sábado, 27 de febrero de 2021

El maestro. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 


El maestro

 

Su pasión por la literatura llevó a mi padre a querer compartirla, aunque no desconocía las limitaciones de las «escuelas para escritores».

Por todos lados proliferan los talleres literarios en que jóvenes aspirantes a escritores se reúnen en torno a un «maestro», que los estimula, los critica, les muestra. Los hay en todas partes, no creando escritores, ya que eso no se aprende, pero los talleres pueden estimular y hacer fermentar, mediante el estudio, lo que ya hay. En todo caso, crean una capa de ávidos buenos lectores.

No había nada que le gustara más que ser llamado «maestro». En el plano de profesor o guía tuvo varias experiencias, primero en la Universidad de Iowa, después en España y finalmente en Chile, hasta los últimos días de su vida.

Cuando regresó al país casi no existía actividad cultural debido a la opresión de la dictadura militar. Entonces, mi padre decide hacer un taller literario como un desafío.

Cuando yo creé mi taller de escritores, el primer año elegí a un grupo de muchachas y muchachos jóvenes. Me encontré en la primera sesión con dos cosas que me parecieron intolerables: que carecían de la experiencia del viaje, de la visión del afuera, de la óptica distinta, que contaban sobre el olor del membrillo porque no tenían la experiencia del olor de la guayaba, no porque lo prefirieran, y en segundo lugar, porque su conocimiento de la literatura, de la novela específicamente, se remontaba sobre todo hasta los escritores latinoamericanos de mi generación, que éramos, como quien dijera, los clásicos. Yo, naturalmente, monté en cólera. ¿No conocían a Stendhal, a Dostoievski, a Tolstoi, a Proust, a Balzac? ¿Por qué querían ser escritores, entonces? La respuesta fue que querían ser escritores, que habían aprendido a querer serlo porque habían leído las novelas escritas por los latinoamericanos expatriados de los años sesenta y setenta, que con ellos tenían «onda», como dicen los jóvenes ahora, en tanto que los otros les parecían demasiado remotos, y de lo que hablaban no les parecía de ninguna importancia. Furioso, los despaché y juré no volver a enseñarle a gente tan joven, que sólo podían leer a aquellos autores que creían podían parecérseles, con cuyos personajes podían identificarse, y cuyas historias podían parecerles verosímiles.

 

Les explicó —con convicción y fuerza— que la evolución de los escritores latinoamericanos a los que ellos leían había sufrido un proceso de decantación, de soledad, de exponerse a otras cosas, de mirar y, quizás, de aceptar cada uno sus propias fisuras. De modo que a través de éstas podrían penetrar la imagen de aquello que ellos llamaban «lo nuestro» y que tanto los seducía en las novelas latinoamericanas.

Les recordaba que esos escritores habían escrito la mayoría de sus obras lejos de su propia tierra, como también los escritores ingleses expatriados de la época romántica: Byron, Shelley, Keats, Browning, quienes vivieron y escribieron durante tantos años lejos de Inglaterra. Este cenáculo se había alejado de su patria, en líneas generales, por el ahogo que les producía la sociedad inglesa con sus dictámenes y costumbres. Se puede decir que ninguno de estos poetas hubiera escrito lo que escribió de haber permanecido en su patria, continuando las tradiciones entre las que nacieron. Fue T. S. Eliot quien dijo que la única manera de prolongar una tradición es por medio de la ruptura con ella.

También los americanos se habían expatriado: Hemingway, Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Gertrude Stein, Henry James... todos ellos habían tenido una época de autoexilio en la que habían llegado a encontrarse a sí mismos como escritores, mediante el contacto con lugares, gente, vidas e ideas diferentes.

Les explica a sus alumnos que él mismo había sentido esta necesidad de ruptura con Chile.

Yo sentí la urgencia del viaje. No del viaje rápido de turismo, sino de expatriarse, viajar por meses y años, levantar las raíces de acá e intentar colocarlas en otra tierra. Creo honradamente que la experiencia del viaje es absolutamente necesaria para los escritores en formación y también después. Y hablo de los escritores chilenos. Los escritores que no viajen, que fijan para siempre sus raíces en un sitio, conservan su mérito, pero de alguna manera los problemas vistos en «micro» jamás se transforman en «macro», y lo que puede ser una buena idea literaria tiñe de tal manera lo que se escribe, que las ramas no lo dejan ver el bosque y tiende a un chauvinismo y a una exacerbación de un patriotismo pequeño. El viaje, el contacto prolongado con otras gentes y otras tierras y otras culturas, sin duda relativiza todo lo de aquí, y al relativizarlo, aunque uno escriba sobre lo más íntimamente chileno, sobre lo más doméstico, va a darle forzosamente una dimensión universal.

La generación de autores a la que mi padre perteneció, que publicaron algunas de sus obras memorables en las décadas del sesenta y setenta, y cuyos nombres se identifican con un momento muy alto de la novela latinoamericana, estaban todos escribiendo como expatriados. Muchos de ellos eran, de hecho, exiliados políticos. Otros habían elegido este desalojo de la tierra natal para adquirir experiencias y, sobre todo, perspectivas y opciones muy distintas a las que sus países les ofrecían.

La mente estaba en un estado previo a la eclosión antes de salir y existía el peligro de que se enquistara. Saliendo, la eclosión se producía, y se tenía la impresión de que se estaba produciendo en serie, que uno era parte de algo mucho más grande que las pequeñas eclosiones locales. Era una reacción en serie. Recuerdo que cuando yo le protesté a Carlos Fuentes en una carta por haber contado unos cuentos que yo sabía sobre las hermanas de Luis Buñuel y él los escribió en un artículo del New York Times, me contestó diciéndome: «No seas tonto, da lo mismo quién use esos cuentos, acuérdate que todos los latinoamericanos estamos escribiendo partes distintas de la misma gran novela».

Era una sensación común entre el grupo de escritores que pertenecieron al denominado Boom latinoamericano en torno a la agente literaria Carmen Balcells, con sede en Barcelona.

Si bien la mayoría de las grandes novelas de los escritores de esta región se escribieron fuera de sus países, estas novelas trataban temas de sus propias tierras, como una manera de recobrar esas patrias abandonadas por necesidades políticas o personales. Pero, según la visión de mi padre, no eran novelas nostálgicas, no eran «Oh, to be in England now that April’s there...».  Eran otra cosa bien distinta. Eran construcciones, exploraciones. Eran mirar desde afuera lo que no se había querido mirar, lo que no se había podido ver desde dentro. Eran posibles grandes síntesis dejando atrás detalles sin importancia que sólo interesan en provincia.

Gran parte de los novelistas de Europa de la década del sesenta y setenta estaban luchando por la libertad, por una libertad a que apostaron y que más tarde se vio caer, desintegrarse. Byron muere en Missolonhi, un inglés luchando por la libertad de los griegos. Hubo muchos Byron que rompieron lanzas por la libertad entre los novelistas latinoamericanos. Pero si bien creo que los conceptos de libertad van cambiando, las lealtades varían, se readecuan, se forman nuevas alianzas y distintas coaliciones que adquieren un sentido distinto al que antes tenían, las novelas de estos luchadores —y lo mucho que hay de lucha dentro de esas novelas, que muchas veces no es manifiesto ni claro a primera vista—, creo que permanecen. Para toda la generación de escritores más jóvenes, es lectura obligada, clásica, lo que nutrió sus imaginaciones, como a mí me nutrieron Sartre y Camus, y Faulkner y Fitzgerald.

Les dije entonces a mis alumnos que todo era cuestión de sabiduría, de desilusión. Que uno viajaba y se exponía, como Ulises, a mil aventuras, que el regreso era difícil y no tan claramente deseable a medida que el tiempo pasaba, que el mundo de Ítaca había cambiado totalmente después de los diez años del periplo, que uno mismo había cambiado hasta ser casi irreconocible más que por otros seres con fisuras, como el ciego, como el perro. Que no había hecho más que hablar de una patria, y de unas cosas de la patria, que en esencia no existían ya, o que quizás jamás habían existido, pero esa patria subjetiva, creada, viva sólo en el lenguaje, era más patria y más firme que las patrias trazadas por las fronteras geográficas y sus cercanías y lejanías. Les predico no sólo la necesidad de leer lo que quizás de inmediato no vayan a comprender o absorber, ni la necesidad de no perder contacto con las privadas fisuras interiores que existen en el espíritu de todo escritor, que escritores sin fisuras interiores no hay, sino también esa larga, agotadora tarea del viaje, del viaje como tal, Ulises recorriendo todo el mar Egeo para poder llegar de nuevo a Ítaca y uno tiene la sensación de que no tiene demasiadas ganas de volver a Ítaca porque le interesa más el viaje mismo, desde donde puede «pensar en Ítaca», que es lo literario, y es la esencia de La odisea.

Los talleres literarios fueron un éxito. Alumnos como Carlos Franz, Arturo Fontaine, Ágata Gligo, Fernando Sáez, Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y muchos otros, asistían con altos y bajos. Cada semana la casa de Galvarino Gallardo se alborotaba, el timbre sonaba a cada instante y uno a uno los alumnos subían al estudio de mi padre en el tercer piso, mientras Cirilo, nuestro perro, los perseguía mordiéndoles los tobillos. Ellos, tratando de esquivar educadamente a esta pequeña bestia, lograban alcanzar el altillo donde mi padre, como buen maestro, los esperaba sentado en un gran sillón de mimbre o recostado en su chaise longue.

Sobre esta experiencia escribe en su diario:

A los que pasaron por el taller me siento muy unido, muy compinches, con algunos he tenido una verdadera amistad. Alguien me dijo que una de las gracias que yo tenía como profesor era nunca hacer sentir inferior a nadie, es mi forma de entregarme, como profesor yo estoy recibiendo mucho, ellos me dan una cantidad de vivencias que yo no puedo tener, ya soy viejo, ellos me retroalimentan a medida que yo los voy alimentando.

En realidad, fue un maestro más que un profesor. Creo que mi padre dejó una gran huella en ese grupo, a pesar de que algunos se rebelaron más tarde a este legado y con justa razón, ya que fueron tildados de «donositos». Roberto Bolaño fue uno de los últimos en fustigarlos con ese término, ante lo cual quisieron correr por su propia cuenta y sublevarse ante la imagen del maestro para tomar otro camino. Una actitud muy lógica, claro está. Pero mi padre les enseñó algo importante: que el ser escritor es una tarea doble, por un lado mostrar su inteligencia, su sensibilidad y, por otro, entender la profundidad de la cultura y ser un agente de cambio, de imaginación.

Por ejemplo, durante una de las sesiones del taller, mi padre leyó en voz alta a sus alumnos un texto de Proust sobre Renoir, que hacía ver que antes de sus retratos no existían en París las mujeres de Renoir, pero, después de que él las pintó, los boulevards estaban repletos de estas mujeres. Así quería demostrar a sus alumnos la relación compleja entre el mundo creador de los libros, la literatura y otras artes, y que el artista puede transformar la realidad para su audiencia.

Hoy, mirando desde la distancia, me vuelvo a preguntar cuánto del alejamiento de algunos alumnos del taller fue por la imagen de mi padre. ¿Será el cansancio de ser siempre asociados al maestro? ¿Ser llamados «donositos»?

Ellos quieren emprender su propia historia sin ser catalogados dentro de estos cánones, que pueden no ser reales, pues cada uno tiene su propio estilo, su propio tono creativo y su propia marca. En cierto sentido se parecen a mí, al hijo que se rebela, que no quiere que el sello del padre lo estigmatice por siempre, pero también hay en ellos algo de rencor, de dolor, al igual que en mí, al no poder recibir del maestro el reconocimiento total e incondicional.

Arturo Fontaine, autor de la novela Oír su voz, en un artículo describe su paso por el taller de mi padre:

Se leían por supuesto manuscritos. Pero también se leían y discutían muchas novelas y cuentos conocidos. A veces, oírlo hablar de personajes, escenas y situaciones que le habían gustado, era casi conmovedor. Era impresionable como un niño. Leer, imaginar lo leído, era una manera vigorosa e inteligente de comprender. En eso creía, en que una mirada, una lágrima, una sonrisa que emociona en la página, humanizan a las que se suceden en el mundo.

Su taller era un poco una tertulia literaria. De repente, si se prolongaba a través de las invitaciones de María Pilar, se volvía, entonces, un poco un salón literario.

Donoso no intentaba imponer una estética o buscar adeptos. Jamás lo oí, en su taller, hablar de su propia obra a menos que se le preguntara expresamente por ella. Jamás lo oí recomendar o insinuar siquiera su lectura. En cambio, fui testigo una y otra vez de la vehemencia con que sugería a éste o aquél la lectura de tal o cual libro en función de lo que ellos estaban escribiendo. Sus gustos eran amplísimos.

Fontaine anotó, además, algunas cosas que mi padre dijo al pasar en su taller, registro muy interesante y que refleja el verdadero espíritu de esos talleres:

A veces, como en Otra vuelta de tuerca, el prólogo es clave.

Hay que preferir.

A mí me parece un error no elegir algún personaje en el cual uno, el escritor, se pueda proyectar.

¿Hesse? Está muy bien para los dieciséis.

—The Real Thing, de James: es una obra de arte quizás perfecta.

Lo más importante: el primer párrafo. ¿Ejemplos? Moby Dick, Orgullo y prejuicio, En busca del tiempo perdido... Aunque hay gente que valora más la última palabra. Los títulos son también importantes. Finalmente (riendo), el título es lo que más queda de las novelas.

Soy un novelista del espacio.

La tríada, tres adjetivos sucesivos. ¡Cuánto pueden hacer tres adjetivos sucesivos!

Un personaje puede hacerse añicos en la novela. Pero esa caída ha de tener cierta grandeza.

Novelar es pensar con la pluma.

Un novelista siempre tiene que saber cómo están vestidos sus personajes; dónde compran la ropa.

Un escritor no debe mostrar más que la punta del iceberg. Es el peso de lo que está escondido lo que sostiene la novela.

Un primer párrafo debe proyectar. No debe contar la novela. Debe enganchar.

No existen las enredaderas: existen las buganvillas, la pluma, las clemátides. No existen arbustos: existe el pitosporo.

Materia y forma: que la greda y la mano que la modela lleguen a ser una y la misma cosa.

Una de sus alumnas más queridas fue Ágata Gligo, quien murió un año después que él. Los unía una mutua admiración. Ágata sorprendía por su melena de leona, sus ojos azules casi transparentes, belleza que para mi padre era importantísima.

En el libro póstumo de Ágata Gligo, Diario de una pasajera, donde relata el proceso de su enfermedad, ella se refiere en muchas ocasiones a mi padre, pero hay una especialmente decidora en cuanto a lo que era él como maestro, y que creo ayudó a la existencia de su libro.

Pepe me preguntó:

¿Y tú?

Yo, aquí.

¿Qué pasa con la escritura? No puedes no escribir.

Me pareció oír: no puedes no vivir. Pero sin duda me equivoqué.

Le expliqué que no sabía por dónde empezar a trabajar y le pedí que me diera algún consejo.

Ningún consejo sirve —me respondió.

Lo sé. Pero de todas maneras quiero uno.

Entonces dijo:

Llevar diario de escritor.

Y reiteró:

Diario de escritor, no diario de vida.

 

Cuando mi padre cumplió setenta años, en octubre de 1994, el Departamento de Programas Culturales del Ministerio de Educación, junto a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, organizó el ya mencionado gran homenaje para celebrarlo: «Donoso, setenta años», que incluía la condecoración con la Orden al Mérito Cultural y Docente Gabriela Mistral, un coloquio internacional de escritores como José Saramago, Francesca Duranti, John Wideman, Philip Swanson, Josefina Delgado, además de muchos escritores chilenos. Una semana de charlas, debates, mesas redondas, exposiciones de arte, muestras de cine y concursos de cuentos.

Precisamente en su Diario, Ágata Gligo recuerda el homenaje y cómo mi padre podía ser a veces generoso y otras despiadado:

El viernes 7 tuvo lugar la mesa redonda de los «discípulos» (Ágata Gligo, Carlos Cerda, Arturo Fontaine, Darío Oses, Gonzalo Contreras, Fernando Sáez, Marco Antonio de la Parra, Soledad Fariña, Sergio Marras, Carlos Franz). Aunque el título de discípulos ya está gastado.

Bueno, el panel fue demasiado largo. A alguna gente le gustó y a otra lo cansó. Al final habló Pepe. Dijo algo como: «Esta gente tiene talento, unos más, otros menos. Pero, en general, no saben contar». ¿Fue eso lo que quiso expresar? Aunque lo dudo, así se oyó. La intervención de Pepe me pareció descalificadora por decir lo menos, y bastante pesada.

Después vino la mesa de cierre del coloquio, con la magnífica improvisación de José Saramago. Noté que no le había gustado la historia del maestro y los discípulos, y estoy segura de que cuando usó la palabra «apóstoles», se equivocó irónica y deliberadamente.

Esa frase desafortunada de mi padre en su discurso, «... pero no saben contar», sembró bastantes rencores que permanecen hasta el día de hoy.

Por ese entonces también hubo varias fiestas inolvidables. Una en el Palacio Cousiño y otra en la casa de Galvarino Gallardo, para despedir a todos los invitados internacionales, de cuya organización estuve a cargo yo, corriendo de un lado a otro hasta último momento y tratando de que todo estuviera perfecto, pues mi madre, en una especie de ataque de celos —que a veces le daban por tanto homenaje y reconocimiento—, se declaró enferma, aunque luego estuvo presente.

En su libro, Ágata Gligo describe esa noche:

Sentados en torno a la mesa redonda del comedor de los Donoso, pasamos mucho rato oyendo a Saramago contar la historia de su vocación tardía. No es un hombre de intercambio fácil, pues toma en cuenta poco a los demás.

Bueno, ahí estaba Pepe, en el otro lado de la mesa, conversando primero con Pepita Delgado y después con Delfina Guzmán. El haz de luz de Saramago lo dejaba fuera, en un vértice de sombra creado por la estatua del otro. Con el correr de los minutos, lo informe y flotante se plasmó en la superficie. María Pilar, vigía experimentada, verbalizó: «¡Miren, miren lo que está pasando! ¡El maestro arrinconado y todos sus discípulos predilectos embobados en torno a Saramago!». Las risas no impidieron que siguiéramos escuchando al escritor portugués, hasta que de repente el dueño de casa dijo que se retiraba a su dormitorio, pues estaba muy cansado. Nadie se atrevió a retenerlo, a decirle «quédate». Cuando subió nos miramos. ¡Está deprimido!, dijo Fernando Sáez. «Deprimido no, desesperado», corrigió Arturo Fontaine. «Lo que pasa es que no puede vivir sin nosotros», agregué yo y noté que todos gozábamos no sólo ante lo cómico del asunto, sino ante la posibilidad de ese sufrimiento. El único bondadoso fue Marco Antonio de la Parra. Primó su condición de médico psiquiatra. Subió a acompañar a Pepe y volvió con la noticia de que no bajaría. «La cosa es grave, más de lo que pensábamos», dijo Arturo. «¿Crees que hay peligro de suicidio?», inquirió Fernando. «¿Le tomaste el pulso, le pusiste la mano en la frente? ¿Lloró en tu hombro?», pregunté yo.

Y Saramago no perdía detalle.

Podríamos buscar nuevos horizontes. Llevamos demasiado tiempo como apóstoles —concluyó Arturo Fontaine.

Una buena idea sería trasladarnos a las islas Canarias. Por supuesto, a Lanzarote. Podríamos instalar un campamento a una distancia prudente de la casa de Saramago —propuse yo.

La idea prendió, nos iríamos los cinco apóstoles a las islas Canarias, tras el nuevo gurú.

Más adelante Ágata, con mucha ironía, relata todos los periplos de estos apóstoles pasando de un gurú a otro hasta que, finalmente, vuelven a su antiguo maestro. Luego, retoma el relato sobre esa velada:

Es verdad que Pepe estaba cansado, que subió un momento a su dormitorio. En mi relato lo dejé arriba. Lo cierto es que volvió relativamente rápido y se integró al grupo del comedor, participando en nuestros desvaríos. Los invitados extranjeros, Saramago incluido, se retiraron y nos quedamos en el salón, todos vivificados por la risa. ¡Fue una noche magnífica!, repetíamos excitados. ¡Fue una noche magnifica!, decía también Donoso.

La visión personal de mi padre sobre los talleres literarios como tales se refleja en un ensayo:

La idea de talleres literarios en su forma actual debe haber nacido en Estados Unidos, siempre ha sido costumbre, por otra parte, que los escritores más jóvenes se agrupen un poco en torno a los de más experiencia, en un café o en una casa hospitalaria que el maestro frecuentaba. Pero después fueron las universidades americanas las que tomaron esta idea de taller literario, comenzando en Stanford, California, y luego en Iowa City. Hoy por hoy existen pocas universidades americanas que no cuenten con un taller y en muchas de ellas es el punto de atracción mayor para el alumnado, sobre todo si el maestro es un escritor de buena talla y renombre. Las universidades compiten por tener como profesores en sus talleres a figuras destacadas.

¿A qué se va entonces a los talleres literarios? Creo que más que nada, en este mundo elitista en que vivimos, en busca de una atmósfera generada por pares que creen que vale la pena escribir, escribir novelas, ensayos, cuentos, teatro, poesía... lo que sea.

El método que se sigue también varía, aunque las diferencias no son grandes. Se reúne alrededor de un maestro un grupo de personas que han escrito un poco, privadamente, y quieren saber la opinión de otros escritores, que generalmente no conocen. O jóvenes aspirantes a genios o jóvenes tímidos, profesionales, estudiantes de literatura para los que no es suficiente lo que les da la universidad, gente con deseo de comunicarse o de saber un poco más sobre lo que ellos van escribiendo. En algunos talleres se lee algún cuento clásico, modelo, y se trabaja sobre él. En casi todos, el aspirante a escritor debe traer para una fecha establecida un cuento, si de cuentos se trata, y al leerlo en voz alta lo somete al juicio de los demás asistentes al taller.

En España logré formar un taller por unos pocos meses. Los talleres literarios —múltiples, variadísimos, muchas veces rivales— formaron algo como un espacio de independencia, un espacio donde se podía y debía hablar de literatura, porque la literatura, lejos de aislarse fuera de la contingencia social y política, le daba a ésta una estatura y una profundidad que estaba muy distante de la información periodística.

Cuando yo vivía en España, hace más de diez años, hablar de talleres literarios causaba risa, ¿se puede enseñar a escribir... se puede aprender?, ¿una persona que no tiene talento, puede llegar a tenerlo después de asistir a un taller?

No sé si en España, pero ciertamente en muchos países latinoamericanos, el tiempo ha dado respuesta a estas preguntas: no, no se puede enseñar a escribir... no, no se puede aprender, ni el talento se adquiere por contacto con otros alumnos que buscan lo mismo en un taller. Pero en muchos de nuestros países, Argentina, México, Chile, los talleres literarios han proliferado.

Los talleres literarios en Buenos Aires, por lo menos hace tres años, cuando yo frecuentaba esa capital, eran innumerables. Todo el que se preciara de ser escritor se instalaba con su grupo. Lo que me extrañó fue que —en los que yo visité— no los formaban gente joven, sino gente mayor, profesionales de edad madura: psicoanalistas, psicólogos y profesores. Funcionaban en todas partes, en la trastienda de una librería, en un café, en casas particulares.

En Chile, durante el régimen de Pinochet, tuvieron una importancia que es difícil de ignorar, aunque —por lo menos dentro de lo que yo sepa— jamás los talleres fueron sitios donde se gestaran ideas revolucionarias, ni se discutían las personalidades que empezaban a aparecer en la incipiente política, ni se promovieron protestas ni manifestaciones. Sin embargo, es posible afirmar que en ausencia de una universidad libre, los talleres formaron algo como una universidad marginal. No es que estuvieran organizados ni centralizados, pero existía un acuerdo tácito.

Pero los jóvenes talentosos de Estados Unidos hoy en día —los hijos de los hippies que repletaron los talleres hace un par de decenios—, que nada quieren saber de los compromisos extravagantes de sus padres, ¿asisten hoy a talleres? La verdad es que bastantes lo hacen, lo que no deja de sorprender: es como si adquiriendo media docena de gustos literarios lo hubieran aprendido todo y se lanzan al difícil mundo de las editoriales americanas, que en 1991 están cada vez más reacias a publicar cualquier cosa.

Es curioso que del taller literario de Iowa, en los años en que yo fui profesor, entre otros escritores, de ese taller salieron algunos de los escritores más notables de Estados Unidos de hoy en día: John Irving, Gail Godwin, John Edgar Wideman, entre otros.

Con la celebración oficial de sus setenta años viene un cambio en su persona y en su creación literaria. Continúa con sus talleres con cierta dificultad hasta que el esfuerzo es demasiado grande y abandona, no sin dolor, este rol que lo enorgullece y por el que se siente reconocido en su ego interno. Su gran virtud como maestro era escuchar; no había nada que lo apasionara tanto; sentía que más lo nutrían sus alumnos a él que él a ellos.

 

viernes, 26 de febrero de 2021

El psicoanálisis . CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 


El psicoanálisis

 

Es aquí, en su historia psicoanalítica, en la cual aparece el verdadero «individuo psicológico» que era mi padre y que se revela, desde su primera hasta la última experiencia, como un sujeto complejo, contradictorio, sufrido y atormentado por temores internos, escondidos tras «el tupido velo» sobre sí mismo.

Su historia psicoanalítica era de vital importancia, especialmente sus experiencias iniciales y cómo éstas determinaron muchas de sus decisiones y afectos, así como también mucho de sus personajes. Era, en alguna medida, un adicto al psicoanálisis; siempre dijo que si no fuera por un asunto netamente económico, se hubiera hecho terapia toda su vida. Tan convencido de ello estaba que obligó a mi madre, al poco tiempo de casados, a hacerse una también, de la cual ella sí que no saldrá nunca, ni podrá estar sin ayuda psicológica por el resto de su vida. En resumen, dos adictos al psicoanálisis o dos seres necesitados de estructura o contención de sus mundos desbordados por las emociones.

Su primera experiencia psicoanalítica fue en Chile, en 1960, con alguien a quien sólo menciona como Bernardo. Un hombre joven, inteligente, sin cuya dirección sensible quizás nunca hubiera dado el paso definitivo del matrimonio, por su falta de enraizamiento, de identidad y de capacidad de decisión. Escribe en un cuaderno sobre sus elaboraciones de ese entonces, vistas desde el horizonte del tiempo:

Mi largo prontuario de solterón había dejado huellas en mí, huellas grandes y dolorosas, que aún ahora no termino de borrar completamente, y durante y antes y después de mi matrimonio estuve en psicoanálisis. En todo caso, con Bernardo hablaba yo de una especie de embotellamiento literario, de vivir una vida que no me gustaba. Y siempre me encontraba con la figura de un clochard, de un ser totalmente destituido y sin nada, figura que me acosaba, con la que soñaba, por la que sentía un atractivo feroz y un terror espantoso. Era la disyuntiva entre el clochardy el matrimonio. Fue el análisis de la tentación entre la disolución y el clochardismo, una larga y terrible cadena de tentaciones que fui resolviendo gracias a mi incurable inmoralidad o amoralidad y a mi temor. Prefiero no ser auténtico y ser un escritor. Prefiero que esas zonas de mi ser, que son las más oscuras, queden incompletamente exploradas, a condición de que pueda salvar algo de coherencia, algo de no disolución para tener energía y poder seguir escribiendo.

También logró externalizar todos sus temores a través de sus diarios, otro modo de «salvación». En éstos plasmó sus más profundos y ocultos pensamientos; sus dudas y tormentos, todos sus fantasmas acosadores.

En su eterna dicotomía entre la disolución y la definición, mientras está en la casa de El Canelo, en agosto de 1957, ensayando el guión de una obra de teatro basada en una experiencia de su infancia, que alguna vez quiso llamar Casa en la calle Ejército, se desahoga, con la misma fuerza que una tormenta, de lo que le acontece en ese momento:

Tengo, tengo que encontrar amor si quiero que mi vida no sea una alcachofa, yéndose de hoja en hoja hasta dejarme sin nada en la mano. Tengo que hacerlo porque esa y no otra es mi forma de conocimiento, saltar la flecha desde la cuerda distendida, permitirle que me atraviese la angustia y quedar, sin embargo, vivo e invulnerable y crecido.

No hay compromisos en mi amor. Y eso es, sobre todo y desesperadamente, lo que necesito para darle altura a mi vida y mi obra. Necesito dar, saber dar amor...

La terapia le permitió elaborar la posibilidad de la fuga, de la seducción por no ser nada y de dar, finalmente, el paso hacia el matrimonio. Estaba contento de poder exorcizar esa inclinación durante sus sesiones psicoanalíticas; quería dejar atrás ese impulso hacia el abismo.

Cuando su psicólogo emigró a Argentina, debido a una oferta de trabajo, dejó a mi padre en manos de su colega Ruth Risenberg. Con ella fue quizás con quien mayor tiempo se mantuvo: tres veces por semana durante casi dos años.

Pienso en mi primer análisis con Bernardo y que la figura que primó en ese análisis, la del clochard desposeído, fue, en realidad, una proyección de su propio terror que se encarnaba en él, en Bernardo, para destruirlo, clochardizarlo, y quedarme yo dueño de su poder. Con Ruth Risenberg, en cambio, el personaje que primó en el análisis era el de la «mujer destruida», el de la vieja, de la mujer abyecta de El obsceno pájaro de la noche, relacionado con toda la desesperación que yo sentía en ese momento frente a la esterilidad de María Pilar y de nuestros esfuerzos por tener hijos, o quizás tenía que ver con la figura de mi propia Nana, que ocupaba una posición tan central e importante en mi vida. En todo caso, sirviente-explotaciónvieja-esterilidad, todo era una sola cosa para mí, que recurría en mi análisis y en las figuras que poblaban mi imaginación.

Relacionada de manera central con la creación de El obsceno pájaro de la noche está la Nana, figura vital en la vida de mi padre. Ella fue quien lo crió, quien lo cuidó, lavó y alimentó. Hay en su literatura un oído muy atento a lo que ella era. Le dio acceso a un mundo totalmente desconocido y prohibido para él, al mundo del inquilino, de la pobreza en el campo, de las leyendas y cuentos populares, de su vocabulario. A través de ella se abrió para mi padre la puerta del mundo mestizo de Chile. También la Nana fue tema central en sus terapias.

Con su analista Ruth Risenberg —con la que mantuvo una relación relativamente buena, o menos dolorosa en cuanto experiencia consciente—, las cosas terminaron de la misma manera que con Bernardo: ella tuvo que partir a Londres. Mi padre entonces albergó una horrible sensación de orfandad, de que siempre lo iban a dejar solo, que nada sacaría con continuar su análisis que había seguido durante tantos años y con la natural impresión de que no llegaba a nada concluyente.

¿Qué quería del análisis? Ni él mismo lo sabía. Liberarse de la angustia, supongo, en esa época prefarmacológica; concebir un contacto más fuerte con la vida que no estaba sintiendo; la romántica noción de una «entrega total», de decir definitivamente «soy esto» o «soy lo otro»; como si para los seres humanos fuera posible hacer esa escisión, como si el mundo emocional tuviera, claramente, un signo positivo y otro negativo... y esto menos aún con una personalidad como la suya.

Mi padre quería, entonces, refugiarse claramente dentro de una tipología, pero no le fue posible, ni esa búsqueda nunca le fue dada completamente. Pero en ese entonces, y a lo largo de su vida, le causaba una angustia que lo hacía revolverse, buscar su destino como si hubiera uno sólo posible, y como si ése fuera definido, definitivo y unívoco.

Luego, con los años, trató de esconder esa parte, de dejarla viva, oculta bajo el manto de la escritura, e incluso como su motor. La literatura fue el medio que usó para parchar esa fisura y otras tantas. Estos temores fueron su temática hasta que murió, el análisis de las diferentes aristas que lo conformaban, pero que lo hacían sentirse destinado a la no-pertenencia, a la soledad.

Mientras escribía dificultosamente El obsceno pájaro de la noche, siguió con su terapia y anotó:

Yo insistía en llevar capítulo tras capítulo a mi analista, y claro, como pertenecía a la escuela kleiniana más estricta, fue alumna en Londres de la propia Melanie Klein, no me daba consejos ni apoyo ni comentarios, que yo ansiaba desesperadamente.

Por otro lado, fue la época más feroz de nuestros tratamientos ginecológicos contra la esterilidad. En manos del doctor Juan Zañartu, que como un demiurgo gobernaba las relaciones eróticas entre María Pilar y yo, la libertad en ese sentido era imposible. Como vivíamos en los alrededores de Santiago, pensamos seriamente en tomar un piso cerca del médico para hacer el amor y correr donde Zañartu para que examinara a María Pilar recién poseída.

En septiembre de 1965, entre intensos tratamientos de fertilidad y una etapa creativa compleja, mi padre decidió comenzar una terapia con un nuevo psicoanalista, de apellido Castillo. Nuevamente regresó al infierno. Castillo era un muchacho relativamente joven, muy serio, kleiniano a ultranza, al cual estuvo sometido en forma horrible durante muchos meses.

Creo que jamás he sufrido tormentos más horribles, más sin salida que con Castillo. Jamás he jugado un juego en que yo tuviera menos cartas, menos fuerza. Sentía horriblemente que Castillo me manipulaba, hacía lo que quería conmigo, que se burlaba y, de hecho, supongo que metódicamente se burlaba de que yo escribiera, me remedaba, se reía de mí, me hacía reaccionar violentamente, me tenía en un estado de perpetua ebullición, de perpetua zozobra, que no me dejaban vivir. Yo odiaba a Castillo. Y a pesar de que hoy me doy cuenta de que fue el que más me dio en términos de vida, no puedo guardarle simpatía, aunque sí un reconocimiento. Como lo veo ahora, y aquí se plantea el problema de la condenación y la salvación, Castillo estimó que mis problemas eran insolubles por métodos psicoanalíticos, y que, por otro lado, yo estaba enviciado con el psicoanálisis y se me había producido una dependencia de él, que él me traería la salvación o la redención. Lo que era verdad. Yo, en realidad, vivía para el psicoanálisis en esa época, gastaba una fortuna que no tenía. Vivía miserablemente, sin ningún placer, ni una expansión, todo para pagar el psicoanalista. Esto, naturalmente, fue considerado por Castillo como un horror, y se planteó, creo yo, el problema de «hacerme reaccionar».

He sido siempre un hombre más dado al afecto y al cariño que al odio, he sido siempre incapaz de violencia alguna, le tengo terror. Y creo que esta suavidad mía, que sepultaba odios y envidias que yo mismo apenas divisaba en la superficie y si los divisaba, inmediatamente sumergía, era y sigue siendo uno de mis mayores síntomas neuróticos. Creo, incluso, que mi terror a los hombres y al mundo de los hombres, en el sentido de una definición política, de un abanderamiento con una idea cualquiera, mi imposibilidad de vivir y conocer una experiencia colectiva en ningún sentido, mi incapacidad de lucha, de pronunciamientos, está toda relacionada con esta falta de violencia que Castillo evidentemente vio en mí, y que trató de sacar a flote. Lo malo es que, durante un tiempo, viví en forma total con Castillo una especie de abyección, me sentí despreciado y pisoteado por mi propia incapacidad de defenderme, de aceptar humillaciones, de mi incapacidad de forjar mi propio salvamento.

Mi padre sabía muy bien que estaba viviendo un experimento, uno en el cual se veía a sí mismo reducido a un mínimo factor, despreciable y humillado, y se sentía incapaz de dar la pelea. Siempre le fue difícil enfrentarse, tanto física como verbalmente. Evitaba, como se ha mencionado anteriormente, toda posibilidad de polémica. Ejemplo de ello fue cuando muchos años después debió enfrentar un serio conflicto por la publicación de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu y el capítulo que enfureció a parte de la familia Yáñez.

Su sensación de inferioridad lo persiguió siempre, pero esta misma cobardía, la sensación de estar condenado a lo que él creía su propio infierno de inferioridad moral, creo que lo marcó de forma definitiva. Estas ideas sobre sí mismo, unidas naturalmente con su idea del clochard, y su terror al mundo de los hombres, y al hombre en sí, se transformaron literariamente en la abyección del mudito de El obsceno pájaro de la noche.

En ese entonces se hizo muy amigo de Ignacio Matte Blanco. Imaginativo, freudiano, pero básicamente heterodoxo, era como «el papa» de los psicoanalistas en Chile. Fue él quien lo ayudó a liberarse de Castillo. Le dijo que cada escritor tenía la necesidad de su propio mundo y que sería peligrosísimo si consentía en que se lo alteraran. Apoyándose en estas palabras, se enfrentó con Castillo y lo abandonó después de una violenta escena en que le tiró un cheque en blanco encima de su escritorio.

Con ese acto mi padre creyó que era el fin del clochard-hombre, enfrentándose ahora con el hombre poderoso. Pero luego concluyó que Castillo simplemente había tomado el toro por las astas y, considerando que mi padre ya no iba a estar nunca «mejor» de sus males y que tenía que vivir con ellos, quiso demostrarle que sí era capaz de ser violento, de encarar, de insultar, y así lo condujo a esta escena final.

Este ser que no se atreve a nada, que lo único que quiere es disminuir y disminuir para no tener miedo a que lo mutilen y lo roben, ese ser, Humberto (El obsceno pájaro de la noche), era yo, y veo ahora, gracias a mis análisis, y sin saberlo entonces, que estaba planeando un ser que era una forma curiosa de autobiografía: puramente fantástico, urdido con las fantasías que desde siempre me acosaron, de alguna manera resultó ser como un calco de alguna cosa en mi interior, de toda mi impotencia latente, de mi impotencia frente a la creación sobre todo y su resultado la esterilidad (imaginariamente mía) en mi incapacidad de producir un hijo; en mi impotencia frente al mundo de la acción y de los hombres, mis hermanos, mis compañeros de trabajo, mis amigos metidos hasta las narices en la acción política; mi impotencia para darle una estructura coherente a mi vida. Era un impotente, un estéril. Mi única actividad era escribir y volver a escribir lo que ya estaba escrito. Todos mis psicoanálisis, es verdad, ahora lo veo, han venido a dar un resultado y una posibilidad de enfrentarme a mí mismo y de tener la posibilidad de escribir.

Este paralelo personal con Humberto Peñaloza logró, de algún modo, teñir nuestra relación. Mezcló conmigo —y en su propia autoidentificación— este aspecto del Mudito, del ser marginal; lo mezcló con mi falta de origen, la cual lo atraía y lo hacía sentirse mi «par». Es en esta atracción hacia lo desconocido que me cría haciéndome sentir también un ser «distinto». Me convierte en un imbunche y en una extrañeza del destino. Aparecen manchas en mi cara por una enfermedad, al igual que las manchas de Humberto Peñaloza que crecen según la marginalidad, el silencio, lo diferente; manchas que ponen en él el signo eminente de lo distinto, al igual que me hicieron sentir a mí. La pregunta es si esto fue una ironía del destino o una internalización tal de mi personaje asignado que logra llegar hasta ese punto.

La imagen de clochard nunca lo abandonará. Una vez, ya de vuelta en Chile, alrededor de 1984, cuando viajábamos hacia el balneario de Cachagua, en un lugar del camino —una cuesta rocosa llamada Las Chilcas— donde siempre veíamos a un vagabundo, mi padre lo bautizó como «el clochard verde», fascinado con la estética de sus harapos, que hacían juego con el campo que lo rodeaba.

Mi madre, en un ensayo sobre la obra de mi padre titulado La ruina inconclusa, hace referencia a esta imagen que lo cautivó.

No es raro que Pepe alhaje a sus personajes con cualidades pictóricas. La visión de Rembrandt de un grupo de mendigos en El obsceno pájaro de la noche bajo los puentes de Santiago. En Los habitantes de una ruina inconclusa escribe sobre «los mendigos suntuosamente andrajosos...» que «habían invadido la noche ciudadana».

Es cierto que los andrajos del «clochard verde» del camino son verdes, quizás teñidos por la hiedra que le sirve de lecho. Violeta y plata su barba, el conjunto visto a través de los ojos de Pepe compone un personaje lujoso, vibrante como un figurín de Bakst o más como un figurín de Pepe Caballero para una obra de Valle-Inclán o de algún bailarín que interpreta a un vagabundo medieval. Recuerda también a los peregrinos rusos del libro de fotografía de El Imperio ruso, de Chloe Obolensky, que compró en Nueva York y que tanto lo motiva y moviliza sus obsesiones.

También en El jardín de al lado hay un análisis bastante profundo de los temores, de las envidias que motivan sus obsesiones, y que en esa obra llegan a ser una tentación para el personaje principal. En Los habitantes de una ruina inconclusa, en tanto, se refleja una especie de psicodrama con los harapos, a veces suntuosos, como la bufanda de seda plateada que encuentra el personaje de Blanca dentro de un paquete (que guarda para el vagabundo, pero que finalmente le servirá para ahorcarse).

¿Morirá con los esposos Castillo la obsesión «clochardesca» de mi padre? ¿Morirá cada vez que exorciza a través de algún personaje este lado tan oscuro? No será así, nunca cesará esta obsesión recurrente, esta tentación que lo lleva ante el abismo, ante la fuerza de la otra cara del poder, de la negación, de no poseer nada, de no hacer ni codiciar nada.

La tentación del cambio de piel, de pertenecer a ese mundo autónomo, que no obliga a nada, donde nada premia ni castiga ni censura. Era su tema, su centro hasta su muerte, el lugar donde toda frontera se traspasa.

¿Fui realmente un niño dolorido en mi infancia? No sé, quisiera más que nada en el mundo saberlo. Lo más fuerte que siento de mi infancia fue una especie de abandono. Mis padres, centrados en ellos en pos de sus propios problemas, me daban la impresión de que a mí me ignoraban, que no me tomaban en cuenta. Ellos y lo que ellos vivían eran lo importante, no yo; por lo tanto, debía salvarme y cobrar importancia de alguna manera, en una casa siempre repleta de gente que entraba y salía, se alojaba y se iba.

Mi padre siente una carga dolorosa, determinante desde su infancia: la sensación de haber heredado una fisura. Ese dolor se dio, desde muy pequeño, como conciencia de una «fisura social», de una ambigüedad con respecto a quién era y quiénes eran sus padres. Fue un niño desconcertado por no saber a qué grupo social pertenecía, si era aristócrata, rico o pobre; sin saber a qué grupo debía acercarse, se sentía descolocado en el mundo que lo rodeaba, un paria.

Esta es una de las heridas que reconoce como vital y que lo llevó a no adaptarse, a no tener un grupo de pertenencia. Su origen lo inquietaba de manera obsesiva, especialmente a raíz de las inseguridades sociales de la familia materna. En un cuaderno escribe sobre los orígenes:

 

Yo desciendo, tanto por la familia de mi padre, que es reprobablemente provinciana, como por la familia de mi madre, que es de origen oscuro, de tribus muy distintas, pero que, hasta cierto punto, comparten parecidas fallas geológicas, pese a estar colocadas en las antípodas de la sensibilidad, de la cultura y del poder.

Mi padre pertenece a una vieja raza de latifundistas originada en la Conquista de Chile. La familia de mi madre, los Yáñez, es harina de otro costal. Tempranos advenedizos muy ricos, constituyeron una tribu brillante pero improvisada, culta y francófana gracias a sus largas peregrinaciones por Europa...

En relación con sus padres tenía la sensación de no haber sido ni deseado, ni esperado, ni querido. En una de las conversaciones que grabó con su sobrina Claudia, le dice:

—Siento que la mirada de mi padre pasaba a través de mí. Pienso que mi padre sentía como negativo, como un pecado, aquello que ha sido la base de mi vida, de lo que me marcó. Desde esa visión de él vivo entonces en pecado, vivo en falla. Después me apoyó, pero era tarde. Mi mamá, en cambio, alimentó mi imaginación. Me enseñó a mirar. Mi madre era una mujer inculta, inteligente, muy imaginativa. Su mirada me cubría. Lo de mi mamá era la comida, una cosa animal de darle a otros de comer. Cuando vieja dejó de comer y ahí está lo poético de su figura: se puso a comerse a ella misma, cuando ya nadie la necesitó se empezó a consumir. Lo que ella quería era seguridad económica y social. Era una mujer terriblemente insegura. El dolor de la posición social ambigua permaneció siempre en ella.

Para él, la relación con su progenitor era la más difícil. Sintió el peso de no ser lo que su padre quería que fuera. Le echaba en cara su falta de voluntad y pereza en los estudios. No es que se opusiera a que fuese escritor, pero nunca se interesó en lo que él escribía. Sólo muchos años después, cuando se hizo un nombre como autor, sintió que su padre lo miraba con respeto, porque cuando estaba haciendo sus primeras incursiones en las letras le dijo:

—¿Por qué escribes estas acuarelitas, estos apuntes que no significan nada? Voy a creer en tu capacidad cuando hayas escrito una novela con toda la barba.

Cuando por fin logró terminar Coronación, mi padre tuvo que recurrir a amigos para financiar su edición, pues mi abuelo no quiso ayudarlo. El aprecio literario paterno llegó sólo con la publicación de El obsceno pájaro de la noche.

Muchos años después, durante su psicoanálisis con Hugo Rojas, anota la siguiente observación en sus diarios de 1992:

Leyendo La odisea traducida por T. E. Lawrence y en sesión con Hugo Rojas: recuerdo afectuoso de mi padre, por primera vez en la terapia, concediéndole lo que me dio y le debo el recuerdo cariñoso. Relacionando todo mi posible viaje a Chiloé con mi viaje juvenil a Magallanes, y Bruce Chatwin, y las cartas de mi padre, dondequiera que yo estuviera, siempre serenas y afectuosas: la primera salida de Don Quijote era el viaje a Magallanes.

La vida lo hará ir reconciliándose poco a poco con la imagen paterna; es un proceso de recuperación gracias al psicoanálisis y a la distancia que impone la muerte, de modo que el recuerdo permite mirar en forma diferente.

Rara esta emoción, sentirla tan hondo, como si recuperara a mi padre perdido en una selva de prejuicios y de incomprensión y de incompatibilidades que no tenían, en realidad, nada que ver con él y conmigo.

Reflejo de su complejo mundo interno fueron sus máscaras o la necesidad de tenerlas. Sus propias autoacusaciones, su autoenjuiciamiento sobre su sensación de ineficacia y de su gran inseguridad sobre su aspecto físico. Se sentía poco agraciado, el «patito feo» de la familia al lado de Gonzalo y Pablo, sus hermanos notablemente buenos mozos. Esto lo hacía evitar «las conquistas», aunque tuvo varias, pues siempre estaba el temor al ridículo. Hay un relato que demuestra todas esas inseguridades.

Recuerdo ver de joven La sinfonía inconclusa, una película de Martha Eggerth basada en la vida de Schubert. Nunca he sentido tal grado de identificación como con aquella escena de esa película en que Schubert, enamoradísimo de la condesita de Esteráis, ve su inspiración interrumpida por una carcajada de la noble. La madre de la señorita Esteráis ofrece un gran baile para toda la nobleza austriaca e invita a Schubert para que lo oigan tocar el piano. La condesa se sentó en un taburete al pie de una estatua de Venus que tiene una mano y un dedo estirados. Cuando llega Schubert, que ha alquilado un frac para la ocasión, y se inclina para besarle la mano a la condesa madre, enreda la etiqueta de su frac en el dedo de la estatua y con su inclinación la arroja al suelo y la hace mil pedazos. La condesita amada por Schubert lanza entonces una carcajada que contagia a toda la concurrencia. Schubert sale huyendo, humillado, a la carrera, imposibilitado para continuar su creación: sería esta la razón para que la sinfonía haya quedado sin terminar. La carcajada de su amada se transformó en mi música predilecta y desde entonces me identifiqué con el desgraciado Schubert.

En un diario de 1991, mientras está en México, escribe:

Me llamó la Raquel Parot. Recuerdo doloroso del desdén que de ella sufrí en mi juventud: invitaban a Fernando Balmaceda como pareja de la Paz Risopatrón y a la María Olga Ortúzar de pareja de Armando Parot a sus fiestas, and I was left out. Nunca me olvidaré. No hay rencor —creo—, sino sólo dolor. ¡Cómo sufría con estas cosas yo cuando era muchacho! La Marisa Jaramillo escondiéndose en medio de un ramillete de muchachos con frac en el baile de estreno de la Margarita Donoso Larraín, para que yo no la viera y no la sacara a bailar el baile que me había prometido y que yo estaba esperando. Schubert en el baile de esa baronesa austriaca cuando todo el mundo se ríe de él, en la película que vi en mi niñez y que me quedó tan dolorosamente grabado durante toda la vida.

Otro episodio relacionado con esta misma inseguridad se deja entrever al recordar que, cuando era un poco más que un niño, Bernardo Edwards le dijo que cuando él llamaba para ir a la casa de Patricio Garcés a jugar, entre todos se armaba una discusión:

—¡Que venga! —decían unos.

—¡No! —respondían otros—. ¡Que no venga!

Esto le deja la sensación de que su personalidad siempre ha sido conflictiva y de que entre a quienes les agrada su presencia y a los que no, los segundos son mayoría. Definitivamente, lo que salvó a mi padre de la autodestrucción fue escribir y a través de la escritura, como él decía, «poder ser lo que uno no se atreve a ser».

En otra de las conversaciones que mantuvo con Claudia Donoso, le dice:

—Todo personaje interesante tiene una fisura. Es algo que se debe reducir, aunque probablemente nunca se resuelva. Uno sabe que ciertos problemas no se arreglan, pero persisten ahí como una fuerza eréctica muy fuerte que anima lo que uno está diciendo. Es lo que uno no controla. Esa es la parte excitante de la literatura. Y yo diría lo que Faulkner: la novela es el oscuro gemelo del hombre, «The writer’s secret life, the dark twin of a man».

Lo importante, creía él, era estructurarse alrededor de esa falla, sacarle partido, no huir de ella; es así como la escritura le permite ser todo lo que uno es y todo lo que uno no ha sido.

Huir de Chile durante tantos años fue una manera de evitar ciertos fantasmas que lo perseguían. Al decidir volver al país, éstos reaparecen y lo atormentan: «Temor a los odios y a las revelaciones públicas que me aterrorizan y me inmovilizan», confiesa, y aun años después de su regreso, el temor persiste, especialmente representado en las personas de Marta Rivas, de Armando Uribe, de Federico Schopf y de Enrique Lafourcade.

Escribe en 1991:

Temor de volver a Chile. Quisiera perderme en el interior de Argentina, pero probablemente iré a Chiloé, o a Lota, a Temuco, temo la persecución para castigarme, despreciarme, destruirme. Temor a los ecos de mi vida en la Pilarcita, que es lo que más me puede doler (si lo supieran...) ¿Se habrá robado el cuaderno anterior a éste mi sobrina Claudia? Es probable. El peligro me acecha de todos lados. Debo esconderme para que no me descuarticen.

Esta misma inseguridad se despierta nuevamente con motivo de una extensa entrevista que quiere realizarle el vespertino La Segunda:

No creo en absoluto que esta entrevista vaya a ser desde el punto de vista de mis libros. Lo que quiere son detalles de «mi vida», es decir, se quiere meter a intrusear donde no tiene por qué meterse. Usaré la palabra «amigo» y alegaré que cualquiera aclaración de eso no es más que una parte de mi vida privada, que no estoy dispuesto a compartir con el público. Ahora, si me pregunta sobre El lugar sin límites voy a tener que inventar un modo de evadirme, que no sé todavía cuál va a ser ni cómo, pero sé que va a resultar difícil. O tal vez no tan difícil.

Cuando mi padre volvió a Chile, en 1981, sintió la necesidad de iniciar nuevamente una terapia para enfrenar la angustia que le generó el retorno «del nativo» a su Ítaca. Es una terapia que lo ayudará a mantener sus monstruos internos bajo revisión o en remisión. Le recomendarán a Hugo Rojas, por quien mi padre, con el tiempo, sentirá gran respeto y afecto.

Muchas veces lo llevé en mi auto a sus citas con su terapeuta, lo dejaba en la calle Los Leones y lo veía caminar, ya encorvado y un poco lento —con esa actitud de viejo desde siempre—, hacia el umbral de la puerta de la consulta, pero en su mente iba elaborando los posibles temas para la sesión, o quizás temiendo el resultado de esos cincuenta minutos en que se enfrentaba a su mundo interior, tan complejo y cambiante. Yo, como una madre con su hijo, esperaba a que entrara, a que cumpliera. Luego, me quedaba pensando en lo interesante que debían ser esas sesiones.

Pese a la estima, con Hugo Rojas la relación, como con sus anteriores terapeutas, es ambivalente. Pasa de considerar su gran calidad y calor humano a la sospecha absoluta de su inutilidad. Siente que no ha resuelto ninguno de sus problemas, que la terapia sin un fin preciso no le acomoda.

No veo con placer mi visita donde Hugo Rojas mañana. No sé qué me va a poder aliviar. Lo que gasto en terapia y la plata que le «debo» a Hugo, que no estoy tan seguro de «deberle». Tampoco creo con ecuanimidad mi «desobediencia» cuando le proponga y le fuerce la mano, para irme, por lo menos por un mes a Chiloé. Estoy seguro de que lo verá como una rebeldía. No sé cómo voy a poder salirme de estos molestos compromisos.

En otra sesión, a raíz de la apasionada lectura de La odisea, habla con Rojas de la visión masculina de la vida. Escribe:

Las mujeres son apenas nombres, filiaciones, un continuar genético sobre el cual se suscribe el hecho de ser hombre. ¿Cuál es la diferencia exacta entre ser «macho» y ser «hombre»? Se me ocurre que en La odisea la voy a encontrar y hacer mía.

Este temor al juicio y a ser señalado con el dedo aparece desde muy joven; es una inseguridad con respecto a sí mismo, a definirse como algo y como alguien, por temor al desprecio, al rechazo; un temor que lo perseguirá siempre, torturándolo interiormente, convirtiéndolo en un ser adolorido.

Haber sido distinto o haber tomado una opción distinta en la vida le coarta su propia libertad. Dice sin decir, sólo insinúa lo que teme aceptar, no hay palabras explícitas, no las habrá nunca.

Su sexualidad, en tanto, es un tema que no menciona como parte de sus terapias, pero evidentemente se deja entrever en todas sus inseguridades. Existe sólo una «confesión», también sólo deducible en una carta a su amigo Fernando Balmaceda en febrero de 1951, mientras era estudiante en Princeton.

Yo tengo tanto de mí que contarte que no lo voy a hacer. Tendría que contarte mi vida desde los cuatro años para que pudieras entender, aunque sé desde ya que entiendes. No es que haya cambiado en nada, siempre he sido lo que ahora soy y me siento con capacidad para contarte en palabras lo que siempre te he querido contar y que jamás he podido, aunque tú te habrás dado cuenta de que más de una vez he estado a punto de hacerlo. Pero no voy a hacerlo, aunque estoy en un estado espiritual sin precedentes de angustia y agonía, me siento débil y amarrado y bruto.

Porque habrás de saber que hasta nuestros mejores amigos se enamoran, y es el caso mío. Sí, Fernando, estoy enamorado de veras, por primera vez en mi vida, sin dejar la menor partícula de mi ser fuera de este amor, sin dar vuelta la espalda ni al más escondido y escandaloso rincón de mí mismo. Era algo que yo temía que sucediera, pero que ansiaba para poder completarme: ha sucedido y estoy completamente desorganizado y por el suelo. Creo que quizás no me conocerías. Y temo pensar que quizás ya no me querrás conocer. Sí, Fernando, todas las dudas. Ha llegado el momento de sacar las cuentas, el juicio final, la balanza y todo el terror de lo desconocido dentro de uno mismo, dentro del ser amado, dentro de todas las personas amadas que a uno lo rodean. Inseguridad. Yo que he sido siempre lo más seguro —superficialmente— de las personas. Lo terrible es que me gustaría poder hablarte, pues son cosas que no se pueden escribir. Explicaciones que no existen y que no tienen el menor valor si no existe eso de ternura de parte del interlocutor que da todas las excusas de antemano para que uno pueda vestirse completamente, sin temores, sin angustia. Fernando, daría mi vida porque estuvieras aquí ahora, con todos los reproches y las preguntas y las excusas escritas en tu cara. Pues habrás de saber que, además de ser tu amigo, soy tu hermano.

Luego, le pide a su amigo que destruya esta última página de la carta, ya que las páginas anteriores habían sido sólo para tomar el aliento necesario para esta última parte. Este «amigo», sin embargo, la conservará como la primera de otras traiciones que vendrán con el tiempo.

La idea de volver a su terapia lo tiene intranquilo. Luego de varios meses de ausencia por su viaje a Washington, y ya de vuelta en Chile, anota:

En la mañana, primera sesión con Hugo Rojas, que no me cobró por los cuatro meses pasados sin él. Buena actitud sobre mi nueva falta de hipocondría: supone que esa parte, por lo menos, parece haber sanado.

La paranoia de la que es víctima también alcanza a su propio terapeuta. Le parece que Hugo Rojas es, en muchas ocasiones, poco receptivo, que está distraído con sus propios problemas. Se siente bastante abandonado por él, ya que no se ha interesado en leer la novela que está escribiendo en ese momento, Los gorriones cantan en griego. Piensa que puede que sea injusto de parte de él juzgarlo así, pero así lo ve y no puede cambiar. Al fin y al cabo, la novela que está escribiendo en ese momento representa prácticamente toda su vida, y verse o imaginarse que está abandonado por su propio terapeuta lo tortura.

Los delirios de persecución lo hacían sufrir horriblemente, aunque de alguna forma logra ocultarlos y canalizarlos a través de la escritura. Julio de 1992:

Tengo la imagen del vendedor de periódicos de la calle Los Leones con Pocuro. Todo lo que sabe de mí. Yo voy dos veces a la semana a hacer psicoterapia. El hombre contamina de información acerca de mí a toda la gente, poco a poco, y pasan los días amenazantes, y el tipo es demasiado inteligente para ser un simple vendedor de diarios. ¿Está plantado ahí para conseguir información sobre mí? ¿O para difundir la que sabe? ¿O para conseguir más información? ¿Quién puede requerirla? Un día lo veo pasar, después de mucho tiempo de no verlo, en un Mercedes, y ya no lo veo nunca más. Hasta que de pronto, a pesar de mí mismo, me siento en mi escritorio y escribo este cuento que divulgará toda la información que él recaudó: cuento premiado, traducido, antologizado, y los críticos divulgan en los periódicos y en las revistas doctos fragmentos de mi vida que ni siquiera yo conocía, porque al interpretar lo que he escrito divulgarán cosas de mí mismo que yo no conocía.

Otra muestra de su paranoia la encontramos algunos años antes, cuando fue víctima de un «lanzazo» en plena Alameda. En compañía de unos amigos fue al cine y luego al Café Torres. Caminaron unas cuadras y de pronto, desde la oscuridad, apareció una sombra que con gran agilidad le metió la mano en un bolsillo y luego corrió a perderse.

Creo recordar, que a la salida del Café Torres mi mirada captó dos figuras, un hombre ensombrerado hablando con una mujer, que clavaron en mí su vista. ¿Pero por qué en mí, qué signo llevo que me hace tan fácilmente detectable como enemigo, como víctima, como culpable, como vulnerable? ¿Cómo adivinó esa pareja protegida en su portal, que me siguió, creo, con sus ojos y mandaron a que me atacaran justamente a mí?

No deja de haber ciertas curiosidades que permiten descubrir a un ser que elucubra sobre sí mismo continuamente; atento a su «yo» interno y que aflorará, por supuesto, a lo largo de sus psicoanálisis. El 14 de agosto de 1991 apunta:

Acabo de volver de donde Hugo Rojas. Parece que hoy estuve mejor, estoy mejor, menos deprimido. En parte porque anoche agarré firmemente —me parece— la posibilidad de una novela. Debo releer a NOSTROMO.

Le hablé mucho de mi letra a Hugo. Tal vez demasiado y me está costando, ahora, un esfuerzo de voluntad retener esta letra grande y más bien redondeada comparada con mi letra de hormigueo de los otros volúmenes de diarios.

Durante dos o tres diarios mantiene este gran esfuerzo para no tener su clásica letra de hormiga, lo que permite leerlo sin necesidad de recurrir constantemente —como yo ahora al revisarlos— a una lupa, o pasar una media hora descifrando una sola palabra.

Amo esta nueva caligrafía mía. Es como si hubiera encontrado otro yo, y no sé cómo lo encontré. ¿Qué me hizo cambiar tan radicalmente? ¿Me plantea algún problema del ser? No sé cuál de las dos caligrafías es la real de José Donoso, esta caligrafía ventilada y abierta, o la otra, la anterior, cerrada, secreta, como una colonia de arañas minúsculas escondiéndose por mis amados renglones de papel lineado.

En otra oportunidad, hace mucho tiempo, cuando mi padre iba a salir de Chile con un destino que no recuerdo, fue detenido mientras timbraba su pasaporte y luego llevado a Policía Internacional. Pasó mucho rato dentro. Mi madre y yo nos preguntábamos qué pasaba, pero no había respuesta alguna.

Luego de una larga espera, apareció acompañado por dos policías y nos enteramos de que el problema era que había un estafador muy buscado que se llamaba José Manuel Donoso Yáñez. Esta coincidencia lo obligó a tener que ir a juzgados de policía a certificar que él era una persona distinta a ese delincuente y a viajar siempre con un documento notarial que acreditaba su verdadera identidad.

Esto no fue sólo un dato anecdótico, sino más bien algo que a él lo perturbó y fascinó a la vez; una posible doble identidad, un ser paralelo y marginal con su mismo nombre.

El espectro de otra persona con mi nombre. El José Donoso estafador, que me persigue y me hace la vida imposible, con el que me identifico e inmediatamente que me identifico, me hace daño, el que tiene todo lo bueno, lo benéfico y dañino mío, que tengo separado en dos, pero que finalmente es —soy, es— uno sólo.

Cómo me roba cosas, cómo me destruye la vida, cómo lo necesito. Desarrollar este tema de «doble» en un cuento, no da para novela.

El tema del doble, el espectro de otra persona con mi nombre. El José Donoso estafador de poca monta, que me persigue y me hace la vida imposible. Cómo me roba cosas, cómo me destruye la vida, cómo lo necesito para seguir viviendo. ¿Tiene algo que ver con los gemelos de la mitología maya, con Cástor y Pólux?

Tema recurrente de terapia es la relación con mi madre. Su amor-odio, su gran dependencia, a pesar de querer liberarse de ella, una dualidad constante de opuestos que debe manejar. Analiza qué lo llevó a casarse, cómo mantiene esa relación y las crisis por las que han pasado.

El viaje a Europa por el Premio Chile-Italia, allá por el año 1959-1960. El viaje que me impulsó, en buenas cuentas, a casarme con María Pilar, y dar lo que hubiera sido el más terrible de todos los wrongturns que he dado en mi vida, si no hubiera sido por la Pilarcita. Pero también debo dejarlo en claro, sin la Pilarcita, tal vez, María Pilar y yo nos hubiéramos separado, y no sé qué resultado bueno u horroroso hubiera tenido esa separación. Pero claro, todo un mundo de experiencias paternales y viriles necesarias para mí me hubieran faltado y yo no soy completo sin ellas. Mala cosa.

Unas páginas más adelante escribe:

María Pilar estuvo desagradable. No tomó las cosas que yo le tiré. Todo lo da vuelta en contra de mí. No acepta ninguna falla personal, ninguna falla en nuestro matrimonio, salvo aquella producida por mis estados de depresión.

Se queja de que mi madre frente a cualquier problema es trágica, que todo lo centra en ella too dramatically, que ante todo conflicto sobre dinero saca a relucir lo que heredó de su padre y que ella tiene todo el derecho a tomar decisiones sobre su administración. Siente que si bien él se lo reconoce, ese dinero no existiría si él no hubiera, durante tantos años, mantenido todos los gastos: vivienda, comida, vestido, psicoanálisis y demás. Este resentimiento sale a la luz en pequeños detalles cotidianos, pero también se refleja en su fuerte dependencia para con ella, en una dualidad misteriosa que los unía más allá de toda lógica y que finalmente era amor.

Son las 22.45 y María Pilar aún no llega. ¿Por qué? La estoy esperando para comer. Es increíble el enviciamiento que siente una mujer por otras mujeres cuando ha descubierto que su compañía compensa. ¿Compensar qué? ¿La soledad? Las mujeres entre mujeres saben no sentirse solas. Los hombres entre hombres, en cambio, sí.

Acostados leemos, cada uno en su luz. María Pilar quiere anotar algo y me pregunta si tengo un lápiz. Yo le contesto que no, sabiendo que mi lápiz marca una página en una libreta, junto a mi cama. ¿Es mi venganza?

Un tiempo después le preocupa que mi mamá esté nuevamente tomando alcohol en exceso, aunque él trata de evitar todo enfrentamiento con el tema, tanto en la cotidianidad como en su psicoterapia, en algunas ocasiones se desespera y escribe sobre este tema tabú luego de una sesión de su terapia.

María Pilar estaba borracha esta mañana a la hora de almuerzo. Me dijo después que era porque había tomado un Amparax y luego una cerveza. Yo creo más bien que había tomado trago. Pero puede ser, los borrachos mienten mucho, aunque yo no creo que el trago sea peor que el Amparax.

A pesar de sus quejas, mi padre tiende a protegerla. Es un tema que, en el fondo, lo entristece; ver en ella su deterioro, su desaliento; como si la vida se le hubiera terminado, la incapacidad de enfrentar los problemas, las pastillas, el trago. Decide, entonces, hablar con el doctor Labarca, el psiquiatra de mi madre, para que la interne durante unos días.

Los conflictos en ese entonces eran bastante violentos y lo confiesa a su psicoanalista:

Después de la borrachera de María Pilar, después de almuerzo, le pegué, pero muy, muy fuerte en la cara. Estoy horrorizado de culpabilidad. Ahora quiere ir mañana conduciendo ella donde la Carmen Ávalos en Pirque, lo que es de todas maneras una locura, y se enfureció porque no quiero, me niego a acompañarla. Llamé al Dr. Labarca para tener una conferencia conmigo y la Pilarcita, para saber qué sucede, en qué estado están las cosas y qué se puede esperar.

¡Qué horror de día! ¡Qué culpabilidad! Cómo siento el odio de M. Pilar, porque no puedo aceptar que se cuente el cuento. Yo seguramente tengo parte de la culpa, pero seguro que es lo menos, en todo caso la asumo. Me echó en cara, por primera vez en nuestro matrimonio, mi juvenil homosexualidad, y eso me hace sentirme más culpable todavía porque siento que no me debía haber casado con ella y que le he hecho daño.

Cree que mi madre lo culpa de todo, pero reconoce que, en realidad, este proceso de autodestrucción en ella es anterior a su relación con él; que estaba enclavado de antes y que jamás ha podido liberarse de esa sensación de inferioridad, sobre todo como mujer.

Yo, claro, mirando de cierta manera, es verdad que la censuro, pero la censuro cuidándola, ayudándola, guiándola —no puedo olvidarme que es como una niña chica tiranizada por su súper-ego, que supongo que lo ha encarnado en mí—, y sobre todo soportándola. Tengo, no puedo negarlo, bastante temor por ella. Pero alejarla un poco, o bastante, de las fuentes de sus angustias en cuanto a la Pilarcita, Natalia, la casa, el dinero, puede ayudarla un poco.

En mi padre se nota la desesperación e impotencia por las reiteradas depresiones de mi madre. No le ve salida a este problema y eso le quita el ánimo. Recuerda con su terapeuta:

Con razón me advirtieron antes de casarme que era muy necesario ser verdaderamente valiente para casarme con M. Pilar. ¿Qué hacer? ¿Qué pensar? El dolor por ella y por mí. La sensación de ruina de todo tipo, incluso económica, porque todo esto me está resultando carísimo, la destrucción de toda la familia, lo imposible que resulta comprender nada de lo que está sucediendo, al mirar en torno y no encontrar consuelo, ni satisfacción en ningún otro campo, en ningún otro sentido. Cómo no pensar que su necesidad de alcohol no es parte de un síndrome mayor, de su exigencia, de su dependencia de todo y todos, su personalidad de niña mimada, de su falta de realización, pese a todo lo que diga al contrario de realización sexual que venía inscrita en sus genes (ver a su madre, por ejemplo), pero ella no lo acepta, en muchos casos lo niega.

Lograr la anhelada estabilidad financiera es otro tema dentro de su terapia. Las necesidades económicas siempre lo ponen tenso: saca cuentas una y otra vez. Le teme de manera desmedida a la pobreza, reconoce que esto se arrastra desde siempre en él y busca el origen de este temor.

La incertidumbre económica ha sido una de las cosas en mi vida con la cual he tenido que luchar a brazo partido. Desde niño, desde mi padre incapaz de trabajar para mantenernos debidamente, incapaz de ayudarnos en nuestras profesiones, especialmente a mí, al que abandonaron muy temprano, dejándome que peleara con mis propias uñas. Es un rencor muy grande que le tengo a mi padre. Y a mi madre, la pobre, pelando el ajo para que él se fuera el sábado y el domingo a jugar golf en las tardes, luego, al Club de la Unión a jugar rocambor. ¿Será verdad lo que he oído murmurar que sus amigos le arreglaban mesas de rocambor o bridge a mi papá para que ganara plata y tuviera algo con que vivir además de su miserable jubilación de profesor universitario? Lo creo muy probable. Mi papá era encantador, sus amigos lo adoraban, pero era incapaz de afrontar la vida. Era totalmente blando e ineficaz, y en cierto sentido, yo me identifico con él en ese sentido de la blandura. Debo confesar que la blandura heredada se me ha ido y ha quedado un ser mucho más duro, muchísimo más enfrentador en todo lo que sea competencia (mi padre sublimaba eso en el juego), en mi ambición literaria, por ejemplo, que corre a parejas con mi talento, o que toma más bien esa forma. Pero literariamente no puedo ignorar que soy competitivo y hasta envidioso (aunque no destructivamente), que son características totalmente ajenas a mi padre, e incluso desconocidas para él, como el arribismo, por ejemplo, cuya ausencia total era parte de esa blandura (no de la mía, porque en ciertos sentidos sí siento en mí cierto arribismo). En fin, creo que va siendo hora de prepararme para irme.

Habla de lo que significa la fama para él, que es una especie de descuartizamiento; de mierda y gloria a la vez, y en la que todo el mundo tiene derecho a llevarse una parte. Según Hugo Rojas, es transformar al «famoso» en fetiche, en objeto. Ante estas conclusiones mi padre escribe:

Bastante dura la sesión, pero es probable que me haya deshecho de algunos de mis miedos en ella. Todavía no comprendo nada, pero ya comprenderé.

La enfermedad tampoco queda fuera de sus pensamientos. En su mente mantiene una teoría sobre la historia de su cuerpo, pero su psiquiatra discrepa con él y le dice que se trata de una fantasía suya y que más bien su cuerpo manifiesta sus emociones enfermándose y en otras ocasiones simplemente creando enfermedades imaginarias. Mi padre, sin embargo, anota:

Lo importante que es mi cuerpo, mi fragilidad, cómo me ha servido tan poco el cuerpo y cómo se me está quebrando.

Su relación con Hugo Rojas en este aspecto es conflictiva, pues no quiere que vea que el deterioro real va en aumento, la lentitud en las ideas que se va haciendo cada vez más evidente.

Me escuecen los ojos y siento muy áspera la lengua, todo, probablemente, producto de la misma enfermedad, que puede no ser tal. Temo más que nada que esto sea otra forma de la autodestrucción que me aquejó al comienzo de mi tratamiento psiquiátrico, cuando me creía afectado por un sinnúmero de enfermedades, todas más o menos mortales. Ahora puedo estar haciendo otro episodio más de la misma tendencia autodestructiva, y lo curioso es que mi primera opción es no contárselo a Hugo Rojas, sino ocultárselo, no sé por qué. Pero es curioso, sobre todo, que hace dos días —los mismos días que me ha durado la picazón— que no voy al baño, es como si mis propias heces me estuvieran envenenando y matando.

Cree que Hugo Rojas no respeta ni toma en serio la autonomía de su cuerpo; que tampoco cree en sus dolores, ni en sus enfermedades, y que reduce todo a un síntoma de autodestrucción psicológica.

Las terapias a lo largo de su vida lo ayudaron, sin duda, a vislumbrar mejor quién era y a qué le temía; a aceptar sus varias caretas y a definir sus fisuras internas; a poder escribir como un modo de canalizar a través de su literatura, ya que para él la literatura y la locura iban de la mano y creía con firmeza que había que exponerse a esa locura abiertamente. Sólo así pudo lograr estructurarse alrededor de su «falla».

Así como Lord Byron, que fue uno de los hombres más guapos de su tiempo y un total desajustado, tenía el pie equino. El pie equino te separa de la gente, eres como una pieza única, entonces tú puedes transformar esa falla en algo creativo o negativo. Puedes ser un lisiado o puedes ser Lord Byron...

Fuente:

 

Formato

Libro físico

Autor

Pilar Donoso

Editorial

Alfaguara

Categoría

Biografía

Tema

Chileno

Colección

Hispánica

Año

Sin información

Idioma

Español

N° páginas

440

Encuadernación

Tapa blanda

Peso

Sin información

Isbn

9562397165

Isbn13

9789562397162

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