viernes, 30 de septiembre de 2022

LOS SEÑORES BURKE Y HARE, ASESINOS Marcel Schwob





LOS SEÑORES BURKE Y HARE, ASESINOS

Marcel Schwob

El señor Williams Burke ascendió desde la más baja condición hasta una eterna celebridad. Nació en Irlanda y empezó como zapatero. Durante varios años ejerció este oficio en Edimburgo, donde trabó amistad con el señor Hare, sobre quien tuvo gran influencia. Dentro de la colaboración de los señores Burke y Hare, no cabe duda de que el poder de invención y síntesis perteneció al señor Burke. Sin embargo, sus nombres han permanecido inseparables en el arte, como los de Beaumont y Fletcher. Juntos vivieron, juntos trabajaron y juntos los detuvieron. El señor Hare nunca protestó contra la popularidad con que particularmente se distinguió a la persona del señor Burke: desinterés tan cabal no tuvo su recompensa. Fue el señor Burke quien legó su nombre al procedimiento especial que honró a ambos colaboradores. El monosílabo burke ha de vivir aún mucho tiempo en boca de los hombres, cuando ya la persona de Hare haya desaparecido en el olvido que injustamente se abate sobre los oscuros trabajadores.

El señor Burke parece haber otorgado a su obra la fantasía mágica de la verde isla en que nació. Su alma debió de haberse impregnado de los relatos del folklore. Hay, en lo que hizo, como un lejano resabio de las Mil y una noches. Similar al califa errante recorriendo los jardines nocturnos de Bagdad, deseó misteriosas aventuras, en su curiosidad de relatos desconocidos y personas extrañas. Similar al gran esclavo negro armado de una pesada cimitarra, no encontró conclusión más digna para su voluptuosidad que la muerte de los demás. Pero su originalidad anglosajona consistió en haber logrado sacar las mayores ventajas de su errabunda imaginación de celta. ¿Qué hacía el esclavo negro, decidme —cumplido ya su gozo artístico—, con aquellos a los que les había cortado la cabeza? Con barbarie muy árabe, los descuartizaba a fin de conservarlos en un sótano. ¿Qué beneficio sacaba? Ninguno. El señor Burke fue infinitamente superior.

De alguna manera, el señor Hare le sirvió de Dinarzade. Al parecer, el poder de invención del señor Burke hubo de sentirse especialmente excitado por la presencia de su amigo. La ilusión de sus sueños les permitió valerse de una buhardilla donde alojar magníficas visiones. El señor Hare vivía en un cuartito, en el sexto piso de una casa muy alta y muy poblada de Edimburgo. Un canapé, un arcón y sin duda algunos utensilios de tocador componían casi todo su mobiliario. Sobre una mesita, una botella de whisky con tres vasos. El señor Burke tenía por norma recibir cada vez a una sola persona: nunca la misma. Característica suya era invitar, al caer la noche, a un transeúnte desconocido. Vagaba por las calles para examinar los rostros que suscitaban su curiosidad. A veces escogía al azar. Se dirigía al extraño con toda la cortesía que habría puesto Harún-al-Raschid. El extraño subía los seis peldaños del caserón del señor Hare. Le cedían el canapé y le ofrecían whisky de Escocia. El señor Burke lo interrogaba acerca de los sucesos más sorprendentes de su existencia. Qué insaciable oyente era el señor

Burke. Al despuntar el día, el señor Hare siempre interrumpía el relato. La forma de interrupción del señor Hare era inevitablemente la misma, y muy imperativa. Para interrumpir el relato, el señor Hare solía colocarse detrás del canapé y aplicar ambas manos sobre la boca del narrador. En ese mismo momento, el señor Burke se sentaba sobre el pecho de este. Ambos, en esa posición, soñaban inmóviles con el final de la historia que jamás oían. De esta manera, los señores Burke y Hare concluyeron un gran número de historias que el mundo no conocerá.

Cuando el cuento se detenía definitivamente, junto con el aliento del narrador, los señores Burke y Hare exploraban el misterio. Desvestían al desconocido, admiraban sus joyas, contaban su dinero y leían sus cartas. Algunas correspondencias no carecían de interés. Luego ponían el cuerpo en el arcón del señor Hare, para que se enfriara. Y, en este punto, el señor Burke mostraba la fuerza práctica de su espíritu.

Era importante que el cadáver se mantuviese fresco, pero no tibio, a fin de poder utilizar hasta el último residuo del placer de la aventura.

En aquellos primeros años del siglo, los médicos estudiaban con pasión la anatomía, pero por culpa de los principios religiosos les costaba mucho trabajo procurarse sujetos para disecar. El señor Burke, de ilustre espíritu, había advertido esa laguna de la ciencia. Nadie sabe cómo se relacionó con el doctor Knox, un venerable y sabio experto que enseñaba en la Facultad de Edimburgo. Quizá el señor Burke hubiera seguido cursos públicos, aun cuando su imaginación debió de haberse inclinado, más bien, hacia los gustos artísticos. Pero es seguro que le prometió al doctor Knox ayudarlo como mejor pudiera. Por su parte, el doctor Knox se comprometió a pagarle por su esfuerzo. La tarifa disminuía desde los cuerpos de gente joven hasta los cuerpos de ancianos. Estos le interesaban muy poco al doctor Knox. El señor Burke opinaba igual, pues por lo común tenían menos imaginación. El doctor Knox se hizo célebre entre todos sus colegas por su ciencia anatómica. Los señores Burke y Hare aprovecharon la vida en plan diletante. Indudablemente conviene situar en esa época el período clásico de su existencia.

Pues el genio omnipotente del señor Burke muy pronto lo arrastró más allá de las normas y reglas de aquella tragedia en la que siempre había un relato y un confidente. El señor Burke evolucionó completamente solo (sería pueril invocar la influencia del señor Hare) hacia una especie de romanticismo. Como ya no le bastaba el decorado de la buhardilla del señor Hare, inventó el procedimiento nocturno en medio de la niebla. Los muchos imitadores del señor Burke han empañado un poco la originalidad de su estilo. He aquí la verdadera tradición del maestro.

La fecunda imaginación del señor Burke se había hartado de los relatos eternamente parecidos de la experiencia humana. El resultado nunca había respondido a su expectación. Acabó interesado sólo por el aspecto real, para él siempre variado, de la muerte. Localizó todo el drama en el desenlace. La calidad de los actores ya no le importó. Los moldeó al azar. El único accesorio del teatro del señor Burke fue una máscara de tela rellena de pez. En las noches de bruma, el señor Burke salía con la máscara en la mano. Iba acompañado por el señor Hare. El señor Burke aguardaba al primer transeúnte y echaba a andar delante de él; luego, volviéndose, le aplicaba sobre el rostro la máscara de pez súbita y firmemente. Al instante, los señores Burke y Hare se apoderaban, cada uno de un lado, de los brazos del actor. La máscara de tela empapada en resina ofrecía la síntesis genial de ahogar al mismo tiempo los gritos y el aliento. Además, era trágica: la niebla esfumaba los gestos del papel. Algunos actores parecían imitar a un borracho. Terminada la escena, los señores Burke y Hare tomaban un cabriolé y despojaban al personaje: mientras el señor Hare vigilaba sus ropas, el señor Burke subía un cadáver fresco y limpio a casa del doctor Knox.

Aquí es cuando, en desacuerdo con la mayoría de los biógrafos he de dejar a los señores Burke y Hare en medio de su gloriosa aureola. ¿Por qué destruir un efecto artístico tan hermoso llevándolos lánguidamente hasta el final de su carrera y revelando sus debilidades y sus decepciones? Sólo hay que verlos allí, con su máscara en la mano, errantes en las noches de niebla. Pues el fin de sus vidas fue vulgar y similar a tantos otros. Al parecer ahorcaron a uno de los dos, y el doctor Knox tuvo que alejarse de la facultad de Edimburgo. El señor Burke no ha dejado más obras.

jueves, 29 de septiembre de 2022

LOS SICARIOS DE MIDAS Jack London


 

LOS SICARIOS DE MIDAS

Jack London

Wade Atsheler ha muerto —ha muerto— por mano propia.

Decir que esto era inesperado para el reducido grupo de sus amigos, no sería la verdad; sin embargo, ni una vez siquiera, nosotros, sus íntimos, llegamos a concebir esa idea.

Antes de la perpetración del hecho, su posibilidad estaba muy lejos de nuestros pensamientos; pero cuando conocimos su muerte, nos pareció que la entendíamos y que hacía tiempo la esperábamos. Esto, en un análisis retrospectivo, lo explica la gran inquietud que la idea causaba. Uso la expresión «inquietud» deliberadamente.

Joven, buen mozo, con la posición asegurada por ser la mano derecha de Eben Hale, el magnate de los tranvías, Wade Atsheler no podía quejarse de los favores de la suerte. Sin embargo, habíamos observado cómo cavaban su lisa frente arrugas más y más hondas, como si la atacara una devoradora y creciente angustia. Habíamos visto en poco tiempo que su espeso cabello negro raleaba y se plateaba como la hierba bajo el sol de la sequía. ¿Quién de nosotros podrá olvidar los silencios en los que solía caer, en medio de las joviales reuniones que, hacia el final de su vida, buscaba con más y más avidez? En tales momentos, sus ojos perdían el brillo y se hundían, su frente y sus manos se contraían mientras que su cara padecía espasmos de pena mental, que delataban una lucha a muerte con algún peligro desconocido.

Nunca habló del motivo de su obsesión, ni fuimos tan indiscretos para interrogarlo. Aunque lo hubiéramos sabido, nuestra fuerza y ayuda no habrían servido de nada. Cuando murió Eben Hale, de quien Wade era secretario privado —más aún, casi hijo adoptivo y socio— abandonó del todo nuestra compañía, y no, como lo sé ahora, por serle desagradable, sino porque su preocupación se hizo tal que ya no podía responder a nuestra alegría ni encontrar ningún alivio en ella. Por qué sucedía esto no lo podíamos entender entonces, pero cuando se abrió el testamento de Eben Hale, el mundo supo que Wade era el único heredero de los muchos millones de su patrón, y se estipulaba expresamente que esta enorme herencia se le entregara sin distingo, tropiezos ni incomodidades en su uso.

Ni una acción de la compañía ni un penique al contado, ni un papel fueron legados a los parientes del muerto. Y en cuanto a su familia más cercana, una asombrosa cláusula establecía que Wade Atsheler entregaría a la esposa e hijos de Hale la cantidad de dinero que a su juicio le pareciera conveniente, cualquiera que ella fuese y en el momento que él quisiera.

Si se hubieran producido escándalos en la familia Hale, o sus hijos hubieran sido díscolos o irrespetuosos, habría habido alguna excusa para esta inusitada acción póstuma; pero la felicidad doméstica del difunto había sido proverbial, y era difícil encontrar progenie más sana, más pura y más sólida que sus hijos e hijas, mientras que, a su esposa, quienes la conocían mejor la apodaban «Madre de los Gracos», con cariño y admiración. No hay que decir que este inexplicable testamento fue tema de todos por nueve días, y hubo chasco general cuando no se produjo demanda alguna.

Ayer apenas, Eben Hale entró al reposo eterno en su mausoleo. Ahora Wade Atsheler ha muerto. La noticia apareció en los diarios de esta mañana. Recibí ahora mismo una carta suya, echada al correo, evidentemente, sólo una hora antes de que se arrojara a la muerte. Esta carta que tengo a la vista es una narración, en su propia letra, que ensambla numerosos recortes de diarios y copias de cartas. La correspondencia original, me dice, está en manos de la policía. También me suplica hacer pública la incontenible serie de tragedias con las que estuvo inocentemente relacionado, para advertir a la sociedad contra el diabólico peligro que amenaza su existencia misma.

Incluyo aquí el texto por entero:

Fue en agosto, 1899, después de mi retorno del veraneo, que recibimos la primera carta. No nos dimos cuenta entonces, no habíamos acostumbrado nuestra mente a tan tremendas posibilidades. El señor Hale abrió la carta, la leyó y la echó sobre mi escritorio con una carcajada.

Cuando la hube recorrido, también reí, diciendo: «Es broma lúgubre, y de pésimo gusto». He aquí, querido Jack, un duplicado exacto de esa carta.

Oficina de los S. de M., 7 de agosto de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Queremos obtener al contado, en la forma que usted decida, veinte millones de dólares. Le requerimos que nos pague esta suma; usted notará que no especificamos tiempo, pues no deseamos apurarlo en este detalle. Hasta puede pagamos, si le es más fácil, en diez, quince o veinte cuotas; pero no aceptamos ninguna cuota inferior a un millón. Créanos, querido señor Hale, cuando decimos que emprendemos esta acción desprovistos de toda animosidad. Somos miembros del proletariado intelectual; hemos decidido entrar en este negocio después de un completo estudio de economía social.

Nuestro plan no nos permite lanzarnos a vastas y lucrativas operaciones sin disponer de capital inicial. Rogamos ponga toda atención mientras explicamos nuestros puntos de vista. En la base del presente sistema social se halla el derecho de propiedad. Este derecho del individuo a detentar propiedad se basa única y enteramente sobre la fuerza. Los caballeros de Guillermo el Conquistador dividieron y se repartieron Inglaterra con la espada desnuda. Esto es verdad de todas las potencias feudales.

Con la invención del vapor y la revolución industrial vino al mundo la clase capitalista, en el sentido moderno de la palabra. Estos capitalistas y capitanes de industrias virtualmente despojaron a los descendientes de los capitanes de guerra.

La mente y no el músculo priva hoy en la lucha por la vida; pero esta situación no está menos basada en la fuerza. El cambio ha sido cualitativo. Los magnates feudales de antaño saqueaban el mundo a sangre y fuego; los magnates financieros de ahora explotan al mundo aplicando las fuerzas económicas.

Nosotros, los S. de M., no nos resignamos a ser esclavos a sueldo. Los grandes trusts y empresas de negocios (entre los cuales se cuenta la de usted) nos impiden levantarnos al lugar que nuestra inteligencia reclama. No nos traban tontos escrúpulos éticos o sociales. Como esclavos a sueldo, trabajando de sol a sol, en vida sobria y avara no podríamos ahorrar en sesenta años —ni en veinte veces sesenta años— una suma de dinero capaz de competir con las grandes masas de capital existentes ahora. Sin embargo, entramos a la cancha. Arrojamos el guante al capital del mundo.

Señor Hale, nuestros intereses nos dictan demandar de usted veinte millones de dólares.

Cuando usted se haya conformado con nuestras condiciones, inserte un anuncio conveniente en el Pregoneer. Entonces le comunicaremos nuestro plan para transferir el capital.

Es mejor que usted lo haga antes del 1º de octubre. Si no es así, para demostrarle que hablamos en serio, mataremos a un hombre en esa fecha, en la calle 39. Será un obrero, a quien ni usted ni yo conoceremos. Usted representa una fuerza en la sociedad moderna y nosotros otra —una nueva fuerza—. Sin odio, entramos en combate. Usted es la muela superior en el molino, nosotros la inferior. La vida de ese hombre será triturada por las dos pero podrá salvarse si usted acepta nuestras condiciones a tiempo.

Hubo una vez un rey maldito: su nombre está en nuestro sello oficial. Algún día, para protegernos de competidores, lo haremos registrar.

Quedamos Ss. Ss. Ss.,

Los Sicarios de Midas.

Comprenderás, querido Jack, que nos hayamos reído de tan desatinada comunicación. La idea, debimos admitir, estaba bien concebida, pero era demasiado grotesca para ser tomada en serio.

El señor Hale dijo que conservaría como curiosidad la carta, y la guardó en su archivo. Pronto olvidamos su existencia. El 10 de octubre el correo nos trajo lo siguiente:

Oficina de los S. de M., 1 de octubre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Su víctima encontró su fatalidad. Hace una hora, en la calle 39, un obrero fue apuñalado en el corazón.

Su cuerpo yacerá en la morgue. Vaya y contemple la obra de sus manos. El 14 de Octubre, en prueba de nuestra seriedad en este asunto, y en caso de que usted no ceda, mataremos un policía, en la esquina o cerca de la calle Street y Avenida Clemont.

Muy cordialmente,

Los Sicarios de Midas.

Otra vez, el señor Hale rió. Su mente estaba muy ocupada con la perspectiva de un contrato con una empresa de Chicago, sobre la venta de todos sus tranvías en aquella ciudad, así que siguió dictando a su secretaria, sin volver a pensar en la carta. Pero de algún modo una honda depresión me atacó. ¿Y si no fuera broma?, e involuntariamente busqué en un diario. Allí estaban, como convenía a la noticia de la muerte de una oscura persona de las clases pobres, las mezquinas diez líneas, en un rincón, junto al aviso de un boticario:

«Poco después de las cinco, esta mañana, en la calle 39, un obrero llamado Peter Lascalle, camino a su trabajo, recibió una puñalada en el corazón de un criminal desconocido que huyó. La policía no ha podido descubrir ningún motivo para el asesinato».

¡Imposible!, fue la respuesta del señor Hale, cuando yo le leí la noticia; pero el incidente pesó evidentemente en él, pues más tarde, el mismo día, con muchos epítetos contra su propia tontería, me pidió comunicara el asunto a la policía. Tuve el placer de que riera de mí el comisario, aunque me prometió ocuparse del tema y asimismo que la esquina sería vigilada especialmente la noche antedicha. Así quedó la cosa, hasta que pasaron las dos semanas, cuando la siguiente nota nos llegó por correo.

Oficina de los S. de M., 15 de octubre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Su segunda víctima cayó a su hora, según se planeó. No tenemos prisa; pero para aumentar la presión, desde ahora mataremos semanalmente. Para protegernos de las molestias policiales, ahora le informaremos de las ejecuciones poco antes o simultáneamente al hecho. Esperando que ésta lo encuentre a usted en buena salud, somos Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Esta vez fue el señor Hale el que tomó el diario, y después de buscar en sus páginas, me leyó esta noticia:

«Un cobarde crimen. Joseph Donahue, mientras cumplía una guardia especial en el Distrito Once, fue muerto a medianoche de un certero tiro en la cabeza.

»La tragedia ocurrió en la esquina de Polk y Avenida Clemont, a plena luz del día. En verdad que nuestra ciudad es poco segura si los guardianes de su paz pueden ser asesinados tan abierta y alevosamente. La policía no consiguió hasta ahora el menor indicio ni tiene pistas». Apenas terminó él de leer, cuando llegó la policía —el comisario mismo con dos de sus sabuesos, visiblemente alarmados, mejor dicho perturbados—. Aunque los hechos eran tan escuetos como sencillos hablamos mucho, repitiéndolos una y otra vez. El comisario aseguró que pronto se arreglaría todo y los criminales serían aplastados.

Había decidido, mientras tanto, dotarnos de una custodia especial y destinar una patrulla a la vigiliancia continua de la casa y los jardines. Una semana después, a la una de la tarde, se recibió este telegrama:

Oficina de los S. de M., octubre 21, 1899.

Señor Eben Hale; plutócrata:

Muy señor nuestro:

Sinceramente lamentamos que usted nos haya interpretado tan mal.

Ha encontrado conveniente rodearse de guardias armadas, como si fuéramos criminales comunes, capaces de asaltarlo y arrancarle por la fuerza sus veinte millones.

Créanos, esto dista muchísimo de nuestra intención. Usted comprenderá, después de reflexionar un poco, que su vida nos es querida. No tema. No tema. No le haríamos daño por nada del mundo. Es nuestra política cuidar a usted con ternura y protegerlo de todo peligro. Su muerte no significa nada para nosotros. Si así no fuera, tenga la seguridad de que no vacilaríamos un momento en destruirlo. Piénselo bien, señor Hale. Cuando nos haya abonado nuestro precio, tendrá necesidad de ahorrar. Despida a sus custodios ahora, y reduzca sus gastos. Dentro de los diez minutos del momento en que reciba esto, una joven enfermera habrá sido estrangulada en el Brentwood Park.

El cuerpo se podrá encontrar entre los arbustos, al borde de la senda que va hacia la izquierda del kiosco de música.

Cordialmente, Ss. Ss. Ss.

Los Sicarios de Midas.

Enseguida, el señor Hale avisó del inminente crimen por teléfono al comisario. Quince minutos después nos avisó él mismo que el cadáver, todavía caliente, había sido hallado en el lugar indicado.

Esa noche los diarios abundaban en chillones titulares sobre Jack el Estrangulados denunciaban lo brutal del hecho y se quejaban de la laxitud policial. Nos volvimos a encerrar con el comisario, que nos rogó mantener el asunto en secreto.

El éxito, dijo, dependía del silencio.

Como tú sabes, Jack, el señor Hale era un hombre de hierro.

Rehusaba rendirse. Pero era terrible este tremendo ego, esta fuerza ciega en la oscuridad. No podíamos luchar, ni hacer planes, ni nada; sólo apretar las manos y esperar. Semana tras semana, cierta como la salida del sol, venía la notificación y la muerte de alguna persona, hombre o mujer, inocente o dañina, pero tan muerta por nosotros como si lo hiciéramos con nuestras propias manos. Una palabra del señor Hale, y la matanza habría cesado. Pero él endureció su corazón y esperó, sus arrugas

ahondándose, los ojos y boca afirmándose en su severidad, y la cara envejecida de hora en hora. No hay ni que hablar de mi sufrimiento en este tremendo período. Busca aquí las cartas y telegramas de los S. de M., y los artículos de diarios, etc., relativos a los asesinatos.

También encontrarás las cartas advirtiendo al señor Hale de ciertas maquinaciones de enemigos comerciales y manipulaciones secretas con acciones. Los S. de M. parecían tener acceso a los entretelones del mundo de los negocios y las finanzas. Se apoderaban de informaciones y nos las comunicaban, cuando ni siquiera nuestros agentes las conseguían.

Una nota oportuna de ellos, en un momento crítico de cierto trato, ahorró al señor Hale cinco millones netos. En otra ocasión nos mandaron un telegrama que impidió que un anarquista exaltado atentara contra la vida del patrón. Capturamos al hombre en cuanto llegó y lo entregamos a la policía.

Persistimos. El señor Hale estaba resuelto a los últimos extremos. Desembolsamos a razón de cien mil dólares semanales en vigilancia especial. Contratamos a la agencia Pinkerton, a Sherlock Holmes y a un sinnúmero de agencias y detectives particulares; varios miles de detectives figuraban en nuestra lista de pago. Nuestros investigadores pululaban por doquier, con todos los disfraces, investigando en todas las clases sociales. Seguían miles de claves y pistas; centenares de sospechosos eran detenidos, y miles de otros sospechosos eran vigilados; pero nada tangible salió a luz. En sus comunicaciones, los S. de M. cambiaban continuamente el método de envío.

Cada mensajero que nos mandaban era arrestado de inmediato. Pero estos probaban siempre ser inocentes, mientras que sus descripciones de los remitentes nunca coincidían. El último día de diciembre nos trajo esto:

Oficina de los S. de M., 31 de Diciembre de 1899.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Siguiendo nuestra política —nos halaga pensar que usted está ya bien versado en ella—, nos permitimos hacerle constar que le daremos el pasaporte desde este Valle de Lágrimas al comisario Bying, con quien, a causa de nuestras atenciones, usted llegó a relaciones tan estrechas.

Es su costumbre estar en su oficina privada a esta hora. Mientras usted lee esta, respira él su último aliento.

Cordialmente, Ss. Ss. Ss.,

Los Sicarios de Midas.

Solté la carta y salté al teléfono. Grande fue mi alivio cuando oí la simpática voz del comisario. Pero, mientras hablaba aún, su voz en el receptor terminó con un estertor, y oí, apenas, la caída al suelo de un cuerpo. Luego una voz extraña me dijo: ¡hola!, me dio los saludos de los S. de M. y cortó.

Como un relámpago hablé con el telefonista de la Jefatura, pidiéndole que socorrieran al comisario en su oficina privada, y me mantuve en el teléfono. Pocos minutos después supe que lo habían encontrado bañado en su propia sangre y muriendo. No había testigos y no encontraron huellas del asesino.

En consecuencia, el señor Hale aumentó de inmediato su servicio secreto hasta que un cuarto de millón fluía de sus arcas por semana. Estaba resuelto a ganar. Ofrecía recompensas por más de diez millones de dólares. Tienes aquí una idea de sus recursos y de cómo los usaba, sin tasa. Su pelea era por un principio, no por el dinero, según afirmaba.

Hay que admitir que sus actos probaban la nobleza de sus motivos. Las policías de todas las grandes ciudades cooperaban, y aun el gobierno de los Estados Unidos entró en liza, y el asunto se convirtió en una de las principales cuestiones del Estado. Algunos fondos nacionales se dedicaron a investigar a los S. de M. y todo los agentes del gobiernos se dedicaban a la gigantesca cacería. Pero todo fue en vano. Los S. de M. tenían su manera y golpeaban sin errar. Sin embargo, aunque el señor Hale luchaba hasta la muerte, no podía lavar sus manos de la sangre que las manchaba. Si no era técnicamente un asesino, sin que ningún jurado tuviera motivos para acusarlo, no era por eso menos causante de la muerte de cada individuo. Como dije antes, una palabra suya habría detenido la matanza. Pero rehusaba decir esa palabra. Insistía en que la sociedad estaba amenazada, que él no era tan cobarde para desertar de su puesto, y que era justo que unos cuantos fueran mártires por la prosperidad de los demás. Pero la sangre caía sobre su cabeza, y él se hundía cada vez más en el abatimiento y la pena. Yo también estaba abrumado con la culpa de ser cómplice. Niños eran asesinados sin piedad, mujeres, ancianos; y no sólo eran locales estos crímenes, sino que se distribuían en todo el país. A mitad de febrero, una noche, después de cenar, mientras estábamos

en la biblioteca, golpearon a la puerta con violencia. Yo mismo fui a abrir y encontré sobre la alfombra del corredor, esta misiva:

Oficina de los S. de M., 15 de febrero de 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

¿No llora su alma por la roja cosecha que recoge? Quizás hemos sido demasiados abstractos en la conducción de nuestro negocio. Seamos ahora concretos. La señorita Adelaide Laillaw es una joven de talento, tan bondadosa, entendemos, como bella. Es la hija de su viejo amigo, el juez Laillaw, y sabemos que usted la llevó en sus brazos cuando niña. Es la amiga más íntima de su hija y ahora está visitándola. Cuando usted haya leída esto, la visita habrá terminado.

Muy cordialmente.

Las Sicarios de Midas.

Al instante nos dimos cuenta de lo que esto significaba.

Corrimos por la gran casa, hasta el departamento de la hija del señor Hale, sin hallarla. La puerta estaba cerrada con llave, pera la hundimos a empujones desesperados, y allí yacía recién vestida para la ópera, asfixiada con almohadones, todavía tibia y flexible, casi viva.

Deja que pase sobre este horror. Seguramente recordarás las relatos de los diarios.

Tarde, aquella misma noche, Eben Hale me citó, y ante Dios me juramentó a que seguiría con él y a no transigir, aunque la familia entera fuese destruida.

Al día siguiente me sorprendió su jovialidad. Había pensado yo que la última tragedia le produciría un hondo golpe, pero hasta qué punto lo había conmocionado, solo lo supe luego. La mañana siguiente lo encontramos muerto en su cama, con una pacífica sonrisa en su cara devastada por la congoja. Asfixiada. Por connivencia entre la policía y las autoridades se comunicó al mundo aquel deceso como un ataque al corazón. Creíamos juicioso ocultar la verdad.

Apenas había dejado la cámara mortuoria, cuando —pero demasiado tarde— la siguiente extraordinaria carta se recibió:

Oficina de los S. de M., 17 de febrero de 1900.

Señor Eben Hale, plutócrata:

Muy señor nuestro:

Usted perdonará nuestra intrusión, tan poco después del triste evento de anteayer; pero lo que deseamos decirle puede ser de grandísima importancia para usted. Se nos ocurre que usted pueda intentar escapársenos. No hay sino un camino, en apariencia, como usted, sin duda, lo habrá descubierto. Pero queremos informarle que aun este único camino le está cerrado. Usted puede morir, pero reconociendo su fracaso. Tome nota de esto y de que somos parte y porción de sus posesiones. Con sus millones, nosotros pasamos a sus herederos y cesionarios para siempre.

Somos lo inevitable. Somos la culminación del agravio y de la injusticia industrial. Nos volvemos contra la sociedad que nos creó. Somos los fracasos triunfantes, los azotes de una civilización degradada. Somos las criaturas de una perversa selección social. Creemos en la supervivencia de los más aptos.

Habéis hundido en la miseria a vuestros esclavos a sueldo y habéis sobrevivido. Los capitanes de guerra, a vuestras órdenes, fusilaron como a perros a vuestros obreros en tantas huelgas sangrientas. Por tales medios habéis durado. No nos quejamos del resultado, porque reconocemos en nuestro ser a la misma ley natural. Ahora surge la cuestión: bajo el presente ambiente social, ¿quién de nosotros sobrevivirá? Creemos ser los más aptos. Vosotros creéis ser los más aptos.

Dejamos la eventualidad al tiempo y a Dios.

Cordialmente suyos.

Los Sicarios de Midas.

Jack, ¿te sorprendes ahora de que yo haya huido de placeres y amigos? Pero, ¿para qué explicarlo? Este relato aclara todo. Hace tres semanas murió Adelaide Laillaw y luego el señor Hale. Desde entonces aguardé con esperanza y miedo. Ayer se abrió el testamento y se hizo público.

Hoy fui notificado de que una mujer de clase media sería asesinada en el parque Golden Gate, en el lejano San Francisco. Los diarios de esta noche dan los detalles del crimen, que corresponden a lo que sabía yo.

Es inútil. He sido leal al señor Hale y trabajé duro para que mi lealtad tenga este premio, no entiendo. Sin embargo, no puedo faltar a la confianza puesta en mí, ni a la palabra dada. He legado les muchos millones que recibí a sus poseedores legítimos.

Que los robustos hijos de Eben Hale obren su propia salvación. Antes que tú leas esto, habré dejado este mundo. Los S. de M. son todopoderosos. La policía es imponente. Supe por él que otros millonarios habían sido multados y perseguidos del mismo modo. ¿Cuántos? No se sabe, pues si uno cede a los S. de M., su boca queda sellada. Quienes no cedieron aún a la extorsión, están recogiendo su cosecha escarlata. El torvo juego sigue hasta el fin. El Gobierno Federal no puede hacer nada, también entiendo que sucursales similares han hecho su aparición en Europa.

La sociedad está sacudida hasta sus cimientos. En vez de las masas contra una clase, es una clase contra una clases. Nosotros, los guardianes del progreso humano, somos elegidos y golpeados. La ley y el orden han defraudado. Las autoridades me pidieron y suplicaron guardara este secreto. Lo he hecho, pero ya no lo puedo callar. Se ha transformado en cuestión de importancia pública, llena de tremendos peligros y consecuencias y mi deber es informar al mundo, antes de abandonarlo.

Tú, Jack, responde a este, mi último pedido: pública esto. No temas. El destino de la humanidad está en tu mano ahora. Que la prensa imprima millones de ejemplares, que la radio lo difunda por el mundo; donde sea que los hombres se encuentren y hablen, que hablen de ello temblando de terror. Y entonces, cuando todos estén bien despiertos, que la sociedad se alce con toda potencia y arroje de sí esta abominación.

Tuyo, en largo adiós. Wade Astheler.

miércoles, 28 de septiembre de 2022

LA PESQUISA Paul Groussac



LA PESQUISA

Paul Groussac

Después de la comida, y si la tarde era bella, de cuatro vueltas dadas sobre cubierta de popa a proa, deteniéndonos a ratos para encender un cigarro a la mecha del palo mayor o para buscar en vano el fantástico rayo verde del sol poniente, solíamos sentamos en un solo grupo argentino para escuchar cuentos e historias más o menos auténticas. Una noche, como alguien refiriese no sé qué hazaña de la policía francesa, el conocido porteño, Enrique M., que había sido años anteriores comisario de sección en Buenos Aires y demostraba extraordinaria afición a sentar paradojas en equilibrio inestable, como pirámides sobre la punta, formuló esta tesis: que en la mayor parte de las pesquisas judiciales la casualidad es la que pone en la pista, basta un buen olfato para seguirla hasta dar con la presa. Y a raíz de sostener acaloradamente su aventurada opinión, que algunos combatían, nos devanó el siguiente cuento al caso, a modo de argumento irrefutable.

I

Entre mis amados oyentes no habrá quien no recuerde el suceso trágico de la Recoleta, que durante un mes tuvo aterrado al barrio del norte de Buenos Aires. En una casa-quinta aislada, donde vivía una señora anciana con una joven de veinte años, entre hija adoptiva y dama de compañía, un crimen horrible fue perpetrado durante una de las largas noches del invierno de 188…

Aunque dicho barrio, entonces menos poblado que hoy, no dependiera de mi sección, tuve que intervenir en el asunto por ausencia del comisario a quien correspondía. Avisado a las cinco de la mañana por un vigilante, acudí al lugar del suceso. Desde la puerta de calle, que daba sobre el jardincito que rodea la habitación, gotas de sangre salpicaban el suelo; un cadáver de hombre mal trazado —de la sumaria resultó italiano— estaba tendido en las gradas del vestíbulo; otro cadáver, el de la dueña de casa —destrozados los vestidos y desgreñada la blanca cabellera, con una espantosa herida en el cuello, un tajo brutal de cuchillo que cortara la traquearteria—, yacía en un dormitorio, apoyado el tronco contra el pie de la cama, en un charco de sangre. Un revólver de calibre mediano estaba tirado en la alfombra.

La joven, que declaró llamarse Elena C. y permanecía anonadada en un sillón del cuarto vecino, fue invitada a suministrar los primeros datos a la policía; después de manifestar su consentimiento con un ligero ademán, se dio principio al interrogatorio.

Era una encantadora muchacha de aspecto extranjero, con ojos claros y la suelta cabellera rubia como un trigal; alta y robusta, vestía de negro con una sencillez elegante

que hacía contraste con el desorden de la catástrofe. Se expresaba con pausa y precisión, sin buscar sus frases ni rectificar sus palabras, aunque por momentos la brusca emoción de un incidente recordado interrumpía con un sollozo la empezada narración. Por ella supimos lo siguiente, que fue completamente confirmado por la instrucción de la causa.

La señora de C., viuda de un comerciante español, después de liquidar la sucesión, había colocado en diferentes bancos el importe de su modesta fortuna, para retirarse a aquella casita-quinta de su propiedad. Elena, huérfana recogida por este matrimonio sin hijos, se había criado allí mismo y no conocía más familia.

La víctima tenía unos sesenta años. Durante la vida del marido había demostrado una inteligencia y una energía poco comunes, ayudándole en sus operaciones comerciales. Pero, desde los primeros meses de su viudez, su espíritu decayó notablemente, hasta caer en una especie de manía singular: una desconfianza general respecto de la estabilidad de las casas bancarias más acreditadas, y un terror creciente por la miseria que, según ella, la esperaba.

Se comprobó que los diferentes depósitos hechos a su nombre en tres grandes bancos de Buenos Aires, alcanzaban a la suma de cuarenta y cinco mil pesos oro. Pero, poco a poco, había ido retirando todas las cantidades depositadas, ignorándose el destino que les diera… Elena suponía que la señora de C. guardaba sus valores en una gran cartera con cerradura que había visto una o dos veces en sus manos, y que creía encerrara en un macizo y enorme baúl que se veía tras de la cama, abierto ahora, y, sin duda, fracturado por los asesinos. Estaba vacío.

Las dos mujeres vivían con estricta economía, sin más servicio que una cocinera que se retiraba después de servir la comida. La señora de C. no tenía ya renta alguna: para los gastos de la casa, salía ella misma a cambiar mensualmente un billete de cien pesos fuertes, cuyo valor se distribuía entre los treinta días del mes con un rigor matemático.

Tiempo hacía, declaró Elena, que este método de vida claustral, en un barrio aislado y distante, se había vuelto insoportable para ella, al par que la soledad inspirábale serios temores. El rumor de las grandes sumas que poseía en cartera su bienhechora había cundido por el vecindario; y ya una noche, la señora de C. —que guardaba siempre un revólver armado en su velador y lo manejaba con una destreza varonil— había hecho fuego sobre un presunto ladrón a quien sorprendió escalando la reja del jardín. Después de este suceso, que ocurrió seis meses antes y alarmó a Elena, esta insistió con tanta energía para mudar de casa que la señora parecía dispuesta a ceder y prometía siempre trasladarse en breve a otro barrio más central.

Tal fue, en compendio, la relación de la interesante Elena, que fue confirmada por la cocinera. En cuanto al drama presente, la muchacha lo explicaba del siguiente modo, y las indagaciones ulteriores parecieron corroborarlo en todas sus partes. Con todo, debo decir que uno o dos puntos obscuros no dejaron de despertar en mí una vaga desconfianza, teniendo alerta mi instinto olfateador de sabueso policial. Pero aquello fue muy pasajero, y luego todas mis sospechas se desvanecieron o adormecieron.

La víspera, a las diez de la noche, después de los rezos en común, según la invariable costumbre, Elena dejó a la señora de C. en su dormitorio, y ganó el suyo que no era contiguo sino separado por el comedor, y con ventana a los fondos de la casa.

Elena no estaba acostada aún, habiéndose quedado entretenida hasta muy tarde con la lectura de una novela. Había comenzado a desnudarse, cuando un grito de mujer, prolongado y desgarrador —un clamor que no tenía nada de humano y parecía el aullido de una fiera en agonía— rasgó el lúgubre silencio de la noche… «Di un salto, herida por un choque eléctrico, mas quedé al pronto inmóvil, como petrificada por el terror. Me era imposible dar un paso adelante, aunque hacía para ello el más intenso esfuerzo de voluntad… Aquello duró unos segundos… Retumbó entonces una detonación; percibí otro grito ahogado… un tropel de gente que lucha; el sordo desplome de un cuerpo en el suelo, y, enseguida, un lamento lastimero que fue apagándose por grados, concluyéndose en arrastrado estertor. Al fin, pude sacudir la capa de hielo que me paralizaba… Corrí al dormitorio, cuya puerta estaba abierta, así como la ventana que daba a la galería exterior… Mi madre, tendida al pie de la cama, en las últimas convulsiones de la agonía, no pudo sino reconocerme en una larga mirada, desesperada, extraviada, que la muerte empañó rápidamente». Algunos vecinos acudieron, encontrando en el vestíbulo el cadáver del presunto asesino; un médico, llamado a escape, no pudo sino hacer constar la doble muerte, producida por bala de revólver la del hombre, por arma cortante la de la mujer.

Entretanto, con el relato de Elena y el minucioso examen del escenario, yo procuraba reconstruir la tragedia reciente. Los asesinos —pues eran dos, según lo demostraban las pisadas en el jardín, todavía discernibles a pesar de las idas y venidas de los vecinos— habían quedado acechando la hora propicia en un ángulo obscuro de la casa. Entre las dos y las tres de la mañana, uno de ellos había penetrado en las habitaciones con ganzúa, mientras el otro permanecía en observación. La víctima, que dormía siempre con una lamparilla encendida y su revólver bajo la almohada, se había despertado sobresaltada al sentir la garra feroz que le tapaba la boca y, en el instante mismo en que el acero le abría la garganta, hacía fuego sobre su matador, a quemarropa… En este punto de mi escena mental, mi mirada cayó en el revólver de la alfombra; lo tomé y examiné: era un arma suiza común, de calibre 9. Tuve un sacudimiento de sorpresa ¡el

revólver estaba cargado con sus seis cartuchos intactos! ¡Patatrás! Era el ruido de mi laboriosa hipótesis que se venía al suelo…

La señora de C. no había disparado el tiro cuya bala mató al desconocido (ya no me atrevía a calificar el cadáver que yacía a pocos pasos): ello aparecía claro como la luz; pero ahora el obscuro problema se planteaba más extraño y enigmático que antes. La realidad estaba allí: el cadáver de una mujer asesinada en su cuarto, otro cadáver de un extraño, cuyo aspecto sórdido revelaba claramente sus intenciones al penetrar en lugar habitado —y, como único lazo entre los dos actos violentos, el espectáculo de los muebles abiertos y las puertas forzadas. No era dudoso que el asesino, después del crimen, había robado o pretendido robar a mansalva; habíase luego escapado por la ventana; pero ¿quién le había detenido en su fuga, quién había muerto al matador? Era inverosímil Y casi inadmisible la hipótesis de una riña instantánea entre los dos cómplices rematando en un balazo mortal. Así no proceden los criminales de oficio… Perdido en conjeturas que mi experiencia desechaba apenas formadas, recorría los cuartos y galerías. Bajaba el jardín y volvía a subir, sin poder dar con la solución probable del problema ni abandonar su enervante prosecusión. Mientras vagaba así alrededor de la casa, un detalle extraño despertó nuevamente mi sorpresa: el rastro de un hombre llegaba hasta la ventana del cuarto de Elena, y hasta parecía que hubiera saltado de su borde al jardín. La huérfana confesó que en cierto momento había oído un ruido ligero pero, como estaban cerrados los postigos, no pudo ver nada y no se atrevió a abrir.

La explicación me pareció satisfactoria. Por otra parte, ¿quién podía abrigar sospecha y pensar un instante en establecer correlación alguna entre el abominable crimen y esta fresca muchacha que sollozaba al recordar a su madre adoptiva, revelaba todos los detalles de su pasado y desarrollaba ante nosotros con imperturbable tranquilidad la trama gris de su monótona existencia?

El asesino había saqueado el cuarto. El ropero, la cómoda, el baúl habían sido fracturados: vestidos, ropa blanca y cien objetos menudos yacían en desorden por la alfombra. Sin embargo, en un pequeño cajón de doble fondo de la cómoda, se encontró un testamento ológrafo que instituía a Elena heredera universal. Una sola cláusula descubría el espíritu algo extraviado de la víctima: «Y recomiendo a mi amada Elena que no se separe nunca del medallón en forma de candado de oro que llevo en el cuello: allí está mi verdadera fortuna, si ella la sabe encontrar».

Ese medallón no fue hallado, por más que Elena demostrara vivísimo interés por él. Sin duda lo había arrancado el asesino con violencia, pues se notaba en el cuello de la

muerta una línea lívida con una ligera escoriación. Tampoco se encontraron valores: el robo, evidentemente, era el único móvil del crimen.

La instrucción no dio más resultados. El matador y probable cómplice del asesino pudo escapar a todas las pesquisas. Pocas semanas después, tuve que ausentarme por un par de meses, y a mi vuelta nadie hablaba ya de la sangrienta tragedia, que para todos quedó como un crimen vulgar, perfectamente explicable, si bien para mí era un problema tenebroso cuya solución no había sido descifrada todavía ni al parecer lo sería jamás. Supe vagamente que Elena había anunciado la venta de la casita, pero que mientras tanto vivía en ella con una sirvienta extranjera.

Los múltiples asuntos de mi cargo se sobrepusieron poco a poco a la honda impresión recibida aquella noche, y esta se hallaba casi del todo borrada en mí, cuando resurgió una mañana, al leer en un diario el siguiente aviso:

Se ha perdido un candadito de oro labrado, para medallón; representa escaso valor y sólo lo tiene para su dueño por ser un recuerdo de familia. Se pagará mil pesos fuertes a la persona que pueda devolverlo. Dirigirse a Concepción Lisagaray. Poste restante.

Lo insólito del aviso, a pesar de su forma trivial, llamó mi atención. No conocía, por supuesto, el nombre indicado. Pero la suma ofrecida por esa prenda era tan superior a su valor probable, que tuve el instinto de hallarme en la pista de algún misterio. Estuve perplejo y caviloso durante todo ese día cuando, de repente, un rayo de luz cruzó por mi cerebro: ¡El candado de oro! ¡El crimen de la Recoleta!

II

No puedo decir que formé mi plan, pues muy evidente está que necesitaba dirigirme a tientas, o, mejor dicho, dejarme llevar por los acontecimientos; pero desde ese momento tuve la vaga intuición de estar en la pista de una solución extraordinaria, inesperada, del suceso antes referido. Confieso que al interés profesional se agregaba ahora un vehemente deseo, hecho de curiosidad desinteresada, por descubrir la verdad a toda costa, para mí solo, y sin poner en juego los resortes oficiales. Felizmente, mi amistad personal con un alto empleado del Correo me permitía practicar ciertas averiguaciones sin que interviniera directamente el departamento central de policía, cuyo auxilio reservaba para un caso supremo.

No tenía sino dos jalones, pero bastaban para fijar la dirección que había de llevar: debía desde luego establecer que el aviso del diario había sido publicado por Elena C., bajo el nombre de alguna persona muy allegada; enseguida, descubrir al poseedor de la

prenda perdida, si llegaba a presentarse. Era cosa evidente que Elena no creía en un hallazgo fortuito: para ella, como para mí, el actual poseedor del relicario era el ladrón, o más probablemente un encubridor y cómplice. De todos modos, ahí estaba el nudo de la cuestión. El detalle que más enardecía mi curiosidad era la suma enorme ofrecida por esa prenda. Y entonces la extraña cláusula del testamento de la anciana señora me volvió a la memoria: «allí está mi verdadera fortuna, si la sabe encontrar».

Entre mis agentes, había un belga, antiguo empleado de la Prefectura de Bruselas, discretísimo y atrevido —un sabueso capaz de rastrear en el agua. Le di el encargo de averiguar sigilosamente el método de vida de Elena, procurando descubrir si entre sus amigas había alguna llamada Concepción Lisagaray. El resultado fue mucho más rápido de lo que era dado esperar.

Al día siguiente —recuerdo que era el 24 de diciembre, víspera de Navidad— se presentó temprano a mi despacho mi fiel agente Hymans, y allí, con su flema habitual y admirable economía de palabras, me dijo sencillamente, después de saludarme:

—Elena C. tiene una sirvienta vasca, llamada Concepción Lisagaray; viven solas, sin visitas. Hace dos meses que Elena está en posesión de su herencia, y desde entonces ha dejado de visitarla su apoderado, el único hombre que pisaba la casa. ¿Qué manda ahora el señor Comisario?

Conocía a mi hombre: no malgasté el tiempo en felicitaciones. Le ofrecí una taza de café, que rehusó, y un cigarro habano, que aceptó.

—Añora, —le dije—, se trata de no perderle pisada a la tal Concepción o a la misma Elena si saliera. Y cuando una de las dos se dirija al correo o algún buzón, probablemente al de Cinco Esquinas, me avisa usted a escape. Gastos discrecionales.

Se retiró y fui al correo: tenía, como dije, relación con el jefe de la sección Poste Restante y no hubo necesidad de recabar autorización superior.

—¿Recuerda usted haber entregado en estos días alguna carta dirigida a Concepción Lisagaray?

El empleado no vaciló: la víspera, una mujer, joven aún, vestida como sirvienta y de aspecto extranjero, había retirado una carta, exhibiendo un pasaporte español a su mismo nombre. Tuve un brusco ademán de contrariedad, pero me contuve y agregué:

—Comprenda usted de qué se trata… La policía sigue una pista: necesito que si el caso se renueva dé usted algún pretexto para retener la carta demorando a la interesada y dándome aviso inmediatamente. Le encargo la discreción.

Me retiré a mi casa, lentamente, absorto en mis reflexiones. Indudablemente había perdido la oportunidad de dar un paso definitivo. Elena había recibido contestación. ¿Quién me respondía que esa contestación no pusiera punto final a las negociaciones? A estar yo presente, hubiera seguido a la sirvienta y, de grado o por fuerza, habría sabido el nombre del corresponsal… Pero no abandonaba la partida; al cabo el famoso candado no iba en la carta, y si se indicaba alguna cita para la devolución, lo sabría por mi agente Hymans.

Me senté a comer, esforzándome para conservar mi calma entera y no excitar mis nervios con inútiles cavilaciones. Pero el candado de oro, como una fórmula de hechizamiento, zumbaba en mis oídos, relumbraba en la pared, me perseguía, me acosaba sin cesar, a manera de esas obsesiones enfermizas de la alucinación.

Eran las ocho y ya me levantaba para salir, cuando Hymans se presentó, deteniéndose en la puerta para esperar mis preguntas. Primero interrogué su fisionomía: estaba fría, impenetrable como siempre.

—¿Nada? —grité con ansiedad… Dio un paso hacia adelante: ¡Hay algo!

No pude contener un grito que, lo confieso, daba una pobre idea de mis aptitudes profesionales, en cuanto a dominio propio e impasibilidad.

—Señor, hace una hora que la tal Concepción fue a dejar una carta en el buzón de Cinco Esquinas. Luego…

—Pero ¿cómo no ha procurado usted averiguar el nombre, la dirección? ¡Ah! ¡Ira de Dios!…

Ya me lanzaba a las recriminaciones, furioso y ciego como el jabalí por entre el monte. Hymans me detuvo con un ademán y pronunció estas palabras con su calma acostumbrada:

—La carta llevaba esta dirección: Señor don Cipriano Vera, calle de la Victoria, número 158…

¡Ah! ¡Sangre meridional! Me abalancé sobre Hymans, lo abracé, lo arrojé sobre un sofá y tuteándolo por primera vez, le grité con una carcajada: ¡Bien, hijo mío: cuéntamelo todo!

El relato era corto, sobre todo en boca de aquel diablo de flamenco que hubiera despachado en tres minutos la historia del sitio de Troya.

En substancia supe lo siguiente: hacía dos días que el muy bellaco enamoraba a la sirvienta, prodigándole finos requiebros, acompañamientos al mercado, regalos de confites y otros galanteos de alto estilo. Omito muchos detalles sabrosos y pruebas de su maquiavelismo un tanto primitivo. Lo cierto es que no había tenido mucha dificultad para conseguir su propósito —me refiero al dato buscado. Aquella misma tarde, al saber que Concepción llevaba una carta, se empeñó en ahorrarle el trabajo de echarla al buzón, haciéndolo él mismo con exquisita galantería; así pudo leer rápidamente la dirección y grabarla en su memoria infalible.

Concluido el interrogatorio y apuntadas las señas que me dictó, cargué cuidadosamente mi revólver de bolsillo, y saliendo con Hymans hasta la puerta de calle, le despedí con estas palabras:

—Yo voy allá, al 11 de Septiembre: siga usted en acecho y déme aviso en la Comisaría si algo ocurre; esperaré hasta las dos… Pero amigo, ¡cuidado con el fuego! No vaya a salir cierto el cuento…

—¡No hay peligro, señor!

III

Me dirigía resueltamente al 11 de Septiembre, o sea al número 158… de la calle Victoria, que era el de la casa indicada. Así lo había combinado y deliberado de antemano. Llegado a la plaza Lorea, tomé un coche con esa intención. Repentinamente, en el momento de dar las señas al cochero, grité: «¡calle Larga de la Recoleta!». Yo creo firmemente que hay en nuestro ser mental una especie de segundo yo instintivo y vergonzante, que habitualmente cede el lugar al primero, —al yo inteligente y responsable que procede por lógica y razón demostrativa. Pero en ciertos instantes, raros para nosotros, gente vulgar, y frecuentes para el hombre de genio, el antiguo instinto desheredado, esa como conscientia spuria, que diría Schopenhauer, se lanza a la cabeza del batallón de las facultades y manda imperiosamente la maniobra.

Así pensaba yo, mientras el coche me arrastraba hacia el norte de la ciudad. Eran las nueve de la noche, y hasta en los barrios más apartados notábase cierto bullicio e inusitada algazara: recordé que era Noche Buena. Repito que no hubiera podido analizar el móvil exacto de mi cambio de resolución; pero iba instintivamente a casa de Elena, persuadido, convencido de que allí se iba a decidir la cuestión aquella misma noche.

Despedí el coche en Cinco Esquinas, y continué mi camino a pie. Era una pesada noche de verano; soplaba una virazón de tormenta que amontonaba ya los nubarrones por el sudeste. Estaba llegando yo a la casa-quinta de Elena, cuando un bulto negro se desprendió de la pared y vino hacia mí. Era Hymans. Nada había ocurrido, pero sabía que Concepción tenía licencia para asistir a la «misa del gallo». Comprendí al punto que Elena necesitaba estar sola esa noche. Di mis instrucciones a Hymans, para que en caso de acompañar a la sirvienta se hiciera substituir allí por otro agente de confianza, y llamé a la puerta.

El jardín estaba en tinieblas y una sola luz se vislumbraba por las bajadas celosías de una habitación. Pasaron algunos segundos, percibí un movimiento seco en la ventana, como si alguien inclinara la celosía para mirar. Volví a llamar con más fuerza, oí un ruido de pasos sordos en la arena, con un frú-frú de vestido, y una voz de mujer, a dos pasos de la reja, preguntó con acento vasco: ¿Quién ha llamado?

—Cipriano Vera —contesté en voz baja.

La puerta se abrió, y entré sin agregar una palabra.

IV

Noté que la sirvienta se quedaba fuera, después de volver a cerrar la puerta, como si empezara su licencia con haber introducido a un visitante esperado en la casa. Al igual del jardín, el pequeño vestíbulo, precedido de unas gradas, estaba en completa obscuridad.

En la ventana de la salita de recibo vagamente alumbrada, se divisaba la silueta negra de una mujer, espiando sin duda mi entrada. Di resueltamente unos veinte pasos por la calle enarenada, y subí la gradería del vestíbulo; entonces, en el marco de luz de la puerta entreabierta, Elena apareció murmurando con una voz que me pareció trémula de emoción:

—¿Ya estás aquí, Cipriano? No te esperaba aún…

Y se adelantó vivamente hacia mí con los brazos abiertos… De repente, arrojó un grito de sorpresa y pavor, y dio un paso atrás, en tanto que yo mismo, no menos sorprendido por lo inesperado de la situación, balbuceaba algunas palabras de saludo y confusa disculpa.

Reconocióme al punto y, con un suspiro de tristeza, entró en la salita donde la seguí. Me senté en una silla muy cerca de ella, de manera que, al ocupar el sofá, Elena recibiese de frente la luz de una lámpara puesta en la mesa central. Parecióme enflaquecida y algo marchita; vestía de luto con severa sencillez, y la larga trenza de oro que yo conocía oscilaba en su espalda con cada movimiento suyo. Quedó un rato silenciosa y con los ojos bajos; yo podía contemplar sin sonrojarla la gracia esbelta de su persona que despedía como un perfume de distinción.

Al fin hablé, buscando los términos menos hirientes para sus oídos de mujer joven y huérfana. Su exclamación reciente acababa de levantar para mí una punta del velo misterioso; pero era tan extraño lo que creía entrever, tal contraste formaba con el aspecto noble de esta desgracia, que mi voz casi temblaba al interrogada.

—Usted esperaba a Cipriano Vera, ¿no es verdad?

Me contestó con la cabeza y sin alzar la mirada.

—Elena, quisiera persuadirla de que mis palabras nacen de un interés sincero por su situación. Ese hombre posee una prenda de gran valor para usted. ¿Cómo la tiene? He comprendido que es muy amigo suyo… ¿Por qué necesita usted valerse de la publicidad para recuperarla?

Me contestó, sin que variara su actitud:

—Cipriano tomó la prenda aquí, en la noche del crimen…

Tuve un ligero estremecimiento, y casi sin atreverme a formular mi pensamiento:

—Entonces… ¿ha sido cómplice?

Levantóse bruscamente, juntó las manos y alzando los ojos por vez primera, me miró de frente y exclamó con acento vibrante:

—¡Cipriano! ¿Ha creído usted que él era un asesino?…

Se detuvo; y como sin contestarle seguía mirándola fijamente, comprendió, sin duda, la pregunta delicada que yo callaba; entonces bajó nuevamente los ojos, al tiempo que un tinte rosado subía a sus mejillas pálidas, y murmuró con acento resignado:

—Y bien, sí; la realidad es menos atroz que su sospecha. Cipriano estaba en mi cuarto, esa noche, en esa hora terrible… Voy a confesarle toda la verdad. Tal vez con sonrojarme ante usted, logre evitar la pública vergüenza…

V

Era la vieja historia, el fresco idilio que remata en drama lastimero, como en el gran poema humano de nuestro siglo. Un día él la vio salir de una iglesia y la siguió. Se cruzaron las miradas, luego se rozaron las manos trémulas después de los primeros saludos, de las primeras palabras triviales y fingidamente alegres, balbuceadas con todo el corazón estremecido y los labios secos… En fin, como siempre sucede, se amaron antes de conocerse, y cuando se conocieron parecióles que habían nacido para amarse eternamente.

Cipriano vivía con una madre pobre a quien sostenía con su trabajo: era empleado y tenía veintiséis años. Ella, huérfana, y criada sin esos besos maternos que siembran rosas en las mejillas infantiles, crecida como yedra en pared que mira al sud y no conoce al sol, dejóse arrastrar por la pendiente fascinadora. Quiso confiar a sus padres adoptivos la gran aventura que caía en su vida: pero estos, que eran egoístas y la querían para sí, helaron en sus labios el primer asomo de confesión. Y entonces, fatalmente, sucedió al poema virginal bajo la luz del cielo, el enredo cada día más encubierto de las citas clandestinas, en la plaza desierta, en la reja del jardín, y últimamente, después de la muerte del padre, en el cuarto de la joven… Cuando todas las luces de la casa se apagaban, Cipriano entraba como un ladrón por el jardín obscuro, pues la anciana señora no confiaba ni a su pupila la llave de la puerta; y una noche, el amante furtivo había oído silbar a pocas pulgadas de su cabeza la bala de un revólver. Él era el presunto ladrón a quien la viuda hiciera fuego.

La noche del drama, Cipriano entró como siempre escalando la reja de la calle, y luego dirigióse al cuarto de Elena, rodeando la casa y penetrando al interior por la ventana abierta.

Por centésima vez, se repetían en voz baja las protestas y juramentos de un amor sincero. Cipriano ya tenía el consentimiento de su madre, y no esperaba sino un anunciado y merecido ascenso en su carrera administrativa para realizar al fin su

compromiso leal. Elena hablaría clara y honradamente a su madre adoptiva: y si esta negaba su consentimiento… y bien: al cabo ¡Elena tenía veinte años!…

Acababan de dar las dos en el reloj del comedor; de repente, Elena tuvo un sobresalto; poniendo su mano en la boca de Cipriano, prestó el oído hacia el cuarto vecino: parecíale que un ruido insólito se había dejado sentir por el vestíbulo. Así quedó un instante, con la boca abierta y los ojos dilatados, sin percibir otro rumor que el viento en los follajes. El joven, risueño y confiado, la serenaba enlazándola en sus brazos, y volvía a seguir el tierno diálogo, cuando estridente clamor de la víctima herida retumbó espantosamente en el silencio nocturno. Elena se precipitó hacia dentro sin reparar en el peligro, mientras Cipriano, saltando por la ventana con revólver en mano, rodeaba la casa para entrar por el frente, como llamado de la calle al grito de auxilio. Al trepar la galería tropezó con un hombre que huía, y junto con el choque sintió un dolor agudo en el hombro izquierdo; hizo fuego a quemarropa y el hombre cayó. Un objeto metálico rodó a los pies de Cipriano que instintivamente lo recogió.

Al colocarlo en su bolsillo, parecióle que su mano estaba mojada como por agua tibia. Entonces comprendió que la tragedia había concluido y que el mayor peligro para Elena resultaba de su presencia en el sitio; huyó cubierto de sangre, procurando comprimir la que salía por la herida. Felizmente, el frío de la noche contribuyó a contenerla, y pudo tomar un coche que volvía vacío y lo dejó en su casa, casi desmayado…

Todos estos detalles no se supieron sino después. En cuanto a Elena, sola con su madre expirante, tuvo la atroz energía de componer el lugar de la catástrofe, volver a cerrar su ventana, y discurrir de antemano la explicación que pudiese salvar siquiera su honra y la de su cómplice inocente…

VI

Escuché con emoción profunda el relato de Elena. No podía ya dudar de la verdad: su explicación era limpia como sus lágrimas, convincente y clara como la luz del sol. Después de concluir, había quedado pensativa. Hubo un gran silencio, y sólo entonces reparamos en el viento que arreciaba y los truenos violentos que anunciaban la próxima tempestad.

Una reflexión postrera me asaltó, y dirigíle nuevamente esta pregunta:

—Todo lo veo y comprendo; pero no se ha encontrado valor alguno en los bolsillos del asesino; fuera del medallón, no tuvo tiempo de robar nada ¿dónde estará la fortuna de la señora?

Parecía como que mi voz la despertara de un pesado letargo; y me contestó después de breve pausa:

—Mi madre, cediendo a su manía, había ocultado sin duda su dinero en un punto de esta casa. Ignoro dónde; pero creo, estoy segura que el candado de oro nos lo revelará. Ahora sé que Cipriano lo tiene. ¡Cuánto he padecido en estos meses sin explicarme su prolongado silencio, su abandono aparente! Una carta de él, que recibí ayer, me ha revelado la verdad. Su herida tomó un aspecto alarmante: durante varios días, el médico creyó que el puñal del asesino había atravesado el pulmón. Cuando la herida empezó a cicatrizarse después de algunas semanas, no supo sino vagamente los resultados de la instrucción criminal. No podía confiar a extraños sus ansiedades. Temía por mí, recelaba de su madre, quien, ante el escándalo de la causa, me hubiera rechazado para siempre. Además, él mismo juzgó incurable su mal. A principios de la primavera tuvo un vómito de sangre; y cuando por orden del médico fue llevado a Mendoza, tuvo la persuasión de que allí iba a morir. Y entonces ¿para qué causar a la mujer que amaba y que tanto había sufrido por él este dolor supremo?… Al fin, restablecido y preparándose para volver, había leído en un diario el aviso de Elena, y le había escrito explicándoselo todo y fijándole para esta misma noche su primera entrevista después del largo padecer…

En este momento, oyóse llamar con fuerza a la puerta de calle. Nos levantamos a un tiempo: Elena me tomó la mano murmurando: «¡es Cipriano!» y su mirada suplicando me dirigía una muda interrogación:

—Ábrale, Elena —contesté suavemente: llegamos al término.

Salió y volvió pocos momentos después, precediendo a un joven de aspecto enérgico y atrayente. Aunque pálido y delgado todavía, traía en su mirada brillante la revelación del triunfo definitivo de la juventud. Me saludó, escuchó de boca de Elena algunas palabras explicativas, y tomándola de la mano cariñosamente, le dijo con una sonrisa:

—Albricias, Elena: no sólo te traigo el famoso candado sino el secreto que encierra.

Sacó de su bolsillo un medallón de oro y se lo entregó. Era un candadito redondo y liso, de oro bruñido, sin más adorno que una roseta de brillantes en su centro. La prenda valdría unos cincuenta duros, y me parecía incomprensible el alto significado

que ambos le daban. Entonces volvió Cipriano a tomarlo en su mano, apoyó tres veces con fuerza en la cabeza central y el candado se abrió como un relicario. Nos aproximamos a la luz, y leímos estas palabras grabadas en la tapa interior:

TRAS DE MI COMODA

E. L. E. N. A.

La joven dio un grito de alegría.

—¡Ya sé el secreto de la cerradura: son las cinco letras que no podía adivinar!

Rápidamente nos llevó a la pequeña cómoda del dormitorio, retirárnosla sin gran trabajo y apareció la puerta de una caja de hierro incrustada en la pared. De construcción especial, no tenía cerradura visible, sino cinco botones de acero con ancha cabeza giratoria y las letras del alfabeto en contorno.

Hacía una semana que Elena, arreglando los muebles con la sirvienta, había descubierto el singular escondrijo. Pero, desconfiando de toda intervención extraña, había preferido seguir su instinto de mujer, que le señalaba el candado de oro como la clave del enigma.

En efecto, Cipriano colocó las letras en el orden indicado, y con el primer movimiento de tracción, la puerta de abrió. Una enorme cartera de cuero de Rusia ocupaba el único estante de la caja. Contenía cuarenta mil pesos fuertes en billetes de banco.

Un mes después Cipriano y Elena se casaron y fui yo mismo…

—Manda decir el señor que tengan ustedes la bondad de hacer silencio…

Era un atento marinero que interrumpía al narrador engolfado en la preparación de su final. El simpático dictador del Orénoque, persuadido de que el fin primordial de las travesías es el bienestar de los comandantes nerviosos, hacía cumplir religiosamente la inviolable consigna.

Enrique M. esperó vanamente una propuesta de su auditorio: en sus sillones de hamaca, al resplandor de la luna que derramaba su plata líquida sobre las olas quietas, todos dormían profundamente.

martes, 27 de septiembre de 2022

LA MUÑECA DE PORCELANA León Tolstoi


 

LA MUÑECA DE PORCELANA

León Tolstoi

21 de marzo de 1863

(Carta de la esposa de Tolstoi, Levochka, a su hermana Tania). ¿Por qué te has vuelto tan fría, Tania? Ya no me escribes, y me gusta tanto saber de ti…

23 de marzo

(Carta del autor a su cuñada Tania)… Ella había empezado a escribir y de pronto dejó de hacerlo, porque no pudo seguir. ¿Sabes por qué, querida Tania? Le ha ocurrido algo extraordinario, aunque no tanto como a mí. Como ya sabes, al igual que el resto de nosotros, ella siempre fue una mujer de carne y hueso, con todas las ventajas y desventajas inherentes a esta condición: respiraba, era tibia y a veces caliente, se sonaba la nariz (¡y de qué modo!) y, lo más importante, tenía control sobre sus extremidades, las cuales —brazos y piernas— podían asumir diferentes posiciones. En una palabra, su cuerpo era como el de cualquiera de nosotros. De pronto, el día 21 de marzo a las diez de la noche, nos sucedió algo extraordinario a ella y a mí.

¡Tania! Sé que siempre la has querido (no sé qué sentimiento despertará ahora en ti), también sé que sientes un afectuoso interés por mí y conozco tu razonable y sano punto de vista sobre los hechos importantes de la vida; además, amas a tus padres, por favor, prepáralos e infórmales de lo sucedido; es por esto que te escribo, para contártelo como ocurrió.

Aquel día me levanté temprano, paseé mucho rato a pie y a caballo. Almorzamos y comimos juntos, después leímos (ella aún podía hacerlo) y yo me sentía tranquilo y feliz. A las diez, le di las buenas noches a la tía (Sonia estaba como siempre y me dijo que pronto se reuniría conmigo) y me fui a la cama. A través de mi sueño la oí abrir la puerta, respirar mientras se desvestía, salir de detrás del biombo y acercarse a la cama. Abrí los ojos y vi —no a la Sonia que tú y yo conocíamos— ¡sino a una Sonia de porcelana! Hecha de esa misma porcelana que provocó una discusión entre tus padres. Ya sabes, una de esas muñecas con desnudos hombros fríos y cuello y brazos inclinados hacia delante, pero hechos con el mismo material que el cuerpo. Tienen el cabello pintado de negro y arreglado en largas ondas con la pintura que desaparece en la parte superior, protuberantes ojos de porcelana que son demasiado grandes y que también están pintados de negro en los bordes. Los rígidos pliegues de porcelana de sus faldas forman una sola pieza junto con el resto.

¡Y Sonia era así! Le toqué el brazo; era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Pensé que estaba dormido y me pellizqué, pero ella no cambió y se mantuvo inmóvil frente a mí.

Le, dije:

—¿Eres de porcelana?

Y sin abrir la boca (que permaneció como estaba con sus labios curvos pintados de rojo brillante), replicó:

—Sí, soy de porcelana.

Un escalofrío me recorrió la espalda. Miré sus piernas: también eran de porcelana y (ya puedes imaginarte mi horror) estaban fijas en un pedestal de la misma materia, que representaba el suelo y estaba pintado de verde para simular un prado. Cerca de su pierna izquierda, un poco más arriba, detrás de la rodilla, había una columna de porcelana, pintada de marrón, que probablemente pretendía ser el tronco de un árbol. También formaba parte de la misma pieza que la contenía a ella. Comprendí que sin apoyo no podía permanecer erguida y me puse muy triste; tú, que la querías tanto, ya te puedes imaginar mi pena. No podía creer lo que estaba viviendo y empecé a llamarla. Le era imposible moverse sin el tronco y su base; giró un poco (junto con la base) para inclinarse hacia mí. Pude oír el pedestal batiendo contra el suelo. Volví a tocarla, era suave, agradable al tacto y de fría porcelana. Traté de levantarle la mano, pero no pude; traté de pasarle un dedo, siquiera la uña entre su codo y su cadera, pero no lo logré. El obstáculo lo formaba la misma masa de porcelana, esa materia con la que en Auerbach hacen las salseras. Empecé a examinar su camisa, formaba parte del cuerpo, tanto arriba, como abajo. La miré desde más cerca y vi que tenía una punta rota y que se había puesto marrón. La pintura en la parte superior de la cabeza había caído y se veía una manchita blanca. También había saltado un poco de pintura de un labio y uno de los hombros mostraba una pequeña raspadura. Pero estaba todo tan bien hecho, tan natural, que aún seguía siendo nuestra Sonia. La camisa era la que le conocía, con encajes; llevaba el pelo recogido en un moño, pero de porcelana y su manos delicadas y grandes ojos, al igual que los labios, eran los mismos, pero de porcelana. El hoyuelo en su barbilla y los pequeños huesos salientes bajo sus hombros estaban allí también, pero de porcelana. Sentía una terrible confusión y no sabía qué decir ni qué pensar. Ella me habría ayudado gustosa, pero, ¿qué podía hacer una criatura de porcelana? Los ojos entornados, las cejas y las pestañas, a cierta distancia, parecían llenos de vida. No me miraba a mí, sino a la cama, quería acostarse y daba vueltas en su pedestal continuamente. Casi perdí el control de mis nervios; la levanté y trate de llevarla hasta

el lecho. Mis dedos no dejaron huella en su frío cuerpo de porcelana y lo que me dejó más sorprendido es que era ligera como una pluma. De repente, pareció encogerse y volverse muy pequeña más diminuta que la palma de mi mano, aunque su aspecto no varió. Tomé una almohada y la puse en un extremo, hice un hueco en el otro con mi puño y la coloqué allí, para luego doblar su gorro de dormir en cuatro y cubrirla hasta la cabeza con él. Continuó inmóvil.

Apagué la vela y súbitamente oí su voz desde la almohada:

—Lev, ¿por qué me he vuelto de porcelana?

No supe qué contestar, y ella repitió:

—¿Cambiará algo entre nosotros el que yo sea de porcelana?

No quise apenarla y respondí que no. Volví a tocarla en la oscuridad estaba quieta como antes, fría y de porcelana. Su estómago seguía siendo el mismo que en vida sobresalía un poco, hecho poco natural para una muñeca de porcelana. Entonces experimenté un extraño sentimiento. Me pareció agradable que hubiese adquirido aquel estado y ya no me sentí sorprendido. Ahora todo resultaba natural. La levanté, me la pase de una mano a la otra para abrigarla bajo mi cabeza. Le gustó. Nos dormimos. Por la mañana me levanté y salí sin mirarla.

Todo lo sucedido el día anterior me parecía demasiado terrible. Cuando regresé a la hora de comer, había recuperado su estado normal pero no le recordé su transformación, temiendo apenarlas a ella y a la tía. Sólo te lo he contado a ti. Creí que todo había pasado, pero cada día, al quedarnos solos, ocurre lo mismo. De pronto se convierte en un minúsculo ser de porcelana. En presencia de los demás continúa igual que antes. No se siente abatida por ello, ni tampoco yo. Por extraño que pueda parecerte, confieso con franqueza que me alegro, y aun pese a su condición de porcelana, somos felices.

Te escribo todo esto, querida Tania, para que prepares a tus padres para la noticia y para que papá investigue con los médicos el significado de esta transformación y si no puede ser perjudicial para el niño que esperamos. Ahora estamos solos, está sentada bajo mi corbata de lazo y siento como su nariz puntiaguda me rasca el cuello. Ayer la dejé sola en una habitación y, al entrar, vi que Dora, nuestra perrita, la había arrastrado hasta una esquina y jugaba con ella. Estuvo a punto de romperla. Le pegué a Dora, metí a Sonia en el bolsillo de mi chaleco y me la llevé a mi estudio. Ahora estoy esperando de Tula una cajita de madera que he encargado, cubierta de tafilete en el exterior y con el

interior forrado de terciopelo frambuesa, con un espacio arreglado para que pueda ser llevada con los codos, cabeza y espalda dispuestos de tal modo que no se rompa. La cubriré también totalmente de gamuza.

Estaba escribiendo esta carta cuando ha ocurrido una terrible desgracia. Ella estaba sobre la mesa cuando Natalia Petrovna la ha empujado al pasar. Ha caído al suelo y se ha roto una pierna por encima de la rodilla, y el tronco. Alex dice que puede arreglarse con un pegamento a base de clara de huevo. Si tal receta se conoce en Moscú, envíamela, por favor.

jueves, 22 de septiembre de 2022

PROSPER MÉRIMÉE Cuentos.

 


Mateo Falcone (1829)

Al salir de Porto-Vecchio yendo hacia el noroeste, hacia el interior de la isla, se observa que el terreno se eleva bastante rápidamente y, después de tres horas de marcha por senderos tortuosos, obstruidos por grandes bloques de piedra, a veces cortados por barrancos, se encuentra uno al borde de un maquis muy extenso. El maquis es la patria de los pastores corsos y de cualquiera que se haya enemistado con la justicia. Hay que saber que el labrador corso, para ahorrarse el esfuerzo de abonar el campo, le prende fuego a una determinada porción del bosque: da igual si la llama se extiende más allá de lo necesario; pase lo que pase, está seguro de obtener una buena cosecha al sembrar en esta tierra fertilizada por las cenizas de los árboles que en ella crecían. Una vez recogidas las espigas, pues se deja la paja que costaría esfuerzo recoger, las raíces que han permanecido dentro de la tierra sin quemarse, crecen en la primavera siguiente, dando macollas muy densas que, en pocos años, alcanzan la altura de siete u ocho pies. Es a esta especie de soto espeso a lo que llaman maquis. Lo componen diferentes especies de árboles y de arbustos, mezclados y enredados como Dios quiere. No es sino con un hacha en la mano como un hombre se abriría camino en él y existen maquis tan espesos y tupidos que ni siquiera los muflones pueden penetrar en ellos. Si ha matado a un hombre, váyase al maquis de Porto-Vecchio, y vivirá seguro, con un buen fusil, pólvora y balas; no olvide una buena capa provista de capuchón, que sirve de manta y de colchón. Los pastores le dan leche, queso y castañas, y no tiene nada que temer de la justicia o de los parientes del fallecido, sino cuando sea necesario bajar a la ciudad para reabastecerse de municiones.

Cuando yo estuve en Córcega en 18..., Mateo Falcone tenía su casa a media legua de ese maquis. Era un hombre bastante rico para la comarca, que vivía noblemente, es decir, sin hacer nada, del producto de sus rebaños, que los pastores, especie de nómadas, llevaban a pastar aquí y allá por las montañas. Cuando lo vi, dos años después del suceso que voy a contar, me pareció tener cincuenta años como mucho. Imagínense un hombre bajo pero robusto, con el cabello rizado negro como el azabache, la nariz aguileña, los labios finos, los ojos grandes y expresivos y la tez color aceituna. Su habilidad disparando el fusil pasaba por ser extraordinaria, incluso en su país, donde hay tantos buenos tiradores. Por ejemplo, Mateo no habría disparado jamás a un muflón con postas; pero, a cien pasos, lo derribaba de una bala en la cabeza o en la paletilla, según quisiera. Por la noche, utilizaba sus armas con la misma facilidad que de día, y me contaron de él un rasgo de destreza que le parecerá increíble a quien no haya viajado a Córcega. A ochenta pasos de distancia, colocaban una vela encendida detrás de un papel transparente del tamaño de un plato. Apuntaba, apagaban la vela y, al cabo de un minuto, en la más completa oscuridad, disparaba y tres de cada cuatro veces lograba agujerear el papel transparente.

Con un mérito tan transcendente, Mateo Falcone se había labrado una gran reputación. Decían que era tan buen amigo como peligroso enemigo; servicial y dadivoso, vivía en paz con todo el mundo en el distrito de Porto-Vecchio. Pero contaban de él que, en Corte, donde se había casado, se había deshecho violentamente de un rival que pasaba por ser tan temible en la guerra como en el amor; al menos atribuían a Mateo la autoría de un determinado disparo que sorprendió a este rival cuando se estaba afeitando ante un pequeño espejo colgado en la ventana. Cuando el asunto se apaciguó, Mateo se casó. Su mujer, Giuseppa, le había dado primero tres hijas (por lo que él estaba rabioso), y por fin un chico, al que llamó Fortunato, que era la esperanza de la familia, el heredero del apellido. Las chicas se habían casado bien: si fuera necesario, el padre podría contar con los puñales y las escopetas de sus yernos. El hijo sólo tenía diez años, pero ya mostraba las mejores disposiciones.

Cierto día de otoño, Mateo salió muy temprano con su mujer para ir a ver uno de sus rebaños en un claro del maquis. El pequeño Fortunato quiso acompañarlos, pero el claro estaba demasiado lejos, y además alguien debía quedarse para guardar la casa; el padre por lo tanto se negó: ya veremos si no tendría motivos para arrepentirse.

Estaban ausentes desde hacía unas horas; el pequeño Fortunato se hallaba tranquilamente tumbado al sol, mirando las montañas azules y pensando en que el domingo próximo iría a la ciudad a almorzar en casa de su tío el caporal, cuando fue bruscamente interrumpido en sus meditaciones por la detonación de un arma de fuego. Se levantó y se giró hacia el lado de la llanura de donde procedía el ruido. Otros tiros siguieron, disparados a intervalos desiguales y cada vez más cercanos; por fin, por el sendero que conducía desde la llanura hasta la casa de Mateo, apareció un hombre, con un gorro puntiagudo como el de un montañés, con barba, cubierto de andrajos, arrastrándose con esfuerzo apoyado en su fusil. Acababa de recibir un tiro en el muslo. Este hombre era un proscrito que había salido de noche para ir a buscar pólvora a la ciudad y, por el camino, había caído en una emboscada de tiradores corsos. Después de una valiente defensa, había logrado escapar, vivamente perseguido y tiroteando de peñasco en peñasco. Pero le llevaba poca ventaja a los soldados y su herida le impedía llegar al maquis antes de ser alcanzado. Se acercó a Fortunato y le dijo:

—¿Eres el hijo de Mateo Falcone?

—Sí.

—Yo soy Gianetto Sanpiero. Me persiguen los cuellos amarillos. Escóndeme, pues no puedo ir más lejos.

—¿Y qué dirá mi padre si te escondo sin su permiso?

—Dirá que has hecho bien.

—¿Quién sabe?

—Escóndeme rápido, que vienen.

—Espera a que regrese mi padre.

—¿Que espere? ¡maldición! Estarán aquí en cinco minutos. Vamos, escóndeme o te mato.

Fortunato le respondió con la mayor sangre fría:

—Tu fusil está descargado, y no tienes más cartuchos en tu cartuchera.

—Tengo un puñal.

—Pero ¿correrás tan rápido como yo? —Dio un salto y se puso fuera de su alcance.

—Tú no eres hijo de Mateo Falcone! ¿Dejarás pues que me detengan delante de tu casa?

El chico pareció afectado.

—¿Qué me darás si te oculto? —dijo acercándose.

El bandido rebuscó en una bolsa de cuero que colgaba de su cintura y sacó una moneda de cinco francos que había reservado, sin duda, para comprar la pólvora. Fortunato sonrió al ver la moneda de plata; la cogió y dijo a Gianetto: «No temas nada». Inmediatamente hizo un gran agujero en un montón de heno situado junto a la casa. Gianetto se introdujo en él, y el chico lo recubrió de manera que quedara algo de aire para respirar, sin que fuera, no obstante, posible sospechar que ese heno escondía un hombre. Se le ocurrió además un detalle salvaje bastante ingenioso. Fue a buscar una gata y sus crías y las coloco sobre el montón de heno como para hacer creer que no había sido removido últimamente. Después, observando las manchas de sangre que habían quedado por el sendero cercano a la casa, las cubrió de polvo cuidadosamente, y una vez hecho esto, se volvió a tumbar al sol con la mayor tranquilidad. Unos minutos después, seis hombres en uniforme oscuro con cuello amarillo y dirigidos por un brigada, se encontraban ante la puerta de Mateo. Este brigada era un poco pariente de Falcone (ya se sabe que en Córcega se prolongan los lazos de parentesco mucho más lejos que en otras partes). Se llamaba Tiodoro Gamba, era un hombre activo, muy temido por los bandidos de los que ya había cazado bastantes.

—Buenos días, primito —dijo a Fortunato abordándolo—. ¡Cómo has crecido! ¿Has visto pasar por aquí a un hombre hace un momento?

—¡Oh! yo no soy todavía tan alto como usted, primo, —contestó el niño, con tono simplón.

—Ya llegará. Pero, ¿no has visto pasar a un hombre, dime?

—¿Que si he visto pasar a un hombre?

—Sí, un hombre con un gorro puntiagudo de terciopelo negro y una chaqueta bordada en rojo y amarillo.

—¿Un hombre con un gorro puntiagudo y una chaqueta bordada en rojo y amarillo?

—Sí, contesta rápido, y no repitas mis preguntas.

—Esta mañana, el señor cura pasó por delante de nuestra puerta en su caballo Piero. Me preguntó cómo estaba papá y yo le contesté...

—¡Ah! granuja, te estás haciendo el listo. Dime rápido por dónde pasó Gianetto, pues es a él al que buscamos; y estoy seguro de que ha venido por este sendero.

—¿Quién sabe?

—¿Quién sabe? Soy yo quien sabe que lo has visto.

—¿Es que ve uno a los que pasan cuando está durmiendo?

—No estabas durmiendo, granuja; los disparos te han despertado.

—¿Usted cree pues, primo, que sus fusiles hacen tanto ruido? La escopeta de mi padre hace mucho más.

—¡Que el diablo te lleve, maldito pillo! Estoy completamente seguro de que has visto al Gianetto. Incluso es posible que lo hayas escondido. Vamos, compañeros, entrad en la casa y comprobad si nuestro hombre no está dentro. Sólo iba a una pata y el muy tunante tiene demasiado sentido común, como para intentar llegar al maquis cojeando. Además, las manchas de sangre se acaban aquí.

—¿Y qué dirá papá? —preguntó Fortunato con ironía—; ¿qué dirá si sabe que han entrado en su casa mientras él estaba ausente?

—¡Granuja! —dijo el brigada Gamba cogiéndolo por una oreja— ¿sabes que sólo depende de mí hacer que cambies de nota? Tal vez dándote una veintena de golpes de plano con el sable hablarás por fin.

Y Fortunato seguía riéndose burlón: «Mi padre es Mateo Falcone», dijo enfáticamente.

—¿Sabes, pequeño granuja que puedo llevarte a Corte o a Bastia? Te haré dormir en un calabozo, sobre la paja, con grilletes en los pies, y haré que te guillotinen si no dices dónde está Gianetto Sanpiero.

El niño soltó la carcajada ante esta ridícula amenaza. Y repitió: «Mi padre es Mateo Falcone».

—Brigada, —dijo en voz baja uno de los tiradores— no nos pongamos a mal con Mateo.

Gamba parecía verdaderamente contrariado. Hablaba en voz baja con sus soldados, que ya habían inspeccionado toda la casa. No era una operación muy compleja, pues la cabaña de un corso sólo consiste en una habitación cuadrada. El mobiliario se compone de una mesa, bancos, arcas y utensilios de caza o de menaje. Mientras tanto el pequeño Fortunato acariciaba su gata y parecía gozar con la confusión de los tiradores y de su primo. Un soldado se acercó al montón de heno. Vio la gata y dio un bayonetazo en el heno negligentemente, encogiéndose de hombros, como si fuera consciente de que su precaución era inútil. No se movió nada; y el rostro del niño no traicionó la más ligera emoción. El brigada y sus acompañantes se daban al diablo; ya miraban seriamente hacia la llanura, como dispuestos a volverse por donde habían venido, cuando el jefe, convencido de que las amenazas no producirían ninguna impresión en el hijo de Falcone, quiso hacer un último esfuerzo e intentar el poder de las caricias y de los regalos.

—Primito, —le dijo— me pareces un buen mozo muy despierto. Llegarás lejos. Pero juegas un sucio juego conmigo; y, si no temiera causarle pena a mi primo Mateo, ¡que el diablo me lleve!, te llevaría conmigo.

—¡Bah!

—Pero cuando regrese mi primo le contaré el asunto, y por haber mentido te azotará hasta hacerte sangre.

—¿A saber?

—Ya verás... Pero... oye... sé buen chico, y te daré una cosa.

—Y yo, primo, le daré un consejo; y es que si tardan tanto, el Gianetto se meterá en el maquis y entonces serán necesarios más de un hurón como usted para ir allí a buscarlo.

El brigada sacó de su bolsillo un reloj de plata que bien podía valer diez escudos; y observó que los ojos del pequeño Fortunato brillaban al verlo, por lo que sujetando el reloj por el extremo de la cadena de acero, le dijo:

—¡Bribón! te gustaría mucho tener un reloj como éste colgado al cuello y te pasearías por las calles de Porto-Vecchio, orgulloso como un pavo real; y la gente te preguntaría: «¿Qué hora es?» y tú le responderías: «Mire en mi reloj».

—Cuando sea mayor, mi tío el caporal me dará un reloj.

—Sí, pero el hijo de tu tío ya tiene uno... que, a decir verdad, no es tan bonito como éste... Aunque es más pequeño que tú.

El niño suspiró.

—Pues bien, ¿quieres este reloj, primito?

Fortunato, mirando el reloj con el rabillo del ojo, parecía un gato al que se le ofrece un pollo entero. Como sabe que se están burlando de él, no se atreve a echarle la uña, y de vez en cuando desvía la mirada para no exponerse a sucumbir a la tentación; pero se relame el hocico constantemente, y parece decirle a su dueño: «¡Qué broma más cruel!». Sin embargo, el brigada Gamba parecía de buena fe al enseñarle el reloj. Fortunato no acercó la mano, pero dijo con una sonrisa amarga:

—¿Por qué se burla usted de mí?

—¡Por Dios! no me burlo. Sólo dime dónde está Gianetto y este reloj será tuyo.

Fortunato dejó escapar una sonrisa de incredulidad; y fijando sus ojos negros en los del brigada, se esforzaba por leer en ellos la fe que podía conceder a sus palabras.

—¡Que pierda mi charretera, —exclamó el brigada— si no te doy el reloj, con esa condición! Los compañeros son testigos, no puedo echarme atrás.

Mientras hablaba, acercaba tanto el reloj que casi tocaba con él la mejilla pálida del niño. Éste mostraba bien en su rostro el combate que mantenían en su alma el deseo y el respeto debido a la hospitalidad. Su pecho desnudo se levantaba con fuerza y parecía a punto de asfixiarse. Mientras tanto el reloj oscilaba, giraba y, a veces, tropezaba con la punta de su nariz. Por fin, poco a poco, su mano derecha se levantó hacia el reloj: lo tocó con la punta de los dedos; y descansaba entero en su mano sin que el brigada soltara no obstante el extremo de la cadena... La esfera era azulada... la caja estaba recién bruñida..., al sol, parecía completamente de fuego... La tentación era demasiado fuerte. Fortunato levantó también su mano izquierda y con el pulgar, por encima del hombro, señaló al montón de heno sobre el que estaba apoyado. El brigada lo comprendió inmediatamente. Soltó el extremo de la cadena; Fortunato se sintió único dueño del reloj. Se levantó con la agilidad de un gamo y se alejó unos diez pasos del montón de heno, que los tiradores se pusieron inmediatamente a remover. No pasó mucho tiempo sin ver que el heno se agitaba; de él salió un hombre ensangrentado, con un puñal en la mano; pero cuando intentó levantarse, su herida enfriada no le permitió mantenerse de pie. Cayó. El brigada se lanzó sobre él y le arrancó el puñal. Inmediatamente, pese a su resistencia, lo ataron fuertemente.

Gianetto, echado en el suelo y atado como una gavilla, volvió la cabeza hacia Fortunato que se había acercado. «¡Hijo de...!», le dijo con más desprecio que cólera. El niño le arrojó la moneda de plata que había recibido de él, sintiendo que había dejado de merecerla: pero el proscrito no dio muestras de prestar atención a este gesto. Dijo con mucha sangre fría al brigada: «Mi querido Gamba, no puedo andar; se va a ver obligado a llevarme hasta la ciudad».

—Hace un momento corrías más rápido que un cervatillo, —contestó el cruel vencedor—; pero quédate tranquilo: estoy tan contento de haberte atrapado, que te llevaría una legua sobre mis hombros sin sentir cansancio. Por lo demás, compañero, vamos a hacerte una litera con ramas y con tu capote; y en la granja de Crespoli encontraremos caballos.

—Está bien, —contestó el prisionero—; poned también un poco de paja sobre mi litera para que esté más cómodo.

Mientras que los tiradores se ocupaban unos de hacer una especie de parihuelas con ramas de castaño y otros de curar la herida de Gianetto, Mateo Falcone y su mujer aparecieron de repente por un recodo del sendero que conducía al maquis. La mujer avanzaba, trabajosamente encorvada por el peso de un enorme saco de castañas, mientras que su marido se relajaba, llevando sólo un fusil en la mano y otro en bandolera; pues es indigno para un hombre llevar cualquier otro peso que no sean sus armas. Al ver a los soldados, lo primero que se le ocurrió a Mateo es que habían venido a detenerlo. Pero ¿por qué se le ocurrió esta idea? ¿Tenía Mateo algún asunto pendiente con la justicia? No. Gozaba de buena reputación. Era, como se dice, un particular de buena fama; pero era corso y montañés, y hay pocos corsos montañeses que, escrutando bien en su memoria, no encuentren algún pecadillo, como un disparo, una puñalada u otras bagatelas. Mateo, más que otros, tenía la conciencia limpia; pues desde hacía más de diez años no había dirigido su fusil hacia ningún hombre; pero como era prudente, se preparó a realizar una bella defensa, por si era necesaria.

—Mujer, —dijo a Giuseppa— deja el saco en el suelo y mantente alerta.

Ella obedeció inmediatamente. Él le entregó el fusil que llevaba en bandolera y que habría podido molestarlo. Cargó el que tenía en la mano, y avanzó lentamente hacia la casa, siguiendo los árboles que bordeaban el camino y, presto, a la menor demostración hostil, a arrojarse detrás del tronco más grueso, desde donde podría haber disparado, a cubierto. Su mujer marchaba tras sus pasos llevando el fusil de repuesto y la cartuchera. El papel de una buena esposa, en caso de combate, era cargar las armas del marido.

En el otro extremo, el brigada estaba preocupado al ver a Mateo avanzar de esta manera, contando los pasos, con el fusil por delante y el dedo en el gatillo. «Si por casualidad, —pensó— resultara que Mateo es pariente de Gianetto, o su amigo, y quisiera defenderlo, los tacos de sus dos fusiles llegarían a dos de nosotros, tan seguro como una carta al correo, y si me apuntara, pese al parentesco...». En medio de esta perplejidad, adoptó una decisión muy valiente, la de avanzar solo hacia Mateo para contarle el asunto, abordándolo como a un antiguo amigo; pero el corto intervalo que lo separaba de Mateo le pareció terriblemente largo.

—¡Hola! ¡eh! viejo amigo —gritaba— ¿cómo va eso, valiente? Soy yo, Gamba, tu primo.

Mateo, sin responder ni una palabra, se había detenido y a medida que el otro hablaba levantaba suavemente el cañón de su fusil, de manera que cuando el brigada se acercó a él, estaba ya dirigido hacia el cielo.

—Buenos días, hermano, —dijo el brigada tendiéndole la mano—. Hace mucho tiempo que no nos hemos visto.

—Buenos días, hermano.

—He venido para decirte buenos días al pasar, y a mi prima Pepa. Hemos hecho hoy un largo trecho, pero no debemos quejarnos de nuestro cansancio porque hemos obtenido una buena presa. Acabamos de agarrar a Gianetto Sanpiero.

—¡Dios sea alabado! —exclamó Giuseppa—. Nos robó una cabra lechera la semana pasada.

Estas palabras alegraron a Gamba.

—¡Pobre diablo! —dijo Mateo— tenía hambre.

—El bribón se ha defendido como un león, —continuó el brigada un poco mortificado—; ha matado a uno de mis tiradores y, no contento con eso, le rompió el brazo al cabo Chardon; pero esto no es grave, sólo era un francés... Después se había escondido tan bien, que ni el diablo habría podido descubrirlo. De no ser por mi primito Fortunato, no habría podido encontrarlo jamás.

—¡Fortunato! —exclamó Mateo.

—¡Fortunato! —repitió Giuseppa.

—Sí. El Gianetto se había escondido bajo ese montón de heno de allí; pero mi primito me ha descubierto el truco. Por lo que se lo diré a su tío el caporal para que le envíe un buen regalo por su colaboración. Y su nombre y el tuyo aparecerán en el informe que le enviaré al señor abogado general.

—¡Maldición! —dijo muy bajo Mateo.

Habían llegado hasta el destacamento. Gianetto estaba ya acostado en su litera dispuesto a partir. Cuando vio a Mateo en compañía de Gamba sonrió con una extraña sonrisa; luego, volviéndose hacia la puerta de la casa, escupió sobre el dintel diciendo: «¡La casa de un traidor!». Sólo un hombre dispuesto a morir habría osado pronunciar la palabra traidor dirigiéndola a Falcone. Una buena puñalada, que no habría sido necesario repetir, habría pagado inmediatamente el insulto. Sin embargo, Mateo no hizo más gesto que el de llevarse la mano a la frente como un hombre consternado.

Fortunato, al ver llegar a su padre, se había metido en la casa. Pronto reapareció llevando una escudilla de leche, que le ofreció a Gianetto con los ojos bajos. «¡Aléjate de mí!», le gritó el proscrito con voz aterradora. Y luego, volviéndose hacia uno de los tiradores dijo: «Compañero, dame de beber». El soldado colocó entre sus manos su cantimplora y el bandido bebió el agua que le ofrecía un hombre con el que acababa de intercambiar varios disparos. A continuación pidió que le atara las manos de manera que las tuviera cruzadas sobre el pecho en lugar de llevarlas atadas a la espalda. «Me gusta, —decía— estar acostado a mis anchas». Se apresuraron a complacerle, luego el brigada dio la señal de partida, dijo adiós a Mateo, que no le respondió, y bajó, con paso apresurado hacia la llanura.

Pasaron cerca de diez minutos antes de que Mateo abriera la boca. El niño miraba con ojos inquietos unas veces a su madre, otras a su padre, quien, apoyándose en su fusil, lo miraba con expresión de cólera reprimida.

—¡Empiezas bien! —dijo por fin Mateo con voz tranquila, pero horrible para quien lo conocía.

—¡Padre! —exclamó el niño acercándose con lágrimas en los ojos como para arrojarse a sus rodillas. Pero Mateo le gritó: «¡Lejos de mí!». El chiquillo se detuvo y sollozó, inmóvil, a unos pasos de su padre.

Giuseppa se acercó. Acababa de percatarse de la cadena del reloj, cuyo extremo salía por la camisa de Fortunato.

—¿Quién te ha dado este reloj? —preguntó con tono severo.

—Mi primo el brigada.

Falcone agarró el reloj y, lanzándolo con fuerza contra una piedra, lo hizo mil pedazos.

—Mujer, —preguntó— ¿este niño es mío?

Las bronceadas mejillas de Giuseppa se tornaron de un rojo ladrillo.

—¿Qué estás diciendo Mateo? ¿Sabes con quién estás hablando?

—Pues bien, este niño es el primero de su raza que ha cometido una traición.

Los sollozos e hipos de Fortunato se intensificaron, mientras Falcone mantenía sus ojos de lince clavados en él. Por fin golpeó la tierra con la culata de su fusil, se lo echó al hombro y volvió a tomar el camino hacia el maquis gritándole a Fortunato que le siguiera. El niño obedeció. Giuseppa corrió hacia Mateo y lo agarró por un brazo. «Es tu hijo», le dijo con voz temblorosa, clavando sus ojos negros en los de su marido como para leer lo que estaba pasando en su alma.

—Déjame, —respondió Mateo—: yo soy su padre.

Giuseppa besó a su hijo y entró llorando en su cabaña. Se puso de rodillas ante una imagen de la Virgen y rezó con fervor. Mientras tanto Falcone anduvo unos doscientos pasos por el sendero y no se detuvo hasta llegar a un pequeño barranco al que descendió. Sondeó la tierra con la culata de su fusil y la encontró suelta y fácil de excavar. El lugar le pareció adecuado para su proyecto.

—Fortunato, ve junto a aquella gruesa piedra. —El chiquillo hizo lo que le ordenó; luego se arrodilló.

—Di tus oraciones.

—Padre, padre, no me mate.

—¡Di tus oraciones! —repitió Mateo con una voz terrible.

El niño, balbuciendo y sollozando recitó el Padrenuestro y el Credo. El padre, con voz potente, respondía Amén al concluir cada oración.

—¿Ésas son todas las oraciones que sabes?

—Padre, sé también el Ave María y la letanía que me enseñó mi tía.

—Es muy larga, pero no importa.

El niño concluyó la letanía con voz apagada.

—¿Has terminado?

—¡Oh! padre, ¡tened piedad! ¡perdonadme! ¡No volveré a hacerlo! ¡Le rogaré tanto a mi primo el caporal que perdonarán a Gianetto!

Estaba hablando aún; Mateo había cargado su fusil, apuntó mientras decía: «¡Que Dios te perdone!» El niño hizo un esfuerzo desesperado para volver a levantarse para abrazarse a las rodillas de su padre; pero no tuvo tiempo. Mateo disparó y Fortunato cayó muerto. Sin echar una mirada hacia el cadáver, Mateo tomó de nuevo el camino hacia su casa para ir a buscar una pala con la que enterrar a su hijo. Había dado tan sólo unos pasos cuando encontró a Giuseppa, que corría alarmada por el disparo.

—¿Qué has hecho? —exclamó.

—Justicia.

—¿Dónde está?

—En el barranco. Voy a enterrarlo. Murió como un cristiano. Haré que canten una misa por su alma. Que le digan a mi yerno Tiodoro Bianchi que se venga a vivir con nosotros.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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