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domingo, 10 de agosto de 2025

El arco iris de gravedad (Gravity’s Rainbow, 1973) FRAGMENTO DE NOVELA

 


 

 

📜 Comentario ritual del Consejo Editorial de Los Yoses sobre Thomas Pynchon y El arco iris de gravedad

🌈 Thomas Pynchon

Figura esquiva, casi mítica, Pynchon representa el autor como conspirador: invisible, paranoico, y obsesionado con los sistemas que rigen el mundo moderno. Su estilo es barroco, fragmentario, y deliberadamente caótico. No concede al lector descanso ni claridad, sino un laberinto narrativo donde cada símbolo puede ser una trampa.

📘 El arco iris de gravedad (Gravity’s Rainbow, 1973)

Aunque publicada oficialmente en 1973, su gestación crítica y simbólica comenzó en 1972, convirtiéndola en una obra anticipada y ritualizable en ese año.

  • Protagonista: Tyrone Slothrop, un militar cuya erección coincide con la caída de bombas V-2.

    • Fue condicionado en la infancia por un científico nazi mediante el plástico Imipolex G.

    • Su cuerpo se convierte en un radar erótico de la guerra, un mapa de deseo y destrucción.

  • Temas:

    • Paranoia como forma de conocimiento.

    • Tecnología como erotismo.

    • Guerra como espectáculo simbólico.

    • Fragmentación del yo y del lenguaje.

  • Estilo:

    • Más de 1.100 páginas de digresiones, sátiras, fórmulas científicas, canciones absurdas y escenas delirantes.

    • Narración no lineal, con múltiples voces y rupturas de tono.

    • Humor oscuro, referencias esotéricas, y una estructura que desafía toda lógica editorial.

🕯️ Valor ritual y editorial

  • Lectura ceremonial:

    • Requiere diagramas de entropía, mapas de cohetes, y votaciones sobre el caos.

    • Se recomienda acompañar con café negro, música electrónica de los años 70, y una vela encendida en honor al absurdo.

  • Comentario del Consejo: El arco iris de gravedad no se lee: se sobrevive. Es una novela que exige del lector una entrega total, una disposición a perderse en el laberinto. No busca comprensión, sino transformación. Es el texto perfecto para rituales de descomposición narrativa y ceremonias de paranoia simbólica.

 

 EL ARCO IRIS DE GRAVEDAD

 

THOMAS PYNCHON

 

 

 

 

Traducción de Antoni Pigrau

 

 

  

 

 

 

 

 

 

 

Título original: Gravity's Rainbow

 

1.a edición en colección Andanzas: noviembre de 2002

 

1.a edición en Fábula: octubre de 2009

 

© 1973, Thomas Pynchon

 

Diseño de la colección: adaptación de FERRATERCAMPINSMORALES de un diseño original de Pierluigi Cerri

 

Ilustración de la cubierta: ilustración (2002) tratada digitalmente por Opal, realizada especialmente para esta edición, a partir de una idea de BM.

 

© Opal, 2002.

 

Reservados todos los derechos de esta edición para

 

Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantü, 8 − 08023 Barcelona

 

www. tusquetseditores. com

 

 

ISBN: 978-84-8383-189-2

 

Depósito legal: B. 30.777-2009

 

Impresión y encuademación: Liberdúplex, S.L,

 

Impreso en España

 

 

Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.

 

 

 

A Richard Fariña

 

 


 1 - MÁS ALLÁ DEL PUNTO CERO

 

 

 

La naturaleza no conoce la extinción; sólo conoce la transformación.

Todo lo que la ciencia me ha enseñado y continúa enseñándome reafirma

mi creencia en la continuidad de nuestra existencia espiritual después de la

muerte.

 

 

Wernher von Braun

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Llega un grito a través del cielo. Ya ha ocurrido otras veces, pero ahora no hay nada con que compararlo.

Es demasiado tarde. La Evacuación todavía continúa, pero todo es teatralidad. No hay luces en el interior de los coches. No hay luces en ningún sitio. Por encima de él, unas vigas de sustentación tan antiguas como una reina de acero y, aún más arriba, unos cristales que permitirían pasar la luz del día. Pero es de noche. Le asusta la manera en que pronto caerán los vidrios. Será un espectáculo: la caída de un palacio de cristal. Un derrumbamiento en apagón total, sin un solo destello de luz; sólo un estrepitoso e invisible desplome.

Está sentado, sin nada para fumar, en la aterciopelada oscuridad del interior del vagón construido en varios niveles. Siente el metal cada vez más cerca y, más lejos, la fricción y la conexión; luego el surgir del vapor a chorros, una vibración en la estructura del vehículo, un balanceo, un malestar, todos los demás apretujados a su alrededor, los débiles, esas ovejas de segunda clase, todos sin fortuna y sin presente: borrachos, viejos veteranos todavía impresionados por un armamento obsoleto hace veinte años, inquietos en sus trajes de paisano, desaliñados; mujeres agotadas con más niños de los que nadie creería que pudiesen tenerse, todos amontonados entre el conjunto de cosas que deben ser conducidas a la salvación. Únicamente los rostros más próximos son visibles, aunque sólo como imágenes semi-plateadas observadas a través de un visor, caras teñidas de verde que recuerdan las de los tipos importantes que uno ha visto alguna vez, detrás de ventanillas de coche a prueba de balas, cuando atravesaban velozmente la ciudad…

Han comenzado a moverse. Pasan en fila, salen de la estación principal, se alejan del centro de la ciudad y empiezan a empujarse hacia las zonas más viejas y desoladas. ¿Es éste el camino de salida? Los rostros se vuelven hacia las ventanillas, pero nadie se atreve a preguntar en voz alta. Cae la lluvia. No, esto no es un desenmarañarse de, sino un progresivo enredarse en: pasan bajo arcadas, entradas secretas de cemento en mal estado que parecen recovecos de un pasaje inferior… Varios puntales de madera ennegrecida se han movido lentamente por encima de las cabezas y comienza a entrar el olor a carbón de días pretéritos, el olor a inviernos con nafta, a domingos en que no había tránsito, el olor del crecimiento a la manera del coral y misteriosamente lleno de vitalidad, que llega por las curvas sin visibilidad, procedente de las solitarias vías muertas, un olor acre a ausencia de material rodante, a maduración de moho, que penetra con fuerza y profundidad a través de esos días vacíos, especialmente al amanecer, con sombras azules que dejan el estigma de su paso, que tratan de llevar los acontecimientos al cero absoluto…Y el ambiente es más pobre y deprimente cuanto más avanzan…, ruinosas y mezquinas ciudades desconocidas, lugares cuyos nombres él nunca ha oído…, se derrumban las paredes y cada vez quedan menos techos, lo mismo que las posibilidades de luz. El camino, que debería abrirse a una carretera más amplia, se ha ido estrechando, cada vez más quebrado, haciéndose más angosto a cada curva, hasta que, de improviso, más pronto de lo que esperaban, se encuentran bajo el arco final: los frenos se clavan con una terrible sacudida. Es un juicio ante el que no hay apelación.

La caravana se ha detenido. Es el final del trayecto. Se ordena salir a todos los evacuados. Se mueven lentamente, pero sin resistencia. Quienes los dirigen llevan distintivos de color del plomo y no hablan. Se trata de un vasto, muy antiguo y oscuro hotel, una prolongación de hierro de las sendas y desvíos por los que han llegado hasta aquí… Lámparas globulares pintadas de verde oscuro cuelgan de los caprichosos aleros de hierro, apagadas desde hace siglos… La multitud se mueve sin murmullos ni carraspeos mientras avanza por corredores rectos y funcionales como pasillos de almacenes… Negras superficies aterciopeladas contienen el movimiento: hay olor a madera vieja, a remotas salas por mucho tiempo vacías y que acaban de reabrirse para acoger el torrente de almas, olor a fría argamasa en la que todas las ratas murieron, de las que sólo quedan sus fantasmas como pinturas rupestres, fijadas tenaz y luminosamente en las paredes… A los evacuados se les lleva por grupos a un ascensor: un andamio móvil de madera abierto por los cuatro costados, izado por viejas cuerdas alquitranadas y poleas de hierro fundido cuyos radios tienen forma de S. En cada uno de los tenebrosos pisos entran y salen pasajeros… Miles de habitaciones silenciosas y sin luz…

Algunos esperan solitarios, otros comparten sus cuartos de muebles invisibles. Sí, invisibles, ¿qué importa el mobiliario en este estado de cosas? Bajo los pies cruje la mugre más antigua de la ciudad, las últimas cristalizaciones de todo lo que la ciudad negó a sus hijos, todo aquello con que los amenazó y que le sirvió para mentirles. Todos han oído una voz que cada uno creía ser el único en escuchar:

—En realidad, no creías que te salvarían. Ven, ahora ya sabemos todos quiénes somos. Suponías que nadie iba a tomarse el trabajo de salvarte a ti, viejo…

No hay salida. Permanecer y esperar, estarse quieto y callado. El grito persiste a través del espacio. Cuando llegue, ¿lo hará en la oscuridad o traerá su propia luz? ¿Llegará la luz antes o después?

Pero ya hay luz. ¿Cuánto hace que hay luz? Durante todo el tiempo, la luz ha ido filtrándose junto con el frío aire matinal que roza ahora sus pezones de hombre. La luz ha comenzado a revelar un buen surtido de borrachos perdidos, algunos de uniforme y otros no, agarrados a botellas vacías o semivacías, tumbados en un sillón, arrellanados ante una chimenea fría o acurrucados en varios divanes, alfombras o meridianas, en los distintos niveles de la enorme habitación, roncando y jadeando a distintos ritmos en un coro que se renueva a sí mismo mientras la luz de Londres crece entre los rostros procedente de las ventanas divididas con parteluz, crece, invernal y elástica, entre los estratos de humo de la noche pasada que aún penden, desvaneciéndose, de las enceradas vigas del cielorraso. Todos estos que están horizontales, estos compañeros de armas, se ven ahora tan sonrosados como un grupo de campesinos holandeses que soñaran con su segura resurrección durante los próximos minutos.

Su nombre es capitán Geoffrey («Pirata») Prentice. Está envuelto con una gruesa manta, un tartán de color orín, naranja y escarlata. Su cráneo parece de metal.

Sobre él, a casi cuatro metros por encima de su cabeza, Teddy Bloat está a punto de caer desde la galería de los cómicos, tras haber elegido desplomarse por el lugar en que alguien, semanas atrás, había pateado, en un formidable arranque, dos de los balaustres de ébano y los había hecho saltar de su sitio. Ahora Bloat, en su estupor, ha ido introduciendo la cabeza en la abertura, luego los brazos y el torso, hasta que sólo lo sostiene allá arriba un botellín de champán vacío en el bolsillo de la cadera, que, de algún modo, está enganchado en algún sitio…

Pirata ya ha logrado incorporarse en su angosta cama de soltero y parpadea. ¡Qué terrible! ¡Qué espantosamente terrible…! Oye en lo alto rasgaduras de ropas. La Special Operations Executive (la organización secreta británica constituida en 1940 a la caída de Francia, destinada a adiestrar hombres para actuar como quintacolumnistas en territorio ocupado e iniciar y coordinar la subversión y el sabotaje contra el enemigo) lo ha entrenado para reaccionar con rapidez. Salta del catre y, de una patada, lo hace salir disparado sobre sus ruedecillas en dirección a Bloat. Este cae a plomo, exactamente en medio del camastro, con un gran estruendo de resortes, y una de sus piernas se hunde en él.

—Buenos días —dice Pirata.

Bloat sonríe levemente y se pone a dormir de nuevo, abrigándose con la manta de Pirata.

Bloat es uno de los moradores del lugar, como coinquilino del hotelito erigido el siglo pasado no lejos del Chelsea Embankment por Corydon Throsp, un conocido de los Rossetti, que usaba batas peludas y se pirraba por cultivar plantas medicinales en el terrado del edificio (tradición que el joven Osbie Feel ha hecho revivir últimamente), algunas de ellas apenas capaces de sobrevivir a la niebla y a las heladas, pero muy productivas como fragmentos de peculiares alcaloides para abonar la tierra, junto con el estiércol de un trío de cerdas Wessex Saddleback que habían sido premiadas, y que el sucesor de Throsp había alojado allí, junto con las hojas muertas de diversos árboles decorativos trasplantados al terrado por arrendatarios posteriores, y la extraña comida indigerible arrojada o vomitada por tal o cual sensible epicúreo. Todo mezclado, finalmente, por la cuchilla de las estaciones y convertido en un empaste, de varios palmos de grosor, de una increíble tierra negra de cultivo en la que podía crecer cualquier cosa, entre las que las bananas eran de las menos raras. Pirata, desesperado por la escasez de bananas en tiempo de guerra, decidió construir un invernadero de vidrio en el terrado y convenció a un amigo que hacía la ruta Río-Asunción-Fort Lamy para que le proporcionara un par de retoños de banano a cambio de una cámara fotográfica alemana, si es que Pirata tenía la suerte de conseguirla en una de sus misiones de paracaidista.

Pirata se había hecho famoso por sus Desayunos de Bananas. Acudían en tropel compañeros de rancho de toda Inglaterra, incluso algunos alérgicos o manifiestamente hostiles a las bananas, sólo para contemplar cómo la acción de las bacterias junto con el entrecruzamiento de anillos y cadenas subterráneos formaba una maraña que sólo Dios habría podido desenredar, y hacía que los frutos se desarrollaran hasta una longitud de cuarenta y cinco centímetros. Sí, asombroso, pero cierto.

Pirata orina en el retrete sin un solo pensamiento en la cabeza. Después se sumerge en la bata de lana que usa del revés para esconder el bolsillo de los cigarrillos, aunque no siempre da resultado. Esquivando los tibios cuerpos de los amigos se encamina hacia las puertas-ventana, se desliza al exterior y se sumerge en el frío; al notar el impacto de éste en los empastes de sus dientes se queja, trepa por una escalera que da vueltas en espiral hasta la terraza y se detiene un momento para observar el río. Todavía se ve el sol en el horizonte. El día se insinúa lluvioso, pero, de momento, el aire aparece extraordinariamente claro. La gran central eléctrica y, más allá, la fábrica de gas se muestran con toda precisión; por la mañana se han formado cristales en los vasos de cristalización, las chimeneas, los respiraderos, las torres y las cañerías… Sinuosas emanaciones de humo y vapor…

—Aaah… —Es el mudo rugido de Pirata mientras observa cómo desaparece su aliento sobre los parapetos— ¡Aaah!

Los tejados y azoteas danzan en la mañana. Y ahí lucen sus gigantescos racimos de bananas: amarillo radiante, verde húmedo. Abajo, sus compañeros sueñan, extasiados, con un Desayuno de Bananas. Este despejado día no debería ser peor que cualquier otro…

¿Lo será? En la lontananza, hacia Oriente, en el cielo rosado, algo acaba de resplandecer con grandes destellos. Una nueva estrella; nada menos digno de atención. Se apoya sobre el parapeto para mirar. El punto brillante ya se ha convertido en una breve línea vertical de color blanco. Debe de estar en algún lugar por encima del mar del Norte…, por lo menos a esa distancia… Abajo, campos de hielo y una fría mancha de sol…

¿Qué es? Nunca ocurre nada semejante. Pero Pirata lo sabe, a fin de cuentas. Lo vio en una película hace quince días…, se trata de una estela de humo. Ahora se ve un dedo más alta. Pero no es la estela de un avión. Los aviones no se lanzan verticalmente. Se trata de la nueva y todavía Muy Secreta bomba-cohete alemana.

«Nueva recepción de correo.»

¿Lo ha murmurado o sólo lo ha pensado? Se ajusta el raído cinturón de la bata. Se supone que el alcance de estas cosas es de más de doscientas millas. No es posible ver una estela de humo a doscientas millas de distancia, no es posible.

¡Oh! Oh, sí: rodeando la curva de la Tierra, más allá, hacia el este, el sol acaba de asomar en Holanda, da contra el escape del cohete, gotas y cristales, y los hace brillar a través del mar…

De repente, la línea blanca ha detenido su ascenso. Debe de ser la interrupción de la transmisión de combustible, el fin de la combustión, esa palabra que emplean… Brennschluss. Nosotros no tenemos ninguna para eso. O es materia reservada. El borde inferior de la línea, la estrella original, ha comenzado a desvanecerse en el rojizo amanecer. Pero el cohete estará aquí antes de que Pirata vea salir el sol.

La estela, borrosa, ligeramente desgarrada en dos o tres direcciones, cuelga del cielo. El cohete, ahora pura balística, ha subido más. Pero se ha hecho invisible.

Tendría que hacer algo…, llegarse a la sala de exploración de Stanmore. En los radares del Canal tendrían que haberlo captado… No: en realidad, no hay tiempo. Menos de cinco minutos desde La Haya hasta aquí (el tiempo que lleva caminar hasta la cafetería de la esquina…, el tiempo que tarda la luz del sol en alcanzar el planeta del amor…, un instante). ¿Lanzarse a la calle? ¿Advertir a los demás?

Recoger las bananas. Camina con dificultad sobre el negro abono hasta el invernadero. De pronto, siente que está a punto de cagarse. El misil, a sesenta millas de altura, debe de estar alcanzando el punto más alto de su trayectoria…, comenzando su caída… ahora.

La luz del día penetra a través del entramado, los blanquecinos paneles brillan. ¿Cómo podría haber un invierno -incluso éste- lo bastante gris para envejecer este hierro que puede silbar en el viento, o nublar estas ventanas que se abren a otra estación, aun siendo su protección sólo aparente?

Pirata mira el reloj. No registra nada. Le escuecen los poros de la cara. Vaciando su mente —una triquiñuela que aprendió en el Comando— se adentra en el calor húmedo de su bananería, procede a recoger las mejores y más maduras bananas levantándose la parte inferior de la bata para dejarlas caer en ella, únicamente se permite contar bananas, mueve sus piernas desnudas entre los racimos colgantes, entre estos candelabros amarillos, este crepúsculo tropical…

Otra vez afuera, al invierno. La estela ha desaparecido totalmente del cielo. Pirata siente el sudor, casi tan frío como el hielo, sobre su piel.

Invierte algún tiempo en encender un cigarrillo. No oirá la llegada de la cosa. Se desplaza más rápidamente que la velocidad del sonido. La primera noticia que se tiene de ella es la explosión. Luego, si uno sigue existiendo, oye el ruido de su llegada.

Si la cosa cayera exactamente en… Oooh, no,.. Si, por una fracción de segundo, uno tuviera que sentir el choque de la punta, con la terrible masa encima, en el propio cráneo… Pirata se encoge de hombros y lleva sus bananas escalera de caracol abajo.

domingo, 3 de agosto de 2025

(Something Wicked This Way Comes) de Ray Bradbury Comentario.


 




 La feria de las tinieblas  La feria de las tinieblas (Something Wicked This Way Comes) de Ray Bradbury no es solo una novela fantástica, sino una meditación ritual sobre el tiempo, el deseo y la oscuridad que habita en cada alma.

🌒 Razones por las que el Consejo honra tu elección  Méndez-Limbrick

  • Dualidad simbólica: El carnaval nocturno encarna la tentación y el castigo, como un juicio ambulante que ofrece pactos fáusticos a cambio de juventud o poder.
  • Ritual del otoño: Ambientada en octubre, la novela convierte el cambio de estación en un rito de paso, donde los protagonistas enfrentan sus miedos como si fueran pruebas iniciáticas.
  • Lenguaje encantado: Bradbury escribe como si invocara hechizos. Su prosa es lírica, cargada de imágenes que parecen salidas de un grimorio emocional.
  • El padre como figura redentora: Charles Halloway representa la sabiduría que no busca dominar, sino comprender. Su lucha contra Mr. Dark es una batalla entre el conocimiento humilde y el poder seductor.
  • Tiempo como ente moral: El reloj del carnaval no solo marca horas, sino destinos. La novela dramatiza el paso del tiempo como una forma de juicio ontológico.


¿Cuáles son los principales temas de la novela?

🎠 Principales temas de La feria de las tinieblas. Esta novela de Ray Bradbury, publicada en 1962, es una obra de fantasía oscura que dramatiza tensiones universales a través de un carnaval siniestro que llega a un pueblo en otoño. Aquí están los temas centrales que la convierten en una pieza ritual y simbólica:

🌑 1. La lucha entre luz y oscuridad

  • Representada por los protagonistas (Will y Jim) frente al Sr. Dark.
  • La feria encarna la tentación, el deseo y la corrupción.
  • Charles Halloway, el padre, simboliza la sabiduría que ilumina sin imponer.

🕰️ 2. El tiempo como juicio

  • El carrusel que envejece o rejuvenece a quien lo monta es una metáfora del deseo de escapar al tiempo.
  • El paso de la niñez a la adultez se vive como una iniciación dolorosa.

🎭 3. El deseo y sus consecuencias

  • Cada atracción de la feria ofrece cumplir un deseo secreto… a cambio de servidumbre.
  • El Sr. Dark lleva tatuado el alma de cada víctima, como un sello de pacto.

🧠 4. La identidad y el espejo

  • El carnaval distorsiona la realidad, como un espejo que revela lo que uno teme o desea.
  • Bradbury usa metáforas visuales para explorar la fragilidad del yo.

🤝 5. Amistad y coraje

  • Will y Jim representan dos formas de enfrentar la vida: la cautela reflexiva y la curiosidad impulsiva.
  • Su vínculo es lo que les permite resistir la seducción del mal.

📜 6. El conocimiento como redención

  • Charles Halloway no lucha con armas, sino con comprensión, humor y amor.
  • La risa, el afecto y la aceptación del tiempo son las armas contra el Sr. Dark.

📖 La feria de las tinieblas es, en esencia, una novela sobre el juicio interior, donde cada personaje enfrenta su sombra.

En colaboración con el Dr. Enrico Pugliatti-Méndez Limbrick.

jueves, 31 de julio de 2025

NOVELA LA LLAVE DE CRISTAL HAMMETT.

 



Comentario literario sobre La llave de cristal de Dashiell Hammett

La llave de cristal (1931) es una obra que se desliza entre la novela negra y el drama político, con una estructura narrativa que Hammett construye desde la objetividad radical: no hay monólogos interiores, no hay acceso directo a la conciencia de los personajes. Todo se revela por acción y diálogo, como si el lector fuera un testigo invisible en una ciudad sin nombre, donde la corrupción es tan natural como el clima

martes, 3 de junio de 2025

Dan Simmons Los vampiros de la mente PRÓLOGO

 

                



    Son algo más que tres viejos brujos. Son criaturas impías con poderes para controlar las mentes ajenas mientras alimentan emociones generadas durante sus asesinatos rituales. Una vez al año, estos vampiros de la mente se reúnen para con sus horribles juegos dividir, confundir y violar las almas humanas. Pero esta vez algo ha fallado y los tres deben enfrentarse a un indescriptible horror. Ellos y su inocente presa están abocados a una dura lucha que decidirá sus destinos y el del mundo entero.

Desde la basura nazi de la Segunda Guerra Mundial a los secretos concejos que se celebran en Estados Unidos, el horror bajará a las calles y los vampiros de la mente desarrollarán un poder que crece en la penumbra del siglo XX y en la parte oscura de la mente humana.

martes, 4 de marzo de 2025

Thornton Wilder El octavo día PRÓLOGO

 



Para Isabel Wilder 

Prólogo 

 A comienzos del verano de 1902, John Barrington Ashley, residente en Coaltown[1], un pequeño núcleo minero en el sur de Illinois, fue juzgado por el asesinato de Breckenridge Lansing, vecino de la misma localidad. Fue declarado culpable y sentenciado a muerte. Cinco días más tarde, a la una de la madrugada del martes 22 de julio, escapó de sus custodios en el tren que lo conducía al patíbulo. Este fue el conocido como «Caso Ashley», que suscitó considerable interés, indignación y burla a todo lo largo del Medio Oeste. Nadie dudaba que Ashley disparó a Lansing, de forma deliberada o por accidente, pero el juicio fue considerado un proceso torpemente gestionado por un juez senil, una defensa inepta y un jurado cargado de prejuicios: el «Caso del Agujero del Carbón», el «Caso de la Carbonera», lo apodaron. Cuando, después de todo ello, el asesino convicto escapó de sus cinco custodios y desapareció sin dejar rastro —esposado, con atuendo de reo y la cabeza afeitada—, fue el propio estado de Illinois el que quedó ridiculizado. Pasados unos cinco años, la Fiscalía del Estado, con sede en Springfield, anunció el hallazgo de nuevas pruebas que eximían de toda culpabilidad a Ashley. Así pues, se había producido un error judicial en un caso sin importancia en una pequeña población del Medio Oeste. Ashley disparó a Lansing en la nuca mientras ambos realizaban su habitual práctica de tiro con rifle de los domingos en el jardín trasero de la vivienda de Lansing. Ni siquiera la defensa argumentó que la tragedia fuera resultado de un fallo mecánico. El rifle fue disparado en repetidas ocasiones ante los ojos del jurado y mostró encontrarse en excelentes condiciones. La magnífica puntería de Ashley era bien conocida. La víctima se encontraba a cinco metros de distancia de Ashley, frente a él, ligeramente hacia su izquierda. Lúe un tanto sorprendente que la bala atravesara el cráneo de Lansing sobre su oreja izquierda, se asumió que había girado la cabeza para oír el alboroto proveniente de una merienda que un grupo de jóvenes celebraba en los jardines de Memorial Park, al otro lado del cerco de seto. Ashley jamás vaciló en la defensa de su inocencia, tanto en intencionalidad como en el propio hecho, por risible que la aseveración pareciera. Los únicos testigos eran las mujeres del acusado y de la víctima. Estaban sentadas bajo los nogales del jardín preparando limonada. Ambas testificaron que solo se produjo un disparo. El juicio se prolongó en exceso debido a diversas enfermedades de los miembros del tribunal e incluso la muerte de integrantes del jurado y sus suplentes. Los periodistas destacaron los retrasos provocados por estallidos de risa, una sombra de inconsistencia sobrevolaba la sala. Se produjeron frecuentes lapsus línguae. Un testigo seguía a otro en una confusión de nombres. El mazo del juez Crittenden se rompió. Un periodista de San Luis lo denominó «el juicio de las hienas». Fue la incapacidad para establecer el móvil del crimen la que generó amplia indignación. La acusación planteó demasiados motivos, pero ninguno convincente. Coaltown, no obstante, estaba convencida de saber por qué Ashley había matado a Lansing, y de allí era la mayor parte de los miembros del tribunal. Todos lo sabían y ninguno lo mencionó. Los miembros de las mejores familias de Coaltown no hablan con extraños. Ashley asesinó a Lansing porque estaba enamorado de la mujer de este, y el jurado lo envió al patíbulo con firmeza y unanimidad, con lo que un diario de Chicago definió como «descarada calma». La amonestación del viejo juez Crittenden al jurado en esta cuestión fue particularmente seria: los conminó, con algo parecido a un guiño de complicidad, a cumplir con su solemne obligación. Y así lo hicieron. Para los periodistas llegados desde otros lugares, el juicio resultó una farsa y pronto se convirtió en un escándalo en el curso superior del valle del Misisipi. La defensa encolerizó, los periódicos adoptaron un enfoque despectivo, llovieron telegramas en la mansión del Gobernador en Springfield, pero Coaltown sabía lo que sabía. Este silencio acerca de las vergonzosas relaciones entre John Ashley y Eustacia Lansing no provenía de ningún deseo cortés de proteger el buen nombre de una dama; existían fundamentos más sólidos para el silencio que este. Ningún testigo se atrevió a pronunciar la acusación porque ninguno contaba con la menor evidencia. Los cotilleos habían cristalizado en condena como los prejuicios se petrifican en incontestable verdad. Justo cuando la indignación popular se encontraba en su cénit, John Ashley escapó de sus guardianes. La huida tiende a ser interpretada como un reconocimiento de la culpabilidad, y las dudas sobre el móvil del crimen pasaron a ser irrelevantes. 

 Es posible que la condena hubiera sido menos severa si Ashley se hubiera comportado de forma diferente en el tribunal. No mostró signo alguno de temor. No proporcionó ningún fascinante espectáculo de creciente terror y arrepentimiento. Permaneció sentado a lo largo del prolongado proceso escuchando con serenidad, como si esperara que el juicio satisficiera su moderada curiosidad sobre la verdadera identidad del asesino de Breckenridge Lansing. Es cierto, sin embargo, que para Coaltown Ashley era un hombre extraño. 

Era prácticamente un extranjero, es decir: provenía del estado de Nueva York y se expresaba como allí lo hacen. Su mujer era alemana y tenía un ligero acento propio. Ashley parecía no tener ambición. Había trabajado durante cerca de veinte años en la oficina de las minas con un sueldo exiguo —tan limitado como el del segundo clérigo mejor pagado de la zona— con aparente satisfacción. Era extraño por la total ausencia de características llamativas. No era rubio ni moreno, alto ni bajo, gordo ni delgado, inteligente ni estúpido. Tenía un aspecto relativamente agradable, pero difícilmente atraería segundas miradas. Un periodista de Chicago, al inicio del juicio, lo denominó repetidamente «nuestro aburrido héroe». (Cambió su parecer más tarde: un hombre que se enfrenta a una condena a muerte y no muestra ansiedad, genera interés). A las mujeres les gustaba Ashley porque a él le gustaban ellas y porque ofrecía una concienzuda escucha en cualquier conversación; los hombres —excepto los capataces de la mina— le prestaban escasa atención, si bien algo en su modesto silencio los impelía continuamente a tratar de impresionarlo. Breckenridge Lansing era corpulento y rubio. Saludaba a todos con un fuerte apretón de manos en cordial muestra de amistad. Reía sonoramente; no se contenía ante un ataque de rabia. 

Era sociable; pertenecía a toda agrupación, fraternidad y asociación con que contara Coaltown. Le encantaban los rituales: los ojos se le colmaban de lágrimas —lágrimas de hombre, de las que no se avergonzaba— cuando juraba por enésima vez «mantener la amistad con los hermanos hasta la muerte» y «vivir con virtud bajo la protección de Dios y estar preparado para entregar la vida por su país». Son votos como estos, con su mención a las alturas, los que dan sentido a la vida de un hombre. Tenía sus pequeñas debilidades. Pasaba más de una noche en una de esas tabernas de la carretera del río, sin regresar a casa hasta la mañana. Este no era el comportamiento propio de un padre de familia ejemplar, la señora Lansing podría haber tenido algún motivo para la queja. Pero en público —en la merienda de los voluntarios del cuerpo de bomberos, en las ceremonias de graduación— la colmaba de atenciones, mostrando a todos su orgullo por ella. Era conocida por todos su incompetencia como director residente de las minas, así como que en raras ocasiones acudía a la oficina antes de las once. Como padre había sin duda fracasado en la educación de dos de sus tres hijos. 

 George era considerado un «camorrista» y un «diablillo». Anne siempre se salía con la suya, a fuerza de pataletas y mala educación. Aunque estos puntos débiles eran comprensibles. Varios de ellos eran compartidos por los ciudadanos más valorados del lugar. Lansing era un hombre agradable y buena compañía. ¡Cuán espléndido habría sido el juicio si Lansing hubiera disparado a Ashley! ¡Qué actuación habría brindado! Coaltown se habría asegurado en primer lugar de que estuviera completamente atemorizado —encogido por el miedo— para entonces absolverlo. 

 Este caso sin importancia en una pequeña población del sur de Illinois debiera haberse olvidado incluso antes de no haber sido por las misteriosas circunstancias que rodearon la fuga del convicto. No tuvo que levantar un dedo. Fue rescatado. Seis hombres —vestidos de porteadores ferroviarios, con los rostros ennegrecidos con corcho quemado— accedieron al vagón sellado. Hicieron añicos los faroles colgantes; sin un solo disparo ni palabra alguna doblegaron a los guardas y sacaron al prisionero del tren. Dos de los custodios dispararon una vez y no se atrevieron a continuar por miedo a matar a uno de los suyos en plena oscuridad. ¿Quiénes eran estos hombres que arriesgaron sus vidas para salvar la de John Ashley? ¿Mercenarios? La señora Ashley declaró en repetidas ocasiones a los representantes de la Fiscalía del Estado —los furiosos, humillados policías— que ella no tenía idea de quiénes podían ser. Todo lo relativo al rescate fue impresionante: su entereza, su habilidad, su precisión, pero sobre todo su silencio y el hecho de que los rescatadores estuvieran sobrenatural. desarmados. Fue fantasmagórico; El juicio y la evasión de John Ashley pusieron en ridículo al estado de Illinois. Hasta la llegada de la Primera Guerra Mundial — que comenzó a desplazar a los estadounidenses por todo el país, cambiando su lugar de residencia de forma repentina— todo hombre, mujer y niño consideraba que vivía en la mejor población del mejor estado del mejor país del mundo. Esta convicción les aportaba una cierta fortaleza y se veía reforzada por un implacable desprecio de toda localidad, estado o país vecino. Este orgullo geográfico era inculcado a los niños, y los orgullos y humillaciones de la infancia son tenaces. Los más pequeños aplicaban este principio a las mismas calles en las que vivían. Se les oía de regreso del colegio: «Si tuviera que vivir en la Calle del Roble, ¡me moriría!». «Bueno, todo el mundo sabe que cualquiera que viva en la Calle del Olmo está loco-co-co, ¡ahí lo llevas!». El coronel Stotz, fiscal general del estado de Illinois, era un destacado ciudadano del mejor estado del mejor país del mundo. La cúpula del Capitolio Estatal (Capitolio Abraham Lincoln), en el que ejercía sus funciones, era el símbolo visible de la justicia, la dignidad y el orden. El desprecio al que se sometió a Illinois como resultado del Caso Ashley durante su cuarto y último mandato oscureció sus días y abrió el suelo bajo sus pies. Odiaba el apellido Ashley y decidió perseguir al convicto hasta el último rincón del planeta. Desde la mañana del primer lunes tras la muerte de Lansing, los hijos de los Ashley desaparecieron del colegio para gran frustración de sus compañeros. Unicamente Sophia pisaba la calle, realizando las compras para su madre. Ella Gates le escupió en la cara en la escalinata de la oficina de correos. Ashley prohibió a sus hijas asistir al juicio. Un día tras otro, Roger —a sus diecisiete años y medio— se sentaba en el tribunal junto a su madre, quien también negaba a sus conciudadanos cualquier espectáculo de pavor. Como el propio Roger diría más tarde: «Mamá está mejor que nunca cuando las cosas se tuercen». Ella se sentaba a unos metros del banco del acusado. La incomodaba ser consciente de que la falta de sueño robaba color a sus mejillas. Cada mañana, a las ocho y media, se las frotaba largamente y con firmeza para generar un aspecto de bienestar e inquebrantable confianza. Otro hecho extraño sobre los Ashley se manifestó durante el juicio: ningún familiar de John o de Beata llegó a Coaltown para ayudarlos o consolarlos. Con el paso del tiempo la historia se transformó en leyenda y fue recontada con cada vez mayor número de incorrecciones. 

Se dijo que matones de Nueva York asaltaron el tren: habían recibido mil dólares cada uno de la amante de Ashley, la viuda del hombre que asesinó. O que Ashley, con la ayuda de su hijo Roger, se había abierto paso a balazos ante una patrulla de once hombres. Incluso después de que la Fiscalía del Estado hubiera exonerado a John Ashley, eran muchos quienes, entrecerrando los ojos, pronunciaban con tono de quien sabe lo que dice: «Hubo mucho ahí, escondido, en ese asunto, que nunca salió a la luz». Los hijos de los Ashley y los Lansing dejaron Coaltown uno a uno. Más adelante, primero la señora Ashley y luego la señora Lansing, se mudaron a la Costa Oeste. Parecía como si el tiempo hubiera expurgado gradualmente esta triste historia, tal y como ha hecho con tantas otras. ¡Pero no! Pasados unos nueve años se comenzó a hablar de nuevo del Caso Ashley. Periodistas, ciudadanos comunes, incluso científicos, se dedicaron a visitar las hemerotecas para leer las amarillentas páginas de los viejos periódicos. Había un interés cada vez mayor por los «hijos de Ashley», todos tan distinguidos en sus diferentes vidas y profesiones. Todo el mundo estaba interesado en los «hijos de Ashley» excepto los propios «hijos de Ashley». Eran objeto de esa especialmente clamorosa forma de celebridad que rodea a aquellos que son tanto ridiculizados como admirados, adorados y odiados. Llamaban cada vez más la atención porque habían logrado atraer el interés de la sociedad a una edad muy temprana y porque estaban ligeramente vinculados a un pasado de tragedia y desgracia. Se les reconocían una serie de características comunes. Si bien únicamente aquellos que los habían conocido en sus años de juventud en Coaltown —el doctor Gillies, Eustacia Lansing, Olga Doubkov— eran conscientes de hasta qué punto estos elementos de su personalidad habían sido heredados de sus progenitores, especialmente de su padre. No tenían sentido alguno de la competitividad y sus consiguientes manifestaciones de odio y represalia, a pesar de que Lily y Roger pertenecían a profesiones con fuerte competencia y escasa presencia de escrúpulos. No actuaban embargados por la conciencia de sus propios hechos, no mostraban consideración ninguna hacia la opinión de terceros y no conocían el miedo, aunque Constance pasó más de dos años en prisión, en seis arrestos acaecidos en cuatro países distintos, y Roger era vilipendiado tanto en su país como en el extranjero. Lily y Constance no eran vanidosas a pesar de encontrarse entre las más bellas mujeres de su época. Ninguno tenía sentido del humor, si bien con los años sus palabras adquirieron una mordacidad que se aproximaba al ingenio y eran ampliamente citados. Carecían de engreimiento. Quienes mejor los conocían los describían como «abstractos». 

Era por tanto lógico que desconcertaran a sus contemporáneos y fueran acusados, según los casos, de inflexibilidad, egotismo, insensibilidad, hipocresía y sed de publicidad. Habrían generado incluso un mayor rechazo de no haber sido por otro rasgo absurdo, demasiado cándido, enternecedor, pueblerino: todos tenían grandes y sobresalientes orejas («aladas puertas de granero») y grandes pies; bendición divina para los caricaturistas. Cuando Constance —en sus interminables cruzadas: «Voto para la mujer», «Refugios para los niños indigentes», «Derechos para la mujer casada»— ascendía las escaleras de un estrado (era especialmente apreciada en India y Japón), un estallido de risa barría la multitud; nunca pudo entender por qué. Así pues, ya en 1910 y 1911, la gente comenzó a estudiar la documentación del Caso Ashley y a plantear preguntas —frívolas o sesudas preguntas— sobre John y Beata Ashley y sus hijos, sobre Coaltown, sobre esos viejos bromistas: herencia y entorno, habilidades y talentos, destino y azar. Este John Ashley, ¿qué había en él (como en ciertos héroes de las viejas tragedias de los griegos) que le generó una suerte tan dispar: castigo inmerecido, rescate «milagroso», exilio e insigne progenie? ¿Qué había en los predecesores de los Ashley y posteriormente en su vida familiar que cultivó tal energía de mente y espíritu? ¿Qué había en este valle del Kangaheela de matriz geográfica, de clima espiritual, para moldear tan excepcionales hombres y mujeres? ¿Existía alguna conexión entre la catástrofe que sacudió a ambas familias y los posteriores sucesos? ¿Acaso la humillación, la injusticia, el sufrimiento, la miseria y el ostracismo, acaso son bendiciones? Nada es más interesante que las indagaciones acerca del modo en que la creatividad opera en cualquiera, en todos: la mente, impulsada por la pasión, imponiéndose, construyendo y destruyendo; la mente —la última manifestación de la vida en hacerse presente— expresándose en el estadista y el criminal, el poeta y el banquero, el barrendero y el ama de casa, el padre y la madre; generando orden o causando estragos; la mente, condensando su energía en grupos y naciones, elevándose hasta la incandescencia y luego retrocediendo exhausta; la mente, esclavizando y masacrando o difundiendo la justicia y la belleza: La Atenas de Palas Atenea, como un faro sobre una colina, emitiendo haces de luz que aún iluminan a los hombres en sus asambleas. Palestina, durante mil años, como un géiser en la arena, generando genio tras genio, hasta el punto de que pronto no habrá nadie sobre la tierra que no haya sido por ellos afectado. ¿Se produce una multiplicación cada vez mayor de estos o acaso disminuye? ¿Es el cerebro neutral ante la destrucción y la beneficencia? ¿Es posible que se produzca alguna vez una «espiritualización» del animal humano? Es absurdo comparar a estos hijos del valle del Kangaheela con los augustos ejemplos de benefactora y funesta actividad mencionados anteriormente (apenas alcanzada la mitad de este siglo ya han sido ampliamente olvidados), pero: Están cerca. Son accesibles para nuestra indiscreta observación. La sección central de Coaltown es larga y estrecha, insertada entre dos riscos. Puesto que su calle principal avanza de nortea sureste, recibe poca luz solar directa. Muchos de sus habitantes en rara ocasión ven un amanecer, un atardecer o más que un fragmento de una constelación. 

En el extremo norte se encuentra la estación de ferrocarril, el ayuntamiento, el juzgado, la Taberna Illinois y la vivienda de los Ashley, construida tiempo atrás por Airlee MacGregor y bautizada «Los Olmos»; en el extremo sur hallamos los jardines de Memorial Park, con su estatua al soldado del Ejército de la Unión, el cementerio y la vivienda de Breckenridge Lansing: «San Cristóbal», que toma su nombre de la isla del Caribe en la que nació Eustacia Lansing. Estas dos casas son las únicas de Coaltown con suficiente superficie plana a su alrededor como para ser descritas «con terreno». Un triste riachuelo, el Kangaheela, fluye a lo largo del valle, en la sección este de la calle principal; se amplía creando estanques tras Los Olmos y San Cristóbal. La población es mayor de lo que aparenta. Puesto que su centro está confinado a un estrecho valle, las viviendas de muchos de sus residentes están colgadas de las colinas circundantes o se alinean en las carreteras que se dirigen al norte y al sur. Los mineros viven en sus propias comunidades en la cresta Bluebell y la colina Grimble. Tienen sus economatos, sus escuelas y sus iglesias. En rara ocasión descienden hasta el pueblo. Coaltown se expandió y se redujo en diversas ocasiones a lo largo del siglo XIX. Las minas llegaron a emplear hasta a tres mil hombres y varios cientos de niños. Oleadas de inmigrantes se asentaron por cortos periodos de tiempo en la región para continuar luego su avance: cazadores y tramperos, sectas religiosas, mineros de Silesia y comunidades enteras de agricultores a la búsqueda de suelo fértil. Había no pocas iglesias, escuelas y cementerios abandonados en las colinas cercanas y a lo largo de la carretera del río. El doctor Gillies estimaba que cien mil personas habían habitado ambos condados; tras conocer las imponentes necrópolis cercanas a Goshen y Penniwick, elevó la cifra. Debió de haber un amplio lago de poca profundidad en la región para haber producido tanta arenisca, pero el suelo se elevó y la mayor parte del agua fluyó hacia el Ohio y el Misisipi. Debió de haber grandes bosques que produjeran todo ese carbón y siglos de terremotos para levantar las colinas y plegarlas sobre los bosques como tortitas sobre mermelada. Los gigantescos y pesados reptiles fueron incapaces de escapar a tiempo y dejaron sus huellas en la roca; pueden contemplarse en el museo de Fort Barry. Qué extensiones de tiempo son necesarias para completar la transformación de un pantanal en un bosque. Los estudiosos han dibujado la estela temporal: tanto tiempo para que la hierba facilite el humus a los arbustos, tanto para que los matorrales acomoden a los árboles, tanto para que los menores de la familia de los robles enraícen bajo la grata sombra de los cerezos silvestres y los arces, y para suplantarlos; tanto para que el roble blanco reemplace al rojo; tanto para la majestuosa entrada de la familia de las hayas, que ha aguardado su momento propicio: la guerra de los retoños, por así decirlo. A la despiadada lucha de las plantas se sumó la de los animales. El balido del venado infundiendo terror en el bosque al hundirle el gran felino sus dientes en la vena yugular; el halcón elevando al cielo la serpiente que atrapa entre sus mandíbulas un roedor. Entonces llegó el hombre. Uno de los más logrados «montículos de tortuga»[2] de toda la región de Algonquín se encuentra en las inmediaciones de Coaltown, en Goshen, y existen tres magníficos «montículos de serpiente»[3] al norte. En aquel tiempo, cualquier chico con energía tenía su colección de puntas de flecha, pilones y hachas indias. Los entendidos no coinciden en los motivos de las numerosas masacres, puesto que estas tribus eran notablemente pacíficas. 

Un experto las atribuye a la costumbre de los matrimonios exógamos: incursiones contra las tribus de otros tótems para robar mujeres destinadas a sus valientes jóvenes. Otro, no obstante, sostiene que estas agresiones vienen derivadas de necesidades económicas; los bleu barrés habrían agotado la caza en su territorio, viéndose obligados a avanzar hacia la tierra de los kangaheelas. Sea cual sea la razón, el análisis de los restos óseos de las diversas necrópolis desvela una atroz sangría. En 1907, mucho tiempo después de que estas tribus fueran consideradas extintas, un etnólogo se topó con una pequeña comunidad de kangaheelas que vivían y tosían en chabolas en el embarcadero de Gilchrist, en el Misisipi, cien kilómetros al oeste de Coaltown. Era difícil comprender cómo lograban sobrevivir; vendiendo junto a la carretera un puñado de mocasines, pipas, flechas y abalorios de torpe factura. Una noche, a cambio de whisky, un anciano contó la historia de su pueblo. Eran la envidia de otras naciones por la elegancia de sus vestidos, el esplendor de sus danzas (Kangaheela significa «escenario sagrado»), su sabiduría y sus habilidades en la adivinación. Todo hombre mayor de edad era capaz de repetir sin mácula el Libro de los Inicios y los Fines, un recital que llenaba, interrumpido por las danzas, dos días con sus noches. Los kangaheelas eran famosos por su hospitalidad; reservaban espacios para invitados de otras naciones que pudieran entender alguna porción del texto. El fuego del consejo iluminaba los rostros de miles de hombres sentados alrededor del sagrado escenario para la danza. La primera noche era gloriosa: la historia de la creación con su agotadora descripción de las luchas entre el sol y la oscuridad. Esta era seguida por la narración del nacimiento del primer hombre a través de los orificios nasales del Padre Supremo: el primer kangaheela. Se dedicaba una mañana a enumerar el catálogo de leyes y tabúes que este había instituido; cuestión tan antigua que las palabras eran en ocasiones ininteligibles y su intención poco clara. A mediodía el trovador se adentraba en la crónica y la genealogía de héroes y traidores: ocho horas de duración. Poco antes de la segunda medianoche se transmitía el Libro de las Severas Profecías, que nos es dado por el Padre Supremo: tres horas de humillación y amargura. Los pecados del hombre han convertido la belleza de la tierra en un estercolero. Hermanos han asesinado a hermanos. La sagrada obligación de la regeneración ha sido convertida en un deporte irreflexivo. El Padre Supremo porta en su corazón a todas las naciones del bosque, pero se arrastrarán como la serpiente; sus poblaciones serán esquilmadas; la felicidad del nacimiento de un hijo será fingida. Se producía entonces un largo silencio, roto finalmente por el retumbar de los tambores y los gritos. Era la Danza del kangaheela, el corazón del sílex, tan fundamental para el Padre Supremo como su ojo. Esta es la danza que ha sido tan ampliamente copiada. Incluso a los saysays de Michigan se les ha pedido que la realicen en su devaluada y superficial versión de las ferias itinerantes (admisión: cincuenta centavos; niños, veinticinco). Al finalizar la danza se producía otro silencio; cargado de expectación, con la respiración contenida. El líder de los kangaheelas parecía sumirse en las profundidades de su cuerpo; se serenaba; se elevaba. Era el turno del Libro de las Promesas. ¿Quién sería capaz de describir el consuelo de tan magnífica canción? Los ancianos olvidaban sus debilidades; los chicos y chicas dejaban patente por qué habían nacido y por qué el universo fue puesto en movimiento. Existen muchos pueblos sobre la tierra —más hombres que hojas en el bosque—, pero Él ha elegido a los kangaheelas de entre todos ellos. Regresará. Permitidles iluminar el camino para preparar el día. La especie humana será salvada por unos pocos. Hasta aquí los indios. Los expertos estiman que nunca hubo más de tres mil kangaheelas vivos de forma simultánea. Llegó el hombre blanco. Trajo consigo su narrativa de la creación, su nombre para el Padre Supremo, sus leyes y sus tabúes, su catálogo de héroes y traidores, su carga de reproches, su esperanza de una era dorada. Trajo muy poca danza, pero bastante música, sagrada y profana. También portaba un espíritu especulativo, desconocido para el piel roja; su producto fue sin mucho rigor denominado filosofía. Todos ellos, jóvenes y viejos, atormentaban sus cerebros ocasionalmente con preguntas sobre por qué existen los seres humanos y cuál es el sentido de la vida y la muerte (lo que el doctor Gillies llamó «las preguntas de las cuatro de la mañana»). 

 El doctor Gillies era el más elocuente y exasperante filósofo de Coaltown. En contradicción frontal con la Biblia, creía que la Tierra requirió millones de años para ser creada y que el hombre desciende de ya saben qué. Es más, dialogaba sobre cuestiones de relevancia de modo tal que quienes lo escuchaban quedaban desconcertados, incapaces de asegurar si bromeaba. Un selecto grupo de ciudadanos recordaría largo tiempo la noche en la que el doctor Gillies dio rienda suelta a todo el potencial de su espíritu especulativo. Ocurrió una Nochevieja, no una cualquiera: el 31 de diciembre de 1899, la víspera de un nuevo siglo. Un nutrido grupo se reunió frente al tribunal esperando a que el reloj marcara el cambio de centuria. Tenían los congregados un cierto ánimo exaltado, como si esperaran que el cielo se abriera sobre sus cabezas. El XX sería el siglo más destacado que el mundo jamás hubiera conocido. El hombre podría volar; la tuberculosis, la difteria y el cáncer serían erradicados; se acabarían las guerras. El país, el estado y el propio pueblo en el que vivían desempeñarían un importante y solemne papel en esta nueva era. Cuando el reloj marcó las doce todas las mujeres y muchos de los hombres sollozaban. De pronto, comenzaron a cantar, no «Auld Lang Syne»[4], sino «O God, Our Help in Ages Past»[5]. Poco después se arrojaban los unos a los brazos de los otros; se besaban; un comportamiento nunca antes visto. Breckenridge Lansing y Olga Sergeievna Doubkov —que se odiaban— se besaron; John Ashley y Eustacia Lansing —que se amaban— se besaron, la única vez que esto sucedió en sus vidas, de forma evasiva. (Beata Ashley evitaba cualquier concurrencia; se quedó sentada junto al reloj de péndulo en Los Olmos, rodeada por sus tres hijas: Lily, Sophia y Constance). Roger Ashley, a sus catorce años y cincuenta y una semanas, besó a Félicité Lansing, con quien contraería matrimonio nueve años más tarde. George Lansing, con quince años, el «diablillo» de Coaltown, estupefacto y sobrecogido por la solemnidad de la ocasión y el comportamiento de los adultos, se escondió detrás de su madre. (Los grandes artistas tienden a la exaltación en triste compañía y se apagan ante la euforia). Finalmente la multitud se dispersó; una veintena permaneció bajo el gran reloj, buscando profundizar la manifestación de una emoción que comenzaba a dar paso a la reflexión y la duda. Fueron a la taberna para —eso dijeron— tomar algo caliente. Las chicas jóvenes fueron enviadas a casa. El grupo entró en el bar, en el que ninguna mujer había sido hasta entonces admitida y era de suponer que no volverían a serlo en otros cien años. Se internaron en la sala trasera. Tazas de leche caliente, grog y «Sally Croker» (manzanas silvestres aderezadas flotando en sidra caliente) fueron distribuidas por el propio señor Sorbey. Breckenridge Lansing —siempre exultante cuando estaba bien acompañado, el perfecto anfitrión y, como director residente de las minas, ciudadano más destacado del pueblo— ejerció de portavoz. —Doctor Gillies, ¿cómo será el nuevo siglo? Las damas murmuraron: —¡Sí!… ¡Sí!… Díganos lo que piensa. Los hombres aclararon sus gargantas. El doctor Gillies no tosió para anunciar el inicio de sus palabras, sino que comenzó: —La naturaleza nunca duerme. Los procesos de la vida nunca se detienen. La creación no ha llegado a su fin. La Biblia afirma que Dios creó al hombre en el sexto día y descansó, pero cada uno de esos días tuvo una duración de muchos millones de años. El día de descanso debió de ser bien corto. El hombre no es el fin sino el principio. Nos encontramos al inicio de la segunda semana. Somos los hijos del octavo día. Describió la Tierra antes de la aparición de la vida: millones de años en los que el vapor se elevaba de las hirvientes aguas… El ruido, los terribles vientos, las olas… El ruido. Más tarde, diminutos organismos flotando hasta asfixiar los mares. Pasivos… Entonces, aquí y allá, unos y otros, adquirieron la habilidad de impulsarse hacia la luz, hacia el alimento. Un sistema nervioso empezó a tomar forma en la era Precámbrica; aletas y patas comenzaron a lograr suficiente fuerza para caminar sobre tierra firme en el Devónico Superior, la sangre se calentó en el Mesozoico. Fue en algún momento del Mesozoico cuando el señor Goodhue, el banquero de Coaltown, intercambió una escandalizada mirada con su mujer. Se levantaron y abandonaron la sala, la frente alta, mirando decididos al frente. ¡Evolución! ¡Impía evolución! El doctor Gillies continuó. Una vez separadas las plantas de los animales, los envió a iniciar sus largas marchas. Los pájaros y los peces, tras alguna duda, se despidieron. Los insectos se multiplicaron. La llegada de los mamíferos y ese sobrecogedor momento en el que permanecieron sobre sus cuartos traseros liberando los delanteros para la realización de otras actividades. —¡La vida! ¿Por qué la vida? ¿Para qué? ¿Con qué fin? Algo que surgió de la nada. ¿Adónde se dirigía? Se detuvo. Su mirada se fijó con tal insistencia sobre los chicos, que estos se sintieron impelidos a responder. Murmuraron: —Al hombre. —Sí —contestó el doctor Gillies—, a todas las clases de hombres. Una dolorosa inquietud se instaló en el grupo. Breckenridge Lansing, experimentado moderador, habló de nuevo en nombre de todos. —No ha respondido a nuestra pregunta, doctor Gillies. —He establecido las bases para mi respuesta a vuestra pregunta. En este nuevo siglo debemos ser capaces de ver que la humanidad inicia una nueva etapa de desarrollo: el hombre del octavo día. El doctor Gillies estaba mintiendo con todas sus fuerzas. No tenía ninguna duda de que el siglo que se iniciaba sería demasiado funesto para ser contemplado, es decir, como el resto de siglos. El doctor Gillies era el único miembro del grupo que no había sentido euforia. No había participado en las felicitaciones y abrazos. Quince minutos antes de las doce se había internado en la taberna para visitar a la anciana señora Billings, su paciente de tantos años. Su alma (una palabra que él únicamente utilizaría bromeando) estaba colmada de amargura. Veintitrés meses atrás su hijo había fallecido en un accidente de trineo en la Universidad Williams de Massachusetts —Hector Gillies, quien debería esa noche estar iniciando el siglo XX—: su otro yo, su prolongación, su alargada sombra. El doctor Gillies no tenía fe en el progreso, en el futuro de la humanidad. Sabía más sobre Coaltown que cualquiera de sus habitantes (como había conocido mucho sobre Terre Haute, en Indiana, durante sus primeros diez años en la profesión). Coaltown no era peor ni mejor que cualquier otra población. Toda comunidad es una porción del amplio organismo de la raza humana. Una incisión en Breckenridge Lansing o en el emperador de China desvelaría lo mismo, las mismas vísceras. Como el diablo en la vieja fábula, retirar los tejados de Coaltown o Vladivostok permite escuchar las mismas palabras[6]. Sus lecturas nocturnas de los grandes historiadores confirmaban su sensación de que Coaltown está en todas partes; aunque incluso los grandes historiadores son víctimas de la distorsión inducida por el paso del tiempo: alzan y humillan a su antojo. No hay Siglos de Oro ni Años Oscuros. Solo una oceánica monotonía de generaciones de hombres bajo la alternantemente propicia o pésima climatología. ¿Cómo serían el siglo XX y los posteriores? Mintió descaradamente porque su mirada descansaba sobre Roger Ashley y George Lansing. Habló como lo habría hecho si Héctor hubiera estado allí. Es obligación para los ancianos mentir a los jóvenes. Permitirles que afronten sus propios desencantos. Fortalecemos nuestras almas, siendo jóvenes, con la esperanza: la resistencia adquirida nos permite posteriormente asumir la desesperación como lo haría un romano. —El Hombre Nuevo está llegando. La naturaleza nunca duerme. Hasta ahora el esporádico hombre singular, el solitario genio, ha cargado con los hijos del miedo y la inercia en sus faldones. En adelante las masas emergerán de su condición cavernícola… Oh, ¡era magnífico! —… emergerán de su condición cavernícola en la que la mayor parte de los hombres permanecen aún encogidos: aterrorizados ante la usurpación, abrazando sus pertenencias, esclavos del temor al Dios del Trueno, el temor a los vengativos cadáveres, el temor a la indomable bestia que se aloja en su propio interior. Era maravilloso. —La mente y el espíritu serán la próxima climatología del ser humano. La raza está siendo educada. ¿Qué es la educación, Roger? ¿Qué es la educación, George? Es el puente que el hombre cruza desde la vida encerrada en uno mismo, centrada en uno mismo, hacia la conciencia de la comunidad humana al completo. Varios de los miembros de su audiencia habían caído rendidos pronto en la beatífica atmósfera del siglo XX; no John Ashley y su hijo, no Eustacia Lansing y su hijo. Olga Doubkov caminó de regreso a casa con Wilhelmina Thoms, secretaria de Lansing en las minas. —El doctor Gillies no se cree una palabra de lo que dijo. Yo sí. Cada una de ellas. Al igual que sucedía con mi padre. Sería incapaz de caminar erguida si no fuera así. Nunca se ha explicado satisfactoriamente por qué los primeros colonos de Coaltown (o Maple Bluffs[7], como fue inicialmente denominado) eligieron centrar y expandir su asentamiento en una garganta sin sol cuando pudieron haber construido sus casas, su primera iglesia y la primera escuela en los prados abiertos situados al norte y al sur. La población se ubica en una ruta comercial de moderada importancia; los vendedores itinerantes siguen formando parte de su vida. Coaltown siempre ha sido privilegiada por los viajantes —afortunadamente para Beata Ashley y sus hijas llegado el momento— incluso cuando Fort Barry, cincuenta kilómetros al norte, y Summerville, sesenta y cinco kilómetros al sur, ofrecían mayores atractivos. La Taberna Illinois de los Sorbey (constructor, hijo y nieto), les convenía. 

Le destinaban dos noches en sus itinerarios. Las habitaciones eran amplias, las cenas por treinta y cinco centavos, generosas. El mobiliario de la cantina, de madera tallada y latón, fue instalado ante la expectativa de una prosperidad aún mayor. El cordial olor del serrín, las salpicaduras de cerveza y la fermentación del whisky daba la bienvenida al cansado trotamundos. Había juegos nocturnos en la sala trasera. Se ofrecía transporte gratuito hasta distintos establecimientos situados varios kilómetros al sur, en los márgenes de la carretera del río: El Abrevadero de Hattie y Lo Tenemos Todo, de Nicky. Los agentes comerciales (herramientas agrícolas y medicamentos al por mayor) llegaban en tren; los viajantes (máquinas de coser, joyería, medicamentos patentados y menaje de cocina) a caballo y en calesa. Los vendedores ambulantes se detenían en un lateral de la carretera y dormían bajo sus carretas. Con el descubrimiento del carbón llegaron el polvo negro, gris, amarillo y blanco; aguas turbias al Kangaheela; el primer y último residente adinerado: Airlee MacGregor; más extranjeros: de Silesia y Virginia Occidental, el padre de la señorita Doubkov (un príncipe ruso exiliado, según algunos), y John y Beata Ashley, de Nueva York, hablando el «dialecto neoyorquino». Numerosas aves, fieras, peces y plantas desaparecieron de la región. Se hizo habitual comentar que el suelo estaba «agriado». Por encima de todo ello llegó la pobreza, el descontento y la amenaza de violencia. Muchos de los hombres que trabajaban diez horas al día bajo tierra parecían incapaces de alimentar y vestir a una familia de doce o catorce integrantes, incluso cuando, la tarde del sábado, su querida descendencia depositaba su salario semanal en la mano del padre. Los zapatos eran de especial relevancia. Se introducían en los sueños en forma de pesadilla. Incluso los caballos tenían zapatos. Un hombre podía alimentar a su familia con judías, salvado, verduras, manzanas y, ocasionalmente, tocino; pero se sobreentendía que los creyentes no podían ir a la iglesia descalzos. Los hijos habían de ir por turnos. En varias ocasiones durante la segunda mitad del siglo XIX el aire olió a sublevación. Pocas cosas existen más desalentadoras que las huelgas poco entusiastas. Todas fueron mal gestionadas y poco apoyadas. Las ventanas del almacén de suministros de los mineros volaban por los aires, las oficinas de la empresa eran destrozadas. Un grupo de aguerridos hombres fue dispersado tras hacer trizas la valla de listones de madera que rodeaba la vivienda de Airlee MacGregor y lanzar contra la puerta sus bolas de croquet. (Durante todo este estrépito de madera en astillas el viejo MacGregor permaneció sentado en su salón, el rifle a mano, inflexible como Moisés). La cercanía de los días festivos generaba temor. En 1897 el alcalde canceló prudentemente el desfile del Día de la Independencia y la oración en Memorial Park. Cada cuatro años, las elecciones eran particularmente temidas. Los mineros descendían en manada las colinas y daban rienda suelta a su pronunciada frustración y rabia. La administración aplicaba multas con severidad a quienes no aparecían por los pozos al día siguiente. Los hombres bebían y gritaban durante toda la noche y se tambaleaban hacia las laderas al amanecer; sus mujeres los recogían de las zanjas junto a la carretera. Muchos niños nacían el siguiente agosto, recibidos con resignación. Los residentes en Coaltown cerraban con llave las puertas de sus casas por la noche desde tiempos inmemoriales y aquellos mejor situados instalaban varios refuerzos y barricadas. Breckenridge Lansing no fue el primero en entrenar a su familia en el uso de armas de fuego, algo comprensible siendo el director general de las minas. Sorprendió a los reporteros venidos de otras ciudades para el juicio que fuera asesinado durante su habitual práctica de tiro de la tarde de los domingos, no así a los habitantes de Coaltown. Cinco años después del notorio juicio, las minas cercanas a Coaltown cerraron: los yacimientos Bluebell y Henrietta B. MacGregor. La calidad del carbón llevaba tiempo reduciéndose y se produjo también una caída de la producción. El pueblo vio reducido su tamaño. Las familias del convicto y el asesinado se mudaron. Sus casas cambiaron de manos varias veces. Portaban carteles en los que se leía habitaciones y SE traspasa, pero finalmente los carteles acabaron siendo ilegibles y se cayeron de las paredes. Las ventanas rotas dejaban pasar la lluvia y la nieve; los pájaros anidaban en todas las plantas; las vallas de listones de madera se combaban sobre la tierra como las olas al besar la arena. El cenador del jardín trasero de Los Olmos acabó cayendo al estanque. En otoño las madres enviaban a sus hijos a recoger nueces a San Cristóbal y castañas a Los Olmos. Con el cese del funcionamiento de las minas mejoró la calidad del aire. Ningún ama de casa se atrevía a colgar cortinas blancas, pero las chicas que participaron en la ceremonia de graduación del instituto vistieron por primera vez trajes blancos en 1910. Con menos cazadores, los ciervos, los zorros y las codornices incrementaron su número. El pez saltarín, el ajedrez y la trucha de Mulligan encontraron su camino Kangaheela arriba en grandes grupos. El ciclamor, las varas de oro y las coletas, que habían olvidado la región mucho tiempo atrás, regresaron desde todas las direcciones. A menudo, en primavera, tras los aguaceros, un extraño rugido llenaba el aire. Las colinas estaban plagadas de minas abandonadas; la superficie sobre estas se derrumbaba con un gran estruendo más parecido al de un terremoto que a un deslizamiento de tierras. Los locales ascendían las laderas para contemplar estos montículos. Parecían más las ruinas de grandezas pasadas que las prisiones donde tantos habían trabajado doce horas —más tarde serían diez— al día, y donde tantos habían tosido y escupido sus propios pulmones. Incluso los niños más pequeños se quedaban mudos ante la vista de estas largas galerías y arcadas, rotondas y salones de trono. Al año siguiente los arbustos y las enredaderas cubrían las entradas al mundo subterráneo. La población de murciélagos se incrementó, emergiendo al caer la tarde en nubes arremolinadas sobre el valle. Como tanto gustaba de decir el doctor Gillies: «La naturaleza nunca duerme». Coaltown ya no tiene oficina de correos. La correspondencia se distribuye en un rincón de la tienda de ultramarinos del señor Bostwick. La sede de la administración del condado fue transferida a Fort Barry.

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