📝 Comentario
Editorial – Consejo de Los Yoses Obra elegida: Carta de una
desconocida – Stefan Zweig Decisión final por Méndez-Limbrick, editor
ritual y escritor
📖 Comentario
editorial: La elección de Carta de una desconocida revela una
predilección por la confesión como estructura narrativa, y por el dolor oculto como
columna vertebral del deseo. Zweig se atreve a inmortalizar lo inenarrable: una
obsesión amorosa sin garantía de reciprocidad, sin contrato simbólico, sin
ritual compartido.
Este texto,
profundamente epistolar, se convierte en reliquia de un alma que escribe desde
la marginalidad absoluta: ni sujeto del discurso, ni objeto amado en
plenitud—tan solo voz que resiste el silencio. Aquí, la escritura no redime:
condena con ternura.
Desde la
perspectiva de Casasola Brown, esta novela no sólo pulsa con el veneno
emocional del anonimato, sino que transforma la fragilidad en método:
El Consejo
Editorial celebra esta elección no como consenso, sino como dictamen estético
de alto voltaje simbólico. El año 1927 queda sellado con una obra que no
necesita testigos—sólo lectores que escuchen en penumbra.
«Sólo quiero hablar
contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que
siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero sólo tú conocerás mi secreto,
cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que
ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final. En el caso de que
siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que
siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está
explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera
hasta la última hora».
Stefan Zweig
Carta de una desconocida
Título original: Brief einer Unbekannten
Stefan Zweig, 1927
Traducción: Berta Conill
En la cubierta fragmento
de un óleo de Román Ribera Cirera
Carta
de una desconocida
Cuando por la mañana
temprano el famoso novelista R. regresó a Viena después de una refrescante
salida de tres días a la montaña, decidió comprar el periódico. Al pasar la
vista por encima de la fecha, recordó que era su cumpleaños. Cuarenta y uno, se
dijo, pero esta constatación no le agradaba ni le desagradaba. Echó un vistazo
a las crujientes páginas del periódico y se fue a su casa en un coche de
alquiler. El mayordomo le informó de dos visitas y de algunas llamadas
recibidas durante su ausencia, y le entregó el correo acumulado en una bandeja.
Él lo examinó con indolencia y abrió un par de sobres cuyos remitentes le
interesaron; vio una carta con caligrafía desconocida y apariencia demasiado
voluminosa que, en un principio, dejó de lado. Entretanto le sirvieron el té.
Se reclinó cómodamente en la butaca, hojeó el periódico y algunos folletos.
Después encendió un cigarro y cogió la carta a la que no había prestado
atención.
Era un pliego de unos
veinticinco folios escritos precipitadamente con letra femenina, desconocida y
nerviosa; más que una carta parecía un manuscrito. Palpó de nuevo el sobre,
instintivamente, por si encontraba alguna nota aclaratoria. Estaba vacío. En él
no había más que aquellas hojas; ni la dirección del remitente ni tan siquiera
una firma. Qué extraño, pensó, y cogió nuevamente la carta. «A ti, que nunca me
has conocido», ponía como encabezamiento, como sí fuera un título.
Perplejo, se planteó: ¿Iba
esto dirigido a él o a una persona imaginaria? De pronto se despertó su
curiosidad, y empezó a leer:
Mi hijo murió ayer.
Durante tres días y tres noches he tenido que luchar con la muerte que rondaba
a esa pequeña y frágil vida. Permanecí sentada al lado de su cama cuarenta
horas, mientras la gripe agitaba su pobre cuerpo ardiente. Sostuve paños fríos
sobre su hirviente sien y, día y noche, sujeté sus intranquilas manos. La
tercera noche me derrumbé. Mis ojos ya no podían más, se me cerraban sin darme
cuenta. Estuve durmiendo tres o cuatro horas en el duro asiento y, entretanto,
se lo llevó la muerte. Ahora, pobrecito, está aquí tendido, mi querido niño, en
su estrecha cuna, igual que en el momento de morir; sólo le han cerrado los
ojos, sus ojos oscuros e inteligentes; le han cruzado los brazos encima de la
camisa blanca, y queman cuatro cirios en los cuatro extremos de su cama. No me
atrevo a mirar, no me atrevo a moverme porque, cuando oscilan, los cirios
deslizan sigilosamente sombras sobre su rostro y su boca cerrada, y es como si
sus facciones cobraran vida y yo pudiera pensar que no está muerto, que volverá
a despertarse y con su voz clara me dirá alguna chiquillada. Pero sé que está
muerto y no quiero volver a mirarlo para no volver a tener esperanzas, no
quiero engañarme otra vez. Lo sé, lo sé, mi hijo murió ayer. Ahora sólo te
tengo a ti en el mundo, sólo a ti, que no sabes nada de mí, que juegas o
coqueteas con personas y cosas, sin sospechar nada. Sólo a ti, que nunca me has
conocido pero al que siempre he querido.
He cogido el quinto cirio
y lo he puesto aquí, en la mesa desde donde te escribo. Porque no puedo estar a
solas con mi hijo muerto sin que se me desgarre el alma. ¿A quién podría
hablarle, en esta terrible hora, sino a ti, que fuiste y eres todo para mí?
Quizá no pueda hablarte de una forma muy clara, quizá no me entiendas. Tengo la
cabeza embotada, se me contraen las sienes y siento martillazos, las
extremidades me duelen tanto… Creo que tengo fiebre, quizás incluso tenga la
gripe, que ahora va de puerta en puerta. Eso estaría bien porque me iría con mi
hijo y no tendría que hacerme ningún daño. A veces se me oscurece la vista, y
quizá no pueda acabar de escribir esta carta, pero quiero reunir todas mis
fuerzas para, por una vez, sólo esta vez, hablarte a ti, amor mío, que nunca me
conociste.
Sólo quiero hablar
contigo, decírtelo todo por primera vez. Tendrías que conocer toda mi vida, que
siempre fue la tuya aunque nunca lo supiste. Pero sólo tú conocerás mi secreto,
cuando esté muerta y ya no tengas que darme una respuesta; cuando esto que
ahora me sacude con escalofríos sea de verdad el final. En el caso de que
siguiera viviendo, rompería esta carta y continuaría en silencio, igual que
siempre. Si sostienes esta carta en tus manos, sabrás que una muerta te está
explicando aquí su vida, una vida que fue siempre la tuya desde la primera
hasta la última hora. No te inquietes por mis palabras; una muerta ya no quiere
nada, no quiere ni amor ni compasión ni consuelo. Sólo quiero una cosa de ti,
que creas todo lo que te confiesa mi dolor, un dolor que sólo busca amparo en
ti. Lo único que te pido es eso, que creas todo lo que te cuento: uno no miente
en la hora de la muerte de su único hijo.
Quiero descubrirte toda mi
vida, la verdadera, que empezó el día en que te conocí. Antes había sido sólo
algo turbio y confuso, una época en la que mi memoria nunca ha vuelto a
sumergirse. Debía de ser como un sótano polvoriento, lleno de cosas y personas
cubiertas de telarañas, tan confusas, que mi corazón las ha olvidado. Cuando
llegaste, yo tenía trece años y vivía en el mismo edificio donde tú vives
ahora, en el mismo edificio donde estás leyendo esta carta, mi último aliento
de vida. Vivía en el mismo rellano, frente a tu puerta. Juraría que ya ni te
acuerdas de nosotros, de la pobre viuda de un funcionario administrativo (iba
siempre de luto) y de su escuálida hija adolescente. Era como si nos hubiéramos
ido hundiendo en una miseria pequeñoburguesa. Quizá no has oído nunca nuestros
nombres porque, además de no tener ninguna placa en la puerta, nadie venía a
vernos, nadie preguntaba por nosotros. Hace ya tanto tiempo de aquello, quince
o dieciséis años; no, seguro que no te acuerdas, querido. Pero yo, ¡oh!,
recuerdo cada detalle con fervor; recuerdo como si fuese hoy el día, no, la
hora en que oí hablar de ti por primera vez y cuando por primera vez te vi. Y
cómo no habría de recordarlo, si fue entonces cuando el mundo empezó a existir
para mí. Permíteme, querido, que te lo cuente todo desde el principio. Espero
que no te canses durante este cuarto de hora en que vas a oír hablar de mí,
igual que yo no me he cansado de ti a lo largo de mi vida.
Antes de que te mudaras a
nuestra casa, vivía detrás de tu puerta una gente desagradable y malvada, de
talante violento. Siendo pobres como eran, lo que más odiaban era la pobreza de
sus vecinos, la nuestra, porque no queríamos tener nada que ver con la tosca
brutalidad proletaria. El hombre era un borracho y pegaba a su mujer. A menudo
nos despertábamos durante la noche por el estruendo de sillas caídas o platos
rotos. Una vez la esposa llegó a correr por las escaleras con la cabeza
sangrienta y los pelos revueltos, seguida de su marido, borracho, hasta que la
gente salió de sus casas. Lo amenazaron con llamar a la policía. Mi madre, ya
desde un principio, había evitado cualquier tipo de relación con ellos y me
prohibió hablar con sus hijos, quienes aprovechaban cualquier oportunidad para
resarcirse conmigo. Cuando me encontraban por la calle me insultaban, incluso
llegaron a lanzarme una bola de nieve tan apretada que me empezó a sangrar la
frente. Todos los vecinos sentían hacia ellos un odio instintivo y, cuando de
pronto sucedió algo —creo que encerraron al hombre por robo— y tuvieron que
mudarse, pudimos respirar tranquilos. En el portal estuvo colgado un par de
días un cartel de «casa en alquiler». Fue retirado unos días más tarde y, a
través del portero, se extendió el rumor de que un escritor, un hombre
tranquilo y solitario, había alquilado el piso. Así fue como oí tu nombre por
primera vez.
Unos días después vinieron
unos pintores, unos tapiceros y una brigada de limpieza para quitar todo lo que
los antiguos inquilinos habían dejado en el piso. Empezaron a dar martillazos,
a picar, a limpiar y a rascar, pero mi madre estaba contenta porque, según
decía, aquello era el fin de ese sucio desorden. No te llegué a ver durante la
mudanza: todos estos trabajos los supervisaba tu mayordomo, ese mayordomo
señorial de pelo gris, pequeño y serio, que lo dirigía todo con aire de
entendido, silencioso y preciso. Eso nos impresionaba mucho a todos; primero
porque tener un mayordomo de tanta categoría en nuestra vecindad era algo
completamente nuevo y, después, porque era muy atento con todos, aunque
mantenía cierta distancia respecto al servicio doméstico o a entablar
conversaciones amistosas. Desde el primer día saludó a mi madre
respetuosamente, como a una dama, e incluso conmigo, la chiquilla, se mostraba
amable y educado. Cuando te nombraba, lo hacía siempre con cierta veneración,
con un respeto singular —se veía en seguida que sus sentimientos eran más que
los de un fiel servidor—. Y por eso lo quise tanto al viejo Johann, aunque
envidiaba que pudiera estar siempre a tu alrededor, sirviéndote.
Te explico todo esto,
querido, todas estas pequeñas, casi ridiculas cosas, para que entiendas el
poder que tenías sobre mí, aquella tímida y asustadiza niña. Ya antes de entrar
en mi vida, un halo nimbaba tu persona. Estabas rodeado de una atmósfera de
lujo, de maravilla y misterio. Todos los vecinos de aquella casa humilde (la
gente que tiene una vida opaca siempre curiosea todo lo que pasa más allá de su
puerta) esperábamos impacientes tu llegada. Y, en mi caso, esa curiosidad
aumentó cuando un mediodía, al llegar del colegio, vi el camión de mudanzas
delante de casa. La mayor parte del mobiliario, las piezas más pesadas, ya las
habían subido los mozos. Ahora sólo se llevaban cosas pequeñas hacia arriba. Me
quedé de pie en la puerta para poder admirarlo todo. Tus cosas eran muy
especiales, tanto que nunca antes había visto nada igual: había fetiches
indios, esculturas italianas, grandes y deslumbrantes cuadros. Finalmente
vinieron los libros, tantos y tan bonitos que nunca hubiera imaginado que
pudieran existir. Los iban apilando en la puerta, los cogía el mayordomo, uno
por uno, y les quitaba el polvo con cuidado. Me acerqué sigilosamente para
contemplar cómo iba creciendo la pila. Tu criado no me echó, pero tampoco me
animó a quedarme allí. No me atreví a tocar nada, aunque me hubiese gustado
acariciar el suave cuero de algunas cubiertas. Miré alguno de los títulos
tímidamente: algunos eran ingleses o franceses, y otros en idiomas que no
entendía. Creo que los hubiese podido estar mirando durante horas, pero mi
madre me llamó.
En toda la noche no pude
pensar sino en ti, aun antes de conocerte. Yo sólo tenía una docena de libros
baratos, encuadernados con cartones rotos, y los quería más que a nada en el
mundo, los leía una y otra vez. Y ahora me asediaba la pregunta de cómo sería
el hombre que poseía y había leído tantos y tan maravillosos libros. Tenía que
ser un hombre muy rico y culto para dominar tantos idiomas. Se me despertaba
una especie de etérea veneración al pensar en todos esos libros. Traté de
imaginarte: eras un señor con gafas y una larga barba blanca, parecido a mi
profesor de geografía, sólo que más benévolo, más guapo y más cortés. No sé por
qué estaba tan convencida de que tenías que ser guapo, aun creyéndote un hombre
mayor. Esa misma noche, y aún sin conocerte, soñé por primera vez contigo.
Al día siguiente te
instalaste, pero, por mucho que estuve espiando, no te pude ver el rostro. Esto
aumentaba mi curiosidad. Finalmente, al tercer día te vi y la sorpresa fue
conmovedora. Eras tan distinto, con tan poca semejanza a mi imagen infantil de
un dios paternal… Había soñado con un viejo bonachón y con gafas, pero llegaste
tú, con el mismo aspecto que tienes ahora, un hombre que no cambia, para el que
los años no pasan. Vestías un encantador traje deportivo marrón claro y subías
la escalera de dos en dos, con tu juvenil e incomparable estilo. El sombrero lo
llevabas en la mano, por lo que, con indescriptible sorpresa, pude ver tu
radiante y despierto rostro y tu cabello lleno de vida. Me asusté de lo joven,
guapo, esbelto y elegante que eras. Es extraño que en ese primer segundo
pudiera descubrir eso que en ti me sorprende y sorprende a los demás. Vi que
eras dos personas en una: un joven ardiente, impulsivo y aventurero, y, al
mismo tiempo, en tu arte, un hombre enormemente serio, responsable y cultivado.
Sin darme cuenta percibí algo que después vieron todos, que llevabas una doble
vida, una vida con una superficie abierta al mundo y otra en la sombra, que
sólo tú conocías. Esta profunda ambigüedad, el misterio de tu existencia, me
atrajo desde el primer momento, cuando sólo tenía trece años.
¿Entiendes ahora, amor mío,
qué maravilla, qué enigma más seductor debiste resultarle a aquella niña?
Descubrí que esa persona a la que tanto se respetaba por haber escrito libros,
por ser famoso en ese otro mundo, era un joven animoso y elegante de
veinticinco años. No necesito decirte que desde aquel día, en nuestra casa, en
mi pequeño mundo infantil, lo único que me interesó fuiste tú. Mi vida giraba
alrededor de la tuya, tu vida me preocupaba con toda la insistencia, la
obsesiva obstinación de una niña de trece años. Te observaba, vigilaba tus
costumbres y la gente que venía a verte, y todo ello, lejos de disminuirla,
aumentaba la curiosidad que sentía por ti. Esta dualidad tuya se expresaba
claramente en la variedad de tus visitantes. Venían personas jóvenes,
descuidados estudiantes amigos tuyos con los que te reías y divertías. Después
estaban las damas que llegaban en coche. Alguna vez el director de la Ópera y
el gran director de orquesta —aquel al que tenía respeto sólo con verlo de
lejos en la tarima—. También se escabullían por tu puerta algunas muchachas
jóvenes, estudiantes de la Escuela de Comercio. En fin, muchas y muchas
mujeres. Yo nunca me preocupé por todo eso, ni siquiera cuando una mañana, al
ir al colegio, vi salir a una dama cubierta de espesos velos. Yo sólo tenía
trece años, y no sabía que la curiosidad especial con la que te miraba y
espiaba se llamaba amor.