3. Las mañanitas
a Lorenza y Patricia Graciela
I
Antes, México era una ciudad
con noches llenas de mañanas. A las dos de la madrugada, cuando
Federico Silva salía al balcón de su casa en la calle de Córdoba
antes de acostarse, ya era posible oler la tierra mojada del
siguiente día, respirar el perfume de las jacarandas y sentir muy
cerca los volcanes.
El alba todo lo aproximaba,
montañas y bosques. Federico Silva cerraba los ojos para aspirar
mejor ese olor único del amanecer en México; el rastro sápido,
verde de los légamos olvidados de la laguna. Oler esto era como oler
la primera mañana. Sólo quienes saben recuperar así el lago
desaparecido conocen de veras esta ciudad, se decía Federico Silva.
Eso era antes, ahora su casa
quedaba a una cuadra de la gigantesca plaza a desnivel del metro de
Insurgentes. Algún arquitecto amigo suyo había comparado ese cruce
anárquico de calles y avenidas —Insurgentes, Chapultepec, Génova,
Amberes, Jalapa— a la Plaza de la Estrella en París y Federico
Silva había reído mucho. El cruce de Insurgentes, más bien, era
como un portavianda urbano: una vía alta, a veces más alta que las
azoteas vecinas, por donde corren los automóviles, luego las calles
cerradas por mojones y cadenas, después las escaleras y túneles que
comunican con la plazoleta interna llena de restoranes de mariscos y
expendios de tacos, vendedores ambulantes, mendigos y trovadores
callejeros; y estudiantes, esa cantidad salvaje de jóvenes, sentados
comiendo tortas compuestas, chiflando y mirando el paso lento del
smog mientras el bolerito les limpia los zapatos, chuleando y
albureando a las muchachas de minifalda, chaparritas, nalgonas, de
piernas flacas; la jipiza, plumas, párpados azules, bocas
espolvoreadas de plata, chalecos de cuero y nada debajo, cadenas,
collares. Y finalmente la entrada al metro: la boca del infierno.
Le mataron sus noches llenas de
amanecer. Su barrio se volvió irrespirable, intransitable. Entre los
miserables lujos de la Zona Rosa, patético escenario cosmopolita de
una gigantesca aldea y el desesperado aunque inútil intento de
gracia residencial de la Colonia Roma, le habían abierto a Federico
Silva esa zanja infernal, insalvable, ese río Estigio de vapores
etílicos que circulaba en torno al remolino humano de la plazoleta,
cientos de jóvenes chiflando, mirando pasar el smog, dándose grasa,
esperando allí sentados en esa especie de platillo sucio que es la
redonda y hundida plaza de cemento. El platillo de una taza de
chocolate frío, grasoso y derramado.
—Qué
infamia —decía con voz impotente—, pensar que era una ciudad
chiquita y linda de colores pastel. Podía uno caminar del Zócalo a
Chapultepec sin perderse nada: gobierno, diversión, amistad o amor.
Era una de sus tantas
cantinelas de viejo solterón, aferrado a cosas olvidadas que a nadie
le interesaban más que a él. Sus amigos, Perico y el Marqués, le
decían que no fuera terco. Mientras no se moría su mamá (y mira
que tardó en morirse la santa señora) estaba bien que respetara la
tradición familiar y mantuviera la casa de la calle de Córdoba.
Pero ahora, ¿para qué? Recibió magníficos ofrecimientos de
compra, el mercado alcanzaría su tope y debía aprovechar el
momento. Lo sabía mejor que nadie, él mismo era rentista, vivía de
eso, de la especulación.
Luego pretendieron forzarle la
mano construyéndole en cada costado de su propiedad un edificio
alto, dizque moderno, porque Federico Silva decía que sólo es
moderno lo que dura para siempre, no lo que se construye de prisa
para que se descascare a los dos años y se venga abajo a los diez.
Le daba vergüenza que un país de iglesias y pirámides edificadas
para la eternidad acabara conformándose con una ciudad de cartón,
caliche y caca.
Lo encajaron, lo sofocaron, le
quitaron el sol y el aire, los ojos y el olfato. Y en cambio, le
retacaron las orejas de ruidos. Su casa, aprisionada entre las dos
torres de cemento y vidrio, sufrió sin comerlos ni deberlos el
desnivel del terreno, las cuarteaduras de la presión excesiva. Una
tarde se le cayó una moneda mientras se vestía para salir y la vio
rodar hasta topar con pared. Antes, en esta misma recámara, había
jugado a los soldados, había dispuesto batallas históricas,
Austerlitz, Waterloo hasta un Trafalgar en su tina de baño. Ahora no
la podía llenar porque el agua se desbordaba del lado inclinado de
la casa.
—Es como
vivir dentro de la Torre de Pisa, pero sin ningún prestigio. Ayer
nada más me cayó caliche en la cabeza mientras me rasuraba y toda
la pared del baño está cuarteada. ¿Cuándo entenderán que el
subsuelo esponjoso no resiste la injuria de los rascacielos?
No era una casa verdaderamente
antigua, sino uno de esos hoteles particulares, de supuesta
inspiración francesa, que se levantaron a principios de siglo y
dejaron de hacerse por los años veinte. Más parecida, en verdad, a
ciertas villas españolas o italianas de techos planos, caprichosas
simetrías de piedra en torno a pálidos estucos y escalinata de
entrada a una planta de recepción elevada, alejada de la humedad del
subsuelo.
Y el jardín, un jardín
umbrío, húmedo, solaz de las calurosas mañanas del altiplano,
recoleto, en el que se reunían sin pena, todas las noches, los
perfumes de la mañana siguiente. Qué lujo: dos grandes palmeras, un
caminito de grava, un reloj de sol, una banca de fierro pintada de
verde, un borbotón de agua canalizada hacia los lechos de violeta.
Con qué rencor miraba esos ridículos vidrios verdes con los que los
edificios nuevos se defendían del antiguo sol mexicano. Más sabios,
los conquistadores españoles entendieron la importancia de la sombra
conventual, los patios frescos. ¿Cómo no iba a defender todo esto
contra la agresión de una ciudad que primero fue su amiga y ahora
resultó ser su más feroz enemiga? De él, de Federico Silva,
llamado por sus amigos el Mandarín.
Es que sus rasgos orientales
eran tan marcados que hacían olvidar la máscara indígena que los
sostenía. Sucede con muchos rostros mexicanos: esconden los estigmas
y accidentes de la historia conocida y revelan el primer rostro, el
que llegó de la tundra y las montañas mongólicas. De esta manera,
la cara de Federico Silva era como el perdido perfume de la antigua
laguna de México: un recuerdo sensible, casi un fantasma.
Muy circunspecto, muy limpio,
muy arreglado y pequeñito, dueño de esa máscara inconmovible y con
el pelo eternamente negro, que parecía teñido. Pero ya no tenía
los dientes blancos, fuertes y eternos de sus antepasados, debido al
cambio de dieta. Pero el pelo negro sí, a pesar de la dieta
distinta. Se iban agotando, para las generaciones que la abandonaban,
las fuerzas esenciales del chile, el frijol y la tortilla, calcio y
vitaminas suficientes para los que comen poco. Ahora miraba en esa
maldita Glorieta que parece una taza sucia a los jóvenes comiendo
pura porquería, aguas gaseosas y caramelos sintéticos y papas
fritas en bolsas de celofán, la comida-basura del norte, más la
comida-lepra del sur: la triquina, la amiba, el microbio omnipotente
en cada chuleta de cerdo, agua de tamarindo y rábano desmayado.
Cómo no iba a mantener, en
medio de tantas cosas feas, su pequeño oasis de belleza, su
personalísimo Edén que nadie le envidiaría. Voluntaria,
conscientemente se había quedado a la vera de todos los caminos.
Miraba pasar la caravana de las modas. Se reservó una de tantas, era
cierto. Pero fue la que él escogió y conservó. Cuando esa moda
dejó de serlo, él la mantuvo, la cultivó y la aisló del gusto
inconstante. Así, su moda nunca pasó de moda. Igual que sus trajes,
sus sombreros, sus bastones, sus batas chinas, los elegantísimos
botines de cuero para sus pequeñísimos pies orientales, los sutiles
guantes de cabritillo para sus minúsculas manos de mandarín.
Pensó esto durante muchísimos
años, desde principios de los cuarenta, mientras esperaba que su
madre se muriera y le dejara la herencia y él, a su vez, se fuera
muriendo solo, en paz, como quería, solo en su casa, libre al fin de
la carga de su madre, tan vanidosa, tan excesiva y al mismo tiempo
tan ruin, tan polveada, tan pintada y tan empelucada hasta el último
día. Los maquillistas de la agencia fúnebre se dieron gusto.
Obligados a proporcionarle un aspecto más fresco y rozagante en la
muerte que en la vida, acabaron por presentarle a Federico Silva,
orgullosamente, una caricatura delirante, una momia barnizada. Él la
vio y ordenó cerrar para siempre el féretro.
Se reunieron muchísimos
familiares y amigos los días del velorio y el sepelio de doña
Felícitas Fernández de Silva. Gente discreta y distinguida que los
demás llaman aristocracia, como si semejante cosa, opinaba Federico
Silva, fuese posible en una colonia de ultramar conquistada por
prófugos, tinterillos, molineros y porquerizos.
—Contentémonos
—le decía a su vieja amiga María de los Ángeles Negrete—, con
ser lo que somos, una clase media alta que, a pesar de todos los
torbellinos históricos, ha logrado conservar a lo largo del tiempo
un ingreso confortable.
El más
antiguo nombre de esta compañía hizo fortuna en el siglo XVIII, el
más reciente fundó la suya antes de 1910. Una ley no escrita
excluía del grupo a los nuevos ricos de la revolución pero admitía
a quienes, damnificados por la guerra civil, después aprovecharon a
la revolución para recuperar su standing.
Pero lo normal, lo decente, era haber sido rico lo mismo durante la
Colonia que durante el Imperio que durante las dictaduras
republicanas. El solar del Marqués de Casa Cobos databa de tiempos
del Virrey O’Donojú y su abuelita fue dama de compañía de la
emperatriz Carlota; los antepasados de Perico Arauz fueron ministros
de Santa Anna y Porfirio Díaz; y Federico, por lo Fernández,
descendía de un edecán de Maximiliano y, por lo Silva, de un
magistrado de Lerdo de Tejada. Prueba de estirpe, prueba de clase
mantenida por encima de los vaivenes políticos de un país tan dado
a las sorpresas, tan dormido un día, tan alborotado al siguiente.
Todos los sábados se reunía a
jugar mahjong con sus amigos y el Marqués le decía: —No te
preocupes, Federico. Por más que nos choque, debemos admitir que la
revolución domesticó para siempre a México.
No habían visto los ojos de
resentimiento, los tigres enjaulados dentro de los cuerpos nerviosos
de todos esos jóvenes sentados allí, mirando pasar el smog.
II
El día que enterró a su madre
empezó realmente a recordar. Es más: se dio cuenta de que sólo
gracias a esa desaparición le regresaba una memoria minuciosa que
fue soterrada por el formidable peso de doña Felícitas. Fue cuando
recordó que antes las mañanas eran anunciadas por la medianoche y
que él salía al balcón a respirarlas, a cobrarse el regalo
anticipado del día.
Pero eso era sólo un recuerdo
entre muchos y el más parecido a un instinto resucitado. Lo cierto,
se dijo, es que la memoria de los viejos es provocada por las muertes
de otros viejos. Esperó desde entonces que le anunciaran la muerte
de algún tío, de algún amigo, con la seguridad de que nuevos
recuerdos acudirían a la cita. Y así, algún día, lo recordarían
a él.
¿Cómo
sería recordado? Acicalándose cada mañana frente al espejo,
admitía que en realidad había cambiado poco en los últimos veinte
años. Como los orientales, que son idénticos a su eternidad desde
que envejecen. Pero también porque en todo ese tiempo había usado y
repetido el mismo estilo de ropa. Sólo él, sin duda, seguía usando
en época de calor un carrete como el que puso de moda Maurice
Chevalier. Repetía con gusto, saboreando las sílabas, los nombres
extranjeros de ese sombrero, straw
bat, cannotier, paglietta.
Y en invierno, el homburg
negro con ribete de seda que impuso Anthony Eden, el hombre más
elegante de su época.
Siempre se levantaba tarde. No
tenía por qué pretender que era otra cosa sino un rentista
acomodado. Los hijos de sus amigos fueron capturados por la mala
conciencia social. Esto significaba que debían ser vistos de pie a
las ocho de la mañana en alguna cafetería, comiendo hot cakes y
discutiendo política. Felizmente, Federico Silva no tenía hijos que
se avergonzaran de ser ricos o que quisieran avergonzarlo a él de
permanecer en la cama hasta el mediodía, esperar a que su valet y
cocinero Dondé le subiera el desayuno, beber tranquilamente el café
y leer los periódicos, asearse y vestirse con calma.
A lo largo de los años, había
conservado las prendas de vestir de sus mocedades y al morir doña
Felícitas reunió y ordenó los extraordinarios atuendos de su madre
en varios armarios, uno correspondiente a la moda anterior a la
primera guerra, otro a la de los años veinte y un tercero con la
mezcolanza que la señora se inventó en los treinta y que de allí
en adelante ya fue su estilo hasta la muerte: medias de colores,
zapatos plateados, boas de furiosos tonos escarlata, faldas largas de
seda malva, blusas escotadas, miles de collares, sombreros de
campana, sofocantes de perla.
Todos los días se iba
caminando hasta el Bellinghausen en la calle de Londres, donde le
reservaban la misma mesa en un rincón desde la época en que se
mandó hacer el traje que llevaba puesto. Allí comía solo, digno,
severo, inclinando la cabeza al paso de sus conocidos, mandando pagar
las cuentas de las mesas de señoras solas conocidas de él o de su
mamá, nada de abrazotes, gritos, quihúboles, vulgaridades,
felices-los-ojos, quémilagrazos. Detestaba la familiaridad. Era
dueño de un pequeño espacio intocable en torno a su persona menuda,
morena, escrupulosa. Que se lo respetaran.
Su verdadera familiaridad era
con lo que contenía su casa. Todas las tardes se deleitaba en mirar,
admirar, tocar, retocar, a veces acariciar, los objetos, las lámparas
Tiffany y los ceniceros, estatuillas y marcos de Lalique. Estas cosas
le daban especial satisfacción pero poseía también todo un
mobiliario artdeco, lunas redondas en mesas de boudoir plateadas,
altas lámparas tubulares de aluminio, la cama con respaldo de estaño
bruñido, toda su recámara blanca, de raso, seda, teléfono blanco,
piel de oso polar, muros de laca color marfil deslavada.
Dos eventos
marcaron su vida de hombre joven. Una visita a Hollywood, donde el
cónsul mexicano en Los Ángeles le consiguió visitar el set de Cena
a las ocho.
Estuvo en la recámara blanca de Jean Harlow y vio de lejos a la
actriz. Todo allí era un sueño platinado. Y en Eden Roc conoció a
Cole Porter cuando acababa de componer Just
One of Those Things
y a Scott Fitzgerald con Zelda cuando escribía Tierna
es la noche.
Salió en una foto con Porter pero no con los Fitzgerald, ese verano
en la Riviera. Una foto de camarita de cajón, sin necesidad de
flash. En la recámara del Hotel Negresco conoció en la oscuridad a
una mujer desnuda. Ni él ni ella sabían quién era el otro.
Súbitamente, la mujer fue iluminada por la luz de la luna como por
la luz del día, como si la luna fuese el sol, un foco desnudo,
impúdico, sin la hoja de parra que son las pantallas.
La visita a la Costa Azul era
motivo constante de memorias en las reuniones sabatinas. Federico
Silva jugaba con destreza el mah-jong y tres de los jugadores
habituales, María de los Ángeles, Perico y el Marqués, habían
estado con él ese verano. Todo era memorable menos eso, el amor, la
muchacha rubia que se parecía a Jean Harlow. Si alguno de los amigos
sentía que otro se iba a meter en ese territorio vedado, le dirigía
una mirada cargada de advertencias atmosféricas. Entonces todos
cambiaban de tema, evitaban las nostalgias, retomaban sus discursos
normales sobre la familia y el dinero.
—Las dos
cosas son inseparables —les decía Federico Silva durante el
juego—. Como no tengo familia inmediata, cuando yo desaparezca el
dinero se irá a otra parte, a otra familia lejana. Qué chistoso.
Pedía perdón por hablar de la
muerte. Del dinero no. Cada uno de ellos había tenido la suerte de
apropiarse oportunamente una parcela de la riqueza de México, minas,
bosques, tierras, ganado, cultivos y convertirla rápidamente, antes
de que cambiara de manos, en lo único seguro: bienes raíces en la
Ciudad de México.
Federico Silva pensó con
cierto ensueño en las casas que tan puntualmente le producían
rentas, los viejos palacios coloniales de las calles de Tacuba,
Guatemala, La Moneda. Nunca los había visitado. Desconocía por
completo a la gente que vivía allí. Quizás un día le preguntaría
a los cobradores de rentas que le contaran, ¿quién vive en esos
antiguos palacios, cómo son esas gentes, se dan cuenta de que
habitan las más nobles mansiones de México?
Jamás explotaría un edificio
nuevo, como esos que le quitaban el sol y le desnivelaban su propia
casa. Esto se lo había jurado a sí mismo. Lo repitió, con una
sonrisa, cuando pasaron a la mesa, ese sábado del mah-jong en su
casa. Todos sabían que ser recibidos por Federico Silva era un honor
muy especial. Sólo él tenía esos detalles, plano de la mesa en
cuero rojo, los lugares dispuestos de acuerdo con el protocolo más
estricto —rango, edad, antiguas funciones— y la tarjeta con el
nombre de cada invitado en el lugar preciso, el menú escrito a mano
por el propio anfitrión, la forma impecable de Dondé para servir la
mesa.
La máscara oriental de
Federico Silva apenas se quebró en un gesto irónico cuando recorrió
esa noche la mesa con la mirada, contando a los ausentes, a los
amigos que le habían precedido. Se acarició las manitas de mandarín
de porcelana: ah, no había protocolo más implacable que el de la
muerte, ni precedencia más estricta que de la tumba. La araña de
Lalique iluminaba perversamente, desde muy alto y en vertical, los
rostros goyescos de los comensales, la carne de flan cuajado, las
comisuras hendidas, los ojos huecos de sus amigos.
¿Qué habrá sido de la
muchacha rubia que se desnudó una noche en mi cuarto del Hotel
Negresco?
Dondé comenzó a servir la
sopa y su perfil maya se interpuso entre Federico Silva y la señora
sentada a su derecha, su amiga María de los Ángeles Negrete. La
nariz le nacía al criado a mitad de la frente y los pequeñísimos
ojos miraban bizco.
—Qué
extraordinario —comentó Federico Silva en francés—, ¿se dan
cuenta de que este tipo de perfil y de ojos eran los signos de
belleza física entre los mayas? Para lograrlo, les aplastaban las
cabezas al nacer y les obligaban a seguir el movimiento pendular de
una canica sostenida por un hilo. ¿Cómo es posible que siglos más
tarde se sigan heredando dos rasgos impuestos artificialmente?
—Es como
heredar una peluca y unos dientes postizos —rió como yegua María
de los Ángeles Negrete.
El perfil de Dondé entre el
anfitrión y la invitada, el brazo ofreciendo la sopera, el cucharón
colmado, la ofensa inesperada del sudor de Dondé, se lo había
advertido de una vez por todas, báñate después de hacer la cocina
y antes de servir, a veces es imposible, señor, no alcanza el
tiempo, señor.
—¿Los
tuyos o los de mi madre, María de los Ángeles?
—¿Perdón,
Federico?
—La
peluca. Los dientes.
Alguien empujó el cucharón,
Federico Silva, Dondé o María de los Ángeles, quién sabe, pero la
ardiente sopa de garbanzos fue a perderse por el escote de la señora,
los gritos, cómo es posible, Dondé, perdón, señor, le aseguro, yo
no, ay las tetas de queso cuajado de María de los Ángeles, ay el
chicharrón de chichi, báñate Dondé, me ofendes, Dondé, la peluca
y los dientes de mi madre, la rubia desnuda, Niza…
Despertó con un espantoso
sobresalto, la angustia de un esfuerzo desesperado por recordar lo
que acababa de soñar, la certeza de que jamás lo lograría, otro
sueño perdido para siempre. Ebrio de tristeza, se puso la bata china
y salió al balcón. Respiró profundamente. Husmeó en vano los
olores de la mañana siguiente. Los limos de la laguna azteca, la
espuma de la noche indígena. Imposible. Como los sueños, los
perfumes perdidos se negaban a regresar.
—¿Pasa
algo señor?
—No,
Dondé.
—Oí
gritar al señor.
—No fue
nada. Sigue durmiendo, Dondé.
—Como
mande el señor.
—Buenas
noches, Dondé.
—Buenas
noches, señor.
III
—Desde que
te conozco eras de lo más cuidadosito para escoger la ropa que te
pones, Federico.
Nunca le perdonó a su vieja
amiga María de los Ángeles que una vez lo tratara con burla, buenos
días Monsieur Verdoux. Quizás había algo de chaplinesco en la
elegancia anticuada, pero sólo cuando disfrazaba una disminución de
fortuna. Y Federico Silva, lo sabían todos, no era alguien venido a
menos. Simplemente, como toda persona de verdadero gusto, sabía
escoger las cosas para que durasen. Un par de zapatos o una casa.
—Ahorra
luz. Acuéstate temprano.
Jamás
usaría al mismo tiempo bastón y polainas, por ejemplo. En su paseo
diario de la calle de Córdoba al restaurant Bellinghausen, se
cuidaría de equilibrar el efecto llamativo de un saco color ladrillo
con cinturón Buster Brown, que se mandó hacer en 1933, gracias al
impermeable indescriptible que, con estudiada sans
façon,
le colgaba del brazo. Y sólo en los contados días de auténtico
frío se pondría el bombín, el abrigo negro, la bufanda blanca. Lo
sabía muy bien: a sus espaldas, sus amigos murmuraban que esta
perpetuación del guardarropa era sólo la prueba más humillante de
su dependencia. Con lo que le pasaba doña Felícitas, tenía que
hacer durar las cosas veinte o treinta años…
—Ahorra
luz. Acuéstate temprano.
Entonces, ¿por qué después
de la muerte de doña Felícitas seguía usando la misma ropa vieja?
Eso jamás se lo preguntaban, ahora que él era el titular de la
fortuna. Dirían que doña Felícitas lo deformó, convirtió la
necesidad en virtud. No, su mamá sólo fingía la ruindad. Todo
empezó con esa frase dicha en un tono de broma hiriente, ahorra luz
acuéstate temprano, que doña Felícitas empleó una noche para
despistar, para conservar las apariencias, para no darse por enterada
de que su hijo ya era grande, salía de noche sin pedirle permiso, se
atrevía a dejarla sola.
—Si te
mantengo, lo menos que puedo esperar es que no me dejes sola, Fede.
Puedo morirme en cualquier instante, Fede. Ya sé que aquí se queda
Dondé, pero no me gusta la idea de morir en brazos de un criado.
Está bien, Fede. De veras ha de ser como tú dices, un compromiso
muy muy importante como para que abandones a tu madre. Abandones, sí,
esa es la palabra. Ojalá compenses el daño que me haces, Fede. Tú
sabes cómo. Prometiste seguir este año los ejercicios espirituales
del padre Téllez. Hazme ese pequeño favor, Fede. Ahora voy a
colgar. Me siento muy fatigada.
Colgaba el
teléfono blanco, sentada en la cama con respaldo de estaño bruñido,
rodeada de almohadones blancos, cubierta por las pieles blancas, la
gran muñeca anciana, el polichinela lechosa, polveándose con
grandes aspavientos la cara harinosa en la que los ojos flameantes,
la boca anaranjada, las mejillas rojas eran cicatrices obscenas,
manipulando con panache
la borla blanca, envolviéndose en una nube perfumada y tosijosa de
polvos de arroz, talcos aromáticos, la cabeza calva protegida por
una cofia de seda blanca. De noche, la peluca de rizos negros,
tiesos, brillantes, era colocada sobre la cabeza de tela rellena de
algodón del maniquí sin cuerpo en el tocador plateado, como las
pelucas de las antiguas reinas.
A veces, Federico Silva gustaba
de introducir un toque fantástico en sus conversaciones con los
amigos del sábado. Nada hay más satisfactorio que un público
agradecido y María de los Ángeles se espantaba fácilmente. Esto
halagaba mucho a Federico Silva. María de los Ángeles era mayor que
él, de niño la había amado, había llorado por ella cuando la
preciosa muchacha de diecisiete años prefirió ir al baile Blanco y
Negro con muchachos mayores y no con él, el amiguito devoto, el
rendido admirador de aquella perfección rubia, esa piel color de
rosa, esos tules vaporosos y listones de seda que escondían y ceñían
sus formas deseables, lindísima María de los Ángeles, ahora se
parecía a la reina María Luisa de Goya. ¿Se daba cuenta de que al
espantarla Federico Silva le seguía rindiendo homenaje, igual que a
los quince años, el único homenaje posible: ponerle la piel de
gallina?
—Ven
ustedes, supuestamente la guillotina fue inventada para evitarle
dolores a la víctima. Pero el resultado fue exactamente el
contrario. La velocidad de la ejecución, en realidad, prolongó la
agonía de la víctima. Ni la cabeza ni el cuerpo tienen tiempo de
acostumbrarse a su separación. Creen que siguen unidos y la
conciencia de que ya no lo están tarda varios segundos en hacerse
patente. Esos segundos, para la víctima, son siglos.
¿Se daba cuenta la anciana con
risa de yegua, dientes largos, pechos de requesón tan cruelmente
iluminada desde arriba por la lámpara Lalique que sólo podía
favorecer a Marlene Dietrich, sombras acentuadas, cavidades fúnebres,
misterio alucinante? Cabezas cortadas por la luz.
—Decapitado,
el cuerpo se sigue moviendo, el sistema nervioso sigue funcionando,
los brazos se agitan y las manos imploran. Y la cabeza cortada, llena
de sangre agolpada en el cerebro, alcanza el máximo grado de
lucidez. Los ojos desorbitados miran al verdugo. La lengua acelerada
impreca, recuerda, niega. Y los dientes muerden ferozmente la
canastilla. No hay un solo canasto usado al pie de una guillotina que
no esté mordisqueado como por una legión de ratas.
María de los Ángeles lanzaba
una exhalación desmayada, el Marqués de Casa Cobos le tomaba el
pulso, Perico Arauz le ofrecía un pañuelo empapado en agua de
Colonia, Federico Silva salía al balcón de su recámara a las dos
de la mañana, cuando todos se habían ido, pensaba cuál sería el
siguiente cadáver, el próximo muerto que le permitiese reclamar una
parcela más de sus recuerdos. También se podía ser rentista de la
memoria pero la única manera de cobrarla era la muerte ajena. ¿Qué
recuerdos desataría su propia muerte? ¿Quién lo recordaría?
Cerraba las ventanas del balcón y se acostaba en la cama blanca que
fue de su madre. Intentaba dormirse contando a la gente que lo
recordaría. Era tan poca, a pesar de ser toda gente conocida.
Desde que murió doña
Felícitas, Federico Silva empezó a preocuparse de su propia muerte.
Dio instrucciones a Dondé:
—Cuando
descubran mi cuerpo, antes de avisarle a nadie, pones a tocar este
disco.
—Sí,
señor.
—Míralo
bien. No te equivoques. Aquí lo dejo encimita.
—Pierda
cuidado, señor.
—Y abres
este libro sobre mi mesita de noche.
—Como
mande señor.
Que lo
encontrasen muerto mientras escuchaba la Inconclusa
de Schubert y con El
misterio de Edwin Drood
de Dickens abierto junto a su cabecera… Esta era la menos elaborada
de sus fantasías póstumas. Decidió escribir cuatro cartas. En una
de ellas se describía a sí mismo como suicida, en otra como
condenado a muerte, en la tercera como enfermo incurable y en la
cuarta como víctima de un desastre natural o humano. Esta es la que
ofrecía mayores problemas. ¿Cómo sincronizar los tres factores: su
muerte, el envío de la carta y el terremoto en Sicilia, el huracán
en Cayo Hueso, la erupción volcánica en la Martinica, el accidente
aéreo en…? En cambio, las otras tres podía enviarlas a personas
en lugares apartados de la tierra, pedirles que apenas supieran de su
muerte le hicieran el favor de expedir esas tres cartas escritas por
él, firmadas por él, dirigidas a sus amigos, la del suicida a María
de los Ángeles, la del condenado a muerte a Perico Arauz, la del
enfermo incurable al Marqués de Casa Cobos. Qué confusión, qué
incertidumbre, qué duda eterna: ¿éste que aquí velamos, que aquí
enterramos, era realmente nuestro amigo Federico Silva? Sin embargo,
la confusión y la incertidumbre ajenas y previsibles nada eran al
lado de las propias. Mientras releía las tres cartas que ya había
escrito, Federico se dio cuenta de que sabía perfectamente bien a
quiénes enviarlas, pero no a quiénes pedirles que le hicieran el
favor de enviarlas. No había vuelto a salir al extranjero desde
aquel viaje a la Costa Azul. Cole Porter había muerto sonriendo, los
Fitzgerald y Jean Harlow llorando, ¿quién iba a enviarle las
cartas? Recordó, vio a sus amigos Perico, el Marqués, María de los
Ángeles, jóvenes, en traje de baño, en Eden Rock, hace cuarenta
años… ¿Dónde estaba la muchacha que se parecía a Jean Harlow,
ella era su única aliada secreta, ella le compensaría en la muerte
del dolor, de la humillación que le reservó en vida?
—¿Y quién
demonios eres tú?
—Yo mismo
no lo sé cuando te miro.
—Perdón.
Me equivoqué de cuarto.
—No. No te
vayas. Yo tampoco te conozco.
—Suéltame
o grito.
—Por
favor…
—¡Suéltame!
Ni aunque fueras el último hombre sobre la Tierra. ¡Chino cochino!
El último hombre. Dobló
cuidadosamente las cartas antes de devolverlas a sus sobres. La mano
pesada cayó sobre su hombro, tan frágil, con un estruendo de
pulseras, cadenas, metal chocando contra metal.
—¿Qué
guardas en los sobres? ¿Tu lana, viejales?
—¿Es él?
—Segurolas.
Si lo vemos pasar todos los días frente al merendero.
—Nomás
que de batita de Fu Manchú no lo conocíamos.
—De bastón
sí.
—Y de
baberitos sobre los cacles, ah que la chingada.
—Mira
viejales, no te asustes. Aquí mis cuates el Barbero y la Pocajonta.
Yo el Artista, a tus órdenes. Palabra que no te vamos a hacer daño.
—¿Qué
quieren?
—Puras
cosas que a ti no te sirven, de plano.
—¿Cómo
entraron?
—Que te lo
cuente el joto cuando despierte.
—¿Cuál
joto?
—Ese que
te hace los mandados.
—Lo
noqueamos bien padre, ah que la…
—Siento
defraudarlos. No tengo dinero en la casa.
—Te digo
que no andamos detrás de tu pinche lana. Esa te la metes por donde
te quepa, viejales.
—Artista,
no pierdas tiempo con explicaciones. ¿Empezamos?
—Zás.
—Mira
Barbero, tú entretén el carcas mientras la Poca y yo descolgamos.
—Simón.
—¿Los
demás se quedan abajo?
—¿Los
demás? ¿Cuántos son?
—Ah que
la, no me hagas reír, carcas, oye manís, dice que cuántos somos,
ah que la.
—Acércatele,
Pocajonta, que te mire bien la careta, enséñale bien los dientes,
hazle cuzicús con la trompita, así, mi Pocajonta, dile cuántos
somos, carajo.
—¿Nunca
nos has mirado cuando pasas frente al merendero, viejito?
—No.
Nunca. No me ocupo de…
—Ahí está
el detalle. Debías de fijarte más en nosotros. Nosotros sí nos
fijamos en ti, llevamos meses fijándonos, ¿verdad, Barbero?
—Cómo no.
Años y felices días, Pocajonta. Yo que tú me sentiría de lo más
ofendida, palabra, de que el viejales no se haya fijado en ti, tú
tan cuero, tú tan a todo dar, con tus andares de Tongolele de la
nueva onda, nomás.
—Ves, Fu
Manchú, me has ofendido. Nunca te has fijado en mí. Te apuesto que
ahora sí nunca me vas a olvidar.
—Ya
déjense de vaciladas, compais. A ver qué encuentras en los roperos,
Poquita. Luego suben los muchachos a llevarse los muebles y las
lámparas.
—Tú
dices, Artista.
—Te digo
que entretengas al viejito, Barbero.
—A ver, a
ver, nunca he rasurado a un caballero tan distinguido, como quien
dice.
—Mira
nomás Artis, la sombreriza del Momias, la zapatiza, qué bruto, ni
que fuera ciempiés el viejito cochino.
—Podrido
está.
—¿Qué
quieren?
—Que te
estés quieto. Déjame enjabonarte bonito.
—No me
toque usted la cara.
—Uy,
primero no nos miras y ahora no me toques. Si serás delicado, Momis…
—Miren
muchachos y no se queden ciegos.
—¡Qué
bruta, Pocajonta! ¿Dónde encontraste esas boas?
—En la
fonda de al lado. Hay tres roperos llenos de tacuches antiguos, la
lotería, manizales. Collares, sombreros, medias azules y rojas, lo
que sus mercedes gusten y manden, por mi mamacita se los juro.
—No se
atrevan. No toquen las cosas de mi madre.
—Estése
silencio, don Momias. Palabra que no le vamos a hacer daño. ¿Qué
más le da? Son puras cosas que a usted no le importan, cosas viejas,
todas sus lámparas y ceniceros y demás cachivaches, ¿pa’qué
chingaos le sirven, a ver?
—Ustedes
no entenderían, salvajes.
—Oyes
manís, mira qué feo nos dijo.
—N’hombre,
es una flor. ¿Qué, porque nomás uso mi chaleco de cuero y nada
debajo y tú porque te pones plumas en la cabeza, Poquita, parecemos
nacos salvajes, de a tiro la última carcajada de los aztecas? Pos ve
nomás, don Momia, que de aquí salimos ajuareados yo con tus
tacuches y mi Poquita con los de tu mamacita, que nomás a eso
venimos.
—¿A
robarse la ropa?
—Todo,
viejillo, tu ropa, tus muebles, tus cucharas, toditito.
—Pero por
qué, qué valor puede tener…
—Ahí está
el detalle. La polilla se puso de moda.
—¿Van a
vender mis cosas?
—Uy, en la
Lagunilla esto se vende mejor que el Acapulco Gold, lo que vamos a
sacar por esta chachariza, vejete…
—Primero
te reservas las cosas que te gustan, mi Poca linda, el mejor collar,
la boa más chillona, lo que mejor te cuadre, mi culito con perro.
—No
vaciles, Artista. No me pongas caliente, que se me antoja esa camota
blanca y voy a querer quedarme con ella pa’que cojamos bonito tú y
yo.
—¿Más?
—Hasta
ahí. Tópese con pared y no sea cabrón, mi Artista.
—Tú
entretenlo, Barbero.
—Miren qué
bonito lo puse, todo enjabonado de su carita, si parece Santiclós.
—No me
toque usted más, señor.
—¿Quequé?
A ver, volteese un poquito pa’que lo rasure bien.
—Le digo
que no me toque.
—Muévame
la cabecita para la izquierda tantito, sea bueno.
—¡No me
toque la cabeza, me está despeinando!
—Chuchú,
a la meme lolo, quietecito mi cuás.
—Pobres
mendigos.
—¿Qué
dices, viejo boinas?
—¿Méndigos
nosotros?
—Méndigos
los que piden, ñaco viernes. Nosotros tomamos.
—Ustedes
son la lepra, la fealdad, los chancros.
—¿Quequé,
vejestorio? Oyes Artista, ¿estará grifo el ñaco este?
—N’hombre
nomás le arde estar tan viernes y nosotros tan chavos.
—La puta
que los parió, a todos ustedes, cucarachas, ratas, piojos.
—Cuidado,
Fu Manchú, ya sabes que con la mamacita no, de plano eso sí que no…
—Cuidado,
Barbero.
—Usted, el
que le dicen Barbero, usted…
—¿Sí mi
ñaquito?
—Usted es
el más asqueroso hijo de puta que he conocido en mi vida. Le prohibo
que vuelva a tocarme. Si quiere, mejor tóquele el coño a su puta
madre que lo parió.
—Ah que la
chingada, ora sí… ya la regamos.
IV
Entre los papeles de Federico
Silva, fue encontrada una carta dirigida a doña María de los
Ángeles Valle viuda de Negrete. El albacea se la hizo llegar y la
vieja señora, antes de leerla, pensó un rato en su amigo y los ojos
se le llenaron de lágrimas. Apenas una semana de muerto y ahora esta
carta, escrita, ¿cuándo?
Abrió el sobre y sacó el
pliego. No tenía fecha aunque sí lugar de origen: Palermo, Sicilia,
sin fecha. Federico hablaba de la serie de leves temblores que se
habían sucedido durante los últimos días. Los expertos anunciaban
el gran terremoto, el peor conocido por la isla desde el muy terrible
del año 1964. Él, Federico, tenía la premonición de que aquí
terminaría su vida. No había obedecido las órdenes de evacuación.
Su caso era singular: una voluntad de suicidio anulada por una
catástrofe natural. Estaba escondido en su cuarto de hotel, mirando
el mar siciliano, espumoso como dijo Góngora, y qué bien, qué
apropiado para él, morir en un lugar tan bello, lejos de la fealdad,
la falta de respeto, la mutilación del pasado: todo lo que más
detestó en vida…
Querida amiga, ¿recuerdas a
aquella muchacha rubia que armó un escándalo en el Negresco? Puedes
pensar, con razón, que soy tan simple, que mi vida ha sido tan
monótona, que me quedé para siempre embelesado por la imagen de una
mujer bellísima que no quiso ser mía. Me doy cuenta de la manera
como tú, Perico, el Marqués y todos los amigos evitan el tema.
Pobre Federico. Su única aventura se le frustró, luego se hizo
viejo al lado de una madre tiránica, ahora se murió.
Tendrán ustedes razón por lo
que hace al meollo del asunto, mas no por lo que se queda en
apariencias. Esto nunca se lo he dicho a nadie. Cuando le rogué a
esa muchacha que se quedara, que pasara la noche conmigo en el hotel,
se negó, me dijo ‘Ni aunque fueras el último hombre de la
tierra’. Esa frase tan hiriente, ¿lo creerás?, me salvó.
Sencillamente, me dije que nadie es el último hombre ante el amor,
sólo ante la muerte. Sólo la muerte puede decirnos: Eres el último.
Nada más, nadie más, María de los Ángeles.
Esa frase fue capaz de
humillarme, mas no de amedrentarme. Y si nunca me casé fue por
miedo, lo admito. Sentí terror de prolongar en mis hijos lo que mi
madre me impuso. Esto lo deberías saber tú; nuestra educación fue
muy similar. Pero yo no tuve oportunidad de educar mal a los hijos
que nunca tuve. Tú, en cambio, sí. Perdona mi franqueza. La
situación, creo, la autoriza. Llámalo, en todo caso, como quieras:
temores religiosos, avaricias cotidianas, disciplinas estériles.
Claro que esta cobardía se
paga cuando tus padres han muerto y tú mismo, como es mi caso, no
tienes descendencia. Perdiste para siempre la oportunidad de darles a
tus hijos algo mejor o algo distinto de lo que tus padres te dieron a
ti. No sé. Lo cierto es que se corre el riesgo de la insatisfacción
y el error, hágase lo que se haga. A veces, si eres católico, como
yo, y te has visto obligado a llevar a una muchachita al doctor para
que la operen o, peor tantito, le mandas el dinero con tu criado para
que se haga abortar, sientes que has pecado. Esos hijos que nunca
tuvo uno, ¿se salvaron de venir a un mundo feo y cruel? O todo lo
contrario, ¿te echan en cara que no les hayas brindado los riesgos
de la vida, te llaman asesino, cobarde? No sé.
Temo de veras que esta imagen
titubeante sea la que ustedes recuerden. Por eso te escribo ahora,
antes de morir. Tuve siempre un amor, sólo uno, tú. El amor que
sentí por ti a los quince años lo seguí sintiendo toda mi vida,
hasta morir. Te lo puedo decir ahora. En ti conjugué la necesidad de
mi celibato y la necesidad de mi amor. No sé si me entenderás. Sólo
a ti podía amarte siempre sin traicionar todos los demás aspectos
de mi vida y sus exigencias. Siendo lo que fui, tenía que amarte a
ti como te amé: constante, silente, nostálgico. Pero porque te amé
a ti, fui como fui: solitario, distante, apenas humanizado por cierto
sentido del humor.
No sé si me hago entender o si
yo mismo supe entenderme profundamente. Todos creemos conocernos a
nosotros mismos. Nada más falso. Piensa en mí, recuérdame. Y dime
si puedes explicarte lo que ahora te digo. Acaso sea el único enigma
de mi vida y muero sin descifrarlo. Todas las noches, antes de
acostarme, salgo al balcón de mi recámara a tomar aire. Trato de
respirar los presagios de la mañana siguiente. Había logrado ubicar
los olores del lago perdido de una ciudad, también, perdida. Con los
años, me va resultando cada vez más difícil.
Pero no ha sido ese el
verdadero motivo de mis salidas al balcón. A veces, parado allí, me
pongo a temblar y temo que una vez más esa hora, esa temperatura,
ese eterno anuncio de tormenta, aunque sea de polvo, que cuelga sobre
México, me haga reaccionar visceralmente, como un animal,
domesticado en este clima, libre en otro, salvaje en una latitud muy
distante. Temo que regrese, con la oscuridad o el relámpago, la
lluvia o la tolvanera, el fantasma de un animal que pude ser yo o el
hijo que nunca tuve. Había una bestia en mis tripas, María de los
Ángeles, ¿puedes creerlo?
La vieja señora lloró
mientras guardó la carta en el sobre. Se detuvo un instante,
horrorizada, recordando la historia de la guillotina con que Federico
la espantaba los sábados. No, se negó a ver el cadáver, el cuello
rebanado por la navaja de afeitar. Perico y el Marqués, los muy
morbosos, ellos sí.
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