sábado, 26 de agosto de 2017

FLANNERY O´ CONNOR. Por: Harold Bloom.


FLANNERY  O´ CONNOR

 D. H. Lawrence, soberbio escritor de cuentos, dio al lector una sabiduría permanente en una observación brevísima: "Confía en el cuento, no en quien lo cuenta." Me parece que este principio es esencial para leer a Flannery O'Connor, quien acaso haya sido la narradora de cuentos más original de Estados Unidos después de Hemingway. Su sensibilidad era una mezcla extraordinaria de gótico sureño y catolicismo romano. O'Connor es de un moralismo tan feroz que el lector necesita precaverse de su intransigencia: el designio de conmovernos con la violencia para despertarnos una sed de fe tradicional es demasiado palpable. Como cuentista era muy astuta; pero creo que sus mejores cuentos son más astutos que ella, y no imponen más moralidad que la de una imaginación moral avivada.
 El sur de O'Connor es de un protestantismo salvaje; y no se trata del protestantismo europeo sino de la autóctona religión americana, ya se llame bautista, pentecostal o lo que sea. A los profetas de esa religión - "encantadores de serpientes, cristianos librepensadores, profetas independientes, estafadores, locos y a veces auténticos inspirados" - O'Connor los llamaba "católicos naturales". Exceptuando al puñado de éstos, quienes abarrotan los maravillosos cuentos de Flannery O'Connor son los condenados o malditos, una categoría en la que ella alegremente incluía a la mayor parte de sus lectores. La mejor manera de leer estos relatos, creo, es reconociendo primero que uno forma parte de sus condenados; luego puede pasar a disfrutar de un arte narrativo grotesco e inolvidable.
 Una espléndida introducción a O'Connor sigue siendo "Un hombre bueno es difícil de encontrar". Durante un viaje en coche, una abuela, el hijo, la nuera y los tres nietos se encuentran con un preso que acaba de fugarse, el Inadaptado, y sus dos matones subalternos. En cuanto ve al Inadaptado, la abuela proclama tontamente su identidad, condenándose así con toda su familia. Mientras los matones se llevan a los demás para matarlos, la anciana le suplica al Inadaptado que no lo haga; pero en este asesino, que es un teólogo natural, O'Connor consuma una de sus obras maestras. Al resucitar a los muertos en un cosmos donde "no hay placer sino mezquindad", declara el Inadaptado, Jesús lo desequilibró todo. Entre el mareo y la alucinación, la aterrorizada abuela toca al Inadaptado mientras murmura: "Pero tú eres uno de mis niños. ¡Eres uno de mis hijos!" El hombre retrocede, le pega tres tiros en el pecho y pronuncia el epitafio: "Habría sido una buena mujer si a cada minuto de su vida hubiera habido alguien que le disparara."
 Aquí confluyen el cuento y quien lo cuenta, porque claramente el Inadaptado habla en nombre de algo feroz y gracioso que habita a O'Connor. Lo que nos da ella es una anciana banal e hipócrita y un asesino que, en su visión, es un instrumento de la gracia católica. La situación intenta ser escandalosa y sin duda lo es porque, condenados como estamos, nos escandaliza a nosotros. O'Connor piensa que seríamos buenos si a cada minuto de nuestra vida hubiera alguien que nos disparara.
 ¿Por qué el palpable designio de O'Connor no nos irrita? Parte de la respuesta, sin duda, reside en su genio cómico; a alguien capaz de entretenernos tan hondamente le permitimos que nos condene todo lo que se le antoje. En "La buena gente del campo" conocemos a la desdichada Joy Hopewell 3, poseedora de un doctorado en filosofía y una pata de palo además del elaborado primer nombre de Hulga, que se ha dado ella misma. Un desenvuelto joven vendedor de biblias, cuyo implausible nombre fálico es Manley Pointer 4, tumba a Hulga en una parva de heno y huye tras despojarla de la pata de palo. Hulga tiene precisa conciencia de pertenecer a los condenados (¿no es filósofa, acaso?), y respecto a su destino cruelmente cómico nosotros podemos deducir la moraleja que queramos. ¿Diremos de ella por ejemplo: "Habría sido una buena mujer de haber tenido alguien que a cada momento de la vida huyera con su pata de palo"?

 3 Algo así como Alegría Buenaespera. (N. del T.)

 O'Connor habría desdeñado mi escepticismo y comprendo bien que esta parodia es defensiva. Pero sus cuentos tempranos, aunque vivaces, no son sus mejores. La grandeza viene en obras posteriores como "Una vista de los bosques" y "La espalda de Parker", y en su segunda novela, Los profetas (The Violent Bear it Away). "Una vista de los bosques" es una historia de una fealdad sublime que presenta al señor Fortune, de setenta años, y su nieta Mary Fortune Pitts, de diecinueve. Los dos son horrendos: egoístas, testarudos, malignos, huraños monumentos al orgullo. Al final del cuento, una desagradable pelea entre los dos se salda con la muerte de la chica, cuando el abuelo la estrangula y le parte la cabeza contra una piedra. Excitado y exhausto, ya bajo los efectos de un infarto, el señor Fortune tiene una final "vista de los bosques". Todo esto impresiona de un modo truculento, pero ¿cómo interpretarlo?

 4 Varonil Puntero. (N. del T.)

 O'Connor comenta que Mary Fortune Pitts obtuvo la salvación y el señor Fortune fue condenado, pero no puede explicar por qué: ambos son personas igualmente abominables y la lucha a muerte podría haber acabado al revés. Es magnífico que O'Connor fuera tan dada a indignarse, porque nuestro escepticismo la indignaba y le servía de inspiración artística. Con todo, esa espiritualidad obsesiva, esos juicios morales absolutos, no pueden sostenerse únicamente a expensas del lector. Pero mientras pienso esto, recuerdo de pronto cuan cerca estaban sus gustos literarios de los míos: para ella Mientras agonizo, de Faulkner, y Miss Lonelyhearts, de Nathanael West, estaban en la cumbre de toda la ficción norteamericana moderna; y para mí también. Leyendo los cuentos de O'Connor y Los profetas me siento estimulado casi hasta el miedo, algo que también me ocurre con las grandes obras de Faulkner y West y con El meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, un libro que, de haber vivido para leerlo, sin duda O'Connor habría admirado. Turguéniev y Chéjov, Maupassant y Hemingway, no eran ideólogos, y es cierto que la tradición principal del cuento moderno les pertenece a ellos y no a O'Connor. Y sin embargo su brío y su empuje, el ímpetu propulsor de su espíritu cómico, son apabullantes. Si lo medimos por el efecto estético de las ficciones que escribió, su catolicismo bien puede considerarse un Santo Oleaje. Allí podemos localizar su astucia natural: por más que parodiemos a esos religiosos americanos condenados y dementes, la parodia nunca tocará el seguro catolicismo romano de la autora. Más que simple comediante de genio, O'Connor entrevió con lucidez que la religión de sus coterráneos no era el opio sino la poesía de un pueblo.

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