Para Isabel Wilder
Prólogo
A comienzos del verano de 1902, John Barrington Ashley, residente
en Coaltown[1], un pequeño núcleo minero en el sur de Illinois, fue
juzgado por el asesinato de Breckenridge Lansing, vecino de la
misma localidad. Fue declarado culpable y sentenciado a muerte.
Cinco días más tarde, a la una de la madrugada del martes 22 de
julio, escapó de sus custodios en el tren que lo conducía al patíbulo.
Este fue el conocido como «Caso Ashley», que suscitó
considerable interés, indignación y burla a todo lo largo del Medio
Oeste. Nadie dudaba que Ashley disparó a Lansing, de forma
deliberada o por accidente, pero el juicio fue considerado un proceso
torpemente gestionado por un juez senil, una defensa inepta y un
jurado cargado de prejuicios: el «Caso del Agujero del Carbón», el
«Caso de la Carbonera», lo apodaron. Cuando, después de todo ello,
el asesino convicto escapó de sus cinco custodios y desapareció sin
dejar rastro —esposado, con atuendo de reo y la cabeza afeitada—,
fue el propio estado de Illinois el que quedó ridiculizado. Pasados
unos cinco años, la Fiscalía del Estado, con sede en Springfield,
anunció el hallazgo de nuevas pruebas que eximían de toda
culpabilidad a Ashley.
Así pues, se había producido un error judicial en un caso sin
importancia en una pequeña población del Medio Oeste.
Ashley disparó a Lansing en la nuca mientras ambos realizaban
su habitual práctica de tiro con rifle de los domingos en el jardín
trasero de la vivienda de Lansing. Ni siquiera la defensa argumentó
que la tragedia fuera resultado de un fallo mecánico. El rifle fue
disparado en repetidas ocasiones ante los ojos del jurado y mostró
encontrarse en excelentes condiciones. La magnífica puntería de
Ashley era bien conocida. La víctima se encontraba a cinco metros
de distancia de Ashley, frente a él, ligeramente hacia su izquierda.
Lúe un tanto sorprendente que la bala atravesara el cráneo de
Lansing sobre su oreja izquierda, se asumió que había girado la
cabeza para oír el alboroto proveniente de una merienda que un
grupo de jóvenes celebraba en los jardines de Memorial Park, al otro
lado del cerco de seto. Ashley jamás vaciló en la defensa de su
inocencia, tanto en intencionalidad como en el propio hecho, por
risible que la aseveración pareciera. Los únicos testigos eran las
mujeres del acusado y de la víctima. Estaban sentadas bajo los
nogales del jardín preparando limonada. Ambas testificaron que solo
se produjo un disparo. El juicio se prolongó en exceso debido a
diversas enfermedades de los miembros del tribunal e incluso la
muerte de integrantes del jurado y sus suplentes. Los periodistas
destacaron los retrasos provocados por estallidos de risa, una
sombra de inconsistencia sobrevolaba la sala. Se produjeron
frecuentes lapsus línguae. Un testigo seguía a otro en una confusión
de nombres. El mazo del juez Crittenden se rompió. Un periodista de
San Luis lo denominó «el juicio de las hienas».
Fue la incapacidad para establecer el móvil del crimen la que
generó amplia indignación. La acusación planteó demasiados
motivos, pero ninguno convincente. Coaltown, no obstante, estaba
convencida de saber por qué Ashley había matado a Lansing, y de
allí era la mayor parte de los miembros del tribunal. Todos lo sabían
y ninguno lo mencionó. Los miembros de las mejores familias de
Coaltown no hablan con extraños. Ashley asesinó a Lansing porque
estaba enamorado de la mujer de este, y el jurado lo envió al
patíbulo con firmeza y unanimidad, con lo que un diario de Chicago
definió como «descarada calma». La amonestación del viejo juez
Crittenden al jurado en esta cuestión fue particularmente seria: los
conminó, con algo parecido a un guiño de complicidad, a cumplir
con su solemne obligación. Y así lo hicieron. Para los periodistas
llegados desde otros lugares, el juicio resultó una farsa y pronto se
convirtió en un escándalo en el curso superior del valle del Misisipi.
La defensa encolerizó, los periódicos adoptaron un enfoque
despectivo, llovieron telegramas en la mansión del Gobernador en
Springfield, pero Coaltown sabía lo que sabía. Este silencio acerca de
las vergonzosas relaciones entre John Ashley y Eustacia Lansing no
provenía de ningún deseo cortés de proteger el buen nombre de una
dama; existían fundamentos más sólidos para el silencio que este.
Ningún testigo se atrevió a pronunciar la acusación porque ninguno
contaba con la menor evidencia. Los cotilleos habían cristalizado en
condena como los prejuicios se petrifican en incontestable verdad.
Justo cuando la indignación popular se encontraba en su cénit,
John Ashley escapó de sus guardianes. La huida tiende a ser
interpretada como un reconocimiento de la culpabilidad, y las dudas
sobre el móvil del crimen pasaron a ser irrelevantes.
Es posible que la condena hubiera sido menos severa si Ashley se
hubiera comportado de forma diferente en el tribunal. No mostró
signo alguno de temor. No proporcionó ningún fascinante
espectáculo de creciente terror y arrepentimiento. Permaneció
sentado a lo largo del prolongado proceso escuchando con
serenidad, como si esperara que el juicio satisficiera su moderada
curiosidad sobre la verdadera identidad del asesino de Breckenridge
Lansing. Es cierto, sin embargo, que para Coaltown Ashley era un
hombre extraño.
Era prácticamente un extranjero, es decir: provenía
del estado de Nueva York y se expresaba como allí lo hacen. Su
mujer era alemana y tenía un ligero acento propio. Ashley parecía no
tener ambición. Había trabajado durante cerca de veinte años en la
oficina de las minas con un sueldo exiguo —tan limitado como el del
segundo clérigo mejor pagado de la zona— con aparente
satisfacción. Era extraño por la total ausencia de características
llamativas. No era rubio ni moreno, alto ni bajo, gordo ni delgado,
inteligente ni estúpido. Tenía un aspecto relativamente agradable,
pero difícilmente atraería segundas miradas. Un periodista de
Chicago, al inicio del juicio, lo denominó repetidamente «nuestro
aburrido héroe». (Cambió su parecer más tarde: un hombre que se
enfrenta a una condena a muerte y no muestra ansiedad, genera
interés). A las mujeres les gustaba Ashley porque a él le gustaban
ellas y porque ofrecía una concienzuda escucha en cualquier
conversación; los hombres —excepto los capataces de la mina— le
prestaban escasa atención, si bien algo en su modesto silencio los
impelía continuamente a tratar de impresionarlo.
Breckenridge Lansing era corpulento y rubio. Saludaba a todos
con un fuerte apretón de manos en cordial muestra de amistad. Reía
sonoramente; no se contenía ante un ataque de rabia.
Era sociable;
pertenecía a toda agrupación, fraternidad y asociación con que
contara Coaltown. Le encantaban los rituales: los ojos se le
colmaban de lágrimas —lágrimas de hombre, de las que no se
avergonzaba— cuando juraba por enésima vez «mantener la
amistad con los hermanos hasta la muerte» y «vivir con virtud bajo
la protección de Dios y estar preparado para entregar la vida por su
país». Son votos como estos, con su mención a las alturas, los que
dan sentido a la vida de un hombre. Tenía sus pequeñas debilidades.
Pasaba más de una noche en una de esas tabernas de la carretera
del río, sin regresar a casa hasta la mañana. Este no era el
comportamiento propio de un padre de familia ejemplar, la señora
Lansing podría haber tenido algún motivo para la queja. Pero en
público —en la merienda de los voluntarios del cuerpo de bomberos,
en las ceremonias de graduación— la colmaba de atenciones,
mostrando a todos su orgullo por ella. Era conocida por todos su
incompetencia como director residente de las minas, así como que
en raras ocasiones acudía a la oficina antes de las once. Como padre
había sin duda fracasado en la educación de dos de sus tres hijos.
George era considerado un «camorrista» y un «diablillo». Anne
siempre se salía con la suya, a fuerza de pataletas y mala educación.
Aunque estos puntos débiles eran comprensibles. Varios de ellos
eran compartidos por los ciudadanos más valorados del lugar.
Lansing era un hombre agradable y buena compañía. ¡Cuán
espléndido habría sido el juicio si Lansing hubiera disparado a
Ashley! ¡Qué actuación habría brindado! Coaltown se habría
asegurado en primer lugar de que estuviera completamente
atemorizado —encogido por el miedo— para entonces absolverlo.
Este caso sin importancia en una pequeña población del sur de
Illinois debiera haberse olvidado incluso antes de no haber sido por
las misteriosas circunstancias que rodearon la fuga del convicto. No
tuvo que levantar un dedo. Fue rescatado. Seis hombres —vestidos
de porteadores ferroviarios, con los rostros ennegrecidos con corcho
quemado— accedieron al vagón sellado. Hicieron añicos los faroles
colgantes; sin un solo disparo ni palabra alguna doblegaron a los
guardas y sacaron al prisionero del tren. Dos de los custodios
dispararon una vez y no se atrevieron a continuar por miedo a matar
a uno de los suyos en plena oscuridad. ¿Quiénes eran estos hombres
que arriesgaron sus vidas para salvar la de John Ashley?
¿Mercenarios? La señora Ashley declaró en repetidas ocasiones a los
representantes de la Fiscalía del Estado —los furiosos, humillados
policías— que ella no tenía idea de quiénes podían ser. Todo lo
relativo al rescate fue impresionante: su entereza, su habilidad, su
precisión, pero sobre todo su silencio y el hecho de que los
rescatadores
estuvieran
sobrenatural.
desarmados.
Fue
fantasmagórico;
El juicio y la evasión de John Ashley pusieron en ridículo al
estado de Illinois. Hasta la llegada de la Primera Guerra Mundial —
que comenzó a desplazar a los estadounidenses por todo el país,
cambiando su lugar de residencia de forma repentina— todo
hombre, mujer y niño consideraba que vivía en la mejor población
del mejor estado del mejor país del mundo. Esta convicción les
aportaba una cierta fortaleza y se veía reforzada por un implacable
desprecio de toda localidad, estado o país vecino. Este orgullo
geográfico era inculcado a los niños, y los orgullos y humillaciones
de la infancia son tenaces. Los más pequeños aplicaban este
principio a las mismas calles en las que vivían. Se les oía de regreso
del colegio: «Si tuviera que vivir en la Calle del Roble, ¡me moriría!».
«Bueno, todo el mundo sabe que cualquiera que viva en la Calle del
Olmo está loco-co-co, ¡ahí lo llevas!». El coronel Stotz, fiscal general
del estado de Illinois, era un destacado ciudadano del mejor estado
del mejor país del mundo. La cúpula del Capitolio Estatal (Capitolio
Abraham Lincoln), en el que ejercía sus funciones, era el símbolo
visible de la justicia, la dignidad y el orden. El desprecio al que se
sometió a Illinois como resultado del Caso Ashley durante su cuarto
y último mandato oscureció sus días y abrió el suelo bajo sus pies.
Odiaba el apellido Ashley y decidió perseguir al convicto hasta el
último rincón del planeta.
Desde la mañana del primer lunes tras la muerte de Lansing, los
hijos de los Ashley desaparecieron del colegio para gran frustración
de sus compañeros. Unicamente Sophia pisaba la calle, realizando
las compras para su madre. Ella Gates le escupió en la cara en la
escalinata de la oficina de correos. Ashley prohibió a sus hijas asistir
al juicio. Un día tras otro, Roger —a sus diecisiete años y medio— se
sentaba en el tribunal junto a su madre, quien también negaba a sus
conciudadanos cualquier espectáculo de pavor. Como el propio Roger
diría más tarde: «Mamá está mejor que nunca cuando las cosas se
tuercen». Ella se sentaba a unos metros del banco del acusado. La
incomodaba ser consciente de que la falta de sueño robaba color a
sus mejillas. Cada mañana, a las ocho y media, se las frotaba
largamente y con firmeza para generar un aspecto de bienestar e
inquebrantable confianza.
Otro hecho extraño sobre los Ashley se manifestó durante el
juicio: ningún familiar de John o de Beata llegó a Coaltown para
ayudarlos o consolarlos.
Con el paso del tiempo la historia se transformó en leyenda y fue
recontada con cada vez mayor número de incorrecciones.
Se dijo
que matones de Nueva York asaltaron el tren: habían recibido mil
dólares cada uno de la amante de Ashley, la viuda del hombre que
asesinó. O que Ashley, con la ayuda de su hijo Roger, se había
abierto paso a balazos ante una patrulla de once hombres. Incluso
después de que la Fiscalía del Estado hubiera exonerado a John
Ashley, eran muchos quienes, entrecerrando los ojos, pronunciaban
con tono de quien sabe lo que dice: «Hubo mucho ahí, escondido,
en ese asunto, que nunca salió a la luz». Los hijos de los Ashley y
los Lansing dejaron Coaltown uno a uno. Más adelante, primero la
señora Ashley y luego la señora Lansing, se mudaron a la Costa
Oeste. Parecía como si el tiempo hubiera expurgado gradualmente
esta triste historia, tal y como ha hecho con tantas otras. ¡Pero no!
Pasados unos nueve años se comenzó a hablar de nuevo del
Caso Ashley. Periodistas, ciudadanos comunes, incluso científicos, se
dedicaron a visitar las hemerotecas para leer las amarillentas
páginas de los viejos periódicos. Había un interés cada vez mayor
por los «hijos de Ashley», todos tan distinguidos en sus diferentes
vidas y profesiones. Todo el mundo estaba interesado en los «hijos
de Ashley» excepto los propios «hijos de Ashley». Eran objeto de
esa especialmente clamorosa forma de celebridad que rodea a
aquellos que son tanto ridiculizados como admirados, adorados y
odiados. Llamaban cada vez más la atención porque habían logrado
atraer el interés de la sociedad a una edad muy temprana y porque
estaban ligeramente vinculados a un pasado de tragedia y desgracia.
Se les reconocían una serie de características comunes. Si bien
únicamente aquellos que los habían conocido en sus años de
juventud en Coaltown —el doctor Gillies, Eustacia Lansing, Olga
Doubkov— eran conscientes de hasta qué punto estos elementos de
su personalidad habían sido heredados de sus progenitores,
especialmente de su padre. No tenían sentido alguno de la
competitividad y sus consiguientes manifestaciones de odio y
represalia, a pesar de que Lily y Roger pertenecían a profesiones con
fuerte competencia y escasa presencia de escrúpulos. No actuaban
embargados por la conciencia de sus propios hechos, no mostraban
consideración ninguna hacia la opinión de terceros y no conocían el
miedo, aunque Constance pasó más de dos años en prisión, en seis
arrestos acaecidos en cuatro países distintos, y Roger era
vilipendiado tanto en su país como en el extranjero. Lily y Constance
no eran vanidosas a pesar de encontrarse entre las más bellas
mujeres de su época. Ninguno tenía sentido del humor, si bien con
los
años sus palabras adquirieron una mordacidad que se
aproximaba al ingenio y eran ampliamente citados. Carecían de
engreimiento. Quienes mejor los conocían los describían como
«abstractos».
Era por tanto lógico que desconcertaran a sus
contemporáneos y fueran acusados, según los casos, de
inflexibilidad,
egotismo, insensibilidad, hipocresía y sed de
publicidad. Habrían generado incluso un mayor rechazo de no haber
sido por otro rasgo absurdo, demasiado cándido, enternecedor,
pueblerino: todos tenían grandes y sobresalientes orejas («aladas
puertas de granero») y grandes pies; bendición divina para los
caricaturistas. Cuando Constance —en sus interminables cruzadas:
«Voto para la mujer», «Refugios para los niños indigentes»,
«Derechos para la mujer casada»— ascendía las escaleras de un
estrado (era especialmente apreciada en India y Japón), un estallido
de risa barría la multitud; nunca pudo entender por qué.
Así pues, ya en 1910 y 1911, la gente comenzó a estudiar la
documentación del Caso Ashley y a plantear preguntas —frívolas o
sesudas preguntas— sobre John y Beata Ashley y sus hijos, sobre
Coaltown, sobre esos viejos bromistas: herencia y entorno,
habilidades y talentos, destino y azar.
Este John Ashley, ¿qué había en él (como en ciertos héroes de
las viejas tragedias de los griegos) que le generó una suerte tan
dispar: castigo inmerecido, rescate «milagroso», exilio e insigne
progenie?
¿Qué había en los predecesores de los Ashley y posteriormente
en su vida familiar que cultivó tal energía de mente y espíritu?
¿Qué había en este valle del Kangaheela de matriz geográfica, de
clima espiritual, para moldear tan excepcionales hombres y mujeres?
¿Existía alguna conexión entre la catástrofe que sacudió a ambas
familias y los posteriores sucesos? ¿Acaso la humillación, la
injusticia, el sufrimiento, la miseria y el ostracismo, acaso son
bendiciones?
Nada es más interesante que las indagaciones acerca del modo en
que la creatividad opera en cualquiera, en todos: la mente,
impulsada por la pasión, imponiéndose, construyendo y
destruyendo; la mente —la última manifestación de la vida en
hacerse presente— expresándose en el estadista y el criminal, el
poeta y el banquero, el barrendero y el ama de casa, el padre y la
madre; generando orden o causando estragos; la mente,
condensando su energía en grupos y naciones, elevándose hasta la
incandescencia y luego retrocediendo exhausta; la mente,
esclavizando y masacrando o difundiendo la justicia y la belleza:
La Atenas de Palas Atenea, como un faro sobre una colina,
emitiendo haces de luz que aún iluminan a los hombres en sus
asambleas.
Palestina, durante mil años, como un géiser en la arena,
generando genio tras genio, hasta el punto de que pronto no habrá
nadie sobre la tierra que no haya sido por ellos afectado.
¿Se produce una multiplicación cada vez mayor de estos o acaso
disminuye?
¿Es el cerebro neutral ante la destrucción y la beneficencia?
¿Es posible que se produzca alguna vez una «espiritualización»
del animal humano?
Es absurdo comparar a estos hijos del valle del Kangaheela con
los
augustos ejemplos de benefactora y funesta actividad
mencionados anteriormente (apenas alcanzada la mitad de este siglo
ya han sido ampliamente olvidados), pero:
Están cerca.
Son accesibles para nuestra indiscreta observación.
La sección central de Coaltown es larga y estrecha, insertada entre
dos riscos. Puesto que su calle principal avanza de nortea sureste,
recibe poca luz solar directa. Muchos de sus habitantes en rara
ocasión ven un amanecer, un atardecer o más que un fragmento de
una constelación.
En el extremo norte se encuentra la estación de
ferrocarril, el ayuntamiento, el juzgado, la Taberna Illinois y la
vivienda de los Ashley, construida tiempo atrás por Airlee MacGregor
y bautizada «Los Olmos»; en el extremo sur hallamos los jardines de
Memorial Park, con su estatua al soldado del Ejército de la Unión, el
cementerio y la vivienda de Breckenridge Lansing: «San Cristóbal»,
que toma su nombre de la isla del Caribe en la que nació Eustacia
Lansing. Estas dos casas son las únicas de Coaltown con suficiente
superficie plana a su alrededor como para ser descritas «con
terreno». Un triste riachuelo, el Kangaheela, fluye a lo largo del
valle, en la sección este de la calle principal; se amplía creando
estanques tras Los Olmos y San Cristóbal. La población es mayor de
lo que aparenta. Puesto que su centro está confinado a un estrecho
valle, las viviendas de muchos de sus residentes están colgadas de
las colinas circundantes o se alinean en las carreteras que se dirigen
al norte y al sur. Los mineros viven en sus propias comunidades en
la cresta Bluebell y la colina Grimble. Tienen sus economatos, sus
escuelas y sus iglesias. En rara ocasión descienden hasta el pueblo.
Coaltown se expandió y se redujo en diversas ocasiones a lo largo
del siglo XIX. Las minas llegaron a emplear hasta a tres mil hombres
y varios cientos de niños. Oleadas de inmigrantes se asentaron por
cortos periodos de tiempo en la región para continuar luego su
avance: cazadores y tramperos, sectas religiosas, mineros de Silesia
y comunidades enteras de agricultores a la búsqueda de suelo fértil.
Había no pocas iglesias, escuelas y cementerios abandonados en las
colinas cercanas y a lo largo de la carretera del río. El doctor Gillies
estimaba que cien mil personas habían habitado ambos condados;
tras conocer las imponentes necrópolis cercanas a Goshen y
Penniwick, elevó la cifra.
Debió de haber un amplio lago de poca profundidad en la región
para haber producido tanta arenisca, pero el suelo se elevó y la
mayor parte del agua fluyó hacia el Ohio y el Misisipi. Debió de
haber grandes bosques que produjeran todo ese carbón y siglos de
terremotos para levantar las colinas y plegarlas sobre los bosques
como tortitas sobre mermelada. Los gigantescos y pesados reptiles
fueron incapaces de escapar a tiempo y dejaron sus huellas en la
roca; pueden contemplarse en el museo de Fort Barry. Qué
extensiones de tiempo son necesarias para completar la
transformación de un pantanal en un bosque. Los estudiosos han
dibujado la estela temporal: tanto tiempo para que la hierba facilite
el humus a los arbustos, tanto para que los matorrales acomoden a
los árboles, tanto para que los menores de la familia de los robles
enraícen bajo la grata sombra de los cerezos silvestres y los arces, y
para suplantarlos; tanto para que el roble blanco reemplace al rojo;
tanto para la majestuosa entrada de la familia de las hayas, que ha
aguardado su momento propicio: la guerra de los retoños, por así
decirlo. A la despiadada lucha de las plantas se sumó la de los
animales. El balido del venado infundiendo terror en el bosque al
hundirle el gran felino sus dientes en la vena yugular; el halcón
elevando al cielo la serpiente que atrapa entre sus mandíbulas un
roedor.
Entonces llegó el hombre.
Uno de los más logrados «montículos de tortuga»[2] de toda la
región de Algonquín se encuentra en las inmediaciones de Coaltown,
en Goshen, y existen tres magníficos «montículos de serpiente»[3] al
norte. En aquel tiempo, cualquier chico con energía tenía su
colección de puntas de flecha, pilones y hachas indias. Los
entendidos no coinciden en los motivos de las numerosas masacres,
puesto que estas tribus eran notablemente pacíficas.
Un experto las
atribuye a la costumbre de los matrimonios exógamos: incursiones
contra las tribus de otros tótems para robar mujeres destinadas a
sus valientes jóvenes. Otro, no obstante, sostiene que estas
agresiones vienen derivadas de necesidades económicas; los bleu
barrés habrían agotado la caza en su territorio, viéndose obligados a
avanzar hacia la tierra de los kangaheelas. Sea cual sea la razón, el
análisis de los restos óseos de las diversas necrópolis desvela una
atroz sangría.
En 1907, mucho tiempo después de que estas tribus fueran
consideradas extintas, un etnólogo se topó con una pequeña
comunidad de kangaheelas que vivían y tosían en chabolas en el
embarcadero de Gilchrist, en el Misisipi, cien kilómetros al oeste de
Coaltown. Era difícil comprender cómo lograban sobrevivir;
vendiendo junto a la carretera un puñado de mocasines, pipas,
flechas y abalorios de torpe factura. Una noche, a cambio de whisky,
un anciano contó la historia de su pueblo. Eran la envidia de otras
naciones por la elegancia de sus vestidos, el esplendor de sus
danzas (Kangaheela significa «escenario sagrado»), su sabiduría y
sus habilidades en la adivinación. Todo hombre mayor de edad era
capaz de repetir sin mácula el Libro de los Inicios y los Fines, un
recital que llenaba, interrumpido por las danzas, dos días con sus
noches. Los kangaheelas eran famosos por su hospitalidad;
reservaban espacios para invitados de otras naciones que pudieran
entender alguna porción del texto. El fuego del consejo iluminaba los
rostros de miles de hombres sentados alrededor del sagrado
escenario para la danza. La primera noche era gloriosa: la historia de
la creación con su agotadora descripción de las luchas entre el sol y
la oscuridad. Esta era seguida por la narración del nacimiento del
primer hombre a través de los orificios nasales del Padre Supremo:
el primer kangaheela. Se dedicaba una mañana a enumerar el
catálogo de leyes y tabúes que este había instituido; cuestión tan
antigua que las palabras eran en ocasiones ininteligibles y su
intención poco clara. A mediodía el trovador se adentraba en la
crónica y la genealogía de héroes y traidores: ocho horas de
duración. Poco antes de la segunda medianoche se transmitía el
Libro de las Severas Profecías, que nos es dado por el Padre
Supremo: tres horas de humillación y amargura. Los pecados del
hombre han convertido la belleza de la tierra en un estercolero.
Hermanos han asesinado a hermanos. La sagrada obligación de la
regeneración ha sido convertida en un deporte irreflexivo. El Padre
Supremo porta en su corazón a todas las naciones del bosque, pero
se
arrastrarán como la serpiente; sus poblaciones serán
esquilmadas; la felicidad del nacimiento de un hijo será fingida.
Se producía entonces un largo silencio, roto finalmente por el
retumbar de los tambores y los gritos. Era la Danza del kangaheela,
el corazón del sílex, tan fundamental para el Padre Supremo como
su ojo. Esta es la danza que ha sido tan ampliamente copiada.
Incluso a los saysays de Michigan se les ha pedido que la realicen en
su devaluada y superficial versión de las ferias itinerantes (admisión:
cincuenta centavos; niños, veinticinco). Al finalizar la danza se
producía otro silencio; cargado de expectación, con la respiración
contenida. El líder de los kangaheelas parecía sumirse en las
profundidades de su cuerpo; se serenaba; se elevaba. Era el turno
del Libro de las Promesas. ¿Quién sería capaz de describir el
consuelo de tan magnífica canción? Los ancianos olvidaban sus
debilidades; los chicos y chicas dejaban patente por qué habían
nacido y por qué el universo fue puesto en movimiento. Existen
muchos pueblos sobre la tierra —más hombres que hojas en el
bosque—, pero Él ha elegido a los kangaheelas de entre todos ellos.
Regresará. Permitidles iluminar el camino para preparar el día. La
especie humana será salvada por unos pocos.
Hasta aquí los indios. Los expertos estiman que nunca hubo más
de tres mil kangaheelas vivos de forma simultánea.
Llegó el hombre blanco. Trajo consigo su narrativa de la creación,
su nombre para el Padre Supremo, sus leyes y sus tabúes, su
catálogo de héroes y traidores, su carga de reproches, su esperanza
de una era dorada. Trajo muy poca danza, pero bastante música,
sagrada y profana. También portaba un espíritu especulativo,
desconocido para el piel roja; su producto fue sin mucho rigor
denominado filosofía. Todos ellos, jóvenes y viejos, atormentaban
sus cerebros ocasionalmente con preguntas sobre por qué existen
los seres humanos y cuál es el sentido de la vida y la muerte (lo que
el doctor Gillies llamó «las preguntas de las cuatro de la mañana»).
El doctor Gillies era el más elocuente y exasperante filósofo de
Coaltown. En contradicción frontal con la Biblia, creía que la Tierra
requirió millones de años para ser creada y que el hombre desciende
de ya saben qué. Es más, dialogaba sobre cuestiones de relevancia
de modo tal que quienes lo escuchaban quedaban desconcertados,
incapaces de asegurar si bromeaba. Un selecto grupo de ciudadanos
recordaría largo tiempo la noche en la que el doctor Gillies dio rienda
suelta a todo el potencial de su espíritu especulativo.
Ocurrió una Nochevieja, no una cualquiera: el 31 de diciembre de
1899, la víspera de un nuevo siglo. Un nutrido grupo se reunió
frente al tribunal esperando a que el reloj marcara el cambio de
centuria. Tenían los congregados un cierto ánimo exaltado, como si
esperaran que el cielo se abriera sobre sus cabezas. El XX sería el
siglo más destacado que el mundo jamás hubiera conocido. El
hombre podría volar; la tuberculosis, la difteria y el cáncer serían
erradicados; se acabarían las guerras. El país, el estado y el propio
pueblo en el que vivían desempeñarían un importante y solemne
papel en esta nueva era. Cuando el reloj marcó las doce todas las
mujeres y muchos de los hombres sollozaban. De pronto,
comenzaron a cantar, no «Auld Lang Syne»[4], sino «O God, Our
Help in Ages Past»[5]. Poco después se arrojaban los unos a los
brazos de los otros; se besaban; un comportamiento nunca antes
visto. Breckenridge Lansing y Olga Sergeievna Doubkov —que se
odiaban— se besaron; John Ashley y Eustacia Lansing —que se
amaban— se besaron, la única vez que esto sucedió en sus vidas, de
forma evasiva. (Beata Ashley evitaba cualquier concurrencia; se
quedó sentada junto al reloj de péndulo en Los Olmos, rodeada por
sus tres hijas: Lily, Sophia y Constance). Roger Ashley, a sus catorce
años y cincuenta y una semanas, besó a Félicité Lansing, con quien
contraería matrimonio nueve años más tarde. George Lansing, con
quince años, el «diablillo» de Coaltown, estupefacto y sobrecogido
por la solemnidad de la ocasión y el comportamiento de los adultos,
se escondió detrás de su madre. (Los grandes artistas tienden a la
exaltación en triste compañía y se apagan ante la euforia).
Finalmente la multitud se dispersó; una veintena permaneció bajo el
gran reloj, buscando profundizar la manifestación de una emoción
que comenzaba a dar paso a la reflexión y la duda. Fueron a la
taberna para —eso dijeron— tomar algo caliente. Las chicas jóvenes
fueron enviadas a casa. El grupo entró en el bar, en el que ninguna
mujer había sido hasta entonces admitida y era de suponer que no
volverían a serlo en otros cien años. Se internaron en la sala trasera.
Tazas de leche caliente, grog y «Sally Croker» (manzanas silvestres
aderezadas flotando en sidra caliente) fueron distribuidas por el
propio señor Sorbey.
Breckenridge Lansing —siempre exultante cuando estaba bien
acompañado, el perfecto anfitrión y, como director residente de las
minas, ciudadano más destacado del pueblo— ejerció de portavoz.
—Doctor Gillies, ¿cómo será el nuevo siglo?
Las damas murmuraron:
—¡Sí!… ¡Sí!… Díganos lo que piensa.
Los hombres aclararon sus gargantas.
El doctor Gillies no tosió para anunciar el inicio de sus palabras,
sino que comenzó:
—La naturaleza nunca duerme. Los procesos de la vida nunca se
detienen. La creación no ha llegado a su fin. La Biblia afirma que
Dios creó al hombre en el sexto día y descansó, pero cada uno de
esos días tuvo una duración de muchos millones de años. El día de
descanso debió de ser bien corto. El hombre no es el fin sino el
principio. Nos encontramos al inicio de la segunda semana. Somos
los hijos del octavo día.
Describió la Tierra antes de la aparición de la vida: millones de
años en los que el vapor se elevaba de las hirvientes aguas… El
ruido, los terribles vientos, las olas… El ruido. Más tarde, diminutos
organismos flotando hasta asfixiar los mares. Pasivos… Entonces,
aquí y allá, unos y otros, adquirieron la habilidad de impulsarse hacia
la luz, hacia el alimento. Un sistema nervioso empezó a tomar forma
en la era Precámbrica; aletas y patas comenzaron a lograr suficiente
fuerza para caminar sobre tierra firme en el Devónico Superior, la
sangre se calentó en el Mesozoico.
Fue en algún momento del Mesozoico cuando el señor Goodhue,
el banquero de Coaltown, intercambió una escandalizada mirada con
su mujer. Se levantaron y abandonaron la sala, la frente alta,
mirando decididos al frente. ¡Evolución! ¡Impía evolución! El doctor
Gillies continuó. Una vez separadas las plantas de los animales, los
envió a iniciar sus largas marchas. Los pájaros y los peces, tras
alguna duda, se despidieron. Los insectos se multiplicaron. La
llegada de los mamíferos y ese sobrecogedor momento en el que
permanecieron sobre sus cuartos traseros liberando los delanteros
para la realización de otras actividades.
—¡La vida! ¿Por qué la vida? ¿Para qué? ¿Con qué fin? Algo que
surgió de la nada. ¿Adónde se dirigía?
Se detuvo. Su mirada se fijó con tal insistencia sobre los chicos,
que estos se sintieron impelidos a responder. Murmuraron:
—Al hombre.
—Sí —contestó el doctor Gillies—, a todas las clases de hombres.
Una dolorosa inquietud se instaló en el grupo. Breckenridge
Lansing, experimentado moderador, habló de nuevo en nombre de
todos.
—No ha respondido a nuestra pregunta, doctor Gillies.
—He establecido las bases para mi respuesta a vuestra pregunta.
En este nuevo siglo debemos ser capaces de ver que la humanidad
inicia una nueva etapa de desarrollo: el hombre del octavo día.
El doctor Gillies estaba mintiendo con todas sus fuerzas. No tenía
ninguna duda de que el siglo que se iniciaba sería demasiado
funesto para ser contemplado, es decir, como el resto de siglos.
El doctor Gillies era el único miembro del grupo que no había
sentido euforia. No había participado en las felicitaciones y abrazos.
Quince minutos antes de las doce se había internado en la taberna
para visitar a la anciana señora Billings, su paciente de tantos años.
Su alma (una palabra que él únicamente utilizaría bromeando)
estaba colmada de amargura. Veintitrés meses atrás su hijo había
fallecido en un accidente de trineo en la Universidad Williams de
Massachusetts —Hector Gillies, quien debería esa noche estar
iniciando el siglo XX—: su otro yo, su prolongación, su alargada
sombra. El doctor Gillies no tenía fe en el progreso, en el futuro de la
humanidad. Sabía más sobre Coaltown que cualquiera de sus
habitantes (como había conocido mucho sobre Terre Haute, en
Indiana, durante sus primeros diez años en la profesión). Coaltown
no era peor ni mejor que cualquier otra población. Toda comunidad
es una porción del amplio organismo de la raza humana. Una
incisión en Breckenridge Lansing o en el emperador de China
desvelaría lo mismo, las mismas vísceras. Como el diablo en la vieja
fábula, retirar los tejados de Coaltown o Vladivostok permite
escuchar las mismas palabras[6]. Sus lecturas nocturnas de los
grandes historiadores confirmaban su sensación de que Coaltown
está en todas partes; aunque incluso los grandes historiadores son
víctimas de la distorsión inducida por el paso del tiempo: alzan y
humillan a su antojo. No hay Siglos de Oro ni Años Oscuros. Solo
una oceánica monotonía de generaciones de hombres bajo la
alternantemente propicia o pésima climatología.
¿Cómo serían el siglo XX y los posteriores?
Mintió descaradamente porque su mirada descansaba sobre
Roger Ashley y George Lansing. Habló como lo habría hecho si
Héctor hubiera estado allí. Es obligación para los ancianos mentir a
los jóvenes. Permitirles que afronten sus propios desencantos.
Fortalecemos nuestras almas, siendo jóvenes, con la esperanza: la
resistencia adquirida nos permite posteriormente asumir la
desesperación como lo haría un romano.
—El Hombre Nuevo está llegando. La naturaleza nunca duerme.
Hasta ahora el esporádico hombre singular, el solitario genio, ha
cargado con los hijos del miedo y la inercia en sus faldones. En
adelante las masas emergerán de su condición cavernícola…
Oh, ¡era magnífico!
—… emergerán de su condición cavernícola en la que la mayor
parte de los hombres permanecen aún encogidos: aterrorizados ante
la usurpación, abrazando sus pertenencias, esclavos del temor al
Dios del Trueno, el temor a los vengativos cadáveres, el temor a la
indomable bestia que se aloja en su propio interior.
Era maravilloso.
—La mente y el espíritu serán la próxima climatología del ser
humano. La raza está siendo educada. ¿Qué es la educación, Roger?
¿Qué es la educación, George? Es el puente que el hombre cruza
desde la vida encerrada en uno mismo, centrada en uno mismo,
hacia la conciencia de la comunidad humana al completo.
Varios de los miembros de su audiencia habían caído rendidos
pronto en la beatífica atmósfera del siglo XX; no John Ashley y su
hijo, no Eustacia Lansing y su hijo.
Olga Doubkov caminó de regreso a casa con Wilhelmina Thoms,
secretaria de Lansing en las minas.
—El doctor Gillies no se cree una palabra de lo que dijo. Yo sí.
Cada una de ellas. Al igual que sucedía con mi padre. Sería incapaz
de caminar erguida si no fuera así.
Nunca se ha explicado satisfactoriamente por qué los primeros
colonos de Coaltown (o Maple Bluffs[7], como fue inicialmente
denominado) eligieron centrar y expandir su asentamiento en una
garganta sin sol cuando pudieron haber construido sus casas, su
primera iglesia y la primera escuela en los prados abiertos situados
al norte y al sur. La población se ubica en una ruta comercial de
moderada importancia; los vendedores itinerantes siguen formando
parte de su vida. Coaltown siempre ha sido privilegiada por los
viajantes —afortunadamente para Beata Ashley y sus hijas llegado el
momento— incluso cuando Fort Barry, cincuenta kilómetros al norte,
y Summerville, sesenta y cinco kilómetros al sur, ofrecían mayores
atractivos. La Taberna Illinois de los Sorbey (constructor, hijo y
nieto), les convenía.
Le destinaban dos noches en sus itinerarios. Las
habitaciones eran amplias, las cenas por treinta y cinco centavos,
generosas. El mobiliario de la cantina, de madera tallada y latón, fue
instalado ante la expectativa de una prosperidad aún mayor. El
cordial olor del serrín, las salpicaduras de cerveza y la fermentación
del whisky daba la bienvenida al cansado trotamundos. Había juegos
nocturnos en la sala trasera. Se ofrecía transporte gratuito hasta
distintos establecimientos situados varios kilómetros al sur, en los
márgenes de la carretera del río: El Abrevadero de Hattie y Lo
Tenemos Todo, de Nicky. Los agentes comerciales (herramientas
agrícolas y medicamentos al por mayor) llegaban en tren; los
viajantes (máquinas de coser, joyería, medicamentos patentados y
menaje de cocina) a caballo y en calesa. Los vendedores ambulantes
se detenían en un lateral de la carretera y dormían bajo sus carretas.
Con el descubrimiento del carbón llegaron el polvo negro, gris,
amarillo y blanco; aguas turbias al Kangaheela; el primer y último
residente adinerado: Airlee MacGregor; más extranjeros: de Silesia y
Virginia Occidental, el padre de la señorita Doubkov (un príncipe
ruso exiliado, según algunos), y John y Beata Ashley, de Nueva York,
hablando el «dialecto neoyorquino». Numerosas aves, fieras, peces y
plantas desaparecieron de la región. Se hizo habitual comentar que
el suelo estaba «agriado». Por encima de todo ello llegó la pobreza,
el descontento y la amenaza de violencia. Muchos de los hombres
que trabajaban diez horas al día bajo tierra parecían incapaces de
alimentar y vestir a una familia de doce o catorce integrantes,
incluso cuando, la tarde del sábado, su querida descendencia
depositaba su salario semanal en la mano del padre. Los zapatos
eran de especial relevancia. Se introducían en los sueños en forma
de pesadilla. Incluso los caballos tenían zapatos. Un hombre podía
alimentar a su familia con judías, salvado, verduras, manzanas y,
ocasionalmente, tocino; pero se sobreentendía que los creyentes no
podían ir a la iglesia descalzos. Los hijos habían de ir por turnos. En
varias ocasiones durante la segunda mitad del siglo XIX el aire olió a
sublevación. Pocas cosas existen más desalentadoras que las
huelgas poco entusiastas. Todas fueron mal gestionadas y poco
apoyadas. Las ventanas del almacén de suministros de los mineros
volaban por los aires, las oficinas de la empresa eran destrozadas.
Un grupo de aguerridos hombres fue dispersado tras hacer trizas la
valla de listones de madera que rodeaba la vivienda de Airlee
MacGregor y lanzar contra la puerta sus bolas de croquet. (Durante
todo este estrépito de madera en astillas el viejo MacGregor
permaneció sentado en su salón, el rifle a mano, inflexible como
Moisés). La cercanía de los días festivos generaba temor. En 1897 el
alcalde
canceló prudentemente el desfile del Día de la
Independencia y la oración en Memorial Park. Cada cuatro años, las
elecciones eran particularmente temidas. Los mineros descendían en
manada las colinas y daban rienda suelta a su pronunciada
frustración y rabia. La administración aplicaba multas con severidad
a quienes no aparecían por los pozos al día siguiente. Los hombres
bebían y gritaban durante toda la noche y se tambaleaban hacia las
laderas al amanecer; sus mujeres los recogían de las zanjas junto a
la carretera. Muchos niños nacían el siguiente agosto, recibidos con
resignación. Los residentes en Coaltown cerraban con llave las
puertas de sus casas por la noche desde tiempos inmemoriales y
aquellos mejor situados instalaban varios refuerzos y barricadas.
Breckenridge Lansing no fue el primero en entrenar a su familia en
el uso de armas de fuego, algo comprensible siendo el director
general de las minas. Sorprendió a los reporteros venidos de otras
ciudades para el juicio que fuera asesinado durante su habitual
práctica de tiro de la tarde de los domingos, no así a los habitantes
de Coaltown.
Cinco años después del notorio juicio, las minas cercanas a
Coaltown cerraron: los yacimientos Bluebell y Henrietta B.
MacGregor. La calidad del carbón llevaba tiempo reduciéndose y se
produjo también una caída de la producción. El pueblo vio reducido
su tamaño. Las familias del convicto y el asesinado se mudaron. Sus
casas cambiaron de manos varias veces. Portaban carteles en los
que se leía habitaciones y SE traspasa, pero finalmente los carteles
acabaron siendo ilegibles y se cayeron de las paredes. Las ventanas
rotas dejaban pasar la lluvia y la nieve; los pájaros anidaban en
todas las plantas; las vallas de listones de madera se combaban
sobre la tierra como las olas al besar la arena. El cenador del jardín
trasero de Los Olmos acabó cayendo al estanque. En otoño las
madres enviaban a sus hijos a recoger nueces a San Cristóbal y
castañas a Los Olmos.
Con el cese del funcionamiento de las minas mejoró la calidad
del aire. Ningún ama de casa se atrevía a colgar cortinas blancas,
pero las chicas que participaron en la ceremonia de graduación del
instituto vistieron por primera vez trajes blancos en 1910. Con
menos cazadores, los ciervos, los zorros y las codornices
incrementaron su número. El pez saltarín, el ajedrez y la trucha de
Mulligan encontraron su camino Kangaheela arriba en grandes
grupos. El ciclamor, las varas de oro y las coletas, que habían
olvidado la región mucho tiempo atrás, regresaron desde todas las
direcciones.
A menudo, en primavera, tras los aguaceros, un extraño rugido
llenaba el aire. Las colinas estaban plagadas de minas abandonadas;
la superficie sobre estas se derrumbaba con un gran estruendo más
parecido al de un terremoto que a un deslizamiento de tierras. Los
locales ascendían las laderas para contemplar estos montículos.
Parecían más las ruinas de grandezas pasadas que las prisiones
donde tantos habían trabajado doce horas —más tarde serían diez—
al
día, y donde tantos habían tosido y escupido sus propios
pulmones. Incluso los niños más pequeños se quedaban mudos ante
la vista de estas largas galerías y arcadas, rotondas y salones de
trono. Al año siguiente los arbustos y las enredaderas cubrían las
entradas al mundo subterráneo. La población de murciélagos se
incrementó, emergiendo al caer la tarde en nubes arremolinadas
sobre el valle.
Como tanto gustaba de decir el doctor Gillies: «La naturaleza
nunca duerme».
Coaltown ya no tiene oficina de correos. La correspondencia se
distribuye en un rincón de la tienda de ultramarinos del señor
Bostwick. La sede de la administración del condado fue transferida a
Fort Barry.