vida interior ha de constituir la base explicativa de toda su

problemática.

El intelectual rumano se caracteriza por la ausencia de una vida interior

profunda, por la carencia de un estilo interior. Los conflictos interiores son

inexistentes, o, si los hay, se resuelven tan fácilmente que se anulan y

pierden, por esa facilidad, su carácter trágico y doloroso. Quisiera ver a

alguno de estos intelectuales, no importa cuál, preso de un arrebato. Ningún

gesto de indignación, ningún intento de romper la monotonía de la vida, ni

una sola página de sinceridad profunda, en la que el hombre se enfrenta a sí

mismo. Es éste un signo de deficiencia de la vida interior, una falta de

inquietud profunda; y esta falta de vida interior encuentra su más evidente

expresión en el hecho de que casi ninguno de nuestros intelectuales se

atreva a considerar las cosas con independencia, tal como ante él se

presentan, y se preocupe tan sólo de lo que han dicho al respecto los

«otros». He aquí la razón de que en Rumanía no se publiquen sino libros de

interpretación, o mejor dicho, de compilación. Es de seguro una gran ironía

de la vida morir con la conciencia de no haber pensado nunca nada por ti

mismo, de haberte complacido en resumir prosaicamente lo que han dicho

los demás.

Un profesor de Bucarest se preguntaba un día: ¿dónde están los que desde

hace 50 años van al extranjero a estudiar filosofía, por ejemplo?

He aquí la explicación a esta circunstancia: carecemos de esa energía

interior sin la cual no puede crearse nada original y cuya ausencia explica

por qué el intelectual rumano se contenta sólo con exponer las ideas ajenas.

La falta de esta energía interior, que no podemos producir artificialmente,

por ser el resultado de un dinamismo interno en la vida de las culturas, que

constituye el presupuesto originario de todo proceso de creación, nos lleva a

una lamentable conclusión, que debemos confesar, aunque nadie la

comparta: en materia de cultura estamos obligados a simples compromisos.

II

La afirmación de que nosotros no crearemos nunca una cultura original

cuyos valores reciban unidad orgánica de su vínculo con los presupuestos y

elementos esenciales que constituyen el cimiento de toda cultura

preeminente parecerá a muchos atrevida, por concernir a aspectos del futuro

sobre los cuales no pueden hacerse sino consideraciones problemáticas. En

este caso, tal reserva no se justifica, pues el destino de una cultura no es

igual al de un individuo, que es más flexible y susceptible de múltiples

posibilidades de transformación, cosa que no ocurre en el caso de la cultura,

cuya evolución se realiza siempre necesariamente, según una constitución

interior inmodificable.

La unidad interior caracteriza a las grandes culturas, a las culturas

originales; en base a esta unidad podemos sospechar sus futuras

posibilidades. En las culturas menores, resultantes de una combinación de

elementos heterogéneos, las consideraciones sobre el futuro no tienen una

justificación tan evidente como en el caso de las grandes culturas; lo cual no

significa que debamos renunciar a este tipo de consideraciones.

Seguramente no podemos afirmar que nuestros intelectuales no crearán

valores, pero sí que éstos no se elevarán jamás al rango de creadores

profundos y originales. Puesto que lo que aquí nos interesa es sólo la

fisonomía espiritual del intelectual rumano, no cabe extendernos sobre el

problema de la estructura de las culturas.

Pero hay que dar respuesta a una cuestión: ¿cómo podemos hablar

nosotros de una cultura futura, cuando vivimos las corrientes de decadencia

de Occidente?

Casi todos estamos convencidos de la quiebra de la cultura moderna,

individualista y racionalista, del agotamiento del fondo de productividad

espontánea, de la sustitución de la vivencia ingenua por el perspectivismo

histórico, de la imposibilidad de producir nuevos valores, de que no nos

queda sino resignarnos a un simple compromiso. ¿Quién podría presumir

que seremos capaces de crear una cultura original, cuando lo que debería

constituir los elementos originarios y esenciales en la base de una cultura

son todos préstamos de una cultura en decadencia? La reacción

tradicionalista de posguerra no tiene en absoluto justificación. ¿Con

respecto a qué deberíamos mantener la tradición? ¿Será acaso en relación a

una cultura que no ha existido nunca? O bien, como afirman ciertos círculos

tradicionalistas, ¿con respecto al ethos específico de la nación, el único

creador, por ser el resto de esencia artificial y extranjera? ¿Este ethos

específico es verdaderamente creador? ¿Nadie se pregunta por qué son tan

estériles nuestros intelectuales; o es que éstos no proceden del mismo

estrato sobre el que tantas ilusiones nos hacemos? ¿Dónde está el soplo

creador del que tanto nos vanagloriamos? Una creación, para que constituya

un elemento en la totalidad de los bienes de una cultura, debe ser el fruto de

una íntima meditación personal. Ahora bien, es precisamente esta

preocupación personal lo que falta al intelectual rumano. La meditación

personal es signo de inquietud interior, y esta inquietud es la fuente y móvil

de la creación.

Se dirá: hay también excepciones. Por supuesto; pero las excepciones no

deben tenerse en cuenta cuando de lo que se trata es de esbozar a grandes

rasgos un tipo. En nuestro país no existe una preocupación por el saber en

sí, por el goce que éste pueda producir. El libro es considerado como un

medio de acceso a una posición de prestigio y, en lo posible, tan pronto

como se pueda. Es muy interesante el hecho de que el intelectual rumano

lea más o menos hasta los 25 años, para luego explotar sus lecturas,

realizadas según una selección harto discutible. Esto demuestra que en

nuestro país no hemos desarrollado orgánicamente la tendencia a

informarnos, a asimilar un máximo de contenido cultural. Ni siquiera en

aquellos que siguen leyendo, que consagran su vida al estudio, encontramos

esa múltiple curiosidad que nos hace leer con igual entusiasmo un libro de

filosofía, de arte o de ciencia. La especialidad llevada al paroxismo es el

signo de una imposibilidad interior. En nuestro país resulta de la

imposibilidad de vivir varias unidades de valores.

Hay entre las características del intelectual rumano una cierta fineza de

observación y la capacidad de captar rápidamente las cosas, capacidad

especialmente apreciada por los extranjeros, y la primera que señalan

cuando nos dirigen algún elogio.

Esta capacidad, que hace de los rumanos excelentes moralistas (en el

sentido que los franceses, en especial, dan a este término), tiene también su

reverso: contentándose con una percepción inmediata de lo real, el

intelectual rumano deja de lado el análisis y la profundización.

Hay aquí un defecto orgánico: casi nadie sigue una cuestión hasta sus

últimos elementos. Ninguna idea es analizada, desmenuzada en sus

elementos constitutivos, siguiendo su proceso formativo, o confrontada con

otras para determinar su estructura o descubrir su punto de origen. ¿Esta

comprensión intuitiva y directa, que en los rumanos es superficial, nos

dispensa del análisis y de la profundización? ¿No es significativo que no

podamos crear nada original y profundo en el ámbito de la metafísica ni en

el de la música, dominios que ilustran de manera viva y concluyente el

ethos de una nación y su estilo interior?

Hay que abandonar las ilusiones y las quimeras, que son siempre signos de

debilidad y de emasculación. La fisonomía del intelectual rumano, tal como

aquí la he presentado, disgustará a algunos, otros la considerarán con

desconfianza. Estas actitudes tienen sólo una justificación parcial, ya que

nadie es culpable. Nuestra vida espiritual, cuya naturaleza parte de una

subestructura irracional e inmodificable, explica todas las anomalías de las

que he hablado en relación al intelectual rumano. Para quien comprende el

determinismo ineluctable de la vida de las culturas, de las grandes como de

las pequeñas, lamentarse es tan inútil como condenar.

PSICOLOGÍA DEL DESOCUPADO

INTELECTUAL

Según las perspectivas de la vida burguesa, la psicología del desocupado se

nos presenta bajo una luz del todo extraña.

De aquí resulta esa escandalosa incomprensión hacia lo que es la nota

íntima del desocupado intelectual, hacia lo que constituye su estructura

interior, imperceptible desde lejos.

El problema de la psicología del desocupado intelectual es mucho más

importante de lo que pudiera imaginarse. Es una ilusión creer que éste se

plantea sólo por un tiempo limitado, que deriva de necesidades

momentáneas, que no reviste un interés general.

Lo cierto es que el desocupado intelectual ha devenido una expresión

típica de la vida contemporánea. En su movilidad e inconciencia, esta vida

revela, tanto por sus creaciones espirituales como por sus actitudes prácticas

y elementales, los elementos de una inquietud e incertidumbre propias del

desocupado intelectual.

Hoy, la vida del individuo es mucho más complicada e insegura que antes.

El desocupado no es sólo aquel que no encuentra una colocación, sino

también aquel que ocupa un puesto sin ninguna seguridad. Desde el punto

de vista estrictamente material, este último no es propiamente un

desempleado; pero por la inseguridad en que vive, por la tortura que

representan las inciertas perspectivas que se le abren, constituye una imagen

característica y reveladora de la psicología del desocupado.

Frente al hombre de las generaciones antecedentes, el hombre

contemporáneo representa un estilo específico de vida que en sus elementos

esenciales se embebe de la psicología del desempleado. Antes, el individuo

estaba orgánicamente integrado en la vida, tanto biológica como

socialmente. Era en cierto modo el hombre sustancial, de consistencia

interior fija, cerrado a las vías del devenir o a las de la disolución, un

hombre para el que el tiempo era completamente irrelevante, puesto que la

realización de las posibilidades interiores no sugería ningún obstáculo. La

integración orgánica lleva a ese sentimiento íntimo del ser, que no es sino la

fuente de la actitud contemplativa. El individuo está contento de sí mismo.

El individuo no conoce el sentimiento de anarquía personal sino cuando

las vías de la vida que ha emprendido están en contradicción con su

destinación originaria, con la particularidad subjetiva que lo individualiza.

La fuente de la anarquía es el proceso de desintegración. Este proceso

define esencialmente la vida del desocupado. El hombre sustancial se

mantiene en un mismo marco vital. De ahí su homogeneidad interior. De

ahí también que sea consecuente en sus gestos y actitudes, cosa que hoy no

encontramos sino en muy pocos, y no en los mejores. Ser consecuente

significa, en cierto modo, cerrarse a la multiplicidad de los aspectos de la

vida, reaccionando siempre idénticamente. Pero también significa algo más:

pobreza interior. Ahora bien, lo que caracteriza al desocupado intelectual,

como expresión típica de nuestro tiempo, es esa plenitud interior que resulta

de las contradicciones en las que vive. Por no vivir en un único marco de

vida, por verse obligado a afrontar toda una serie de experiencias diversas, a

asimilar contenidos de vida sin íntima relación entre sí, su eje interior se

desplaza continuamente. ¿No está aquí la fuente del desequilibrio? ¿Qué es

el desequilibrio sino una ruptura del eje interior? Ciertamente, es un paso

hacia el límite; pero cuando son los elementos característicos y

fundamentales los que nos interesan, este proceso es necesario.

Lo que constituye el carácter doloroso e impresionante de la psicología del

desocupado es el descontento consigo mismo, descontento que tiene su

origen en el hecho de que, presentándole la vida demasiados obstáculos y

teniendo que adaptarse a ambientes diferentes, se desvía de la línea interior,

de su destinación originaria. Cuando el hombre actúa en un sentido opuesto

al suyo, el descontento toca el límite. La libertad es una ilusión desde el

momento en que el individuo deja de ser él mismo. El espíritu escatológico

de la cultura contemporánea, además de tener su fuente en el agotamiento

del fondo productivo de la cultura moderna, ha nacido en gran parte de la

exaltación de los intelectuales desocupados. Hay, en su espíritu inquieto y

atormentado, tristes presentimientos, presentimientos del fin. El espíritu

escatológico nace siempre en el ocaso de las culturas, cuando éstas han

entrado en un proceso de agotamiento. Pero, mientras que en algunos el

presentimiento del fin toma las formas melancólicas de la nostalgia, en los

intelectuales desocupados éste asume la forma, extraña y demoníaca, del

amor al fin, el presentimiento exaltado y jubiloso del cercano hundimiento.

¿Con qué derecho podríamos pretender aún que los intelectuales

desocupados se solidaricen con los valores tradicionales, con una cultura

que han superado? Esta pretensión no tiene ninguna justificación. En

definitiva, las cosas deben mirarse tal como están, sin los prejuicios de

aquellos que buscan soluciones. Los hombres más extraviados y errados del

mundo son aquellos que creen en las soluciones. La vida tiene su sentido;

las soluciones son para los moralistas. Es de seguro significativo que el

espíritu de nuestro tiempo sea rebelde a cualquier tipo de normativismo en

la moral. Ya no existe esa voluntad de someterse a las normas, de

enquistarse en un marco trascendente a la vida. Frente al carácter nacional e

imperialista de la vida, el sistema de normas ya no tiene valor alguno. Es

una ilusión pretender que el intelectual desocupado se subordine a ellas. El

intelectual desocupado representa una psicología demasiado complicada

como para que los valores tradicionales tengan para él aún la más mínima

validez.

UNA FORMA DE LA VIDA INTERIOR

La profundidad de la vida interior no se mide según los criterios

cuantitativos de una rica información en extensión, sino según el criterio

cualitativo que concierne a la vivencia intensa de los problemas. Una de las

características del fenómeno de la cultura en general es que su elemento

creador y productivo depende de valores cuya calidad decae cuando gana en

extensión. Por este motivo, una cultura democrática es casi una

contradicción. Los valores, universalizándose mediante la extensión, son

vividos superficial e inorgánicamente, manteniéndose así en un plano

exterior al hombre. En el caso de la vida interior, la cantidad de problemas

es irrelevante; sólo importa la intensidad con la que se viven ciertos

problemas. La incapacidad de vivirlos manifiesta, en la mayoría, una

deficiencia fundamental de la vida interior, constatable igualmente en

aquellos que han estudiado. Se observa en estos últimos que su relación con

los libros no los ha conducido al contacto íntimo con una idea por la que

vivan y de cuya elucidación hagan un modo de justificación de su propia

existencia. No se trata aquí de ese idealismo práctico del que se habla. El

«idealismo» es un calificativo aplicable a una existencia de un ingenuo, de

un iluso, que no merece más que desprecio por no saber lo que quiere. Lo

que nos interesa aquí es el intelectual para quien la elucidación de un

problema deviene vital, aquel que sabe integrar los elementos de éste en los

aspectos del día a día, eliminando así ese falso dualismo de estructura entre

las exigencias del espíritu problemático y las del individuo biológicamente

concebido. Una de las notas esenciales del individuo problemático es la

tendencia a objetivar el tejido íntimo de las ideas que le preocupan en los

aspectos de la vida cotidiana, de modo que un fragmento de realidad que

para el hombre ordinario es indiferente cobra ante él un carácter simbólico.

Cuando Goethe dice que todo lo transitorio no es sino símbolo, no expresa

otra cosa sino la inquietud del individuo problemático ante los múltiples

aspectos de la vida. El hombre común ve estos aspectos en sí, desasidos de

toda participación metafísica o funcional en una totalidad que los

trascienda.

Los contenidos particulares de la vida son mantenidos en su

individualidad. Una de las características de la mentalidad ingenua es no

poder trascender las posibilidades de individualización de lo dado. De ahí

también la ausencia de preocupaciones problemáticas. El hombre que vive

torturado por tales cuestiones tiene la perspectiva cambiada; de ahí el

carácter trágico de esa existencia. El sustrato del espíritu problemático es

una tragedia, cuyo valor se manifiesta en la renuncia al patetismo, que

significa siempre la imposibilidad de poner límite a una revulsión interior.

En una vida consagrada al estudio, la necesidad de un problema central se

justifica también de otro modo. No es posible la convergencia de varios

problemas, de órdenes diversos, hacia un sentido común y valedero si uno

de ellos no ocupa el centro. De ahí la dispersión precoz que observamos en

ciertos intelectuales. La fuente íntima, no exterior, del fracaso radica en la

imposibilidad de unificar, de reunir los elementos dispares en un punto de

convergencia. No es ninguna paradoja: hay hombres destruidos por

problemas. Los ejemplos que ofrece la vida en este sentido son trágicos e

impresionantes. Esta destrucción, sin embargo, tiene su origen en una

deficiencia íntima.

Lo que repugna —de ahí también la completa ausencia de recuerdos que

nos deja el contacto con los hombres de cultura— es esa falta de pasión por

los problemas centrales, a los cuales se refieren los problemas secundarios

por una especie de participación. Hay gente que ha escrito muchos libros,

pero sobre los cuales no se puede decir nada. Por eso, antes que completar

las fichas de una biblioteca con cosas absolutamente indiferentes, en las que

no has puesto una gota de vida personal, es mejor nada. Hay hombres que

no se quieren a sí mismos en absoluto, porque no saben apreciar el carácter

de unicidad que presenta cada individuo. ¿O es que son demasiado poco

únicos para respetarse a sí mismos?

Sólo el retorno a uno mismo confiere valor a la vida interior. Apasionarse

por unos problemas centrales significa reencontrarse uno mismo en las

formas objetivas del pensamiento. He aquí cómo la subjetividad se

reencuentra más allá del aspecto formal del pensamiento.

SOBRE EL ÉXITO

Un hombre sincero me confesaba que sus continuos éxitos en la vida le

habían impedido tomar conciencia de su valor personal, de sus

posibilidades y de sus límites. Esta confesión contenía implícitamente la

afirmación de que el éxito es un camino de ilusiones que oscurece el

proceso del análisis interior, de íntima disección, creando por encima de las

realidades un mundo ficticio de aspiraciones sin fundamento. En la

psicología del éxito, el proceso de autoilusión es esencial. Interpretamos las

apreciaciones objetivas, que parten de fuentes dudosas, puesto que la mayor

parte de las veces son interesadas, como realidades subjetivas, como

pertenecientes a la subjetividad, independientemente de su valorización

exterior. En el proceso de autoilusión, las opiniones ajenas se interpretan

existencialmente. Por eso los hombres de éxito nunca tienen una justa

perspectiva del orden de los valores. Ignorando el orden interior, ignoran

asimismo el orden exterior; no conocen a los demás, ni se conocen a sí

mismos. De ahí su entusiasmo ante todos los aspectos de la vida. El

entusiasmo caracteriza a los hombres superficiales, cuya acción no conoce

límites, ni barreras su extravagancia de reformadores. Su falta de sentido de

la realidad, su ignorancia en cuanto al orden objetivo de las cosas y a la

necesidad, los lleva a vivir en un continuo estado de ilusión que en el fondo

no es sino una infatuación. La falta de conciencia sobre el propio valor

personal es la fuente de todas las anomalías que presenta la vida social. El

origen de tales anomalías no ha de verse sólo en la estructura objetiva de la

vida social, pues éste no es sino el aspecto exterior y objetivo de unas

causas de orden más profundo, que conciernen a la estructura psicológica.

La conexión entre el hecho psicológico y sus objetivaciones ha de tenerse

siempre presente. El conocimiento de la vida social es imposible sin una

profunda intuición antropológica. Uno de los defectos de la teoría

materialista de la historia es haber descuidado el estudio del hombre tal

como éste se presenta objetivamente.

Los menudos éxitos de la vida llevan al hombre a un estado artificial en el

que la existencia es considerada como un plácido vaivén, sin obstáculos ni

renuncias. Una de las características del hombre de éxito es no desear su

realización interior, no aspirar de continuo a una aproximación del fondo

íntimo y originario que constituye la especificidad de su individualidad

particular.

Los fracasos de la vida son, en cambio, de una fecundidad impresionante.

Éstos no destruyen sino a aquellos seres faltos de consistencia que no viven

intensamente, que no pueden renacer. A éstos pertenece la gran categoría de

los fracasados, que, no teniendo suficiente vitalidad para superar una

decadencia temporal, hacen de ésta el estado permanente de sus vidas. La

ausencia de un núcleo interior conduce a una muerte precoz.

Los fracasos desarrollan la ambición de la realización personal, de la

autosuperación. Por eso son un medio —que pocos desean— de

autoconocimiento y de productividad. Un medio seguro de triunfar

dignamente en la vida es saber despertar en sí mismo grandes ambiciones:

los éxitos no las despiertan. Por el contrario, cuando se suceden

continuamente, paralizan. Se explica así por qué los grandes favorecidos

por la vida son figuras antipáticas. Al no haber tenido que oponer

resistencia personal a las cosas, tampoco han tenido ocasión de medir sus

fuerzas. Son gente que da consejos y habla de «moral», lo cual prueba una

gran incomprensión hacia la vida.

La gente común, el hombre de a pie, considera el éxito como el único

criterio de valor. De este modo, se valora únicamente la función social de la

acción, que de seguro no es insignificante; pero tampoco esencial. Hay que

considerar también el factor íntimo, siendo éste el principio de la acción. El

éxito puede ser para él una pérdida, de la que no es consciente. Los criterios

no representan patrones inmutables, marcos trascendentales de referencia;

éstos son tan relativos como las acciones que pretenden enmarcar en

categorías o, simplemente, juzgar.

OSCAR KOKOSCHKA

Si Picasso caracteriza nuestro tiempo (en lo que concierne a las últimas

décadas) por su movilidad y su espíritu proteico, recorriendo toda una serie

de corrientes, sin ser capaz de alcanzar una consistencia espiritual,

Kokoschka no es menos representativo por la ansiedad y la vorágine a las

que ha dado esa tan dramática expresión. Hay en toda su obra una

insatisfacción continua, un temor hacia el mundo y hacia el futuro, que nos

da la impresión de que, en su visión, el hombre no desciende del mundo,

que ha caído en una existencia extraña a su naturaleza. La ansiedad es tan

poderosa que ésta deviene por sí misma significativa como expresión

autónoma, comportando el individuo que la experimenta sólo un símbolo de

un estado anímico esencial. Sólo en este sentido se puede hablar de arte

abstracto en Kokoschka, refiriéndonos a la absolutización de la expresión, y

no a la pureza formal o a un esquematismo lineal. Pues este arte tiene por

característica reducir lo lineal hasta la negación. Éste se presenta sólo allí

donde una expresión o una vivencia aceptan la forma, allí donde existe una

adecuación entre las delimitaciones formales y el contenido objetivado. La

presencia de la línea indica casi siempre un equilibrio interior, un dominio

íntimo y una armonía posible. Es una existencia cerrada que encuentra sus

reservas y posibilidades en sí misma. Las épocas clásicas han conocido

siempre un florecimiento de lo lineal. Donde las líneas desaparecen y el

contorno deviene ilusorio, el ideal clásico resulta imposible. La conciencia

anarquizada de Kokoschka (a quien aquí consideramos sólo como pintor, no

como dramaturgo) ha destruido la consistencia espiritual del hombre,

presentándonoslo preso en la vorágine de un caos. El tormento y la vorágine

interior devienen constitutivos del mundo exterior. No es sólo un caos

interior, sino también exterior. En este sentido, Kokoschka no representa un

caso aislado. No puedo hablar de estas cosas sin que me venga a la mente la

imagen del fascinante cuadro de Ludwig Meidner, Paisaje apocalíptico, que

presenta una visión del mundo en donde los objetos han abandonado su

marco normal, entregándose a un impulso absurdo; un mundo en el caos es

la norma, y la locura la intención. Este apocalipsis no es religioso, no

comporta un proceso de redención; es, por el contrario, el fruto de la

desesperación. Ninguna luz se muestra en la oscuridad que revela esta

visión, como tampoco hay esperanza de redención en el alma abandonada a

la desesperación. El arte de Kokoschka es la expresión de la desagregación

mental. ¿No es aquí donde la ausencia de lo lineal alcanza su más profunda

justificación? La desagregación espiritual rechaza la consistencia formal y

anula el contorno. De ahí la fluidez de lo pictórico, la interpenetración de

los elementos en una continuidad y movilidad cualitativas. Lo pictórico ha

alcanzado aquí, sin embargo, la expresión paroxística. Hasta ahora

constituía un modo de resaltar los matices, en el que lo individual

participaba de una totalidad cualitativa sin que representara un aislamiento

dentro de esa totalidad. Hay en Kokoschka una revuelta, una expansión de

todos los elementos en loca tensión, una explosión cualitativa del continente

entero. ¿Qué sentido podría tener ya la armonía de los matices? Ninguno.

En este sentido, puede hablarse de una zozobra de lo pictórico en la pintura

de las últimas décadas que va a dar la posibilidad de una recrudescencia de

lo lineal, recrudescencia visible en las nuevas tendencias de la arquitectura

funcional.

Las insuficiencias de la técnica formal en la obra de Kokoschka no se

deben, como erróneamente se ha afirmado, a una incapacidad artística, sino

que están condicionadas por una originaria visión del mundo. El salto en el

caos y en la nada, esenciales en lo que respecta a esta perspectiva, eliminan

cualquier género de problemática de lo formal. Der irrende Ritter anula

temáticamente la preocupación por la forma. La flotación en el caos, que es

la sustancia de este cuadro, nos descubre la voluptuosidad en la

desesperación, una loca fascinación por el propio proceso de decadencia, un

éxtasis de la nada.

Un masoquismo metafísico mezcla la voluptuosidad en el fenómeno de la

desagregación y encuentra placer en el caos cósmico. La experiencia de la

nada en el arte manifiesta una completa alteración del desequilibrio vital.

Todo lo que Kokoschka ha creado revela esta desintegración de la vida, una

vitalidad atormentada y torturada, hasta allí donde la tragedia se mezcla con

la caricatura, y el horror con lo grotesco. La ansiedad continua es el camino

más seguro hacia el caos y la nada.

jueves, 12 de diciembre de 2019

Herta Müller Todo lo que tengo lo llevo conmigo. (Fragmento).  





Rumania, finales de la II Guerra Mundial. De las conversaciones con su compatriota y amigo el poeta Oskar Pastior (1927-2006) y con otros supervivientes, Herta Müller reunió el material con el que después escribió esta gran novela. Así, basándose en la historia profundamente individual de un hombre joven, consigue narrar un capítulo todavía casi desconocido de la historia europea y visualizarlo en imágenes inolvidables. La autora ha logrado plasmar la persecución sufrida por los alemanes rumanos en tiempos de Stalin centrándose en la historia de un solo individuo.
***
Herta Müller (Nitchidorf, Timis, Rumania, 17 de agosto de 1953) es una novelista, poetisa y ensayista rumano-alemana. Su obra trata fundamentalmente de las condiciones de vida en Rumanía durante la dictadura de Ceaucescu. Ha sido galardonada con numerosos premios, entre ellos el Premio Nobel de Literatura de 2009.
Herta nació el 17 de agosto de 1953 en Nitchidorf, Banat, un lugar germanohablante de la región de Timisoara, en Rumania. Su familia pertenece a una minoría alemana, los llamados Suabos del Danubio, que llevan varios siglos asentados en esa región. Su abuelo era granjero y comerciante, y había sido expropiado bajo el régimen comunista rumano. Su padre, Josef Müller, que se ganaba la vida como camionero, fue formado como nazi y sirvió durante la II Guerra Mundial en las Waffen-SS. Su madre, Katharina Müller, fue deportada a la Unión Soviética en 1945, donde pasó cinco años en un campo de trabajo realizando `trabajos de reparación`. Muchos de los hombres y de las mujeres del pueblo en el que se crió Herta compartieron el mismo destino que sus padres. Según cuenta la propia Herta Müller, sus padres quedaron muy deteriorados tras las experiencias vividas durante la guerra y después de ella, no hablaban mucho de su pasado y ella creció rodeada de silencio y de tabúes.
A los 15 años se fue a hacer el bachillerato a la ciudad de Timisoara, a 30 kilómetros de su pueblo natal. Allí tuvo que aprender rumano, lo que le hizo tomar conciencia de pertenecer a una minoría. Entre 1973 y 1976, después de terminar el bachillerato, estudió filología germánica y rumana en la Universidad del Oeste de Timisoara. En esta época acudía a las reuniones del Aktionsgruppe Banat o Grupo de Acción del Banato, una tertulia de escritores idealistas rumano-alemanes, entre los que se encontraba Richard Wagner, su futuro marido. Este grupo se había fundado en 1972 con el poema conjunto “Engagement”, que todos los miembros habían firmado a modo de manifiesto en el que llamaban al lector a ser políticamente comprometido. El grupo fue disuelto en 1976 por la Securitate, la policía secreta del régimen comunista rumano. Los autores se volvieron a reunir en el círculo literario Adam Müller-Guttembrunn de Timisoara, en el que Herta Müller era la única mujer.
El primer empleo que consiguió Herta Müller tras terminar sus estudios fue como traductora técnica entre 1977 y 1979 en la fábrica de maquinaria Tehnometal.
Herta Müller fue despedida de la fábrica. A partir de ese momento, comenzaron las amenazas y los interrogatorios por parte de la Securitate. Durante los siguientes meses y años, Herta Müller trató de ganarse la vida dando clases particulares de alemán a niños rumanos. En 1987 consiguió el permiso para marcharse de Rumanía y se fue a Alemania Occidental con su marido -el novelista Richard Wagner- y su madre. A pesar de hallarse en otro país, ella asegura que la Securitate no dejó de intimidarla. En 1989, un amigo suyo, Roland Kirsch, que había asistido a las reuniones del círculo literario de Timisoara y con el que se escribía, apareció muerto en circunstancias que nunca fueron aclaradas.
En los años posteriores a su llegada a Alemania, Herta Müller realizó lectorados en diferentes universidades alemanas y de otros países (universidades de Paderborn, Warwick, Hamburgo, Bochum, Carlisle (Pensilvania), Swansea, Gainsville (Florida), Kassel, Tubinga, Zúrich, Leipzig y Universidad Libre de Berlín). Actualmente vive en Berlín. Es miembro de la Academia Alemana de Oratoria y Literatura de Darmstadt desde 1995. En 1997 abandonó el PEN Club como forma de protesta por la decisión de reunir las asociaciones de Alemania del Este y del Oeste tras la caída del muro de Berlín. Durante todos estos años siguió denunciando las acciones del servicio secreto rumano en varios artículos y conferencias. En julio de 2008 criticó en una carta abierta al presidente del Instituto Cultural Rumano de Berlín por invitar a dos ex-informadores de la Securitate a un evento cultural. El 8 de octubre de 2009, se anunció que había ganado el Premio Nobel de Literatura, que reconocía su capacidad para describir «con la concentración de la poesía y la franqueza de la prosa, el paisaje de los desposeídos»


Recopilador:Dr. Enrico Pugliatti.

***

Herta Müller




Todo lo que tengo lo llevo conmigo



Traducción del alemán de
Rosa Pilar Blanco












Nuevos Tiempos Ediciones Siruela
















Título original: Atemschaukel
En cubierta: Bird flying over barbed wire,
foto de © Walt Seng / Workbook Stock / Getty Images
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© 2009 Carl Hanser Verlag München
© De la traducción, Rosa Pilar Blanco
© Ediciones Siruela, S. A., 2010
c/ Almagro 25, ppal. dcha.

Printed and made in Spain



Papel 100% procedente de bosques bien gestionados


Índice






Todo lo que tengo lo llevo conmigo (6)
Sobre hacer la maleta (7)
Armuelle (16)
Cemento (23)
Las mujeres de la cal (27)
Sociedad intérlope (28)
Madera y algodón (32)
Tiempos emocionantes (34)
Sobre los viajes (37)
Sobre las personas severas (40)
Unagotadesuertedemás para Irma Pfeifer (42)
Álamos negros (44)
Pañuelo y ratones (47)
Sobre la pala del corazón (51)
Sobre el ángel del hambre (53)
Aguardiente de hulla (57)
Zepelín (58)
Sobre los dolores fantasmas del reloj de cuco (61)
Imaginaria-Kati (63)
El crimen del pan (66)
La Madona de la Media Luna (71)
Del pan propio al pan de mejilla (74)
Sobre el carbón (76)
Cómo se alargan los segundos (78)
Sobre la arena amarilla (79)
Los rusos también tienen sus recursos (81)
Sobre los abetos (83)
10 rublos (85)
Sobre el ángel del hambre (88)
Los secretos latinos (89)
Bloques de escoria (94)
El frasco crédulo y el frasco escéptico (96)
Sobre el envenenamiento por luz diurna (100)
Cada turno es una obra de arte (102)
Cuando canta un cisne (103)
Sobre la escoria (104)
La bufanda de seda burdeos (108)
Sobre las sustancias químicas (110)
Quién ha cambiado el país (114)
El hombre-patata (116)
Cielo abajo tierra arriba (121)
Sobre las variantes del tedio (123)
Hermano sustituto (128)
En el espacio en blanco bajo la línea (130)
La cuerda de Minkowski (131)
Perros negros (133)
Total, una cucharada más o menos... (134)
Un día mi ángel del hambre fue abogado (135)
Tengo un plan (137)
El beso de hojalata (138)
Así eran las cosas (140)
Liebre blanca (141)
Nostalgia. Como si la necesitase (142)
Un momento de lucidez (146)
La ligereza del heno (147)
Sobre la suerte del campo (149)
Se vive. Pero sólo una vez (152)
Algún día llegaré al pavimento elegante (155)
Profundas como el silencio (160)
El paralizado (161)
Tienes una niña en Viena (164)
El bastón (169)
Cuadernos rayados (171)
Soy todavía el piano (173)
Sobre los tesoros (178)

Epílogo (181)










Todo lo que tengo lo llevo conmigo


Sobre hacer la maleta





Todo lo que tengo lo llevo conmigo.
O: todo lo mío lo llevo conmigo.
He llevado todo lo que tenía. No era mío. Era o algo destinado a otras finalidades o de otra persona. La maleta de piel de cerdo era la caja de un gramófono. El guardapolvo era de mi padre. El abrigo de vestir con el ribete de terciopelo en el cuello, del abuelo. Los bombachos, de mi tío Edwin. Las polainas de cuero, del señor Carp, el vecino. Los guantes de lana verdes, de mi tía Fini. Sólo la bufanda de seda de color burdeos y el neceser eran míos, regalos de las últimas navidades.
En enero de 1945 la guerra continuaba. Temiendo que en pleno invierno los rusos me obligasen a ir quién sabe dónde, todos quisieron darme algo que quizá tuviera utilidad, aunque ya no sirviese de nada. Porque en el mundo nada servía. Como yo figuraba irremisiblemente en la lista de los rusos, todos me dieron algo y se reservaron su opinión. Y yo lo acepté, y a mis diecisiete años pensé que la partida venía en el momento adecuado. No debería ser la lista de los rusos, pero si las cosas no salen muy mal, será incluso buena para mí. Yo quería marcharme de ese dedal de ciudad donde hasta las piedras tenían ojos. En lugar de miedo sentía una oculta impaciencia. Y mala conciencia, porque la lista que desesperaba a mis allegados era para mí una circunstancia aceptable. Ellos temían que me sucediera algo lejos. Yo quería ir a un lugar que no me conociera.
A mí ya me había sucedido algo. Algo prohibido. Era extraño, sucio, vergonzoso y hermoso. Sucedió en el Erlenpark, muy al fondo, al otro lado de la colina de hierba. De regreso a casa me dirigí al centro del parque, al templete redondo donde tocaban las orquestas los días festivos. Me quedé un rato sentado dentro. La luz pasaba a través de la madera finamente tallada. Vi el miedo de los círculos vacíos, cuadrados y trapecios, unidos por arabescos blancos con garras. Era la muestra de mi confusión y del espanto que reflejaba el rostro de mi madre. En ese pabellón me juré a mí mismo: Jamás volveré a este parque.
Cuanto más me alejaba, más deprisa regresaba: a los dos días. A la cita, así lo llamaban en el parque.
Fui a la segunda cita con el mismo hombre de la primera. Se llamaba LA GOLONDRINA. El segundo fue uno nuevo, apelado EL ABETO. El tercero se llamaba LA OREJA. Después vino EL HILO. Luego, LA OROPÉNDOLA y LA GORRA. Más tarde LA LIEBRE, EL GATO, LA GAVIOTA. Después, LA PERLA. Sólo nosotros sabíamos a quién pertenecía cada apelativo. En el parque se practicaba un intercambio desenfrenado, y yo dejaba que me pasaran de uno a otro. Era verano y los abedules tenían la piel blanca; en la maleza de jazmines y saúcos crecía una pared verde de follaje impenetrable.
El amor tiene sus estaciones. El otoño ponía fin al parque. Los árboles se quedaban desnudos. Las citas se trasladaban, junto con nosotros, a los baños Neptuno. Junto a la puerta de hierro colgaba su emblema ovalado con el cisne. Cada semana me encontraba con uno que me doblaba la edad. Era rumano. Estaba casado. No diré cómo se llamaba, ni tampoco cómo me llamaba yo. Acudíamos a diferentes horas; la cajera en la vidriera emplomada de su cubículo, el brillante suelo de piedra, la redonda columna central, los azulejos de la pared decorados con nenúfares, las escaleras de madera tallada no podían concebir la idea de que habíamos quedado. Íbamos a la piscina a nadar con los demás. Sólo nos encontrábamos en la sauna.
Por aquel entonces, poco antes del campo de trabajo y también después de mi regreso hasta 1968, cuando abandoné el país, me habrían condenado a pena de cárcel por cada cita. Cinco años como mínimo, si me hubieran pillado. A algunos los pillaron. Los llevaban directamente del parque o del baño público a la cárcel, tras unos interrogatorios brutales. Y de allí al campo de castigo emplazado junto al canal. Del canal no se volvía, hoy lo sé. Quien a pesar de todo regresaba lo hacía convertido en un cadáver ambulante. Envejecido y aniquilado, perdido ya para el amor en el mundo.
Y mientras estuve en el campo de trabajo…, si me hubieran pillado, me habría costado la vida.
Tras los cinco años en el campo de trabajo vagabundeaba día tras día por las tumultuosas calles ensayando mentalmente las mejores frases por si me detenían: SORPRENDIDO EN FLAGRANTE DELITO... Preparé mil excusas y coartadas contra este veredicto de culpabilidad. Llevo un equipaje de silencio. Me he rodeado de un silencio tan hondo y duradero que nunca acierto a abrirme con las palabras. Cuando hablo, solamente me cierro de otra manera.
En el último verano de citas, para alargar el retorno a casa desde el Erlenpark, entré por casualidad en la iglesia de la Santísima Trinidad de Grosser Ring. Esta casualidad desempeñó el papel del destino. Vi el tiempo venidero. Junto al altar lateral, sobre una columna, estaba el santo con una capa gris y una oveja sobre los hombros a modo de cuello de la capa. Esa oveja sobre los hombros es el silencio. Hay cosas de las que no se habla. Pero sé de qué hablo cuando digo que el silencio en los hombros es distinto al silencio en la boca. Antes, durante y después de mi etapa en el campo de trabajo, a lo largo de veinticinco años, he vivido atemorizado por el Estado y la familia. Por la doble desgracia que supone que el Estado me encierre por delincuente y la familia me excluya por ser una deshonra. En medio del tráfago de las calles me miré en el espejo de los escaparates, en las ventanas de tranvías y edificios, en fuentes y charcos, preguntándome, incrédulo, si no sería transparente.
Mi padre era profesor de dibujo. Y yo, con los baños Neptuno en la cabeza, daba un respingo, como si me propinaran una patada, cuando él utilizaba la palabra ACUARELA. Esa palabra sabía lo lejos que yo había ido ya. Mi madre decía en la mesa: No pinches la patata con el tenedor, se deshace, utiliza la cuchara, el tenedor se usa para la carne. Me latían las sienes. Por qué habla de carne cuando se trata de una patata y un tenedor. De qué carne habla. Las citas me habían vuelto la carne del revés. Yo era mi propio ladrón, las palabras se abatían de improviso y me atrapaban.
Mi madre, y sobre todo mi padre, igual que todos los alemanes de esa pequeña ciudad, creían en la belleza de las trenzas rubias y los calcetines blancos hasta la rodilla. En el cuadrado negro del bigote de Hitler y en nosotros, los sajones de Siebenbürgen, como raza aria. Mi secreto, considerado de manera puramente física, era la máxima atrocidad. Con un rumano, además, implicaba una profanación de la raza.
Yo quería alejarme de la familia, aunque fuera para ir a un campo de trabajo. Sólo me daba pena mi madre, que ignoraba lo poco que me conocía. Que cuando me haya ido pensará más en mí que en ella.
Además del santo con la oveja del silencio sobre los hombros, vi en la iglesia la hornacina blanca con la inscripción: EL CIELO PONE EN MARCHA EL TIEMPO. Mientras hacía la maleta, pensaba: La hornacina blanca ha surtido efecto. El tiempo ya se ha puesto en marcha. También me alegraba no tener que ir a la guerra, a la nieve del frente. Comencé a preparar la maleta con docilidad y una valentía estúpida. No me defendí contra nada. Polainas de cuero con cordoncitos, pantalón bombacho, abrigo con ribete de terciopelo..., nada de eso me pegaba. Lo importante era que el tiempo ya se había puesto en marcha, no la ropa. Con esas prendas o con otras te haces adulto de todos modos. El mundo no es un baile de disfraces, pensaba, pero nadie que tenga que viajar a Rusia en lo más crudo del invierno es ridículo.
Una patrulla de dos policías, uno rumano y otro ruso, iba con la lista de casa en casa. Ya no recuerdo si la patrulla mencionó en nuestra casa las palabras CAMPO DE TRABAJO. Y si no, qué otra palabra además de RUSIA. Si lo hizo, las palabras campo de trabajo no me asustaron. A pesar de que estábamos en guerra y del silencio de mis citas sobre los hombros, a mis diecisiete años aun vivía una infancia muy ingenua. Las palabras acuarela y carne me afectaban. Pero mí cerebro estaba sordo para la expresión CAMPO DE TRABAJO.
Por entonces, estando a la mesa con las patatas y el tenedor, cuando mi madre me sorprendió con la palabra carne, recordé también que siendo niño, mientras jugaba abajo en el patio, mi madre me gritó desde la ventana de la galería: Como no subas inmediatamente a la mesa, como tenga que llamarte otra vez, puedes quedarte dónde estás. Y como continué abajo un rato más, cuando subí me dijo: Ahora puedes hacer la mochila y salir a correr mundo y hacer lo que se te antoje. Al mismo tiempo me arrastró a la habitación, cogió la pequeña mochila y embutió dentro mi gorra de lana y la chaqueta. Pero adónde voy a ir, si soy tu hijo, le pregunté.
Mucha gente piensa que hacer la maleta es cuestión de entrenamiento, que lo aprendes espontáneamente como cantar o rezar. Nosotros no teníamos entrenamiento y tampoco maleta. Cuando mi padre tuvo que marchar al frente con los soldados rumanos, no hubo nada que empaquetar. En cuanto soldado, te lo dan todo, forma parte del uniforme. Aparte de para marcharse y para protegerse del frío, no sabíamos para qué hacíamos el equipaje. No tienes lo adecuado, improvisas. Lo erróneo se convierte en necesario. Lo necesario es lo único adecuado, sólo porque se tiene.
Mi madre trajo el gramófono del cuarto de estar y lo colocó sobre la mesa de la cocina. Con ayuda del destornillador convertí la caja del gramófono en una maleta. Desmonté primero el dispositivo giratorio y el plato. Después tapé con un corcho el agujero donde encajaba el manubrio. El forro quedó dentro, terciopelo rojizo. Tampoco desmonté la placa triangular HIS MASTERS VOICE con el perro delante de la bocina. En el fondo de la maleta coloqué cuatro libros: Fausto, encuadernado en tela, Zaratustra, el delgado Weinheber y la antología poética de ocho siglos. Ni una sola novela, porque ésas sólo se leen una vez y basta. Sobre los libros puse el neceser, que contenía: 1 frasco de colonia, 1 frasco de loción de afeitar TARR, 1 jabón de afeitar, 1 maquinilla de afeitar, 1 brocha, 1 piedra de alumbre, 1 pastilla de jabón, 1 tijera de uñas. Junto al neceser coloqué 1 par de calcetines cortos de lana (marrones, ya zurcidos), 1 par de calcetines hasta la rodilla, 1 camisa de franela a cuadros blancos y rojos, 2 calzoncillos cortos de reps. Arriba del todo puse la bufanda nueva de seda para que no se aplastara. Era de color burdeos con cuadros en el mismo tono, a veces satinados, otras mate. Con eso la maleta quedó llena.
Después el hatillo: 1 colcha del diván (de lana, a cuadros azul claro y blancos, un envoltorio gigantesco, pero que no abrigaba). Y enrollado dentro: 1 guardapolvo (cheviot blanco y negro, ya muy usado) y 1 par de polainas de cuero (antiquísimas, de la Primera Guerra Mundial, de color amarillo melón con pequeñas correas).
Después la bolsa de comida con: 1 lata de jamón en conserva marca Scandia, 4 bocadillos, unas galletas que habían sobrado de Navidad, 1 cantimplora con vaso llena de agua.
Después mi abuela colocó cerca de la puerta la maleta del gramófono, el hatillo y la bolsa con la comida. Los dos policías habían comunicado que vendrían a buscarme a medianoche. El equipaje estaba preparado junto a la puerta.
Después me vestí: 1 calzoncillo largo, 1 camisa de franela (a cuadros beige y verdes), 1 pantalón bombacho (gris, del tío Edwin, como ya he dicho), 1 chaleco de paño con mangas de punto, 1 par de calcetines cortos de lana y 1 par de bokantschen, fuertes botas de invierno. Tenía a mano los calcetines verdes de la tía Fini, encima de la mesa. Me até las botas, y mientras lo hacía caí en la cuenta de que años atrás, durante las vacaciones de verano en el Wench, mi madre se puso un traje marinero confeccionado por ella misma. En mitad del paseo por un prado se dejó caer entre la hierba alta y se hizo la muerta. Yo tenía entonces ocho años. Qué susto, el cielo cayó sobre la hierba. Cerré los ojos para no ver cómo se me tragaba. Mi madre se levantó de un salto, me sacudió y dijo: Cuánto me quieres, aún estoy viva.
Ya me había atado las botas. Me senté a la mesa y esperé la medianoche. Y la medianoche llegó, pero la patrulla se retrasaba. Transcurrieron tres horas más, eso era casi imposible de aguantar. Por fin llegaron. Mi madre me sostuvo el abrigo con el ribete de terciopelo en el cuello. Me lo puse. Ella lloraba. Me enfundé los guantes verdes. En el pasillo de madera, justo al lado del contador del gas, la abuela dijo: SÉ QUE VOLVERÁS.
No retuve esa frase en la memoria deliberadamente. Me la llevé al campo de trabajo sin darme cuenta. No tenía ni idea de que me acompañaba. Pero una frase así es libre. Ella actuó en mi interior más que todos los libros que me llevé. SÉ QUE VOLVERÁS se convirtió en cómplice de la pala del corazón y en adversario del ángel del hambre. Yo, que he regresado, puedo decirlo: Una frase así te mantiene con vida.
Eran las tres de la madrugada del 15 de enero de 1945 cuando la patrulla vino a por mí. El frío encogía, estábamos a -15 °C. Atravesamos la ciudad vacía en el camión con toldo hacia el pabellón. Era el salón de celebraciones de los sajones. Y ahora el campo de agrupamiento. En el pabellón se apiñaban unas trescientas personas. Sobre el suelo se veían colchones y sacos de paja. Durante toda la noche llegaron coches, también de los pueblos circundantes, y descargaron a la gente recogida. Al amanecer eran casi quinientos. Esa noche fue imposible contar, no se tenía una visión de conjunto. La luz del pabellón permaneció encendida todo el tiempo. La gente iba de un lado a otro en busca de conocidos. Decían que en la estación habían reclutado a carpinteros que ahora se dedicaban a clavetear catres de madera verde en vagones de ganado. Otros artesanos montaban estufas de hierro en los trenes. Otros serraban agujeros en el suelo para que sirvieran de retrete. Se hablaba bajo y mucho con los ojos abiertos como platos, y se lloraba bajo y mucho con los ojos cerrados. El aire olía a lana vieja, al sudor del miedo y a carne grasienta asada, a pastas de vainilla y aguardiente. Una mujer se quitó el pañuelo. Seguro que era de pueblo, llevaba la trenza doblada dos veces en la parte posterior de la cabeza y prendida en medio de ésta con una peineta semicircular de asta. Los dientes de la peineta desaparecían en el pelo, de su borde arqueado sólo asomaban dos esquinas como orejitas puntiagudas. Con las orejas y la gruesa trenza, la cabeza parecía por detrás un gato sentado. Yo estaba sentado como un espectador entre gente de pie y montones de equipaje. Durante unos minutos se apoderó de mí el sueño y soñé:
Mi madre y yo estamos en el cementerio ante una tumba reciente. Encima de ella, en el centro, la mitad de alta que yo, crece una planta de hojas peludas. En su tallo hay un folículo con un asa de cuero, una maleta pequeña. El folículo está abierto un dedo, acolchado por dentro con terciopelo rojizo. No sabemos quién ha muerto. Mi madre dice: Coge la tiza del bolsillo del abrigo. Pero si no tengo ninguna. Cuando meto la mano en el bolsillo, encuentro un trozo de jaboncillo de sastre. Mi madre dice: Tenemos que escribir un nombre corto en la maleta. Escribamos CEYA, nadie que conozcamos se llama así. Yo escribo YACE.
En el sueño comprendí con claridad que estaba muerto, pero no me apetecía decírselo a mi madre. Me desperté sobresaltado, porque un hombre mayor con un paraguas se sentó a mi lado en el saco de paja y dijo muy cerca de mi oído: Mi cuñado quiere venir, pero el pabellón está vigilado por los cuatro costados y no le dejan pasar. Todavía estamos en la ciudad y él no puede venir aquí ni yo ir a casa. En cada botón de plata de su chaqueta volaba un pájaro, un pato salvaje o más bien un albatros. Porque, cuando me incliné hacia delante, la cruz del escudo que llevaba en el pecho se transformó en un ancla. El paraguas estaba como un bastón entre él y yo. ¿Lo llevará con usted?, pregunté. Allí nieva todavía más que aquí, contestó.
No nos habían dicho cuándo y cómo teníamos que salir del pabellón hacia la estación. Cuándo podríamos, diría yo, porque quería partir de una vez hacia Rusia aunque fuera en el vagón de ganado con la caja del gramófono y el ribete de terciopelo en el cuello. Ya no sé cómo llegamos a la estación. Los vagones de ganado eran altos. También he olvidado el proceso de la subida, porque viajamos tantos días y tantas noches en el vagón de ganado que parecía que siempre habíamos estado dentro. Tampoco sé ya durante cuánto tiempo viajamos. Yo pensaba que viajar mucho tiempo significaba viajar lejos. Mientras viajemos, no puede pasarnos nada. Mientras viajemos, todo irá bien.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con el equipaje en la cabecera del catre. Hablar y callar, comer y dormir. Circulaban las botellas de aguardiente. Cuando viajar se había convertido ya en una costumbre, comenzaron aquí y allá los intentos de caricias. Uno miraba con un ojo y apartaba el otro.
Yo iba sentado al lado de Trudi Pelikan y dije: Me siento igual que en la excursión a los Cárpatos para esquiar en la cabaña del lago Balea, donde un alud se tragó a media clase del instituto. A nosotros no puede sucedemos eso, repuso ella, no hemos traído equipo de esquí. Con una caja de gramófono se puede cabalgar, cabalgar, a través del día a través de la noche a través del día, conocerás a Rilke, dijo Trudi Pelikan con su abrigo de corte acampanado con puños de piel hasta los codos. Puños de piel marrón como dos medios perritos. A veces Trudi Pelikan se metía las manos cruzadas en las mangas, y los dos medios perritos se convertían en un perrito entero. Por aquel entonces yo todavía no había visto la estepa, pues de lo contrario habría pensado en ardillas de tierra. Trudi Pelikan olía todavía a melocotones calientes, incluso su boca, incluso el tercer y el cuarto día en el vagón de ganado. Estaba sentada con su abrigo igual que una dama en el tranvía de camino a la oficina y me contó que durante cuatro días se había ocultado en un agujero excavado en el suelo del jardín vecino, detrás del cobertizo. Pero nevó, y las pisadas entre la casa, el cobertizo y el agujero en el suelo quedaron a la vista. Su madre ya no podía llevarle la comida a escondidas. Se veían las huellas por todo el jardín. La nieve la delató, tuvo que abandonar voluntariamente su escondrijo, voluntariamente obligada por la nieve. Nunca se lo perdonaré a la nieve, dijo. No se puede imitar la nieve recién caída, no se puede arreglar la nieve para que parezca intacta. Se puede arreglar la tierra, dijo, y la arena, e incluso la hierba, si uno se esfuerza. Y el agua se arregla por sí sola, porque se lo traga todo y se vuelve a cerrar enseguida una vez que ha tragado. Y el aire siempre está arreglado porque es invisible. Todos, salvo la nieve, habrían callado, dijoTrudi Pelikan. Añadió que una buena nevada era la principal culpable. Que cayó precisamente en la ciudad, como si supiera dónde estaba, como si estuviera en su casa. Pero que se puso inmediatamente al servicio de los rusos. Estoy aquí porque me ha delatado la nieve, concluyó Trudi Pelikan.
El tren viajó doce días o catorce, incontables horas, sin detenerse. Después se detuvo incontables horas, sin viajar. No sabíamos dónde nos encontrábamos en ese momento. Excepto cuando uno de las literas de arriba logró leer el letrero de una estación a través de la ranura de la ventanilla abatible: BUZAU. La estufa de hierro retumbaba en el centro del vagón. Las botellas de aguardiente pasaban de mano en mano. Todos estaban achispados, algunos por la bebida, otros por la incertidumbre. O por ambas cosas a la vez.
Te pasaba por la cabeza lo que podían entrañar las palabras DEPORTADO POR LOS RUSOS, pero eso no afectaba a tu estado de ánimo. Sólo pueden llevarnos al paredón cuando lleguemos, aún estamos de viaje. Que no nos hubieran llevado al paredón y fusilado hacía mucho, tal como sabíamos por la propaganda nazi de nuestra tierra, nos volvía casi despreocupados. En el vagón de ganado los hombres aprendieron a beber al buen tuntún. Las mujeres aprendieron a cantar al buen tuntún:

En el bosque florece el torvisco
La zanja aún tiene nieve
Y la cartita que me has escrito
Esa cartita, mucho me duele.

Siempre la misma canción, hasta que ya no sabías si de verdad cantaban o no, porque cantaba el aire. La canción se agitaba en tu mente y se adaptaba a la marcha: un blues de vagón de ganado y una canción kilométrica del tiempo puesto en marcha. Fue la canción más larga de mi vida, las mujeres la cantaron durante cinco años, contagiándole la nostalgia que todos nosotros padecíamos. La puerta del vagón estaba precintada por fuera. Fue abierta cuatro veces, una puerta corrediza sobre ruedas. Todavía estábamos en territorio rumano cuando en dos ocasiones arrojaron al interior del vagón media cabra despellejada serrada a lo largo. Estaba congelada y cayó al suelo con estrépito. La primera cabra la utilizamos como combustible. Tras trocearla, la quemamos. Estaba tan flaca que ni siquiera apestó, ardió bien. Con la segunda circuló la palabra PASTRAMI, carne secada al aire. También quemamos nuestra segunda cabra y reímos. Estaba tan tiesa y lívida como la primera, una osamenta espantosa. Reímos demasiado pronto, fuimos tan arrogantes como para despreciar a las dos caritativas cabras rumanas.
La familiaridad creció conforme transcurría el tiempo. En ese espacio reducido sucedían acontecimientos banales, sentarse, levantarse. Rebuscar en la maleta, vaciar, llenar. Ir al agujero del retrete, detrás de dos mantas colgadas. Cada banalidad acarreaba otra. En un vagón de ganado toda individualidad se atrofia. Uno está más entre otros que consigo mismo. No eran necesarias las deferencias. Había un apoyo mutuo, como en casa. A lo mejor sólo hablo de mí cuando hoy relato esto. A lo mejor ni siquiera de mí. A lo mejor la estrechez del vagón de ganado me amansaba, porque de todos modos deseaba marcharme y aún conservaba bastante comida en la maleta. No intuíamos con qué rapidez se abatiría sobre nosotros el hambre salvaje. Con cuánta frecuencia, en los cinco años venideros, nos asemejaríamos, cuando nos visitara el ángel del hambre, a esas tiesas y lívidas cabras. Y con cuánta frecuencia las lloraríamos.
La noche rusa se abatió sobre nosotros, Rumania había quedado atrás. Durante una parada de horas sentimos fuertes sacudidas. En los ejes de los vagones adaptaban las ruedas al mayor ancho de vía ruso, al ancho de la estepa. En el exterior, tanta nieve iluminaba la noche. Esa noche hicimos la tercera parada en campo abierto. Los centinelas rusos gritaron UBÓRNAYA. Todas las puertas de los vagones se abrieron. Caímos dando traspiés unos detrás de otros al terreno nevado situado a un nivel inferior y nos hundimos hasta las rodillas. Comprendimos, sin entender, que Ubórnaya significaba hacer nuestras necesidades todos juntos. Arriba, muy arriba, la luna redonda. Ante nuestros rostros, el aliento volaba blanco y brillante como la nieve bajo los pies. A nuestro alrededor, las ametralladoras listas para disparar. Y ahora: abajo los pantalones.
Qué situación tan embarazosa, tan vergonzosa para todo el mundo. Por suerte, ese territorio nevado estaba tan sólo con nosotros, nadie miraba cuando nos obligaron a hacer lo mismo tan cerca unos de otros. Yo no necesitaba ir al baño, pero me bajé los pantalones y me puse en cuclillas. Qué malvado y silencioso era ese territorio nocturno, cómo nos ridiculizaba al hacer nuestras necesidades. A mi izquierda, Trudi Pelikan se remangó el abrigo acampanado hasta los sobacos y se bajó los pantalones hasta los tobillos, se oyó el siseo entre sus zapatos. A mis espaldas Paul Gast, el abogado, gemía al apretar, y cómo gruñían los intestinos de su mujer, la señora Heidrun Gast, a causa de la diarrea. A nuestro alrededor el cálido vapor pestilente se congeló al instante brillando en el aire. Ese territorio nevado nos propinó, una cura de caballo haciendo que nos sintiéramos solos con nuestros culos al aire en medio de los ruidos del bajo vientre. Qué mezquinos se tornaron nuestros intestinos en esa situación solidaria.
A lo mejor esa noche no crecí yo de repente, sino el miedo, en mi interior. A lo mejor la solidaridad sólo cobra realidad de ese modo. Porque todos, todos sin excepción, nos situamos para hacer nuestras necesidades automáticamente con la cara hacia el terraplén de la vía. Todos teníamos la luna a la espalda, ya no apartamos los ojos de la puerta abierta del vagón de ganado, dependíamos de ella como si fuese la puerta de una habitación. Nos embargaba ya el miedo loco a que la puerta se cerrase y el tren partiese sin nosotros.
Uno gritó en medio de la vasta noche: He aquí al pueblo sajón cagando, todos juntos. Cuando todo hace aguas, no son sólo aguas menores. A todos vosotros os gusta vivir, ¿verdad? Soltó una risa hueca, metálica. Todos se apartaron un poco de él. Entonces tuvo sitio, se inclinó ante nosotros como un actor y repitió con tono alto y solemne: A todos vosotros os gusta vivir, ¿verdad?
En su voz resonó un eco. Algunos empezaron a llorar, el aire estaba vidrioso. Su rostro se había sumergido en la locura. La saliva había cristalizado en su chaqueta. Entonces vi el emblema en el pecho, era el hombre de los botones de albatros. Estaba completamente solo y sollozaba con voz infantil. Junto a él sólo había quedado la nieve emporcada. Y detrás de él, el mundo helado con la luna como una radiografía.
La locomotora soltó un pitido ahogado. El UUUH más bajo que he oído jamás. Todos nos apresuramos hacia la puerta. Subimos y continuamos el viaje.

Al hombre también lo habría reconocido sin el emblema. Nunca lo vi en el campo de trabajo.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

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