En la década de 1930, en Praga, un
joven aprendiz de camarero, Jan, logra su primer trabajo dispuesto a
convertirse en dueño de un hotel e ingresar en el selecto club de los
millonarios. Listo y ambicioso, todo lo supeditará a alcanzar el éxito y el
reconocimiento social. Pero el punto de vista de Jan es a menudo equivocado: se
casa con una alemana que adora a Hitler justo cuando las tropas nazis entran en
Praga, y se convierte en millonario justo cuando en su país se implanta el
comunismo.
Con
un brillante sentido del humor y escenas hilarantes, Hrabal nos cuenta las
picarescas peripecias del joven camarero quien, como el buen soldado Svejk,
pone en evidencia el absurdo de la vida cotidiana y de los personajes con los
que se encuentra. Como Svejk, la aparente idiotez de Jan esconde una aguda
inteligencia que le permite sobrevivir a los acontecimientos históricos más
dramáticos del siglo XX: la invasión nazi de su país,
Comedia
y melancolía, ambición y resignación, se mezclan en esta novela inolvidable
coronada con un bellísimo final.
Como
ha dicho de Hrabal su traductora y biógrafa, Monika Zgustova, “ninguno de sus
lectores puede resistirse a la magia de su narración en primera persona y al
atractivo de sus personajes inauditos, estrafalarios, originales, esos quijotes
de la cotidianidad”.
Con
la publicación de esta nueva traducción de Yo serví al rey de Inglaterra,
Galaxia Gutenberg inicia la recuperación en español de las mejores obras de
Bohumil Hrabal, considerado por Milan Kundera como el mejor escritor checo
contemporáneo.
1
Un vaso de granadina
Escuchad bien lo que voy a
contaros.
Apenas
había llegado al hostal Praga Ciudad Dorada, cuando el patrón me tiró de la
oreja izquierda y me dijo: Serás el mozo del restaurante, ¿de acuerdo?
¡Recuerda, no has visto nada, no has oído nada! ¡Repítelo! Así pues repetí que
en aquel restaurante no debía ver ni oír nada. Entonces el patrón me tiró de la
oreja derecha: Pero grábate en la memoria que tienes que verlo y oírlo todo.
¡Repítelo! Sorprendido, repetí que lo vería y oiría todo. Así fue como empecé.
Cada día a las seis nos reunían en el comedor del restaurante, como si fueran a
pasar revista a la tropa: a un lado de la alfombra estábamos el maître, los camareros y yo, en el
extremo, insignificante como corresponde a un botones; al otro lado se
colocaban los cocineros, las camareras, las mujeres de la limpieza y la mujer
que friega los platos; el patrón pasaba entre unos y otros y comprobaba si las
camisas, los cuellos y el frac estaban inmaculados, que no les faltase ningún
botón, que lleváramos los zapatos enlustrados, se inclinaba para olfatear si
nos habíamos lavado los pies y al fin decía: Buenos días señoras, buenos días
señores… Y desde aquel momento no debíamos hablar con nadie; los camareros me
enseñaron a envolver los cubiertos con una servilleta, yo me dedicaba a limpiar
los ceniceros y a mi obligación de cada mañana: lavar el recipiente metálico
con el que llevaba las salchichas calientes para venderlas en la estación del
tren; me lo había enseñado el que ejercía de mozo antes que yo y que lo dejó
para convertirse en camarero; cuántas veces rogó que le permitieran continuar
vendiendo salchichas en la estación, a mí me parecía extraño, pero después lo
comprendí y también empecé a preocuparme para poder recorrer todo el tren con
las salchichas calientes. Y es que cada día me sucedía la historia siguiente:
servía a un viajero un bocadillo de salchichas que costaba una corona con ochenta,
pero el viajero tenía sólo un billete de veinte o cincuenta coronas, entonces
yo fingía no disponer de cambio, aunque tenía los bolsillos repletos de
monedas, continuaba vendiendo hasta que el viajero subía al tren y con los
codos se abría camino hasta la ventanilla para sacar el brazo, mientras yo poco
a poco me libraba del bote de salchichas y removía las monedas en el bolsillo;
el viajero gritaba que me podía quedar con la calderilla, pero que procurara
sobre todo devolverle los billetes, y yo, con toda la calma del mundo, buscaba
los billetes en el bolsillo, el ferroviario silbaba mientras yo los sacaba
pausadamente; así que el tren arrancaba, me ponía a correr y cuando el convoy
ya iba a toda marcha, yo levantaba el brazo, de forma que el viajero asomado
por la ventanilla casi podía tocar los billetes con la punta de los dedos;
algunos se abalanzaban de tal manera que los demás viajeros tenían que
sujetarles por las piernas; en una ocasión, uno se golpeó la cabeza con un
poste, pero entonces sus dedos ya se alejaban y yo me quedaba allí, resoplando
igual que una locomotora y con el brazo extendido, con el dinero en la mano,
dinero mío porque los viajeros no volvían casi nunca a reclamar el cambio; de
esta forma yo iba ahorrando, cada fin de mes contaba con unos cuantos cientos
de coronas, un día llegué a reunir mil, pero ya que cada mañana a las seis y
cada noche antes de acostarme el patrón venía a comprobar si me había lavado
los pies y si a las doce ya estaba en la cama, me vi obligado a desplegar la
táctica de no oír nada pero oírlo todo a mi alrededor, y de no ver nada pero
verlo todo, principalmente veía el orden y la disciplina que el patrón había
establecido, y su satisfacción al vernos atemorizados por su rigidez; imaginad
que la cajera fuera al cine con uno de los camareros: ¡eso le hubiera valido un
despido seguro! También empezaba a conocer a los clientes fijos que tenían mesa
reservada, cada día debía limpiar sus vasos, cada uno tenía su número y su
signo, uno con un ciervo, otro con violetas o con un pueblecillo, había vasos
cuadrados y redondos, una jarra de barro con las letras HB, que provenía de
lejos, de Munich; la clientela fija venía cada tarde: el notario, el jefe de
estación, el juez, el veterinario, el director de la escuela de música y el
industrial Jína; yo les ayudaba a sacarse y ponerse el abrigo, cuando repartía
la cerveza debía servir cada vaso a su dueño, y me quedaba maravillado al ver
cómo aquellos ricos perdían una tarde tras otra discutiendo si en las afueras
de la ciudad había una pasarela, al lado de la cual, hacía treinta años, hubo
un chopo: uno decía que antes no había ninguna pasarela, en cambio el chopo,
sí, otro decía que nunca hubo ni un chopo ni una pasarela, sólo un tablón con
una barandilla… y con esta animada conversación se divertían toda la tarde, los
de un lado de la mesa gritaban que había una pasarela, pero no un chopo, los
del otro les devolvían la pelota afirmando que hubo un chopo, pero nunca una
pasarela, y al final todo el mundo estaba más contento que unas pascuas:
gritando y discutiendo la cerveza entraba mejor; otra tarde batallaban para
aclarar cuál era la mejor cerveza de Bohemia, uno decía que la de Protivín,
otro que la de Vodňany, un tercero que la de Pilsen, un cuarto que la de
Nymburk; se peleaban y gritaban, pero en el fondo se querían, y si vociferaban
era para hacer algo, para matar el tiempo, para pasar la tarde de algún modo…
Un día, mientras yo les servía sus jarras de cerveza, el jefe de estación se
inclinó y dijo en voz baja que habían visto al veterinario con las chicas de El
Paraíso, que se quedó con Jaruška, entonces el director del instituto murmuró
que el veterinario sí había estado, pero no el jueves, sino el miércoles y no
con Jaruška, sino con Vlasta, y pasaron la tarde hablando de las chicas de El
Paraíso y de los que iban y de los que no habían ido nunca; yo oía todo lo que
hablaban, pero me daba igual, no me preocupaba por tonterías como si en las
cercanías de la ciudad hubo un chopo o una pasarela, o un chopo sin pasarela, o
una pasarela sin chopo, o si era mejor la cerveza de Bráník o la de Protivín,
yo no quería ver ni oír nada, lo único que me habría gustado era visitar
aquella casa de El Paraíso. A partir de entonces ahorraba más que nunca, vendía
salchichas calientes con el claro objetivo de poder ir un día a El Paraíso, por
eso aprendí a dar pena en el andén, y pequeño como era los viajeros indicaban
con un gesto la intención de dejarlo y me decían que me quedara con el cambio;
creían que era un huérfano. Ideé un plan de batalla: un día, después de que el
patrón comprobara que yo tenía los pies limpios, saltaría por la ventana de mi
habitación e iría a El Paraíso. En el Praga Ciudad Dorada, aquella jornada
empezó de una forma muy alterada. Un poco antes de la hora de comer entró un
grupo de gitanos, iban bien vestidos y ya que eran caldereros, tenían dinero y
pedían los mejores platos; siempre que pedían más platos enseñaban el dinero.
El director de la escuela de música estaba sentado cerca de la ventana y leía
un libro, pero como los gitanos hablaban a gritos, se cambió a una mesa en el
centro del restaurante y continuó leyendo, el libro debía de ser muy
interesante porque el director no paraba de leer ni mientras iba de una mesa a
otra, leía cuando se inclinaba para sentarse, leía y con la mano buscaba la
silla. Entretanto yo lavaba los vasos de los clientes fijos, los miraba a
contraluz, tenía poco trabajo porque era última hora de la mañana y había pocos
clientes, que además pidieron platos sencillos: una sopa y un estofado; los
camareros siempre debíamos simular que estábamos atareados, por eso yo limpiaba
una y otra vez y los camareros ponían orden en los cubiertos ya ordenados…
Cuando miraba a contraluz un vaso en el que ponía Praga Ciudad Dorada, vi por
la ventana un grupo de gitanos con mala pinta que corrían hacia nuestro
restaurante, hacia el Praga Ciudad Dorada; en el pasillo debieron de sacar los
puñales y lo que pasó después fue horrible: se pusieron frente a los gitanos
que estaban en la mesa, y éstos, como si ya los estuvieran esperando, dieron un
salto y cogieron las mesas del restaurante para ponérselas de coraza, pero aun
así dos de ellos no tardaron en caer boca abajo con un puñal clavado en la
espalda, y los del clan de los puñales venga pinchar y llenar de cortes manos,
mesas y lo que se les ponía por delante. Las mesas estaban llenas de sangre,
pero el director de la escuela de música continuaba leyendo su libro con una
sonrisa en los labios, los rayos de la tormenta gitana no caían a su alrededor
sino sobre él, tenía la cabeza y el libro ensangrentados, clavaron dos veces un
cuchillo en su mesa, pero el señor director continuaba leyendo como si nada; yo
mismo me había escondido bajo el mostrador y a cuatro patas me arrastraba hacia
la cocina, los gitanos gritaban, los puñales centelleaban, parecían moscas de
color metálico que volaban a través del Praga Ciudad Dorada; finalmente los
gitanos retrocedieron hacia la puerta y en un momento desaparecieron, se
entiende que sin pagar, dejando tras de sí las mesas ensangrentadas, dos
hombres en el suelo, dos dedos, una oreja y un trozo de carne cortados de un
golpe; alguien llamó al médico para que ayudara a los apuñalados e identificase
los trozos: una vez allí comprobó que el trozo de carne lo habían cortado del músculo
de un brazo; durante este tiempo, el director continuó leyendo su libro con la
cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre la mesa, el resto estaban
arrimadas a la pared cerca de la puerta de salida, aquellas mesas formaban una
barricada que ayudó a la huída de los gitanos; al patrón, vestido con su
chaleco blanco, aquél del dibujo de abejas, no se le ocurrió hacer nada mejor
que plantarse delante del restaurante, levantar las manos y lamentarse a los
clientes que venían, ¡cuánto lo siento!, hemos tenido un incidente y no
volveremos a abrir hasta mañana. Yo me encargué de los manteles llenos de
sangre, debía llevarlos al patio y encender el fuego de la caldera grande, la
mujer de la limpieza y la de fregar platos tenían que hacer el baldeo semanal,
poner los manteles en remojo con agua hirviendo, yo debía tenderlos, pero no
llegaba a la cuerda, así que los tendía la mujer de fregar platos, yo le
alcanzaba los manteles escurridos mientras ella se hartaba de reír porque yo le
llegaba sólo hasta la altura del pecho, me tomaba el pelo: me ponía los pechos
en la cara, fingiendo que era sin querer, primero un pecho y luego el otro;
cuando me los colocaba en los ojos, el mundo se oscurecía y desprendía un olor
que sabía a gloria, después la mujer se inclinaba para coger otro mantel del
cesto y yo veía el canalillo entre los pechos que se balanceaban; cuando se
incorporaba, volvían a ponerse firmes y las mujeres me decían, ¿qué, hijo,
cuántos años tienes? ¿Ya has cumplido los catorce? ¡Caramba! Al anochecer
soplaba un poco de brisa y los manteles se hincharon formando una especie de
biombo, como los que ponemos en el restaurante cuando queremos aislar una boda
o un banquete; yo ya lo tenía todo ordenado y el restaurante volvía a estar
limpio, reluciente y lleno de claveles, cada día teníamos una cesta llena de
flores del tiempo; simulé acostarme, pero después, cuando todo estuvo sumergido
en el silencio, solamente se oía el borboteo de los manteles que parecía que
hablaban entre sí y el aire estaba impregnado de conversaciones de muselina,
abrí la ventana y resbalé hacia abajo; abriéndome camino entre los manteles
llegué hasta la puerta y salté el muro. Tomé un callejón y avanzando por las
sombras entre los faroles, evitando los transeúntes nocturnos, al final llegué
a la esquina desde donde se veía el rótulo verde que decía «El Paraíso»; me
quedé un rato para recuperar el aliento, de las entrañas del edificio llegaba
el rumor del piano mecánico, me armé de valor para entrar: en el pasillo había
una ventanilla, tan alta que tuve que ponerme de puntillas, dentro estaba
sentada la señora Paraíso y me preguntó, ¿qué desea, señorito?, yo contesté, me
gustaría divertirme, cuando me abrió la puerta, dentro estaba sentada, fumando,
una chica joven con los cabellos color de noche, peinados hacia arriba, y me
hizo la misma pregunta: ¿qué desea? Le dije, querría cenar, ella me preguntó si
deseaba pasar al restaurante, yo me ruboricé y le dije, no, no, querría cenar
en un reservado; ella me miró largamente, soltó un silbido y me preguntó, su
pregunta sobraba porque conocía la respuesta de antemano, ¿y con quién? La
señalé mientras decía: con usted. Moviendo la cabeza, me cogió de la mano y me
llevó a través del oscuro pasillo con luces rojas; después abrió la puerta de una
habitación con un sofá, una mesa y dos sillas tapizadas de terciopelo; la luz
brillaba tras la cortina y caía desde el techo como las ramas del sauce llorón;
una vez sentado acaricié el dinero con la mano para coger fuerzas y dije,
¿verdad que cenará conmigo? ¿Qué quiere beber?, ella dijo que champán, asentí
con la cabeza y ella dio unas palmadas, compareció un camarero con una botella,
la descorchó, después se la llevó tras la cortina para llenar las copas; yo
bebía champán, las burbujas cosquilleaban en mi nariz provocándome ruidosos
estornudos, la chica bebía un vaso tras otro, después me dijo su nombre y me
confesó que tenía hambre, yo dije, vamos, que traigan lo mejor de la casa, ella
dijo que le encantaban las ostras, que las tenían frescas, así pues comimos
ostras, acompañadas de otra botella de champán; la chica empezó a acariciarme
el pelo y me preguntó de dónde era, yo dije que de un pueblo tan pequeño que
hasta hace un año no había visto el carbón, eso le hizo gracia y me dijo que me
pusiera cómodo, yo tenía calor, pero sólo me quité la americana, ella también
tenía calor y me preguntó si me importaría que se quitase el vestido, yo la
ayudé y dejé su vestido bien colocado sobre la silla, ella me desabrochó la
bragueta; en aquel momento yo estaba convencido que El Paraíso era un lugar no
bueno ni fantástico sino paradisíaco, me cogió la cabeza y me la apretujó entre
sus pechos perfumados, cerré los ojos y me habría gustado dormirme entre aquel
aroma y aquella piel suave, ella me ponía la cabeza más abajo y yo le olfateaba
la barriguita mientras ella respiraba, era muy bonito, y con más razón aún
porque estaba prohibido, yo ya no deseaba nada más que eso, sí, cada semana
ahorraría ochocientas coronas vendiendo salchichas calientes porque ahora tenía
una meta bella y noble; mi padre acostumbraba a decirme que mientras tuviera un
objetivo, viviría bien, porque tendría un motivo para ir tirando. Y vi que aún
no se había terminado; en silencio, Jaruška, ése era su nombre, me sacó los
pantalones y los calzoncillos y de pronto sentí sus labios en el bajo vientre;
pensé en todas las cosas que podrían pasar en El Paraíso, empezó a temblarme
todo el cuerpo y bruscamente me encogí como un gusano diciendo: ¿qué es esto,
Jaruška, qué hace? Pero lo que ella quería es que yo perdiera el control: me
acarició con su boca, yo quería apartarla, pero ella pareció enloquecer, movía
la cabeza cada vez más rápido, yo ya no quería evitarla, me tumbé y la cogí de
las orejas, sentía que todo fluía de mí, qué diferencia, ahora que una chica
con el pelo bonito y los ojos cerrados me bebía hasta la última gota, a cuando
me lo hacía yo solo, en el subterráneo, y tiraba con asco la porquería entre el
carbón, o en la cama recogiéndolo con un pañuelo… Jaruška se levantó y dijo con
voz lánguida, ahora haremos el amor… pero yo estaba demasiado sobreexcitado y
cansado, así que me resistí diciendo: tengo hambre, ¿usted no? Y ya que tenía
sed, cogí el vaso de Jaruška, ella me lo quería impedir, pero rápidamente tomé
un sorbo y desencantado aparté la copa: no era champán sino limonada, que yo
pagaba a precio de champán, así descubrí cómo se hacían las cosas; a mí que no
me tomen el pelo: riendo pedí otra botella de champán como debe ser, y cuando
me subió, me arrodillé para apoyar la cabeza en el regazo de la chica mientras
con la lengua le enredaba aquel pelo bonito; como yo pesaba poco, me cogió por
las axilas y me subió encima de ella, se abrió de piernas y yo, por primera
vez, entré dentro de una mujer: fue una maravilla, ella me aprisionaba contra
su cuerpo y me decía al oído que aguantara al máximo, pero yo me moví sólo un
par de veces y a la tercera salpiqué en la carne tibia; ella arqueó la espalda
haciendo el puente, tocando el sofá con el pelo y con los pies hasta el último
momento; cuando quedé lacio, yacía sobre el arco de su cuerpo y entonces me
aparté para ponerme a su lado. Ella respiraba profundamente, se tendió también
y sin mirarme paseó su mano por mi vientre y por todo mi cuerpo… Y ya era hora
de vestirme, de decir adiós y de pagar, el camarero hizo números y me alargó la
cuenta de setecientas veinte coronas, cuando me iba le di doscientas a Jaruška;
una vez en la calle, me alejé un poco para apoyarme en una pared y así me
quedé, soñando con las cosas que acababa de ver por primera vez en una de
aquellas casas mágicas llenas de chicas, y me dije, bien, que esto te sirva de
lección, volverás mañana mismo como un señor, y es que los había dejado a todos
boquiabiertos entrando como un miserable vendedor de salchichas de la estación
y saliendo mejor que cualquiera de los notables de la ciudad que se acomodan
cada tarde en el Praga Ciudad Dorada…
Al
día siguiente veía el mundo de otra forma; poderoso caballero es don dinero: el
dinero me abrió no solamente la puerta de El Paraíso, sino también del respeto;
más tarde recordé que la señora Paraíso, cuando vio que yo tiraba alegremente
al aire dos billetes de cien coronas, quiso cogerme la mano para besarla,
supuse que quería saber la hora y que buscaba un reloj que yo aún no tenía;
pero el beso no iba dirigido a mí, un pequeño botones del Praga Ciudad Dorada,
sino a las doscientas coronas, a mi dinero en general, a las mil coronas que
tengo escondidas bajo el colchón, al dinero que gano cada día vendiendo
salchichas calientes en la estación. Por la mañana me mandaron por flores;
cuando volvía con la cesta vi a un anciano que se arrastraba por el suelo
buscando una moneda que se le había caído, con las manos revolvía el polvo y
como seguramente no veía muy bien, le dije, ¿qué busca, abuelo? Me contestó que
había perdido una moneda de veinte céntimos y yo esperé a que pasara más gente
por allí, cogí un puñado de monedas y lo lancé al aire; a toda prisa cogí las
asas de la cesta para irme y cuando al llegar a la esquina me volví, observé a
varias personas que se arrastraban por el suelo simulando que las monedas eran
suyas, y las querían recuperar ante las narices de los demás, gritando,
escupiendo y sacando las uñas como gatos rabiosos; ante aquel espectáculo me
harté de reír porque vi claramente qué es lo que mueve a la humanidad, qué
desespera a la gente y de lo que es capaz el género humano para conseguir unas
monedas. De vuelta con las flores, vi a un grupo de gente delante del
restaurante, subí a una habitación del primer piso y tras asomarme, lancé un
puñado de monedas de tal forma que no cayeran directamente al lado de la gente
sino un poco más lejos. Entonces bajé y mientras cortaba los claveles que
acababa de traer, los colocaba uno en cada jarrón y los adornaba con dos
ramitas de esparraguera, contemplaba a la gente que se arrastraba por el suelo
entre el polvo recogiendo mis monedas, arrancándoselas a arañazos, insultándose
y gritando… Aquella noche y todas las siguientes soñaba con lo mismo, también
durante el día; mientras limpiaba una y otra vez, simulando que trabajaba,
miraba a través de los vasos la plaza, la maltrecha columna de la peste, el
cielo y las nubes; el ensueño me perseguía: volaba por encima de las ciudades y
pueblos, tenía un bolsillo enorme, infinito, del cual sacaba puñados de monedas
que esparcía por las aceras, como si sembrara trigo; nadie podía resistirse, se
agachaban a recoger las monedas golpeándose con la cabeza e insultándose,
entonces yo continuaba mi vuelo, sacaba más dinero del bolsillo y las monedas
sonaban y caían por la espalda de los viandantes; tenía el poder de entrar
volando al interior de los trenes y tranvías, y allí lanzaba el dinero por el
suelo: el vagón se convertía en una olla de grillos, todos se inclinaban, se
agachaban y venga codazos, fingiendo que era a él a quien había caído el
dinero… Esta especie de sueños me animaban: puesto que era bajito, tenía el
pescuezo corto y el cuello de celuloide de la camisa que nos obligaban a llevar
en el trabajo me dolía, para evitar aquel martirio iba siempre con la cabeza
erguida, había aprendido además a mirar desde lo alto, puesto que no podía
agachar la cabeza sin que el cuello de la camisa me segara la carne, me
inclinaba con todo el cuerpo y así iba por el mundo, con la cabeza echada hacia
atrás, los ojos semicerrados y mirando con cara de desprecio, como si me
burlara, como si nada fuera digno de mi atención; todo el mundo, hasta los
clientes, creían que yo era una criatura engreída; las plantas de los pies me
ardían siempre como dos planchas: me extrañaba que los zapatos no se
convirtieran en ceniza, de tanto que me ardían las plantas de los pies; a
veces, sobre todo en el andén de la estación, estaba tan desesperado que me
echaba agua helada dentro de los zapatos, pero únicamente me sentía aliviado un
ratito, me carcomía el deseo de quitármelos, correr hacia el torrente y
sumergir los pies en el agua, pero me limitaba a echarme sifón, algunas veces
me ponía un poco de helado, y empezaba a entender porque en el trabajo los
camareros llevaban los zapatos más viejos, más miserables y más roñosos, los
que llevaría un trapero, porque sólo con unos zapatos así podía aguantarse
estar de pie y andar todo el día; de hecho, todos, las mujeres de la limpieza y
la cajera, padecían de las piernas y con razón, cada noche cuando me sacaba los
zapatos tenía las piernas sucias hasta las rodillas, como si en vez de rondar
durante el día entre parqué y alfombras, lo hiciera entre hollín; ésta era la
otra cara de la moneda de los mozos, camareros y maîtres del mundo entero: por un lado hecho un petimetre, elegante,
camisa almidonada con cuello blanco como la nieve, y por el otro, piernas
negras como el carbón, igual que las de un apestado… pero a pesar de estos
males no dejaba nunca de ahorrar para poder tener una chica distinta cada
semana; la segunda chica de mi vida fue una rubia: cuando me preguntaron qué
deseaba, dije que quería cenar, pero enseguida añadí que debía ser en un
reservado, y cuando me preguntaron con quién, señalé a una rubia, así que
aquella vez fue de una chica con el pelo claro de la que me enamoré; la velada
que pasé con ella fue aún mejor que la primera, aunque la primera vez fue
inolvidable. No dejaba de sentir el poder del dinero, pedía champán, pero lo
probaba antes, la chica debía tomarlo conmigo, ya no permitía que me sirvieran
champán a mí y a ella, limonada. Tumbado y desnudo con la rubia al lado se me
ocurrió una idea: me levanté para coger una peonía del jarrón y tras arrancarle
los pétalos adorné el vientre de la chica, lo mismo hice con las demás peonías,
era tan bonito que me quedé maravillado, la chica se levantó apoyándose en los
codos para mirarse el vientre, pero los pétalos caían; dulcemente la volví a
tumbar y descolgué el espejo de la pared para que también ella pudiese admirar
la belleza de su barriguita tapizada con pétalos de peonías; me dije, cada vez
que venga le adornaré la barriguita con flores, será fantástico, ella dijo que
por culpa de las flores se había enamorado de mí, que nunca nadie había pensado
en rendir un homenaje como aquél a su belleza, yo le dije, por Navidad
arrancaré ramas de abeto y la adornaré, ¡qué bonito será!, ella opinó que el
rusco sería aún más bello y que tendría que poner un espejo sobre el sofá para
vernos tumbados juntos, y sobre todo para poder admirar su belleza desnuda,
coronada con un ramo de flores alrededor del vello, con un ramo que cambiaría
de aspecto de acuerdo con las estaciones y los meses, siempre hecho con flores
de temporada, suspiró, qué delicia, estar adornada de margaritas, de campanillas,
de crisantemos, de dalias y de hojas caducas multicolores… cuando me levanté me
abracé y me sentía grande; en el momento de salir quise darle doscientas
coronas, pero ella me las devolvió, así que las dejé encima de la mesa y me
marché, por la ventanilla tendí un billete de cien coronas a la señora Paraíso,
ella se inclinó para cogerlo y me atisbó a través de sus gafas… y me sumergí en
la noche, en la oscuridad de las callejuelas, el cielo estaba cubierto de
estrellas, pero yo no veía otra cosa que lirios de los valles, violetas,
pensamientos y narcisos alrededor del vientre de la chica rubia, mi éxtasis
aumentaba cada vez más al contemplar la idea de adornar con flores una bonita
barriguita femenina con una colinita de vello en el centro, como si decorara un
plato de jamón con hojas de lechuga; andaba despacio vistiendo mentalmente el
cuerpo desnudo de la rubia con pétalos de tulipanes y de lirios, sonreía
pensando que con dinero se puede comprar no sólo una chica hermosa sino también
la poesía. Al día siguiente por la mañana, mientras estábamos todos reunidos en
la alfombra, el patrón controló si llevábamos las camisas limpias, que no nos
faltara ningún botón y acabó la revista con su habitual: Buenos días señoras,
buenos días señores, yo no sacaba la vista de los delantales blancos de la
mujer de la limpieza y de la que friega los platos, hasta que la de la limpieza
me tiró de la oreja por haberla mirado tan fijamente, y comprobé que ninguna de
ellas se dejaría adornar la barriguita ni con margaritas ni con peonías, ni con
ramitas de abeto (¡cómo si se tratara de un ciervo asado!), y aún menos con
rusco… como siempre, me puse a lavar los vasos y a través de ellos miraba por
la ventana la mitad de cintura para arriba de las personas que avanzaban mientras
repasaba mentalmente todas las flores veraniegas, las sacaba de la cesta y las
colocaba, o bien enteras o bien sólo los pétalos, sobre la barriguita de la
magnífica rubia de El Paraíso, ella estaba tumbada boca arriba y se abría de
piernas, le adornaba también los muslos y cuando las flores resbalaban, se las
pegaba con cola y las clavaba con un clavo o con una chincheta, eso me lo
imaginaba mientras lavaba los vasos; nadie quería hacer aquel trabajo, en
cambio yo me lo pasaba en grande, chapoteaba en el agua con el vaso, después me
lo llevaba al ojo cómo para ver si estaba limpio, pero de hecho miraba a través
del vaso y pensaba en las cosas que haría en El Paraíso; cuando se me
terminaron las flores de los prados y los bosques, me entristecí: ¿qué haré en
invierno? Pero enseguida solté una carcajada, porque las flores en invierno aún
son más bonitas, compraría azaleas, begonias y si fuera necesario iría a Praga
a buscar orquídeas o me quedaría a vivir en Praga; también encontraría trabajo
en un restaurante y durante el invierno tendría todas las flores que quisiera…
se acercaba la hora de comer y yo ponía las mesas, servía limonada, granadina y
cerveza, el restaurante estaba lleno a tope y todos íbamos locos, entonces se
abrió la puerta y entró la rubia preciosa de El Paraíso, cerró la puerta y se
sentó; sacó un sobre del bolso y se quedó mirando a su alrededor; yo me agaché
como para abrocharme un zapato, el corazón me latía sobre la rodilla, a
continuación el maître se me plantó
delante para ordenarme que regresara enseguida al comedor, yo asentí con la
cabeza, tenía la sensación de que la rodilla y el corazón se me habían
intercambiado de sitio, sentía los latidos, pero al final me armé de valor y me
levanté, estirando al máximo la cabeza y con una servilleta sobre el brazo fui
hacia la chica a pedirle qué deseaba. Verle a usted y una granadina, dijo, y yo
la imaginaba con un vestido de pétalos de peonías, las peonías la ceñían entera
y me sonrojé, como una peonía; eso sí que no lo habría pensado nunca, mi dinero
no tenía nada que ver, eso era gratis; fui por una bandeja llena de vasos de
granadina y con la bandeja en la mano vi que en el sobre había las doscientas
coronas y entonces la rubia me miró de tal forma que me temblaron las rodillas,
la bandeja se inclinó y uno de los vasos resbaló, se cayó y se vertió sobre el
regazo de la chica; en un santiamén vinieron el patrón y el maître para presentar excusas, el patrón
me tiró de la oreja y me la retorció, pero no debería haberlo hecho porque la
rubia gritó en medio del restaurante: ¿Con qué derecho hace esto? Y el patrón:
Le acaba de ensuciar el vestido y yo tendré que pagar la tintorería… Y ella:
¿Por qué se mete dónde no le llaman? Yo no le he reclamado nada, ¿con qué
derecho humilla a este hombre ante todo el mundo? Y el patrón dulcemente: Le ha
estropeado el vestido… los clientes habían dejado de comer y escuchaban con
atención, y ella exclamó: ¿Y a usted qué le importa?, ¡le prohíbo hacer estas
cosas! ¡Mire! Y cogió una jarra de granadina y se la vertió entera encima de la
cabeza y el pelo, luego otra y otra hasta que quedó completamente empapada de
granadina y cubierta de burbujas de gas, cogió la última jarra y se la echó en
el escote mientras decía: ¡La cuenta!… y se fue, dejando el perfume de granadina
tras de sí como un velo, vestida de pétalos sedosos de peonías y rodeada de
abejas; el patrón cogió el sobre de la mesa y me ordenó: Corre, dale esto, se
lo ha dejado aquí… Cuando salí la vi en la plaza, parecía un puesto de
golosinas de feria, llena de avispas y abejas, no oponía ninguna resistencia
para que le chuparan el jugo dulce que formaba su segunda piel, igual que el
barniz en los muebles o en los barcos, y yo no quitaba la vista de su vestido
de peonías, le di las doscientas coronas, pero ella me las devolvió diciendo
que la noche anterior las había olvidado… Y añadió que aquella noche no dejara
de ir a verla a El Paraíso, porque había comprado un precioso ramo de amapolas…
y yo veía que con el sol se le había secado la granadina en el pelo, que lo
tenía aplastado y tieso como un pincel cuando el pintor se olvida de limpiarlo
con aguarrás, no apartaba los ojos de su vestido pegado al cuerpo por la bebida
azucarada y me imaginaba que se lo tendría que arrancar como un viejo cartel, o
el papel de la pared… pero todo eso no era nada, lo que me dejó boquiabierto
fue que la chica hablara conmigo de aquel modo, que yo no le daba miedo, que me
conocía mejor que los del restaurante, que seguramente me conocía mejor que yo
mismo… Aquella noche el patrón me dijo que necesitaba mi habitación de la
planta baja para ampliar la lavandería, que debía trasladar mis cosas al primer
piso. Dije, podemos esperar hasta mañana, ¿no? Pero el patrón me miró
largamente y yo me di cuenta que sabía que había gato encerrado, por eso tenía
que trasladarme enseguida, y me volvió a recordar que a las once debía estar en
la cama, que respondía de mí tanto delante de mis padres como delante de la
sociedad, que para poder trabajar durante el día, un mozo debía dormir toda la
noche…
FUENTE: