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martes, 3 de junio de 2025

Dan Simmons Los vampiros de la mente PRÓLOGO

 

                



    Son algo más que tres viejos brujos. Son criaturas impías con poderes para controlar las mentes ajenas mientras alimentan emociones generadas durante sus asesinatos rituales. Una vez al año, estos vampiros de la mente se reúnen para con sus horribles juegos dividir, confundir y violar las almas humanas. Pero esta vez algo ha fallado y los tres deben enfrentarse a un indescriptible horror. Ellos y su inocente presa están abocados a una dura lucha que decidirá sus destinos y el del mundo entero.

Desde la basura nazi de la Segunda Guerra Mundial a los secretos concejos que se celebran en Estados Unidos, el horror bajará a las calles y los vampiros de la mente desarrollarán un poder que crece en la penumbra del siglo XX y en la parte oscura de la mente humana.

martes, 4 de marzo de 2025

Thornton Wilder El octavo día PRÓLOGO

 



Para Isabel Wilder 

Prólogo 

 A comienzos del verano de 1902, John Barrington Ashley, residente en Coaltown[1], un pequeño núcleo minero en el sur de Illinois, fue juzgado por el asesinato de Breckenridge Lansing, vecino de la misma localidad. Fue declarado culpable y sentenciado a muerte. Cinco días más tarde, a la una de la madrugada del martes 22 de julio, escapó de sus custodios en el tren que lo conducía al patíbulo. Este fue el conocido como «Caso Ashley», que suscitó considerable interés, indignación y burla a todo lo largo del Medio Oeste. Nadie dudaba que Ashley disparó a Lansing, de forma deliberada o por accidente, pero el juicio fue considerado un proceso torpemente gestionado por un juez senil, una defensa inepta y un jurado cargado de prejuicios: el «Caso del Agujero del Carbón», el «Caso de la Carbonera», lo apodaron. Cuando, después de todo ello, el asesino convicto escapó de sus cinco custodios y desapareció sin dejar rastro —esposado, con atuendo de reo y la cabeza afeitada—, fue el propio estado de Illinois el que quedó ridiculizado. Pasados unos cinco años, la Fiscalía del Estado, con sede en Springfield, anunció el hallazgo de nuevas pruebas que eximían de toda culpabilidad a Ashley. Así pues, se había producido un error judicial en un caso sin importancia en una pequeña población del Medio Oeste. Ashley disparó a Lansing en la nuca mientras ambos realizaban su habitual práctica de tiro con rifle de los domingos en el jardín trasero de la vivienda de Lansing. Ni siquiera la defensa argumentó que la tragedia fuera resultado de un fallo mecánico. El rifle fue disparado en repetidas ocasiones ante los ojos del jurado y mostró encontrarse en excelentes condiciones. La magnífica puntería de Ashley era bien conocida. La víctima se encontraba a cinco metros de distancia de Ashley, frente a él, ligeramente hacia su izquierda. Lúe un tanto sorprendente que la bala atravesara el cráneo de Lansing sobre su oreja izquierda, se asumió que había girado la cabeza para oír el alboroto proveniente de una merienda que un grupo de jóvenes celebraba en los jardines de Memorial Park, al otro lado del cerco de seto. Ashley jamás vaciló en la defensa de su inocencia, tanto en intencionalidad como en el propio hecho, por risible que la aseveración pareciera. Los únicos testigos eran las mujeres del acusado y de la víctima. Estaban sentadas bajo los nogales del jardín preparando limonada. Ambas testificaron que solo se produjo un disparo. El juicio se prolongó en exceso debido a diversas enfermedades de los miembros del tribunal e incluso la muerte de integrantes del jurado y sus suplentes. Los periodistas destacaron los retrasos provocados por estallidos de risa, una sombra de inconsistencia sobrevolaba la sala. Se produjeron frecuentes lapsus línguae. Un testigo seguía a otro en una confusión de nombres. El mazo del juez Crittenden se rompió. Un periodista de San Luis lo denominó «el juicio de las hienas». Fue la incapacidad para establecer el móvil del crimen la que generó amplia indignación. La acusación planteó demasiados motivos, pero ninguno convincente. Coaltown, no obstante, estaba convencida de saber por qué Ashley había matado a Lansing, y de allí era la mayor parte de los miembros del tribunal. Todos lo sabían y ninguno lo mencionó. Los miembros de las mejores familias de Coaltown no hablan con extraños. Ashley asesinó a Lansing porque estaba enamorado de la mujer de este, y el jurado lo envió al patíbulo con firmeza y unanimidad, con lo que un diario de Chicago definió como «descarada calma». La amonestación del viejo juez Crittenden al jurado en esta cuestión fue particularmente seria: los conminó, con algo parecido a un guiño de complicidad, a cumplir con su solemne obligación. Y así lo hicieron. Para los periodistas llegados desde otros lugares, el juicio resultó una farsa y pronto se convirtió en un escándalo en el curso superior del valle del Misisipi. La defensa encolerizó, los periódicos adoptaron un enfoque despectivo, llovieron telegramas en la mansión del Gobernador en Springfield, pero Coaltown sabía lo que sabía. Este silencio acerca de las vergonzosas relaciones entre John Ashley y Eustacia Lansing no provenía de ningún deseo cortés de proteger el buen nombre de una dama; existían fundamentos más sólidos para el silencio que este. Ningún testigo se atrevió a pronunciar la acusación porque ninguno contaba con la menor evidencia. Los cotilleos habían cristalizado en condena como los prejuicios se petrifican en incontestable verdad. Justo cuando la indignación popular se encontraba en su cénit, John Ashley escapó de sus guardianes. La huida tiende a ser interpretada como un reconocimiento de la culpabilidad, y las dudas sobre el móvil del crimen pasaron a ser irrelevantes. 

 Es posible que la condena hubiera sido menos severa si Ashley se hubiera comportado de forma diferente en el tribunal. No mostró signo alguno de temor. No proporcionó ningún fascinante espectáculo de creciente terror y arrepentimiento. Permaneció sentado a lo largo del prolongado proceso escuchando con serenidad, como si esperara que el juicio satisficiera su moderada curiosidad sobre la verdadera identidad del asesino de Breckenridge Lansing. Es cierto, sin embargo, que para Coaltown Ashley era un hombre extraño. 

Era prácticamente un extranjero, es decir: provenía del estado de Nueva York y se expresaba como allí lo hacen. Su mujer era alemana y tenía un ligero acento propio. Ashley parecía no tener ambición. Había trabajado durante cerca de veinte años en la oficina de las minas con un sueldo exiguo —tan limitado como el del segundo clérigo mejor pagado de la zona— con aparente satisfacción. Era extraño por la total ausencia de características llamativas. No era rubio ni moreno, alto ni bajo, gordo ni delgado, inteligente ni estúpido. Tenía un aspecto relativamente agradable, pero difícilmente atraería segundas miradas. Un periodista de Chicago, al inicio del juicio, lo denominó repetidamente «nuestro aburrido héroe». (Cambió su parecer más tarde: un hombre que se enfrenta a una condena a muerte y no muestra ansiedad, genera interés). A las mujeres les gustaba Ashley porque a él le gustaban ellas y porque ofrecía una concienzuda escucha en cualquier conversación; los hombres —excepto los capataces de la mina— le prestaban escasa atención, si bien algo en su modesto silencio los impelía continuamente a tratar de impresionarlo. Breckenridge Lansing era corpulento y rubio. Saludaba a todos con un fuerte apretón de manos en cordial muestra de amistad. Reía sonoramente; no se contenía ante un ataque de rabia. 

Era sociable; pertenecía a toda agrupación, fraternidad y asociación con que contara Coaltown. Le encantaban los rituales: los ojos se le colmaban de lágrimas —lágrimas de hombre, de las que no se avergonzaba— cuando juraba por enésima vez «mantener la amistad con los hermanos hasta la muerte» y «vivir con virtud bajo la protección de Dios y estar preparado para entregar la vida por su país». Son votos como estos, con su mención a las alturas, los que dan sentido a la vida de un hombre. Tenía sus pequeñas debilidades. Pasaba más de una noche en una de esas tabernas de la carretera del río, sin regresar a casa hasta la mañana. Este no era el comportamiento propio de un padre de familia ejemplar, la señora Lansing podría haber tenido algún motivo para la queja. Pero en público —en la merienda de los voluntarios del cuerpo de bomberos, en las ceremonias de graduación— la colmaba de atenciones, mostrando a todos su orgullo por ella. Era conocida por todos su incompetencia como director residente de las minas, así como que en raras ocasiones acudía a la oficina antes de las once. Como padre había sin duda fracasado en la educación de dos de sus tres hijos. 

 George era considerado un «camorrista» y un «diablillo». Anne siempre se salía con la suya, a fuerza de pataletas y mala educación. Aunque estos puntos débiles eran comprensibles. Varios de ellos eran compartidos por los ciudadanos más valorados del lugar. Lansing era un hombre agradable y buena compañía. ¡Cuán espléndido habría sido el juicio si Lansing hubiera disparado a Ashley! ¡Qué actuación habría brindado! Coaltown se habría asegurado en primer lugar de que estuviera completamente atemorizado —encogido por el miedo— para entonces absolverlo. 

 Este caso sin importancia en una pequeña población del sur de Illinois debiera haberse olvidado incluso antes de no haber sido por las misteriosas circunstancias que rodearon la fuga del convicto. No tuvo que levantar un dedo. Fue rescatado. Seis hombres —vestidos de porteadores ferroviarios, con los rostros ennegrecidos con corcho quemado— accedieron al vagón sellado. Hicieron añicos los faroles colgantes; sin un solo disparo ni palabra alguna doblegaron a los guardas y sacaron al prisionero del tren. Dos de los custodios dispararon una vez y no se atrevieron a continuar por miedo a matar a uno de los suyos en plena oscuridad. ¿Quiénes eran estos hombres que arriesgaron sus vidas para salvar la de John Ashley? ¿Mercenarios? La señora Ashley declaró en repetidas ocasiones a los representantes de la Fiscalía del Estado —los furiosos, humillados policías— que ella no tenía idea de quiénes podían ser. Todo lo relativo al rescate fue impresionante: su entereza, su habilidad, su precisión, pero sobre todo su silencio y el hecho de que los rescatadores estuvieran sobrenatural. desarmados. Fue fantasmagórico; El juicio y la evasión de John Ashley pusieron en ridículo al estado de Illinois. Hasta la llegada de la Primera Guerra Mundial — que comenzó a desplazar a los estadounidenses por todo el país, cambiando su lugar de residencia de forma repentina— todo hombre, mujer y niño consideraba que vivía en la mejor población del mejor estado del mejor país del mundo. Esta convicción les aportaba una cierta fortaleza y se veía reforzada por un implacable desprecio de toda localidad, estado o país vecino. Este orgullo geográfico era inculcado a los niños, y los orgullos y humillaciones de la infancia son tenaces. Los más pequeños aplicaban este principio a las mismas calles en las que vivían. Se les oía de regreso del colegio: «Si tuviera que vivir en la Calle del Roble, ¡me moriría!». «Bueno, todo el mundo sabe que cualquiera que viva en la Calle del Olmo está loco-co-co, ¡ahí lo llevas!». El coronel Stotz, fiscal general del estado de Illinois, era un destacado ciudadano del mejor estado del mejor país del mundo. La cúpula del Capitolio Estatal (Capitolio Abraham Lincoln), en el que ejercía sus funciones, era el símbolo visible de la justicia, la dignidad y el orden. El desprecio al que se sometió a Illinois como resultado del Caso Ashley durante su cuarto y último mandato oscureció sus días y abrió el suelo bajo sus pies. Odiaba el apellido Ashley y decidió perseguir al convicto hasta el último rincón del planeta. Desde la mañana del primer lunes tras la muerte de Lansing, los hijos de los Ashley desaparecieron del colegio para gran frustración de sus compañeros. Unicamente Sophia pisaba la calle, realizando las compras para su madre. Ella Gates le escupió en la cara en la escalinata de la oficina de correos. Ashley prohibió a sus hijas asistir al juicio. Un día tras otro, Roger —a sus diecisiete años y medio— se sentaba en el tribunal junto a su madre, quien también negaba a sus conciudadanos cualquier espectáculo de pavor. Como el propio Roger diría más tarde: «Mamá está mejor que nunca cuando las cosas se tuercen». Ella se sentaba a unos metros del banco del acusado. La incomodaba ser consciente de que la falta de sueño robaba color a sus mejillas. Cada mañana, a las ocho y media, se las frotaba largamente y con firmeza para generar un aspecto de bienestar e inquebrantable confianza. Otro hecho extraño sobre los Ashley se manifestó durante el juicio: ningún familiar de John o de Beata llegó a Coaltown para ayudarlos o consolarlos. Con el paso del tiempo la historia se transformó en leyenda y fue recontada con cada vez mayor número de incorrecciones. 

Se dijo que matones de Nueva York asaltaron el tren: habían recibido mil dólares cada uno de la amante de Ashley, la viuda del hombre que asesinó. O que Ashley, con la ayuda de su hijo Roger, se había abierto paso a balazos ante una patrulla de once hombres. Incluso después de que la Fiscalía del Estado hubiera exonerado a John Ashley, eran muchos quienes, entrecerrando los ojos, pronunciaban con tono de quien sabe lo que dice: «Hubo mucho ahí, escondido, en ese asunto, que nunca salió a la luz». Los hijos de los Ashley y los Lansing dejaron Coaltown uno a uno. Más adelante, primero la señora Ashley y luego la señora Lansing, se mudaron a la Costa Oeste. Parecía como si el tiempo hubiera expurgado gradualmente esta triste historia, tal y como ha hecho con tantas otras. ¡Pero no! Pasados unos nueve años se comenzó a hablar de nuevo del Caso Ashley. Periodistas, ciudadanos comunes, incluso científicos, se dedicaron a visitar las hemerotecas para leer las amarillentas páginas de los viejos periódicos. Había un interés cada vez mayor por los «hijos de Ashley», todos tan distinguidos en sus diferentes vidas y profesiones. Todo el mundo estaba interesado en los «hijos de Ashley» excepto los propios «hijos de Ashley». Eran objeto de esa especialmente clamorosa forma de celebridad que rodea a aquellos que son tanto ridiculizados como admirados, adorados y odiados. Llamaban cada vez más la atención porque habían logrado atraer el interés de la sociedad a una edad muy temprana y porque estaban ligeramente vinculados a un pasado de tragedia y desgracia. Se les reconocían una serie de características comunes. Si bien únicamente aquellos que los habían conocido en sus años de juventud en Coaltown —el doctor Gillies, Eustacia Lansing, Olga Doubkov— eran conscientes de hasta qué punto estos elementos de su personalidad habían sido heredados de sus progenitores, especialmente de su padre. No tenían sentido alguno de la competitividad y sus consiguientes manifestaciones de odio y represalia, a pesar de que Lily y Roger pertenecían a profesiones con fuerte competencia y escasa presencia de escrúpulos. No actuaban embargados por la conciencia de sus propios hechos, no mostraban consideración ninguna hacia la opinión de terceros y no conocían el miedo, aunque Constance pasó más de dos años en prisión, en seis arrestos acaecidos en cuatro países distintos, y Roger era vilipendiado tanto en su país como en el extranjero. Lily y Constance no eran vanidosas a pesar de encontrarse entre las más bellas mujeres de su época. Ninguno tenía sentido del humor, si bien con los años sus palabras adquirieron una mordacidad que se aproximaba al ingenio y eran ampliamente citados. Carecían de engreimiento. Quienes mejor los conocían los describían como «abstractos». 

Era por tanto lógico que desconcertaran a sus contemporáneos y fueran acusados, según los casos, de inflexibilidad, egotismo, insensibilidad, hipocresía y sed de publicidad. Habrían generado incluso un mayor rechazo de no haber sido por otro rasgo absurdo, demasiado cándido, enternecedor, pueblerino: todos tenían grandes y sobresalientes orejas («aladas puertas de granero») y grandes pies; bendición divina para los caricaturistas. Cuando Constance —en sus interminables cruzadas: «Voto para la mujer», «Refugios para los niños indigentes», «Derechos para la mujer casada»— ascendía las escaleras de un estrado (era especialmente apreciada en India y Japón), un estallido de risa barría la multitud; nunca pudo entender por qué. Así pues, ya en 1910 y 1911, la gente comenzó a estudiar la documentación del Caso Ashley y a plantear preguntas —frívolas o sesudas preguntas— sobre John y Beata Ashley y sus hijos, sobre Coaltown, sobre esos viejos bromistas: herencia y entorno, habilidades y talentos, destino y azar. Este John Ashley, ¿qué había en él (como en ciertos héroes de las viejas tragedias de los griegos) que le generó una suerte tan dispar: castigo inmerecido, rescate «milagroso», exilio e insigne progenie? ¿Qué había en los predecesores de los Ashley y posteriormente en su vida familiar que cultivó tal energía de mente y espíritu? ¿Qué había en este valle del Kangaheela de matriz geográfica, de clima espiritual, para moldear tan excepcionales hombres y mujeres? ¿Existía alguna conexión entre la catástrofe que sacudió a ambas familias y los posteriores sucesos? ¿Acaso la humillación, la injusticia, el sufrimiento, la miseria y el ostracismo, acaso son bendiciones? Nada es más interesante que las indagaciones acerca del modo en que la creatividad opera en cualquiera, en todos: la mente, impulsada por la pasión, imponiéndose, construyendo y destruyendo; la mente —la última manifestación de la vida en hacerse presente— expresándose en el estadista y el criminal, el poeta y el banquero, el barrendero y el ama de casa, el padre y la madre; generando orden o causando estragos; la mente, condensando su energía en grupos y naciones, elevándose hasta la incandescencia y luego retrocediendo exhausta; la mente, esclavizando y masacrando o difundiendo la justicia y la belleza: La Atenas de Palas Atenea, como un faro sobre una colina, emitiendo haces de luz que aún iluminan a los hombres en sus asambleas. Palestina, durante mil años, como un géiser en la arena, generando genio tras genio, hasta el punto de que pronto no habrá nadie sobre la tierra que no haya sido por ellos afectado. ¿Se produce una multiplicación cada vez mayor de estos o acaso disminuye? ¿Es el cerebro neutral ante la destrucción y la beneficencia? ¿Es posible que se produzca alguna vez una «espiritualización» del animal humano? Es absurdo comparar a estos hijos del valle del Kangaheela con los augustos ejemplos de benefactora y funesta actividad mencionados anteriormente (apenas alcanzada la mitad de este siglo ya han sido ampliamente olvidados), pero: Están cerca. Son accesibles para nuestra indiscreta observación. La sección central de Coaltown es larga y estrecha, insertada entre dos riscos. Puesto que su calle principal avanza de nortea sureste, recibe poca luz solar directa. Muchos de sus habitantes en rara ocasión ven un amanecer, un atardecer o más que un fragmento de una constelación. 

En el extremo norte se encuentra la estación de ferrocarril, el ayuntamiento, el juzgado, la Taberna Illinois y la vivienda de los Ashley, construida tiempo atrás por Airlee MacGregor y bautizada «Los Olmos»; en el extremo sur hallamos los jardines de Memorial Park, con su estatua al soldado del Ejército de la Unión, el cementerio y la vivienda de Breckenridge Lansing: «San Cristóbal», que toma su nombre de la isla del Caribe en la que nació Eustacia Lansing. Estas dos casas son las únicas de Coaltown con suficiente superficie plana a su alrededor como para ser descritas «con terreno». Un triste riachuelo, el Kangaheela, fluye a lo largo del valle, en la sección este de la calle principal; se amplía creando estanques tras Los Olmos y San Cristóbal. La población es mayor de lo que aparenta. Puesto que su centro está confinado a un estrecho valle, las viviendas de muchos de sus residentes están colgadas de las colinas circundantes o se alinean en las carreteras que se dirigen al norte y al sur. Los mineros viven en sus propias comunidades en la cresta Bluebell y la colina Grimble. Tienen sus economatos, sus escuelas y sus iglesias. En rara ocasión descienden hasta el pueblo. Coaltown se expandió y se redujo en diversas ocasiones a lo largo del siglo XIX. Las minas llegaron a emplear hasta a tres mil hombres y varios cientos de niños. Oleadas de inmigrantes se asentaron por cortos periodos de tiempo en la región para continuar luego su avance: cazadores y tramperos, sectas religiosas, mineros de Silesia y comunidades enteras de agricultores a la búsqueda de suelo fértil. Había no pocas iglesias, escuelas y cementerios abandonados en las colinas cercanas y a lo largo de la carretera del río. El doctor Gillies estimaba que cien mil personas habían habitado ambos condados; tras conocer las imponentes necrópolis cercanas a Goshen y Penniwick, elevó la cifra. Debió de haber un amplio lago de poca profundidad en la región para haber producido tanta arenisca, pero el suelo se elevó y la mayor parte del agua fluyó hacia el Ohio y el Misisipi. Debió de haber grandes bosques que produjeran todo ese carbón y siglos de terremotos para levantar las colinas y plegarlas sobre los bosques como tortitas sobre mermelada. Los gigantescos y pesados reptiles fueron incapaces de escapar a tiempo y dejaron sus huellas en la roca; pueden contemplarse en el museo de Fort Barry. Qué extensiones de tiempo son necesarias para completar la transformación de un pantanal en un bosque. Los estudiosos han dibujado la estela temporal: tanto tiempo para que la hierba facilite el humus a los arbustos, tanto para que los matorrales acomoden a los árboles, tanto para que los menores de la familia de los robles enraícen bajo la grata sombra de los cerezos silvestres y los arces, y para suplantarlos; tanto para que el roble blanco reemplace al rojo; tanto para la majestuosa entrada de la familia de las hayas, que ha aguardado su momento propicio: la guerra de los retoños, por así decirlo. A la despiadada lucha de las plantas se sumó la de los animales. El balido del venado infundiendo terror en el bosque al hundirle el gran felino sus dientes en la vena yugular; el halcón elevando al cielo la serpiente que atrapa entre sus mandíbulas un roedor. Entonces llegó el hombre. Uno de los más logrados «montículos de tortuga»[2] de toda la región de Algonquín se encuentra en las inmediaciones de Coaltown, en Goshen, y existen tres magníficos «montículos de serpiente»[3] al norte. En aquel tiempo, cualquier chico con energía tenía su colección de puntas de flecha, pilones y hachas indias. Los entendidos no coinciden en los motivos de las numerosas masacres, puesto que estas tribus eran notablemente pacíficas. 

Un experto las atribuye a la costumbre de los matrimonios exógamos: incursiones contra las tribus de otros tótems para robar mujeres destinadas a sus valientes jóvenes. Otro, no obstante, sostiene que estas agresiones vienen derivadas de necesidades económicas; los bleu barrés habrían agotado la caza en su territorio, viéndose obligados a avanzar hacia la tierra de los kangaheelas. Sea cual sea la razón, el análisis de los restos óseos de las diversas necrópolis desvela una atroz sangría. En 1907, mucho tiempo después de que estas tribus fueran consideradas extintas, un etnólogo se topó con una pequeña comunidad de kangaheelas que vivían y tosían en chabolas en el embarcadero de Gilchrist, en el Misisipi, cien kilómetros al oeste de Coaltown. Era difícil comprender cómo lograban sobrevivir; vendiendo junto a la carretera un puñado de mocasines, pipas, flechas y abalorios de torpe factura. Una noche, a cambio de whisky, un anciano contó la historia de su pueblo. Eran la envidia de otras naciones por la elegancia de sus vestidos, el esplendor de sus danzas (Kangaheela significa «escenario sagrado»), su sabiduría y sus habilidades en la adivinación. Todo hombre mayor de edad era capaz de repetir sin mácula el Libro de los Inicios y los Fines, un recital que llenaba, interrumpido por las danzas, dos días con sus noches. Los kangaheelas eran famosos por su hospitalidad; reservaban espacios para invitados de otras naciones que pudieran entender alguna porción del texto. El fuego del consejo iluminaba los rostros de miles de hombres sentados alrededor del sagrado escenario para la danza. La primera noche era gloriosa: la historia de la creación con su agotadora descripción de las luchas entre el sol y la oscuridad. Esta era seguida por la narración del nacimiento del primer hombre a través de los orificios nasales del Padre Supremo: el primer kangaheela. Se dedicaba una mañana a enumerar el catálogo de leyes y tabúes que este había instituido; cuestión tan antigua que las palabras eran en ocasiones ininteligibles y su intención poco clara. A mediodía el trovador se adentraba en la crónica y la genealogía de héroes y traidores: ocho horas de duración. Poco antes de la segunda medianoche se transmitía el Libro de las Severas Profecías, que nos es dado por el Padre Supremo: tres horas de humillación y amargura. Los pecados del hombre han convertido la belleza de la tierra en un estercolero. Hermanos han asesinado a hermanos. La sagrada obligación de la regeneración ha sido convertida en un deporte irreflexivo. El Padre Supremo porta en su corazón a todas las naciones del bosque, pero se arrastrarán como la serpiente; sus poblaciones serán esquilmadas; la felicidad del nacimiento de un hijo será fingida. Se producía entonces un largo silencio, roto finalmente por el retumbar de los tambores y los gritos. Era la Danza del kangaheela, el corazón del sílex, tan fundamental para el Padre Supremo como su ojo. Esta es la danza que ha sido tan ampliamente copiada. Incluso a los saysays de Michigan se les ha pedido que la realicen en su devaluada y superficial versión de las ferias itinerantes (admisión: cincuenta centavos; niños, veinticinco). Al finalizar la danza se producía otro silencio; cargado de expectación, con la respiración contenida. El líder de los kangaheelas parecía sumirse en las profundidades de su cuerpo; se serenaba; se elevaba. Era el turno del Libro de las Promesas. ¿Quién sería capaz de describir el consuelo de tan magnífica canción? Los ancianos olvidaban sus debilidades; los chicos y chicas dejaban patente por qué habían nacido y por qué el universo fue puesto en movimiento. Existen muchos pueblos sobre la tierra —más hombres que hojas en el bosque—, pero Él ha elegido a los kangaheelas de entre todos ellos. Regresará. Permitidles iluminar el camino para preparar el día. La especie humana será salvada por unos pocos. Hasta aquí los indios. Los expertos estiman que nunca hubo más de tres mil kangaheelas vivos de forma simultánea. Llegó el hombre blanco. Trajo consigo su narrativa de la creación, su nombre para el Padre Supremo, sus leyes y sus tabúes, su catálogo de héroes y traidores, su carga de reproches, su esperanza de una era dorada. Trajo muy poca danza, pero bastante música, sagrada y profana. También portaba un espíritu especulativo, desconocido para el piel roja; su producto fue sin mucho rigor denominado filosofía. Todos ellos, jóvenes y viejos, atormentaban sus cerebros ocasionalmente con preguntas sobre por qué existen los seres humanos y cuál es el sentido de la vida y la muerte (lo que el doctor Gillies llamó «las preguntas de las cuatro de la mañana»). 

 El doctor Gillies era el más elocuente y exasperante filósofo de Coaltown. En contradicción frontal con la Biblia, creía que la Tierra requirió millones de años para ser creada y que el hombre desciende de ya saben qué. Es más, dialogaba sobre cuestiones de relevancia de modo tal que quienes lo escuchaban quedaban desconcertados, incapaces de asegurar si bromeaba. Un selecto grupo de ciudadanos recordaría largo tiempo la noche en la que el doctor Gillies dio rienda suelta a todo el potencial de su espíritu especulativo. Ocurrió una Nochevieja, no una cualquiera: el 31 de diciembre de 1899, la víspera de un nuevo siglo. Un nutrido grupo se reunió frente al tribunal esperando a que el reloj marcara el cambio de centuria. Tenían los congregados un cierto ánimo exaltado, como si esperaran que el cielo se abriera sobre sus cabezas. El XX sería el siglo más destacado que el mundo jamás hubiera conocido. El hombre podría volar; la tuberculosis, la difteria y el cáncer serían erradicados; se acabarían las guerras. El país, el estado y el propio pueblo en el que vivían desempeñarían un importante y solemne papel en esta nueva era. Cuando el reloj marcó las doce todas las mujeres y muchos de los hombres sollozaban. De pronto, comenzaron a cantar, no «Auld Lang Syne»[4], sino «O God, Our Help in Ages Past»[5]. Poco después se arrojaban los unos a los brazos de los otros; se besaban; un comportamiento nunca antes visto. Breckenridge Lansing y Olga Sergeievna Doubkov —que se odiaban— se besaron; John Ashley y Eustacia Lansing —que se amaban— se besaron, la única vez que esto sucedió en sus vidas, de forma evasiva. (Beata Ashley evitaba cualquier concurrencia; se quedó sentada junto al reloj de péndulo en Los Olmos, rodeada por sus tres hijas: Lily, Sophia y Constance). Roger Ashley, a sus catorce años y cincuenta y una semanas, besó a Félicité Lansing, con quien contraería matrimonio nueve años más tarde. George Lansing, con quince años, el «diablillo» de Coaltown, estupefacto y sobrecogido por la solemnidad de la ocasión y el comportamiento de los adultos, se escondió detrás de su madre. (Los grandes artistas tienden a la exaltación en triste compañía y se apagan ante la euforia). Finalmente la multitud se dispersó; una veintena permaneció bajo el gran reloj, buscando profundizar la manifestación de una emoción que comenzaba a dar paso a la reflexión y la duda. Fueron a la taberna para —eso dijeron— tomar algo caliente. Las chicas jóvenes fueron enviadas a casa. El grupo entró en el bar, en el que ninguna mujer había sido hasta entonces admitida y era de suponer que no volverían a serlo en otros cien años. Se internaron en la sala trasera. Tazas de leche caliente, grog y «Sally Croker» (manzanas silvestres aderezadas flotando en sidra caliente) fueron distribuidas por el propio señor Sorbey. Breckenridge Lansing —siempre exultante cuando estaba bien acompañado, el perfecto anfitrión y, como director residente de las minas, ciudadano más destacado del pueblo— ejerció de portavoz. —Doctor Gillies, ¿cómo será el nuevo siglo? Las damas murmuraron: —¡Sí!… ¡Sí!… Díganos lo que piensa. Los hombres aclararon sus gargantas. El doctor Gillies no tosió para anunciar el inicio de sus palabras, sino que comenzó: —La naturaleza nunca duerme. Los procesos de la vida nunca se detienen. La creación no ha llegado a su fin. La Biblia afirma que Dios creó al hombre en el sexto día y descansó, pero cada uno de esos días tuvo una duración de muchos millones de años. El día de descanso debió de ser bien corto. El hombre no es el fin sino el principio. Nos encontramos al inicio de la segunda semana. Somos los hijos del octavo día. Describió la Tierra antes de la aparición de la vida: millones de años en los que el vapor se elevaba de las hirvientes aguas… El ruido, los terribles vientos, las olas… El ruido. Más tarde, diminutos organismos flotando hasta asfixiar los mares. Pasivos… Entonces, aquí y allá, unos y otros, adquirieron la habilidad de impulsarse hacia la luz, hacia el alimento. Un sistema nervioso empezó a tomar forma en la era Precámbrica; aletas y patas comenzaron a lograr suficiente fuerza para caminar sobre tierra firme en el Devónico Superior, la sangre se calentó en el Mesozoico. Fue en algún momento del Mesozoico cuando el señor Goodhue, el banquero de Coaltown, intercambió una escandalizada mirada con su mujer. Se levantaron y abandonaron la sala, la frente alta, mirando decididos al frente. ¡Evolución! ¡Impía evolución! El doctor Gillies continuó. Una vez separadas las plantas de los animales, los envió a iniciar sus largas marchas. Los pájaros y los peces, tras alguna duda, se despidieron. Los insectos se multiplicaron. La llegada de los mamíferos y ese sobrecogedor momento en el que permanecieron sobre sus cuartos traseros liberando los delanteros para la realización de otras actividades. —¡La vida! ¿Por qué la vida? ¿Para qué? ¿Con qué fin? Algo que surgió de la nada. ¿Adónde se dirigía? Se detuvo. Su mirada se fijó con tal insistencia sobre los chicos, que estos se sintieron impelidos a responder. Murmuraron: —Al hombre. —Sí —contestó el doctor Gillies—, a todas las clases de hombres. Una dolorosa inquietud se instaló en el grupo. Breckenridge Lansing, experimentado moderador, habló de nuevo en nombre de todos. —No ha respondido a nuestra pregunta, doctor Gillies. —He establecido las bases para mi respuesta a vuestra pregunta. En este nuevo siglo debemos ser capaces de ver que la humanidad inicia una nueva etapa de desarrollo: el hombre del octavo día. El doctor Gillies estaba mintiendo con todas sus fuerzas. No tenía ninguna duda de que el siglo que se iniciaba sería demasiado funesto para ser contemplado, es decir, como el resto de siglos. El doctor Gillies era el único miembro del grupo que no había sentido euforia. No había participado en las felicitaciones y abrazos. Quince minutos antes de las doce se había internado en la taberna para visitar a la anciana señora Billings, su paciente de tantos años. Su alma (una palabra que él únicamente utilizaría bromeando) estaba colmada de amargura. Veintitrés meses atrás su hijo había fallecido en un accidente de trineo en la Universidad Williams de Massachusetts —Hector Gillies, quien debería esa noche estar iniciando el siglo XX—: su otro yo, su prolongación, su alargada sombra. El doctor Gillies no tenía fe en el progreso, en el futuro de la humanidad. Sabía más sobre Coaltown que cualquiera de sus habitantes (como había conocido mucho sobre Terre Haute, en Indiana, durante sus primeros diez años en la profesión). Coaltown no era peor ni mejor que cualquier otra población. Toda comunidad es una porción del amplio organismo de la raza humana. Una incisión en Breckenridge Lansing o en el emperador de China desvelaría lo mismo, las mismas vísceras. Como el diablo en la vieja fábula, retirar los tejados de Coaltown o Vladivostok permite escuchar las mismas palabras[6]. Sus lecturas nocturnas de los grandes historiadores confirmaban su sensación de que Coaltown está en todas partes; aunque incluso los grandes historiadores son víctimas de la distorsión inducida por el paso del tiempo: alzan y humillan a su antojo. No hay Siglos de Oro ni Años Oscuros. Solo una oceánica monotonía de generaciones de hombres bajo la alternantemente propicia o pésima climatología. ¿Cómo serían el siglo XX y los posteriores? Mintió descaradamente porque su mirada descansaba sobre Roger Ashley y George Lansing. Habló como lo habría hecho si Héctor hubiera estado allí. Es obligación para los ancianos mentir a los jóvenes. Permitirles que afronten sus propios desencantos. Fortalecemos nuestras almas, siendo jóvenes, con la esperanza: la resistencia adquirida nos permite posteriormente asumir la desesperación como lo haría un romano. —El Hombre Nuevo está llegando. La naturaleza nunca duerme. Hasta ahora el esporádico hombre singular, el solitario genio, ha cargado con los hijos del miedo y la inercia en sus faldones. En adelante las masas emergerán de su condición cavernícola… Oh, ¡era magnífico! —… emergerán de su condición cavernícola en la que la mayor parte de los hombres permanecen aún encogidos: aterrorizados ante la usurpación, abrazando sus pertenencias, esclavos del temor al Dios del Trueno, el temor a los vengativos cadáveres, el temor a la indomable bestia que se aloja en su propio interior. Era maravilloso. —La mente y el espíritu serán la próxima climatología del ser humano. La raza está siendo educada. ¿Qué es la educación, Roger? ¿Qué es la educación, George? Es el puente que el hombre cruza desde la vida encerrada en uno mismo, centrada en uno mismo, hacia la conciencia de la comunidad humana al completo. Varios de los miembros de su audiencia habían caído rendidos pronto en la beatífica atmósfera del siglo XX; no John Ashley y su hijo, no Eustacia Lansing y su hijo. Olga Doubkov caminó de regreso a casa con Wilhelmina Thoms, secretaria de Lansing en las minas. —El doctor Gillies no se cree una palabra de lo que dijo. Yo sí. Cada una de ellas. Al igual que sucedía con mi padre. Sería incapaz de caminar erguida si no fuera así. Nunca se ha explicado satisfactoriamente por qué los primeros colonos de Coaltown (o Maple Bluffs[7], como fue inicialmente denominado) eligieron centrar y expandir su asentamiento en una garganta sin sol cuando pudieron haber construido sus casas, su primera iglesia y la primera escuela en los prados abiertos situados al norte y al sur. La población se ubica en una ruta comercial de moderada importancia; los vendedores itinerantes siguen formando parte de su vida. Coaltown siempre ha sido privilegiada por los viajantes —afortunadamente para Beata Ashley y sus hijas llegado el momento— incluso cuando Fort Barry, cincuenta kilómetros al norte, y Summerville, sesenta y cinco kilómetros al sur, ofrecían mayores atractivos. La Taberna Illinois de los Sorbey (constructor, hijo y nieto), les convenía. 

Le destinaban dos noches en sus itinerarios. Las habitaciones eran amplias, las cenas por treinta y cinco centavos, generosas. El mobiliario de la cantina, de madera tallada y latón, fue instalado ante la expectativa de una prosperidad aún mayor. El cordial olor del serrín, las salpicaduras de cerveza y la fermentación del whisky daba la bienvenida al cansado trotamundos. Había juegos nocturnos en la sala trasera. Se ofrecía transporte gratuito hasta distintos establecimientos situados varios kilómetros al sur, en los márgenes de la carretera del río: El Abrevadero de Hattie y Lo Tenemos Todo, de Nicky. Los agentes comerciales (herramientas agrícolas y medicamentos al por mayor) llegaban en tren; los viajantes (máquinas de coser, joyería, medicamentos patentados y menaje de cocina) a caballo y en calesa. Los vendedores ambulantes se detenían en un lateral de la carretera y dormían bajo sus carretas. Con el descubrimiento del carbón llegaron el polvo negro, gris, amarillo y blanco; aguas turbias al Kangaheela; el primer y último residente adinerado: Airlee MacGregor; más extranjeros: de Silesia y Virginia Occidental, el padre de la señorita Doubkov (un príncipe ruso exiliado, según algunos), y John y Beata Ashley, de Nueva York, hablando el «dialecto neoyorquino». Numerosas aves, fieras, peces y plantas desaparecieron de la región. Se hizo habitual comentar que el suelo estaba «agriado». Por encima de todo ello llegó la pobreza, el descontento y la amenaza de violencia. Muchos de los hombres que trabajaban diez horas al día bajo tierra parecían incapaces de alimentar y vestir a una familia de doce o catorce integrantes, incluso cuando, la tarde del sábado, su querida descendencia depositaba su salario semanal en la mano del padre. Los zapatos eran de especial relevancia. Se introducían en los sueños en forma de pesadilla. Incluso los caballos tenían zapatos. Un hombre podía alimentar a su familia con judías, salvado, verduras, manzanas y, ocasionalmente, tocino; pero se sobreentendía que los creyentes no podían ir a la iglesia descalzos. Los hijos habían de ir por turnos. En varias ocasiones durante la segunda mitad del siglo XIX el aire olió a sublevación. Pocas cosas existen más desalentadoras que las huelgas poco entusiastas. Todas fueron mal gestionadas y poco apoyadas. Las ventanas del almacén de suministros de los mineros volaban por los aires, las oficinas de la empresa eran destrozadas. Un grupo de aguerridos hombres fue dispersado tras hacer trizas la valla de listones de madera que rodeaba la vivienda de Airlee MacGregor y lanzar contra la puerta sus bolas de croquet. (Durante todo este estrépito de madera en astillas el viejo MacGregor permaneció sentado en su salón, el rifle a mano, inflexible como Moisés). La cercanía de los días festivos generaba temor. En 1897 el alcalde canceló prudentemente el desfile del Día de la Independencia y la oración en Memorial Park. Cada cuatro años, las elecciones eran particularmente temidas. Los mineros descendían en manada las colinas y daban rienda suelta a su pronunciada frustración y rabia. La administración aplicaba multas con severidad a quienes no aparecían por los pozos al día siguiente. Los hombres bebían y gritaban durante toda la noche y se tambaleaban hacia las laderas al amanecer; sus mujeres los recogían de las zanjas junto a la carretera. Muchos niños nacían el siguiente agosto, recibidos con resignación. Los residentes en Coaltown cerraban con llave las puertas de sus casas por la noche desde tiempos inmemoriales y aquellos mejor situados instalaban varios refuerzos y barricadas. Breckenridge Lansing no fue el primero en entrenar a su familia en el uso de armas de fuego, algo comprensible siendo el director general de las minas. Sorprendió a los reporteros venidos de otras ciudades para el juicio que fuera asesinado durante su habitual práctica de tiro de la tarde de los domingos, no así a los habitantes de Coaltown. Cinco años después del notorio juicio, las minas cercanas a Coaltown cerraron: los yacimientos Bluebell y Henrietta B. MacGregor. La calidad del carbón llevaba tiempo reduciéndose y se produjo también una caída de la producción. El pueblo vio reducido su tamaño. Las familias del convicto y el asesinado se mudaron. Sus casas cambiaron de manos varias veces. Portaban carteles en los que se leía habitaciones y SE traspasa, pero finalmente los carteles acabaron siendo ilegibles y se cayeron de las paredes. Las ventanas rotas dejaban pasar la lluvia y la nieve; los pájaros anidaban en todas las plantas; las vallas de listones de madera se combaban sobre la tierra como las olas al besar la arena. El cenador del jardín trasero de Los Olmos acabó cayendo al estanque. En otoño las madres enviaban a sus hijos a recoger nueces a San Cristóbal y castañas a Los Olmos. Con el cese del funcionamiento de las minas mejoró la calidad del aire. Ningún ama de casa se atrevía a colgar cortinas blancas, pero las chicas que participaron en la ceremonia de graduación del instituto vistieron por primera vez trajes blancos en 1910. Con menos cazadores, los ciervos, los zorros y las codornices incrementaron su número. El pez saltarín, el ajedrez y la trucha de Mulligan encontraron su camino Kangaheela arriba en grandes grupos. El ciclamor, las varas de oro y las coletas, que habían olvidado la región mucho tiempo atrás, regresaron desde todas las direcciones. A menudo, en primavera, tras los aguaceros, un extraño rugido llenaba el aire. Las colinas estaban plagadas de minas abandonadas; la superficie sobre estas se derrumbaba con un gran estruendo más parecido al de un terremoto que a un deslizamiento de tierras. Los locales ascendían las laderas para contemplar estos montículos. Parecían más las ruinas de grandezas pasadas que las prisiones donde tantos habían trabajado doce horas —más tarde serían diez— al día, y donde tantos habían tosido y escupido sus propios pulmones. Incluso los niños más pequeños se quedaban mudos ante la vista de estas largas galerías y arcadas, rotondas y salones de trono. Al año siguiente los arbustos y las enredaderas cubrían las entradas al mundo subterráneo. La población de murciélagos se incrementó, emergiendo al caer la tarde en nubes arremolinadas sobre el valle. Como tanto gustaba de decir el doctor Gillies: «La naturaleza nunca duerme». Coaltown ya no tiene oficina de correos. La correspondencia se distribuye en un rincón de la tienda de ultramarinos del señor Bostwick. La sede de la administración del condado fue transferida a Fort Barry.

sábado, 4 de enero de 2025

Charles Bukowski EL VIEJO SUCIO QUE NUNCA SE FUE PRÓLOGO

 



PRÓLOGO

Charles Bukowski es una figura que ha dejado una marca indeleble en la literatura y en la cultura

popular, pero su legado está lejos de ser unánimemente celebrado. Sus detractores lo acusan

de ser un misógino, un nihilista y un escritor de estilo limitado. Sus defensores lo ven como un

cronista brutalmente honesto de la miseria humana, un poeta de la decadencia urbana y un

defensor de la autenticidad literaria. Lo cierto es que Bukowski es un autor que provoca

reacciones intensas y que, incluso décadas después de su muerte, sigue siendo objeto de

debate, reflexión y controversia.

Este libro no pretende ofrecer una visión complaciente de Bukowski. Por el contrario, busca

explorar en profundidad la complejidad de su obra, sus contradicciones, sus defectos y sus

grandezas. Bukowski no fue un hombre fácil de amar, y su literatura no es cómoda ni

reconfortante. Es, en su esencia, un espejo deformante de la realidad, que refleja las partes

más oscuras y crudas de la experiencia humana. A través de su alter ego, Henry Chinaski,

Bukowski nos muestra un mundo donde la esperanza es escasa, donde las relaciones humanas

están marcadas por el cinismo y la desesperanza, y donde la autodestrucción es tanto un refugio

como una condena.

Sin embargo, reducir a Bukowski a un simple cronista de la miseria sería una injusticia. Su obra,

aunque inmersa en la desesperación, está impregnada de una vitalidad feroz, de un humor

negro que le permite enfrentarse al absurdo de la existencia sin perder su humanidad. Bukowski

no ofrecía soluciones ni consuelo, pero en su negativa a embellecer la realidad, en su rechazo

a las ilusiones reconfortantes, encontramos una forma de resistencia, una afirmación de la

autenticidad en un mundo que a menudo la rechaza.

En estas páginas, recorreremos la vida y la obra de Bukowski, desde su infancia brutal hasta

su último aliento, explorando las raíces de su cinismo, la fuente de su desesperación y la chispa

de humanidad que, a pesar de todo, brilla en sus escritos. Analizaremos sus novelas, sus

poemas, sus relatos cortos y sus ensayos, desentrañando los temas recurrentes de su obra: el

alcoholismo, la soledad, el sexo, el trabajo, la muerte, y sobre todo, la lucha por encontrar

sentido en un mundo que parece carecer de él.

Este libro no busca disculpar ni glorificar a Bukowski. En su lugar, pretende ofrecer una

comprensión más profunda de un escritor que, a pesar de sus defectos, logró capturar algo

esencial sobre la condición humana. Bukowski nos desafía a enfrentar la realidad, a mirar más

allá de las apariencias y a encontrar significado en un mundo que a menudo parece vacío y

desolado. Su legado literario es una invitación a la reflexión, una llamada a la honestidad brutal,

y una recordatoria de que, a veces, la verdad es lo único que tenemos, por incómoda que sea.

2

Acompáñenme en este viaje a través del universo Bukowskiano, un viaje que no promete finales

felices ni respuestas fáciles, pero que, con suerte, nos permitirá entender un poco mejor a este

"viejo sucio" que, a pesar de todo, sigue entre nosotros, desafiándonos a ver la vida tal como

es, sin adornos ni falsedades. Porque, al final del día, tal vez esa sea la mayor lección de

Bukowski: la vida es dura, es cruel, es injusta, pero también es lo único que tenemos, y vale la

pena mirarla a los ojos, sin miedo y sin mentiras.

viernes, 22 de noviembre de 2024

Truman Capote Un árbol de la noche y otros cuentos Traducción de Juan Villoro DeBolsillo

 



PROFESOR MISERIA

El taconeo de sus propios zapatos en el vestíbulo de mármol le

hizo pensar en cubos de hielo tintineando en un vaso. En cuanto a

las flores —los crisantemos otoñales en la urna de la entrada—,

sintió que bastaría tocarlas para que se pulverizaran en briznas

escarchadas; no obstante hacía calor, la casa estaba incluso

demasiado caldeada; pero también fría —Sylvia se estremeció—

como frío era el níveo rostro tumefacto y ajado de la secretaria, Miss

Mozart, que vestía toda de blanco, como una enfermera. Claro que

bien podía ser que lo fuese. Pensó un momento: Mr. Revercomb,

usted está loco y ésta es su enfermera. No, francamente no. En ese

momento el mayordomo le tendió su bufanda. Le impresionó su

apostura: delgado, tan cortés, un negro de piel pecosa y ojos

enrojecidos y opacos. Le abrió la puerta; apareció Miss Mozart: su

rígido uniforme produjo un seco susurro en el vestíbulo:

—Esperamos que regrese —dijo, y le dio a Sylvia un sobre cerrado

—. Mr. Revercomb se ha sentido particularmente complacido.

Afuera, la oscuridad caía como copos azules. Caminó por las calles

de noviembre hasta llegar a la solitaria zona alta de la Quinta

Avenida. Se le ocurrió regresar a casa atravesando el parque: casi un

acto de desafío. Henry y Estelle, que nunca dejaban de insistir en su

sabiduría urbana, le habían dicho una y otra vez, Sylvia, no sabes lo

peligroso que es caminar de noche por el parque; mira lo que le

sucedió a Myrtle Calisher. Esto no es Easton, guapa. Esa era otra de

las cosas que decían. Otra más. Dios santo, estaba harta. Sin

embargo, aparte de ellos y de algunas otras mecanógrafas de

SnugFare, la empresa de ropa interior para la que trabajaba, ¿a

quién más conocía en Nueva York? La situación no estaría mal si no

tuviera que vivir con ellos, si le alcanzara para pagarse un cuarto

propio en algún sitio; pero en aquel angosto apartamento a veces

sentía deseos de estrangularlos. ¿Por qué había ido a Nueva York?

La causa, fuera cual fuese, le parecía a estas alturas bastante vaga;

sin embargo, un motivo esencial para salir de Easton había sido

librarse de Henry y Estelle, mejor dicho, de sus equivalentes, aunque

Estelle también era de Easton, un pueblo al norte de Cincinnati.

Habían crecido juntas. El verdadero problema de Henry y Estelle era

que estuvieran tan, pero tan casados. Don Jabón, Cepigrillo, todo

tenía un nombre: el teléfono era Tin Tilín; el sofá, Nuestro Berny; la

cama, el Gran Oso, ¿y qué decir de sus almohadas y toallas El y Ella?

Suficiente para enloquecer. ¡Enloquecer!, dijo en voz alta. El parque

silencioso absorbió su voz. Qué agradable sensación, había hecho

bien en atravesarlo, el viento soplaba entre las ramas, los arbotantes

de luz recién encendidos iluminaban dibujos de tiza de los niños:

pájaros rosas, flechas azules, corazones verdes. De pronto, dos

muchachos aparecieron en el camino como un par de palabras

obscenas. Rostros marcados de acné, sonrientes, se asomaron en la

oscuridad como llamas amenazadoras. Cuando pasaron a su lado,

Sylvia sintió que el cuerpo le ardía. Ellos se volvieron y la siguieron

hacia una solitaria zona de juegos. Uno de los chicos golpeaba un

palo a lo largo de una cerca de hierro, el otro silbaba. Los sonidos se

aproximaron como el concentrado rugir de un motor cada vez más

cercano. Cuando uno de ellos, riendo, gritó «¿A qué viene tanta

prisa?», a Sylvia se le entrecortó la respiración. Pensó en tirar el

bolso y correr; no lo hagas, se dijo. En ese momento vio a un

hombre que caminaba con su perro por un paseo lateral. Lo siguió y

se mantuvo cerca de él hasta llegar a la salida. ¡Cómo agradecerían

Henry y Estelle que les contara y les permitiera un te-lo-advertimos!

Es más, Estelle lo mencionaría en una carta y el día menos pensado

todo Easton sabría que la habían violado en Central Park. Durante el

resto del trayecto maldijo a Nueva York: la inocente amenaza del

anonimato y aquel pasillo digno del metro, iluminado toda la noche,

con tuberías chirriantes, pasos interminables, la puerta numerada: 3

C.

—Ssshh —dijo Estelle, saliendo furtivamente de la cocina—, Butsy

está haciendo los deberes.

Henry estudiaba derecho en la universidad de Columbia y,

efectivamente, estaba en la sala inclinado sobre sus libros. A petición

de Estelle, Sylvia se descalzó y luego atravesó el cuarto de puntillas.

Ya en su habitación se dejó caer en la cama y se tapó los ojos con

las manos. ¿En verdad había sucedido ese día? Miss Mozart, Mr.

Revercomb, ¿estaban realmente ahí, en ese alto edificio de la calle

Setenta y ocho?

—¿Qué has hecho hoy, guapa? —Estelle entró sin llamar.

Sylvia se apoyó en un codo:

—Nada, salvo mecanografiar noventa y siete cartas.

—¿Sobre qué? —Estelle usó el cepillo de Sylvia.

—¿Sobre qué va a ser? SnugFare, los calzoncillos que

proporcionan seguridad a los líderes de nuestra ciencia y nuestra

industria.

—¡Uf, qué humor! A veces no sé qué te pasa. Hablas en un tono...

¡Ay!, ¿por qué no compras otro cepillo? Este es un amasijo de pelos.

—Casi todos tuyos.

—¿Qué has dicho?

—Olvídalo.

—Ah, me pareció que decías algo; en fin, como te iba diciendo,

me gustaría que no tuvieras que ir a esa oficina, que no regresaras

enfadada. Desde mi punto de vista, como le dije a Butsy la otra

noche, y él estuvo absolutamente de acuerdo, le dije: Butsy, creo

que Sylvia debería casarse, una chica tan sensible tiene que relajar

sus tensiones. No hay nada que lo impida. Bueno, tal vez no seas

una belleza, en el sentido corriente de la palabra, pero tienes unos

ojos bonitos y aspecto de persona inteligente y sincera. De hecho,

eres el tipo de chica que a cualquier profesional liberal le gustaría

conseguir, y supongo que es lo que tú deseas... Mira lo distinta que

soy desde que me casé con Henry. ¿No te sientes sola al ver lo

felices que somos? Lo que quería decirte es que no hay nada como

estar en la cama con un hombre que te abrace y...

—¡Estelle! ¡Por el amor de Dios! —Sylvia se incorporó, las mejillas

encendidas de ira; pero luego se mordió los labios y bajó la mirada

—. Lo siento —dijo—, no quise gritar, sólo quisiera que no me

hablaras así.

—Está bien —dijo Estelle, sonriendo perpleja como una tonta;

luego se acercó a Sylvia y la besó—. Comprendo. Estás agotada, eso

es todo. Seguro que no has comido nada. Vamos a la cocina y te

haré unos huevos revueltos.

Cuando Estelle colocó el plato de huevos frente a ella, Sylvia se

sintió muy avergonzada. Después de todo, Estelle trataba de ser

amable. Entonces, como para repararlo todo, dijo:

—Es que me ha pasado una cosa.

Estelle se sentó frente a ella con una taza de café. Sylvia continuó:

—No sé cómo decírtelo. Es tan extraño, pero... bueno, hoy

almorcé en el Automat y tuve que compartir la mesa con tres

desconocidos. Hubiera dado lo mismo que yo fuera invisible porque

hablaron de cosas muy íntimas. Uno de ellos comentó que su novia

iba a tener un hijo y no sabía dónde conseguir dinero para resolver

el asunto. Dijo que no tenía nada que vender. Pero otro (bastante

más refinado, como si no tuviera que ver con sus compañeros) dijo

que sí, que podía vender algo: sueños. Hasta yo me reí, pero el

hombre movió la cabeza y dijo con mucho aplomo que era

totalmente cierto, que la tía de su esposa, Miss Mozart, trabajaba

para un millonario que compraba sueños, simples sueños nocturnos,

de cualquier persona. Anotó el nombre y la dirección, y se lo dio a su

amigo, pero él lo dejó en la mesa; dijo que le parecía demasiado

absurdo para creérselo.

—A mí también —intervino Estelle haciendo notar su sensatez.

—No sé —dijo Sylvia, encendiendo un cigarrillo—. No pude

quitármelo de la cabeza. El nombre era A. F. Revercomb; la dirección

correspondía a una casa de la calle Setenta y ocho. Sólo lo vi un

instante, pero fue... no sé, no pude olvidarlo. Empezó a darme dolor

de cabeza. Salí temprano de la oficina...

Estelle dejó en la mesa su taza de café, despacio, marcando el

ademán.

—Escúchame, Sylvia, ¿no me dirás que has ido a ver al loco ese, a

Revercomb?

—No quería ir —dijo Sylvia, repentinamente avergonzada. Era un

error hablar de eso, Estelle carecía de imaginación, jamás lo iba a

entender. Sus ojos se entrecerraron, como cada vez que inventaba

una mentira—. Y no fui —añadió en tono neutro—. Iba de camino

cuando me di cuenta de lo ridículo que era. En vez de seguir, di un

paseo.

—Muy sensato de tu parte —dijo Estelle, empezando a acomodar

platos en el fregadero—. Imagina lo que hubiera sucedido. ¡Comprar

sueños! ¡Habrase visto! Caray. Realmente, seguro que esto no es

Easton.

Antes de ir a su cuarto, Sylvia tomó un Seconal, cosa que hacía

rara vez. De otro modo, con la cabeza tan despierta y tan hecha un

lío no podría descansar; además sintió una extraña tristeza, una

sensación de pérdida, como si hubiera sido víctima de un hurto, un

hurto real o incluso moral, como si los muchachos que vio en el

parque le hubieran arrebatado realmente —de pronto encendió la luz

— el bolso. ¡El sobre que le había dado Miss Mozart! Estaba en el

bolso, sólo ahora se acordaba. Lo abrió. Dentro había un papel azul

doblado sobre un cheque; había una nota: en pago de un sueño,

cinco dólares. Entonces lo creyó; era cierto, le había vendido un

sueño a Mr. Revercomb. ¿Podía ser tan sencillo? Volvió a apagar la

luz, sonriendo levemente; si vendía un par de sueños a la semana,

¡la de cosas que iba a hacer!: alquilaría un apartamento para ella

sola, pensó, sumiéndose en el sueño. La calma la envolvía como la

luz de una fogata, y luego vino un lapso con suaves brillos de

linternas: se dormía profunda, muy profundamente. Vio unos labios,

unos brazos masculinos, lejanísimos. Apartó la manta de una patada,

con asco. ¿Hablaba Estelle de esos fríos brazos masculinos? Siguió

deslizándose en el sueño; los labios de Mr. Revercomb rozaban su

oído: cuénteme, susurró.

Pasó una semana antes de que fuese a verle de nuevo, una tarde

de domingo a principios de diciembre. Había salido del apartamento

con intención de ver una película, pero sin saber muy bien cómo, se

encontró en la Avenida Madison, a dos calles de Mr. Revercomb. El

cielo estaba color de plata, hacía frío, y el viento afilado era tan

penetrante como la malvarrosa. En las tiendas, los carámbanos de

oropel navideño brillaban entre montones de lentejuelas de nieve.

Todo en perjuicio de Sylvia: odiaba las festividades, esos momentos

en que uno está más solo que nunca. Un espectáculo la obligó a

detenerse ante un escaparate. Era un Santa Claus mecánico de

tamaño natural; se golpeaba el estómago y se balanceaba con un

frenesí de euforia eléctrica. Su estruendosa y chirriante carcajada se

podía oír a través de los gruesos cristales. Cuanto más lo miraba,

más siniestro le parecía. Finalmente se volvió, estremecida, y

continuó su camino hacia la calle donde estaba la casa de Mr.

Revercomb. Por fuera era un gran edificio, quizá menos cuidado e

imponente que los otros, pero aun así bastante majestuoso. Una

hiedra blanqueada por el invierno circundaba los ventanales

emplomados y extendía sus tentáculos sobre la puerta; dos

pequeños leones de piedra, de ciegos ojos cincelados, guardaban la

puerta. Sylvia respiró hondo antes de tocar el timbre. El negro pálido

y gentil de Mr. Revercomb la reconoció con una educada sonrisa.

En su anterior visita, la sala donde había esperado a ser recibida

por Mr. Revercomb estaba vacía. Esta vez había otras personas,

mujeres de aspecto diverso y un hombre joven, con ojos de

mosquito, excesivamente nervioso. Si hubieran sido lo que

aparentaban (pacientes en una sala de espera), él hubiera podido

ser un hombre a punto de ser padre o una víctima del mal de San

Vito. Estaba sentado junto a Sylvia; sus ojos inquietos

desabotonaron su ropa con rapidez, y lo que vio le interesó muy

poco. Sylvia sintió alivio cuando él volvió a sus crispadas

preocupaciones. Poco a poco, sin embargo, cobró conciencia del

interés que su presencia había suscitado en el grupo; a la luz

lóbrega, incierta, de aquella estancia llena de plantas, las miradas

parecían más duras que las sillas donde estaban sentados. Una

mujer la miraba con especial severidad. Aquel rostro parecía

destinado a poseer una dulzura suave y ordinaria, pero ahora, de ver

a Sylvia, lo afeaban la desconfianza y los celos. La mujer agitaba

suavemente una apolillada bufanda de piel, como si tratara de

apaciguar a una bestia que pudiera atacarla a dentelladas; su mirada

fija anticipó el ataque hasta que los pasos de Miss Mozart temblaron

en el vestíbulo. De nuevo el grupo se dividió en entidades

individuales vigilantes como escolares asustadizos.

—Mr. Pocker —dijo Miss Mozart, en tono admonitorio—, ¡usted es

el siguiente!

Mr. Pocker la siguió, con mirada nerviosa y retorciéndose las

manos. En la estancia oscura las mujeres volvieron a acomodarse

como motas de sol.

Entonces empezó a llover. Los reflejos que temblaban en las

ventanas se derritieron en las paredes. El jo-ven mayordomo entró

sigilosamente en la habitación, atizó el fuego del hogar y dispuso el

servicio del té en una mesa. Sylvia estaba muy cerca del fuego; se

sentía mareada por el calor y el sonido de la lluvia; inclinó la cabeza

a un lado, al otro; cerró los ojos, ni despierta ni dormida.

Durante largo rato, sólo la cristalina oscilación de un reloj perturbó

el límpido silencio de la casa de Mr. Revercomb. Luego, un repentino

disturbio en el vestíbulo sumió la habitación en un furioso estruendo:

tan vulgar como el color rojo, una voz grave gritaba:

—¿Detener a Oreilly? ¿Quién osará hacerlo?

El dueño de esta voz, un hombrecito con cuerpo de tonel y piel

rojo ladrillo, se abrió paso hasta el umbral de la sala; su mirada

deambuló ebria de arriba abajo.

—Vaya, vaya, vaya —dijo marcando una escala descendente con

su voz, áspera como la ginebra—, ¿todas estas damas van antes que

yo? Pero Oreilly es un caballero. Oreilly aguardará su turno.

—No lo hará. Aquí no. —Miss Mozart corrió tras él y lo agarró del

cuello de la camisa. Oreilly enrojecía aún más y los ojos se le salían

de las órbitas.

—Me está ahorcando —masculló, pero las manos pálidas,

verdosas, de Miss Mozart, tan fuertes como raíces de roble, le

tiraban aún más fuerte de la corbata hasta hacerle cruzar la puerta,

que finalmente resonó con un efecto demoledor: una taza de té

tintineó, y las hojas secas de una dalia cayeron de lo alto. La dama

de las pieles se llevó una aspirina a la boca.

—¡Qué desagradable! —dijo.

Todos menos Sylvia sonrieron con admirada delicadeza cuando

Miss Mozart pasó frotándose las manos.

Cuando salió de casa de Mr. Revercomb, caía una lluvia densa y

oscura. Echó una mirada a la calle desierta en busca de un taxi.

Nada ni nadie. Sí, había alguien, el borracho que ocasionó aquel

revuelo. Estaba apoyado en un coche haciendo botar una pelota de

goma como un solitario niño callejero.

—Mira —le dijo a Sylvia—, mira, me acabo de encontrar esta

pelota, ¿trae buena suerte?

Sylvia sonrió. El hombre le pareció inofensivo, a pesar del feroz

altercado; su rostro tenía algo especial, una expresión de tristeza

risueña que sugería un payaso sin maquillaje.

La siguió hacia la Avenida Madison, haciendo malabarismos con la

pelota.

—A que hice el ridículo —dijo él—. Cuando me porto así lo único

que quiero es sentarme a llorar. —Después de tanto rato bajo la

lluvia había recobrado una considerable sobriedad—. Pero no debió

tironearme de ese modo; qué salvaje es, maldita sea. Conozco a

algunas mujeres bastante salvajes (mi hermana Berenice podía

herrar al toro más bravo), pero ella es la más salvaje de todas.

Recuerda las palabras de Oreilly: acabará en la silla eléctrica. —Sus

labios produjeron un chasquido—. No tiene por qué tratarme así. De

cualquier forma, toda la culpa no es de él. No tenía mucho con que

empezar y él se quedó con lo que había; ahora no me queda niente,

niña, niente.

—Qué pena —dijo Sylvia, sin saber de qué se compadecía—. ¿Es

usted payaso, Mr. Oreilly?

—Lo era.

Habían llegado a la avenida, pero Sylvia no hizo el menor intento

de buscar un taxi, quería seguir caminando bajo la lluvia junto al

hombre que había sido payaso.

—De niña sólo me gustaban las muñecas vestidas de payaso —le

dijo—. Mi cuarto era como un circo.

—He sido otras cosas. También he sido corredor de seguros.

—Ah —dijo Sylvia, decepcionada—. ¿Y ahora qué hace?

Oreilly rió y lanzó la pelota muy alto; la atrapó sin dejar de mirar

hacia arriba.

—Miro el cielo —dijo—. Viajo a través del azul con mi maleta. Es

adonde vas cuando no tienes otro sitio. ¿Qué hago en este planeta?

He robado, mendigado, vendido mis sueños, todo por el whisky. Uno

no puede viajar en azul sin una botella, lo cual nos lleva al grano:

¿qué te parecería si te pido prestado un dólar?

—Me parecería bien —contestó Sylvia; hizo una pausa, sin saber

qué más decir.

Siguieron caminando, tan despacio que el chubasco parecía

cercarlos como una presión aislante. Le pareció que caminaba con

una de sus muñecas que se hubiera vuelto milagrosa y competente.

Le tomó de la mano: un payaso viajando en el azul.

—Pero un dólar no lo tengo; sólo setenta y cinco centavos.

—Vale —dijo Oreilly—, ¿en serio paga tan poco últimamente?

Sylvia supo a quién se refería.

—No, no... En realidad no le he vendido un sueño. —No trató de

explicarse; ni ella podía entenderlo. Ante la gris invisibilidad de Mr.

Revercomb (impecable, preciso como una balanza, rodeado de

clínicos aromas; ojos grises y opacos plantados como semillas en el

rostro anónimo, sellados por lentes aceradas) fue incapaz de

recordar un sueño, y habló de dos ladrones que la siguieron por un

parque y por la zona de los columpios—. «Un momento», me pidió

que me detuviese; «hay muchos tipos de sueños», dijo, «pero éste

es falso, se lo está inventando». ¿Cómo lo supo? Entonces le conté

otro sueño; era sobre él: me abrazaba de noche entre globos que

subían y lunas que caían. Dijo que no le interesaban los sueños que

tuvieran que ver con él.

Miss Mozart, que anotaba todos los sueños en taquigrafía, recibió

la orden de llamar al siguiente.

—Creo que no volveré.

—Volverás —dijo Oreilly—. Mírame. Hasta yo regreso, y hace

mucho que el Profesor Miseria acabó conmigo.

—¿Profesor Miseria? ¿Por qué le llama así?

Habían llegado a la esquina donde el Santa Claus maníaco se

mecía y vociferaba. Sus carcajadas resonaron en la chirriante calle

lluviosa y su sombra se proyectó sobre los arco iris reflejados en el

pavimento.

Oreilly dio la espalda al Santa Claus. Sonrió y dijo:

—Le llamo Profesor Miseria porque es eso. Profesor Miseria. Tal

vez tú le llames de otro modo, pero es el mismo tipo; seguro que lo

conoces. Las madres siempre hablan de él a sus hijos: vive en los

huecos de los árboles, se desliza de noche por las chimeneas,

acecha en los cementerios, sus pasos resuenan en los desvanes. El

hijo de puta es un ladrón, una amenaza: se apropiará de todo lo que

tengas y no te dejará nada, ni siquiera un sueño. ¡Buu! —gritó, y rió

con más fuerza que el Santa Claus—. Qué, ¿ya sabes quién es?

Sylvia asintió:

—Sé quién es. En mi familia lo llamábamos de otro modo, pero no

recuerdo cómo. Fue hace mucho.

—Pero ¿lo recuerdas?

—Sí, lo recuerdo.

—Entonces llámalo Profesor Miseria. —Y se alejó, botando su

pelota—. Profesor Miseria. —Su voz se convirtió en una mera

luciérnaga de sonido—. Pro-fe-sor Mi-se-ria...

Costaba trabajo ver a Estelle recortada contra esa ventana llena

de un sol tan hiriente como el crujir del cristal azotado por el viento.

Además, Estelle la estaba sermoneando. Su voz nasal sonaba como

si su garganta fuera un depósito de oxidadas navajas de afeitar.

—Me gustaría que te vieras —decía, ¿o acaso había dicho eso

tiempo atrás?; era lo de menos—. No sé qué te ha pasado. A que no

pesas ni cuarenta kilos. Se te ven todos los huesos y las venas. ¡Y el

pelo! Pareces un perro de lanas.

Sylvia se pasó una mano por la frente.

—¿Qué hora es, Estelle?

—Las cuatro —dijo, interrumpiéndose el tiempo suficiente para

mirar el reloj—. ¿Y dónde está tu reloj?

—Lo vendí —dijo Sylvia, demasiado cansada para mentir. No

importaba. Había vendido tantas cosas, incluyendo su abrigo de

castor y el bolso de noche con malla dorada.

Estelle negó con la cabeza.

—Me rindo, querida; así de claro, me rindo. Era el reloj que tu

madre te regaló por tu graduación. Qué vergüenza —su boca hizo un

chasquido de sirvienta antigua—, qué lástima y qué vergüenza.

Jamás entenderé por qué nos dejaste. Eso es asunto tuyo, no hay

duda; pero ¿cómo pudiste dejarnos por esta... esta...?

—Pocilga —completó Sylvia, usando la palabra deliberadamente.

Era un cuarto amueblado de la zona este, a la altura de la Sesenta y

tantos, entre la Tercera y la Segunda Avenida. Suficientemente

amplio para un sofá-cama y un buró viejo y astillado como un espejo

que semejaba un ojo con cataratas, tenía una ventana que daba a

un inmenso solar (en las tardes se escuchaban voces agresivas y las

correrías de niños desesperados); a lo lejos, como un punto de

admiración en el horizonte de edificios, se alzaba la negra chimenea

de una fábrica.

La chimenea aparecía con frecuencia en sus sueños y nunca

dejaba de excitar a Miss Mozart:

—Fálica, fálica —murmuraba, apartando la vista de su taquigrafía.

El suelo del cuarto era un basurero de libros empezados y nunca

concluidos, periódicos viejos, hasta mondaduras de naranja, huesos

de frutas, ropa interior, una polvera desparramada.

Estelle se abrió paso entre la basura y se sentó en el sofá-cama.

—Tú no lo sabes, pero me preocupas muchísimo. Mira, tengo mi

orgullo y todo eso, y si no te caigo bien, bueno, pues vale. Pero no

tienes derecho a alejarte de este modo, a que no se sepa de ti en un

mes. Así que hoy le dije a Butsy: Butsy, tengo el presentimiento de

que a Sylvia le ha sucedido algo horrible. Ya te puedes imaginar

cómo me sentí cuando llamé a tu oficina y me dijeron que hacía

cuatro semanas que no trabajabas allí. ¿Qué pasó?, ¿te despidieron?

—Sí, me despidieron. —Sylvia se incorporó—. Por favor, Estelle,

tengo que arreglarme; tengo una cita.

—Tranquila, no irás a ningún lado hasta que no me entere de lo

que pasa. La portera me dijo que te habías vuelto sonámbula...

—¿Has hablado con ella? ¿Qué pretendes?, ¿por qué me espías?

Los ojos de Estelle se arrugaron, como si fueran a llorar. Puso su

mano sobre la de Sylvia y la palmeó suavemente.

—Dime, querida, ¿es por un hombre?

—Sí, es por un hombre —dijo Sylvia, con un asomo de risa en la

voz.

—Debiste haber hablado conmigo antes. —Estelle suspiró—.

Conozco a los hombres. No tienes por qué avergonzarte de eso. Un

hombre puede tratar a una mujer de tal forma que ella se olvide de

todo lo demás. Si Henry no fuera el abogado prometedor que es, lo

querría de todas formas, y haría cosas que antes de conocer a un

hombre me hubieran parecido horrendas y repugnantes. Pero te has

enredado con un tío que se está aprovechando de ti.

—No es esa clase de relación —dijo Sylvia, poniéndose de pie y

localizando un par de medias entre el furor de los cajones del buró

—. No tiene nada que ver con el amor. Olvídalo. Es más, vuelve a

casa y olvídate completamente de mí.

Estelle la miró con detenimiento:

—Me asustas, Sylvia; en serio que me asustas.

Sylvia sonrió; continuó vistiéndose.

—¿Recuerdas que hace mucho te dije que te casaras?

—¡Uf! Ahora escúchame tú. —Sylvia se volvió; tenía una hilera de

horquillas en la boca; las retiraba una a una mientras hablaba—.

Hablas de matrimonio como si fuera la respuesta absoluta; pues

bien, hasta cierto punto estoy de acuerdo. Claro que quiero que me

amen, ¿y quién no? Pero incluso si estuviera deseando

comprometerme, ¿dónde está el hombre con el que me he de casar?

Debe haberse caído por una alcantarilla. En serio, no hay hombres

en Nueva York, y si los hay, ¿dónde los encuentras? Los que me

parecían mínimamente atractivos o eran casados o maricas o

demasiado pobres para casarse. Además éste no es un lugar para

enamorarse; es un lugar para curarse del amor. Claro, supongo que

podría casarme con alguien, pero yo no quiero eso, ¿o sí?

—¿Entonces qué quieres? —Estelle se alzó de hombros.

—Más de lo que recibo. —Colocó la última horquilla en su sitio y

se alisó las cejas frente al espejo—. Tengo una cita, Estelle, es hora

de que te vayas.

—No puedo dejarte así —dijo Estelle, y su mano se agitó inerme

—. Sylvia, eres mi amiga de la infancia.

—Justamente ése es el asunto: ya no somos niñas; al menos yo

no. Vete a casa y no vuelvas por aquí. Lo único que quiero es que te

olvides de mí.

Estelle se llevó el pañuelo a los ojos; cuando llegó a la puerta

lloraba con bastante fuerza. Sylvia no se podía permitir

remordimientos; después de ser dura, sólo podía ser más dura.

—Adelante —dijo, siguiendo a Estelle al vestíbulo—, ¡y escribe a

casa todas las tonterías que se te ocurran de mí!

Estelle lanzó un aullido que hizo que los otros inquilinos salieran a

sus puertas y se fue escaleras abajo.

Sylvia regresó a su cuarto y chupó un terrón de azúcar para

quitarse el agrio sabor de boca; era el remedio de su abuela para el

mal humor. Luego se arrodilló y sacó la caja de puros que escondía

bajo la cama. Al abrirla se escuchó una versión casera y algo

descompuesta de Cómo odio levantarme por las mañanas. La caja

de música la había construido su hermano, que se la regaló cuando

cumplió catorce años. Al comer azúcar había pensado en su abuela,

y al escuchar la melodía, en su hermano; las habitaciones de la casa

en que vivieron giraron frente a ella, en penumbra; Sylvia se movía

de una a otra como una luz: escaleras arriba, abajo, afuera, de un

lado a otro, un aire fragante, primaveral, sombras violáceas y el

chirrido de un columpio en el porche. Todos han desaparecido,

pensó, evocando sus nombres, ahora estoy totalmente sola. La

música terminó. Pero continuó en su cabeza; podía oírla

imponiéndose a los gritos de los niños del solar vacío,

interrumpiendo su lectura. Leía un diario que guardaba en la caja,

un cuaderno donde apuntaba lo más importante de sus sueños;

ahora disponía de una infinidad y era muy difícil recordarlos. Hoy le

contaría a Mr. Revercomb el de los tres niños ciegos. Eso le gustaría.

Los precios que pagaba eran variables y estaba segura de que éste

era por lo menos un sueño de diez dólares. El himno de la caja de

puros la acompañó escaleras abajo, la siguió por las calles hasta

hacerla desear que acabara de una vez.

En la tienda donde había estado el Santa Claus vio una exhibición

igualmente enervante. Incluso cuando llegaba tarde a casa de Mr.

Revercomb, como ahora, se sentía obligada a detenerse ante el

escaparate. Una niña de yeso, con intensos ojos de vidrio, pedaleaba

en una bicicleta a una velocidad de locura; aunque los radios de las

ruedas giraban hipnóticamente, la bicicleta, por supuesto, jamás se

movía: todo ese esfuerzo y la pobre chica sin ir a ningún lado. Era

una situación lastimosamente humana; Sylvia se podía identificar

con ella de un modo tan cabal que sintió una auténtica punzada. La

caja de música giraba en su cabeza: ¡la melodía, su hermano, la

casa, un baile de cuando hacía bachillerato, la casa, la melodía! ¿La

oiría Mr. Revercomb? Su mirada penetrante revelaba una apagada

sospecha. Sin embargo, pareció satisfecho con el sueño. Cuando

salió, Miss Mozart le dio un sobre con diez dólares.

—Tuve un sueño de diez dólares —le contó a Oreilly.

—¡Estupendo! —Oreilly se frotó las manos—. Ojalá hubieras

llegado antes, porque he hecho algo terrible. Entré en una tienda de

bebidas, robé una botella de un cuarto de litro y salí corriendo.

Sylvia no le creyó hasta que del abrigo abrochado con unos

alfileres se sacó una botella de bourbon ya medio vacía.

—Un día te vas a meter en problemas —dijo ella—, ¿y entonces

qué será de mí? No sé qué haría sin ti.

Oreilly rió y sirvió whisky en un vaso de agua. Estaban sentados

en un café que abría toda la noche, un rutilante depósito de comida,

animado por espejos azules y murales burdos. Aunque a Sylvia le

parecía un sitio sórdido cenaban ahí a menudo; de cualquier forma,

aun en caso de tener dinero, ¿adónde más podían ir? Juntos

causaban una impresión curiosa: una chica y un borracho decrépito.

Hasta en un sitio así la gente se les quedaba mirando. Si lo hacían

demasiado rato, Oreilly se erguía muy digno y decía:

—Hola, labios ardientes, me acuerdo muy bien de ti, ¿todavía

trabajas en el aseo de caballeros?

Pero generalmente no les molestaban, y a veces se quedaban

charlando hasta las dos o las tres de la mañana.

—Menos mal que los otros no saben que el Profesor te dio diez

dólares. Alguno diría que le habías robado el sueño. Eso me sucedió

una vez. Nadie se salva de las dentelladas, nunca he visto tantos

tiburones, son peores que los actores, los payasos o los hombres de

negocios.Es algo demencial, si te paras a pensarlo: la obsesión de si

dormirás o no, si tendrás un sueño, si lo recordarás. Una y otra vez.

Consigues un par de dólares y te lanzas a la primera licorería o a la

primera máquina de pastillas para dormir, y antes de darte cuenta,

ya estás total y absolutamente pirado. ¿Por qué? ¿Sabes a qué se

parece? Es como la vida misma.

—No, Oreilly, en eso sí que te equivocas. No tiene nada que ver

con la vida. Tiene más que ver con estar muerta. Siento como si me

despojaran de todo, como si un ladrón me robara hasta dejarme en

los huesos. Oreilly, no tengo ninguna ambición, y solía tener

muchas. No lo entiendo, no sé qué hacer.

Él sonrió:

—¿Y dices que no es como la vida? ¿Quién entiende la vida?

¿Quién sabe lo que hay que hacer?

—No te burles; deja estar el whisky y tómate la sopa antes de que

se congele. —Encendió un cigarrillo; el humo le irritó los ojos,

aguzando su ceño fruncido—. Ojalá supiera para qué quiere todos

esos sueños, todos mecanografiados y archivados. ¿Qué hace con

ellos? Tienes razón cuando dices que el Profesor Miseria... no se

trata tan sólo de un curandero imbécil; no es posible que todo

carezca de sentido, pero ¿para qué quiere sueños? Ayúdame, Oreilly,

piensa, piensa: ¿qué significa?

Oreilly se sirvió otro trago, cerrando un ojo; su torcida boca de

payaso adquirió una corrección académica:

—Esta pregunta vale un millón de dólares, niña. ¿Por qué no

preguntas algo sencillo, como un remedio para el catarro común y

corriente? Sí, ¿qué significa? He pensado bastante en ello. Lo he

pensado mientras le hacía el amor a una mujer y lo he pensado a

mitad de una partida de póker. —Apuró el trago y se estremeció—.

Mira, un sonido puede iniciar un sueño; el ruido de un coche que

pasa por la calle puede hacer que cientos de personas dormidas

caigan en lo más profundo de sí mismas. Es curioso pensar en ese

coche avanzando en la oscuridad, desatando tantos sueños. El sexo,

un repentino cambio de luz, un problema, estas pequeñas llaves

pueden abrir nuestro interior. Pero casi todos los sueños empiezan

porque una furia interior derrumba las puertas. No creo en

Jesucristo pero sí en el alma; así es como me lo imagino yo: los

sueños son la mente del alma, nuestra verdad escondida. Tal vez el

Profesor no tenga alma y tome trocitos de la tuya. Te los roba como

te robaría las muñecas o el ala de pollo de tu plato. Cientos de almas

han pasado por él y han ido a parar a un archivo.

—Oreilly, no te burles —volvió a decir, molesta porque creyó que él

bromeaba—, mira, tu sopa está...

Se detuvo de golpe, sobresaltada por la expresión de Oreilly, quien

miraba hacia la entrada. Había tres hombres, dos policías y un civil

vestido de tendero. El civil señalaba la mesa de ellos. Los ojos de

Oreilly registraron el local con desesperación acorralada. Luego

asintió, se acomodó en su sitio, se sirvió otro trago con gesto

ostentoso.

—Buenas noches, caballeros —dijo cuando los oficiales se le

pusieron delante—, ¿les apetece un trago?

—¡No pueden arrestarlo! —gritó Sylvia—. ¡No pueden arrestar a

un payaso! —Les arrojó su billete de diez dólares, pero no le hicieron

caso, y ella empezó a golpear la mesa. Todos los clientes los

miraban. El encargado llegó corriendo, retorciéndose las manos.

El policía le pidió a Oreilly que se pusiera de pie.

—Desde luego —dijo Oreilly—, aunque no veo por qué se

preocupan de unos delitos tan ínfimos como los míos habiendo

maestros del robo tan a mano. Por ejemplo, esta hermosa criatura...

—se colocó entre los oficiales y señaló a Sylvia— acaba de ser

víctima de un robo mayúsculo: pobrecilla, le han robado el alma.

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POESÍA CLÁSICA JAPONESA [KOKINWAKASHÜ] Traducción del japonés y edición de T orq uil D uthie

   NOTA SOBRE LA TRADUCCIÓN   El idioma japonés de la corte Heian, si bien tiene una relación histórica con el japonés moderno, tenía una es...

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