Este es un libro de relatos sobre mujeres de edades y condiciones muy distintas: una joven que, aunque cree desearlo es incapaz de dejar a su marido, una campesina que descubre en un momento de lucidez, los límites y las falacias de la pasión, otra mujer, personaje de tres cuentos, que abandona en uno de ellos su trabajo de profesora en una escuela de niñas para entregarse a un amor frenético y apasionado, vuelve más tarde, en otro relato, con una criatura a casa de los padres, donde reconsidera su vida y su matrimonio y, al final, en el último, cree que su hija desaparecida ha caído en las garras de una secta religiosa. Sus cuentos hablan de dones sobrenaturales, traiciones y sorpresas del amor entre hombres y mujeres, amigos, padres e hijos.
***
Alice Munro nació en Wingham, Ontario, en julio de 1931. Vivió primero en una granja al oeste de esa provincia canadiense, en una época de depresión económica, esta vida tan elemental fue decisiva como trasfondo en una parte de sus relatos. Conoció muy joven a James Munro,se casó en 1951, y se instalaron en Vancouver. Tuvo su primera hija a los 21 años. Luego, ya con sus tres hijas, en 1963 se trasladó a Victoria, donde manejó con su marido una librería. Se divorció en 1972, y al regresar a su estado natal se convirtió en una fructífera escritora-residente en su antigua universidad. Volvió a casarse en 1976, con Gerald Fremlin. A partir de entonces, consolidó su carrera de escritora, ya bien orientada.
Se había iniciado de joven con cuentos (escritos desde 1950), escritos en el poco tiempo que había tenido hasta entonces, así como había publicado dos recopilaciones de relatos y una novela. Antes de 1976, escribió Dance of the Happy Shades (1968), sus primeros cuentos, algunos muy tempranos en su vida , pero también la importante novela Las vidas de las mujeres (1971), y los relatos entrelazados Something I?ve Been Meaning to Tell You (1974).Luego, publicó nuevas colecciones de relatos The Beggar Maid (1978), Las lunas de Júpiter, The Progress of Love (1986), Amistad de juventud y Secretos a voces (1994). Ya había sido traducida al español en esa década, pero empezó a ser conocida definitivamente en nuestro siglo, con los relatos de Odio, amistad, noviazgo, amor, matrimonio (2001) y luego con los de Escapada (2004). Se había mantenido como una escritora algo secreta. En La vista desde Castle Rock, 2006, hizo un balance de la historia remota de su familia, en parte escocesa, emigrada al Canadá, y describió ampliamente las dificultades de sus padres. Por entonces, habló de retirarse, pero la publicación del excelente Demasiada felicidad (nuevos cuentos, aparecidos en 2009), lo desmintió. Además, en 2012 ha publicado otro libro de relatos `con el rótulo Dear Life (Mi vida querida)-, son cuentos más despojados y más centrados en el pretérito. En su última sección se detiene en un puñado de recuerdos personales, que pueden verse como una especie de confesión definitiva de la autora, pues son `las primeras y últimas cosas -también las más fieles-, que tengo que decir sobre mi propia vida`. Munro, que no se ha prodigado en la prensa, ha reconocido el influjo inicial de grandes escritoras `Katherine Anne Porter, Flannery O`Connor, Carson McCullers o Eudora Welty-, así como de dos narradores: James Agee y especialmente William Maxwell. Sus relatos breves se centran en las relaciones humanas analizadas a través de la lente de la vida cotidiana. Por esto, y por su alta calidad, ha sido llamada `la Chéjov canadiense`. Sus libros más recientes son `Demasiada felicidad` (2010), `La vida de las mujeres` (2011) y `Mi vida querida`, publicado este año en la Argentina. Éste último está compuesto por catorce relatos, donde se mezclan la ficción y la autobiografía. El 10 de octubre de 2013 la Real Academia Sueca de Estocolmo le otorgó el Premio Nobel de Literatura por «maestra del cuento corto contemporáneo».
Recopilador:
Dr. Enrico Pugliatti.
Fuente: Wikipedia.
Alice
Munro
ESCAPADA
Traducción de Carmen
Aguilar
En memoria de mis amigas
Mary Carey
Jean Livermore
Melda Buchanan
ESCAPADA
Carla oyó el coche antes de que coronara la ligera pendiente que en
estos alrededores llaman colina. Es ella, pensó. Mrs. Jamieson —Sylvia— volvía
de sus vacaciones en Grecia. Desde la puerta del establo —pero lo
suficientemente oculta para no ser vista de inmediato— contemplaba el camino
que debía recorrer Mrs. Jamieson. Su casa estaba ochocientos metros más allá de
la de Carla y Clark.
Si hubiera sido alguien dispuesto a doblar para llegar a su puerta
ya tendría que haber reducido la velocidad. Aun así Carla tenía la esperanza de
que no fuera ella.
Lo era. Mrs. Jamieson volvió la cabeza por un instante —tenía que
concentrarse en conducir el coche a través de las zanjas y los charcos dejados
por la lluvia en la grava—, pero no levantó la mano del volante para saludar,
no había distinguido a Carla. Carla vio de refilón el brazo bronceado desnudo
hasta el hombro, el pelo de un color ligeramente más desteñido que antes —ahora
más blanco que rubio plateado—, la expresión decidida, impaciente y divertida
ante su misma impaciencia: precisamente como era de esperar que pareciera Mrs.
Jamieson mientras sorteaba semejante camino. Cuando volvió la cabeza hubo algo
parecido a un rutilante fogonazo —inquisidor, esperanzado—, que hizo retroceder
a Carla.
Así fue.
Tal vez Clark no se hubiera enterado aún. Si estaba sentado ante el
ordenador, daría la espalda a la ventana y al camino.
Pero Mrs. Jamieson quizá tuviera que hacer otro viaje. Al volver del
aeropuerto a casa podría no haberse detenido para comprar víveres..., mas quizá
lo haría cuando comprobara qué necesitaba. Entonces Clark podría verla. Y,
cuando oscureciera, las luces de la casa la delatarían. Pero estaban en julio y
no oscurecía hasta tarde. Podría estar tan cansada que no se molestaría en
encender las luces, se iría a la cama temprano.
Lo que sí podría es telefonear. En cualquier momento.
Era un verano de lluvia y más lluvia. La lluvia era lo primero que
se oía por la mañana, cuando caía con fuerza sobre el techo de la caravana. En
los senderos el barro era profundo, la hierba alta estaba empapada, las hojas
soltaban chorros de agua al azar, incluso en los ratos en que no caían aguaceros
del cielo y las nubes parecían clarear. Carla llevaba un viejo sombrero de
fieltro australiano y ala ancha cada vez que salía y se metía la trenza larga y
gruesa dentro de la camisa.
No llegaba nadie para hacer senderismo aunque Clark y Carla habían
dado vueltas poniendo carteles en todos los campamentos, en los cafés, en la
pizarra de la oficina de turismo y en cualquier otro sitio que se les
ocurriera. Sólo unos cuantos alumnos iban a tomar lecciones de equitación; eran
los de costumbre. No los grupos escolares de vacaciones ni los autobuses llenos
de los campamentos, que les había permitido mantenerse el verano anterior. Y,
hasta los alumnos de costumbre con quienes contaban, aprovechaban para hacer
viajes de vacaciones o, sencillamente, cancelaban las clases porque el tiempo
los desanimaba. Si llegaban demasiado tarde Clark les cobraba como siempre. Un
par de ellos se quejaron y dejaron de ir.
Todavía les proporcionaban alguna entrada los tres caballos que
tenían pupilos. Esos tres, más los cuatro de su propiedad, estaban a esas horas
en el campo, husmeando la hierba bajo los árboles. Parecía no importarles
advertir que por el momento la lluvia había amainado como solía hacer a ratos
por la tarde. Justo lo preciso para levantar el ánimo: las nubes se volvían
blancas, eran menos espesas y dejaban pasar un resplandor difuso, que nunca
llegaba a ser verdadera luz del sol y que, en general, desaparecía antes de la
cena.
Carla había terminado de limpiar el establo. Le había costado su
tiempo: le gustaba la rutina de los quehaceres domésticos, el espacio alto
hasta el techo del establo, los olores. Fue a la pista de equitación para ver
hasta qué punto estaba seco el suelo, en caso de que apareciera el alumno de
las cinco.
La mayoría de los constantes chubascos no habían sido
particularmente tupidos ni los afectó el viento pero, la última semana, llegó
una repentina perturbación: una ráfaga atravesó las copas de los árboles y cayó
un chaparrón casi horizontal, enceguecedor. Al cabo de un cuarto de hora pasó
la tormenta. Pero quedaron ramas cruzadas en el camino, cayeron cables y se
desprendió un gran trozo de plástico del cobertizo. En el extremo del picadero
se formó un charco como un lago y Clark tuvo que trabajar hasta después del
anochecer para cavar un canal que permitiera drenar el agua.
El cobertizo todavía no estaba reparado. Clark armó una cerca de
alambre para evitar que los caballos se metieran en el barro y Carla señalizó
una huella más corta.
En ese momento, Clark navegaba por Internet en busca de algún sitio
donde comprar algo que sirviera para remendar la techumbre. Cualquier almacén
con ofertas a precios que estuvieran a su alcance o alguien que quisiera
deshacerse de material de segunda mano. No iba a ir a Hy and Robbers Buckley’s
Building Supply del pueblo, que él llamaba Highway Robbers Buggery Supply1
porque les debía mucho dinero y había tenido broncas con ellos.
Clark no sólo tenía broncas con personas a quienes debiera dinero.
Su simpatía, al principio conquistadora, podía volverse de pronto avinagrada.
Había sitios adonde no entraba, adonde siempre hacía ir a Carla por culpa de
alguna gresca. La droguería era uno de esos sitios. Una mujer mayor pasó
delante de él, es decir, se había olvidado de algo, volvió y se le adelantó en
vez de volver a ponerse en la cola. El protestó y la cajera le dijo: «Tiene
enfisema». Clark contestó: «¿Ah, sí? Pues yo tengo almorranas». Llamaron al
administrador. Dijo que era una grosería gratuita. La cafetería de la carretera
era otro de esos lugares. Un día no le hicieron el anunciado descuento por el
desayuno porque eran más de las once de la mañana. Clark discutió, luego dejó
caer la taza de café al suelo y por poco no le da —eso decían— a un niño que
estaba en su cochecito. Clark sostuvo que el niño estaba a ochocientos metros y
que había tirado la taza porque no le habían hecho el descuento anunciado. Le
dijeron que no lo había pedido. Contestó que no era cuestión de que él lo
pidiera o no.
—Has perdido los estribos —dijo Carla.
—Es cosa de hombres.
Ella no le recordó su riña con Joy Tucker. Joy Tucker era la
bi-bliotecaria del pueblo a quien le cuidaban el caballo. Era una yegua zaina
joven y de mucho genio llamada Lizzie. Cuando Joy Tucker estaba de broma
la llamaba Lizzie Borden.* El día anterior había llegado en su coche de
un humor de perros, se había quejado de que todavía no estuviera arreglado el
tejado del cobertizo y de que Lizzie tuviera un aspecto lamentable, como
si hubiera cogido un resfrío.
La verdad es que a Lizzie no le pasaba nada. Clark intentó —a
su manera— mostrarse complaciente. Pero entonces fue Joy Tucker quien perdió
los estribos y dijo que ese sitio era un basural, que Lizzie merecía
algo mejor. Clark contestó:
—¡Haga lo que le dé la gana!
Joy no se había llevado a Lizzie —o todavía no se la había
llevado— como Carla esperaba. Pero Clark, para quien antes la pequeña yegua era
su mascota, se negó a tener que ver con ella. En consecuencia Lizzie se
sintió herida en sus sentimientos: se encabritaba durante los ejercicios y
armaba un escándalo cuando había que examinarle los cascos como hacían todos
los días para evitar que tuviera hongos. Carla tenía que estar atenta a los
mordiscos.
Pero lo que más preocupaba a Carla era la ausencia de Flora,
la cabra blanca que hacía compañía a los caballos en el establo y el campo.
Hacía dos días que no había señales de ella. Carla temía que la hubieran
atacado los perros salvajes, los coyotes o algún oso.
Había soñado con Flora esa noche y la noche anterior. En el
primer sueño Flora llegaba directamente a la cama con una manzana roja
en los labios pero, en el de la última noche, huía al ver acercarse a Carla.
Parecía tener una pata lisiada y, sin embargo, huía a todo correr. Conducía a
Carla hasta una barricada protegida por alambre de púas, que podría ser de un
campo de batalla, para luego deslizarse como una anguila blanca a través de
ella —con pierna lisiada y todo— y desaparecer.
Los caballos vieron a Carla cruzar hasta el picadero y todos
se dirigieron a la cerca —parecían empapados a pesar de las mantas
neozelandesas—, para llamar su atención cuando volviera. Les habló en voz baja,
les pidió perdón por ir con las manos vacías. Les acarició el cuello, les
restregó la nariz y les preguntó si sabían algo de Flora.
Grace y Juniper bufaron y se acurrucaron contra ella,
como si reconocieran el nombre de Flora y compartieran su preocupación,
pero Lizzie se metió entre ellos, apartó la cabeza de Grace de la
mano acariciadora de Carla y, por si acaso, le dio un mordisco en la mano.
Carla dedicó bastante tiempo a regañarla.
Hasta hacía tres años, Carla no se había fijado nunca en ninguna
casa rodante. Tampoco les llamaba así. Como a sus padres, «casa rodante» le
habría parecido un término rebuscado. Algunas personas vivían en caravanas. Eso
era todo. Una caravana no se diferenciaba de otra. Cuando Carla se instaló en
una de ellas, cuando eligió esa vida con Clark, empezó a ver las cosas de otra
manera. Comenzó a decir «casa rodante» y prestó atención a cómo las habían arreglado.
En las cortinas que tenían colgadas, en cómo habían pintado las molduras, en
las antojadizas balconadas, patios o habitaciones extras añadidas. Estaba
impaciente por hacer esas mejoras en la suya.
Durante un tiempo Clark le siguió la corriente. Hizo escalones
nuevos, dedicó mucho tiempo a buscar antiguas barandas de hierro forjado. No se
quejó en absoluto por el dinero gastado en pintura para la cocina y el baño ni
en tela para las cortinas. Carla pintaba a toda prisa: entonces no sabía que
era necesario quitar los goznes de las puertas de la alacena. Ni que era
necesario forrar las cortinas, que ya se habían desteñido.
Pero Clark sí se mostró reacio a quitar la alfombra —la misma en
todos los ambientes—, que Carla daba por sentado reemplazarían. El dibujo
consistía en cuadraditos marrones con figuras y garabatos color habano sobre
marrón rojizo. Durante mucho tiempo creyó que eran las mismas figuras y
garabatos dispuestos de igual manera en cada cuadrado. Cuando tuvo más tiempo,
muchísimo más tiempo para examinarlos, descubrió que eran cuatro trazos
empalmados para formar grandes cuadrados idénticos. A veces podía distinguir
con facilidad el diseño y otras tenía que esforzarse para verlo.
Estudiaba la alfombra cuando llovía, el humor de Clark pesaba en
todo el espacio interior y él no quería prestar atención más que a la pantalla
del ordenador. En esos casos lo mejor era inventar o recordar alguna tarea que
hubiera que hacer en el establo. Los caballos no la miraban cuando no estaba
contenta, pero Flora —a quien nunca ataban— se le acercaba, se
restregaba contra ella y levantaba la vista con expresión no del todo de
simpatía en sus relucientes ojos amarillo verdoso. Parecía más bien un gesto de
burlona complicidad.
Flora era una cabrita a medio criar cuando Clark se la llevó
de la granja adonde había ido a regatear el precio de una montura. Los dueños
de la granja renunciaban a la vida de campo o, por lo menos, a la cría de
animales. Habían vendido los caballos, pero no conseguían deshacerse de las cabras.
Clark había oído decir que una cabra era capaz de dar sensación de bienestar y
comodidad a un establo y quería comprobarlo. Los granjeros pretendieron que la
cabra se preñara, pero ella nunca dio muestras de estar en celo.
Al principio sólo era la mascota de Clark. Lo seguía a todas partes,
brincaba para llamarle la atención. Era rápida, garbosa y provocativa como un
gatito. Su semejanza con una cándida chiquilla enamorada les hacía reír a los
dos. Cuando creció pareció apegarse más a Carla y, con ese apego, se volvió de
repente más lista, menos veleidosa: en cambio parecía capaz de tener una suerte
de humor contenido y solapado. La conducta de Carla con los caballos era
tierna, rigurosa y más bien maternal, pero su camaradería con Flora era
muy distinta. Flora no le permitía en ningún sentido tratarla con
superioridad.
—¿Sin señales de Flora todavía? —preguntó mientras se quitaba
las botas que usaba en el establo.
Clark había puesto un aviso de «cabra extraviada» en la Web.
—Hasta ahora no —contestó con voz preocupada, pero no malhumorada.
Sugirió, y no por primera vez, que Flora podría haberse
largado en busca de un macho cabrío.
De Mrs. Jamieson ni una palabra. Carla puso la tetera en el fuego.
Clark murmuraba para sus adentros, como solía hacer cuando estaba frente al
ordenador.
A veces se contestaba a sí mismo. «Mierda», decía ante cualquier
reto. O se reía. Pero cuando después ella le preguntaba de qué, no recordaba
cuál era la gracia.
Carla le gritó:
—¿Quieres té?
Para su sorpresa, él se levantó y fue a la cocina.
—Así es la cosa —dijo Clark—. Así es la cosa, Carla.
—¿Cómo?
—Pues que llamó por teléfono.
—¿Quién?
—Su Majestad. La reina Sylvia. Acaba de volver.
—No oí el coche.
—No te he preguntado si lo oíste.
—Bueno, ¿y para qué llamó?
—Quiere que vayas y le ayudes a poner la casa en orden. Eso dijo.
Mañana. Le dije que con seguridad irías. Pero más vale que la llames y lo
confirmes.
Carla dijo:
—No veo por qué tengo que hacerlo si ya se lo has dicho tú —echó el
té en las tazas—. Le limpié la casa antes de que se marchara. No creo que haya
nada que hacer por ahora.
—A lo mejor han entrado negros mientras ella estaba fuera y han
hecho un batifondo. Nunca se sabe.
—No tengo por qué hablarle ya, en este momento —dijo Carla—. Quiero
tomar el té y darme una ducha.
—Cuanto antes mejor.
Carla se llevó el té al baño y desde allí gritó:
—Tenemos que ir a la lavandería. Las toallas huelen a humedad hasta
cuando están secas.
—No cambiemos de tema, Carla.
Incluso después de haberse metido bajo la ducha le gritó desde el
otro lado de la puerta:
—No te voy a dejar escurrir el bulto, Carla.
Carla creyó que todavía estaría en la puerta cuando salió, pero
había vuelto al ordenador. Se vistió como si fuera al pueblo —confiaba en que
si salían, iban a la lavandería y tomaban un capuchino en el café, podrían
hablar de otra manera y sería posible llegar a un ten con ten. Entró en el
living a paso ligero y lo rodeó desde atrás con los brazos. Apenas lo hizo la
envolvió una oleada de desconsuelo —el calor de la ducha habría dado rienda
suelta a las lágrimas—, se inclinó sobre él derrumbada y llorando.
Clark apartó las manos del teclado, pero no se movió.
—No te pongas hecho una fiera conmigo —suplicó Carla.
—No soy una fiera. No soporto que te pongas así, eso es todo.
—Me pongo así porque eres una fiera.
—No me digas lo que soy. Me estás asfixiando. Empieza a hacer la
cena.
Es lo que hizo. Era ya evidente que el alumno de las cinco no iba a
ir. Sacó patatas y empezó a pelarlas, pero no podía contener las lágrimas ni
ver lo que hacía. Se secó la cara con papel de cocina, cortó otro trozo para
llevárselo y salió bajo la lluvia. No fue al establo porque sin Flora le
resultaba demasiado deprimente. Caminó por el sendero de vuelta a los bosques.
Los caballos estaban en el otro campo. Se acercaron a la valla para mirarla.
Todos, excepto Lizzie que brincó y resolló un poco, tuvieron la sensatez
de comprender que tenía la atención puesta en otra cosa.
Ficha técnica:
© 2005, Alice Munro
© de la traducción: 2005, Carmen Aguilar
© de esta edición: 1005, RBA Libros, S.A.
Pérez Galdós, 36 - 08012 Barcelona
www.rbalibros.com / rba-libros@rba.es
tercera edición: junio 2009
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