jueves, 25 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES. AGUA QUEMADA. 3. LAS MAÑANITAS.



3. Las mañanitas

a Lorenza y Patricia Graciela

 

I

Antes, México era una ciudad con noches llenas de mañanas. A las dos de la madrugada, cuando Federico Silva salía al balcón de su casa en la calle de Córdoba antes de acostarse, ya era posible oler la tierra mojada del siguiente día, respirar el perfume de las jacarandas y sentir muy cerca los volcanes.
El alba todo lo aproximaba, montañas y bosques. Federico Silva cerraba los ojos para aspirar mejor ese olor único del amanecer en México; el rastro sápido, verde de los légamos olvidados de la laguna. Oler esto era como oler la primera mañana. Sólo quienes saben recuperar así el lago desaparecido conocen de veras esta ciudad, se decía Federico Silva.
Eso era antes, ahora su casa quedaba a una cuadra de la gigantesca plaza a desnivel del metro de Insurgentes. Algún arquitecto amigo suyo había comparado ese cruce anárquico de calles y avenidas —Insurgentes, Chapultepec, Génova, Amberes, Jalapa— a la Plaza de la Estrella en París y Federico Silva había reído mucho. El cruce de Insurgentes, más bien, era como un portavianda urbano: una vía alta, a veces más alta que las azoteas vecinas, por donde corren los automóviles, luego las calles cerradas por mojones y cadenas, después las escaleras y túneles que comunican con la plazoleta interna llena de restoranes de mariscos y expendios de tacos, vendedores ambulantes, mendigos y trovadores callejeros; y estudiantes, esa cantidad salvaje de jóvenes, sentados comiendo tortas compuestas, chiflando y mirando el paso lento del smog mientras el bolerito les limpia los zapatos, chuleando y albureando a las muchachas de minifalda, chaparritas, nalgonas, de piernas flacas; la jipiza, plumas, párpados azules, bocas espolvoreadas de plata, chalecos de cuero y nada debajo, cadenas, collares. Y finalmente la entrada al metro: la boca del infierno.
Le mataron sus noches llenas de amanecer. Su barrio se volvió irrespirable, intransitable. Entre los miserables lujos de la Zona Rosa, patético escenario cosmopolita de una gigantesca aldea y el desesperado aunque inútil intento de gracia residencial de la Colonia Roma, le habían abierto a Federico Silva esa zanja infernal, insalvable, ese río Estigio de vapores etílicos que circulaba en torno al remolino humano de la plazoleta, cientos de jóvenes chiflando, mirando pasar el smog, dándose grasa, esperando allí sentados en esa especie de platillo sucio que es la redonda y hundida plaza de cemento. El platillo de una taza de chocolate frío, grasoso y derramado.
Qué infamia —decía con voz impotente—, pensar que era una ciudad chiquita y linda de colores pastel. Podía uno caminar del Zócalo a Chapultepec sin perderse nada: gobierno, diversión, amistad o amor.
Era una de sus tantas cantinelas de viejo solterón, aferrado a cosas olvidadas que a nadie le interesaban más que a él. Sus amigos, Perico y el Marqués, le decían que no fuera terco. Mientras no se moría su mamá (y mira que tardó en morirse la santa señora) estaba bien que respetara la tradición familiar y mantuviera la casa de la calle de Córdoba. Pero ahora, ¿para qué? Recibió magníficos ofrecimientos de compra, el mercado alcanzaría su tope y debía aprovechar el momento. Lo sabía mejor que nadie, él mismo era rentista, vivía de eso, de la especulación.
Luego pretendieron forzarle la mano construyéndole en cada costado de su propiedad un edificio alto, dizque moderno, porque Federico Silva decía que sólo es moderno lo que dura para siempre, no lo que se construye de prisa para que se descascare a los dos años y se venga abajo a los diez. Le daba vergüenza que un país de iglesias y pirámides edificadas para la eternidad acabara conformándose con una ciudad de cartón, caliche y caca.
Lo encajaron, lo sofocaron, le quitaron el sol y el aire, los ojos y el olfato. Y en cambio, le retacaron las orejas de ruidos. Su casa, aprisionada entre las dos torres de cemento y vidrio, sufrió sin comerlos ni deberlos el desnivel del terreno, las cuarteaduras de la presión excesiva. Una tarde se le cayó una moneda mientras se vestía para salir y la vio rodar hasta topar con pared. Antes, en esta misma recámara, había jugado a los soldados, había dispuesto batallas históricas, Austerlitz, Waterloo hasta un Trafalgar en su tina de baño. Ahora no la podía llenar porque el agua se desbordaba del lado inclinado de la casa.
Es como vivir dentro de la Torre de Pisa, pero sin ningún prestigio. Ayer nada más me cayó caliche en la cabeza mientras me rasuraba y toda la pared del baño está cuarteada. ¿Cuándo entenderán que el subsuelo esponjoso no resiste la injuria de los rascacielos?
No era una casa verdaderamente antigua, sino uno de esos hoteles particulares, de supuesta inspiración francesa, que se levantaron a principios de siglo y dejaron de hacerse por los años veinte. Más parecida, en verdad, a ciertas villas españolas o italianas de techos planos, caprichosas simetrías de piedra en torno a pálidos estucos y escalinata de entrada a una planta de recepción elevada, alejada de la humedad del subsuelo.
Y el jardín, un jardín umbrío, húmedo, solaz de las calurosas mañanas del altiplano, recoleto, en el que se reunían sin pena, todas las noches, los perfumes de la mañana siguiente. Qué lujo: dos grandes palmeras, un caminito de grava, un reloj de sol, una banca de fierro pintada de verde, un borbotón de agua canalizada hacia los lechos de violeta. Con qué rencor miraba esos ridículos vidrios verdes con los que los edificios nuevos se defendían del antiguo sol mexicano. Más sabios, los conquistadores españoles entendieron la importancia de la sombra conventual, los patios frescos. ¿Cómo no iba a defender todo esto contra la agresión de una ciudad que primero fue su amiga y ahora resultó ser su más feroz enemiga? De él, de Federico Silva, llamado por sus amigos el Mandarín.
Es que sus rasgos orientales eran tan marcados que hacían olvidar la máscara indígena que los sostenía. Sucede con muchos rostros mexicanos: esconden los estigmas y accidentes de la historia conocida y revelan el primer rostro, el que llegó de la tundra y las montañas mongólicas. De esta manera, la cara de Federico Silva era como el perdido perfume de la antigua laguna de México: un recuerdo sensible, casi un fantasma.
Muy circunspecto, muy limpio, muy arreglado y pequeñito, dueño de esa máscara inconmovible y con el pelo eternamente negro, que parecía teñido. Pero ya no tenía los dientes blancos, fuertes y eternos de sus antepasados, debido al cambio de dieta. Pero el pelo negro sí, a pesar de la dieta distinta. Se iban agotando, para las generaciones que la abandonaban, las fuerzas esenciales del chile, el frijol y la tortilla, calcio y vitaminas suficientes para los que comen poco. Ahora miraba en esa maldita Glorieta que parece una taza sucia a los jóvenes comiendo pura porquería, aguas gaseosas y caramelos sintéticos y papas fritas en bolsas de celofán, la comida-basura del norte, más la comida-lepra del sur: la triquina, la amiba, el microbio omnipotente en cada chuleta de cerdo, agua de tamarindo y rábano desmayado.
Cómo no iba a mantener, en medio de tantas cosas feas, su pequeño oasis de belleza, su personalísimo Edén que nadie le envidiaría. Voluntaria, conscientemente se había quedado a la vera de todos los caminos. Miraba pasar la caravana de las modas. Se reservó una de tantas, era cierto. Pero fue la que él escogió y conservó. Cuando esa moda dejó de serlo, él la mantuvo, la cultivó y la aisló del gusto inconstante. Así, su moda nunca pasó de moda. Igual que sus trajes, sus sombreros, sus bastones, sus batas chinas, los elegantísimos botines de cuero para sus pequeñísimos pies orientales, los sutiles guantes de cabritillo para sus minúsculas manos de mandarín.
Pensó esto durante muchísimos años, desde principios de los cuarenta, mientras esperaba que su madre se muriera y le dejara la herencia y él, a su vez, se fuera muriendo solo, en paz, como quería, solo en su casa, libre al fin de la carga de su madre, tan vanidosa, tan excesiva y al mismo tiempo tan ruin, tan polveada, tan pintada y tan empelucada hasta el último día. Los maquillistas de la agencia fúnebre se dieron gusto. Obligados a proporcionarle un aspecto más fresco y rozagante en la muerte que en la vida, acabaron por presentarle a Federico Silva, orgullosamente, una caricatura delirante, una momia barnizada. Él la vio y ordenó cerrar para siempre el féretro.
Se reunieron muchísimos familiares y amigos los días del velorio y el sepelio de doña Felícitas Fernández de Silva. Gente discreta y distinguida que los demás llaman aristocracia, como si semejante cosa, opinaba Federico Silva, fuese posible en una colonia de ultramar conquistada por prófugos, tinterillos, molineros y porquerizos.
Contentémonos —le decía a su vieja amiga María de los Ángeles Negrete—, con ser lo que somos, una clase media alta que, a pesar de todos los torbellinos históricos, ha logrado conservar a lo largo del tiempo un ingreso confortable.
El más antiguo nombre de esta compañía hizo fortuna en el siglo XVIII, el más reciente fundó la suya antes de 1910. Una ley no escrita excluía del grupo a los nuevos ricos de la revolución pero admitía a quienes, damnificados por la guerra civil, después aprovecharon a la revolución para recuperar su standing. Pero lo normal, lo decente, era haber sido rico lo mismo durante la Colonia que durante el Imperio que durante las dictaduras republicanas. El solar del Marqués de Casa Cobos databa de tiempos del Virrey O’Donojú y su abuelita fue dama de compañía de la emperatriz Carlota; los antepasados de Perico Arauz fueron ministros de Santa Anna y Porfirio Díaz; y Federico, por lo Fernández, descendía de un edecán de Maximiliano y, por lo Silva, de un magistrado de Lerdo de Tejada. Prueba de estirpe, prueba de clase mantenida por encima de los vaivenes políticos de un país tan dado a las sorpresas, tan dormido un día, tan alborotado al siguiente.
Todos los sábados se reunía a jugar mahjong con sus amigos y el Marqués le decía: —No te preocupes, Federico. Por más que nos choque, debemos admitir que la revolución domesticó para siempre a México.
No habían visto los ojos de resentimiento, los tigres enjaulados dentro de los cuerpos nerviosos de todos esos jóvenes sentados allí, mirando pasar el smog.

II

El día que enterró a su madre empezó realmente a recordar. Es más: se dio cuenta de que sólo gracias a esa desaparición le regresaba una memoria minuciosa que fue soterrada por el formidable peso de doña Felícitas. Fue cuando recordó que antes las mañanas eran anunciadas por la medianoche y que él salía al balcón a respirarlas, a cobrarse el regalo anticipado del día.
Pero eso era sólo un recuerdo entre muchos y el más parecido a un instinto resucitado. Lo cierto, se dijo, es que la memoria de los viejos es provocada por las muertes de otros viejos. Esperó desde entonces que le anunciaran la muerte de algún tío, de algún amigo, con la seguridad de que nuevos recuerdos acudirían a la cita. Y así, algún día, lo recordarían a él.
¿Cómo sería recordado? Acicalándose cada mañana frente al espejo, admitía que en realidad había cambiado poco en los últimos veinte años. Como los orientales, que son idénticos a su eternidad desde que envejecen. Pero también porque en todo ese tiempo había usado y repetido el mismo estilo de ropa. Sólo él, sin duda, seguía usando en época de calor un carrete como el que puso de moda Maurice Chevalier. Repetía con gusto, saboreando las sílabas, los nombres extranjeros de ese sombrero, straw bat, cannotier, paglietta. Y en invierno, el homburg negro con ribete de seda que impuso Anthony Eden, el hombre más elegante de su época.
Siempre se levantaba tarde. No tenía por qué pretender que era otra cosa sino un rentista acomodado. Los hijos de sus amigos fueron capturados por la mala conciencia social. Esto significaba que debían ser vistos de pie a las ocho de la mañana en alguna cafetería, comiendo hot cakes y discutiendo política. Felizmente, Federico Silva no tenía hijos que se avergonzaran de ser ricos o que quisieran avergonzarlo a él de permanecer en la cama hasta el mediodía, esperar a que su valet y cocinero Dondé le subiera el desayuno, beber tranquilamente el café y leer los periódicos, asearse y vestirse con calma.
A lo largo de los años, había conservado las prendas de vestir de sus mocedades y al morir doña Felícitas reunió y ordenó los extraordinarios atuendos de su madre en varios armarios, uno correspondiente a la moda anterior a la primera guerra, otro a la de los años veinte y un tercero con la mezcolanza que la señora se inventó en los treinta y que de allí en adelante ya fue su estilo hasta la muerte: medias de colores, zapatos plateados, boas de furiosos tonos escarlata, faldas largas de seda malva, blusas escotadas, miles de collares, sombreros de campana, sofocantes de perla.
Todos los días se iba caminando hasta el Bellinghausen en la calle de Londres, donde le reservaban la misma mesa en un rincón desde la época en que se mandó hacer el traje que llevaba puesto. Allí comía solo, digno, severo, inclinando la cabeza al paso de sus conocidos, mandando pagar las cuentas de las mesas de señoras solas conocidas de él o de su mamá, nada de abrazotes, gritos, quihúboles, vulgaridades, felices-los-ojos, quémilagrazos. Detestaba la familiaridad. Era dueño de un pequeño espacio intocable en torno a su persona menuda, morena, escrupulosa. Que se lo respetaran.
Su verdadera familiaridad era con lo que contenía su casa. Todas las tardes se deleitaba en mirar, admirar, tocar, retocar, a veces acariciar, los objetos, las lámparas Tiffany y los ceniceros, estatuillas y marcos de Lalique. Estas cosas le daban especial satisfacción pero poseía también todo un mobiliario artdeco, lunas redondas en mesas de boudoir plateadas, altas lámparas tubulares de aluminio, la cama con respaldo de estaño bruñido, toda su recámara blanca, de raso, seda, teléfono blanco, piel de oso polar, muros de laca color marfil deslavada.
Dos eventos marcaron su vida de hombre joven. Una visita a Hollywood, donde el cónsul mexicano en Los Ángeles le consiguió visitar el set de Cena a las ocho. Estuvo en la recámara blanca de Jean Harlow y vio de lejos a la actriz. Todo allí era un sueño platinado. Y en Eden Roc conoció a Cole Porter cuando acababa de componer Just One of Those Things y a Scott Fitzgerald con Zelda cuando escribía Tierna es la noche. Salió en una foto con Porter pero no con los Fitzgerald, ese verano en la Riviera. Una foto de camarita de cajón, sin necesidad de flash. En la recámara del Hotel Negresco conoció en la oscuridad a una mujer desnuda. Ni él ni ella sabían quién era el otro. Súbitamente, la mujer fue iluminada por la luz de la luna como por la luz del día, como si la luna fuese el sol, un foco desnudo, impúdico, sin la hoja de parra que son las pantallas.
La visita a la Costa Azul era motivo constante de memorias en las reuniones sabatinas. Federico Silva jugaba con destreza el mah-jong y tres de los jugadores habituales, María de los Ángeles, Perico y el Marqués, habían estado con él ese verano. Todo era memorable menos eso, el amor, la muchacha rubia que se parecía a Jean Harlow. Si alguno de los amigos sentía que otro se iba a meter en ese territorio vedado, le dirigía una mirada cargada de advertencias atmosféricas. Entonces todos cambiaban de tema, evitaban las nostalgias, retomaban sus discursos normales sobre la familia y el dinero.
Las dos cosas son inseparables —les decía Federico Silva durante el juego—. Como no tengo familia inmediata, cuando yo desaparezca el dinero se irá a otra parte, a otra familia lejana. Qué chistoso.
Pedía perdón por hablar de la muerte. Del dinero no. Cada uno de ellos había tenido la suerte de apropiarse oportunamente una parcela de la riqueza de México, minas, bosques, tierras, ganado, cultivos y convertirla rápidamente, antes de que cambiara de manos, en lo único seguro: bienes raíces en la Ciudad de México.
Federico Silva pensó con cierto ensueño en las casas que tan puntualmente le producían rentas, los viejos palacios coloniales de las calles de Tacuba, Guatemala, La Moneda. Nunca los había visitado. Desconocía por completo a la gente que vivía allí. Quizás un día le preguntaría a los cobradores de rentas que le contaran, ¿quién vive en esos antiguos palacios, cómo son esas gentes, se dan cuenta de que habitan las más nobles mansiones de México?
Jamás explotaría un edificio nuevo, como esos que le quitaban el sol y le desnivelaban su propia casa. Esto se lo había jurado a sí mismo. Lo repitió, con una sonrisa, cuando pasaron a la mesa, ese sábado del mah-jong en su casa. Todos sabían que ser recibidos por Federico Silva era un honor muy especial. Sólo él tenía esos detalles, plano de la mesa en cuero rojo, los lugares dispuestos de acuerdo con el protocolo más estricto —rango, edad, antiguas funciones— y la tarjeta con el nombre de cada invitado en el lugar preciso, el menú escrito a mano por el propio anfitrión, la forma impecable de Dondé para servir la mesa.
La máscara oriental de Federico Silva apenas se quebró en un gesto irónico cuando recorrió esa noche la mesa con la mirada, contando a los ausentes, a los amigos que le habían precedido. Se acarició las manitas de mandarín de porcelana: ah, no había protocolo más implacable que el de la muerte, ni precedencia más estricta que de la tumba. La araña de Lalique iluminaba perversamente, desde muy alto y en vertical, los rostros goyescos de los comensales, la carne de flan cuajado, las comisuras hendidas, los ojos huecos de sus amigos.
¿Qué habrá sido de la muchacha rubia que se desnudó una noche en mi cuarto del Hotel Negresco?
Dondé comenzó a servir la sopa y su perfil maya se interpuso entre Federico Silva y la señora sentada a su derecha, su amiga María de los Ángeles Negrete. La nariz le nacía al criado a mitad de la frente y los pequeñísimos ojos miraban bizco.
Qué extraordinario —comentó Federico Silva en francés—, ¿se dan cuenta de que este tipo de perfil y de ojos eran los signos de belleza física entre los mayas? Para lograrlo, les aplastaban las cabezas al nacer y les obligaban a seguir el movimiento pendular de una canica sostenida por un hilo. ¿Cómo es posible que siglos más tarde se sigan heredando dos rasgos impuestos artificialmente?
Es como heredar una peluca y unos dientes postizos —rió como yegua María de los Ángeles Negrete.
El perfil de Dondé entre el anfitrión y la invitada, el brazo ofreciendo la sopera, el cucharón colmado, la ofensa inesperada del sudor de Dondé, se lo había advertido de una vez por todas, báñate después de hacer la cocina y antes de servir, a veces es imposible, señor, no alcanza el tiempo, señor.
¿Los tuyos o los de mi madre, María de los Ángeles?
¿Perdón, Federico?
La peluca. Los dientes.
Alguien empujó el cucharón, Federico Silva, Dondé o María de los Ángeles, quién sabe, pero la ardiente sopa de garbanzos fue a perderse por el escote de la señora, los gritos, cómo es posible, Dondé, perdón, señor, le aseguro, yo no, ay las tetas de queso cuajado de María de los Ángeles, ay el chicharrón de chichi, báñate Dondé, me ofendes, Dondé, la peluca y los dientes de mi madre, la rubia desnuda, Niza…
Despertó con un espantoso sobresalto, la angustia de un esfuerzo desesperado por recordar lo que acababa de soñar, la certeza de que jamás lo lograría, otro sueño perdido para siempre. Ebrio de tristeza, se puso la bata china y salió al balcón. Respiró profundamente. Husmeó en vano los olores de la mañana siguiente. Los limos de la laguna azteca, la espuma de la noche indígena. Imposible. Como los sueños, los perfumes perdidos se negaban a regresar.
¿Pasa algo señor?
No, Dondé.
Oí gritar al señor.
No fue nada. Sigue durmiendo, Dondé.
Como mande el señor.
Buenas noches, Dondé.
Buenas noches, señor.

III

Desde que te conozco eras de lo más cuidadosito para escoger la ropa que te pones, Federico.
Nunca le perdonó a su vieja amiga María de los Ángeles que una vez lo tratara con burla, buenos días Monsieur Verdoux. Quizás había algo de chaplinesco en la elegancia anticuada, pero sólo cuando disfrazaba una disminución de fortuna. Y Federico Silva, lo sabían todos, no era alguien venido a menos. Simplemente, como toda persona de verdadero gusto, sabía escoger las cosas para que durasen. Un par de zapatos o una casa.
Ahorra luz. Acuéstate temprano.
Jamás usaría al mismo tiempo bastón y polainas, por ejemplo. En su paseo diario de la calle de Córdoba al restaurant Bellinghausen, se cuidaría de equilibrar el efecto llamativo de un saco color ladrillo con cinturón Buster Brown, que se mandó hacer en 1933, gracias al impermeable indescriptible que, con estudiada sans façon, le colgaba del brazo. Y sólo en los contados días de auténtico frío se pondría el bombín, el abrigo negro, la bufanda blanca. Lo sabía muy bien: a sus espaldas, sus amigos murmuraban que esta perpetuación del guardarropa era sólo la prueba más humillante de su dependencia. Con lo que le pasaba doña Felícitas, tenía que hacer durar las cosas veinte o treinta años…
Ahorra luz. Acuéstate temprano.
Entonces, ¿por qué después de la muerte de doña Felícitas seguía usando la misma ropa vieja? Eso jamás se lo preguntaban, ahora que él era el titular de la fortuna. Dirían que doña Felícitas lo deformó, convirtió la necesidad en virtud. No, su mamá sólo fingía la ruindad. Todo empezó con esa frase dicha en un tono de broma hiriente, ahorra luz acuéstate temprano, que doña Felícitas empleó una noche para despistar, para conservar las apariencias, para no darse por enterada de que su hijo ya era grande, salía de noche sin pedirle permiso, se atrevía a dejarla sola.
Si te mantengo, lo menos que puedo esperar es que no me dejes sola, Fede. Puedo morirme en cualquier instante, Fede. Ya sé que aquí se queda Dondé, pero no me gusta la idea de morir en brazos de un criado. Está bien, Fede. De veras ha de ser como tú dices, un compromiso muy muy importante como para que abandones a tu madre. Abandones, sí, esa es la palabra. Ojalá compenses el daño que me haces, Fede. Tú sabes cómo. Prometiste seguir este año los ejercicios espirituales del padre Téllez. Hazme ese pequeño favor, Fede. Ahora voy a colgar. Me siento muy fatigada.
Colgaba el teléfono blanco, sentada en la cama con respaldo de estaño bruñido, rodeada de almohadones blancos, cubierta por las pieles blancas, la gran muñeca anciana, el polichinela lechosa, polveándose con grandes aspavientos la cara harinosa en la que los ojos flameantes, la boca anaranjada, las mejillas rojas eran cicatrices obscenas, manipulando con panache la borla blanca, envolviéndose en una nube perfumada y tosijosa de polvos de arroz, talcos aromáticos, la cabeza calva protegida por una cofia de seda blanca. De noche, la peluca de rizos negros, tiesos, brillantes, era colocada sobre la cabeza de tela rellena de algodón del maniquí sin cuerpo en el tocador plateado, como las pelucas de las antiguas reinas.
A veces, Federico Silva gustaba de introducir un toque fantástico en sus conversaciones con los amigos del sábado. Nada hay más satisfactorio que un público agradecido y María de los Ángeles se espantaba fácilmente. Esto halagaba mucho a Federico Silva. María de los Ángeles era mayor que él, de niño la había amado, había llorado por ella cuando la preciosa muchacha de diecisiete años prefirió ir al baile Blanco y Negro con muchachos mayores y no con él, el amiguito devoto, el rendido admirador de aquella perfección rubia, esa piel color de rosa, esos tules vaporosos y listones de seda que escondían y ceñían sus formas deseables, lindísima María de los Ángeles, ahora se parecía a la reina María Luisa de Goya. ¿Se daba cuenta de que al espantarla Federico Silva le seguía rindiendo homenaje, igual que a los quince años, el único homenaje posible: ponerle la piel de gallina?
Ven ustedes, supuestamente la guillotina fue inventada para evitarle dolores a la víctima. Pero el resultado fue exactamente el contrario. La velocidad de la ejecución, en realidad, prolongó la agonía de la víctima. Ni la cabeza ni el cuerpo tienen tiempo de acostumbrarse a su separación. Creen que siguen unidos y la conciencia de que ya no lo están tarda varios segundos en hacerse patente. Esos segundos, para la víctima, son siglos.
¿Se daba cuenta la anciana con risa de yegua, dientes largos, pechos de requesón tan cruelmente iluminada desde arriba por la lámpara Lalique que sólo podía favorecer a Marlene Dietrich, sombras acentuadas, cavidades fúnebres, misterio alucinante? Cabezas cortadas por la luz.
Decapitado, el cuerpo se sigue moviendo, el sistema nervioso sigue funcionando, los brazos se agitan y las manos imploran. Y la cabeza cortada, llena de sangre agolpada en el cerebro, alcanza el máximo grado de lucidez. Los ojos desorbitados miran al verdugo. La lengua acelerada impreca, recuerda, niega. Y los dientes muerden ferozmente la canastilla. No hay un solo canasto usado al pie de una guillotina que no esté mordisqueado como por una legión de ratas.
María de los Ángeles lanzaba una exhalación desmayada, el Marqués de Casa Cobos le tomaba el pulso, Perico Arauz le ofrecía un pañuelo empapado en agua de Colonia, Federico Silva salía al balcón de su recámara a las dos de la mañana, cuando todos se habían ido, pensaba cuál sería el siguiente cadáver, el próximo muerto que le permitiese reclamar una parcela más de sus recuerdos. También se podía ser rentista de la memoria pero la única manera de cobrarla era la muerte ajena. ¿Qué recuerdos desataría su propia muerte? ¿Quién lo recordaría? Cerraba las ventanas del balcón y se acostaba en la cama blanca que fue de su madre. Intentaba dormirse contando a la gente que lo recordaría. Era tan poca, a pesar de ser toda gente conocida.
Desde que murió doña Felícitas, Federico Silva empezó a preocuparse de su propia muerte. Dio instrucciones a Dondé:
Cuando descubran mi cuerpo, antes de avisarle a nadie, pones a tocar este disco.
Sí, señor.
Míralo bien. No te equivoques. Aquí lo dejo encimita.
Pierda cuidado, señor.
Y abres este libro sobre mi mesita de noche.
Como mande señor.
Que lo encontrasen muerto mientras escuchaba la Inconclusa de Schubert y con El misterio de Edwin Drood de Dickens abierto junto a su cabecera… Esta era la menos elaborada de sus fantasías póstumas. Decidió escribir cuatro cartas. En una de ellas se describía a sí mismo como suicida, en otra como condenado a muerte, en la tercera como enfermo incurable y en la cuarta como víctima de un desastre natural o humano. Esta es la que ofrecía mayores problemas. ¿Cómo sincronizar los tres factores: su muerte, el envío de la carta y el terremoto en Sicilia, el huracán en Cayo Hueso, la erupción volcánica en la Martinica, el accidente aéreo en…? En cambio, las otras tres podía enviarlas a personas en lugares apartados de la tierra, pedirles que apenas supieran de su muerte le hicieran el favor de expedir esas tres cartas escritas por él, firmadas por él, dirigidas a sus amigos, la del suicida a María de los Ángeles, la del condenado a muerte a Perico Arauz, la del enfermo incurable al Marqués de Casa Cobos. Qué confusión, qué incertidumbre, qué duda eterna: ¿éste que aquí velamos, que aquí enterramos, era realmente nuestro amigo Federico Silva? Sin embargo, la confusión y la incertidumbre ajenas y previsibles nada eran al lado de las propias. Mientras releía las tres cartas que ya había escrito, Federico se dio cuenta de que sabía perfectamente bien a quiénes enviarlas, pero no a quiénes pedirles que le hicieran el favor de enviarlas. No había vuelto a salir al extranjero desde aquel viaje a la Costa Azul. Cole Porter había muerto sonriendo, los Fitzgerald y Jean Harlow llorando, ¿quién iba a enviarle las cartas? Recordó, vio a sus amigos Perico, el Marqués, María de los Ángeles, jóvenes, en traje de baño, en Eden Rock, hace cuarenta años… ¿Dónde estaba la muchacha que se parecía a Jean Harlow, ella era su única aliada secreta, ella le compensaría en la muerte del dolor, de la humillación que le reservó en vida?
¿Y quién demonios eres tú?
Yo mismo no lo sé cuando te miro.
Perdón. Me equivoqué de cuarto.
No. No te vayas. Yo tampoco te conozco.
Suéltame o grito.
Por favor…
¡Suéltame! Ni aunque fueras el último hombre sobre la Tierra. ¡Chino cochino!
El último hombre. Dobló cuidadosamente las cartas antes de devolverlas a sus sobres. La mano pesada cayó sobre su hombro, tan frágil, con un estruendo de pulseras, cadenas, metal chocando contra metal.
¿Qué guardas en los sobres? ¿Tu lana, viejales?
¿Es él?
Segurolas. Si lo vemos pasar todos los días frente al merendero.
Nomás que de batita de Fu Manchú no lo conocíamos.
De bastón sí.
Y de baberitos sobre los cacles, ah que la chingada.
Mira viejales, no te asustes. Aquí mis cuates el Barbero y la Pocajonta. Yo el Artista, a tus órdenes. Palabra que no te vamos a hacer daño.
¿Qué quieren?
Puras cosas que a ti no te sirven, de plano.
¿Cómo entraron?
Que te lo cuente el joto cuando despierte.
¿Cuál joto?
Ese que te hace los mandados.
Lo noqueamos bien padre, ah que la…
Siento defraudarlos. No tengo dinero en la casa.
Te digo que no andamos detrás de tu pinche lana. Esa te la metes por donde te quepa, viejales.
Artista, no pierdas tiempo con explicaciones. ¿Empezamos?
Zás.
Mira Barbero, tú entretén el carcas mientras la Poca y yo descolgamos.
Simón.
¿Los demás se quedan abajo?
¿Los demás? ¿Cuántos son?
Ah que la, no me hagas reír, carcas, oye manís, dice que cuántos somos, ah que la.
Acércatele, Pocajonta, que te mire bien la careta, enséñale bien los dientes, hazle cuzicús con la trompita, así, mi Pocajonta, dile cuántos somos, carajo.
¿Nunca nos has mirado cuando pasas frente al merendero, viejito?
No. Nunca. No me ocupo de…
Ahí está el detalle. Debías de fijarte más en nosotros. Nosotros sí nos fijamos en ti, llevamos meses fijándonos, ¿verdad, Barbero?
Cómo no. Años y felices días, Pocajonta. Yo que tú me sentiría de lo más ofendida, palabra, de que el viejales no se haya fijado en ti, tú tan cuero, tú tan a todo dar, con tus andares de Tongolele de la nueva onda, nomás.
Ves, Fu Manchú, me has ofendido. Nunca te has fijado en mí. Te apuesto que ahora sí nunca me vas a olvidar.
Ya déjense de vaciladas, compais. A ver qué encuentras en los roperos, Poquita. Luego suben los muchachos a llevarse los muebles y las lámparas.
Tú dices, Artista.
Te digo que entretengas al viejito, Barbero.
A ver, a ver, nunca he rasurado a un caballero tan distinguido, como quien dice.
Mira nomás Artis, la sombreriza del Momias, la zapatiza, qué bruto, ni que fuera ciempiés el viejito cochino.
Podrido está.
¿Qué quieren?
Que te estés quieto. Déjame enjabonarte bonito.
No me toque usted la cara.
Uy, primero no nos miras y ahora no me toques. Si serás delicado, Momis…
Miren muchachos y no se queden ciegos.
¡Qué bruta, Pocajonta! ¿Dónde encontraste esas boas?
En la fonda de al lado. Hay tres roperos llenos de tacuches antiguos, la lotería, manizales. Collares, sombreros, medias azules y rojas, lo que sus mercedes gusten y manden, por mi mamacita se los juro.
No se atrevan. No toquen las cosas de mi madre.
Estése silencio, don Momias. Palabra que no le vamos a hacer daño. ¿Qué más le da? Son puras cosas que a usted no le importan, cosas viejas, todas sus lámparas y ceniceros y demás cachivaches, ¿pa’qué chingaos le sirven, a ver?
Ustedes no entenderían, salvajes.
Oyes manís, mira qué feo nos dijo.
N’hombre, es una flor. ¿Qué, porque nomás uso mi chaleco de cuero y nada debajo y tú porque te pones plumas en la cabeza, Poquita, parecemos nacos salvajes, de a tiro la última carcajada de los aztecas? Pos ve nomás, don Momia, que de aquí salimos ajuareados yo con tus tacuches y mi Poquita con los de tu mamacita, que nomás a eso venimos.
¿A robarse la ropa?
Todo, viejillo, tu ropa, tus muebles, tus cucharas, toditito.
Pero por qué, qué valor puede tener…
Ahí está el detalle. La polilla se puso de moda.
¿Van a vender mis cosas?
Uy, en la Lagunilla esto se vende mejor que el Acapulco Gold, lo que vamos a sacar por esta chachariza, vejete…
Primero te reservas las cosas que te gustan, mi Poca linda, el mejor collar, la boa más chillona, lo que mejor te cuadre, mi culito con perro.
No vaciles, Artista. No me pongas caliente, que se me antoja esa camota blanca y voy a querer quedarme con ella pa’que cojamos bonito tú y yo.
¿Más?
Hasta ahí. Tópese con pared y no sea cabrón, mi Artista.
Tú entretenlo, Barbero.
Miren qué bonito lo puse, todo enjabonado de su carita, si parece Santiclós.
No me toque usted más, señor.
¿Quequé? A ver, volteese un poquito pa’que lo rasure bien.
Le digo que no me toque.
Muévame la cabecita para la izquierda tantito, sea bueno.
¡No me toque la cabeza, me está despeinando!
Chuchú, a la meme lolo, quietecito mi cuás.
Pobres mendigos.
¿Qué dices, viejo boinas?
¿Méndigos nosotros?
Méndigos los que piden, ñaco viernes. Nosotros tomamos.
Ustedes son la lepra, la fealdad, los chancros.
¿Quequé, vejestorio? Oyes Artista, ¿estará grifo el ñaco este?
N’hombre nomás le arde estar tan viernes y nosotros tan chavos.
La puta que los parió, a todos ustedes, cucarachas, ratas, piojos.
Cuidado, Fu Manchú, ya sabes que con la mamacita no, de plano eso sí que no…
Cuidado, Barbero.
Usted, el que le dicen Barbero, usted…
¿Sí mi ñaquito?
Usted es el más asqueroso hijo de puta que he conocido en mi vida. Le prohibo que vuelva a tocarme. Si quiere, mejor tóquele el coño a su puta madre que lo parió.
Ah que la chingada, ora sí… ya la regamos.

IV

Entre los papeles de Federico Silva, fue encontrada una carta dirigida a doña María de los Ángeles Valle viuda de Negrete. El albacea se la hizo llegar y la vieja señora, antes de leerla, pensó un rato en su amigo y los ojos se le llenaron de lágrimas. Apenas una semana de muerto y ahora esta carta, escrita, ¿cuándo?
Abrió el sobre y sacó el pliego. No tenía fecha aunque sí lugar de origen: Palermo, Sicilia, sin fecha. Federico hablaba de la serie de leves temblores que se habían sucedido durante los últimos días. Los expertos anunciaban el gran terremoto, el peor conocido por la isla desde el muy terrible del año 1964. Él, Federico, tenía la premonición de que aquí terminaría su vida. No había obedecido las órdenes de evacuación. Su caso era singular: una voluntad de suicidio anulada por una catástrofe natural. Estaba escondido en su cuarto de hotel, mirando el mar siciliano, espumoso como dijo Góngora, y qué bien, qué apropiado para él, morir en un lugar tan bello, lejos de la fealdad, la falta de respeto, la mutilación del pasado: todo lo que más detestó en vida…
Querida amiga, ¿recuerdas a aquella muchacha rubia que armó un escándalo en el Negresco? Puedes pensar, con razón, que soy tan simple, que mi vida ha sido tan monótona, que me quedé para siempre embelesado por la imagen de una mujer bellísima que no quiso ser mía. Me doy cuenta de la manera como tú, Perico, el Marqués y todos los amigos evitan el tema. Pobre Federico. Su única aventura se le frustró, luego se hizo viejo al lado de una madre tiránica, ahora se murió.
Tendrán ustedes razón por lo que hace al meollo del asunto, mas no por lo que se queda en apariencias. Esto nunca se lo he dicho a nadie. Cuando le rogué a esa muchacha que se quedara, que pasara la noche conmigo en el hotel, se negó, me dijo ‘Ni aunque fueras el último hombre de la tierra’. Esa frase tan hiriente, ¿lo creerás?, me salvó. Sencillamente, me dije que nadie es el último hombre ante el amor, sólo ante la muerte. Sólo la muerte puede decirnos: Eres el último. Nada más, nadie más, María de los Ángeles.
Esa frase fue capaz de humillarme, mas no de amedrentarme. Y si nunca me casé fue por miedo, lo admito. Sentí terror de prolongar en mis hijos lo que mi madre me impuso. Esto lo deberías saber tú; nuestra educación fue muy similar. Pero yo no tuve oportunidad de educar mal a los hijos que nunca tuve. Tú, en cambio, sí. Perdona mi franqueza. La situación, creo, la autoriza. Llámalo, en todo caso, como quieras: temores religiosos, avaricias cotidianas, disciplinas estériles.
Claro que esta cobardía se paga cuando tus padres han muerto y tú mismo, como es mi caso, no tienes descendencia. Perdiste para siempre la oportunidad de darles a tus hijos algo mejor o algo distinto de lo que tus padres te dieron a ti. No sé. Lo cierto es que se corre el riesgo de la insatisfacción y el error, hágase lo que se haga. A veces, si eres católico, como yo, y te has visto obligado a llevar a una muchachita al doctor para que la operen o, peor tantito, le mandas el dinero con tu criado para que se haga abortar, sientes que has pecado. Esos hijos que nunca tuvo uno, ¿se salvaron de venir a un mundo feo y cruel? O todo lo contrario, ¿te echan en cara que no les hayas brindado los riesgos de la vida, te llaman asesino, cobarde? No sé.
Temo de veras que esta imagen titubeante sea la que ustedes recuerden. Por eso te escribo ahora, antes de morir. Tuve siempre un amor, sólo uno, tú. El amor que sentí por ti a los quince años lo seguí sintiendo toda mi vida, hasta morir. Te lo puedo decir ahora. En ti conjugué la necesidad de mi celibato y la necesidad de mi amor. No sé si me entenderás. Sólo a ti podía amarte siempre sin traicionar todos los demás aspectos de mi vida y sus exigencias. Siendo lo que fui, tenía que amarte a ti como te amé: constante, silente, nostálgico. Pero porque te amé a ti, fui como fui: solitario, distante, apenas humanizado por cierto sentido del humor.
No sé si me hago entender o si yo mismo supe entenderme profundamente. Todos creemos conocernos a nosotros mismos. Nada más falso. Piensa en mí, recuérdame. Y dime si puedes explicarte lo que ahora te digo. Acaso sea el único enigma de mi vida y muero sin descifrarlo. Todas las noches, antes de acostarme, salgo al balcón de mi recámara a tomar aire. Trato de respirar los presagios de la mañana siguiente. Había logrado ubicar los olores del lago perdido de una ciudad, también, perdida. Con los años, me va resultando cada vez más difícil.
Pero no ha sido ese el verdadero motivo de mis salidas al balcón. A veces, parado allí, me pongo a temblar y temo que una vez más esa hora, esa temperatura, ese eterno anuncio de tormenta, aunque sea de polvo, que cuelga sobre México, me haga reaccionar visceralmente, como un animal, domesticado en este clima, libre en otro, salvaje en una latitud muy distante. Temo que regrese, con la oscuridad o el relámpago, la lluvia o la tolvanera, el fantasma de un animal que pude ser yo o el hijo que nunca tuve. Había una bestia en mis tripas, María de los Ángeles, ¿puedes creerlo?

La vieja señora lloró mientras guardó la carta en el sobre. Se detuvo un instante, horrorizada, recordando la historia de la guillotina con que Federico la espantaba los sábados. No, se negó a ver el cadáver, el cuello rebanado por la navaja de afeitar. Perico y el Marqués, los muy morbosos, ellos sí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

LA VIA DE LA NARRACIÓN ALESSANDRO BARICCO (de una lección impartida en la Scuola Holden en noviembre de 2021)

  Alessandro Baricco (Turín, 1958) ha publicado en Anagrama las novelas Tierras de cristal, Océano mar, Seda, City, Sin sangre, Esta histori...

Páginas