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viernes, 7 de abril de 2023

Yo Servi Al Rey De Inglaterra Bohumil Hrabal FRAGMENTO.

 




             En la década de 1930, en Praga, un joven aprendiz de camarero, Jan, logra su primer trabajo dispuesto a convertirse en dueño de un hotel e ingresar en el selecto club de los millonarios. Listo y ambicioso, todo lo supeditará a alcanzar el éxito y el reconocimiento social. Pero el punto de vista de Jan es a menudo equivocado: se casa con una alemana que adora a Hitler justo cuando las tropas nazis entran en Praga, y se convierte en millonario justo cuando en su país se implanta el comunismo.

Con un brillante sentido del humor y escenas hilarantes, Hrabal nos cuenta las picarescas peripecias del joven camarero quien, como el buen soldado Svejk, pone en evidencia el absurdo de la vida cotidiana y de los personajes con los que se encuentra. Como Svejk, la aparente idiotez de Jan esconde una aguda inteligencia que le permite sobrevivir a los acontecimientos históricos más dramáticos del siglo XX: la invasión nazi de su país, la Segunda Guerra Mundial y la llegada del comunismo.

Comedia y melancolía, ambición y resignación, se mezclan en esta novela inolvidable coronada con un bellísimo final.

Como ha dicho de Hrabal su traductora y biógrafa, Monika Zgustova, “ninguno de sus lectores puede resistirse a la magia de su narración en primera persona y al atractivo de sus personajes inauditos, estrafalarios, originales, esos quijotes de la cotidianidad”.

Con la publicación de esta nueva traducción de Yo serví al rey de Inglaterra, Galaxia Gutenberg inicia la recuperación en español de las mejores obras de Bohumil Hrabal, considerado por Milan Kundera como el mejor escritor checo contemporáneo.

 


1
 Un vaso de granadina

 

Escuchad bien lo que voy a contaros.

Apenas había llegado al hostal Praga Ciudad Dorada, cuando el patrón me tiró de la oreja izquierda y me dijo: Serás el mozo del restaurante, ¿de acuerdo? ¡Recuerda, no has visto nada, no has oído nada! ¡Repítelo! Así pues repetí que en aquel restaurante no debía ver ni oír nada. Entonces el patrón me tiró de la oreja derecha: Pero grábate en la memoria que tienes que verlo y oírlo todo. ¡Repítelo! Sorprendido, repetí que lo vería y oiría todo. Así fue como empecé. Cada día a las seis nos reunían en el comedor del restaurante, como si fueran a pasar revista a la tropa: a un lado de la alfombra estábamos el maître, los camareros y yo, en el extremo, insignificante como corresponde a un botones; al otro lado se colocaban los cocineros, las camareras, las mujeres de la limpieza y la mujer que friega los platos; el patrón pasaba entre unos y otros y comprobaba si las camisas, los cuellos y el frac estaban inmaculados, que no les faltase ningún botón, que lleváramos los zapatos enlustrados, se inclinaba para olfatear si nos habíamos lavado los pies y al fin decía: Buenos días señoras, buenos días señores… Y desde aquel momento no debíamos hablar con nadie; los camareros me enseñaron a envolver los cubiertos con una servilleta, yo me dedicaba a limpiar los ceniceros y a mi obligación de cada mañana: lavar el recipiente metálico con el que llevaba las salchichas calientes para venderlas en la estación del tren; me lo había enseñado el que ejercía de mozo antes que yo y que lo dejó para convertirse en camarero; cuántas veces rogó que le permitieran continuar vendiendo salchichas en la estación, a mí me parecía extraño, pero después lo comprendí y también empecé a preocuparme para poder recorrer todo el tren con las salchichas calientes. Y es que cada día me sucedía la historia siguiente: servía a un viajero un bocadillo de salchichas que costaba una corona con ochenta, pero el viajero tenía sólo un billete de veinte o cincuenta coronas, entonces yo fingía no disponer de cambio, aunque tenía los bolsillos repletos de monedas, continuaba vendiendo hasta que el viajero subía al tren y con los codos se abría camino hasta la ventanilla para sacar el brazo, mientras yo poco a poco me libraba del bote de salchichas y removía las monedas en el bolsillo; el viajero gritaba que me podía quedar con la calderilla, pero que procurara sobre todo devolverle los billetes, y yo, con toda la calma del mundo, buscaba los billetes en el bolsillo, el ferroviario silbaba mientras yo los sacaba pausadamente; así que el tren arrancaba, me ponía a correr y cuando el convoy ya iba a toda marcha, yo levantaba el brazo, de forma que el viajero asomado por la ventanilla casi podía tocar los billetes con la punta de los dedos; algunos se abalanzaban de tal manera que los demás viajeros tenían que sujetarles por las piernas; en una ocasión, uno se golpeó la cabeza con un poste, pero entonces sus dedos ya se alejaban y yo me quedaba allí, resoplando igual que una locomotora y con el brazo extendido, con el dinero en la mano, dinero mío porque los viajeros no volvían casi nunca a reclamar el cambio; de esta forma yo iba ahorrando, cada fin de mes contaba con unos cuantos cientos de coronas, un día llegué a reunir mil, pero ya que cada mañana a las seis y cada noche antes de acostarme el patrón venía a comprobar si me había lavado los pies y si a las doce ya estaba en la cama, me vi obligado a desplegar la táctica de no oír nada pero oírlo todo a mi alrededor, y de no ver nada pero verlo todo, principalmente veía el orden y la disciplina que el patrón había establecido, y su satisfacción al vernos atemorizados por su rigidez; imaginad que la cajera fuera al cine con uno de los camareros: ¡eso le hubiera valido un despido seguro! También empezaba a conocer a los clientes fijos que tenían mesa reservada, cada día debía limpiar sus vasos, cada uno tenía su número y su signo, uno con un ciervo, otro con violetas o con un pueblecillo, había vasos cuadrados y redondos, una jarra de barro con las letras HB, que provenía de lejos, de Munich; la clientela fija venía cada tarde: el notario, el jefe de estación, el juez, el veterinario, el director de la escuela de música y el industrial Jína; yo les ayudaba a sacarse y ponerse el abrigo, cuando repartía la cerveza debía servir cada vaso a su dueño, y me quedaba maravillado al ver cómo aquellos ricos perdían una tarde tras otra discutiendo si en las afueras de la ciudad había una pasarela, al lado de la cual, hacía treinta años, hubo un chopo: uno decía que antes no había ninguna pasarela, en cambio el chopo, sí, otro decía que nunca hubo ni un chopo ni una pasarela, sólo un tablón con una barandilla… y con esta animada conversación se divertían toda la tarde, los de un lado de la mesa gritaban que había una pasarela, pero no un chopo, los del otro les devolvían la pelota afirmando que hubo un chopo, pero nunca una pasarela, y al final todo el mundo estaba más contento que unas pascuas: gritando y discutiendo la cerveza entraba mejor; otra tarde batallaban para aclarar cuál era la mejor cerveza de Bohemia, uno decía que la de Protivín, otro que la de Vodňany, un tercero que la de Pilsen, un cuarto que la de Nymburk; se peleaban y gritaban, pero en el fondo se querían, y si vociferaban era para hacer algo, para matar el tiempo, para pasar la tarde de algún modo… Un día, mientras yo les servía sus jarras de cerveza, el jefe de estación se inclinó y dijo en voz baja que habían visto al veterinario con las chicas de El Paraíso, que se quedó con Jaruška, entonces el director del instituto murmuró que el veterinario sí había estado, pero no el jueves, sino el miércoles y no con Jaruška, sino con Vlasta, y pasaron la tarde hablando de las chicas de El Paraíso y de los que iban y de los que no habían ido nunca; yo oía todo lo que hablaban, pero me daba igual, no me preocupaba por tonterías como si en las cercanías de la ciudad hubo un chopo o una pasarela, o un chopo sin pasarela, o una pasarela sin chopo, o si era mejor la cerveza de Bráník o la de Protivín, yo no quería ver ni oír nada, lo único que me habría gustado era visitar aquella casa de El Paraíso. A partir de entonces ahorraba más que nunca, vendía salchichas calientes con el claro objetivo de poder ir un día a El Paraíso, por eso aprendí a dar pena en el andén, y pequeño como era los viajeros indicaban con un gesto la intención de dejarlo y me decían que me quedara con el cambio; creían que era un huérfano. Ideé un plan de batalla: un día, después de que el patrón comprobara que yo tenía los pies limpios, saltaría por la ventana de mi habitación e iría a El Paraíso. En el Praga Ciudad Dorada, aquella jornada empezó de una forma muy alterada. Un poco antes de la hora de comer entró un grupo de gitanos, iban bien vestidos y ya que eran caldereros, tenían dinero y pedían los mejores platos; siempre que pedían más platos enseñaban el dinero. El director de la escuela de música estaba sentado cerca de la ventana y leía un libro, pero como los gitanos hablaban a gritos, se cambió a una mesa en el centro del restaurante y continuó leyendo, el libro debía de ser muy interesante porque el director no paraba de leer ni mientras iba de una mesa a otra, leía cuando se inclinaba para sentarse, leía y con la mano buscaba la silla. Entretanto yo lavaba los vasos de los clientes fijos, los miraba a contraluz, tenía poco trabajo porque era última hora de la mañana y había pocos clientes, que además pidieron platos sencillos: una sopa y un estofado; los camareros siempre debíamos simular que estábamos atareados, por eso yo limpiaba una y otra vez y los camareros ponían orden en los cubiertos ya ordenados… Cuando miraba a contraluz un vaso en el que ponía Praga Ciudad Dorada, vi por la ventana un grupo de gitanos con mala pinta que corrían hacia nuestro restaurante, hacia el Praga Ciudad Dorada; en el pasillo debieron de sacar los puñales y lo que pasó después fue horrible: se pusieron frente a los gitanos que estaban en la mesa, y éstos, como si ya los estuvieran esperando, dieron un salto y cogieron las mesas del restaurante para ponérselas de coraza, pero aun así dos de ellos no tardaron en caer boca abajo con un puñal clavado en la espalda, y los del clan de los puñales venga pinchar y llenar de cortes manos, mesas y lo que se les ponía por delante. Las mesas estaban llenas de sangre, pero el director de la escuela de música continuaba leyendo su libro con una sonrisa en los labios, los rayos de la tormenta gitana no caían a su alrededor sino sobre él, tenía la cabeza y el libro ensangrentados, clavaron dos veces un cuchillo en su mesa, pero el señor director continuaba leyendo como si nada; yo mismo me había escondido bajo el mostrador y a cuatro patas me arrastraba hacia la cocina, los gitanos gritaban, los puñales centelleaban, parecían moscas de color metálico que volaban a través del Praga Ciudad Dorada; finalmente los gitanos retrocedieron hacia la puerta y en un momento desaparecieron, se entiende que sin pagar, dejando tras de sí las mesas ensangrentadas, dos hombres en el suelo, dos dedos, una oreja y un trozo de carne cortados de un golpe; alguien llamó al médico para que ayudara a los apuñalados e identificase los trozos: una vez allí comprobó que el trozo de carne lo habían cortado del músculo de un brazo; durante este tiempo, el director continuó leyendo su libro con la cabeza entre las manos y los codos apoyados sobre la mesa, el resto estaban arrimadas a la pared cerca de la puerta de salida, aquellas mesas formaban una barricada que ayudó a la huída de los gitanos; al patrón, vestido con su chaleco blanco, aquél del dibujo de abejas, no se le ocurrió hacer nada mejor que plantarse delante del restaurante, levantar las manos y lamentarse a los clientes que venían, ¡cuánto lo siento!, hemos tenido un incidente y no volveremos a abrir hasta mañana. Yo me encargué de los manteles llenos de sangre, debía llevarlos al patio y encender el fuego de la caldera grande, la mujer de la limpieza y la de fregar platos tenían que hacer el baldeo semanal, poner los manteles en remojo con agua hirviendo, yo debía tenderlos, pero no llegaba a la cuerda, así que los tendía la mujer de fregar platos, yo le alcanzaba los manteles escurridos mientras ella se hartaba de reír porque yo le llegaba sólo hasta la altura del pecho, me tomaba el pelo: me ponía los pechos en la cara, fingiendo que era sin querer, primero un pecho y luego el otro; cuando me los colocaba en los ojos, el mundo se oscurecía y desprendía un olor que sabía a gloria, después la mujer se inclinaba para coger otro mantel del cesto y yo veía el canalillo entre los pechos que se balanceaban; cuando se incorporaba, volvían a ponerse firmes y las mujeres me decían, ¿qué, hijo, cuántos años tienes? ¿Ya has cumplido los catorce? ¡Caramba! Al anochecer soplaba un poco de brisa y los manteles se hincharon formando una especie de biombo, como los que ponemos en el restaurante cuando queremos aislar una boda o un banquete; yo ya lo tenía todo ordenado y el restaurante volvía a estar limpio, reluciente y lleno de claveles, cada día teníamos una cesta llena de flores del tiempo; simulé acostarme, pero después, cuando todo estuvo sumergido en el silencio, solamente se oía el borboteo de los manteles que parecía que hablaban entre sí y el aire estaba impregnado de conversaciones de muselina, abrí la ventana y resbalé hacia abajo; abriéndome camino entre los manteles llegué hasta la puerta y salté el muro. Tomé un callejón y avanzando por las sombras entre los faroles, evitando los transeúntes nocturnos, al final llegué a la esquina desde donde se veía el rótulo verde que decía «El Paraíso»; me quedé un rato para recuperar el aliento, de las entrañas del edificio llegaba el rumor del piano mecánico, me armé de valor para entrar: en el pasillo había una ventanilla, tan alta que tuve que ponerme de puntillas, dentro estaba sentada la señora Paraíso y me preguntó, ¿qué desea, señorito?, yo contesté, me gustaría divertirme, cuando me abrió la puerta, dentro estaba sentada, fumando, una chica joven con los cabellos color de noche, peinados hacia arriba, y me hizo la misma pregunta: ¿qué desea? Le dije, querría cenar, ella me preguntó si deseaba pasar al restaurante, yo me ruboricé y le dije, no, no, querría cenar en un reservado; ella me miró largamente, soltó un silbido y me preguntó, su pregunta sobraba porque conocía la respuesta de antemano, ¿y con quién? La señalé mientras decía: con usted. Moviendo la cabeza, me cogió de la mano y me llevó a través del oscuro pasillo con luces rojas; después abrió la puerta de una habitación con un sofá, una mesa y dos sillas tapizadas de terciopelo; la luz brillaba tras la cortina y caía desde el techo como las ramas del sauce llorón; una vez sentado acaricié el dinero con la mano para coger fuerzas y dije, ¿verdad que cenará conmigo? ¿Qué quiere beber?, ella dijo que champán, asentí con la cabeza y ella dio unas palmadas, compareció un camarero con una botella, la descorchó, después se la llevó tras la cortina para llenar las copas; yo bebía champán, las burbujas cosquilleaban en mi nariz provocándome ruidosos estornudos, la chica bebía un vaso tras otro, después me dijo su nombre y me confesó que tenía hambre, yo dije, vamos, que traigan lo mejor de la casa, ella dijo que le encantaban las ostras, que las tenían frescas, así pues comimos ostras, acompañadas de otra botella de champán; la chica empezó a acariciarme el pelo y me preguntó de dónde era, yo dije que de un pueblo tan pequeño que hasta hace un año no había visto el carbón, eso le hizo gracia y me dijo que me pusiera cómodo, yo tenía calor, pero sólo me quité la americana, ella también tenía calor y me preguntó si me importaría que se quitase el vestido, yo la ayudé y dejé su vestido bien colocado sobre la silla, ella me desabrochó la bragueta; en aquel momento yo estaba convencido que El Paraíso era un lugar no bueno ni fantástico sino paradisíaco, me cogió la cabeza y me la apretujó entre sus pechos perfumados, cerré los ojos y me habría gustado dormirme entre aquel aroma y aquella piel suave, ella me ponía la cabeza más abajo y yo le olfateaba la barriguita mientras ella respiraba, era muy bonito, y con más razón aún porque estaba prohibido, yo ya no deseaba nada más que eso, sí, cada semana ahorraría ochocientas coronas vendiendo salchichas calientes porque ahora tenía una meta bella y noble; mi padre acostumbraba a decirme que mientras tuviera un objetivo, viviría bien, porque tendría un motivo para ir tirando. Y vi que aún no se había terminado; en silencio, Jaruška, ése era su nombre, me sacó los pantalones y los calzoncillos y de pronto sentí sus labios en el bajo vientre; pensé en todas las cosas que podrían pasar en El Paraíso, empezó a temblarme todo el cuerpo y bruscamente me encogí como un gusano diciendo: ¿qué es esto, Jaruška, qué hace? Pero lo que ella quería es que yo perdiera el control: me acarició con su boca, yo quería apartarla, pero ella pareció enloquecer, movía la cabeza cada vez más rápido, yo ya no quería evitarla, me tumbé y la cogí de las orejas, sentía que todo fluía de mí, qué diferencia, ahora que una chica con el pelo bonito y los ojos cerrados me bebía hasta la última gota, a cuando me lo hacía yo solo, en el subterráneo, y tiraba con asco la porquería entre el carbón, o en la cama recogiéndolo con un pañuelo… Jaruška se levantó y dijo con voz lánguida, ahora haremos el amor… pero yo estaba demasiado sobreexcitado y cansado, así que me resistí diciendo: tengo hambre, ¿usted no? Y ya que tenía sed, cogí el vaso de Jaruška, ella me lo quería impedir, pero rápidamente tomé un sorbo y desencantado aparté la copa: no era champán sino limonada, que yo pagaba a precio de champán, así descubrí cómo se hacían las cosas; a mí que no me tomen el pelo: riendo pedí otra botella de champán como debe ser, y cuando me subió, me arrodillé para apoyar la cabeza en el regazo de la chica mientras con la lengua le enredaba aquel pelo bonito; como yo pesaba poco, me cogió por las axilas y me subió encima de ella, se abrió de piernas y yo, por primera vez, entré dentro de una mujer: fue una maravilla, ella me aprisionaba contra su cuerpo y me decía al oído que aguantara al máximo, pero yo me moví sólo un par de veces y a la tercera salpiqué en la carne tibia; ella arqueó la espalda haciendo el puente, tocando el sofá con el pelo y con los pies hasta el último momento; cuando quedé lacio, yacía sobre el arco de su cuerpo y entonces me aparté para ponerme a su lado. Ella respiraba profundamente, se tendió también y sin mirarme paseó su mano por mi vientre y por todo mi cuerpo… Y ya era hora de vestirme, de decir adiós y de pagar, el camarero hizo números y me alargó la cuenta de setecientas veinte coronas, cuando me iba le di doscientas a Jaruška; una vez en la calle, me alejé un poco para apoyarme en una pared y así me quedé, soñando con las cosas que acababa de ver por primera vez en una de aquellas casas mágicas llenas de chicas, y me dije, bien, que esto te sirva de lección, volverás mañana mismo como un señor, y es que los había dejado a todos boquiabiertos entrando como un miserable vendedor de salchichas de la estación y saliendo mejor que cualquiera de los notables de la ciudad que se acomodan cada tarde en el Praga Ciudad Dorada…

Al día siguiente veía el mundo de otra forma; poderoso caballero es don dinero: el dinero me abrió no solamente la puerta de El Paraíso, sino también del respeto; más tarde recordé que la señora Paraíso, cuando vio que yo tiraba alegremente al aire dos billetes de cien coronas, quiso cogerme la mano para besarla, supuse que quería saber la hora y que buscaba un reloj que yo aún no tenía; pero el beso no iba dirigido a mí, un pequeño botones del Praga Ciudad Dorada, sino a las doscientas coronas, a mi dinero en general, a las mil coronas que tengo escondidas bajo el colchón, al dinero que gano cada día vendiendo salchichas calientes en la estación. Por la mañana me mandaron por flores; cuando volvía con la cesta vi a un anciano que se arrastraba por el suelo buscando una moneda que se le había caído, con las manos revolvía el polvo y como seguramente no veía muy bien, le dije, ¿qué busca, abuelo? Me contestó que había perdido una moneda de veinte céntimos y yo esperé a que pasara más gente por allí, cogí un puñado de monedas y lo lancé al aire; a toda prisa cogí las asas de la cesta para irme y cuando al llegar a la esquina me volví, observé a varias personas que se arrastraban por el suelo simulando que las monedas eran suyas, y las querían recuperar ante las narices de los demás, gritando, escupiendo y sacando las uñas como gatos rabiosos; ante aquel espectáculo me harté de reír porque vi claramente qué es lo que mueve a la humanidad, qué desespera a la gente y de lo que es capaz el género humano para conseguir unas monedas. De vuelta con las flores, vi a un grupo de gente delante del restaurante, subí a una habitación del primer piso y tras asomarme, lancé un puñado de monedas de tal forma que no cayeran directamente al lado de la gente sino un poco más lejos. Entonces bajé y mientras cortaba los claveles que acababa de traer, los colocaba uno en cada jarrón y los adornaba con dos ramitas de esparraguera, contemplaba a la gente que se arrastraba por el suelo entre el polvo recogiendo mis monedas, arrancándoselas a arañazos, insultándose y gritando… Aquella noche y todas las siguientes soñaba con lo mismo, también durante el día; mientras limpiaba una y otra vez, simulando que trabajaba, miraba a través de los vasos la plaza, la maltrecha columna de la peste, el cielo y las nubes; el ensueño me perseguía: volaba por encima de las ciudades y pueblos, tenía un bolsillo enorme, infinito, del cual sacaba puñados de monedas que esparcía por las aceras, como si sembrara trigo; nadie podía resistirse, se agachaban a recoger las monedas golpeándose con la cabeza e insultándose, entonces yo continuaba mi vuelo, sacaba más dinero del bolsillo y las monedas sonaban y caían por la espalda de los viandantes; tenía el poder de entrar volando al interior de los trenes y tranvías, y allí lanzaba el dinero por el suelo: el vagón se convertía en una olla de grillos, todos se inclinaban, se agachaban y venga codazos, fingiendo que era a él a quien había caído el dinero… Esta especie de sueños me animaban: puesto que era bajito, tenía el pescuezo corto y el cuello de celuloide de la camisa que nos obligaban a llevar en el trabajo me dolía, para evitar aquel martirio iba siempre con la cabeza erguida, había aprendido además a mirar desde lo alto, puesto que no podía agachar la cabeza sin que el cuello de la camisa me segara la carne, me inclinaba con todo el cuerpo y así iba por el mundo, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos semicerrados y mirando con cara de desprecio, como si me burlara, como si nada fuera digno de mi atención; todo el mundo, hasta los clientes, creían que yo era una criatura engreída; las plantas de los pies me ardían siempre como dos planchas: me extrañaba que los zapatos no se convirtieran en ceniza, de tanto que me ardían las plantas de los pies; a veces, sobre todo en el andén de la estación, estaba tan desesperado que me echaba agua helada dentro de los zapatos, pero únicamente me sentía aliviado un ratito, me carcomía el deseo de quitármelos, correr hacia el torrente y sumergir los pies en el agua, pero me limitaba a echarme sifón, algunas veces me ponía un poco de helado, y empezaba a entender porque en el trabajo los camareros llevaban los zapatos más viejos, más miserables y más roñosos, los que llevaría un trapero, porque sólo con unos zapatos así podía aguantarse estar de pie y andar todo el día; de hecho, todos, las mujeres de la limpieza y la cajera, padecían de las piernas y con razón, cada noche cuando me sacaba los zapatos tenía las piernas sucias hasta las rodillas, como si en vez de rondar durante el día entre parqué y alfombras, lo hiciera entre hollín; ésta era la otra cara de la moneda de los mozos, camareros y maîtres del mundo entero: por un lado hecho un petimetre, elegante, camisa almidonada con cuello blanco como la nieve, y por el otro, piernas negras como el carbón, igual que las de un apestado… pero a pesar de estos males no dejaba nunca de ahorrar para poder tener una chica distinta cada semana; la segunda chica de mi vida fue una rubia: cuando me preguntaron qué deseaba, dije que quería cenar, pero enseguida añadí que debía ser en un reservado, y cuando me preguntaron con quién, señalé a una rubia, así que aquella vez fue de una chica con el pelo claro de la que me enamoré; la velada que pasé con ella fue aún mejor que la primera, aunque la primera vez fue inolvidable. No dejaba de sentir el poder del dinero, pedía champán, pero lo probaba antes, la chica debía tomarlo conmigo, ya no permitía que me sirvieran champán a mí y a ella, limonada. Tumbado y desnudo con la rubia al lado se me ocurrió una idea: me levanté para coger una peonía del jarrón y tras arrancarle los pétalos adorné el vientre de la chica, lo mismo hice con las demás peonías, era tan bonito que me quedé maravillado, la chica se levantó apoyándose en los codos para mirarse el vientre, pero los pétalos caían; dulcemente la volví a tumbar y descolgué el espejo de la pared para que también ella pudiese admirar la belleza de su barriguita tapizada con pétalos de peonías; me dije, cada vez que venga le adornaré la barriguita con flores, será fantástico, ella dijo que por culpa de las flores se había enamorado de mí, que nunca nadie había pensado en rendir un homenaje como aquél a su belleza, yo le dije, por Navidad arrancaré ramas de abeto y la adornaré, ¡qué bonito será!, ella opinó que el rusco sería aún más bello y que tendría que poner un espejo sobre el sofá para vernos tumbados juntos, y sobre todo para poder admirar su belleza desnuda, coronada con un ramo de flores alrededor del vello, con un ramo que cambiaría de aspecto de acuerdo con las estaciones y los meses, siempre hecho con flores de temporada, suspiró, qué delicia, estar adornada de margaritas, de campanillas, de crisantemos, de dalias y de hojas caducas multicolores… cuando me levanté me abracé y me sentía grande; en el momento de salir quise darle doscientas coronas, pero ella me las devolvió, así que las dejé encima de la mesa y me marché, por la ventanilla tendí un billete de cien coronas a la señora Paraíso, ella se inclinó para cogerlo y me atisbó a través de sus gafas… y me sumergí en la noche, en la oscuridad de las callejuelas, el cielo estaba cubierto de estrellas, pero yo no veía otra cosa que lirios de los valles, violetas, pensamientos y narcisos alrededor del vientre de la chica rubia, mi éxtasis aumentaba cada vez más al contemplar la idea de adornar con flores una bonita barriguita femenina con una colinita de vello en el centro, como si decorara un plato de jamón con hojas de lechuga; andaba despacio vistiendo mentalmente el cuerpo desnudo de la rubia con pétalos de tulipanes y de lirios, sonreía pensando que con dinero se puede comprar no sólo una chica hermosa sino también la poesía. Al día siguiente por la mañana, mientras estábamos todos reunidos en la alfombra, el patrón controló si llevábamos las camisas limpias, que no nos faltara ningún botón y acabó la revista con su habitual: Buenos días señoras, buenos días señores, yo no sacaba la vista de los delantales blancos de la mujer de la limpieza y de la que friega los platos, hasta que la de la limpieza me tiró de la oreja por haberla mirado tan fijamente, y comprobé que ninguna de ellas se dejaría adornar la barriguita ni con margaritas ni con peonías, ni con ramitas de abeto (¡cómo si se tratara de un ciervo asado!), y aún menos con rusco… como siempre, me puse a lavar los vasos y a través de ellos miraba por la ventana la mitad de cintura para arriba de las personas que avanzaban mientras repasaba mentalmente todas las flores veraniegas, las sacaba de la cesta y las colocaba, o bien enteras o bien sólo los pétalos, sobre la barriguita de la magnífica rubia de El Paraíso, ella estaba tumbada boca arriba y se abría de piernas, le adornaba también los muslos y cuando las flores resbalaban, se las pegaba con cola y las clavaba con un clavo o con una chincheta, eso me lo imaginaba mientras lavaba los vasos; nadie quería hacer aquel trabajo, en cambio yo me lo pasaba en grande, chapoteaba en el agua con el vaso, después me lo llevaba al ojo cómo para ver si estaba limpio, pero de hecho miraba a través del vaso y pensaba en las cosas que haría en El Paraíso; cuando se me terminaron las flores de los prados y los bosques, me entristecí: ¿qué haré en invierno? Pero enseguida solté una carcajada, porque las flores en invierno aún son más bonitas, compraría azaleas, begonias y si fuera necesario iría a Praga a buscar orquídeas o me quedaría a vivir en Praga; también encontraría trabajo en un restaurante y durante el invierno tendría todas las flores que quisiera… se acercaba la hora de comer y yo ponía las mesas, servía limonada, granadina y cerveza, el restaurante estaba lleno a tope y todos íbamos locos, entonces se abrió la puerta y entró la rubia preciosa de El Paraíso, cerró la puerta y se sentó; sacó un sobre del bolso y se quedó mirando a su alrededor; yo me agaché como para abrocharme un zapato, el corazón me latía sobre la rodilla, a continuación el maître se me plantó delante para ordenarme que regresara enseguida al comedor, yo asentí con la cabeza, tenía la sensación de que la rodilla y el corazón se me habían intercambiado de sitio, sentía los latidos, pero al final me armé de valor y me levanté, estirando al máximo la cabeza y con una servilleta sobre el brazo fui hacia la chica a pedirle qué deseaba. Verle a usted y una granadina, dijo, y yo la imaginaba con un vestido de pétalos de peonías, las peonías la ceñían entera y me sonrojé, como una peonía; eso sí que no lo habría pensado nunca, mi dinero no tenía nada que ver, eso era gratis; fui por una bandeja llena de vasos de granadina y con la bandeja en la mano vi que en el sobre había las doscientas coronas y entonces la rubia me miró de tal forma que me temblaron las rodillas, la bandeja se inclinó y uno de los vasos resbaló, se cayó y se vertió sobre el regazo de la chica; en un santiamén vinieron el patrón y el maître para presentar excusas, el patrón me tiró de la oreja y me la retorció, pero no debería haberlo hecho porque la rubia gritó en medio del restaurante: ¿Con qué derecho hace esto? Y el patrón: Le acaba de ensuciar el vestido y yo tendré que pagar la tintorería… Y ella: ¿Por qué se mete dónde no le llaman? Yo no le he reclamado nada, ¿con qué derecho humilla a este hombre ante todo el mundo? Y el patrón dulcemente: Le ha estropeado el vestido… los clientes habían dejado de comer y escuchaban con atención, y ella exclamó: ¿Y a usted qué le importa?, ¡le prohíbo hacer estas cosas! ¡Mire! Y cogió una jarra de granadina y se la vertió entera encima de la cabeza y el pelo, luego otra y otra hasta que quedó completamente empapada de granadina y cubierta de burbujas de gas, cogió la última jarra y se la echó en el escote mientras decía: ¡La cuenta!… y se fue, dejando el perfume de granadina tras de sí como un velo, vestida de pétalos sedosos de peonías y rodeada de abejas; el patrón cogió el sobre de la mesa y me ordenó: Corre, dale esto, se lo ha dejado aquí… Cuando salí la vi en la plaza, parecía un puesto de golosinas de feria, llena de avispas y abejas, no oponía ninguna resistencia para que le chuparan el jugo dulce que formaba su segunda piel, igual que el barniz en los muebles o en los barcos, y yo no quitaba la vista de su vestido de peonías, le di las doscientas coronas, pero ella me las devolvió diciendo que la noche anterior las había olvidado… Y añadió que aquella noche no dejara de ir a verla a El Paraíso, porque había comprado un precioso ramo de amapolas… y yo veía que con el sol se le había secado la granadina en el pelo, que lo tenía aplastado y tieso como un pincel cuando el pintor se olvida de limpiarlo con aguarrás, no apartaba los ojos de su vestido pegado al cuerpo por la bebida azucarada y me imaginaba que se lo tendría que arrancar como un viejo cartel, o el papel de la pared… pero todo eso no era nada, lo que me dejó boquiabierto fue que la chica hablara conmigo de aquel modo, que yo no le daba miedo, que me conocía mejor que los del restaurante, que seguramente me conocía mejor que yo mismo… Aquella noche el patrón me dijo que necesitaba mi habitación de la planta baja para ampliar la lavandería, que debía trasladar mis cosas al primer piso. Dije, podemos esperar hasta mañana, ¿no? Pero el patrón me miró largamente y yo me di cuenta que sabía que había gato encerrado, por eso tenía que trasladarme enseguida, y me volvió a recordar que a las once debía estar en la cama, que respondía de mí tanto delante de mis padres como delante de la sociedad, que para poder trabajar durante el día, un mozo debía dormir toda la noche…

FUENTE:

Yo serví al rey de Inglaterra (Narrativa) (Spanish Edition) Edición Kindle

miércoles, 29 de marzo de 2023

Las aventuras del buen soldado Švejk Jaroslav Hašek. PRÓLOGO.

 

 

 


 

 

Las aventuras del buen soldado Švejk

 

Jaroslav Hašek

 Las maravillosas aventuras del buen soldado Švejk durante la Guerra Mundial, título original en checo o, como se publica en castellano, «Las aventuras del XXXX soldado Švejk», (siendo XXXX el adjetivo 'buen' o 'valeroso' según qué traducción tengamos) constituye una sátira mordaz y divertida contra lo absurdo de las guerras. Su protagonista libra su guerra privada contra la maquinaria militar de la Primera Guerra Mundial, y empleando la estupidez como arma, se tranforma en un estratega capaz de derrotar a quien sea.

En una serie de divertidos episodios, Švejk cumple su deber de obediencia de tal manera que todas las órdenes llevan al absurdo y deja en rídiculo a las autoridades, de tal manera que al lector le surgen dudas acerca de la supuesta estupidez o sabiduría del personaje.

Bertolt Brecht dijo en una ocasión que si tuviera que apostar por tres libros del siglo XX destinados a formar parte de la literatura universal, uno de ellos sería sin duda 'Las aventuras del buen soldado Švejk'. Claro que a lo mejor se estaba haciendo autopublicidad, pues él se inspiró en este personaje para escribir una continuación llamada: «Schweyk en la Segunda Guerra Mundial».

Este relato esperpéntico es uno de los más brillantes exponentes de ese humor incisivo y sabio en literatura que marca la grandeza de autores como Rabelais o Cervantes. El propio Švejk, que al principio simplemente nos divierte con su carácter disparatado, termina incorporándose con pleno derecho a una galería universal de personajes que, en su comportamiento extraño, esconden una crítica certera del orden y las instituciones sociales. Su capacidad dual ante el mundo inventa un estilo que con el tiempo se ha venido a denominar con la palabra švejking. En este sentido, un personaje tributario de este estilo sería Forrest Gump.

La historia se centra en el transcurso del primer año de la Gran Guerra, la que se suponía última, pero que fue la primera de las guerras mundiales. Este marco histórico permite a Švejk vivir diversas aventuras satíricas en diferentes lugares. Todas ellas forman parte de un largo proceso de anábasis hasta la incorporación de Švejk en los frentes en batalla. La novela se interrumpe de forma inesperada antes de que Švejk tenga oportunidad de participar en las trincheras del frente, debido a la prematura muerte del autor por tuberculosis en 1923.

El libro está dividido en 4 partes de las 6 que prometío Hašek antes de su muerte, y en 1921 publicó un primer volumen, que previamente había vendido en fascículos. La segunda parte de la historia, completada por el escritor checo K. Vanek, se publicó en 1923 incorporando las ilustraciones de Josef Lada. Por tanto, este libro se publicó en dos partes y posteriormente en un único libro. En 2008 la editorial Galaxia Gutenberg publicó en español una nueva versión (ISBN 84-8109-771-3), cuya traducción, por Monika Zgustova, ha partido del original checo, arduo trabajo, pues la Praga bajo dominio austriaco hablaba checo mezclado con un alemán 'autóctono' que Hašek plasmó en su obra, imposible de trasmitir literalmente en una traducción a una tercera lengua.

 

Jaroslav Hašek

 

 

 

 

Las aventuras del buen soldado Švejk

 

 

Título original: Osudy dobrého vojáka Švejka za svètové války

 

Las aventuras del valeroso soldado Schwejk

 

 

Nota para la edición electrónica

 

La versión actual está basada en la traducción de Alfonsina Janés, publicada en 1980, que posiblemente parta de un versión en alemán. Esto hizo que los nombres de los personajes checos estén germanizados respecto a otras versiones que han partido del idioma original en que se escribió la novela. El más claro exponente es Švejk, que en alemán se escribe Schwejk.

El mismo título, como se ha comentado en la sinopsis, suele diferir en las diferentes traducciones. El título el checo es Osudy dobrého vojáka Švejka za svètové války, literalmente, "Las maravillosas aventuras del buen soldado Švejk durante la Guerra Mundial". El adjetivo dobrého, que significa bueno, se tradujo al alemán como 'braven', que significa entre otras cosas bueno, honesto. Pero al traducir el título al español, se cambió el significado de braven de 'bueno' a 'bravo', 'valeroso'. Es claro que este título no recoge la intención del autor. En la novela, cuando puede, Švejk se jacta de ser 'honrado'.

Por ello, he cambiado el título y vuelto a bautizar al noble, bueno, (e incluso valeroso) solado, para ser más fiel al original, pero NO DEBE CONSIDERARSE QUE ESTA VERSIÓN ES LA QUE SE PUBLICÓ EN 2008, que sí partió del original checo y no del alemán.

Por último, cabe decir que la publicación de 1980 fue sólo de la primera parte de las aventuras Švejk, y esta versión es la completa, por lo que tampoco es fiel a la publicación original. En este sentido es importante saber que la estructura de la obra consta de 28 capítulos divididos en 4 partes. La primera 15 capítulos más un 'Epílogo del autor a la primera parte'. Peroooo... la el reparto de capítulos varía de una versión a otra. En concreto, en algunas versiones la segunda parte consta de 6 capítulos y la tercera de 3. Parece algo chocanante al leer sus títulos pues, al repartir los capítulos así, el último capítulo de la segunda parte se llama 'A través de Hungría', y el primero de la tercera parte 'En Budapest'. Sin embargo en la versión checa disponible en Wikipedia, 'A través de Hungría' es el primer capítulo de la tercera parte, continuando en el segundo capítulo las aventuras de Švejk en su capital, Budapest. Puesta ya a no respetar ni el título ni la cantidad de capítulos publicada en la edición de 1980, he preferido dejarla como parece que debería ser según los checos.

Aun así, estoy segura de que la lectura de este delicioso libro será placentera y agradable a los lectores que quieran indagar en 'las maravillosas aventuras del soldado Švejk', sea este bueno o valeroso, o las dos cosas a la vez.

 Prefacio
 

 

  

 


 

Una gran época requiere grandes hombres. Existen héroes ignorados, humildes, sin la gloria ni la historia de un Napoleón. El estudio de su carácter ensombrecería incluso la fama de un Alejandro Magno. Hoy podríais encontrar en las calles de Praga a un hombre andrajoso que ignora la importancia de su persona para la historia de la nueva gran época. Él sigue humildemente su camino, no molesta a nadie y tampoco es molestado por las entrevistas de los periodistas. Si le preguntarais cómo se llama, os contestaría sencilla y humildemente: "Me llamo Švejk”

Y este hombre tranquilo, humilde y andrajoso es en realidad el viejo, valeroso y heroico soldado Švejk que antaño, en la época de la soberanía austríaca, se encontraba en la boca de todos los ciudadanos del reino de Bohemia y cuya fama tampoco palidecerá en la República.

A este valeroso soldado yo le tengo mucho cariño y al describir sus aventuras durante la Guerra Mundial estoy convencido de que todos vosotros sentiréis simpatía por ese humilde y desconocido héroe. Él no incendió el templo de la diosa Diana en Éfeso como aquel tonto de Heróstrato, para aparecer en los periódicos y en los libros de texto.

Y esto basta.

 

 

El autor

martes, 3 de enero de 2023

Karel Čapek Apócrifos.La condena de Prometeo. Cuento.

 



Karel Čapek

Apócrifos

Título original: Apokryfy

Traducción de Ana Orozco de Falbr


 


Karel Čapek nació al noroeste de Checoslovaquia en 1890. Sus obras han alcanzado reconocimiento internacional y han sido traducidas a diversos idiomas. Ya en sus primeros escritos se vislumbra la idea de Capek de concebir la literatura como un vehículo idóneo para expresar sus ideas filosóficas, que expone a través de originales utopías y visiones satíricas del mundo futuro. Con sus primeras obras, Los Calvarios y Cuentos tormentosos, llega a posturas cercanas a un nihilismo intelectual que le podrían haber conducido al silencio. Sin embargo a partir de ese momento comenzó a expresarse por medio del teatro, descubriendo una nueva posibilidad comunicativa. Sus primeras obras dramáticas, R.U.R. (Rossum’s Universal Robots) —donde se emplea por primera vez la palabra robot referida a autómatas mecánicos— y El juego de los insectos cosecharon un éxito inmediato y rotundo en Londres y Nueva York gracias a su ingeniosa puesta en escena y al atrevido contenido crítico de sus argumentos, que advierten de los peligros de una sociedad obsesionada por la producción y el consumo. Čapek es uno de los pioneros de la llamada "novela de anticipación"; en sus escritos se descubren preocupaciones éticas y sociales derivadas de una situación histórica plagada de amenazas. Este escritor cultivó también el periodismo, en sus Cartas italianas, Cartas inglesas (1924) y Cartas españolas (1930) destacan las finas y minuciosas observaciones psicológicas. Murió en 1938 meses después del "Pacto de Munich" que supuso el desmembramiento de su país; no llegó a ver la ocupación militar de Praga por las tropas nazis, aunque tal vez ya la había anticipado de una forma u otra en sus novelas.

Los relatos seleccionados en este volumen se integran en un libro titulado Apócrifos. Escritos entre 1920 y 1938 nos presentan una visión desmitificadora de la Historia y de alguno de sus protagonistas, como Hamlet, Napoleón, Pilatos, Don Juan, Atila, etc. En ellos se expone una interpretación inédita y a menudo paradójica, siempre cargada de aguda ironía, de estos personajes y episodios históricos.


Carraspeando y gimoteando, tras un largo preámbulo ce introducción, se reunieron de nuevo los miembros del Senado en sesión extraordinaria, que se celebraba a la sombra de un olivo sagrado.

—Bueno, señores —se animó Hipometeo, presidente del Senado—. ¡Hay que ver cómo se ha prolongado esto! Creo que no es necesario un resumen pero, en fin, para que no haya objeciones formales... Así pues, Prometeo, ciudadano de la localidad, comparece ante el Tribunal acusado de haber inventado el fuego y con ello, ejem... ejem... de haber violado el orden establecido. Ha confesado, primero: que verdaderamente inventó el fuego; segundo: que es capaz de sacarlo, cada vez que lo desee, del pedernal; tercero: que este secreto, mejor dicho, que este descubrimiento escandaloso no lo guardó para sí ni lo comunicó a los centros competentes, sino que lo confió y dejó usar libremente a gente incapacitada, como se ha comprobado por las declaraciones de las personas que acaban de ser interrogadas. Creo que esta explicación bastará y que podemos pasar inmediatamente a la votación sobre su culpabilidad y sobre la sentencia a imponer.

—Perdone, señor presidente —objetó el miembro Apometeo—, pero juzgo que a causa de la importancia de este Tribunal extraordinario, sería quizás conveniente que no dictásemos la sentencia, hasta después de una meticulosa deliberación y, por decirlo así, información general.

—Como quieran, señores —cedió conciliador Hipometeo—. El caso es, desde luego, muy claro, pero si alguno de ustedes desea subrayar algo... ¡Hagan el favor!

—Yo me permitiría indicar —se oyó decir a Ameteo, después de haber tosido con decisión— que, según mi opinión, en todo esto se debería recalcar particularmente una parte del asunto. Me refiero, señores, a la parte religiosa. Permítanme expresarme. ¿Qué es ese fuego? ¿Qué es esa chispa que se hace brotar del pedernal? Como reconoció el mismo Prometeo no es más que un rayo, y todos sabemos que el rayo es una manifestación del poder sobrenatural del Dios de las Tormentas. Hagan el favor de explicarme, señores, cómo es posible que un tal Prometeo se haya apoderado del fuego divino. ¿Con qué derecho se lo apropió? ¿De dónde lo sacó? Prometeo trata de convencernos de que, sencillamente, lo descubrió; pero eso es una disculpa tonta. Si se tratase de un hecho tan inocente, ¿por qué no habría inventado el fuego, por ejemplo, uno de nosotros? Yo estoy convencido, señores, de que Prometeo robó el fuego a nuestros dioses. Sus negativas y disculpas no nos embaucarán. Yo calificaría su acto, primero, de robo ordinario y segundo, de delito de blasfemia y robo sacrílego. Estamos aquí para castigar con la mayor severidad este atrevimiento impío, y para defenderla propiedad sagrada de nuestros dioses nacionales. Esto es todo lo que quería decir, señores —terminó Ameteo y se sonó con energía en los faldones de su toga.

—Bien dicho —aprobó Hipometeo—. ¿Tiene alguien más alguna observación que hacer? —Pido que me disculpen —habló Apometeo—, pero yo no puedo estar de acuerdo con la interpretación dada por mi respetable señor colega. Yo he observado cómo el dicho Prometeo producía el fuego y he de decirles francamente, señores, que la cosa en si no tiene nada de particular. Descubrir el fuego es algo que sabría hacer cualquier vagabundo, holgazán o cabrero. A nosotros no se nos ha ocurrido, sencillamente, porque una persona seria no se pone a jugar con piedrecitas para que salten chispas. Aseguro a mi señor colega Ameteo, que ésas son fuerzas corrientes de la naturaleza, el ocuparse de las cuales no es digno de una persona que piensa y, menos todavía, digno de los dioses. Según mi opinión, el fuego es una manifestación demasiado fútil para que la relacionemos con cosas sagradas para nosotros. Pero el asunto tiene otro aspecto, sobre el que quiero llamar la atención de los señores colegas. Parece ser que el fuego es un elemento peligroso, hasta podríamos decir, perjudicial. Han oído ustedes declarar a una serie de testigos que, habiendo ensayado el invento infantil de Prometeo, sufrieron serias quemaduras y, en algunos casos, daños en sus propiedades. Señores, si por culpa de Prometeo se extiende el uso del fuego —lo que por desgracia ya no se puede impedir

— ninguno de nosotros estará seguro de su vida ni siquiera de su hacienda. Y eso, señores míos, puede significar el fin de cualquier clase de civilización. Basta el más pequeño descuido y ¿ante qué se detendría ese elemento intranquilo? Prometeo, señores, ha cometido una ligereza merecedora de castigo por haber traído al mundo algo tan destructivo. Yo calificaría su crimen de grave amenaza corporal y contra la seguridad pública. Y teniendo esto, en cuenta, pido que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y grilletes. He terminado, señor presidente.

—Tiene usted mucha razón, colega —resopló Hipometeo—. Solamente quisiera añadir algo, señores. ¿Para qué nos hacía falta el fuego? ¿Acaso lo utilizaban nuestros antepasados? Venir ahora con cosa semejante es, sencillamente, una falta de respeto al orden heredado, o sea... ejem... un acto de rebelión. ¡Eso nos faltaba, jugar con fuego! ¿Pueden ustedes imaginar a dónde nos llevará esto? La gente, junto al fuego, se hará inútilmente delicada, se arrellanará en el calor y la comodidad en lugar de... en fin, de luchar y cosas parecidas. En resumen, de esto se desprenderá solamente blandeza de carácter, decadencia de la moral y... ejem... falta de orden en general —y cosas parecidas. Hay que hacer algo contra estas manifestaciones poco saludables, señores. Los tiempos en que vivimos son serios y además... Esto es todo lo que quería decir.

—Muy bien —exclamó Antimeteo—. Todos nosotros estamos de acuerdo con nuestro digno presidente, en que el fuego de Prometeo puede tener consecuencias incalculables. Señores, no intentemos ocultarlo, se trata de algo tremendo. ¡Qué grandes posibilidades dará el fuego al que lo tenga en su poder! Citaré solamente algunos ejemplos: se podrá quemar la cosecha del enemigo, arrasarle los olivares, etc. etc. Con el fuego, señores míos, se nos da a los hombres una nueva fuerza y una nueva arma. Con el fuego nos hacemos casi iguales a los dioses —terminó bajando la voz. Y de pronto explotó:

¡Acuso a Prometeo porque este divino e insuperable elemento, lo confió a pastores y a esclavos, a todo el que llegó! ¡Porque no lo puso en manos elegidas que lo hubieran cuidado como un tesoro de Estado, aprovechándolo para dominar! ¡Acuso a Prometeo por malversar de esta manera el descubrimiento del fuego, que debía haber sido un secreto del sacerdocio! ¡Acuso a Prometeo —gritó excitado Antimeteo— porque enseñó a producir el fuego a los extranjeros, porque no silenció su descubrimiento ni ante nuestros enemigos! Prometeo robó el fuego por el hecho de haberlo entregado a todos.

¡Acuso a Prometeo de alta traición! ¡Le acuso de intrigas contra la comunidad! —Antimeteo gritó tanto que empezó a toser—. ¡Pido la pena de muerte! —salió finalmente de su garganta.

—Bien, señores —habló Hipometeo—, ¿alguien más quiere hacer uso de la palabra? Entonces, según la opinión del Tribunal, Prometeo es acusado, por una parte, del crimen de blasfemia y robo sacrílego, del crimen de causar graves daños corporales, de perjuicios a la propiedad ajena y de amenaza a la seguridad pública; por otra parte, del crimen de alta traición. Señores, propongo que se le condene a cadena perpetua, agravada con lecho duro y grilletes, o a la pena de muerte.

—O a ambas cosas —dejó escapar de su garganta el pensativo Ameteo—, para que las dos propuestas sean aceptadas.

—¿Y cómo van a aplicársele ambas penas? —preguntó el presidente.

—Eso es, precisamente, lo que estoy meditando... —gruñó Ameteo—. Quizá sería posible así: condenar a Prometeo a estar toda su vida atado a unas rocas... y tal vez los buitres se encarguen de picotear su impío hígado. ¿Me comprenden ustedes?

No estaría mal... —dijo satisfecho Hipometeo—. Señores, ése sería un castigo ejemplar por una... ejem... extravagancia tan criminal. ¿Tiene alguno de mis distinguidos colegas algo que objetar? Entonces, hemos terminado.

¿Y por qué habéis condenado a muerte a ese Prometeo, papá?— preguntó a Hipometeo durante la cena, su hijo Epimeteo.

—Eso tú no lo comprendes —gruñó Hipometeo, hincando al mismo tiempo el diente en una pierna de carnero—. ¡Caramba! Una pierna de carnero asada, está mejor que cruda... ¡Vaya! Después de todo, para algo sirve ese fuego... Mira, le hemos condenado por motivos de interés público. ¿A dónde llegaríamos si el primero a quien le viniera en gana pudiera, sin castigo, inventar algo nuevo y grande? ¿Comprendes? Pero todavía le falta algo a este carnero... ¡Ya lo tengo! —gritó feliz—. Una pierna de carnero asada se debe salar y untar con ajo picado. ¡Eso es! Muchacho ¡vaya un descubrimiento! ¿Ves? Una cosa así no se le hubiera ocurrido a ese Prometeo...

Año 1932

viernes, 23 de octubre de 2020

Kafka, el oficinista. 44 escritores de la literatura universal.

 


Kafka, el oficinista

 Una vez, asomado a la ventana de la casa de sus padres, fue señalando los lugares de la ciudad que, a modo de puntos cardinales —norte, sur, este y oeste—, delimitaban su mundo, minúsculo y pequeño como el de los relojes. La casa en la que había nacido; detrás, el instituto; un poco más allá, la universidad en la que se licenció en Derecho, y, al lado de la plaza, la oficina. Un edificio de aspecto vagamente austrohúngaro que era la sede del Instituto de Seguros contra Accidentes de Trabajo, donde empezó como pasante y donde, con los años, fue ascendiendo hasta ser vicesecretario y secretario. Todo accesible, cercano, próximo. Tan familiar que a veces tenía la impresión de no haberse movido nunca.

Porque de aquellas callejas empedradas de su odiada Praga, imperial, imposible, que recorría a diario —tiqui, tiqui— con paso apresurado y unos zapatos negros, solo salió un par de veces, tres como mucho: alguna excursión, algún viaje corto, además de sus escapadas en tranvía. Solía cogerlo hasta la última parada, donde terminaba la ciudad, vestido siempre de negro —como un enterrador—, camisa blanca y lazo o pajarita, y un extraño, simpático bombín en la cabeza. Alto como un pararrayos.

Allí se lo cruzaba, a menudo, Vera Nabokov. Y de él recordó toda la vida su palidez extrema, la tirantez de su piel en la cara, y los ojos brillantes, azules y brumosos, afilados como los de un hipnotizador, un mago.

Trabajó media vida, de ocho a dos, en un despacho al que se llegaba por un pasillo umbrío lleno de archivadores, con olor a tabaco rancio, y a goma de pegar. Un opresivo universo de bandejas de baquelita, plumas fuente, sellos de caucho, informes —a veces un plato de peras—, y un reloj que marcaba la frontera entre el mundo real, por las mañanas, y la literatura, por la noche, en su casa, con luz artificial. Folios y folios que destruía a menudo, o que escondía en el piano.

Tuvo dos o tres novias a las que mandaba cartas, con las que se prometía y nunca se casaba, y un padre omnipresente y burocrático. Un hombre de aspecto decimonónico, con bigote y anillo, con pinta de intendente o potentado, al que en una ocasión llevó uno de sus libros, recién salido de la imprenta. «Déjalo ahí, en la mesa», le dijo con desgana —la mano regordeta, indolente y exangüe—, incómodo porque le había interrumpido.

Antes de morir dejó dicho que destruyeran todo cuanto había escrito. Que hicieran un montón de cuartillas y folios, y hojas sueltas de notas, y lo prendieran fuego. O eso entendió Max Brod, su amigo, que no le hizo ni caso. Así podemos leerlo ahora; lo desasosegante, lo indecible, esa obsesión tan suya, tan… kafkiana.

Un día escupió sangre. Tiempo después murió. Y fue su última novia, Dora Diamant, una actriz, quien, teatral como correspondía, se acercó hasta la cabecera de la cama, y le cerró los ojos.

Fuente:

Ficha técnica

Nº de páginas:

236

Editorial:

SIRUELA

Idioma:

CASTELLANO

Encuadernación:

Tapa dura

ISBN:

9788416964406

Año de edición:

2017

Plaza de edición:

MADRID


lunes, 6 de julio de 2020

8 Manuscrito antiguo Franz Kafka. ANTOLOGÍA DEL CUENTO EXTRAÑO. TOMO III.



8
Manuscrito antiguo

Franz Kafka
FRANZ KAFKA nació en Praga en 1883, hijo de padres judíos. Estudio derecho, trabajó largos años en una compañía de seguros, padeció pobreza y oscuridad, y murió tuberculoso en 1924, encargando a su amigo, Max Brod, la destrucción de sus manuscritos inéditos.
El incumplimiento de ese deseo reveló al mundo un escritor inquietante, cuya interpretación y ubicación en las letras contemporáneas aún no ha podido completarse, a pesar de innumerables estudios consagrados a su obra ya su vida. Todos coinciden, sin embargo, en señalar la vastísima influencia de Kafka en la actual literatura. El tiempo, Dios, la Ley, la culpa y el castigo son algunos de los temas que, trasmutados por un simbolismo muy peculiar, ocupan las minuciosas y a menudo terribles páginas de sus libros: El Proceso, América, La Metamorfosis, La Colonia Penal, El Castillo, etc.
Parece que el sistema defensivo de nuestro país fuera muy defectuoso. Hasta ahora hemos proseguido nuestro trabajo cotidiano sin ocuparnos de él; pero algunos acontecimientos recientes empiezan a inquietarnos.
Tengo una tienda de zapatero en la plaza, frente al palacio del Emperador. Apenas bajo los postigos, al primer resplandor del alba, ya veo soldados con armas apostados en todas las bocacalles de la plaza. Pero estos soldados no son nuestros; son, evidentemente, nómadas del Norte. De algún modo incomprensible para mí, han penetrado hasta la misma capital, aunque ésta se halla muy lejos de la frontera. Lo cierto es que aquí están; y cada mañana parecen más numerosos.
Acordes con su naturaleza, acampan a cielo descubierto, pues abominan las casas. Afilan sus espadas, aguzan sus flechas, adiestran sus caballos. Esta pacífica plaza, que siempre se ha mantenido tan escrupulosamente limpia, la han convertido, sin exageración, en un muladar. De tanto en tanto probamos salir de nuestras tiendas y limpiar, por lo menos, lo peor de la inmundicia, pero esto ocurre cada vez con menos frecuencia, porque la tarea es inútil, y además nos pone en peligro de caer bajo los cascos de los caballos salvajes o de ser tullidos a latigazos.
Hablar con los nómadas es imposible. No conocen nuestro idioma, y en verdad apenas puede decirse que tengan uno propio. Se comunican entre sí como las cornejas. Graznidos como de cornejas llenan incesantemente nuestros oídos. No comprenden ni les interesa comprender nuestras instituciones, nuestro modo de vida. Y en consecuencia se muestran reacios a entendernos por señas. Uno puede hacerles gestos hasta dislocarse las mandíbulas y las muñecas: no entienden ni entenderán nunca. A menudo hacen muecas; entonces ponen los ojos en blanco y sus labios se cubren de espuma, pero no significan nada, ni siquiera una amenaza. Lo hacen porque está en su naturaleza. Se apoderan de todo lo que necesitan. No se puede decir que lo tomen por la fuerza. Se aferran a algo y uno se aparta, simplemente, y los deja.
También a mí me han llevado muchas cosas de mi tienda. Pero no puedo quejarme cuando veo, por ejemplo, como sufre el carnicero de enfrente. Apenas trae la carne, los nómadas se la arrancan y la devoran. Hasta los caballos comen carne; a menudo se ve un caballo y su jinete, tendidos lado a lado, mordisqueando cada uno una punta de un hueso. El carnicero está nervioso y no se atreve a interrumpir sus entregas de carne. Nosotros lo comprendemos, sin embargo, y hacemos colectas para mantener su negocio. Si los nómadas no recibieran carne, quien sabe qué se les ocurriría; quién sabe, de todos modos, qué se les puede ocurrir, aunque reciban carne todos los días.
No hace mucho el carnicero pensó que, por lo menos, podía ahorrarse la molestia de faenar el ganado, y una mañana trajo un buey vivo. Pero nunca se atreverá a hacerlo nuevamente. Yo permanecí una hora tendido en el piso, al fondo de mi tienda, con la cabeza envuelta en todas las ropas, alfombras y almohadas que tenía, para no oír los mugidos de ese buey, sobre el que saltaban de todos lados los nómadas, arrancándole con sus dientes trozos de carne viva. Cuando me arriesgué a salir, hacía rato ya que no se oía nada; yacían embotados en torno a los restos del esqueleto, como ebrios alrededor de un tonel de vino.
Fue en esta oportunidad que me pareció ver al propio Emperador ante una ventana del palacio; por lo general nunca entra en esas habitaciones exteriores, sino que pasa la mayor parte del tiempo en el jardín interior; pero esta vez estaba de pie —por lo menos así me pareció— observando con la cabeza gacha lo que ocurría ante su residencia.
«¿Qué va a pasar? —nos preguntamos todos—. ¿Cuánto tiempo podremos soportar esta carga, este tormento? El palacio del Emperador ha atraído a los nómadas, pero no sabe como rechazarlos. La verja permanece cerrada; los guardias, que antes entraban y salían continuamente, en ceremoniosa marcha, ahora permanecen detrás de las ventanas enrejadas. La salvación de nuestro país depende de nosotros, artesanos y comerciantes; pero no somos capaces de semejante empresa; y nunca hemos afirmado que fuéramos capaces. Es un malentendido que sera la ruina de todos nosotros».

sábado, 15 de octubre de 2016

Lou Andreas-Salomé & Rainer Maria Rilke Correspondencia.

LOU ANDRÉAS-SALOMÉ A RILKE



Carta enviada desde Göttingen a París hacia mediados de junio.

  RILKE A LOU ANDRÉAS-SALOMÉ EN GÖTTINGEN


París, sábado 20 de junio de 1914

Lou querida, he aquí un extraño poema escrito esta mañana, que te envío ahora mismo, y al que espontáneamente he titulado «Wendung» porque representa el viraje decisivo que se producirá probablemente con toda necesidad si tengo que vivir, y comprenderás en qué sentido lo concebí.
Tu carta en respuesta a mi estudio sobre las «Muñecas» la había presentido, suponiendo que me escribirías una de consuelo, que manifestara una impresión apropiada para ordenarlo. Y, en efecto, comprendo perfectamente lo que reconoces en ella, así como la última frase que las «palabras» son incapaces de expresar, esa última frase con relación a la unidad que la muñeca forma con lo corporal y sus más horribles fatalidades.
Pero, qué espantoso es que uno escriba semejante cosa sin darse cuenta de nada, so pretexto de hablar de un recuerdo de la más original intimidad, y que a continuación deje uno la pluma con ansias de revivir una vez más lo fantasmal, pero de manera ilimitada como nunca antes lo había hecho; hasta que, lleno a rebosar de estopa el cuerpo de títere en que uno mismo se ha convertido, se quede con la boca reseca.
Tu

Rainer

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