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domingo, 27 de julio de 2025

Stefan Zweig Carta de una desconocida

 


📝 Comentario Editorial – Consejo de Los Yoses Obra elegida: Carta de una desconocida – Stefan Zweig Decisión final por Méndez-Limbrick, editor ritual y escritor

📖 Comentario editorial: La elección de Carta de una desconocida revela una predilección por la confesión como estructura narrativa, y por el dolor oculto como columna vertebral del deseo. Zweig se atreve a inmortalizar lo inenarrable: una obsesión amorosa sin garantía de reciprocidad, sin contrato simbólico, sin ritual compartido.

Este texto, profundamente epistolar, se convierte en reliquia de un alma que escribe desde la marginalidad absoluta: ni sujeto del discurso, ni objeto amado en plenitud—tan solo voz que resiste el silencio. Aquí, la escritura no redime: condena con ternura.

Desde la perspectiva de Casasola Brown, esta novela no sólo pulsa con el veneno emocional del anonimato, sino que transforma la fragilidad en método:

El Consejo Editorial celebra esta elección no como consenso, sino como dictamen estético de alto voltaje simbólico. El año 1927 queda sellado con una obra que no necesita testigos—sólo lectores que escuchen en penumbra.

 “La protagonista se borra mientras escribe, y en ese gesto realiza la única violencia que la sociedad romántica no perdona: amar sin ser vista.”Enrico Pugliatti.

«Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero sólo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final. En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora».

 


 

Stefan Zweig

 

Carta de una desconocida

 

 


Título original: Brief einer Unbekannten


Stefan Zweig, 1927

Traducción: Berta Conill

En la cubierta fragmento de un óleo de Román Ribera Cirera

 

 


 Carta de una desconocida

 

 

Cuando por la mañana temprano el famoso novelista R. regresó a Viena después de una refrescante salida de tres días a la montaña, decidió comprar el periódico. Al pasar la vista por encima de la fecha, recordó que era su cumpleaños. Cuarenta y uno, se dijo, pero esta constatación no le agradaba ni le desagradaba. Echó un vistazo a las crujientes páginas del periódico y se fue a su casa en un coche de alquiler. El mayordomo le informó de dos visitas y de algunas llamadas recibidas durante su ausencia, y le entregó el correo acumulado en una bandeja. Él lo examinó con indolencia y abrió un par de sobres cuyos remitentes le interesaron; vio una carta con caligrafía desconocida y apariencia demasiado voluminosa que, en un principio, dejó de lado. Entretanto le sirvieron el té. Se reclinó cómodamente en la butaca, hojeó el periódico y algunos folletos. Después encendió un cigarro y cogió la carta a la que no había prestado atención.

Era un pliego de unos veinticinco folios escritos precipitadamente con letra femenina, desconocida y nerviosa; más que una carta parecía un manuscrito. Palpó de nuevo el sobre, instintivamente, por si encontraba alguna nota aclaratoria. Estaba vacío. En él no había más que aquellas hojas; ni la dirección del remitente ni tan siquiera una firma. Qué extraño, pensó, y cogió nuevamente la carta. «A ti, que nunca me has conocido», ponía como encabezamiento, como sí fuera un título.

Perplejo, se planteó: ¿Iba esto dirigido a él o a una persona imaginaria? De pronto se despertó su curiosidad, y empezó a leer:

Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches he tenido que luchar con la muerte que rondaba a esa pequeña y frágil vida. Permanecí sentada al lado de su cama cuarenta horas, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo ardiente. Sostuve paños fríos sobre su hirviente sien y, día y noche, sujeté sus intranquilas manos. La tercera noche me derrumbé. Mis ojos ya no podían más, se me cerraban sin darme cuenta. Estuve durmiendo tres o cuatro horas en el duro asiento y, entretanto, se lo llevó la muerte. Ahora, pobrecito, está aquí tendido, mi querido niño, en su estrecha cuna, igual que en el momento de morir; sólo le han cerrado los ojos, sus ojos oscuros e inteligentes; le han cruzado los brazos encima de la camisa blanca, y queman cuatro cirios en los cuatro extremos de su cama. No me atrevo a mirar, no me atrevo a moverme porque, cuando oscilan, los cirios deslizan sigilosamente sombras sobre su rostro y su boca cerrada, y es como si sus facciones cobraran vida y yo pudiera pensar que no está muerto, que volverá a despertarse y con su voz clara me dirá alguna chiquillada. Pero sé que está muerto y no quiero volver a mirarlo para no volver a tener esperanzas, no quiero engañarme otra vez. Lo sé, lo sé, mi hijo murió ayer. Ahora sólo te tengo a ti en el mundo, sólo a ti, que no sabes nada de mí, que juegas o coqueteas con personas y cosas, sin sospechar nada. Sólo a ti, que nunca me has conocido pero al que siempre he querido.

He cogido el quinto cirio y lo he puesto aquí, en la mesa desde donde te escribo. Porque no puedo estar a solas con mi hijo muerto sin que se me desgarre el alma. ¿A quién podría hablarle, en esta terrible hora, sino a ti, que fuiste y eres todo para mí? Quizá no pueda hablarte de una forma muy clara, quizá no me entiendas. Tengo la cabeza embotada, se me contraen las sienes y siento martillazos, las extremidades me duelen tanto… Creo que tengo fiebre, quizás incluso tenga la gripe, que ahora va de puerta en puerta. Eso estaría bien porque me iría con mi hijo y no tendría que hacerme ningún daño. A veces se me oscurece la vista, y quizá no pueda acabar de escribir esta carta, pero quiero reunir todas mis fuerzas para, por una vez, sólo esta vez, hablarte a ti, amor mío, que nunca me conociste.

Sólo quiero hablar contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero sólo tú conocerás mi secreto, cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final. En el caso de que siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera hasta la última hora. No te inquietes por mis palabras; una muerta ya no quiere nada, no quiere ni amor ni compasión ni consuelo. Sólo quiero una cosa de ti, que creas todo lo que te confiesa mi dolor, un dolor que sólo busca amparo en ti. Lo único que te pido es eso, que creas todo lo que te cuento: uno no miente en la hora de la muerte de su único hijo.

Quiero descubrirte toda mi vida, la verdadera, que empezó el día en que te conocí. Antes había sido sólo algo turbio y confuso, una época en la que mi memoria nunca ha vuelto a sumergirse. Debía de ser como un sótano polvoriento, lleno de cosas y personas cubiertas de telarañas, tan confusas, que mi corazón las ha olvidado. Cuando llegaste, yo tenía trece años y vivía en el mismo edificio donde tú vives ahora, en el mismo edificio donde estás leyendo esta carta, mi último aliento de vida. Vivía en el mismo rellano, frente a tu puerta. Juraría que ya ni te acuerdas de nosotros, de la pobre viuda de un funcionario administrativo (iba siempre de luto) y de su escuálida hija adolescente. Era como si nos hubiéramos ido hundiendo en una miseria pequeñoburguesa. Quizá no has oído nunca nuestros nombres porque, además de no tener ninguna placa en la puerta, nadie venía a vernos, nadie preguntaba por nosotros. Hace ya tanto tiempo de aquello, quince o dieciséis años; no, seguro que no te acuerdas, querido. Pero yo, ¡oh!, recuerdo cada detalle con fervor; recuerdo como si fuese hoy el día, no, la hora en que oí hablar de ti por primera vez y cuando por primera vez te vi. Y cómo no habría de recordarlo, si fue entonces cuando el mundo empezó a existir para mí. Permíteme, querido, que te lo cuente todo desde el principio. Espero que no te canses durante este cuarto de hora en que vas a oír hablar de mí, igual que yo no me he cansado de ti a lo largo de mi vida.

Antes de que te mudaras a nuestra casa, vivía detrás de tu puerta una gente desagradable y malvada, de talante violento. Siendo pobres como eran, lo que más odiaban era la pobreza de sus vecinos, la nuestra, porque no queríamos tener nada que ver con la tosca brutalidad proletaria. El hombre era un borracho y pegaba a su mujer. A menudo nos despertábamos durante la noche por el estruendo de sillas caídas o platos rotos. Una vez la esposa llegó a correr por las escaleras con la cabeza sangrienta y los pelos revueltos, seguida de su marido, borracho, hasta que la gente salió de sus casas. Lo amenazaron con llamar a la policía. Mi madre, ya desde un principio, había evitado cualquier tipo de relación con ellos y me prohibió hablar con sus hijos, quienes aprovechaban cualquier oportunidad para resarcirse conmigo. Cuando me encontraban por la calle me insultaban, incluso llegaron a lanzarme una bola de nieve tan apretada que me empezó a sangrar la frente. Todos los vecinos sentían hacia ellos un odio instintivo y, cuando de pronto sucedió algo —creo que encerraron al hombre por robo— y tuvieron que mudarse, pudimos respirar tranquilos. En el portal estuvo colgado un par de días un cartel de «casa en alquiler». Fue retirado unos días más tarde y, a través del portero, se extendió el rumor de que un escritor, un hombre tranquilo y solitario, había alquilado el piso. Así fue como oí tu nombre por primera vez.

Unos días después vinieron unos pintores, unos tapiceros y una brigada de limpieza para quitar todo lo que los antiguos inquilinos habían dejado en el piso. Empezaron a dar martillazos, a picar, a limpiar y a rascar, pero mi madre estaba contenta porque, según decía, aquello era el fin de ese sucio desorden. No te llegué a ver durante la mudanza: todos estos trabajos los supervisaba tu mayordomo, ese mayordomo señorial de pelo gris, pequeño y serio, que lo dirigía todo con aire de entendido, silencioso y preciso. Eso nos impresionaba mucho a todos; primero porque tener un mayordomo de tanta categoría en nuestra vecindad era algo completamente nuevo y, después, porque era muy atento con todos, aunque mantenía cierta distancia respecto al servicio doméstico o a entablar conversaciones amistosas. Desde el primer día saludó a mi madre respetuosamente, como a una dama, e incluso conmigo, la chiquilla, se mostraba amable y educado. Cuando te nombraba, lo hacía siempre con cierta veneración, con un respeto singular —se veía en seguida que sus sentimientos eran más que los de un fiel servidor—. Y por eso lo quise tanto al viejo Johann, aunque envidiaba que pudiera estar siempre a tu alrededor, sirviéndote.

Te explico todo esto, querido, todas estas pequeñas, casi ridiculas cosas, para que entiendas el poder que tenías sobre mí, aquella tímida y asustadiza niña. Ya antes de entrar en mi vida, un halo nimbaba tu persona. Estabas rodeado de una atmósfera de lujo, de maravilla y misterio. Todos los vecinos de aquella casa humilde (la gente que tiene una vida opaca siempre curiosea todo lo que pasa más allá de su puerta) esperábamos impacientes tu llegada. Y, en mi caso, esa curiosidad aumentó cuando un mediodía, al llegar del colegio, vi el camión de mudanzas delante de casa. La mayor parte del mobiliario, las piezas más pesadas, ya las habían subido los mozos. Ahora sólo se llevaban cosas pequeñas hacia arriba. Me quedé de pie en la puerta para poder admirarlo todo. Tus cosas eran muy especiales, tanto que nunca antes había visto nada igual: había fetiches indios, esculturas italianas, grandes y deslumbrantes cuadros. Finalmente vinieron los libros, tantos y tan bonitos que nunca hubiera imaginado que pudieran existir. Los iban apilando en la puerta, los cogía el mayordomo, uno por uno, y les quitaba el polvo con cuidado. Me acerqué sigilosamente para contemplar cómo iba creciendo la pila. Tu criado no me echó, pero tampoco me animó a quedarme allí. No me atreví a tocar nada, aunque me hubiese gustado acariciar el suave cuero de algunas cubiertas. Miré alguno de los títulos tímidamente: algunos eran ingleses o franceses, y otros en idiomas que no entendía. Creo que los hubiese podido estar mirando durante horas, pero mi madre me llamó.

En toda la noche no pude pensar sino en ti, aun antes de conocerte. Yo sólo tenía una docena de libros baratos, encuadernados con cartones rotos, y los quería más que a nada en el mundo, los leía una y otra vez. Y ahora me asediaba la pregunta de cómo sería el hombre que poseía y había leído tantos y tan maravillosos libros. Tenía que ser un hombre muy rico y culto para dominar tantos idiomas. Se me despertaba una especie de etérea veneración al pensar en todos esos libros. Traté de imaginarte: eras un señor con gafas y una larga barba blanca, parecido a mi profesor de geografía, sólo que más benévolo, más guapo y más cortés. No sé por qué estaba tan convencida de que tenías que ser guapo, aun creyéndote un hombre mayor. Esa misma noche, y aún sin conocerte, soñé por primera vez contigo.

Al día siguiente te instalaste, pero, por mucho que estuve espiando, no te pude ver el rostro. Esto aumentaba mi curiosidad. Finalmente, al tercer día te vi y la sorpresa fue conmovedora. Eras tan distinto, con tan poca semejanza a mi imagen infantil de un dios paternal… Había soñado con un viejo bonachón y con gafas, pero llegaste tú, con el mismo aspecto que tienes ahora, un hombre que no cambia, para el que los años no pasan. Vestías un encantador traje deportivo marrón claro y subías la escalera de dos en dos, con tu juvenil e incomparable estilo. El sombrero lo llevabas en la mano, por lo que, con indescriptible sorpresa, pude ver tu radiante y despierto rostro y tu cabello lleno de vida. Me asusté de lo joven, guapo, esbelto y elegante que eras. Es extraño que en ese primer segundo pudiera descubrir eso que en ti me sorprende y sorprende a los demás. Vi que eras dos personas en una: un joven ardiente, impulsivo y aventurero, y, al mismo tiempo, en tu arte, un hombre enormemente serio, responsable y cultivado. Sin darme cuenta percibí algo que después vieron todos, que llevabas una doble vida, una vida con una superficie abierta al mundo y otra en la sombra, que sólo tú conocías. Esta profunda ambigüedad, el misterio de tu existencia, me atrajo desde el primer momento, cuando sólo tenía trece años.

¿Entiendes ahora, amor mío, qué maravilla, qué enigma más seductor debiste resultarle a aquella niña? Descubrí que esa persona a la que tanto se respetaba por haber escrito libros, por ser famoso en ese otro mundo, era un joven animoso y elegante de veinticinco años. No necesito decirte que desde aquel día, en nuestra casa, en mi pequeño mundo infantil, lo único que me interesó fuiste tú. Mi vida giraba alrededor de la tuya, tu vida me preocupaba con toda la insistencia, la obsesiva obstinación de una niña de trece años. Te observaba, vigilaba tus costumbres y la gente que venía a verte, y todo ello, lejos de disminuirla, aumentaba la curiosidad que sentía por ti. Esta dualidad tuya se expresaba claramente en la variedad de tus visitantes. Venían personas jóvenes, descuidados estudiantes amigos tuyos con los que te reías y divertías. Después estaban las damas que llegaban en coche. Alguna vez el director de la Ópera y el gran director de orquesta —aquel al que tenía respeto sólo con verlo de lejos en la tarima—. También se escabullían por tu puerta algunas muchachas jóvenes, estudiantes de la Escuela de Comercio. En fin, muchas y muchas mujeres. Yo nunca me preocupé por todo eso, ni siquiera cuando una mañana, al ir al colegio, vi salir a una dama cubierta de espesos velos. Yo sólo tenía trece años, y no sabía que la curiosidad especial con la que te miraba y espiaba se llamaba amor.

lunes, 21 de julio de 2025

La Verdad Enferma del Universo

 


Autor elegido: Thomas Bernhard Obra base para publicación: Helada Justificación: La novela ofrece una estructura narrativa que se convierte en juicio filosófico. El personaje de Strauch encarna la figura del testigo enfermo, del artista que ha cruzado el umbral de la cordura para revelar la verdad del mundo como descomposición. Su ritmo obsesivo, su lenguaje sin pausas, y su crítica a la racionalidad institucional lo convierten en un espejo oscuro del universo./ En colaboración Dr. Enrico Pugliatti- Méndez-Limbrick, escritor.

*** 

Toda enfermedad puede llamarse enfermedad del alma. Novalis 

Con la, así llamada, sombra de mi pulmón había caído otra vez una sombra sobre mi existencia. Grafenhof era una palabra aterradora, allí imperaban absolutamente y con plena inmunidad el Jefe y su Ayudante y el ayudante de su Ayudante, así como las condiciones, espantosas para un joven como yo, de un establecimiento público para enfermos del pulmón. Buscando ayuda, no me enfrentaba aquí, sin embargo, más que con la falta de esperanza, eso habían mostrado ya los primeros momentos, las primeras horas, todavía más insólitamente los primeros días. El estado de los pacientes no mejoraba, empeoraba con el tiempo, y también el mío, temía, tendría que seguir exactamente el mismo camino de los ingresados antes que yo en Grafenhof, en cuyo rostro no podía leer más que la desesperación de su estado, en los que no podía estudiar más que la degeneración. Al dirigirme por primera vez a la capilla, en la que se celebraba diariamente una misa, había podido leer una docena de esquelas en las paredes, textos lacónicos sobre los fallecidos en las últimas semanas, los cuales, como pensé, habían recorrido, exactamente como yo, aquellos pasillos altos y fríos. Con sus batas raídas de la posguerra, sus zapatillas de fieltro gastadas y los cuellos de sus camisones sucios, pasaban con sus cuadros de temperaturas bajo el brazo, por delante de mí, uno tras otro, dirigiéndome recelosamente sus miradas, y su meta era la galería de reposo, un mirador de madera semiderruido al aire libre, adosado al edificio principal y que daba sobre el Heukareck, la montaña de dos mil metros de altura que, durante cuatro meses, proyectaba ininterrumpidamente su sombra de kilómetros de longitud sobre el valle de Schwarzach situado bajo el sanatorio, valle en el que, en esos cuatro meses, no salía el sol. Qué horror más infame imaginó aquí el Creador, había pensado yo, qué forma más repulsiva de miseria humana. Al pasar, aquellos seres, expulsados indudablemente de forma definitiva de la sociedad humana, repulsivos, miserables y como heridos en un orgullo sagrado, iban desenroscando sus pardas botellas de cristal para escupir y escupían dentro, con una solemnidad pérfida, extraían por todas partes, sin vergüenza y con un arte refinado que era sólo suyo, los esputos de sus pulmones carcomidos, escupiéndolos en sus botellas de escupir. Los pasillos estaban llenos de aquel solemne extraer de docenas y docenas de lóbulos pulmonares corroídos y de aquel arrastrar de zapatillas de fieltro por el linóleo embebido en fenol. Se desarrollaba aquí una procesión, que terminaba en la galería de reposo, con una solemnidad como hasta entonces sólo había constatado en los entierros católicos, y cada uno de los participantes en aquella procesión llevaba ante sí su propio ostensorio: la parda botella de cristal para escupir. Cuando el último había llegado a la galería de reposo y se había instalado allí en la larga fila de camas de barrotes oxidados, cuando todos aquellos cuerpos hacía tiempo deformados por la enfermedad, con sus largas narices y sus grandes orejas, con sus largos brazos y sus piernas torcidas, y con su olor penetrante y podrido, se habían envuelto en aquellas mantas gastadas, grises, que olían a humedad y no calentaban ya en absoluto, y a las que sólo podía llamar cobertores, reinaba la calma. Todavía estaba yo allí de pie, en un rincón, desde el que podía verlo todo con la mayor claridad, pero en el que apenas podían descubrirme, como observador de una monstruosidad nueva para mí, sí, de una indignidad absoluta, que era sólo repulsiva, la fealdad y la brutalidad elevadas a la máxima potencia, y sin embargo en aquel momento era ya uno de ellos; también yo tenía, en efecto, la botella de escupir en la mano, el cuadro de temperaturas bajo el brazo, también yo iba camino de la galería de reposo. Espantado, buscaba, en la larga fila de las camas de barrotes, la mía, la tercera empezando por el final, entre dos ancianos silenciosos, que durante horas yacían como muertos en sus camas, hasta que de pronto se incorporaban y escupían en sus botellas de escupir. Todos los enfermos producían esputos ininterrumpidamente, la mayoría en grandes cantidades, muchos de ellos no tenían sólo una sino varias botellas de escupir al lado, como si no tuvieran tarea más urgente que producir esputos, como si se animasen mutuamente a una producción cada vez mayor de esputos, todos los días se celebraba aquí una competición, eso parecía, en la que, por la noche, se llevaba la victoria el que había escupido más concentradamente y en mayor cantidad en su botella de escupir. Tampoco de mí habían esperado los médicos otra cosa que mi participación al momento en aquella competición, pero me esforzaba en vano, no producía ningún esputo, no hacía más que escupir, pero mi botella de escupir permanecía vacía. Durante días enteros había intentado escupir algo en la botella, pero no lo conseguía, tenía la garganta totalmente irritada ya por mis desesperados intentos de escupir, y pronto me dolió como si tuviera un enfriamiento espantoso, pero no producía ni la más mínima cantidad de esputo. Sin embargo, ¿no había recibido la orden médica superior de producir esputos? El laboratorio esperaba, mis esputos, todos en Grafenhof parecían esperar mis esputos, pero yo no los tenía; en definitiva, tenía la voluntad de producir esputos, nada más que esa voluntad, y me ejercitaba en el arte de escupir, estudiando y probando por mí mismo todos los tipos de expectoración que veía a mi lado, detrás y delante de mí, pero no lograba nada, salvo unos dolores de garganta cada vez mayores; toda mi caja torácica parecía inflamada. Al contemplar mi botella de escupir vacía, tenía la opresiva sensación de fracasar, y me excitaba cada vez más a una voluntad absoluta de expectoración, a una histeria expectorativa. Mis lamentables intentos de producir expectoración no pasaban inadvertidos, al contrario, tenía la impresión de que la atención entera de todos los pacientes se concentraba en esos intentos míos de producir expectoración. Cuanto más me excitaba en mi histeria de expectoración, tanto más se exacerbaba aquel castigo de la observación por parte de mis compañeros de enfermedad, ellos me castigaban incesantemente con sus miradas y con un arte de la expectoración tanto mayor, al mostrarme en todos los extremos y rincones cómo se escupe, cómo se excita a los lóbulos pulmonares para extraerles la expectoración, como si desde hacía años ya tocaran un instrumento que se hubiera convertido en suyo propio con el paso del tiempo, sus pulmones, tocaban sus lóbulos pulmonares como un instrumento de cuerda, con virtuosismo sin igual. Aquí yo no tenía ninguna probabilidad, aquella orquesta estaba internamente afinada de una manera avergonzante, habían llevado tan lejos su maestría que hubiera sido absurdo creer que podría tocar con ellos, ya podía tensar y pulsar mis lóbulos pulmonares tanto como quisiera, que sus miradas diabólicas, su recelo pérfido y su risa maligna me mostraban incesantemente mi carácter de aficionado, mi incapacidad, mi indigna falta de arte. Los campeones de la especialidad tenían tres o cuatro botellas de expectoración a su lado; mi botella estaba vacía, la desenroscaba una y otra vez desesperado y la volvía a enroscar con decepción. ¡Tenía que escupir! Todos me lo exigían. En definitiva, utilicé la fuerza, me produje accesos de tos intensos bastante largos, cada vez más accesos de tos, hasta que finalmente conseguí la maestría en la producción artificial de accesos de tos, y escupí. Escupí en la botella y me precipité con ella al laboratorio. Era inutilizable. Al cabo de tres o cuatro días más, había torturado tanto mis pulmones que, realmente, sacaba tosiendo de mis pulmones una expectoración utilizable, y poco a poco llenaba mi botella hasta la mitad. Seguía siendo un aficionado, pero hacía concebir esperanzas, aceptaron el contenido de mi botella, aunque no sin contemplarlo antes a contraluz con desconfianza. Yo estaba enfermo del pulmón, por lo tanto, ¡tenía que escupir! Sin embargo, no daba positivo, y no podía sentirme miembro de pleno derecho de aquella conjura. El desprecio me afectaba profundamente. Todos eran contagiosos, es decir, daban positivo, yo no. Otra vez, y luego un día sí y otro no, me exigían esputos, yo tenía ya la rutina, mis lóbulos pulmonares se habían acostumbrado al martirio, ahora producía esputos con seguridad, media botella por la mañana, media por la tarde, el laboratorio estaba contento. Pero seguía dando negativo. Al principio, me pareció, sólo los médicos estaban decepcionados, pero finalmente yo mismo. ¡Algo no iba bien! ¿No podía ser como los otros? ¿Dar positivo? Al cabo de cinco semanas lo conseguí, y el resultado fue: positivo. De pronto era miembro de la comunidad. Mi tuberculosis pulmonar abierta quedaba confirmada. El contento se extendió entre mis compañeros de enfermedad, y también yo estaba contento. No me daba cuenta en absoluto de la perversión de aquel estado. La satisfacción se veía en los rostros, los médicos se habían tranquilizado. Ahora se tomarían las medidas apropiadas. Nada de operaciones, naturalmente, una medicación. Quizá también un neumo, una cáustica. Se consideraron todas las posibilidades. Una plástica no la exigía mi estado, no tenía que temer que me quitaran todas las costillas del lado derecho de la caja torácica y me cortaran todo el pulmón. Primero se hace un neumo, pensé. Si el neumo no basta, viene la cáustica. Y a la cáustica sigue la plástica. Al fin y al cabo, ahora había alcanzado un alto grado en la ciencia de las enfermedades pulmonares, estaba informado. Se empezaba siempre por el neumo. Diariamente había docenas esperando que los llenaran de aire. Era cosa de rutina, como pude ver; todos eran conectados una y otra vez a unos tubos, les pinchaban, algo cotidiano. Comenzarían por un tratamiento con estreptomicina, pensé. Realmente, el hecho de que diera positivo había sido acogido con satisfacción por mis compañeros de enfermedad. Habían conseguido lo que querían: nada de extraños. Ahora era digno de estar entre ellos. Aunque sólo había recibido las órdenes menores, era sin embargo, en cierto modo, su igual. De repente tenía como ellos mejillas hundidas, la nariz larga, grandes orejas, el vientre hinchado.

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