jueves, 31 de agosto de 2017

LOS POETAS:HOUSMAN, BLAKE, LANDOR, Y TENNYSON. Por: Harold Bloom.


II POEMAS

INTRODUCCIÓN

 No he organizado esta sección por orden cronológico, sino temáticamente y por yuxtaposición, porque la poesía tiende a ser más libre respecto a la historia que la prosa de ficción o el drama. Y aun si hago más hincapié en el argumento poético que en el contexto social, no discuto la forma poética. Sobre toda cuestión relacionada con esquemas, pautas, formas, metros y rimas de la poesía inglesa, la autoridad indispensable es Rhyme 's Reason: A Guide to English Verse (La razón de la rima: una guía del verso inglés), de John Hollander, un libro fácilmente accesible en edición de bolsillo. Lo que me ocupa aquí, como en todo este libro, es cómo leer y por qué, lo cual en relación con los poemas, en lo general y en lo específico, para mí equivale a una búsqueda de las más amplias presencias creadas por la imaginación. La poesía es la culminación de la literatura imaginativa, a mi juicio, porque es un modo profético.
 Empiezo por ejemplos de lírica pura escritos por A. E. Housman, William Blake y Walter Savage Landor y un fragmento de "El águila", de Tennyson. Representan la poesía en su aspecto más económico y punzante, y me conducen a dos de los más grandes monólogos dramáticos: el elocuente "Ulises" de Tennyson y el extraordinario "Childe Roland a la Torre Oscura fue" de Robert Browning. A estos monólogos se yuxtapone a continuación el "Canto a mí mismo" de Walt Whitman, como ejemplo mayor del reemplazo norteamericano del monólogo dramático por la épica de la Confianza en Sí Mismo, para emplear la expresión de Emerson. Sigue la lírica de la Confianza en Sí Misma de Emily Dickinson, luego de lo cual regreso a la Inglaterra Victoriana para encontrar la fiera lírica del self de Emily Brönte, la visionaria de Cumbres Borrascosas. El humor y el espíritu de Brönte están vinculados con la llamada balada popular o balada de frontera. Yo analizo aquí mis dos baladas favoritas, "Sir Patrick Spence" y "La tumba sin sosiego", antes de volverme al más grande poema anónimo de nuestra lengua, el asombroso "Tom O'Bedlam", una enloquecida canción digna del propio Shakespeare.
 Esto me lleva a tres de los más poderosos sonetos de Shakespeare, que en las "Observaciones sumarias" que siguen al presente capítulo son confrontados con la poesía bastante diferente de Hamlet. En secuencia natural vienen luego los grandes sucesores de Shakespeare en la poesía inglesa: Milton y los románticos. Me habría gustado tener más espacio para El paraíso perdido, pero he esbozado cómo y por qué necesita ser leído y releído el Satán de Milton.
 A dos poemas líricos de Wordsworth, el verdadero inventor de la poesía moderna, sigue la ominosa Oda del marinero antiguo de Coleridge, y luego Shelley y Keats en sus momentos más cautivantes. He reservado una breve discusión de mis cuatro poetas modernos predilectos - W. B. Yeats, D. H. Lawrence, Wallace Stevens y Hart Grane - para el comienzo de las "Observaciones sumarias" a la sección pues, entre los cuatro, ellos heredan todos los elementos cruciales de los poemas que analizo antes.

HOUSMAN, BLAKE, LANDOR, Y TENNYSON

En mi corazón un aire letal
sopla de aquella región lejana:
¿Qué son las colinas azules del recuerdo?
¿Qué esos campanarios, qué esas granjas?

Es la tierra de la plenitud perdida;
de lleno la veo brillar:
caminos felices por donde me fui
y no podré regresar.

 Ésta es la decimocuarta pieza de Un muchacho de Shropshire (1896), de A. E. Housman. Como muchos poemas de su autor, hace sesenta años que lo llevo en la cabeza. Cuando era un niño de ocho años, solía pasear canturreando versos de Housman y de Blake, y si todavía lo hago es con menor frecuencia pero con fervor intacto. Acaso la mejor forma de empezar a discutir cómo ha de leerse un poema sea abordando a Housman, cuyo modo conciso y económico atrae en virtud de una simplicidad aparente. Bajo esa simplicidad, que es astuta, se oculta la reverberación que ayuda a definir a la gran poesía. "Un aire letal" es una ironía soberbia, ya que, bien como aria o como recordada sensación de una brisa, el canto o el aliento, que deberían impulsar la vida, paradójicamente matan. Nacido en Worcestershire, de muchacho Housman amaba Shropshire porque "sus colinas eran nuestro horizonte occidental". Las "colinas azules del recuerdo" del poema, parte de un todo, no representan sólo una Shropshire idealizada sino un "más allá" trascendente, una felicidad que el frustrado Housman no alcanzó nunca. Hay un doliente vaciamiento de la identidad en la declaración "Es la tierra de la plenitud perdida", ya que la plenitud no había sido más que una aspiración. Y sin embargo, en una afirmación sublime, el poeta insiste: "La veo brillar de lleno", como podría insistir un peregrino en que está contemplando Jerusalén. Esos "caminos felices" sólo pertenecían al futuro, y es por eso que Housman no puede regresar. El poema atrapa y mantiene a la perfección el acento de lo tardío en lo que, vemos al cabo, es una lírica amorosa de la especie más triste: la que recuerda un sueño juvenil.
 El estilo directo de Housman ayuda a sugerir un primer principio de cómo leer poemas: atentamente, porque una verdadera cualidad de cualquier poema bueno es que soportará la lectura más atenta y vigilante. He aquí a William Blake, mucho más grande que Housman, dándonos una lírica que también parece simple y llana. El poema es "La rosa enferma":

¡Rosa, estás enferma!
El gusano oscuro
que vuela en la noche,
en el trueno brusco,

descubrió tu lecho
de tan roja dicha
y su negro amor secreto
te destruye la vida.

 El tono de Blake, a diferencia del de Housman, es difícil de describir. "Negro amor secreto" se ha convertido en frase permanente para nombrar casi cualquier relación erótica clandestina y el tipo de destrucción que entraña. Las ironías de "La rosa enferma" son feroces, acaso crueles de tan implacables. Si bien lo que Blake pinta es sumamente natural, la perspectiva del poema hace de lo natural mismo un rito social en el que la amenaza fálica se contrapone a la autogratificación femenina (antes de ser descubierto por el gusano, el lecho de la rosa es de "tan roja dicha"). Como ocurre con la lírica de Shropshire de Housman, la mejor forma de leer "La rosa enferma" es en voz alta: se intuye así que es una especie de conjuro, un clamor profético contra la naturaleza y contra la naturaleza humana.
 Tal vez sólo William Blake haya sido capaz de poner en un poema tan breve (en inglés, apenas treinta y cuatro palabras) una carga visionaria tan oscura, pero hay algo en los poetas que se inclina a manifestar su exuberancia creativa apretando mucho en poco espacio. Por "visionario" entiendo un modo de percepción por el cual objetos y personas son vistos con una intensidad amplificada con dejos proféticos. Con frecuencia visionaria, la poesía intenta domesticar al lector para llevarlo a un mundo donde todo lo que mira tiene un aura trascendental.
 El poeta romántico Walter Savage Landor, cuyas asiduas disputas literarias y pleitos incesantes fueron confirmación irónica de su segundo nombre, compuso notables cuartetas plenas de un maravilloso autoengaño. Ésta, por ejemplo, titulada "Al cumplir setenta y cinco años":

Por nada me esforcé, pues nada lo valía.
Amé la naturaleza, y amé también el Arte:
Me calenté ambas manos ante el fuego de la vida;
ahora ella se hunde, y yo soy uno que parte.

 En caso de llegar a los setenta y cinco, el día que los cumpla a uno no le estará de más pasearse murmurando este epigrama, bien que, alegremente, sepa que es falso tanto para uno como para el salvaje Landor. Los buenos poemas cortos son especialmente memorables, y con esto he arribado a un primer punto crucial sobre cómo leer poemas: en lo posible, hay que memorizarlos. Antaño recurso central de la buena enseñanza, con el tiempo la memorización degeneró en repetición de loro y por eso fue abandonada - erróneamente. A las relecturas silenciosas de un poema breve que realmente nos ha encontrado debería seguir el recitado en voz alta, hasta descubrir en posesión del poema. Se podría empezar con "El águila", de Tennyson, dos tercetos deliciosamente orquestados:

Se aferra al peñasco con garras encorvadas;
cerca del sol, en tierras solitarias,
por un mundo de azur circundado se alza.

Abajo se agita el mar turbulento.
El mira desde los muros de su cerro
y luego se precipita como el trueno.

 Si el poema es un ejercicio (triunfante) de amalgama entre sonido y sentido, también presenta un aspecto sublime. El águila apela a nuestra capacidad imaginativa de identificación. Cierta vez, luego de un almuerzo, Robert Penn Warren, que componía asombrosos poemas líricos sobre águilas y halcones, me recitó el arrebatador fragmento de Tennyson y en seguida dijo: "Me gustaría haberlo escrito yo". Puede que si uno memoriza "El águila" llegue a sentir que lo ha escrito, tan universal es el altivo anhelo que impregna el poema.
 En una ocasión, cuando yo era en Yale un profesor más joven y bastante más paciente que ahora, persuadí a mi clase de Poesía Victoriana de que memorizáramos juntos el soberbio monólogo dramático de Tennyson titulado "Ulises", un poema que se presta a ser memorizado y a las iluminaciones críticas que la posesión por la memoria puede suscitar.
 Sobrevolando los márgenes de la apasionada meditación de Tennyson encontramos otras versiones de Ulises: desde la de La Odisea de Homero hasta la del Infierno de Dante, la de Troilo y Crésida de Shakespeare y la de Milton, que en los primeros libros de El paraíso perdido transforma a Ulises en Satán. Alusivo y contrapuntístico, el Ulises de Tennyson es de una elocuencia inolvidable y muy accesible a la memorización, acaso porque hay en muchos lectores algo que se deja tentar por la posibilidad de identificarse con el equívoco héroe, figura permanente y central de la literatura occidental. La ambivalencia, que Shakespeare llevó a la perfección, es el surgimiento en nosotros de sentimientos poderosos - positivos y negativos a un tiempo - hacia otro individuo. Según parece haber sido la intención de Tennyson, su Ulises representa la necesidad de seguir adelante con la vida, y ello pese a la extraordinaria pena del poeta por la muerte temprana de su mejor amigo, Arthur Henry Hallam. Gran parte de la mejor poesía de Tennyson consiste en elegías para Hallam, entre ellas In Memoriam y Moite d'Aittmr. No obstante, el monólogo de Ulises evoca una ambivalencia profunda, que comienza con lo que se nos antoja un áspero retrato del hogar, la esposa y los súbditos a quienes ha regresado después de tantas peripecias:

Poco provecho arroja que, monarca ocioso,
junto a un fuego quieto, entre riscos yermos,
con una esposa anciana, yo imponga y reparta
leyes desiguales a una raza salvaje
que se apiña, duerme, come y no me conoce.

 Da la impresión de que el último reproche es el centro del malestar de Ulises, y de que éste trasciende, tanto la descortés mención de la decadencia de la fiel Penélope, como el poco convincente lamento por las leyes que él mismo administra pero apenas desea mejorar. La tosca población de Itaca no conoce la grandeza y la gloria de Ulises - en su propia opinión únicos rasgos capaces de definirlo. Sin embargo, ¡que soberbia expresión de descontento memorable constituyen estos cinco versos iniciales! ¡Cuántos hombres maduros, a lo largo de los siglos, no han reflexionado en este tono, heroico para ellos mismos pero no necesariamente para otros! Claro que Ulises, por egoísta que sea, ya ha cobrado facundia y lo que viene a continuación no tarda en modificar nuestra respuesta negativa o muda:

No hay reposo para mí del viaje; beberé la vida
hasta las heces: en todo tiempo he gozado
grandemente, y he sufrido mucho, solo o con aquéllos
que me amaban; en la orilla o cuando
con raudas rachas las lluviosas Hiades humillaban
el mar tenue: me he convertido en un nombre;
vagabundo eterno de corazón hambriento,
he visto y conocido mucho; ciudades humanas,
costumbres, climas, concejos, gobiernos, y de todos
antes que menosprecio obtuve honra;
y allá en las planicies de la ventosa Troya
bebí delicias de batalla con mis pares.
Soy parte de todo cuanto he tenido ante mí;
pero toda experiencia es un arco a través del cual
destella el mundo aún no recorrido, cuyo margen
no deja de desvanecerse a medida que me muevo.
¡Qué insulso es detenerse, terminar, acumular
óxido sin ser lustrado, no relucir en el uso!
Como si respirar fuera vivir. Las capas de vida
apilada fueron poco, y de una de ellas poco
 me queda: mas de cada hora algo más se
salva del silencio, algo que es portador
de cosas nuevas; y sería una vileza
almacenarme por el lapso de tres soles,
y que este gris espíritu anhelante de deseo
persiguiera el saber como una estrella zozobrante
allende los confines del pensamiento humano.

 Al lector se le ofrece la posibilidad de la identificación heroica, y encuentra muy difícil resistirla. El ethos aquí profetiza el código de Hemingway: vivir la vida propia hasta agotarla - si descontamos que los toreros y los cazadores apenas pueden competir con este héroe de héroes. El lector advierte que Ulises habla de "aquéllos que me amaban" pero nunca de aquéllos a quienes amaba o ama él. Cuánto conmueve sin embargo leer "me he convertido en un nombre", porque cualquier juicio de egoísmo desaparece cuando reflexionamos en que ese nombre es Ulises, grávido de innumerables evocaciones. "Antes que menosprecio obtuve honra" pierde los estigmas para fundirse en "soy parte de todo cuanto he tenido ante mí". Este verso de palabras cortas (en inglés son todos monosílabos, "I am part of allthat I have met") distribuye sus énfasis, de modo que los dos verbos en primera persona (en inglés dos "i") quedan atenuados en parte por el "todo" que el buscador ha perseguido y encontrado. En la ironía "Como si respirar fuera vivir" reverbera un vitalismo shakespeariano, un eco del temerario espíritu de Hamlet. Si el que habla aquí es un anciano, habla rechazando la sabiduría de la vejez.
 El poema nos está conduciendo al filo de un viaje postrero, no profetizado por el inquietante Tiresias cuando, en La Odisea, XI, 100 - 137, augura que el héroe morirá "rico y anciano,/ rodeado de la bendita paz de tus gentes". La fuente de Tennyson, tan contrario en espíritu a su monólogo dramático, es el canto XXVI del Infierno de Dante, donde se pinta a Ulises como un buscador transgresivo. El Ulises de Dante termina su larga permanencia junto a la hechicera Circe, no para volver a Itaca con Penélope, sino para navegar allende los límites del mundo conocido, para irrumpir desde el Mediterráneo en el caos del Océano Atlántico. Dante tiene callada conciencia de la identidad entre el viaje que él ha emprendido en la Comedia y la búsqueda final de Ulises, pero - poeta cristiano - se ve obligado a situar al griego en el octavo círculo del infierno. Muy cerca está Satán, arquetipo del pecado de Ulises en tanto consejero fraudulento. El Ulises de Tennyson lleva a cabo el enloquecido viaje final del pecador de Dante, pero no es un héroe - villano. El Ulises Victoriano descubre al Victoriano paradigmático en su hijo Telémaco, a quien se diría que describe como un mojigato:

He aquí a mi hijo, mi Telémaco,
a quien dejo la isla y el cetro: muy querido
para mí, cumplirá con buen discernimiento
la labor de suavizar con prudencia despaciosa
a un pueblo tosco, y por grados paulatinos
someterlo a lo útil y lo bueno.
Es impecable en grado sumo, centrado en la esfera
del deber común, lo bastante honrado
para no flaquear en sus tareas por blandura
y rendir adoración a los dioses del hogar
cuando yo ya no esté. Hace su trabajo, y el mío.

 El giro "muy querido" no convence demasiado, en especial si se lo compara con el poder expresivo de "Hace su trabajo, y el mío". El lector oye el alivio con que Ulises se aparta del virtuoso hijo para dirigirse al fin a sus envejecidos marineros, ésos que lo acompañarán en el viaje suicida.

He allí el puerto; el barco hincha la vela:
crecen las sombras en los anchos mares. Marineros míos,
almas que os habéis afanado y forjado junto a mí,
que conmigo habéis pensado, que con ánimo de fiesta
habéis recibido el sol y la tormenta y les habéis
opuesto frentes y corazones libres: sois viejos como yo;
con todo, la vejez tiene su honor y sus esfuerzos;
la muerte todo lo clausura: pero algo antes del fin
ha de hacerse todavía, cierto trabajo noble,
no indigno de hombres que pugnaron con dioses.
Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces:
se apaga el largo día: sube lenta la luna: muchas voces
rodean los hondos gemidos. Venid, amigos míos,
aún no es tarde para buscar un mundo más nuevo.
Desatracad, y sentados en buen orden amansad
las estruendosas olas; pues mantengo el propósito
de navegar hasta más allá del ocaso, y de donde
se hunden las estrellas de occidente, hasta que muera.
Puede que nos traguen los abismos: puede
que toquemos al fin las Islas Felices y veamos
al grande Aquiles, a quien conocimos. Aunque
mucho se ha tomado, mucho permanece; y si bien
no somos ahora aquella fuerza que en los viejos tiempos
movía tierra y cielo, somos lo que somos;
un parejo temple de corazones heroicos, debilitado
por el tiempo y el destino, mas fuerte en voluntad
para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse.

 "La muerte todo lo clausura" está más en la vena de Hamlet que en la de Dante (o la de Tennyson), y su fuerza como declaración crece cuando se la yuxtapone a la extraordinaria sensibilidad de Ulises frente a la luz y el sonido:

Ya se divisa entre las rocas un parpadeo de luces:
se apaga el largo día: sube lenta la luna: muchas voces
rodean los hondos gemidos.

 Tennyson termina con otra colisión entre voces antitéticas, una de ellas universalmente humana ("Aunque mucho se ha tomado, mucho permanece") y otra que remite inconfundiblemente al Satán de Milton: "para esforzarse, buscar, encontrar y no rendirse". Satán hace una pregunta grandiosa: "Ser valiente es no rendirse ni someterse nunca: ¿y qué otra cosa es no sufrir derrota?". Dante - el más grande poeta católico - y Milton - el mayor poeta protestante - habrían hablado de rendirse a Dios, pero uno no supondría que el Ulises de Tennyson, tras una vida de batalla contra el dios - mar, fuera a someterse a ninguna divinidad. A la lectora y el lector, dondequiera que se sitúen en relación a Dios o a las posibilidades del heroísmo, la inhabitual elocuencia de Tennyson no puede sino conmoverlos, más allá del escepticismo que el poema nos suscita sutilmente respecto de Ulises.
 Algo se ha indicado sobre cómo leer el poema sublime; ¿pero por qué deberíamos seguir leyéndolo? Los placeres de la gran poesía son muchos y variados, y para mí el "Ulises" de Tennyson es una fuente inagotable de deleite. Sólo en muy contadas ocasiones - momentos raros, como el del enamoramiento - la poesía nos ayuda a comunicarnos con los otros; pensar lo contrario es bello idealismo. La marca más frecuente de nuestra condición es la soledad. ¿Cómo poblaremos esa soledad, entonces? Los poemas pueden ayudarnos a hablar más plena y claramente con nosotros mismos, y a oír esa conversación. De ese tipo de atención casual Shakespeare es el maestro supremo: sus personajes se oyen hablar consigo mismos; sus mujeres y hombres son precursores nuestros, y también lo es el Ulises de Tennyson. Hablamos con una otredad que hay en nosotros, o con lo que puede haber de mejor y más viejo. Leemos para encontrarnos, acaso más plenamente y con más sorpresa de la que habríamos esperado.

miércoles, 30 de agosto de 2017

ITALO CALVINO. OBSERVACIONES SUMARIAS del cuento. Por Haold Bloom.


ITALO CALVINO

 Otros maestros del cuento son tratados en distintos lugares de este volumen, bien como novelistas (Henry James y Thomas Mann), bien como poetas (D. H. Lawrence). La presente sección deseo cerrarla con otro gran fabulador italiano, Italo Calvino, quien murió en 1985. Mi favorito entre sus libros (en realidad un favorito universal) es Las ciudades invisibles. De hacerse adecuadamente, la descripción de la invención de Calvino debería mostrar a otros cómo y por qué el libro ha de leerse una y otra vez. El que cuenta historias sobre ciudades imaginarias es Marco Polo y su público el venerable Kublai Khan, pero también escuchamos nosotros. Pese a tener sólo una o dos páginas las historias son auténticos cuentos, más al modo de Borges o Kafka que al de Chéjov. Aunque las ciudades de Marco Polo no han existido nunca, ni podrían existir, la mayoría de los lectores irían a visitarlas si ello fuera posible.
 Las "ciudades invisibles" vienen en once rubros, dispersos más que agrupados: los hay de las ciudades y la memoria, el deseo, los signos, los ojos, el nombre, los muertos, los cambios y el cielo, así como de ciudades tenues, continuas y ocultas. Aunque mantener tanto en la cabeza puede dar mareos, no conviene pensar que todos estos lugares son en verdad uno solo. Considerando que todos llevan nombre de mujer, sería como decir que todas las mujeres son una sola, doctrina ésta del filósofo y novelista español Miguel de Unamuno pero no de Calvino. Sin duda, escuchando a Marco Polo, el Kublai Khan concordaría más con él y con Calvino que con Unamuno. Pues el Kublai, viejo y cansado del poder, encuentra en las visionarias ciudades de Marco Polo una pauta que perdurará cuando su propio imperio sea polvo.
 Nostalgia por las ilusiones perdidas, amores que no llegaron a ser del todo, felicidad apenas probada: he aquí las emociones que Calvino evoca. En Isidora, una de las ciudades de la memoria, "cuando el forastero está indeciso entre dos mujeres encuentra siempre una tercera"; la pena es que sólo se llega a Isidora en la vejez. De Támara uno se marcha "sin haberla descubierto" y en Zirma ve "una muchacha que lleva un puma por una correa". Al cabo de muchos recitales, Kublai empieza a notar un aire de familia entre las ciudades, pero esto sólo significa que está aprendiendo a interpretar el arte narrativo de Polo: "No hay lenguaje sin engaño." En Armilla, una de las ciudades tenues, la única actividad parece ser la de las ninfas que se bañan: "Por las mañanas se las oye cantar". Esto es superado por: "Una vibración voluptuosa agita constantemente a Cloe, la más casta de las ciudades." Y a su vez esto guarda afinidad con uno de los principios narrativos de Marco Polo: "La falsedad no está nunca en las palabras; está en las cosas."
 El Kublai objeta que a partir de entonces las ciudades las describirá él y Marco Polo viajará a comprobar si existen. Pero Marco niega la ciudad arquetípica del Kublai y a cambio propone un modelo hecho únicamente de excepciones, exclusiones, incongruencias y contradicciones. Así despunta en el lector la comprensión de que la verdadera historia es el debate presente entre el visionario Marco y el escéptico Kublai, entre la juventud perpetua y la edad eterna. Y así continúa el recital: Esmeralda, donde "gatos, ladrones y amantes clandestinos se mueven por vías más altas y discontinuas y se dejan caer de una azotea a un balcón", o Eusapia, una ciudad de los muertos donde "una muchacha de calavera risueña ordeña una osamenta de vaquillona".
 Fatigado aun de este ejercicio, el Kublai le ordena a Marco que interrumpa los viajes y entable con él una interminable partida de ajedrez. Pero la artimaña no detiene a Marco; el movimiento de las piezas será el relato de las ciudades invisibles. Llegamos por fin a Berenice, la ciudad injusta, que contiene una ciudad de los justos, dentro de la cual hay a su vez una ciudad injusta, y así sucesivamente. Berenice es pues una sucesión de ciudades, alternativamente justas e injustas, pero todas las Berenices del futuro están presentes ya "en ese instante, envueltas una dentro de la otra, estrechas, apretadas, inextricables." Y como allí es donde vivimos todos, Marco Polo calla. No hay más Ciudades Invisibles.
 Queda sin embargo un diálogo final. ¿Dónde - pregunta el Kublai - están las tierras prometidas? ¿Por qué no ha hablado Marco de la Nueva Atlántida, de Utopía, de la Ciudad del Sol, de Nueva Armonía y otras ciudades de la redención? "Para esos puertos no sabría trazar la ruta en la carta ni fijar la fecha de llegada", replica Marco, pero ya el Gran Khan, alzando su atlas, da con las ciudades "que amenazan en las pesadillas y en las maldiciones": Babilonia, Yahoo, el Mundo Feliz. Desesperado, el anciano Kublai afirma su nihilismo: la corriente acaba por arrastrarnos a la ciudad infernal. Conmovedoramente, las últimas palabras corresponden a Marco, quien habla por lo que en el lector hay aún de esperanzado. Estamos por cierto en "el infierno de los vivos". Podemos aceptarlo, y así dejar de ser conscientes de él. Pero hay un camino mejor, y podemos decir que ese camino es la sabiduría de Calvino:

...buscar y saber reconocer quién y qué, en medio del infierno, no es infierno, y hacerlo durar, y darle espacio.

 El consejo de Calvino nos está diciendo una vez más cómo leer y por qué: ser vigilantes, percibir y reconocer la posibilidad del bien, ayudarlo a que dure, darle espacio en la propia vida.

OBSERVACIONES SUMARIAS

 Es útil considerar el cuento moderno como dividido en dos tradiciones rivales, la chejoviana y la kafkiano - borgiana.
 Pese a las apariencias, Flannery O'Connor pertenece a la tradición de Chéjov tanto como Italo Calvino a la de Kafka y Borges. El cuento chejoviano no es del orden de la fantasía, por muy extravagante que se vuelva en el caso de Flannery O'Connor. Hemingway, que quería ser Tolstoi, es sumamente chejoviano, como lo es el Joyce de Dublineses aunque negara haber leído a Chéjov. Los cuentos chejovianos se ponen en marcha de golpe, terminan elípticamente y no se preocupan por llenar los huecos que uno esperaría encontrar cubiertos en los relatos (sobre todo los más largos) de Henry James. Con todo, Chéjov confía en que uno crea en su realismo, esa fidelidad a la existencia ordinaria. Kafka, y tras él Borges, ponen su confianza en la fantasmagoría; no nos dan lamentos por la vida no vivida.
 No siempre es fácil distinguir un estilo del otro, porque ninguno de los dos se interesa necesariamente por contar una historia a la manera en que, acabada y fehacientemente, cuenta Tolstoi la vida y muerte de Hadji Murad, el héroe checheno de la novela breve que lleva su nombre. Chéjov y Kafka crean a partir de un abismo o un vacío; el soberbio sentido de la realidad de Tolstoi lo persuade a uno como sólo son capaces de hacerlo Shakespeare y Cervantes. Pero, sean de una u otra especie, los cuentos, como señaló Borges, constituyen una forma esencial. Los mejores exigen muchas relecturas que constituyen también una recompensa. Henry James observó que el cuento se sitúa "en el punto exquisito en donde acaba la poesía y empieza la realidad." Esto los coloca entre los poemas y las novelas; sus personajes, siguiendo todavía a James, tienen que ser "extraña, fascinantemente particulares y a la vez reconocibles en general."
 Por tradición, las obras de teatro imitan acciones; con frecuencia los cuentos no. Eudora Welty, probablemente la mejor cuentista estadounidense viva, comentó una vez que los personajes de D.H. Lawrence "no dicen en realidad sus palabras; no conversan; no están hablando en la calle sino exhalando sonidos como las fuentes, irradiando como la luna o encrespándose como el mar, y cuando callan su silencio es el silencio de las rocas malvadas." Lawrence es un extremista visionario, pero el elocuente argumento de Welty podría ajustarse a todos los grandes cuentos, que deben encontrar siempre una forma propia, sea chejoviana o kafkiana. En los cuentos de primer orden, la realidad se vuelve fantástica y la fantasmagoría desconcertantemente mundana. Tal vez sea por eso que hoy en día muchos lectores rehuyen los libros de cuentos y prefieren comprar novelas, aún si los cuentos son de mucha mayor calidad.
 El cuento favorece lo tácito; obliga al lector a entrar en actividad y discernir explicaciones que el escritor evita. Como ya he dicho, el lector debe reducir la velocidad, con toda deliberación, y ponerse a escuchar con el oído interior. Una atención de este tipo nos permite captar de pasada lo que dicen los personajes, además de escucharlos; piensa en ellos como si fueran tus personajes, y reflexiona no tanto sobre lo que se nos cuenta acerca de ellos sino sobre lo que está sugerido o implícito. Al contrario de lo que ocurre con la mayoría de las figuras novelísticas, el primer plano y el fondo dependen en gran medida del lector, de su aprovechamiento de los indicios que el escritor proporciona sutilmente.
 De Turguéniev a Eudora Welty y otros posteriores, los cuentistas se abstienen de emitir juicios morales. Middlemarch, la obra maestra de George Eliot - una de las más grandes novelistas que ha habido - rebosa de observaciones morales fascinantes. Pero los cuentistas más diestros son tan elípticos en materia moral como en la continuidad de la acción o en los detalles del pasado de los personajes. Como lector uno deberá decidir si el juicio moral es relevante y después tendrá que juzgar por su cuenta.
 Los vacíos significativos que proporcionan tanto el modo chejoviano como el borgiano resultan en beneficios inmensos para el lector. Al mismo tiempo hay que ser cauteloso con el supuesto simbolismo, que en el cuento magistral está más a menudo ausente que presente. Ni siquiera el gran relato de terror "El Horla" ofrece abiertamente al Horla como símbolo, si bien he sugerido que acaso haya cierta relación entre la obsesión del protagonista innominado y la locura sifilítica de Maupassant. Hasta cierto punto, el simbolismo es tan ajeno al buen cuento como debería serlo la alusión literaria; pero dentro del intento de formular una Ley de Bloom de la ficción breve, Nabokov constituye una excepción escandalosa y soberbia. A menudo es alusivo aunque raramente simbólico. El simbolismo es peligroso para los cuentos; en la novela hay tiempo y mundo suficientes para enmascarar los emblemas bajo un aire naturalista, pero al cuento, por necesidad más abrupto, le es difícil hacerlos discretos.
 Concluyo este epílogo a cómo y por qué leer cuentos ofreciendo el doble aserto de que nunca habrá de preferirse una de las dos maneras a la otra. Las necesitamos a ambas, pero por razones diferentes; si la manera chejoviano - hemingwayana nos satisface el apetito de realidad, la kafkiano - borgiana nos enseña cuan ávidos seguimos estando de lo que hay más allá de la realidad supuesta. Es claro que a cada escuela la leemos de una forma distinta; buscamos la verdad con Chéjov o el reverso de la verdad con los borgianos. Cuando el Gogol de Landolfi destruye la muñeca de goma que tiene por esposa, la impresión que sentimos es tan honda como cuando el estudiante de Chéjov se detiene junto a la hoguera de las dos mujeres desconsoladas y les cuenta la historia de San Pedro. Las energías de nuestras reacciones tienen cualidades distintas, pero ambas son igualmente intensas.

martes, 29 de agosto de 2017

TOMMASO LANDOLFI. Por: Harold Bloom.


TOMMASO LANDOLFI

 "Todos salimos de debajo del capote de Gogol", es fama que dijo Dostoievski. "El capote" es un cuento sobre un mísero escribiente a quien le roban un abrigo nuevo. Desdeñado por las autoridades, ante quienes protesta debidamente, el pobre sujeto muere de frío y su fantasma continúa la infructuosa búsqueda de justicia. Pero, por bueno que sea, ese cuento no es el mejor de Gogol. No puede compararse a "Terratenientes antiguos" ni al demencial "La nariz", que empieza cuando un peluquero, durante el desayuno, descubre el apéndice nasal de un cliente suyo dentro de un panecillo recién horneado por su mujer. El espíritu de Gogol, sutilmente vivo en mucho de lo escrito por Nabokov, alcanza la apoteosis en el triunfal "La mujer de Gogol", del cuentista italiano Tommaso Landolfi, tal vez el relato breve más gracioso y enervante que he leído en mi vida.
 El narrador, amigo y biógrafo de Gogol, nos cuenta "reticentemente" la historia de la esposa del escritor ruso. El Gogol real, un religioso obsesivo, no se casó nunca y a los cuarenta y tres años más o menos se dejó morir de hambre, deliberadamente, después de haber quemado sus manuscritos inéditos. Pero el Gogol de Landolfi (que parece un invento de Kafka o de Borges) se ha casado con un globo, una espléndida muñeca inflable que adopta diversas formas y tamaños según el capricho del marido. Muy enamorado de la mujer en una u otra de sus formas, Gogol goza de relaciones sexuales con ella y, por razones que sólo él conoce, le otorga el nombre de Caracas, en homenaje a la capital de Venezuela.
 Por unos años todo marcha bien, hasta que Gogol contrae sífilis y bastante injustamente le echa la culpa a Caracas. Con el tiempo crece sostenidamente en él la ambivalencia hacia su silenciosa compañera. Como la acusa de autogratificación y hasta de traición, ella se vuelve amarga y excesivamente religiosa. Por último, el encolerizado Gogol infla (adrede) a Caracas de tal modo que la hace reventar. El gran escritor recoge los restos de madame Gogol y los quema en la chimenea, donde comparten el destino de sus obras inéditas. Al mismo fuego echa otro muñeco de goma, el hijo de Caracas. Después de la catástrofe final, el biógrafo defiende a Gogol del cargo de maltrato a su mujer y saluda la memoria de su alto genio.
 Como preludio (o epílogo) al cuento de Landolfi, lo mejor es leer algunos cuentos de Gogol, sobre la base de los cuales no pondremos en duda la realidad de la infeliz Caracas. Es lo más parecido a la amada que Gogol habría podido descubrir (o inventar) para sí. De otro lado, Landolfi difícilmente habría podido componer una historia semejante con el título de "La mujer de Maupassant", no digamos ya "La mujer de Turguéniev". No, tenía que ser Gogol y nadie más que Gogol, y a mí rara vez se me ocurre dudar de la historia de Landolfi, sobre todo cuando acabo cada relectura. Caracas posee una realidad que Borges no busca ni alcanza para su Tlön. Como única compañera posible para Gogol, ella me parece la parodia culminante de la insistencia de Frank O'Connor en que la voz solitaria que clama en el cuento moderno es la de la Población Sumergida. ¿Existirá acaso un ser más sumergido que la mujer de Gogol?
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000



lunes, 28 de agosto de 2017

JORGE LUIS BORGES. Por: Harold Bloom.

JORGE LUIS BORGES

 El cuento moderno, en tanto permanece en la órbita de Chéjov, es impresionista; esto es tan cierto respecto del James Joyce de Dublineses como de Hemingway o Flannery O'Connor. Percepción y sensación, centros de la estética de Walter Pater, lo son también del cuento impresionista, incluidas en este rubro las mejores piezas cortas de Thomas Mann y de Henry James. Algo muy diferente ingresó en el arte moderno del relato con las fantasmagorías de Franz Kafka, precursor principal de Jorge Luis Borges, de quien puede decirse que reemplazó a Chéjov como influencia mayor en la cuentística de la segunda mitad del siglo veinte. Hoy los cuentos tienden a ser chejovianos o borgianos; sólo en raras ocasiones son ambas cosas.
 Al contrario que las miradas impresionistas de Chéjov a las verdades de la existencia, las obras de ficción de Borges siempre insisten en un consciente carácter de artificios. Convendrá que, cuando vaya al encuentro de Borges y sus muchos seguidores, los lectores sepan albergar expectativas muy distintas a las que tienen frente a Chéjov y su vasta escuela. Ya no se oirá la voz solitaria de un elemento sumergido en la población, sino una voz habitada por una plétora de voces literarias precedentes. La gran proclama con que Borges profesa su alejandrinismo es que no hay para un Dios gloria mayor que ser absuelto del mundo. Si en los cuentos de Chéjov hay un Dios, no puede ser absuelto del mundo, como tampoco podemos serlo nosotros. Pero para Borges el mundo es una ilusión especulativa, o un laberinto, o un espejo que refleja otros espejos.
 Necesariamente, entender cómo debe leerse a Borges es más una lección en la forma de leer a sus precursores que un ejercicio de autocomprensión. No quiero decir que Borges sea menos entretenido o iluminador que Chéjov, sino que es muy diferente. Para Borges, Shakespeare es todo el mundo y a la vez nadie: es el laberinto vivo de la literatura misma. Para Chéjov, Shakespeare es obsesivamente el autor de Hamlet, y el príncipe Hamlet se convierte en el barco en el cual Chéjov navega (del modo más literal en "En el mar", el primer cuento que publicó bajo su propio nombre). El relativismo de Borges es un absoluto; el de Chéjov es condicional. Cautivado por Chéjov y sus discípulos, el lector puede gozar de una relación personal con cada cuento, pero Borges lo cautiva en el campo de las fuerzas impersonales, donde la memoria de Shakespeare es un vasto abismo en donde uno puede tambalearse y perder los restos de individualidad que le queden.
 Cada lector confeccionará una lista selecta de las ficciones de Borges; la mía consta de "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius", "Pierre Menard, autor del Quijote", "La muerte y la brújula", «El Sur", "El Inmortal" y "El Aleph". De esta media docena, aquí me concentraré sólo en la primera, y con cierto detalle, para ayudar a culminar esta sección sobre cómo leer cuentos y por qué necesitamos seguir leyendo los mejores ejemplos que encontremos.
 "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" empieza con una frase desarmante: "Debo a la conjunción de un espejo y de una enciclopedia el descubrimiento de Uqbar." Esto es puro Borges: añádase a la enciclopedia y el espejo un laberinto y se tendrá su mundo. De todas las ficciones de Borges, ésta es la más sublimemente exorbitante. No obstante, el lector sucumbe a la seducción y busca encontrar creíble lo increíble, porque Borges tiene la habilidad de emplear personas y lugares reales (sus amigos mejores y más literarios, por un lado, y por otro una vieja mansión de campo, la Biblioteca Nacional de Buenos Aires, un hotel familiar). Uno le concede la misma realidad natural al ficticio Herbert Ashe que al real Bioy Casares, mientras que Uqbar y Tlön, aunque fantasmagorías, resultan poco más maravillosas que la Biblioteca. Una enciclopedia que trata enteramente de un mundo inventado es algo muy distinto que la verificación de un mundo porque figura en una enciclopedia, obra a la cual solemos dar autoridad.
 De hecho esto es desconcertante, pero de una manera sesgada. A medida que los objetos y conceptos tlönianos se propagan por las naciones, la realidad "cede". En ningún momento la seca ironía de Borges es más imponente:

Lo cierto es que anhelaba ceder. Hace diez años bastaba cualquier simetría con apariencia de orden - el materialismo dialéctico, el antisemitismo, al nazismo - para embelesar a los hombres.

 Borges, firme oponente tanto del marxismo como del fascismo argentino, incrimina lo que llamamos "realidad", pero no esa fantasía que es Tlön, parte del laberinto vivo de la literatura imaginativa.

Tlön será un laberinto, pero es un laberinto urdido por los hombres, un laberinto destinado a que lo descifren los hombres.

 En otras palabras, Tlön es un laberinto benigno, en cuyo final no hay Minotauro que espere para devorarnos. La literatura canónica no es una simetría ni un sistema, sino una enciclopedia vastamente proliferante del deseo humano, un deseo por ser más imaginativo en lugar de hacer daño a otra individualidad. Aunque no se trata de que Tlön nos hechice o nos hipnotice, no se nos da información suficiente para descifrarlo. Precisamente, Tlön queda como una vasta cifra a ser resuelta sólo por todo el universo literario de la fantasía.
 El cuento de Borges comienza cuando él y su amigo más íntimo (y en ocasiones colaborador), el novelista argentino Bioy Casares, después de cenar en una quinta que han alquilado, sienten que los "acecha" la presencia de un espejo al fondo de un corredor. Entonces Bioy recuerda que "uno de los heresiarcas de Uqbar había declarado que los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres." No se nos revela nunca el nombre de ese asceta gnóstico, que indefectiblemente es el mismo Borges, pero Bioy cree haber leído la frase en un artículo sobre Uqbar incluido en lo que se presenta como reedición (con otro título) de la Encyclopaedia Britannica de 1902. El artículo no aparece en los volúmenes que hay en la casa alquilada. Al día siguiente Bioy lleva su propio y relevante volumen, que contiene cuatro páginas sobre Uqbar. La geografía y la historia de Uqbar son igualmente vagas; la localización del país parece ser transcaucásica, mientras que su literatura es totalmente fantástica y se refiere a territorios imaginarios, entre ellos Tlön.
 En este punto el cuento, que apenas empieza, se acabaría de no ser por Herbert Ashe, un reticente ingeniero inglés con quien, a lo largo de dieciocho años, Borges dice haber mantenido desganadas conversaciones en un hotel que ambos frecuentaban. Tras la muerte de Ashe, Borges encuentra un volumen que el ingeniero ha dejado en el bar del hotel: A First Encyclopaedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr. El libro no lleva fecha ni lugar de publicación y consta de 1001 páginas, en clara alusión a Las mil y una noches. Absorto en esas páginas míticas, Borges descubre buena parte de la naturaleza (por así llamarla) del cosmos que es Tlön, en donde la ley primordial de la existencia es el idealismo feroz del obispo Berkeley, con su convicción de que nada puede ser como una idea salvo otra idea. En ese cosmos no hay causas ni efectos; predominan la psicología y la metafísica de la fantasía absoluta.
 Hasta aquí el "artículo" titulado "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" que, dice Borges, incluyó en su Antología de la literatura fantástica publicada en 1940. Una "posdata" de 1947 expande la fantasmagoría. Se explica Tlön como una benigna conspiración de hermetistas y cabalistas a lo largo de tres siglos, que en 1824 cobró un giro decisivo cuando "el ascético millonario" Ezra Buckley propuso convertir un país imaginario en un universo inventado. Borges sitúa la propuesta en Memphis, Tennessee, haciendo así de lo que hoy conocemos como Elvislandia un lugar tan misterioso como la Menfis del antiguo Egipto. Los cuarenta volúmenes de la First Encyclopaedia of Tlön se completan en 1914, año en que estalla la Primera Guerra Mundial. En 1942, en medio de la Segunda Guerra, empiezan a aparecer los primeros objetos de ese universo: una brújula cuyas letras corresponden a uno de los alfabetos de Tlön, un cono metálico de peso insoportable, un juego completo de la Encyclopaedia. Otros objetos, hechos de materiales no terrestres, inundan luego las naciones. La realidad cede y con el tiempo el mundo será Tlön. Escasamente alterado, Borges permanece en su hotel revisando lentamente una "indecisa traducción quevediana" del Urn Burial de Sir Thomas Browne, del que mi frase favorita sigue siendo: "La vida es pura llama, y vivimos de un Sol invisible que está en nosotros."
 Borges, visionario escéptico, nos encanta aun cuando hayamos aceptado su advertencia: la realidad cede con demasiada facilidad. Puede que las fantasías de cada uno de nosotros no sean tan complejas ni abstractas como Tlön; pero Borges ha esbozado una tendencia universal y cumplido un anhelo fundamental en relación con las razones por los cuales leemos.
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000

domingo, 27 de agosto de 2017

VLADIMIR NABOKOV. Por: Harold Bloom.


VLADIMIR NABOKOV

 Voy ahora a ocuparme de un soberbio cuento de Vladimir Nabokov, "Las hermanas Vane", porque me refresca pasar de un enfoque de espiritualidad - por - la - violencia a un esteticismo que juega con lo espiritual. Nabokov solía lamentar que su inglés americano no pudiera compararse a la riqueza de su nativo estilo ruso, lamento que parece irónico cuando uno se enfrenta con las texturas profusamente barrocas de "Las hermanas Vane". Nuestro innominado narrador, de origen francés, enseña literatura francesa en una universidad para mujeres de Nueva Inglaterra. Nabokoviano de una pieza, el hombre es un esteta maniático, versión inofensiva del Dorian Gray de Oscar Wilde. Las hermanas Vane son Cynthia y Sybil, cuyo nombre y suicidio son préstamos de la victimada novia de Dorian Gray; si bien ambas son jóvenes, por su personalidad evanescente e indirecta, son más jamesianas que wildianas. Profesor de Sybil y distanciado amigo íntimo de Cynthia, el innominado francés no fue amante de ninguna de las dos.
 El relato empieza cuando el narrador se entera por casualidad de que Cynthia ha muerto de infarto. En medio de su habitual paseo de tarde de domingo, se para "a contemplar cómo una familia de carámbanos brillantes gotean desde el alero de una casa de madera." A dichos carámbanos dedica un largo párrafo y más adelante señala que "el escuálido fantasma, la prolongada sombra proyectada por un parquímetro sobre un parche de nieve húmeda tenía un extraño tinte rubicundo." Al final del cuento despierta de un vago sueño con Cynthia, pero no logra desentrañarlo:

Podía aislar, conscientemente, muy poco. Todo parecía difuso, amarillento de nubes, intangible. Los ineptos acrósticos de ella, sus lacrimógenas evasiones, sus teopatías: cualquier reminiscencia formaba olitas de significado misterioso. Todo parecía amarillentamente borroso, ilusorio, perdido.

 Aquí la autoparodia del estilo de Nabokov atestigua que los acrósticos de Sybil no son tan ineptos como los de Cynthia. Si decodificamos el acróstico formado por las letras iniciales de este pasaje obtendremos:

Icicles by Cynthia, meter from me, Sybil.
  Carámbanos de Cynthia, (parquí) metro desde mí, Sybil.

 O sea que al narrador lo obsesionan las dos mujeres; pero ¿por qué? Probablemente porque las hermanas Vane pasaron por su propia existencia planeando como fantasmas; la muerte apenas puede alterarlas. ¿Pero por qué el profesor de francés es objeto de estas sombras encantadoramente dañinas? Puede que el narrador, siendo una autoparodia de Nabokov, esté recibiendo el castigo que merecen el esteticismo y el escepticismo de éste. Muy diferente de "El Horla", que representa una locura creciente, "Las hermanas Vane" es un verdadero cuento de fantasmas altamente original.
 El día siguiente al examen parcial de literatura francesa, dado por el narrador, Sybil Vane se mata porque la ha abandonado su amante, un hombre casado. Tras su muerte empezamos a conocer un poco más a Cynthia, la hermana mayor. Cynthia es pintora y espiritualista, y ha desarrollado una "teoría de las auras intervinientes", auras de los difuntos que ejercen una acción benigna en los vivos. Una vez que el escepticismo del narrador aleja a Cynthia - con toda precisión ella lo tilda de engreído y esnob— él rompe con ella y la olvida hasta que le cuentan que ha muerto. Discretamente ella lo persigue, hasta que sobrevienen el indescifrable sueño culminante y el acróstico final que podemos descifrar.
 Aunque breve, el cuento de Nabokov rebosa de alusiones literarias - desde la contemplación transparente de Emerson (en Naturaleza) hasta Coleridge y su Porlock (el personaje que supuestamente interrumpió la composición del "Kubla Khan"). También hay vividas manifestaciones de Oscar Wilde y de Tolstoi en una sesión de espiritismo y una extraordinaria atmósfera general de preciosismo literario. Lo que hace de "Las hermanas Vane" una pieza mágica es que el curioso encanto de esas mujeres afables, de existencia tan tenue como sus auras póstumas, triunfa sobre el escepticismo del lector. Podemos sentir rechazo por la petulancia del narrador, pero no necesariamente por su escepticismo. En el plano pragmático, sin embargo, aquí el escepticismo importa poco. Si esos fantasmas persuaden es porque no se proponen persuadir. Uno no piensa que el autor de Pálido fuego y Lolita sea un autor chejoviano. Nabokov adoraba a Nikolai Gogol, hombre de espíritu más feroz (y más lunático) que Chéjov. Pero Cynthia y Sybil Vane estarían a gusto en casa de Chéjov; como tantas de sus mujeres, representan el pathos de la vida no vivida. Nabokov, a quien el pathos no le interesaba gran cosa, las prefiere como fantasmas juguetones.

sábado, 26 de agosto de 2017

FLANNERY O´ CONNOR. Por: Harold Bloom.


FLANNERY  O´ CONNOR

 D. H. Lawrence, soberbio escritor de cuentos, dio al lector una sabiduría permanente en una observación brevísima: "Confía en el cuento, no en quien lo cuenta." Me parece que este principio es esencial para leer a Flannery O'Connor, quien acaso haya sido la narradora de cuentos más original de Estados Unidos después de Hemingway. Su sensibilidad era una mezcla extraordinaria de gótico sureño y catolicismo romano. O'Connor es de un moralismo tan feroz que el lector necesita precaverse de su intransigencia: el designio de conmovernos con la violencia para despertarnos una sed de fe tradicional es demasiado palpable. Como cuentista era muy astuta; pero creo que sus mejores cuentos son más astutos que ella, y no imponen más moralidad que la de una imaginación moral avivada.
 El sur de O'Connor es de un protestantismo salvaje; y no se trata del protestantismo europeo sino de la autóctona religión americana, ya se llame bautista, pentecostal o lo que sea. A los profetas de esa religión - "encantadores de serpientes, cristianos librepensadores, profetas independientes, estafadores, locos y a veces auténticos inspirados" - O'Connor los llamaba "católicos naturales". Exceptuando al puñado de éstos, quienes abarrotan los maravillosos cuentos de Flannery O'Connor son los condenados o malditos, una categoría en la que ella alegremente incluía a la mayor parte de sus lectores. La mejor manera de leer estos relatos, creo, es reconociendo primero que uno forma parte de sus condenados; luego puede pasar a disfrutar de un arte narrativo grotesco e inolvidable.
 Una espléndida introducción a O'Connor sigue siendo "Un hombre bueno es difícil de encontrar". Durante un viaje en coche, una abuela, el hijo, la nuera y los tres nietos se encuentran con un preso que acaba de fugarse, el Inadaptado, y sus dos matones subalternos. En cuanto ve al Inadaptado, la abuela proclama tontamente su identidad, condenándose así con toda su familia. Mientras los matones se llevan a los demás para matarlos, la anciana le suplica al Inadaptado que no lo haga; pero en este asesino, que es un teólogo natural, O'Connor consuma una de sus obras maestras. Al resucitar a los muertos en un cosmos donde "no hay placer sino mezquindad", declara el Inadaptado, Jesús lo desequilibró todo. Entre el mareo y la alucinación, la aterrorizada abuela toca al Inadaptado mientras murmura: "Pero tú eres uno de mis niños. ¡Eres uno de mis hijos!" El hombre retrocede, le pega tres tiros en el pecho y pronuncia el epitafio: "Habría sido una buena mujer si a cada minuto de su vida hubiera habido alguien que le disparara."
 Aquí confluyen el cuento y quien lo cuenta, porque claramente el Inadaptado habla en nombre de algo feroz y gracioso que habita a O'Connor. Lo que nos da ella es una anciana banal e hipócrita y un asesino que, en su visión, es un instrumento de la gracia católica. La situación intenta ser escandalosa y sin duda lo es porque, condenados como estamos, nos escandaliza a nosotros. O'Connor piensa que seríamos buenos si a cada minuto de nuestra vida hubiera alguien que nos disparara.
 ¿Por qué el palpable designio de O'Connor no nos irrita? Parte de la respuesta, sin duda, reside en su genio cómico; a alguien capaz de entretenernos tan hondamente le permitimos que nos condene todo lo que se le antoje. En "La buena gente del campo" conocemos a la desdichada Joy Hopewell 3, poseedora de un doctorado en filosofía y una pata de palo además del elaborado primer nombre de Hulga, que se ha dado ella misma. Un desenvuelto joven vendedor de biblias, cuyo implausible nombre fálico es Manley Pointer 4, tumba a Hulga en una parva de heno y huye tras despojarla de la pata de palo. Hulga tiene precisa conciencia de pertenecer a los condenados (¿no es filósofa, acaso?), y respecto a su destino cruelmente cómico nosotros podemos deducir la moraleja que queramos. ¿Diremos de ella por ejemplo: "Habría sido una buena mujer de haber tenido alguien que a cada momento de la vida huyera con su pata de palo"?

 3 Algo así como Alegría Buenaespera. (N. del T.)

 O'Connor habría desdeñado mi escepticismo y comprendo bien que esta parodia es defensiva. Pero sus cuentos tempranos, aunque vivaces, no son sus mejores. La grandeza viene en obras posteriores como "Una vista de los bosques" y "La espalda de Parker", y en su segunda novela, Los profetas (The Violent Bear it Away). "Una vista de los bosques" es una historia de una fealdad sublime que presenta al señor Fortune, de setenta años, y su nieta Mary Fortune Pitts, de diecinueve. Los dos son horrendos: egoístas, testarudos, malignos, huraños monumentos al orgullo. Al final del cuento, una desagradable pelea entre los dos se salda con la muerte de la chica, cuando el abuelo la estrangula y le parte la cabeza contra una piedra. Excitado y exhausto, ya bajo los efectos de un infarto, el señor Fortune tiene una final "vista de los bosques". Todo esto impresiona de un modo truculento, pero ¿cómo interpretarlo?

 4 Varonil Puntero. (N. del T.)

 O'Connor comenta que Mary Fortune Pitts obtuvo la salvación y el señor Fortune fue condenado, pero no puede explicar por qué: ambos son personas igualmente abominables y la lucha a muerte podría haber acabado al revés. Es magnífico que O'Connor fuera tan dada a indignarse, porque nuestro escepticismo la indignaba y le servía de inspiración artística. Con todo, esa espiritualidad obsesiva, esos juicios morales absolutos, no pueden sostenerse únicamente a expensas del lector. Pero mientras pienso esto, recuerdo de pronto cuan cerca estaban sus gustos literarios de los míos: para ella Mientras agonizo, de Faulkner, y Miss Lonelyhearts, de Nathanael West, estaban en la cumbre de toda la ficción norteamericana moderna; y para mí también. Leyendo los cuentos de O'Connor y Los profetas me siento estimulado casi hasta el miedo, algo que también me ocurre con las grandes obras de Faulkner y West y con El meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, un libro que, de haber vivido para leerlo, sin duda O'Connor habría admirado. Turguéniev y Chéjov, Maupassant y Hemingway, no eran ideólogos, y es cierto que la tradición principal del cuento moderno les pertenece a ellos y no a O'Connor. Y sin embargo su brío y su empuje, el ímpetu propulsor de su espíritu cómico, son apabullantes. Si lo medimos por el efecto estético de las ficciones que escribió, su catolicismo bien puede considerarse un Santo Oleaje. Allí podemos localizar su astucia natural: por más que parodiemos a esos religiosos americanos condenados y dementes, la parodia nunca tocará el seguro catolicismo romano de la autora. Más que simple comediante de genio, O'Connor entrevió con lucidez que la religión de sus coterráneos no era el opio sino la poesía de un pueblo.

viernes, 25 de agosto de 2017

IVAN TURGUÉNIEV. Por: Harold Bloom.


IVAN TURGUÉNIEV

 Frank O'Connor pone los Apuntes del álbum de un cazador (1852) de Turguéniev, por encima de cualquier otro volumen individual de cuentos. Un siglo después de haber sido compuestos, los Apuntes permanecen asombrosamente frescos, aunque la actualidad que tenía en esa época, la necesidad de emancipar a los siervos, se haya doblegado bajo todos los desastres de la historia rusa. Los cuentos de Turguéniev son de una belleza inquietante; tomados en conjunto, están entre las mejores respuestas que conozco a la pregunta de por qué leer (siempre dejando aparte a Shakespeare). Turguéniev, que amaba a Shakespeare y a Cervantes, dividía a toda la humanidad (del tipo de los que buscan) en Hamlets y Quijotes. Habría podido añadir a los Falstaffs y los Sancho Panzas, dado que junto con los otros dos estos forman un paradigma cuádruple de otros tantos seres ficticios.
 Aunque es difícil escoger cuentos particulares de los veinticinco Apuntes de Turguéniev, me uno a otros críticos en la predilección por "Prado de Bezin" y "Kasian, el de las tierras bellas". "Prado de Bezin" empieza una hermosa mañana de julio, con Turguéniev en el campo cazando urogallos. El cazador se extravía y por la noche llega a un prado donde hay cinco muchachos campesinos alrededor de dos hogueras. Turguéniev se une a ellos y nos los presenta. Tienen entre siete y catorce años y todos creen en los duendes, unas "gentecitas" con las cuales comparten su mundo. Sabiamente, el arte de Turguéniev permite que los chicos hablen entre ellos mientras él escucha sin entrometerse. Se nos revela entonces una vida de trabajo arduo (son hijos de siervos), superstición y leyendas de aldea, en la que no faltan Trishka, el Anticristo inminente, incitantes sirenas que capturan almas, muertos vivientes y vivos signados por la muerte. Uno de los muchachos, Pavlusha, se destaca del resto por su inteligencia y atractivo. Demuestra su coraje al lanzarse inerme a ahuyentar unas siluetas que podrían ser lobos y amenazan a los caballos que el grupo debe cuidar durante la noche.
 Al cabo de unas horas Turguéniev se deja vencer por el sueño y despierta poco antes del alba. Los muchachos siguen durmiendo, pero Pavlusha se levanta para echar una última e intensa mirada al cazador. Turguéniev parte hacia su casa, describe la hermosa mañana y acaba el boceto añadiendo que en ese mismo año, unos meses más tarde, Pavlusha murió al caer de un caballo. Sentimos la pena con Turguéniev, pero el patetismo de la muerte no se comunica como tal. Hay un continuo que nos cautiva: la belleza del prado y el amanecer, la vividez de la creencia de los chicos en lo sobrenatural; el destino ineludible que arrebata a Pavlusha. ¿Y el resto? Es el Turguéniev pragmático y aun así quijotesco, que caza sus urogallos y boceta en su álbum el paisaje y los muchachos.
 ¿Por qué leer "Prado de Bezin"? Por lo menos para conocer mejor nuestra realidad, nuestra vulnerabilidad ante el destino, mientras también aprendemos a apreciar estéticamente el tacto y la distancia sólo aparente de Turguéniev como cuentista. Si hay en este boceto una ironía, pertenece al destino mismo, un destino casi tan inocente como el paisaje, los muchachos y el cazador. Turguéniev es un escritor altamente shakesperiano pues, como Shakespeare, se abstiene de formular juicios morales; también sabe que un favorito como Pavlusha puede morir en un accidente repentino. No hay un argumento interpretativo único para llevarse del prado de Bezin. La voz que narra no se distingue de la personalidad de Turguéniev, que es sabiamente pasiva, amorosa y cuidadosamente observadora. En esa personalidad, como en la de Pavlusha, radica parte del valor del cuento. En la mayoría de los que lo leemos hay algo que quiere estar allí, con los muchachos, los caballos, con el compasivo cazador - escritor, hablando de trasgos y náyades tentadoras en un tiempo perfecto, en el prado de Bezin.
 Para alcanzar la simplicidad aparente de los bocetos de Turguéniev se necesita un talento de los más altos, de una especie similar a la del genio de Shakespeare para redescubrir lo humano. Turguéniev también nos muestra algo que acaso haya estado siempre allí pero que sin él no podríamos ver. Observando a Yago, majestad satánica de todos los nihilistas, Dostoievski aprendió de Shakespeare a crear nihilistas supremos como Svidrigáilov y Stavroguin. Turguéniev, al igual que Henry James, aprendió de Shakespeare algo más sutil: el misterio del aparente lugar común, la transmisión de una realidad en perpetuo aumento.
 A continuación de "Prado de Bezin" viene "Kasian, el de la tierras bellas", donde Turguéniev nos ofrece un personaje totalmente milagroso, el enano Kasian, siervo místico y sanador por la fe, quizá una secta de un solo miembro. De regreso de una cacería, a la carreta del autor se le parte un eje. En una aldea cercana (que es ninguna aldea), Turguéniev y el hosco carretero se encuentran con

un enano de unos cincuenta años, rostro pequeño, moreno y arrugado, naricita pintada, ojitos castaños apenas discernibles y un abundante y crespo pelo negro que le coronaba anchamente la cabeza diminuta como la sombrilla de una seta corona el tallo. Todo el cuerpo era extraordinariamente fino y frágil.

 De continuo se nos recuerda cuan chocante e inusitado es realmente Kasian. Aunque su voz es de una suavidad y dulzura invariables, condena severamente la caza como cosa reñida con Dios y nunca depone ni la fortaleza de su dignidad, ni la pena del exilio al que lo han forzado las autoridades que, al desplazarlo, lo privan además de las "tierras bellas" de la comarca del Don. En Kasian todo es paradójico; el carretero de Turguéniev explica que el enano es un santo conocido como La Pulga.
 Mientras reparan el eje, cazador y curandero se van juntos a pasear por el bosque. Kasian camina a los saltos, recoge hierbas, murmura entre dientes y habla en el lenguaje de los pájaros, pero a Turguéniev no le dice una palabra. Obligados por el calor a buscar reparo en unos arbustos, disfrutan ambos de un ensueño silencioso hasta que Kasian pregunta qué justificación existe para cazar aves. Cuando Turguéniev le pregunta a su vez de qué se ocupa él, Kasian responde que captura ruiseñores para dárselos a otros, que sabe leer y escribir y que tiene el poder de curar. Y aunque afirma ser un hombre sin familia, su secreto se revela cuando de pronto aparece en el bosque su hija natural, una muchacha llamada Anushka. La chica es tímida y hermosa y viene de recoger setas. Si bien Kasian niega su paternidad, ni a Turguéniev ni a nosotros nos convence; y una vez que Anushka se marcha, en el resto del cuento Kasian apenas abre la boca.
 Nos quedamos con varios enigmas que el carretero de Turguéniev difícilmente puede aclarar; para él, Kasian es un montón de contradicciones: algo "indecible". No se cuenta nada más y Turguéniev vuelve a casa. Lo que piensa de Kasian no se expresa. ¿Pero acaso lo necesitamos? El campesino sanador vive en un mundo propio; no la Rusia de los siervos sino una visión rusa del mundo bíblico, si bien por completo diferente de las visiones bíblicas rivales de Tolstoi y Dostoievski. Aunque se retraiga de la rebeldía, Kasian ha rechazado la sociedad rusa para volver a las artes y maneras del pueblo. No permitirá que su hija permanezca en presencia del benigno Turguéniev, quien admira su belleza. No hay que idealizar a Kasian, su astucia y sus percepciones campesinas excluyen buena cantidad de valores, pero encarna verdades del folklore que él apenas sabe que conoce.
 La atmósfera dominante de los apuntes de Turguéniev es la belleza del paisaje experimentada en el clima ideal. Claro que hay una amplia diferencia entre la belleza natural compartida por Turguéniev y los muchachos en "Prado de Bezin" y algo menos que la comunión que sobreviene entre el autor y Kasian a la sombra del bosque. Si es imposible resistir el destino de Pavlusha—sólo es posible aceptarlo -, a su modo sutil Kasian es un señor mágico de la realidad no muy distinto del Próspero de Shakespeare. El mundo natural mágico de Kasian no es afín a la naturaleza estéticamente aprehendida de Turguéniev, ni siquiera mientras el santo y el cazador - escritor descansan uno junto al otro. Kasian tampoco le abre a Turguéniev su secreto ni le permite un intercambio momentáneo con ese hermoso elfo que tiene por hija. Al fin llegamos a ver que Kasian sigue siendo "el de las tierras bellas" por más que haya perdido el hogar originario cerca del Don. "Las tierras bellas" pertenecen a la tradición folklórica cerrada, de la cual Kasian es una especie de chamán. Leemos "Kasian de las tierras bellas" para acceder a la visión de una otredad cerrada a casi todos nosotros, y cerrada así mismo para Turguéniev. La lectura del cuento nos premia admitiéndonos - muy brevemente - en una realidad alternativa a la que el mismo Turguéniev sólo entró por un momento, y que sin embargo recuperó de modo sublime en sus Apuntes.
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000

jueves, 24 de agosto de 2017

ERNEST HEMINGWAY. Por Harold Bloom.


ERNEST HEMINGWAY

 Los mejores cuentos de Hemingway sobrepasan incluso a Fiesta, la única novela suya que hoy parece algo más que una pieza de época. Cierta vez Wallace Stevens, el poeta más fuerte de la vanguardia norteamericana, definió a Hemingway como "el más significativo de los poetas vivos en cuestiones de realidad extraordinaria." Por "poeta" Stevens se refiere aquí al sobresaliente estilista que es Hemingway en sus cuentos, y por "realidad extraordinaria" al dominio poético en donde "la conciencia ocupa el lugar de la imaginación." A este alto elogio se hacen acreedores los duraderos logros de Hemingway en el cuento: alrededor de quince obras maestras fáciles de parodiar (el propio Hemingway lo hizo más de una vez) pero inmunes al olvido.
 En La voz solitaria, Frank O'Connor - que detestaba a Hemingway tanto como amaba a Chéjov -, observa que los cuentos de Hemingway "ilustran el problema de una técnica en busca de un tema" y por lo tanto son "arte menor". Pues vamos a ver. Leamos el famoso boceto titulado "Colinas como elefantes blancos", cinco páginas casi enteramente de diálogo entre una joven y su amante, que están esperando el tren en una estación provinciana de España. Hay un continuo desacuerdo respecto al aborto al que él quiere que se someta ella en cuanto lleguen a Madrid. El cuento capta el momento de la derrota de la muchacha y, lo más probable, de la muerte de la relación. Eso es todo. El diálogo pone en claro que la mujer es vital y decente, mientras que el hombre es una vacuidad sensata, egoísta y fría. El lector se pone por completo del lado de ella cuando al "Yo por ti haría cualquiera cosa" de él responde con estas palabras: "¿Quieres quieres quieres quieres quieres quieres quieres callarte por favor?" Siete "quieres" parecen una enormidad, pero en "Colinas como elefantes blancos" son una repetición precisa y persuasiva. El símil del título prefigura la historia con elegancia. Es la mujer, no el hombre, la que ve como "elefantes blancos" las alargadas y claras colinas del valle del Ebro. Los elefantes blancos, regalo proverbial que se hacía en Siam a los cortesanos arruinados por gastos de manutención, se vuelven aquí metáfora de los hijos no queridos, y más aún de la relación sexual espiritualmente onerosa cuando el hombre no está a la altura.
 La mística personal de Hemingway - sus poses de temeridad como guerrero, gran cazador, boxeador y torero - es tan irrelevante para este cuento como la insistencia del protagonista: "Sabes bien que te quiero." Más irrelevante es el comentario que Nick Adams, el alter ego de Hemingway, hace en "El final de algo" al terminar con una relación: "Ya no me divierte." No conozco muchas lectoras que aprecien esa frase, pero difícilmente es una apología; sólo es la autoacusación de un hombre muy joven.
 El cuento de Hemingway que más me hiere es otra pieza de cinco páginas, "Dios les dé alegría, caballeros", que consta casi totalmente de diálogo pero se abre con una frase extravagante:

En aquellos tiempos las distancias eran muy diferentes, el
viento traía polvo de las colinas que hoy están taladas y Kansas
City se parecía mucho a Constantinopla.

 Se puede parodiar esto diciendo: en aquellos días Bridgeport se parecía mucho a Haifa. No obstante estamos en Kansas City, el día de Navidad, escuchando la conversación entre dos médicos: el incompetente doctor Wilcox, que confía en un fláccido y numerado volumen de cuero titulado Guía amistosa para el médico joven, y el cáustico doctor Fischer, que empieza citando a su correligionario Silo: "¿Qué nuevas hay en el Rialto?" Como no tarda en enterarse, las nuevas son muy malas: al hospital había llegado un chico de unos dieciséis años que, obsesionado por la pureza, pedía que lo castraran. Como lo rechazaron, se mutiló con una navaja y probablemente iba a morir desangrado.
 El interés de la historia se centra en el lúcido nihilismo del doctor Fischer, que prefigura el de Shrike en Miss Lonelyhearts, de Nathanael West:

- ¿Cabalgar hasta allí, doctor, en el mismísimo día del nacimiento de Nuestro Salvador?
- ¿Nuestro Salvador? ¿No es usted judío? - dijo el doctor Wilcox.
- Lo soy. Lo soy. Constantemente se me va de la cabeza. Nunca le he dado la importancia apropiada. Hace muy bien en recordármelo. Su Salvador. Eso eso. Su Salvador, indudablemente su Salvador... y la cabalgata del Domingo de Palmas.

 Lo que se está sugiriendo en la última frase es: "Usted, Wilcox, es el asno en el cual yo voy a Jerusalén." Sarcástico y brillante, el doctor Fischer ha atisbado el infierno, como él mismo dice. Su intensidad shylockiana es un tributo hemingwayano a Shakespeare, al que, en Al otro lado del río y entre los árboles, el Coronel Cantwell (alter ego de Hemingway), describe como "vencedor y hasta hoy campeón indiscutido." Cuanto más ambicioso es Hemingway en sus cuentos, más shakesperiano se vuelve; así sucede en el casi autobiográfico "Las nieves del Kilimanjaro", que era su favorito. De la historia del protagonista, un escritor fracasado de nombre Harry, Hemingway afirma: "Había amado demasiado, exigido demasiado y lo había consumido todo." El comentario crítico se podría aplicar soberbiamente al rey Lear, el personaje de Shakespeare más admirado por Hemingway. En la breve extensión de "Las nieves del Kilimanjaro", más que en ninguna otra parte, Hemingway intenta plasmar una tragedia y lo consigue.
 Meditación de un moribundo más que descripción de una acción, este cuento barroco es el autocorrectivo más intenso que se infligió Hemingway, y creo que habría impresionado incluso a Chéjov, que era muy dado a esta práctica. No pensamos en Hemingway como un escritor visionario, pero al comienzo de "Las nieves del Kilimanjaro" un epígrafe nos cuenta que a la nevada cumbre occidental del monte se la conoce como Casa de Dios, y que cerca de ella está el cadáver reseco y congelado de un leopardo. No se explica qué podía estar buscando un leopardo a seis mil metros sobre el nivel del mar.
 Muy poco se gana diciendo que el leopardo es un símbolo del agonizante Harry. Originalmente, en la Grecia antigua, un simbolon era una prenda de identificación, algo que podía compararse con un equivalente. Por lo común nosotros usamos "símbolo" con mayor vaguedad, para referirnos a lo que hace las veces de otra cosa, sea por asociación o por semejanza. Si uno identifica el cadáver del leopardo con el perdido pero aún residual idealismo estético del escritor Harry, hunde el cuento de Hemingway en el ridículo y lo grotesco. El propio Hemingway hizo algo por el estilo en "El viejo y el mar"; pero no en este cuento magistral.
 Muy lentamente, Harry está muriendo de gangrena en un campamento de caza en África, rodeado de buitres y hienas, presencias palpablemente desagradables que no hace falta interpretar como símbolos. Tampoco es preciso interpretar así al leopardo. Como Harry, el leopardo está fuera de lugar, pero la visión que el escritor tiene del Kilimanjaro parece una más de las visiones nostálgicas de Hemingway sobre una espiritualidad perdida, siempre matizadas por un agudo sentido de la nada, por un nihilismo shakesperiano. Parece conveniente considerar la ominosa presencia del leopardo como una ironía fuerte, un antecedente de la vana gesta de Harry para recuperar su identidad de escritor en el Kilimanjaro más que, digamos, en París, Madrid, Key West o La Habana. La ironía existe a costas de Hemingway, en la medida en que Harry profetiza al Hemingway que, a diecinueve días de cumplir sesenta y dos años, se disparó en la boca una escopeta de dos cañones en las montañas de Idaho. Con todo la historia no es primordialmente irónica, y no hace falta leerla como profecía personal. Harry es un Hemingway frustrado; dada su capacidad de escribir "Las nieves del Kilimanjaro", Hemingway está precisamente lejos de ser un fracaso, al menos como escritor.
 El mejor momento del cuento es alucinatorio y ocurre poco antes del final. Es la visión de muerte de Harry, aunque el lector no puede saberlo hasta que Helen, la esposa de Harry, se da cuenta de que ya no lo oye respirar. Mientras moría, Harry soñó que un avión de socorro iba a buscarlo, pero sólo podía transportar un pasajero. El vuelo visionario permite a Harry ver la cima cuadrada del Kilimanjaro: "grande, alta e increíblemente blanca bajo el sol." Esta aparente imagen de trascendencia es el momento más ambiguo del cuento; no representa la Casa de Dios sino la muerte. La fantasmagoría del moribundo no debe considerarse triunfal cuando, por lo que transmite todo el cuento, Harry está convencido de haber despilfarrado su talento de escritor.
 No obstante, acaso Hemingway haya recordado la fantasía de muerte del rey Lear, en la cual el viejo rey loco se persuade de que, pese a que la han asesinado, su amada hija Cordelia respira de nuevo. Si uno ama demasiado, y exige demasiado, como Lear y Harry (y en definitiva Hemingway), acabará por agotarlo todo. Para Harry, la fantasía ocupa el lugar del arte.
 Hemingway era un cuentista tan magnífico e imprevisible que he resuelto concluir este resumen con una de sus obras maestras desconocidas, el espléndidamente irónico "Un cambio radical" que, con su retrato de las ambigüedades sexuales, prefigura la novela póstuma El jardín del Edén. En "Un cambio radical" estamos en un café parisino, donde una arquetípica pareja hemingwayana se ha enzarzado en un vivo diálogo sobre la infidelidad. El lector tarda apenas unos parlamentos en comprender que el "cambio radical" del título no se refiere a la mujer, que, si bien está decidida a comenzar (o continuar con) una relación lésbica, también quiere regresar al hombre. Quien sufre el cambio radical es él, acaso para transformarse en el exuberante y extraño escritor que compondrá El jardín del Edén.
 "Soy otro hombre", le anuncia al atónito camarero una vez la mujer se ha marchado. Mirándose en el espejo ve la diferencia, pero no se nos dice qué es lo que ve. Aunque le comenta al camarero que "el vicio es una cosa muy rara", no puede ser la conciencia del "vicio" lo que lo ha transformado en otro hombre. Si algo lo ha alterado para siempre, es su entrega imaginativa ante la persuasiva defensa de la mujer. "Estamos hechos de toda clase de cosas. Tú siempre lo has sabido. Bien que lo has utilizado", le ha dicho ella, y tácitamente él reconoce cierto elemento crucial en la sexualidad que han compartido. Ahora sufre un cambio radical, pero nada de él se apaga en este momento de pérdida sólo aparente. Casi demasiado audaz para la ironía, "Un cambio radical" es un autorreconocimiento muy sutil, una autobiografía erótica notable por su oblicuidad y por la matizada aceptación de sí que contiene. Sólo el maestro más excelente del cuento norteamericano habría podido poner tanto en un esbozo tan sutil.
Fuente:
  HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000

miércoles, 23 de agosto de 2017

GUY DE MAUPASSANT. Por Harold Bloom.


GUY DE MAUPASSANT

 Chéjov aprendió de Maupassant cómo representar la banalidad. Éste, que lo había aprendido todo, incluido eso, de su maestro Flaubert, casi nunca iguala el genio cuentístico de Chéjov o Turguéniev. Lev Shestov, sobresaliente pensador religioso ruso de comienzos del siglo veinte, lo expresó con fuerza considerable:

El maravilloso arte de Chéjov no ha muerto; ese arte para matar con un mero toque, un aliento, una mirada, todo aquello por lo cual los hombres viven y de donde obtienen su orgullo. En este arte se perfeccionaba de continuo, y en él logró un virtuosismo inalcanzable para cualquiera de sus rivales de la literatura europea. A menudo Maupassant tenía que realizar ingentes esfuerzos para batir a su víctima. A menudo la víctima se le escapaba, quebrada y maltrecha, es cierto, pero con vida. En manos de Chéjov nada escapaba a la muerte.

 Aunque es una visión muy negra y a ningún lector ni lectora le gusta pensarse como víctima de un escritor, Shestov valora certeramente a Maupassant frente a Chéjov, muy a la manera en que se podría valorar a Marlowe frente a Shakespeare. No obstante, Maupassant es el mejor de los cuentistas realmente "populares", vastamente superior a O. Henry (que podía ser muy bueno) y muy preferible al abominable Poe. Ser un artista de lo popular es en sí un logro extraordinario; en los Estados Unidos hoy no tenemos nada parecido.
 Puede que Chéjov parezca simple, pero es siempre profundamente sutil. Muchas de las simplicidades de Maupassant no son sino lo que parecen ser, pero no por eso son superficiales. Maupassant había aprendido de su maestro Flaubert que "el talento es una prolongada paciencia" para ver lo que otros tienden a pasar por alto. Que Maupassant pueda hacernos ver algo que sin él nos habríamos perdido es para mí muy dudoso. Para eso se requiere el genio de Shakespeare o de Chéjov. Está además el problema de que Maupassant, como tantos escritores de ficción del siglo diecinueve y comienzos del veinte, lo veía todo a través de la lente de Arthur Schopenhauer, filósofo de la Voluntad - de - Vivir. Yo tan pronto usaría gafas Schopenhauer como gafas Freud: ambas agrandan y ambas distorsionan casi en la misma medida. Pero soy un crítico literario, no un escritor de cuentos, y cuando Maupassant contemplaba los caprichos del deseo humano más le habría valido descartar las gafas filosóficas.
 En sus mejores momentos es espléndidamente legible, trátese del patetismo humorístico de "La casa Tellier" o de un cuento de terror como "El Horla", de los cuales me ocuparé aquí. Frank O'Connor insistía en que, comparados con los de Turguéniev o Chéjov, los cuentos de Maupassant no eran satisfactorios; pero claro que pocos cuentistas pueden rivalizar con los dos maestros rusos. Lo que O'Connor objetaba, en verdad, era que en Maupassant "el acto sexual en sí deviene una forma de asesinato." El lector que acabe de disfrutar de "La casa Tellier" no estará muy de acuerdo. Flaubert, que no vivió para escribirla, deseaba situar su última novela en un burdel de provincias, cosa que su hijo ya había hecho en este robusto relato. Parte del auténtico encanto de "La casa Tellier" consiste en que allí todo el mundo es benigno y afable. Madame Tellier, una respetable campesina normanda, administra su establecimiento como se podría administrar una posada y hasta un internado de señoritas. Maupassant describe con afecto y nitidez a las cinco trabajadoras del sexo (como algunos las llaman ahora) que Madame Tellier tiene a su mando y hace hincapié en la paz que mantiene en la casa gracias a su talento y su buen humor incesante.
 Un atardecer de mayo nos encontramos con todos los clientes de mal humor porque el local aparece engalanado por un anuncio: "Cerrado por Primera Comunión". La dueña y su plantel han marchado al evento de marras, cuya celebrante es la sobrina y ahijada de Madame. La Primera Comunión se transforma en un acontecimiento extraordinario cuando el llanto prolongado de las prostitutas, impulsada cada cual a recordar su infancia, se vuelve tan contagioso que arrastra a la grey entera a un éxtasis de lágrimas. El cura proclama que ha descendido el Santo Cristo y agradece en particular a las visitantes, Madame Tellier y su equipo.
 Tras un bullicioso viaje de vuelta al establecimiento, Madame y las damas reanudan las habituales tareas vespertinas, que no obstante llevan a cabo con ímpetu no rutinario y de muy buen ánimo. "No todos los días tenemos algo que celebrar", comenta Madame Tellier cerrando el cuento, y sólo un lector sin alegría declinará celebrar con ella. Al menos por una vez el discípulo de Schopenhauer ha roto con la reflexión sombría sobre las íntimas relaciones entre el sexo y la muerte.
 En el cuento es difícil resistir la exuberancia, y Maupassant nunca escribe con más entusiasmo que en "La casa Tellier". En este relato de Normandía hay calidez, risas, sorpresa y hasta una especie de intuición espiritual. El éxtasis Pentecostal que incendia a la congregación es tan genuino como el llanto de las prostitutas que obra como chispa. La ironía de Maupassant es marcadamente más benévola (aunque menos sutil) que la de su maestro Flaubert. Y el cuento es licencioso, no lascivo, en el espíritu de Shakespeare; agranda la vida y no disminuye a nadie.
 Maupassant acabó su vida muy mal; con menos de treinta años ya era sifilítico. A los treinta y nueve la enfermedad le afectó la mente, y tras un intento de suicidio pasó los últimos años en un manicomio. El cuento de terror más inquietante que escribió, "El Horla", tiene una relación compleja y ambigua con la enfermedad y sus consecuencias. El innominado protagonista podría ser un sifilítico en trance de enloquecer, aunque nada de lo que narra Maupassant nos permite inferirlo. Relato en primera persona, "El Horla" nos da una cantidad de claves que excede la posibilidad de interpretación: no podemos entender al narrador ni confiar en sus impresiones, de las que recibimos escasa o ninguna verificación independiente.
 El cuento se abre con el narrador - un próspero joven normando - que nos convence de su felicidad en una hermosa mañana de mayo. Ve pasar frente a su casa un magnífico barco brasileño de tres palos y lo saluda. Evidentemente el ademán convoca al Horla, ser invisible que - nos enteramos después - viene asolando a Brasil con una epidemia de posesión demoníaca y subsiguiente locura. Queda claro que los Horlas son primos refinados de los vampiros: beben leche y agua y consumen la vitalidad a los durmientes sin chuparles la sangre. Sea lo que sea lo que ha sucedido en Brasil, somos libres de dudar de lo que ocurre en Normandía. Para destruir a su Horla nuestro narrador acaba prendiendo fuego a su casa, aunque olvida avisar a los criados, que arden con el edificio. Cuando advierte que su Horla continúa vivo, concluye por decirnos que tendrá que matarse.
 Claramente se trata de un Horla suyo, haya o no hecho el viaje de Brasil a Normandía. El Horla es la locura del narrador, y no sólo la causa de esa locura. ¿Ha escrito Maupassant la historia de lo que significa ser presa de la sífilis? En cierto punto el doliente mira el espejo y no se ve reflejado. Luego se divisa al fondo, envuelto en una niebla. La niebla se retira, y cuando logra verse por completo, refiriéndose a la nube o agente bloqueador grita: "¡Lo he visto!"
 El narrador dice que el advenimiento del Horla señala el fin del reinado del hombre. Magnetismo, hipnosis y sugestión son aspectos de la voluntad del Horla. "Ha llegado", exclama la víctima, y de pronto el intruso le grita su nombre al oído: "¡Ha llegado... el Horla!" El nombre de Horla es un invento de Maupassant: ¿tal vez un juego irónico con la palabra inglesa whore (puta)? Parece un poco remoto, a menos que la enfermedad venérea de Maupassant sea el centro oculto del relato.
 El cuento de terror es un género amplio y fascinante. Maupassant descolló en él, aunque nunca tan poderosamente como en "El Horla". En cierto nivel, creo, la razón es que estaba vaticinando su propia locura y su (intento de) suicidio. Maupassant no es un cuentista tan eminente como Turguéniev, Chéjov, Henry James o Hemingway, pero tiene bien merecida su inmensa popularidad. Alguien que creó tanto el éxtasis afable de "La casa Tellier" como el convincente espanto de "El Horla" es un maestro permanente del relato corto. ¿Por qué leer a Maupassant? En sus mejores momentos, lo atrapará a uno como pueden hacerlo muy pocos. Uno recibirá mucho de lo que da su voz narrativa. No es la abundancia de Dios, pero complace a muchos y sirve de introducción a los difíciles placeres de narradores más sutiles.
Fuente:
    HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

Traducción de Marcelo Cohen

    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000


martes, 22 de agosto de 2017

ANTÓN CHÉJOV. Por Harold Bloom.


ANTÓN CHÉJOV

 De los cuentos de Turguéniev a los de Chéjov y Hemingway hay un trayecto largo, si bien las historias de Nick Adams podrían haberse titulado Apuntes del álbum de un pescador. De todos modos los tres escritores comparten un rasgo que da la impresión de ser distancia y que al cabo es algo de otra índole. Tanto en Turguéniev como en Chéjov y Hemingway es central la afinidad con el paisaje y las figuras humanas. Esto difiere mucho del sentido de inmersión en mundos sociales y géisers de personajes que predomina en Balzac y Dickens. El genio de ambos novelistas poblaba generosamente París y Londres, tanto de clases sociales enteras como de individuos grotescamente impresionantes. A diferencia de Dickens, Balzac también sobresalió en el cuento, e introdujo muchos de estos en la construcción de su Comedia Humana. No obstante faltan en ellos las resonancias de sus novelas, y no pueden compararse a los cuentos de Turguéniev y Chéjov ni a los de Maupassant y Hemingway.
 Aun los cuentos más tempranos de Chéjov pueden tener la delicadeza formal y el clima sombríamente reflexivo que lo convierten en el artista indispensable de la vida no vivida y en la mayor influencia para todos los cuentistas que vinieron después
de él. Digo "todos" porque las innovaciones formales del cuento chejoviano, aunque profusas, tuvieron menos consecuencias que su instrospección shakespeariana, su haber llevado al cuento largo o corto la innovación capital que introdujo Shakespeare en la caracterización: un "llevar a primer plano" que, en relación a Hamlet, discutiré en otra parte de este libro. En un sentido Chéjov era aún más shakesperiano que Turguéniev, quien en sus novelas tuvo el cuidado de poner en segundo plano las vidas tempranas de los protagonistas. Uno debería escribir, dijo Chéjov, de modo que el lector no necesite explicaciones del autor. Las acciones, conversaciones y meditaciones de los personajes tenían que bastar, práctica ésta que él siguió también en sus mejores obras, Las tres hermanas y El jardín de los cerezos.
 De los cuentos tempranos de Chéjov mi predilecto es uno que escribió a los veintisiete años: "El beso". Riabóvich, el "oficial más tímido, soso y retraído" de una brigada de artillería, acompaña a sus camaradas a una velada social en la casa solariega de un general retirado. Vagando por la casa, el aburrido Riabóvich entra en una habitación a oscuras y vive una aventura. Una mujer que lo confunde con otro lo besa y retrocede. Él huye corriendo pero en adelante queda obsesionado por el encuentro, que al principio lo exalta pero acaba por ser una tortura. El infeliz se ha enamorado, aunque de una completa desconocida a la que no volverá a encontrar nunca.
 Un día, cuando tiempo después su brigada se acerca a la finca del general, Riabóvich, paseando por un puentecito cercano a la casa de baños, toca una sábana húmeda que alguien ha colgado a secar. Invadido por una sensación de frío y aspereza mira el agua, donde se refleja una luna roja. Mientras mira fluir la corriente, Riabóvich experimenta la convicción de que toda su vida es una broma incoherente. En el cierre del cuento, todos los demás oficiales han vuelto a la casa del general pero Riabóvich va a su cama solitaria.
 Aparte del beso mismo, el tacto de la sábana húmeda - el antibeso, por así decirlo - es el momento culminante del relato. Destruye a Riabóvich, aunque claro que también lo hace el beso. Por irracionales que sean, la esperanza y la alegría tienen más fuerza que la desesperación, y en última instancia son más perniciosas. Leo "El beso" y me repito una observación que hice una vez por escrito: el evangelio de Chéjov es "Sabrás la verdad y la verdad te hará desesperar"; sólo que este genio lúgubre insiste en ser alegre. Tal vez Riabóvich piense que su destino en la vida está sellado (pero sin duda no lo está) aunque eso nosotros nunca lo sabremos, pues queda por fuera del cuento.
 Las mejores observaciones que he leído sobre Chéjov (y también sobre Tolstoi) están en las Reminiscencias de Máximo Gorki, donde se nos dice: "Me parece que en presencia de Chéjov todos sentían un deseo inconsciente de ser más sencillos, más sinceros, más ellos mismos."
 Cada vez que releo "El beso" o asisto a una buena representación de Las tres hermanas, estoy en presencia de Chéjov; y si bien no me hace más sencillo, más sincero ni más yo mismo, sí deseo ser mejor (aunque no pueda). Ese deseo, pienso, es un fenómeno más estético que moral, porque Chéjov tiene una sabiduría de gran escritor e implícitamente me enseña que la literatura es una forma del bien. Shakespeare y Beckett me enseñan lo mismo, y es por esto que yo leo. A veces pienso que, de todos los escritores cuyas biografías interiores se conocen, Chéjov y Beckett fueron los seres humanos más amables. De la vida interior de Shakespeare no sabemos nada, pero si uno lee sus obras de teatro incesantemente, acaba por sospechar que esa persona sapientísima debió de ser un tercero junto a Beckett y Chéjov. El creador de Sir John Falstaff, de Hamlet y Rosalinda (la heroína de Como gustéis) también provoca el deseo de ser mejor de lo que uno es. Pero, como argumento a lo largo de este libro, esa es la razón por la cual debemos leer, y leer sólo lo mejor de cuanto se ha escrito.
 Aunque maravillosa, "El beso" es una obra temprana; Chéjov, por su parte, consideraba que su mejor cuento era "El estudiante", una pieza de tres páginas compuesta a los treinta y tres años, la edad que según la tradición tenía Jesús al morir. Como a Shakespeare, a Chéjov es imposible calificarlo de creyente o de escéptico; ambos exceden tales categorizaciones. "El estudiante" es de una simplicidad ardorosa, aunque de una disposición muy bella. Un Viernes Santo, transido de hambre y de frío, un joven que estudia para clérigo se encuentra con dos viudas, madre e hija. Se calienta en el fuego que ellas han encendido al raso y les cuenta la historia de cómo el apóstol Pedro, según Jesús había profetizado, negó a Jesús tres veces. De vuelta en sí mismo, Pedro lloró amargamente; y lo propio hace la viuda madre. El estudiante se aleja y medita sobre la relación entre las lágrimas del apóstol y las de la madre, que le parecen eslabones de una misma cadena. De pronto se despierta en él la dicha, porque siente que en virtud de esa cadena que une el pasado con el presente perviven la verdad y la belleza. Y eso es todo; el cuento termina con la transformación de la repentina dicha del estudiante en expectativa de una felicidad todavía por venir. "Tenía sólo veintidós años", comenta Chéjov secamente, acaso con la premonición de que él mismo, a los treinta y tres años, ya había vivido tres cuartas partes de su vida (murió de tuberculosis a los cuarenta y cuatro).
 El lector puede reflexionar sobre la sutil transición en la alegría del estudiante: de la cadena temporal de la verdad y la belleza al vislumbre de una felicidad personal no imposible por parte de un joven de veintidós años. Estamos en Viernes Santo, y el cuento - dentro - del - cuento es el de Jesús y Simón - Pedro; sin embargo en ningún caso el regocijo tiene traza alguna de piedad auténtica ni de salvación. Chéjov, el más sutil psicólogo dramático que ha existido desde Shakespeare, ha escrito una lírica sombría sobre el sufrimiento y el cambio. Y Jesús sólo está allí como representación suprema del sufrimiento y el cambio, una representación que (en su peligrosa época) Shakespeare eludió invariable y sagazmente.
 ¿Por qué Chéjov prefería este cuento a docenas de otros que muchos de sus admiradores consideran mucho más decisivos y vitales? Carezco de una respuesta clara, pero creo que debemos cavilar sobre la pregunta. Salvo lo que ocurre en la mente del protagonista, no hay en "El estudiante" nada que no sea atrozmente lóbrego. Si algo parece haber conmovido a Chéjov es la irrupción ilógica de la dicha impersonal y la esperanza personal en medio del frío y la miseria, así como las lágrimas de la traición.
 Entre mis cuentos favoritos de Chéjov figura uno tardío, "La dama del perrito", que en general se considera como uno de los mejores que escribió. A Gurov, un hombre casado que se encuentra de vacaciones en Yalta - el balneario marino - lo impresiona el encuentro con una hermosa joven siempre acompañada de un pomerania blanco. Mujeriego inveterado, Gurov empieza una aventura con la dama, Anna Serguéievna, quien a su vez está infelizmente casada. Ella parte, insistiendo en que el adiós debe ser para siempre. Experto como es en amores, Gurov acepta el hecho con alivio otoñal y vuelve a Moscú, a su mujer y sus hijos, sólo para encontrarse poseído y sufriente. ¿Se ha enamorado, presumiblemente por primera vez? No lo sabe; y como tampoco lo sabe Chéjov, no lo podemos saber nosotros. Pero sin duda Gurov está obsesionado, y por lo tanto viaja a la ciudad de provincia en donde vive Anna Serguéievna y la busca durante una salida a la ópera. Angustiada, ella lo apremia a marcharse de inmediato, prometiendo que lo visitará en Moscú.
 Repetidos cada dos o tres meses, los encuentros de Moscú pronto se vuelven una tradición, placentera por demás para Gurov pero muy poco para la siempre llorosa Anna Serguéievna. Hasta que al fin, viéndose de improviso en un espejo, Gurov nota que está encaneciendo y a la vez se da cuenta del incesante dilema en el que se encuentra, y que interpreta como ese enamoramiento tardío. ¿Qué se debe hacer? Gurov siente a un tiempo que su amada y él están al borde de una vida nueva y bella, y que aún falta mucho para que la relación se termine, que la parte más dura del trabajo mutuo apenas ha empezado.
 Esto es todo lo que nos da Chéjov, pero las reverberaciones continúan aun después de esta conclusión que no concluye nada. Gurov y Anna Serguéievna han cambiado, está claro, aunque no necesariamente para mejor. Nada de lo que alguno de los dos pueda hacer por el otro tendrá un carácter redentorio; ¿qué es entonces lo que redime a la historia de su anquilosamiento mundano? ¿Cómo se diferencia de todos los relatos de adulterio desdichado?
 No por el interés que nos causan Gurov y Anna, como debería inferir cualquier lector; ellos no tienen nada de notable. Él es un mujeriego más y ella una de tantas mujeres que lloran. En ninguna otra obra es el arte de Chéjov tan misterioso como en ésta, en donde aparece palpable pero difícilmente definible. Sin duda Anna está enamorada, aunque Gurov no es un objeto muy digno. Ignoramos cómo evaluar exactamente a esa mujer
plañidera. Chéjov presenta con tal desapego lo que sucede entre los amantes, que no carecemos ya de información sino de juicio, incluido el nuestro. Porque el cuento es raramente lacónico en su universalidad. ¿De veras cree Gurov que finalmente se ha enamorado? Ni él ni el lector cuentan con pista alguna, y si Chéjov la tiene, se niega a revelarla. Como en Shakespeare, donde Hamlet nos dice que ama y no sabemos si creerle, no nos sentimos tentados a confiar en Gurov cuando dice que esto es algo auténtico. Si Anna se queja amargamente de que el suyo es un "amor secreto y oscuro" (para usar la gran frase de "La rosa enferma", de William Blake), Gurov parece solazarse en la vida secreta que, le parece, devela su verdadera esencia. Es un banquero, e indudablemente muchos banqueros tienen esencias verdaderas; pero Gurov no es uno de ellos. El lector puede dar crédito a las lágrimas de Anna, pero no a lo que Gurov exclama ("¿Cómo? ¿Cómo? ¿Cómo?") mientras se agarra la cabeza. El Chéjov enamorado dibujó la parodia de sí mismo en el Trigorin de La gaviota, y sugiero que Gurov es una autoparodia más transparente. Aunque Gurov no nos gusta demasiado, y querríamos que Anna parase de llorar, no podemos arrojar su historia a un lado porque es nuestra historia.
 Gorki dice de Chéjov que "era capaz de revelar el humor trágico presente en el tenue mar de la banalidad." Suena ingenuo, y sin embargo el mayor poder de Chéjov reside en darnos la impresión, mientras leemos, de que allí está al fin la verdad sobre la constante mezcla de infelicidad banal y alegría trágica que impregna la vida humana. En materia de alegría trágica la autoridad para Chéjov (y para nosotros) era Shakespeare, pero en Shakespeare no aparece lo banal, ni siquiera cuando escribe parodia o farsa.
Fuente:
HAROLD BLOOM

CÓMO LEER Y POR QUÉ

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    Grupo Editorial Norma
         Primera edición,
      Santa Fe de Bogotá,
       2000

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