jueves, 12 de diciembre de 2019

Herta Müller Todo lo que tengo lo llevo conmigo. (Fragmento).  





Rumania, finales de la II Guerra Mundial. De las conversaciones con su compatriota y amigo el poeta Oskar Pastior (1927-2006) y con otros supervivientes, Herta Müller reunió el material con el que después escribió esta gran novela. Así, basándose en la historia profundamente individual de un hombre joven, consigue narrar un capítulo todavía casi desconocido de la historia europea y visualizarlo en imágenes inolvidables. La autora ha logrado plasmar la persecución sufrida por los alemanes rumanos en tiempos de Stalin centrándose en la historia de un solo individuo.
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Herta Müller (Nitchidorf, Timis, Rumania, 17 de agosto de 1953) es una novelista, poetisa y ensayista rumano-alemana. Su obra trata fundamentalmente de las condiciones de vida en Rumanía durante la dictadura de Ceaucescu. Ha sido galardonada con numerosos premios, entre ellos el Premio Nobel de Literatura de 2009.
Herta nació el 17 de agosto de 1953 en Nitchidorf, Banat, un lugar germanohablante de la región de Timisoara, en Rumania. Su familia pertenece a una minoría alemana, los llamados Suabos del Danubio, que llevan varios siglos asentados en esa región. Su abuelo era granjero y comerciante, y había sido expropiado bajo el régimen comunista rumano. Su padre, Josef Müller, que se ganaba la vida como camionero, fue formado como nazi y sirvió durante la II Guerra Mundial en las Waffen-SS. Su madre, Katharina Müller, fue deportada a la Unión Soviética en 1945, donde pasó cinco años en un campo de trabajo realizando `trabajos de reparación`. Muchos de los hombres y de las mujeres del pueblo en el que se crió Herta compartieron el mismo destino que sus padres. Según cuenta la propia Herta Müller, sus padres quedaron muy deteriorados tras las experiencias vividas durante la guerra y después de ella, no hablaban mucho de su pasado y ella creció rodeada de silencio y de tabúes.
A los 15 años se fue a hacer el bachillerato a la ciudad de Timisoara, a 30 kilómetros de su pueblo natal. Allí tuvo que aprender rumano, lo que le hizo tomar conciencia de pertenecer a una minoría. Entre 1973 y 1976, después de terminar el bachillerato, estudió filología germánica y rumana en la Universidad del Oeste de Timisoara. En esta época acudía a las reuniones del Aktionsgruppe Banat o Grupo de Acción del Banato, una tertulia de escritores idealistas rumano-alemanes, entre los que se encontraba Richard Wagner, su futuro marido. Este grupo se había fundado en 1972 con el poema conjunto “Engagement”, que todos los miembros habían firmado a modo de manifiesto en el que llamaban al lector a ser políticamente comprometido. El grupo fue disuelto en 1976 por la Securitate, la policía secreta del régimen comunista rumano. Los autores se volvieron a reunir en el círculo literario Adam Müller-Guttembrunn de Timisoara, en el que Herta Müller era la única mujer.
El primer empleo que consiguió Herta Müller tras terminar sus estudios fue como traductora técnica entre 1977 y 1979 en la fábrica de maquinaria Tehnometal.
Herta Müller fue despedida de la fábrica. A partir de ese momento, comenzaron las amenazas y los interrogatorios por parte de la Securitate. Durante los siguientes meses y años, Herta Müller trató de ganarse la vida dando clases particulares de alemán a niños rumanos. En 1987 consiguió el permiso para marcharse de Rumanía y se fue a Alemania Occidental con su marido -el novelista Richard Wagner- y su madre. A pesar de hallarse en otro país, ella asegura que la Securitate no dejó de intimidarla. En 1989, un amigo suyo, Roland Kirsch, que había asistido a las reuniones del círculo literario de Timisoara y con el que se escribía, apareció muerto en circunstancias que nunca fueron aclaradas.
En los años posteriores a su llegada a Alemania, Herta Müller realizó lectorados en diferentes universidades alemanas y de otros países (universidades de Paderborn, Warwick, Hamburgo, Bochum, Carlisle (Pensilvania), Swansea, Gainsville (Florida), Kassel, Tubinga, Zúrich, Leipzig y Universidad Libre de Berlín). Actualmente vive en Berlín. Es miembro de la Academia Alemana de Oratoria y Literatura de Darmstadt desde 1995. En 1997 abandonó el PEN Club como forma de protesta por la decisión de reunir las asociaciones de Alemania del Este y del Oeste tras la caída del muro de Berlín. Durante todos estos años siguió denunciando las acciones del servicio secreto rumano en varios artículos y conferencias. En julio de 2008 criticó en una carta abierta al presidente del Instituto Cultural Rumano de Berlín por invitar a dos ex-informadores de la Securitate a un evento cultural. El 8 de octubre de 2009, se anunció que había ganado el Premio Nobel de Literatura, que reconocía su capacidad para describir «con la concentración de la poesía y la franqueza de la prosa, el paisaje de los desposeídos»


Recopilador:Dr. Enrico Pugliatti.

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Herta Müller




Todo lo que tengo lo llevo conmigo



Traducción del alemán de
Rosa Pilar Blanco












Nuevos Tiempos Ediciones Siruela
















Título original: Atemschaukel
En cubierta: Bird flying over barbed wire,
foto de © Walt Seng / Workbook Stock / Getty Images
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© 2009 Carl Hanser Verlag München
© De la traducción, Rosa Pilar Blanco
© Ediciones Siruela, S. A., 2010
c/ Almagro 25, ppal. dcha.

Printed and made in Spain



Papel 100% procedente de bosques bien gestionados


Índice






Todo lo que tengo lo llevo conmigo (6)
Sobre hacer la maleta (7)
Armuelle (16)
Cemento (23)
Las mujeres de la cal (27)
Sociedad intérlope (28)
Madera y algodón (32)
Tiempos emocionantes (34)
Sobre los viajes (37)
Sobre las personas severas (40)
Unagotadesuertedemás para Irma Pfeifer (42)
Álamos negros (44)
Pañuelo y ratones (47)
Sobre la pala del corazón (51)
Sobre el ángel del hambre (53)
Aguardiente de hulla (57)
Zepelín (58)
Sobre los dolores fantasmas del reloj de cuco (61)
Imaginaria-Kati (63)
El crimen del pan (66)
La Madona de la Media Luna (71)
Del pan propio al pan de mejilla (74)
Sobre el carbón (76)
Cómo se alargan los segundos (78)
Sobre la arena amarilla (79)
Los rusos también tienen sus recursos (81)
Sobre los abetos (83)
10 rublos (85)
Sobre el ángel del hambre (88)
Los secretos latinos (89)
Bloques de escoria (94)
El frasco crédulo y el frasco escéptico (96)
Sobre el envenenamiento por luz diurna (100)
Cada turno es una obra de arte (102)
Cuando canta un cisne (103)
Sobre la escoria (104)
La bufanda de seda burdeos (108)
Sobre las sustancias químicas (110)
Quién ha cambiado el país (114)
El hombre-patata (116)
Cielo abajo tierra arriba (121)
Sobre las variantes del tedio (123)
Hermano sustituto (128)
En el espacio en blanco bajo la línea (130)
La cuerda de Minkowski (131)
Perros negros (133)
Total, una cucharada más o menos... (134)
Un día mi ángel del hambre fue abogado (135)
Tengo un plan (137)
El beso de hojalata (138)
Así eran las cosas (140)
Liebre blanca (141)
Nostalgia. Como si la necesitase (142)
Un momento de lucidez (146)
La ligereza del heno (147)
Sobre la suerte del campo (149)
Se vive. Pero sólo una vez (152)
Algún día llegaré al pavimento elegante (155)
Profundas como el silencio (160)
El paralizado (161)
Tienes una niña en Viena (164)
El bastón (169)
Cuadernos rayados (171)
Soy todavía el piano (173)
Sobre los tesoros (178)

Epílogo (181)










Todo lo que tengo lo llevo conmigo


Sobre hacer la maleta





Todo lo que tengo lo llevo conmigo.
O: todo lo mío lo llevo conmigo.
He llevado todo lo que tenía. No era mío. Era o algo destinado a otras finalidades o de otra persona. La maleta de piel de cerdo era la caja de un gramófono. El guardapolvo era de mi padre. El abrigo de vestir con el ribete de terciopelo en el cuello, del abuelo. Los bombachos, de mi tío Edwin. Las polainas de cuero, del señor Carp, el vecino. Los guantes de lana verdes, de mi tía Fini. Sólo la bufanda de seda de color burdeos y el neceser eran míos, regalos de las últimas navidades.
En enero de 1945 la guerra continuaba. Temiendo que en pleno invierno los rusos me obligasen a ir quién sabe dónde, todos quisieron darme algo que quizá tuviera utilidad, aunque ya no sirviese de nada. Porque en el mundo nada servía. Como yo figuraba irremisiblemente en la lista de los rusos, todos me dieron algo y se reservaron su opinión. Y yo lo acepté, y a mis diecisiete años pensé que la partida venía en el momento adecuado. No debería ser la lista de los rusos, pero si las cosas no salen muy mal, será incluso buena para mí. Yo quería marcharme de ese dedal de ciudad donde hasta las piedras tenían ojos. En lugar de miedo sentía una oculta impaciencia. Y mala conciencia, porque la lista que desesperaba a mis allegados era para mí una circunstancia aceptable. Ellos temían que me sucediera algo lejos. Yo quería ir a un lugar que no me conociera.
A mí ya me había sucedido algo. Algo prohibido. Era extraño, sucio, vergonzoso y hermoso. Sucedió en el Erlenpark, muy al fondo, al otro lado de la colina de hierba. De regreso a casa me dirigí al centro del parque, al templete redondo donde tocaban las orquestas los días festivos. Me quedé un rato sentado dentro. La luz pasaba a través de la madera finamente tallada. Vi el miedo de los círculos vacíos, cuadrados y trapecios, unidos por arabescos blancos con garras. Era la muestra de mi confusión y del espanto que reflejaba el rostro de mi madre. En ese pabellón me juré a mí mismo: Jamás volveré a este parque.
Cuanto más me alejaba, más deprisa regresaba: a los dos días. A la cita, así lo llamaban en el parque.
Fui a la segunda cita con el mismo hombre de la primera. Se llamaba LA GOLONDRINA. El segundo fue uno nuevo, apelado EL ABETO. El tercero se llamaba LA OREJA. Después vino EL HILO. Luego, LA OROPÉNDOLA y LA GORRA. Más tarde LA LIEBRE, EL GATO, LA GAVIOTA. Después, LA PERLA. Sólo nosotros sabíamos a quién pertenecía cada apelativo. En el parque se practicaba un intercambio desenfrenado, y yo dejaba que me pasaran de uno a otro. Era verano y los abedules tenían la piel blanca; en la maleza de jazmines y saúcos crecía una pared verde de follaje impenetrable.
El amor tiene sus estaciones. El otoño ponía fin al parque. Los árboles se quedaban desnudos. Las citas se trasladaban, junto con nosotros, a los baños Neptuno. Junto a la puerta de hierro colgaba su emblema ovalado con el cisne. Cada semana me encontraba con uno que me doblaba la edad. Era rumano. Estaba casado. No diré cómo se llamaba, ni tampoco cómo me llamaba yo. Acudíamos a diferentes horas; la cajera en la vidriera emplomada de su cubículo, el brillante suelo de piedra, la redonda columna central, los azulejos de la pared decorados con nenúfares, las escaleras de madera tallada no podían concebir la idea de que habíamos quedado. Íbamos a la piscina a nadar con los demás. Sólo nos encontrábamos en la sauna.
Por aquel entonces, poco antes del campo de trabajo y también después de mi regreso hasta 1968, cuando abandoné el país, me habrían condenado a pena de cárcel por cada cita. Cinco años como mínimo, si me hubieran pillado. A algunos los pillaron. Los llevaban directamente del parque o del baño público a la cárcel, tras unos interrogatorios brutales. Y de allí al campo de castigo emplazado junto al canal. Del canal no se volvía, hoy lo sé. Quien a pesar de todo regresaba lo hacía convertido en un cadáver ambulante. Envejecido y aniquilado, perdido ya para el amor en el mundo.
Y mientras estuve en el campo de trabajo…, si me hubieran pillado, me habría costado la vida.
Tras los cinco años en el campo de trabajo vagabundeaba día tras día por las tumultuosas calles ensayando mentalmente las mejores frases por si me detenían: SORPRENDIDO EN FLAGRANTE DELITO... Preparé mil excusas y coartadas contra este veredicto de culpabilidad. Llevo un equipaje de silencio. Me he rodeado de un silencio tan hondo y duradero que nunca acierto a abrirme con las palabras. Cuando hablo, solamente me cierro de otra manera.
En el último verano de citas, para alargar el retorno a casa desde el Erlenpark, entré por casualidad en la iglesia de la Santísima Trinidad de Grosser Ring. Esta casualidad desempeñó el papel del destino. Vi el tiempo venidero. Junto al altar lateral, sobre una columna, estaba el santo con una capa gris y una oveja sobre los hombros a modo de cuello de la capa. Esa oveja sobre los hombros es el silencio. Hay cosas de las que no se habla. Pero sé de qué hablo cuando digo que el silencio en los hombros es distinto al silencio en la boca. Antes, durante y después de mi etapa en el campo de trabajo, a lo largo de veinticinco años, he vivido atemorizado por el Estado y la familia. Por la doble desgracia que supone que el Estado me encierre por delincuente y la familia me excluya por ser una deshonra. En medio del tráfago de las calles me miré en el espejo de los escaparates, en las ventanas de tranvías y edificios, en fuentes y charcos, preguntándome, incrédulo, si no sería transparente.
Mi padre era profesor de dibujo. Y yo, con los baños Neptuno en la cabeza, daba un respingo, como si me propinaran una patada, cuando él utilizaba la palabra ACUARELA. Esa palabra sabía lo lejos que yo había ido ya. Mi madre decía en la mesa: No pinches la patata con el tenedor, se deshace, utiliza la cuchara, el tenedor se usa para la carne. Me latían las sienes. Por qué habla de carne cuando se trata de una patata y un tenedor. De qué carne habla. Las citas me habían vuelto la carne del revés. Yo era mi propio ladrón, las palabras se abatían de improviso y me atrapaban.
Mi madre, y sobre todo mi padre, igual que todos los alemanes de esa pequeña ciudad, creían en la belleza de las trenzas rubias y los calcetines blancos hasta la rodilla. En el cuadrado negro del bigote de Hitler y en nosotros, los sajones de Siebenbürgen, como raza aria. Mi secreto, considerado de manera puramente física, era la máxima atrocidad. Con un rumano, además, implicaba una profanación de la raza.
Yo quería alejarme de la familia, aunque fuera para ir a un campo de trabajo. Sólo me daba pena mi madre, que ignoraba lo poco que me conocía. Que cuando me haya ido pensará más en mí que en ella.
Además del santo con la oveja del silencio sobre los hombros, vi en la iglesia la hornacina blanca con la inscripción: EL CIELO PONE EN MARCHA EL TIEMPO. Mientras hacía la maleta, pensaba: La hornacina blanca ha surtido efecto. El tiempo ya se ha puesto en marcha. También me alegraba no tener que ir a la guerra, a la nieve del frente. Comencé a preparar la maleta con docilidad y una valentía estúpida. No me defendí contra nada. Polainas de cuero con cordoncitos, pantalón bombacho, abrigo con ribete de terciopelo..., nada de eso me pegaba. Lo importante era que el tiempo ya se había puesto en marcha, no la ropa. Con esas prendas o con otras te haces adulto de todos modos. El mundo no es un baile de disfraces, pensaba, pero nadie que tenga que viajar a Rusia en lo más crudo del invierno es ridículo.
Una patrulla de dos policías, uno rumano y otro ruso, iba con la lista de casa en casa. Ya no recuerdo si la patrulla mencionó en nuestra casa las palabras CAMPO DE TRABAJO. Y si no, qué otra palabra además de RUSIA. Si lo hizo, las palabras campo de trabajo no me asustaron. A pesar de que estábamos en guerra y del silencio de mis citas sobre los hombros, a mis diecisiete años aun vivía una infancia muy ingenua. Las palabras acuarela y carne me afectaban. Pero mí cerebro estaba sordo para la expresión CAMPO DE TRABAJO.
Por entonces, estando a la mesa con las patatas y el tenedor, cuando mi madre me sorprendió con la palabra carne, recordé también que siendo niño, mientras jugaba abajo en el patio, mi madre me gritó desde la ventana de la galería: Como no subas inmediatamente a la mesa, como tenga que llamarte otra vez, puedes quedarte dónde estás. Y como continué abajo un rato más, cuando subí me dijo: Ahora puedes hacer la mochila y salir a correr mundo y hacer lo que se te antoje. Al mismo tiempo me arrastró a la habitación, cogió la pequeña mochila y embutió dentro mi gorra de lana y la chaqueta. Pero adónde voy a ir, si soy tu hijo, le pregunté.
Mucha gente piensa que hacer la maleta es cuestión de entrenamiento, que lo aprendes espontáneamente como cantar o rezar. Nosotros no teníamos entrenamiento y tampoco maleta. Cuando mi padre tuvo que marchar al frente con los soldados rumanos, no hubo nada que empaquetar. En cuanto soldado, te lo dan todo, forma parte del uniforme. Aparte de para marcharse y para protegerse del frío, no sabíamos para qué hacíamos el equipaje. No tienes lo adecuado, improvisas. Lo erróneo se convierte en necesario. Lo necesario es lo único adecuado, sólo porque se tiene.
Mi madre trajo el gramófono del cuarto de estar y lo colocó sobre la mesa de la cocina. Con ayuda del destornillador convertí la caja del gramófono en una maleta. Desmonté primero el dispositivo giratorio y el plato. Después tapé con un corcho el agujero donde encajaba el manubrio. El forro quedó dentro, terciopelo rojizo. Tampoco desmonté la placa triangular HIS MASTERS VOICE con el perro delante de la bocina. En el fondo de la maleta coloqué cuatro libros: Fausto, encuadernado en tela, Zaratustra, el delgado Weinheber y la antología poética de ocho siglos. Ni una sola novela, porque ésas sólo se leen una vez y basta. Sobre los libros puse el neceser, que contenía: 1 frasco de colonia, 1 frasco de loción de afeitar TARR, 1 jabón de afeitar, 1 maquinilla de afeitar, 1 brocha, 1 piedra de alumbre, 1 pastilla de jabón, 1 tijera de uñas. Junto al neceser coloqué 1 par de calcetines cortos de lana (marrones, ya zurcidos), 1 par de calcetines hasta la rodilla, 1 camisa de franela a cuadros blancos y rojos, 2 calzoncillos cortos de reps. Arriba del todo puse la bufanda nueva de seda para que no se aplastara. Era de color burdeos con cuadros en el mismo tono, a veces satinados, otras mate. Con eso la maleta quedó llena.
Después el hatillo: 1 colcha del diván (de lana, a cuadros azul claro y blancos, un envoltorio gigantesco, pero que no abrigaba). Y enrollado dentro: 1 guardapolvo (cheviot blanco y negro, ya muy usado) y 1 par de polainas de cuero (antiquísimas, de la Primera Guerra Mundial, de color amarillo melón con pequeñas correas).
Después la bolsa de comida con: 1 lata de jamón en conserva marca Scandia, 4 bocadillos, unas galletas que habían sobrado de Navidad, 1 cantimplora con vaso llena de agua.
Después mi abuela colocó cerca de la puerta la maleta del gramófono, el hatillo y la bolsa con la comida. Los dos policías habían comunicado que vendrían a buscarme a medianoche. El equipaje estaba preparado junto a la puerta.
Después me vestí: 1 calzoncillo largo, 1 camisa de franela (a cuadros beige y verdes), 1 pantalón bombacho (gris, del tío Edwin, como ya he dicho), 1 chaleco de paño con mangas de punto, 1 par de calcetines cortos de lana y 1 par de bokantschen, fuertes botas de invierno. Tenía a mano los calcetines verdes de la tía Fini, encima de la mesa. Me até las botas, y mientras lo hacía caí en la cuenta de que años atrás, durante las vacaciones de verano en el Wench, mi madre se puso un traje marinero confeccionado por ella misma. En mitad del paseo por un prado se dejó caer entre la hierba alta y se hizo la muerta. Yo tenía entonces ocho años. Qué susto, el cielo cayó sobre la hierba. Cerré los ojos para no ver cómo se me tragaba. Mi madre se levantó de un salto, me sacudió y dijo: Cuánto me quieres, aún estoy viva.
Ya me había atado las botas. Me senté a la mesa y esperé la medianoche. Y la medianoche llegó, pero la patrulla se retrasaba. Transcurrieron tres horas más, eso era casi imposible de aguantar. Por fin llegaron. Mi madre me sostuvo el abrigo con el ribete de terciopelo en el cuello. Me lo puse. Ella lloraba. Me enfundé los guantes verdes. En el pasillo de madera, justo al lado del contador del gas, la abuela dijo: SÉ QUE VOLVERÁS.
No retuve esa frase en la memoria deliberadamente. Me la llevé al campo de trabajo sin darme cuenta. No tenía ni idea de que me acompañaba. Pero una frase así es libre. Ella actuó en mi interior más que todos los libros que me llevé. SÉ QUE VOLVERÁS se convirtió en cómplice de la pala del corazón y en adversario del ángel del hambre. Yo, que he regresado, puedo decirlo: Una frase así te mantiene con vida.
Eran las tres de la madrugada del 15 de enero de 1945 cuando la patrulla vino a por mí. El frío encogía, estábamos a -15 °C. Atravesamos la ciudad vacía en el camión con toldo hacia el pabellón. Era el salón de celebraciones de los sajones. Y ahora el campo de agrupamiento. En el pabellón se apiñaban unas trescientas personas. Sobre el suelo se veían colchones y sacos de paja. Durante toda la noche llegaron coches, también de los pueblos circundantes, y descargaron a la gente recogida. Al amanecer eran casi quinientos. Esa noche fue imposible contar, no se tenía una visión de conjunto. La luz del pabellón permaneció encendida todo el tiempo. La gente iba de un lado a otro en busca de conocidos. Decían que en la estación habían reclutado a carpinteros que ahora se dedicaban a clavetear catres de madera verde en vagones de ganado. Otros artesanos montaban estufas de hierro en los trenes. Otros serraban agujeros en el suelo para que sirvieran de retrete. Se hablaba bajo y mucho con los ojos abiertos como platos, y se lloraba bajo y mucho con los ojos cerrados. El aire olía a lana vieja, al sudor del miedo y a carne grasienta asada, a pastas de vainilla y aguardiente. Una mujer se quitó el pañuelo. Seguro que era de pueblo, llevaba la trenza doblada dos veces en la parte posterior de la cabeza y prendida en medio de ésta con una peineta semicircular de asta. Los dientes de la peineta desaparecían en el pelo, de su borde arqueado sólo asomaban dos esquinas como orejitas puntiagudas. Con las orejas y la gruesa trenza, la cabeza parecía por detrás un gato sentado. Yo estaba sentado como un espectador entre gente de pie y montones de equipaje. Durante unos minutos se apoderó de mí el sueño y soñé:
Mi madre y yo estamos en el cementerio ante una tumba reciente. Encima de ella, en el centro, la mitad de alta que yo, crece una planta de hojas peludas. En su tallo hay un folículo con un asa de cuero, una maleta pequeña. El folículo está abierto un dedo, acolchado por dentro con terciopelo rojizo. No sabemos quién ha muerto. Mi madre dice: Coge la tiza del bolsillo del abrigo. Pero si no tengo ninguna. Cuando meto la mano en el bolsillo, encuentro un trozo de jaboncillo de sastre. Mi madre dice: Tenemos que escribir un nombre corto en la maleta. Escribamos CEYA, nadie que conozcamos se llama así. Yo escribo YACE.
En el sueño comprendí con claridad que estaba muerto, pero no me apetecía decírselo a mi madre. Me desperté sobresaltado, porque un hombre mayor con un paraguas se sentó a mi lado en el saco de paja y dijo muy cerca de mi oído: Mi cuñado quiere venir, pero el pabellón está vigilado por los cuatro costados y no le dejan pasar. Todavía estamos en la ciudad y él no puede venir aquí ni yo ir a casa. En cada botón de plata de su chaqueta volaba un pájaro, un pato salvaje o más bien un albatros. Porque, cuando me incliné hacia delante, la cruz del escudo que llevaba en el pecho se transformó en un ancla. El paraguas estaba como un bastón entre él y yo. ¿Lo llevará con usted?, pregunté. Allí nieva todavía más que aquí, contestó.
No nos habían dicho cuándo y cómo teníamos que salir del pabellón hacia la estación. Cuándo podríamos, diría yo, porque quería partir de una vez hacia Rusia aunque fuera en el vagón de ganado con la caja del gramófono y el ribete de terciopelo en el cuello. Ya no sé cómo llegamos a la estación. Los vagones de ganado eran altos. También he olvidado el proceso de la subida, porque viajamos tantos días y tantas noches en el vagón de ganado que parecía que siempre habíamos estado dentro. Tampoco sé ya durante cuánto tiempo viajamos. Yo pensaba que viajar mucho tiempo significaba viajar lejos. Mientras viajemos, no puede pasarnos nada. Mientras viajemos, todo irá bien.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con el equipaje en la cabecera del catre. Hablar y callar, comer y dormir. Circulaban las botellas de aguardiente. Cuando viajar se había convertido ya en una costumbre, comenzaron aquí y allá los intentos de caricias. Uno miraba con un ojo y apartaba el otro.
Yo iba sentado al lado de Trudi Pelikan y dije: Me siento igual que en la excursión a los Cárpatos para esquiar en la cabaña del lago Balea, donde un alud se tragó a media clase del instituto. A nosotros no puede sucedemos eso, repuso ella, no hemos traído equipo de esquí. Con una caja de gramófono se puede cabalgar, cabalgar, a través del día a través de la noche a través del día, conocerás a Rilke, dijo Trudi Pelikan con su abrigo de corte acampanado con puños de piel hasta los codos. Puños de piel marrón como dos medios perritos. A veces Trudi Pelikan se metía las manos cruzadas en las mangas, y los dos medios perritos se convertían en un perrito entero. Por aquel entonces yo todavía no había visto la estepa, pues de lo contrario habría pensado en ardillas de tierra. Trudi Pelikan olía todavía a melocotones calientes, incluso su boca, incluso el tercer y el cuarto día en el vagón de ganado. Estaba sentada con su abrigo igual que una dama en el tranvía de camino a la oficina y me contó que durante cuatro días se había ocultado en un agujero excavado en el suelo del jardín vecino, detrás del cobertizo. Pero nevó, y las pisadas entre la casa, el cobertizo y el agujero en el suelo quedaron a la vista. Su madre ya no podía llevarle la comida a escondidas. Se veían las huellas por todo el jardín. La nieve la delató, tuvo que abandonar voluntariamente su escondrijo, voluntariamente obligada por la nieve. Nunca se lo perdonaré a la nieve, dijo. No se puede imitar la nieve recién caída, no se puede arreglar la nieve para que parezca intacta. Se puede arreglar la tierra, dijo, y la arena, e incluso la hierba, si uno se esfuerza. Y el agua se arregla por sí sola, porque se lo traga todo y se vuelve a cerrar enseguida una vez que ha tragado. Y el aire siempre está arreglado porque es invisible. Todos, salvo la nieve, habrían callado, dijoTrudi Pelikan. Añadió que una buena nevada era la principal culpable. Que cayó precisamente en la ciudad, como si supiera dónde estaba, como si estuviera en su casa. Pero que se puso inmediatamente al servicio de los rusos. Estoy aquí porque me ha delatado la nieve, concluyó Trudi Pelikan.
El tren viajó doce días o catorce, incontables horas, sin detenerse. Después se detuvo incontables horas, sin viajar. No sabíamos dónde nos encontrábamos en ese momento. Excepto cuando uno de las literas de arriba logró leer el letrero de una estación a través de la ranura de la ventanilla abatible: BUZAU. La estufa de hierro retumbaba en el centro del vagón. Las botellas de aguardiente pasaban de mano en mano. Todos estaban achispados, algunos por la bebida, otros por la incertidumbre. O por ambas cosas a la vez.
Te pasaba por la cabeza lo que podían entrañar las palabras DEPORTADO POR LOS RUSOS, pero eso no afectaba a tu estado de ánimo. Sólo pueden llevarnos al paredón cuando lleguemos, aún estamos de viaje. Que no nos hubieran llevado al paredón y fusilado hacía mucho, tal como sabíamos por la propaganda nazi de nuestra tierra, nos volvía casi despreocupados. En el vagón de ganado los hombres aprendieron a beber al buen tuntún. Las mujeres aprendieron a cantar al buen tuntún:

En el bosque florece el torvisco
La zanja aún tiene nieve
Y la cartita que me has escrito
Esa cartita, mucho me duele.

Siempre la misma canción, hasta que ya no sabías si de verdad cantaban o no, porque cantaba el aire. La canción se agitaba en tu mente y se adaptaba a la marcha: un blues de vagón de ganado y una canción kilométrica del tiempo puesto en marcha. Fue la canción más larga de mi vida, las mujeres la cantaron durante cinco años, contagiándole la nostalgia que todos nosotros padecíamos. La puerta del vagón estaba precintada por fuera. Fue abierta cuatro veces, una puerta corrediza sobre ruedas. Todavía estábamos en territorio rumano cuando en dos ocasiones arrojaron al interior del vagón media cabra despellejada serrada a lo largo. Estaba congelada y cayó al suelo con estrépito. La primera cabra la utilizamos como combustible. Tras trocearla, la quemamos. Estaba tan flaca que ni siquiera apestó, ardió bien. Con la segunda circuló la palabra PASTRAMI, carne secada al aire. También quemamos nuestra segunda cabra y reímos. Estaba tan tiesa y lívida como la primera, una osamenta espantosa. Reímos demasiado pronto, fuimos tan arrogantes como para despreciar a las dos caritativas cabras rumanas.
La familiaridad creció conforme transcurría el tiempo. En ese espacio reducido sucedían acontecimientos banales, sentarse, levantarse. Rebuscar en la maleta, vaciar, llenar. Ir al agujero del retrete, detrás de dos mantas colgadas. Cada banalidad acarreaba otra. En un vagón de ganado toda individualidad se atrofia. Uno está más entre otros que consigo mismo. No eran necesarias las deferencias. Había un apoyo mutuo, como en casa. A lo mejor sólo hablo de mí cuando hoy relato esto. A lo mejor ni siquiera de mí. A lo mejor la estrechez del vagón de ganado me amansaba, porque de todos modos deseaba marcharme y aún conservaba bastante comida en la maleta. No intuíamos con qué rapidez se abatiría sobre nosotros el hambre salvaje. Con cuánta frecuencia, en los cinco años venideros, nos asemejaríamos, cuando nos visitara el ángel del hambre, a esas tiesas y lívidas cabras. Y con cuánta frecuencia las lloraríamos.
La noche rusa se abatió sobre nosotros, Rumania había quedado atrás. Durante una parada de horas sentimos fuertes sacudidas. En los ejes de los vagones adaptaban las ruedas al mayor ancho de vía ruso, al ancho de la estepa. En el exterior, tanta nieve iluminaba la noche. Esa noche hicimos la tercera parada en campo abierto. Los centinelas rusos gritaron UBÓRNAYA. Todas las puertas de los vagones se abrieron. Caímos dando traspiés unos detrás de otros al terreno nevado situado a un nivel inferior y nos hundimos hasta las rodillas. Comprendimos, sin entender, que Ubórnaya significaba hacer nuestras necesidades todos juntos. Arriba, muy arriba, la luna redonda. Ante nuestros rostros, el aliento volaba blanco y brillante como la nieve bajo los pies. A nuestro alrededor, las ametralladoras listas para disparar. Y ahora: abajo los pantalones.
Qué situación tan embarazosa, tan vergonzosa para todo el mundo. Por suerte, ese territorio nevado estaba tan sólo con nosotros, nadie miraba cuando nos obligaron a hacer lo mismo tan cerca unos de otros. Yo no necesitaba ir al baño, pero me bajé los pantalones y me puse en cuclillas. Qué malvado y silencioso era ese territorio nocturno, cómo nos ridiculizaba al hacer nuestras necesidades. A mi izquierda, Trudi Pelikan se remangó el abrigo acampanado hasta los sobacos y se bajó los pantalones hasta los tobillos, se oyó el siseo entre sus zapatos. A mis espaldas Paul Gast, el abogado, gemía al apretar, y cómo gruñían los intestinos de su mujer, la señora Heidrun Gast, a causa de la diarrea. A nuestro alrededor el cálido vapor pestilente se congeló al instante brillando en el aire. Ese territorio nevado nos propinó, una cura de caballo haciendo que nos sintiéramos solos con nuestros culos al aire en medio de los ruidos del bajo vientre. Qué mezquinos se tornaron nuestros intestinos en esa situación solidaria.
A lo mejor esa noche no crecí yo de repente, sino el miedo, en mi interior. A lo mejor la solidaridad sólo cobra realidad de ese modo. Porque todos, todos sin excepción, nos situamos para hacer nuestras necesidades automáticamente con la cara hacia el terraplén de la vía. Todos teníamos la luna a la espalda, ya no apartamos los ojos de la puerta abierta del vagón de ganado, dependíamos de ella como si fuese la puerta de una habitación. Nos embargaba ya el miedo loco a que la puerta se cerrase y el tren partiese sin nosotros.
Uno gritó en medio de la vasta noche: He aquí al pueblo sajón cagando, todos juntos. Cuando todo hace aguas, no son sólo aguas menores. A todos vosotros os gusta vivir, ¿verdad? Soltó una risa hueca, metálica. Todos se apartaron un poco de él. Entonces tuvo sitio, se inclinó ante nosotros como un actor y repitió con tono alto y solemne: A todos vosotros os gusta vivir, ¿verdad?
En su voz resonó un eco. Algunos empezaron a llorar, el aire estaba vidrioso. Su rostro se había sumergido en la locura. La saliva había cristalizado en su chaqueta. Entonces vi el emblema en el pecho, era el hombre de los botones de albatros. Estaba completamente solo y sollozaba con voz infantil. Junto a él sólo había quedado la nieve emporcada. Y detrás de él, el mundo helado con la luna como una radiografía.
La locomotora soltó un pitido ahogado. El UUUH más bajo que he oído jamás. Todos nos apresuramos hacia la puerta. Subimos y continuamos el viaje.

Al hombre también lo habría reconocido sin el emblema. Nunca lo vi en el campo de trabajo.

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