sábado, 27 de febrero de 2021

El maestro. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 


El maestro

 

Su pasión por la literatura llevó a mi padre a querer compartirla, aunque no desconocía las limitaciones de las «escuelas para escritores».

Por todos lados proliferan los talleres literarios en que jóvenes aspirantes a escritores se reúnen en torno a un «maestro», que los estimula, los critica, les muestra. Los hay en todas partes, no creando escritores, ya que eso no se aprende, pero los talleres pueden estimular y hacer fermentar, mediante el estudio, lo que ya hay. En todo caso, crean una capa de ávidos buenos lectores.

No había nada que le gustara más que ser llamado «maestro». En el plano de profesor o guía tuvo varias experiencias, primero en la Universidad de Iowa, después en España y finalmente en Chile, hasta los últimos días de su vida.

Cuando regresó al país casi no existía actividad cultural debido a la opresión de la dictadura militar. Entonces, mi padre decide hacer un taller literario como un desafío.

Cuando yo creé mi taller de escritores, el primer año elegí a un grupo de muchachas y muchachos jóvenes. Me encontré en la primera sesión con dos cosas que me parecieron intolerables: que carecían de la experiencia del viaje, de la visión del afuera, de la óptica distinta, que contaban sobre el olor del membrillo porque no tenían la experiencia del olor de la guayaba, no porque lo prefirieran, y en segundo lugar, porque su conocimiento de la literatura, de la novela específicamente, se remontaba sobre todo hasta los escritores latinoamericanos de mi generación, que éramos, como quien dijera, los clásicos. Yo, naturalmente, monté en cólera. ¿No conocían a Stendhal, a Dostoievski, a Tolstoi, a Proust, a Balzac? ¿Por qué querían ser escritores, entonces? La respuesta fue que querían ser escritores, que habían aprendido a querer serlo porque habían leído las novelas escritas por los latinoamericanos expatriados de los años sesenta y setenta, que con ellos tenían «onda», como dicen los jóvenes ahora, en tanto que los otros les parecían demasiado remotos, y de lo que hablaban no les parecía de ninguna importancia. Furioso, los despaché y juré no volver a enseñarle a gente tan joven, que sólo podían leer a aquellos autores que creían podían parecérseles, con cuyos personajes podían identificarse, y cuyas historias podían parecerles verosímiles.

 

Les explicó —con convicción y fuerza— que la evolución de los escritores latinoamericanos a los que ellos leían había sufrido un proceso de decantación, de soledad, de exponerse a otras cosas, de mirar y, quizás, de aceptar cada uno sus propias fisuras. De modo que a través de éstas podrían penetrar la imagen de aquello que ellos llamaban «lo nuestro» y que tanto los seducía en las novelas latinoamericanas.

Les recordaba que esos escritores habían escrito la mayoría de sus obras lejos de su propia tierra, como también los escritores ingleses expatriados de la época romántica: Byron, Shelley, Keats, Browning, quienes vivieron y escribieron durante tantos años lejos de Inglaterra. Este cenáculo se había alejado de su patria, en líneas generales, por el ahogo que les producía la sociedad inglesa con sus dictámenes y costumbres. Se puede decir que ninguno de estos poetas hubiera escrito lo que escribió de haber permanecido en su patria, continuando las tradiciones entre las que nacieron. Fue T. S. Eliot quien dijo que la única manera de prolongar una tradición es por medio de la ruptura con ella.

También los americanos se habían expatriado: Hemingway, Scott Fitzgerald, Ezra Pound, Gertrude Stein, Henry James... todos ellos habían tenido una época de autoexilio en la que habían llegado a encontrarse a sí mismos como escritores, mediante el contacto con lugares, gente, vidas e ideas diferentes.

Les explica a sus alumnos que él mismo había sentido esta necesidad de ruptura con Chile.

Yo sentí la urgencia del viaje. No del viaje rápido de turismo, sino de expatriarse, viajar por meses y años, levantar las raíces de acá e intentar colocarlas en otra tierra. Creo honradamente que la experiencia del viaje es absolutamente necesaria para los escritores en formación y también después. Y hablo de los escritores chilenos. Los escritores que no viajen, que fijan para siempre sus raíces en un sitio, conservan su mérito, pero de alguna manera los problemas vistos en «micro» jamás se transforman en «macro», y lo que puede ser una buena idea literaria tiñe de tal manera lo que se escribe, que las ramas no lo dejan ver el bosque y tiende a un chauvinismo y a una exacerbación de un patriotismo pequeño. El viaje, el contacto prolongado con otras gentes y otras tierras y otras culturas, sin duda relativiza todo lo de aquí, y al relativizarlo, aunque uno escriba sobre lo más íntimamente chileno, sobre lo más doméstico, va a darle forzosamente una dimensión universal.

La generación de autores a la que mi padre perteneció, que publicaron algunas de sus obras memorables en las décadas del sesenta y setenta, y cuyos nombres se identifican con un momento muy alto de la novela latinoamericana, estaban todos escribiendo como expatriados. Muchos de ellos eran, de hecho, exiliados políticos. Otros habían elegido este desalojo de la tierra natal para adquirir experiencias y, sobre todo, perspectivas y opciones muy distintas a las que sus países les ofrecían.

La mente estaba en un estado previo a la eclosión antes de salir y existía el peligro de que se enquistara. Saliendo, la eclosión se producía, y se tenía la impresión de que se estaba produciendo en serie, que uno era parte de algo mucho más grande que las pequeñas eclosiones locales. Era una reacción en serie. Recuerdo que cuando yo le protesté a Carlos Fuentes en una carta por haber contado unos cuentos que yo sabía sobre las hermanas de Luis Buñuel y él los escribió en un artículo del New York Times, me contestó diciéndome: «No seas tonto, da lo mismo quién use esos cuentos, acuérdate que todos los latinoamericanos estamos escribiendo partes distintas de la misma gran novela».

Era una sensación común entre el grupo de escritores que pertenecieron al denominado Boom latinoamericano en torno a la agente literaria Carmen Balcells, con sede en Barcelona.

Si bien la mayoría de las grandes novelas de los escritores de esta región se escribieron fuera de sus países, estas novelas trataban temas de sus propias tierras, como una manera de recobrar esas patrias abandonadas por necesidades políticas o personales. Pero, según la visión de mi padre, no eran novelas nostálgicas, no eran «Oh, to be in England now that April’s there...».  Eran otra cosa bien distinta. Eran construcciones, exploraciones. Eran mirar desde afuera lo que no se había querido mirar, lo que no se había podido ver desde dentro. Eran posibles grandes síntesis dejando atrás detalles sin importancia que sólo interesan en provincia.

Gran parte de los novelistas de Europa de la década del sesenta y setenta estaban luchando por la libertad, por una libertad a que apostaron y que más tarde se vio caer, desintegrarse. Byron muere en Missolonhi, un inglés luchando por la libertad de los griegos. Hubo muchos Byron que rompieron lanzas por la libertad entre los novelistas latinoamericanos. Pero si bien creo que los conceptos de libertad van cambiando, las lealtades varían, se readecuan, se forman nuevas alianzas y distintas coaliciones que adquieren un sentido distinto al que antes tenían, las novelas de estos luchadores —y lo mucho que hay de lucha dentro de esas novelas, que muchas veces no es manifiesto ni claro a primera vista—, creo que permanecen. Para toda la generación de escritores más jóvenes, es lectura obligada, clásica, lo que nutrió sus imaginaciones, como a mí me nutrieron Sartre y Camus, y Faulkner y Fitzgerald.

Les dije entonces a mis alumnos que todo era cuestión de sabiduría, de desilusión. Que uno viajaba y se exponía, como Ulises, a mil aventuras, que el regreso era difícil y no tan claramente deseable a medida que el tiempo pasaba, que el mundo de Ítaca había cambiado totalmente después de los diez años del periplo, que uno mismo había cambiado hasta ser casi irreconocible más que por otros seres con fisuras, como el ciego, como el perro. Que no había hecho más que hablar de una patria, y de unas cosas de la patria, que en esencia no existían ya, o que quizás jamás habían existido, pero esa patria subjetiva, creada, viva sólo en el lenguaje, era más patria y más firme que las patrias trazadas por las fronteras geográficas y sus cercanías y lejanías. Les predico no sólo la necesidad de leer lo que quizás de inmediato no vayan a comprender o absorber, ni la necesidad de no perder contacto con las privadas fisuras interiores que existen en el espíritu de todo escritor, que escritores sin fisuras interiores no hay, sino también esa larga, agotadora tarea del viaje, del viaje como tal, Ulises recorriendo todo el mar Egeo para poder llegar de nuevo a Ítaca y uno tiene la sensación de que no tiene demasiadas ganas de volver a Ítaca porque le interesa más el viaje mismo, desde donde puede «pensar en Ítaca», que es lo literario, y es la esencia de La odisea.

Los talleres literarios fueron un éxito. Alumnos como Carlos Franz, Arturo Fontaine, Ágata Gligo, Fernando Sáez, Gonzalo Contreras, Alberto Fuguet y muchos otros, asistían con altos y bajos. Cada semana la casa de Galvarino Gallardo se alborotaba, el timbre sonaba a cada instante y uno a uno los alumnos subían al estudio de mi padre en el tercer piso, mientras Cirilo, nuestro perro, los perseguía mordiéndoles los tobillos. Ellos, tratando de esquivar educadamente a esta pequeña bestia, lograban alcanzar el altillo donde mi padre, como buen maestro, los esperaba sentado en un gran sillón de mimbre o recostado en su chaise longue.

Sobre esta experiencia escribe en su diario:

A los que pasaron por el taller me siento muy unido, muy compinches, con algunos he tenido una verdadera amistad. Alguien me dijo que una de las gracias que yo tenía como profesor era nunca hacer sentir inferior a nadie, es mi forma de entregarme, como profesor yo estoy recibiendo mucho, ellos me dan una cantidad de vivencias que yo no puedo tener, ya soy viejo, ellos me retroalimentan a medida que yo los voy alimentando.

En realidad, fue un maestro más que un profesor. Creo que mi padre dejó una gran huella en ese grupo, a pesar de que algunos se rebelaron más tarde a este legado y con justa razón, ya que fueron tildados de «donositos». Roberto Bolaño fue uno de los últimos en fustigarlos con ese término, ante lo cual quisieron correr por su propia cuenta y sublevarse ante la imagen del maestro para tomar otro camino. Una actitud muy lógica, claro está. Pero mi padre les enseñó algo importante: que el ser escritor es una tarea doble, por un lado mostrar su inteligencia, su sensibilidad y, por otro, entender la profundidad de la cultura y ser un agente de cambio, de imaginación.

Por ejemplo, durante una de las sesiones del taller, mi padre leyó en voz alta a sus alumnos un texto de Proust sobre Renoir, que hacía ver que antes de sus retratos no existían en París las mujeres de Renoir, pero, después de que él las pintó, los boulevards estaban repletos de estas mujeres. Así quería demostrar a sus alumnos la relación compleja entre el mundo creador de los libros, la literatura y otras artes, y que el artista puede transformar la realidad para su audiencia.

Hoy, mirando desde la distancia, me vuelvo a preguntar cuánto del alejamiento de algunos alumnos del taller fue por la imagen de mi padre. ¿Será el cansancio de ser siempre asociados al maestro? ¿Ser llamados «donositos»?

Ellos quieren emprender su propia historia sin ser catalogados dentro de estos cánones, que pueden no ser reales, pues cada uno tiene su propio estilo, su propio tono creativo y su propia marca. En cierto sentido se parecen a mí, al hijo que se rebela, que no quiere que el sello del padre lo estigmatice por siempre, pero también hay en ellos algo de rencor, de dolor, al igual que en mí, al no poder recibir del maestro el reconocimiento total e incondicional.

Arturo Fontaine, autor de la novela Oír su voz, en un artículo describe su paso por el taller de mi padre:

Se leían por supuesto manuscritos. Pero también se leían y discutían muchas novelas y cuentos conocidos. A veces, oírlo hablar de personajes, escenas y situaciones que le habían gustado, era casi conmovedor. Era impresionable como un niño. Leer, imaginar lo leído, era una manera vigorosa e inteligente de comprender. En eso creía, en que una mirada, una lágrima, una sonrisa que emociona en la página, humanizan a las que se suceden en el mundo.

Su taller era un poco una tertulia literaria. De repente, si se prolongaba a través de las invitaciones de María Pilar, se volvía, entonces, un poco un salón literario.

Donoso no intentaba imponer una estética o buscar adeptos. Jamás lo oí, en su taller, hablar de su propia obra a menos que se le preguntara expresamente por ella. Jamás lo oí recomendar o insinuar siquiera su lectura. En cambio, fui testigo una y otra vez de la vehemencia con que sugería a éste o aquél la lectura de tal o cual libro en función de lo que ellos estaban escribiendo. Sus gustos eran amplísimos.

Fontaine anotó, además, algunas cosas que mi padre dijo al pasar en su taller, registro muy interesante y que refleja el verdadero espíritu de esos talleres:

A veces, como en Otra vuelta de tuerca, el prólogo es clave.

Hay que preferir.

A mí me parece un error no elegir algún personaje en el cual uno, el escritor, se pueda proyectar.

¿Hesse? Está muy bien para los dieciséis.

—The Real Thing, de James: es una obra de arte quizás perfecta.

Lo más importante: el primer párrafo. ¿Ejemplos? Moby Dick, Orgullo y prejuicio, En busca del tiempo perdido... Aunque hay gente que valora más la última palabra. Los títulos son también importantes. Finalmente (riendo), el título es lo que más queda de las novelas.

Soy un novelista del espacio.

La tríada, tres adjetivos sucesivos. ¡Cuánto pueden hacer tres adjetivos sucesivos!

Un personaje puede hacerse añicos en la novela. Pero esa caída ha de tener cierta grandeza.

Novelar es pensar con la pluma.

Un novelista siempre tiene que saber cómo están vestidos sus personajes; dónde compran la ropa.

Un escritor no debe mostrar más que la punta del iceberg. Es el peso de lo que está escondido lo que sostiene la novela.

Un primer párrafo debe proyectar. No debe contar la novela. Debe enganchar.

No existen las enredaderas: existen las buganvillas, la pluma, las clemátides. No existen arbustos: existe el pitosporo.

Materia y forma: que la greda y la mano que la modela lleguen a ser una y la misma cosa.

Una de sus alumnas más queridas fue Ágata Gligo, quien murió un año después que él. Los unía una mutua admiración. Ágata sorprendía por su melena de leona, sus ojos azules casi transparentes, belleza que para mi padre era importantísima.

En el libro póstumo de Ágata Gligo, Diario de una pasajera, donde relata el proceso de su enfermedad, ella se refiere en muchas ocasiones a mi padre, pero hay una especialmente decidora en cuanto a lo que era él como maestro, y que creo ayudó a la existencia de su libro.

Pepe me preguntó:

¿Y tú?

Yo, aquí.

¿Qué pasa con la escritura? No puedes no escribir.

Me pareció oír: no puedes no vivir. Pero sin duda me equivoqué.

Le expliqué que no sabía por dónde empezar a trabajar y le pedí que me diera algún consejo.

Ningún consejo sirve —me respondió.

Lo sé. Pero de todas maneras quiero uno.

Entonces dijo:

Llevar diario de escritor.

Y reiteró:

Diario de escritor, no diario de vida.

 

Cuando mi padre cumplió setenta años, en octubre de 1994, el Departamento de Programas Culturales del Ministerio de Educación, junto a la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Chile, organizó el ya mencionado gran homenaje para celebrarlo: «Donoso, setenta años», que incluía la condecoración con la Orden al Mérito Cultural y Docente Gabriela Mistral, un coloquio internacional de escritores como José Saramago, Francesca Duranti, John Wideman, Philip Swanson, Josefina Delgado, además de muchos escritores chilenos. Una semana de charlas, debates, mesas redondas, exposiciones de arte, muestras de cine y concursos de cuentos.

Precisamente en su Diario, Ágata Gligo recuerda el homenaje y cómo mi padre podía ser a veces generoso y otras despiadado:

El viernes 7 tuvo lugar la mesa redonda de los «discípulos» (Ágata Gligo, Carlos Cerda, Arturo Fontaine, Darío Oses, Gonzalo Contreras, Fernando Sáez, Marco Antonio de la Parra, Soledad Fariña, Sergio Marras, Carlos Franz). Aunque el título de discípulos ya está gastado.

Bueno, el panel fue demasiado largo. A alguna gente le gustó y a otra lo cansó. Al final habló Pepe. Dijo algo como: «Esta gente tiene talento, unos más, otros menos. Pero, en general, no saben contar». ¿Fue eso lo que quiso expresar? Aunque lo dudo, así se oyó. La intervención de Pepe me pareció descalificadora por decir lo menos, y bastante pesada.

Después vino la mesa de cierre del coloquio, con la magnífica improvisación de José Saramago. Noté que no le había gustado la historia del maestro y los discípulos, y estoy segura de que cuando usó la palabra «apóstoles», se equivocó irónica y deliberadamente.

Esa frase desafortunada de mi padre en su discurso, «... pero no saben contar», sembró bastantes rencores que permanecen hasta el día de hoy.

Por ese entonces también hubo varias fiestas inolvidables. Una en el Palacio Cousiño y otra en la casa de Galvarino Gallardo, para despedir a todos los invitados internacionales, de cuya organización estuve a cargo yo, corriendo de un lado a otro hasta último momento y tratando de que todo estuviera perfecto, pues mi madre, en una especie de ataque de celos —que a veces le daban por tanto homenaje y reconocimiento—, se declaró enferma, aunque luego estuvo presente.

En su libro, Ágata Gligo describe esa noche:

Sentados en torno a la mesa redonda del comedor de los Donoso, pasamos mucho rato oyendo a Saramago contar la historia de su vocación tardía. No es un hombre de intercambio fácil, pues toma en cuenta poco a los demás.

Bueno, ahí estaba Pepe, en el otro lado de la mesa, conversando primero con Pepita Delgado y después con Delfina Guzmán. El haz de luz de Saramago lo dejaba fuera, en un vértice de sombra creado por la estatua del otro. Con el correr de los minutos, lo informe y flotante se plasmó en la superficie. María Pilar, vigía experimentada, verbalizó: «¡Miren, miren lo que está pasando! ¡El maestro arrinconado y todos sus discípulos predilectos embobados en torno a Saramago!». Las risas no impidieron que siguiéramos escuchando al escritor portugués, hasta que de repente el dueño de casa dijo que se retiraba a su dormitorio, pues estaba muy cansado. Nadie se atrevió a retenerlo, a decirle «quédate». Cuando subió nos miramos. ¡Está deprimido!, dijo Fernando Sáez. «Deprimido no, desesperado», corrigió Arturo Fontaine. «Lo que pasa es que no puede vivir sin nosotros», agregué yo y noté que todos gozábamos no sólo ante lo cómico del asunto, sino ante la posibilidad de ese sufrimiento. El único bondadoso fue Marco Antonio de la Parra. Primó su condición de médico psiquiatra. Subió a acompañar a Pepe y volvió con la noticia de que no bajaría. «La cosa es grave, más de lo que pensábamos», dijo Arturo. «¿Crees que hay peligro de suicidio?», inquirió Fernando. «¿Le tomaste el pulso, le pusiste la mano en la frente? ¿Lloró en tu hombro?», pregunté yo.

Y Saramago no perdía detalle.

Podríamos buscar nuevos horizontes. Llevamos demasiado tiempo como apóstoles —concluyó Arturo Fontaine.

Una buena idea sería trasladarnos a las islas Canarias. Por supuesto, a Lanzarote. Podríamos instalar un campamento a una distancia prudente de la casa de Saramago —propuse yo.

La idea prendió, nos iríamos los cinco apóstoles a las islas Canarias, tras el nuevo gurú.

Más adelante Ágata, con mucha ironía, relata todos los periplos de estos apóstoles pasando de un gurú a otro hasta que, finalmente, vuelven a su antiguo maestro. Luego, retoma el relato sobre esa velada:

Es verdad que Pepe estaba cansado, que subió un momento a su dormitorio. En mi relato lo dejé arriba. Lo cierto es que volvió relativamente rápido y se integró al grupo del comedor, participando en nuestros desvaríos. Los invitados extranjeros, Saramago incluido, se retiraron y nos quedamos en el salón, todos vivificados por la risa. ¡Fue una noche magnífica!, repetíamos excitados. ¡Fue una noche magnifica!, decía también Donoso.

La visión personal de mi padre sobre los talleres literarios como tales se refleja en un ensayo:

La idea de talleres literarios en su forma actual debe haber nacido en Estados Unidos, siempre ha sido costumbre, por otra parte, que los escritores más jóvenes se agrupen un poco en torno a los de más experiencia, en un café o en una casa hospitalaria que el maestro frecuentaba. Pero después fueron las universidades americanas las que tomaron esta idea de taller literario, comenzando en Stanford, California, y luego en Iowa City. Hoy por hoy existen pocas universidades americanas que no cuenten con un taller y en muchas de ellas es el punto de atracción mayor para el alumnado, sobre todo si el maestro es un escritor de buena talla y renombre. Las universidades compiten por tener como profesores en sus talleres a figuras destacadas.

¿A qué se va entonces a los talleres literarios? Creo que más que nada, en este mundo elitista en que vivimos, en busca de una atmósfera generada por pares que creen que vale la pena escribir, escribir novelas, ensayos, cuentos, teatro, poesía... lo que sea.

El método que se sigue también varía, aunque las diferencias no son grandes. Se reúne alrededor de un maestro un grupo de personas que han escrito un poco, privadamente, y quieren saber la opinión de otros escritores, que generalmente no conocen. O jóvenes aspirantes a genios o jóvenes tímidos, profesionales, estudiantes de literatura para los que no es suficiente lo que les da la universidad, gente con deseo de comunicarse o de saber un poco más sobre lo que ellos van escribiendo. En algunos talleres se lee algún cuento clásico, modelo, y se trabaja sobre él. En casi todos, el aspirante a escritor debe traer para una fecha establecida un cuento, si de cuentos se trata, y al leerlo en voz alta lo somete al juicio de los demás asistentes al taller.

En España logré formar un taller por unos pocos meses. Los talleres literarios —múltiples, variadísimos, muchas veces rivales— formaron algo como un espacio de independencia, un espacio donde se podía y debía hablar de literatura, porque la literatura, lejos de aislarse fuera de la contingencia social y política, le daba a ésta una estatura y una profundidad que estaba muy distante de la información periodística.

Cuando yo vivía en España, hace más de diez años, hablar de talleres literarios causaba risa, ¿se puede enseñar a escribir... se puede aprender?, ¿una persona que no tiene talento, puede llegar a tenerlo después de asistir a un taller?

No sé si en España, pero ciertamente en muchos países latinoamericanos, el tiempo ha dado respuesta a estas preguntas: no, no se puede enseñar a escribir... no, no se puede aprender, ni el talento se adquiere por contacto con otros alumnos que buscan lo mismo en un taller. Pero en muchos de nuestros países, Argentina, México, Chile, los talleres literarios han proliferado.

Los talleres literarios en Buenos Aires, por lo menos hace tres años, cuando yo frecuentaba esa capital, eran innumerables. Todo el que se preciara de ser escritor se instalaba con su grupo. Lo que me extrañó fue que —en los que yo visité— no los formaban gente joven, sino gente mayor, profesionales de edad madura: psicoanalistas, psicólogos y profesores. Funcionaban en todas partes, en la trastienda de una librería, en un café, en casas particulares.

En Chile, durante el régimen de Pinochet, tuvieron una importancia que es difícil de ignorar, aunque —por lo menos dentro de lo que yo sepa— jamás los talleres fueron sitios donde se gestaran ideas revolucionarias, ni se discutían las personalidades que empezaban a aparecer en la incipiente política, ni se promovieron protestas ni manifestaciones. Sin embargo, es posible afirmar que en ausencia de una universidad libre, los talleres formaron algo como una universidad marginal. No es que estuvieran organizados ni centralizados, pero existía un acuerdo tácito.

Pero los jóvenes talentosos de Estados Unidos hoy en día —los hijos de los hippies que repletaron los talleres hace un par de decenios—, que nada quieren saber de los compromisos extravagantes de sus padres, ¿asisten hoy a talleres? La verdad es que bastantes lo hacen, lo que no deja de sorprender: es como si adquiriendo media docena de gustos literarios lo hubieran aprendido todo y se lanzan al difícil mundo de las editoriales americanas, que en 1991 están cada vez más reacias a publicar cualquier cosa.

Es curioso que del taller literario de Iowa, en los años en que yo fui profesor, entre otros escritores, de ese taller salieron algunos de los escritores más notables de Estados Unidos de hoy en día: John Irving, Gail Godwin, John Edgar Wideman, entre otros.

Con la celebración oficial de sus setenta años viene un cambio en su persona y en su creación literaria. Continúa con sus talleres con cierta dificultad hasta que el esfuerzo es demasiado grande y abandona, no sin dolor, este rol que lo enorgullece y por el que se siente reconocido en su ego interno. Su gran virtud como maestro era escuchar; no había nada que lo apasionara tanto; sentía que más lo nutrían sus alumnos a él que él a ellos.

 

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