Rumania, finales de la II Guerra Mundial. De las conversaciones con su compatriota y amigo el poeta Oskar Pastior (1927-2006) y con otros supervivientes, Herta Müller reunió el material con el que después escribió esta gran novela. Así, basándose en la historia profundamente individual de un hombre joven, consigue narrar un capítulo todavía casi desconocido de la historia europea y visualizarlo en imágenes inolvidables. La autora ha logrado plasmar la persecución sufrida por los alemanes rumanos en tiempos de Stalin centrándose en la historia de un solo individuo.
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Herta Müller (Nitchidorf, Timis, Rumania, 17 de agosto de 1953) es una novelista, poetisa y ensayista rumano-alemana. Su obra trata fundamentalmente de las condiciones de vida en Rumanía durante la dictadura de Ceaucescu. Ha sido galardonada con numerosos premios, entre ellos el Premio Nobel de Literatura de 2009.
Herta nació el 17 de agosto de 1953 en Nitchidorf, Banat, un lugar germanohablante de la región de Timisoara, en Rumania. Su familia pertenece a una minoría alemana, los llamados Suabos del Danubio, que llevan varios siglos asentados en esa región. Su abuelo era granjero y comerciante, y había sido expropiado bajo el régimen comunista rumano. Su padre, Josef Müller, que se ganaba la vida como camionero, fue formado como nazi y sirvió durante la II Guerra Mundial en las Waffen-SS. Su madre, Katharina Müller, fue deportada a la Unión Soviética en 1945, donde pasó cinco años en un campo de trabajo realizando `trabajos de reparación`. Muchos de los hombres y de las mujeres del pueblo en el que se crió Herta compartieron el mismo destino que sus padres. Según cuenta la propia Herta Müller, sus padres quedaron muy deteriorados tras las experiencias vividas durante la guerra y después de ella, no hablaban mucho de su pasado y ella creció rodeada de silencio y de tabúes.
A los 15 años se fue a hacer el bachillerato a la ciudad de Timisoara, a 30 kilómetros de su pueblo natal. Allí tuvo que aprender rumano, lo que le hizo tomar conciencia de pertenecer a una minoría. Entre 1973 y 1976, después de terminar el bachillerato, estudió filología germánica y rumana en la Universidad del Oeste de Timisoara. En esta época acudía a las reuniones del Aktionsgruppe Banat o Grupo de Acción del Banato, una tertulia de escritores idealistas rumano-alemanes, entre los que se encontraba Richard Wagner, su futuro marido. Este grupo se había fundado en 1972 con el poema conjunto “Engagement”, que todos los miembros habían firmado a modo de manifiesto en el que llamaban al lector a ser políticamente comprometido. El grupo fue disuelto en 1976 por la Securitate, la policía secreta del régimen comunista rumano. Los autores se volvieron a reunir en el círculo literario Adam Müller-Guttembrunn de Timisoara, en el que Herta Müller era la única mujer.
El primer empleo que consiguió Herta Müller tras terminar sus estudios fue como traductora técnica entre 1977 y 1979 en la fábrica de maquinaria Tehnometal.
Herta Müller fue despedida de la fábrica. A partir de ese momento, comenzaron las amenazas y los interrogatorios por parte de la Securitate. Durante los siguientes meses y años, Herta Müller trató de ganarse la vida dando clases particulares de alemán a niños rumanos. En 1987 consiguió el permiso para marcharse de Rumanía y se fue a Alemania Occidental con su marido -el novelista Richard Wagner- y su madre. A pesar de hallarse en otro país, ella asegura que la Securitate no dejó de intimidarla. En 1989, un amigo suyo, Roland Kirsch, que había asistido a las reuniones del círculo literario de Timisoara y con el que se escribía, apareció muerto en circunstancias que nunca fueron aclaradas.
En los años posteriores a su llegada a Alemania, Herta Müller realizó lectorados en diferentes universidades alemanas y de otros países (universidades de Paderborn, Warwick, Hamburgo, Bochum, Carlisle (Pensilvania), Swansea, Gainsville (Florida), Kassel, Tubinga, Zúrich, Leipzig y Universidad Libre de Berlín). Actualmente vive en Berlín. Es miembro de la Academia Alemana de Oratoria y Literatura de Darmstadt desde 1995. En 1997 abandonó el PEN Club como forma de protesta por la decisión de reunir las asociaciones de Alemania del Este y del Oeste tras la caída del muro de Berlín. Durante todos estos años siguió denunciando las acciones del servicio secreto rumano en varios artículos y conferencias. En julio de 2008 criticó en una carta abierta al presidente del Instituto Cultural Rumano de Berlín por invitar a dos ex-informadores de la Securitate a un evento cultural. El 8 de octubre de 2009, se anunció que había ganado el Premio Nobel de Literatura, que reconocía su capacidad para describir «con la concentración de la poesía y la franqueza de la prosa, el paisaje de los desposeídos»
Recopilador:Dr. Enrico Pugliatti.
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Herta
Müller
Todo
lo que tengo lo llevo conmigo
Traducción
del alemán de
Rosa
Pilar Blanco
Nuevos
Tiempos Ediciones Siruela
Título original: Atemschaukel
En cubierta: Bird flying over barbed wire,
foto de © Walt Seng / Workbook Stock / Getty Images
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© 2009 Carl Hanser Verlag München
© De la traducción, Rosa Pilar Blanco
© Ediciones Siruela, S. A., 2010
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
Printed and made in
Spain
Papel 100% procedente de bosques bien gestionados
Índice
Todo lo que tengo lo llevo conmigo (6)
Sobre hacer la maleta (7)
Armuelle (16)
Cemento (23)
Las mujeres de la cal (27)
Sociedad intérlope (28)
Madera y algodón (32)
Tiempos emocionantes (34)
Sobre los viajes (37)
Sobre las personas severas (40)
Unagotadesuertedemás para Irma Pfeifer (42)
Álamos negros (44)
Pañuelo y ratones (47)
Sobre la pala del corazón (51)
Sobre el ángel del hambre (53)
Aguardiente de hulla (57)
Zepelín (58)
Sobre los dolores fantasmas del reloj de cuco (61)
Imaginaria-Kati (63)
El crimen del pan (66)
La Madona de la Media Luna (71)
Del pan propio al pan de mejilla (74)
Sobre el carbón (76)
Cómo se alargan los segundos (78)
Sobre la arena amarilla (79)
Los rusos también tienen sus recursos (81)
Sobre los abetos (83)
10 rublos (85)
Sobre el ángel del hambre (88)
Los secretos latinos (89)
Bloques de escoria (94)
El frasco crédulo y el frasco escéptico (96)
Sobre el envenenamiento por luz diurna (100)
Cada turno es una obra de arte (102)
Cuando canta un cisne (103)
Sobre la escoria (104)
La bufanda de seda burdeos (108)
Sobre las sustancias químicas (110)
Quién ha cambiado el país (114)
El hombre-patata (116)
Cielo abajo tierra arriba (121)
Sobre las variantes del tedio (123)
Hermano sustituto (128)
En el espacio en blanco bajo la línea (130)
La cuerda de Minkowski (131)
Perros negros (133)
Total, una cucharada más o menos... (134)
Un día mi ángel del hambre fue abogado (135)
Tengo un plan (137)
El beso de hojalata (138)
Así eran las cosas (140)
Liebre blanca (141)
Nostalgia. Como si la necesitase (142)
Un momento de lucidez (146)
La ligereza del heno (147)
Sobre la suerte del campo (149)
Se vive. Pero sólo una vez (152)
Algún día llegaré al pavimento elegante (155)
Profundas como el silencio (160)
El paralizado (161)
Tienes una niña en Viena (164)
El bastón (169)
Cuadernos rayados (171)
Soy todavía el piano (173)
Sobre los tesoros (178)
Epílogo (181)
Todo lo que tengo
lo llevo conmigo
Sobre hacer la
maleta
Todo lo que tengo lo llevo conmigo.
O: todo lo mío lo llevo conmigo.
He llevado todo lo que tenía. No era mío.
Era o algo destinado a otras finalidades o de otra persona. La maleta de piel
de cerdo era la caja de un gramófono. El guardapolvo era de mi padre. El abrigo
de vestir con el ribete de terciopelo en el cuello, del abuelo. Los bombachos,
de mi tío Edwin. Las polainas de cuero, del señor Carp, el vecino. Los guantes
de lana verdes, de mi tía Fini. Sólo la bufanda de seda de color burdeos y el
neceser eran míos, regalos de las últimas navidades.
En enero de 1945 la guerra continuaba.
Temiendo que en pleno invierno los rusos me obligasen a ir quién sabe dónde,
todos quisieron darme algo que quizá tuviera utilidad, aunque ya no sirviese de
nada. Porque en el mundo nada servía. Como yo figuraba irremisiblemente en la
lista de los rusos, todos me dieron algo y se reservaron su opinión. Y yo lo
acepté, y a mis diecisiete años pensé que la partida venía en el momento
adecuado. No debería ser la lista de los rusos, pero si las cosas no salen muy
mal, será incluso buena para mí. Yo quería marcharme de ese dedal de ciudad
donde hasta las piedras tenían ojos. En lugar de miedo sentía una oculta
impaciencia. Y mala conciencia, porque la lista que desesperaba a mis allegados
era para mí una circunstancia aceptable. Ellos temían que me sucediera algo
lejos. Yo quería ir a un lugar que no me conociera.
A mí ya me había sucedido algo. Algo
prohibido. Era extraño, sucio, vergonzoso y hermoso. Sucedió en el Erlenpark,
muy al fondo, al otro lado de la colina de hierba. De regreso a casa me dirigí
al centro del parque, al templete redondo donde tocaban las orquestas los días
festivos. Me quedé un rato sentado dentro. La luz pasaba a través de la madera
finamente tallada. Vi el miedo de los círculos vacíos, cuadrados y trapecios,
unidos por arabescos blancos con garras. Era la muestra de mi confusión y del
espanto que reflejaba el rostro de mi madre. En ese pabellón me juré a mí
mismo: Jamás volveré a este parque.
Cuanto más me alejaba, más deprisa
regresaba: a los dos días. A la cita, así lo llamaban en el parque.
Fui a la segunda cita con el mismo hombre
de la primera. Se llamaba LA GOLONDRINA. El segundo fue uno nuevo, apelado EL
ABETO. El tercero se llamaba LA OREJA. Después vino EL HILO. Luego, LA
OROPÉNDOLA y LA GORRA. Más tarde LA LIEBRE, EL GATO, LA GAVIOTA. Después, LA
PERLA. Sólo nosotros sabíamos a quién pertenecía cada apelativo. En el parque se
practicaba un intercambio desenfrenado, y yo dejaba que me pasaran de uno a
otro. Era verano y los abedules tenían la piel blanca; en la maleza de jazmines
y saúcos crecía una pared verde de follaje impenetrable.
El amor tiene sus estaciones. El otoño ponía
fin al parque. Los árboles se quedaban desnudos. Las citas se trasladaban,
junto con nosotros, a los baños Neptuno. Junto a la puerta de hierro colgaba su
emblema ovalado con el cisne. Cada semana me encontraba con uno que me doblaba
la edad. Era rumano. Estaba casado. No diré cómo se llamaba, ni tampoco cómo me
llamaba yo. Acudíamos a diferentes horas; la cajera en la vidriera emplomada de
su cubículo, el brillante suelo de piedra, la redonda columna central, los azulejos
de la pared decorados con nenúfares, las escaleras de madera tallada no podían
concebir la idea de que habíamos quedado. Íbamos a la piscina a nadar con los
demás. Sólo nos encontrábamos en la sauna.
Por aquel entonces, poco antes del campo de
trabajo y también después de mi regreso hasta 1968, cuando abandoné el país, me
habrían condenado a pena de cárcel por cada cita. Cinco años como mínimo, si me
hubieran pillado. A algunos los pillaron. Los llevaban directamente del parque
o del baño público a la cárcel, tras unos interrogatorios brutales. Y de allí
al campo de castigo emplazado junto al canal. Del canal no se volvía, hoy lo
sé. Quien a pesar de todo regresaba lo hacía convertido en un cadáver
ambulante. Envejecido y aniquilado, perdido ya para el amor en el mundo.
Y mientras estuve en el campo de trabajo…,
si me hubieran pillado, me habría costado la vida.
Tras los cinco años en el campo de trabajo
vagabundeaba día tras día por las tumultuosas calles ensayando mentalmente las
mejores frases por si me detenían: SORPRENDIDO EN FLAGRANTE DELITO... Preparé
mil excusas y coartadas contra este veredicto de culpabilidad. Llevo un
equipaje de silencio. Me he rodeado de un silencio tan hondo y duradero que
nunca acierto a abrirme con las palabras. Cuando hablo, solamente me cierro de
otra manera.
En el último verano de citas, para alargar
el retorno a casa desde el Erlenpark, entré por casualidad en la iglesia de la
Santísima Trinidad de Grosser Ring. Esta casualidad desempeñó el papel del
destino. Vi el tiempo venidero. Junto al altar lateral, sobre una columna,
estaba el santo con una capa gris y una oveja sobre los hombros a modo de
cuello de la capa. Esa oveja sobre los hombros es el silencio. Hay cosas de las
que no se habla. Pero sé de qué hablo cuando digo que el silencio en los hombros
es distinto al silencio en la boca. Antes, durante y después de mi etapa en el
campo de trabajo, a lo largo de veinticinco años, he vivido atemorizado por el
Estado y la familia. Por la doble desgracia que supone que el Estado me
encierre por delincuente y la familia me excluya por ser una deshonra. En medio
del tráfago de las calles me miré en el espejo de los escaparates, en las
ventanas de tranvías y edificios, en fuentes y charcos, preguntándome,
incrédulo, si no sería transparente.
Mi padre era profesor de dibujo. Y yo, con
los baños Neptuno en la cabeza, daba un respingo, como si me propinaran una
patada, cuando él utilizaba la palabra ACUARELA. Esa palabra sabía lo lejos que
yo había ido ya. Mi madre decía en la mesa: No pinches la patata con el tenedor,
se deshace, utiliza la cuchara, el tenedor se usa para la carne. Me latían las
sienes. Por qué habla de carne cuando se trata de una patata y un tenedor. De
qué carne habla. Las citas me habían vuelto la carne del revés. Yo era mi
propio ladrón, las palabras se abatían de improviso y me atrapaban.
Mi madre, y sobre todo mi padre, igual que
todos los alemanes de esa pequeña ciudad, creían en la belleza de las trenzas
rubias y los calcetines blancos hasta la rodilla. En el cuadrado negro del
bigote de Hitler y en nosotros, los sajones de Siebenbürgen, como raza aria. Mi
secreto, considerado de manera puramente física, era la máxima atrocidad. Con
un rumano, además, implicaba una profanación de la raza.
Yo quería alejarme de la familia, aunque
fuera para ir a un campo de trabajo. Sólo me daba pena mi madre, que ignoraba
lo poco que me conocía. Que cuando me haya ido pensará más en mí que en ella.
Además del santo con la oveja del silencio
sobre los hombros, vi en la iglesia la hornacina blanca con la inscripción: EL
CIELO PONE EN MARCHA EL TIEMPO. Mientras hacía la maleta, pensaba: La hornacina
blanca ha surtido efecto. El tiempo ya se ha puesto en marcha. También me
alegraba no tener que ir a la guerra, a la nieve del frente. Comencé a preparar
la maleta con docilidad y una valentía estúpida. No me defendí contra nada.
Polainas de cuero con cordoncitos, pantalón bombacho, abrigo con ribete de terciopelo...,
nada de eso me pegaba. Lo importante era que el tiempo ya se había puesto en
marcha, no la ropa. Con esas prendas o con otras te haces adulto de todos
modos. El mundo no es un baile de disfraces, pensaba, pero nadie que tenga que
viajar a Rusia en lo más crudo del invierno es ridículo.
Una patrulla de dos policías, uno rumano y
otro ruso, iba con la lista de casa en casa. Ya no recuerdo si la patrulla
mencionó en nuestra casa las palabras CAMPO DE TRABAJO. Y si no, qué otra
palabra además de RUSIA. Si lo hizo, las palabras campo de trabajo no me
asustaron. A pesar de que estábamos en guerra y del silencio de mis citas sobre
los hombros, a mis diecisiete años aun vivía una infancia muy ingenua. Las
palabras acuarela y carne me afectaban. Pero mí cerebro estaba sordo para la
expresión CAMPO DE TRABAJO.
Por entonces, estando a la mesa con las
patatas y el tenedor, cuando mi madre me sorprendió con la palabra carne,
recordé también que siendo niño, mientras jugaba abajo en el patio, mi madre me
gritó desde la ventana de la galería: Como no subas inmediatamente a la mesa,
como tenga que llamarte otra vez, puedes quedarte dónde estás. Y como continué
abajo un rato más, cuando subí me dijo: Ahora puedes hacer la mochila y salir a
correr mundo y hacer lo que se te antoje. Al mismo tiempo me arrastró a la
habitación, cogió la pequeña mochila y embutió dentro mi gorra de lana y la
chaqueta. Pero adónde voy a ir, si soy tu hijo, le pregunté.
Mucha gente piensa que hacer la maleta es
cuestión de entrenamiento, que lo aprendes espontáneamente como cantar o rezar.
Nosotros no teníamos entrenamiento y tampoco maleta. Cuando mi padre tuvo que
marchar al frente con los soldados rumanos, no hubo nada que empaquetar. En
cuanto soldado, te lo dan todo, forma parte del uniforme. Aparte de para
marcharse y para protegerse del frío, no sabíamos para qué hacíamos el
equipaje. No tienes lo adecuado, improvisas. Lo erróneo se convierte en
necesario. Lo necesario es lo único adecuado, sólo porque se tiene.
Mi madre trajo el gramófono del cuarto de
estar y lo colocó sobre la mesa de la cocina. Con ayuda del destornillador
convertí la caja del gramófono en una maleta. Desmonté primero el dispositivo
giratorio y el plato. Después tapé con un corcho el agujero donde encajaba el
manubrio. El forro quedó dentro, terciopelo rojizo. Tampoco desmonté la placa
triangular HIS MASTERS VOICE con el perro delante de la bocina. En el fondo de
la maleta coloqué cuatro libros: Fausto,
encuadernado en tela, Zaratustra, el
delgado Weinheber y la antología poética de ocho siglos. Ni una sola novela,
porque ésas sólo se leen una vez y basta. Sobre los libros puse el neceser, que
contenía: 1 frasco de colonia, 1 frasco de loción de afeitar TARR, 1 jabón de
afeitar, 1 maquinilla de afeitar, 1 brocha, 1 piedra de alumbre, 1 pastilla de
jabón, 1 tijera de uñas. Junto al neceser coloqué 1 par de calcetines cortos de
lana (marrones, ya zurcidos), 1 par de calcetines hasta la rodilla, 1 camisa de
franela a cuadros blancos y rojos, 2 calzoncillos cortos de reps. Arriba del
todo puse la bufanda nueva de seda para que no se aplastara. Era de color
burdeos con cuadros en el mismo tono, a veces satinados, otras mate. Con eso la
maleta quedó llena.
Después el hatillo: 1 colcha del diván (de
lana, a cuadros azul claro y blancos, un envoltorio gigantesco, pero que no
abrigaba). Y enrollado dentro: 1 guardapolvo (cheviot blanco y negro, ya muy
usado) y 1 par de polainas de cuero (antiquísimas, de la Primera Guerra
Mundial, de color amarillo melón con pequeñas correas).
Después la bolsa de comida con: 1 lata de
jamón en conserva marca Scandia, 4 bocadillos, unas galletas que habían sobrado
de Navidad, 1 cantimplora con vaso llena de agua.
Después mi abuela colocó cerca de la puerta
la maleta del gramófono, el hatillo y la bolsa con la comida. Los dos policías
habían comunicado que vendrían a buscarme a medianoche. El equipaje estaba preparado
junto a la puerta.
Después me vestí: 1 calzoncillo largo, 1
camisa de franela (a cuadros beige y verdes), 1 pantalón bombacho (gris, del
tío Edwin, como ya he dicho), 1 chaleco de paño con mangas de punto, 1 par de
calcetines cortos de lana y 1 par de bokantschen,
fuertes botas de invierno. Tenía a mano los calcetines verdes de la tía Fini,
encima de la mesa. Me até las botas, y mientras lo hacía caí en la cuenta de
que años atrás, durante las vacaciones de verano en el Wench, mi madre se puso
un traje marinero confeccionado por ella misma. En mitad del paseo por un prado
se dejó caer entre la hierba alta y se hizo la muerta. Yo tenía entonces ocho
años. Qué susto, el cielo cayó sobre la hierba. Cerré los ojos para no ver cómo
se me tragaba. Mi madre se levantó de un salto, me sacudió y dijo: Cuánto me
quieres, aún estoy viva.
Ya me había atado las botas. Me senté a la
mesa y esperé la medianoche. Y la medianoche llegó, pero la patrulla se
retrasaba. Transcurrieron tres horas más, eso era casi imposible de aguantar.
Por fin llegaron. Mi madre me sostuvo el abrigo con el ribete de terciopelo en
el cuello. Me lo puse. Ella lloraba. Me enfundé los guantes verdes. En el
pasillo de madera, justo al lado del contador del gas, la abuela dijo: SÉ QUE
VOLVERÁS.
No retuve esa frase en la memoria
deliberadamente. Me la llevé al campo de trabajo sin darme cuenta. No tenía ni
idea de que me acompañaba. Pero una frase así es libre. Ella actuó en mi
interior más que todos los libros que me llevé. SÉ QUE VOLVERÁS se convirtió en
cómplice de la pala del corazón y en adversario del ángel del hambre. Yo, que
he regresado, puedo decirlo: Una frase así te mantiene con vida.
Eran las tres de la madrugada del 15 de
enero de 1945 cuando la patrulla vino a por mí. El frío encogía, estábamos a
-15 °C. Atravesamos la ciudad vacía en el camión con toldo hacia el pabellón.
Era el salón de celebraciones de los sajones. Y ahora el campo de agrupamiento.
En el pabellón se apiñaban unas trescientas personas. Sobre el suelo se veían
colchones y sacos de paja. Durante toda la noche llegaron coches, también de
los pueblos circundantes, y descargaron a la gente recogida. Al amanecer eran
casi quinientos. Esa noche fue imposible contar, no se tenía una visión de
conjunto. La luz del pabellón permaneció encendida todo el tiempo. La gente iba
de un lado a otro en busca de conocidos. Decían que en la estación habían
reclutado a carpinteros que ahora se dedicaban a clavetear catres de madera
verde en vagones de ganado. Otros artesanos montaban estufas de hierro en los
trenes. Otros serraban agujeros en el suelo para que sirvieran de retrete. Se
hablaba bajo y mucho con los ojos abiertos como platos, y se lloraba bajo y
mucho con los ojos cerrados. El aire olía a lana vieja, al sudor del miedo y a carne
grasienta asada, a pastas de vainilla y aguardiente. Una mujer se quitó el
pañuelo. Seguro que era de pueblo, llevaba la trenza doblada dos veces en la
parte posterior de la cabeza y prendida en medio de ésta con una peineta
semicircular de asta. Los dientes de la peineta desaparecían en el pelo, de su
borde arqueado sólo asomaban dos esquinas como orejitas puntiagudas. Con las
orejas y la gruesa trenza, la cabeza parecía por detrás un gato sentado. Yo
estaba sentado como un espectador entre gente de pie y montones de equipaje. Durante
unos minutos se apoderó de mí el sueño y soñé:
Mi madre y yo estamos en el cementerio ante
una tumba reciente. Encima de ella, en el centro, la mitad de alta que yo,
crece una planta de hojas peludas. En su tallo hay un folículo con un asa de
cuero, una maleta pequeña. El folículo está abierto un dedo, acolchado por
dentro con terciopelo rojizo. No sabemos quién ha muerto. Mi madre dice: Coge
la tiza del bolsillo del abrigo. Pero si no tengo ninguna. Cuando meto la mano
en el bolsillo, encuentro un trozo de jaboncillo de sastre. Mi madre dice:
Tenemos que escribir un nombre corto en la maleta. Escribamos CEYA, nadie que
conozcamos se llama así. Yo escribo YACE.
En el sueño comprendí con claridad que
estaba muerto, pero no me apetecía decírselo a mi madre. Me desperté sobresaltado,
porque un hombre mayor con un paraguas se sentó a mi lado en el saco de paja y
dijo muy cerca de mi oído: Mi cuñado quiere venir, pero el pabellón está
vigilado por los cuatro costados y no le dejan pasar. Todavía estamos en la
ciudad y él no puede venir aquí ni yo ir a casa. En cada botón de plata de su
chaqueta volaba un pájaro, un pato salvaje o más bien un albatros. Porque,
cuando me incliné hacia delante, la cruz del escudo que llevaba en el pecho se
transformó en un ancla. El paraguas estaba como un bastón entre él y yo. ¿Lo
llevará con usted?, pregunté. Allí nieva todavía más que aquí, contestó.
No nos habían dicho cuándo y cómo teníamos
que salir del pabellón hacia la estación. Cuándo podríamos, diría yo, porque
quería partir de una vez hacia Rusia aunque fuera en el vagón de ganado con la
caja del gramófono y el ribete de terciopelo en el cuello. Ya no sé cómo
llegamos a la estación. Los vagones de ganado eran altos. También he olvidado
el proceso de la subida, porque viajamos tantos días y tantas noches en el
vagón de ganado que parecía que siempre habíamos estado dentro. Tampoco sé ya
durante cuánto tiempo viajamos. Yo pensaba que viajar mucho tiempo significaba viajar
lejos. Mientras viajemos, no puede pasarnos nada. Mientras viajemos, todo irá
bien.
Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, con el
equipaje en la cabecera del catre. Hablar y callar, comer y dormir. Circulaban
las botellas de aguardiente. Cuando viajar se había convertido ya en una
costumbre, comenzaron aquí y allá los intentos de caricias. Uno miraba con un
ojo y apartaba el otro.
Yo iba sentado al lado de Trudi Pelikan y
dije: Me siento igual que en la excursión a los Cárpatos para esquiar en la
cabaña del lago Balea, donde un alud se tragó a media clase del instituto. A
nosotros no puede sucedemos eso, repuso ella, no hemos traído equipo de esquí.
Con una caja de gramófono se puede cabalgar, cabalgar, a través del día a
través de la noche a través del día, conocerás a Rilke, dijo Trudi Pelikan con
su abrigo de corte acampanado con puños de piel hasta los codos. Puños de piel
marrón como dos medios perritos. A veces Trudi Pelikan se metía las manos
cruzadas en las mangas, y los dos medios perritos se convertían en un perrito
entero. Por aquel entonces yo todavía no había visto la estepa, pues de lo
contrario habría pensado en ardillas de tierra. Trudi Pelikan olía todavía a
melocotones calientes, incluso su boca, incluso el tercer y el cuarto día en el
vagón de ganado. Estaba sentada con su abrigo igual que una dama en el tranvía
de camino a la oficina y me contó que durante cuatro días se había ocultado en
un agujero excavado en el suelo del jardín vecino, detrás del cobertizo. Pero
nevó, y las pisadas entre la casa, el cobertizo y el agujero en el suelo
quedaron a la vista. Su madre ya no podía llevarle la comida a escondidas. Se
veían las huellas por todo el jardín. La nieve la delató, tuvo que abandonar
voluntariamente su escondrijo, voluntariamente obligada por la nieve. Nunca se
lo perdonaré a la nieve, dijo. No se puede imitar la nieve recién caída, no se
puede arreglar la nieve para que parezca intacta. Se puede arreglar la tierra,
dijo, y la arena, e incluso la hierba, si uno se esfuerza. Y el agua se arregla
por sí sola, porque se lo traga todo y se vuelve a cerrar enseguida una vez que
ha tragado. Y el aire siempre está arreglado porque es invisible. Todos, salvo
la nieve, habrían callado, dijoTrudi Pelikan. Añadió que una buena nevada era
la principal culpable. Que cayó precisamente en la ciudad, como si supiera
dónde estaba, como si estuviera en su casa. Pero que se puso inmediatamente al
servicio de los rusos. Estoy aquí porque me ha delatado la nieve, concluyó
Trudi Pelikan.
El tren viajó doce días o catorce,
incontables horas, sin detenerse. Después se detuvo incontables horas, sin
viajar. No sabíamos dónde nos encontrábamos en ese momento. Excepto cuando uno
de las literas de arriba logró leer el letrero de una estación a través de la
ranura de la ventanilla abatible: BUZAU. La estufa de hierro retumbaba en el
centro del vagón. Las botellas de aguardiente pasaban de mano en mano. Todos
estaban achispados, algunos por la bebida, otros por la incertidumbre. O por
ambas cosas a la vez.
Te pasaba por la cabeza lo que podían entrañar
las palabras DEPORTADO POR LOS RUSOS, pero eso no afectaba a tu estado de
ánimo. Sólo pueden llevarnos al paredón cuando lleguemos, aún estamos de viaje.
Que no nos hubieran llevado al paredón y fusilado hacía mucho, tal como sabíamos
por la propaganda nazi de nuestra tierra, nos volvía casi despreocupados. En el
vagón de ganado los hombres aprendieron a beber al buen tuntún. Las mujeres aprendieron
a cantar al buen tuntún:
En el bosque
florece el torvisco
La zanja aún tiene
nieve
Y la cartita que me
has escrito
Esa cartita, mucho
me duele.
Siempre la misma canción, hasta que ya no
sabías si de verdad cantaban o no, porque cantaba el aire. La canción se
agitaba en tu mente y se adaptaba a la marcha: un blues de vagón de ganado y una canción kilométrica del tiempo
puesto en marcha. Fue la canción más larga de mi vida, las mujeres la cantaron
durante cinco años, contagiándole la nostalgia que todos nosotros padecíamos.
La puerta del vagón estaba precintada por fuera. Fue abierta cuatro veces, una
puerta corrediza sobre ruedas. Todavía estábamos en territorio rumano cuando en
dos ocasiones arrojaron al interior del vagón media cabra despellejada serrada
a lo largo. Estaba congelada y cayó al suelo con estrépito. La primera cabra la
utilizamos como combustible. Tras trocearla, la quemamos. Estaba tan flaca que
ni siquiera apestó, ardió bien. Con la segunda circuló la palabra PASTRAMI,
carne secada al aire. También quemamos nuestra segunda cabra y reímos. Estaba
tan tiesa y lívida como la primera, una osamenta espantosa. Reímos demasiado
pronto, fuimos tan arrogantes como para despreciar a las dos caritativas cabras
rumanas.
La familiaridad creció conforme transcurría
el tiempo. En ese espacio reducido sucedían acontecimientos banales, sentarse,
levantarse. Rebuscar en la maleta, vaciar, llenar. Ir al agujero del retrete,
detrás de dos mantas colgadas. Cada banalidad acarreaba otra. En un vagón de
ganado toda individualidad se atrofia. Uno está más entre otros que consigo
mismo. No eran necesarias las deferencias. Había un apoyo mutuo, como en casa.
A lo mejor sólo hablo de mí cuando hoy relato esto. A lo mejor ni siquiera de
mí. A lo mejor la estrechez del vagón de ganado me amansaba, porque de todos
modos deseaba marcharme y aún conservaba bastante comida en la maleta. No intuíamos
con qué rapidez se abatiría sobre nosotros el hambre salvaje. Con cuánta
frecuencia, en los cinco años venideros, nos asemejaríamos, cuando nos visitara
el ángel del hambre, a esas tiesas y lívidas cabras. Y con cuánta frecuencia
las lloraríamos.
La noche rusa se abatió sobre nosotros,
Rumania había quedado atrás. Durante una parada de horas sentimos fuertes
sacudidas. En los ejes de los vagones adaptaban las ruedas al mayor ancho de
vía ruso, al ancho de la estepa. En el exterior, tanta nieve iluminaba la
noche. Esa noche hicimos la tercera parada en campo abierto. Los centinelas
rusos gritaron UBÓRNAYA. Todas las puertas de los vagones se abrieron. Caímos
dando traspiés unos detrás de otros al terreno nevado situado a un nivel inferior
y nos hundimos hasta las rodillas. Comprendimos, sin entender, que Ubórnaya significaba hacer nuestras
necesidades todos juntos. Arriba, muy arriba, la luna redonda. Ante nuestros
rostros, el aliento volaba blanco y brillante como la nieve bajo los pies. A
nuestro alrededor, las ametralladoras listas para disparar. Y ahora: abajo los
pantalones.
Qué situación tan embarazosa, tan
vergonzosa para todo el mundo. Por suerte, ese territorio nevado estaba tan
sólo con nosotros, nadie miraba cuando nos obligaron a hacer lo mismo tan cerca
unos de otros. Yo no necesitaba ir al baño, pero me bajé los pantalones y me
puse en cuclillas. Qué malvado y silencioso era ese territorio nocturno, cómo
nos ridiculizaba al hacer nuestras necesidades. A mi izquierda, Trudi Pelikan
se remangó el abrigo acampanado hasta los sobacos y se bajó los pantalones
hasta los tobillos, se oyó el siseo entre sus zapatos. A mis espaldas Paul
Gast, el abogado, gemía al apretar, y cómo gruñían los intestinos de su mujer,
la señora Heidrun Gast, a causa de la diarrea. A nuestro alrededor el cálido
vapor pestilente se congeló al instante brillando en el aire. Ese territorio
nevado nos propinó, una cura de caballo haciendo que nos sintiéramos solos con
nuestros culos al aire en medio de los ruidos del bajo vientre. Qué mezquinos
se tornaron nuestros intestinos en esa situación solidaria.
A lo mejor esa noche no crecí yo de
repente, sino el miedo, en mi interior. A lo mejor la solidaridad sólo cobra
realidad de ese modo. Porque todos, todos sin excepción, nos situamos para
hacer nuestras necesidades automáticamente con la cara hacia el terraplén de la
vía. Todos teníamos la luna a la espalda, ya no apartamos los ojos de la puerta
abierta del vagón de ganado, dependíamos de ella como si fuese la puerta de una
habitación. Nos embargaba ya el miedo loco a que la puerta se cerrase y el tren
partiese sin nosotros.
Uno gritó en medio de la vasta noche: He
aquí al pueblo sajón cagando, todos juntos. Cuando todo hace aguas, no son sólo
aguas menores. A todos vosotros os gusta vivir, ¿verdad? Soltó una risa hueca,
metálica. Todos se apartaron un poco de él. Entonces tuvo sitio, se inclinó
ante nosotros como un actor y repitió con tono alto y solemne: A todos vosotros
os gusta vivir, ¿verdad?
En su voz resonó un eco. Algunos empezaron
a llorar, el aire estaba vidrioso. Su rostro se había sumergido en la locura.
La saliva había cristalizado en su chaqueta. Entonces vi el emblema en el
pecho, era el hombre de los botones de albatros. Estaba completamente solo y
sollozaba con voz infantil. Junto a él sólo había quedado la nieve emporcada. Y
detrás de él, el mundo helado con la luna como una radiografía.
La locomotora soltó un pitido ahogado. El
UUUH más bajo que he oído jamás. Todos nos apresuramos hacia la puerta. Subimos
y continuamos el viaje.
Al hombre también lo habría reconocido sin
el emblema. Nunca lo vi en el campo de trabajo.
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