Autor elegido: Thomas Bernhard Obra base para publicación: Helada Justificación: La novela ofrece una estructura narrativa que se convierte en juicio filosófico. El personaje de Strauch encarna la figura del testigo enfermo, del artista que ha cruzado el umbral de la cordura para revelar la verdad del mundo como descomposición. Su ritmo obsesivo, su lenguaje sin pausas, y su crítica a la racionalidad institucional lo convierten en un espejo oscuro del universo./ En colaboración Dr. Enrico Pugliatti- Méndez-Limbrick, escritor.
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Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma. Novalis
Con la, así llamada, sombra de mi pulmón había caído otra vez una sombra sobre mi existencia. Grafenhof era una palabra aterradora, allí imperaban absolutamente y con plena inmunidad el Jefe y su Ayudante y el ayudante de su Ayudante, así como las condiciones, espantosas para un joven como yo, de un establecimiento público para enfermos del pulmón. Buscando ayuda, no me enfrentaba aquí, sin embargo, más que con la falta de esperanza, eso habían mostrado ya los primeros momentos, las primeras horas, todavía más insólitamente los primeros días. El estado de los pacientes no mejoraba, empeoraba con el tiempo, y también el mío, temía, tendría que seguir exactamente el mismo camino de los ingresados antes que yo en Grafenhof, en cuyo rostro no podía leer más que la desesperación de su estado, en los que no podía estudiar más que la degeneración. Al dirigirme por primera vez a la capilla, en la que se celebraba diariamente una misa, había podido leer una docena de esquelas en las paredes, textos lacónicos sobre los fallecidos en las últimas semanas, los cuales, como pensé, habían recorrido, exactamente como yo, aquellos pasillos altos y fríos. Con sus batas raídas de la posguerra, sus zapatillas de fieltro gastadas y los cuellos de sus camisones sucios, pasaban con sus cuadros de temperaturas bajo el brazo, por delante de mí, uno tras otro, dirigiéndome recelosamente sus miradas, y su meta era la galería de reposo, un mirador de madera semiderruido al aire libre, adosado al edificio principal y que daba sobre el Heukareck, la montaña de dos mil metros de altura que, durante cuatro meses, proyectaba ininterrumpidamente su sombra de kilómetros de longitud sobre el valle de Schwarzach situado bajo el sanatorio, valle en el que, en esos cuatro meses, no salía el sol. Qué horror más infame imaginó aquí el Creador, había pensado yo, qué forma más repulsiva de miseria humana. Al pasar, aquellos seres, expulsados indudablemente de forma definitiva de la sociedad humana, repulsivos, miserables y como heridos en un orgullo sagrado, iban desenroscando sus pardas botellas de cristal para escupir y escupían dentro, con una solemnidad pérfida, extraían por todas partes, sin vergüenza y con un arte refinado que era sólo suyo, los esputos de sus pulmones carcomidos, escupiéndolos en sus botellas de escupir. Los pasillos estaban llenos de aquel solemne extraer de docenas y docenas de lóbulos pulmonares corroídos y de aquel arrastrar de zapatillas de fieltro por el linóleo embebido en fenol. Se desarrollaba aquí una procesión, que terminaba en la galería de reposo, con una solemnidad como hasta entonces sólo había constatado en los entierros católicos, y cada uno de los participantes en aquella procesión llevaba ante sí su propio ostensorio: la parda botella de cristal para escupir. Cuando el último había llegado a la galería de reposo y se había instalado allí en la larga fila de camas de barrotes oxidados, cuando todos aquellos cuerpos hacía tiempo deformados por la enfermedad, con sus largas narices y sus grandes orejas, con sus largos brazos y sus piernas torcidas, y con su olor penetrante y podrido, se habían envuelto en aquellas mantas gastadas, grises, que olían a humedad y no calentaban ya en absoluto, y a las que sólo podía llamar cobertores, reinaba la calma. Todavía estaba yo allí de pie, en un rincón, desde el que podía verlo todo con la mayor claridad, pero en el que apenas podían descubrirme, como observador de una monstruosidad nueva para mí, sí, de una indignidad absoluta, que era sólo repulsiva, la fealdad y la brutalidad elevadas a la máxima potencia, y sin embargo en aquel momento era ya uno de ellos; también yo tenía, en efecto, la botella de escupir en la mano, el cuadro de temperaturas bajo el brazo, también yo iba camino de la galería de reposo. Espantado, buscaba, en la larga fila de las camas de barrotes, la mía, la tercera empezando por el final, entre dos ancianos silenciosos, que durante horas yacían como muertos en sus camas, hasta que de pronto se incorporaban y escupían en sus botellas de escupir. Todos los enfermos producían esputos ininterrumpidamente, la mayoría en grandes cantidades, muchos de ellos no tenían sólo una sino varias botellas de escupir al lado, como si no tuvieran tarea más urgente que producir esputos, como si se animasen mutuamente a una producción cada vez mayor de esputos, todos los días se celebraba aquí una competición, eso parecía, en la que, por la noche, se llevaba la victoria el que había escupido más concentradamente y en mayor cantidad en su botella de escupir. Tampoco de mí habían esperado los médicos otra cosa que mi participación al momento en aquella competición, pero me esforzaba en vano, no producía ningún esputo, no hacía más que escupir, pero mi botella de escupir permanecía vacía. Durante días enteros había intentado escupir algo en la botella, pero no lo conseguía, tenía la garganta totalmente irritada ya por mis desesperados intentos de escupir, y pronto me dolió como si tuviera un enfriamiento espantoso, pero no producía ni la más mínima cantidad de esputo. Sin embargo, ¿no había recibido la orden médica superior de producir esputos? El laboratorio esperaba, mis esputos, todos en Grafenhof parecían esperar mis esputos, pero yo no los tenía; en definitiva, tenía la voluntad de producir esputos, nada más que esa voluntad, y me ejercitaba en el arte de escupir, estudiando y probando por mí mismo todos los tipos de expectoración que veía a mi lado, detrás y delante de mí, pero no lograba nada, salvo unos dolores de garganta cada vez mayores; toda mi caja torácica parecía inflamada. Al contemplar mi botella de escupir vacía, tenía la opresiva sensación de fracasar, y me excitaba cada vez más a una voluntad absoluta de expectoración, a una histeria expectorativa. Mis lamentables intentos de producir expectoración no pasaban inadvertidos, al contrario, tenía la impresión de que la atención entera de todos los pacientes se concentraba en esos intentos míos de producir expectoración. Cuanto más me excitaba en mi histeria de expectoración, tanto más se exacerbaba aquel castigo de la observación por parte de mis compañeros de enfermedad, ellos me castigaban incesantemente con sus miradas y con un arte de la expectoración tanto mayor, al mostrarme en todos los extremos y rincones cómo se escupe, cómo se excita a los lóbulos pulmonares para extraerles la expectoración, como si desde hacía años ya tocaran un instrumento que se hubiera convertido en suyo propio con el paso del tiempo, sus pulmones, tocaban sus lóbulos pulmonares como un instrumento de cuerda, con virtuosismo sin igual. Aquí yo no tenía ninguna probabilidad, aquella orquesta estaba internamente afinada de una manera avergonzante, habían llevado tan lejos su maestría que hubiera sido absurdo creer que podría tocar con ellos, ya podía tensar y pulsar mis lóbulos pulmonares tanto como quisiera, que sus miradas diabólicas, su recelo pérfido y su risa maligna me mostraban incesantemente mi carácter de aficionado, mi incapacidad, mi indigna falta de arte. Los campeones de la especialidad tenían tres o cuatro botellas de expectoración a su lado; mi botella estaba vacía, la desenroscaba una y otra vez desesperado y la volvía a enroscar con decepción. ¡Tenía que escupir! Todos me lo exigían. En definitiva, utilicé la fuerza, me produje accesos de tos intensos bastante largos, cada vez más accesos de tos, hasta que finalmente conseguí la maestría en la producción artificial de accesos de tos, y escupí. Escupí en la botella y me precipité con ella al laboratorio. Era inutilizable. Al cabo de tres o cuatro días más, había torturado tanto mis pulmones que, realmente, sacaba tosiendo de mis pulmones una expectoración utilizable, y poco a poco llenaba mi botella hasta la mitad. Seguía siendo un aficionado, pero hacía concebir esperanzas, aceptaron el contenido de mi botella, aunque no sin contemplarlo antes a contraluz con desconfianza. Yo estaba enfermo del pulmón, por lo tanto, ¡tenía que escupir! Sin embargo, no daba positivo, y no podía sentirme miembro de pleno derecho de aquella conjura. El desprecio me afectaba profundamente. Todos eran contagiosos, es decir, daban positivo, yo no. Otra vez, y luego un día sí y otro no, me exigían esputos, yo tenía ya la rutina, mis lóbulos pulmonares se habían acostumbrado al martirio, ahora producía esputos con seguridad, media botella por la mañana, media por la tarde, el laboratorio estaba contento. Pero seguía dando negativo. Al principio, me pareció, sólo los médicos estaban decepcionados, pero finalmente yo mismo. ¡Algo no iba bien! ¿No podía ser como los otros? ¿Dar positivo? Al cabo de cinco semanas lo conseguí, y el resultado fue: positivo. De pronto era miembro de la comunidad. Mi tuberculosis pulmonar abierta quedaba confirmada. El contento se extendió entre mis compañeros de enfermedad, y también yo estaba contento. No me daba cuenta en absoluto de la perversión de aquel estado. La satisfacción se veía en los rostros, los médicos se habían tranquilizado. Ahora se tomarían las medidas apropiadas. Nada de operaciones, naturalmente, una medicación. Quizá también un neumo, una cáustica. Se consideraron todas las posibilidades. Una plástica no la exigía mi estado, no tenía que temer que me quitaran todas las costillas del lado derecho de la caja torácica y me cortaran todo el pulmón. Primero se hace un neumo, pensé. Si el neumo no basta, viene la cáustica. Y a la cáustica sigue la plástica. Al fin y al cabo, ahora había alcanzado un alto grado en la ciencia de las enfermedades pulmonares, estaba informado. Se empezaba siempre por el neumo. Diariamente había docenas esperando que los llenaran de aire. Era cosa de rutina, como pude ver; todos eran conectados una y otra vez a unos tubos, les pinchaban, algo cotidiano. Comenzarían por un tratamiento con estreptomicina, pensé. Realmente, el hecho de que diera positivo había sido acogido con satisfacción por mis compañeros de enfermedad. Habían conseguido lo que querían: nada de extraños. Ahora era digno de estar entre ellos. Aunque sólo había recibido las órdenes menores, era sin embargo, en cierto modo, su igual. De repente tenía como ellos mejillas hundidas, la nariz larga, grandes orejas, el vientre hinchado.